Continuación a la lectura de \"Homo multimensional\" de Armando Segura (2ª versión)

June 15, 2017 | Autor: Jose Andres-gallego | Categoría: Antropología filosófica, Conciencia, Filosofia de la Naturaleza, Conciencia Corporal
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Descripción

CONTINUACIÓN A LA LECTURA DE HOMO MULTIDIMENSIONAL (SEGUNDA VERSIÓN) José Andrés-Gallego * Homo multidimensional, de Armando Segura, es sobre todo un libro que hacía falta. A mi modo de ver, su aportación más clara consiste en integrar la física actual -en cuanto ciencia (como saber concreto que se ha logrado ya)- en la antropología propiamente filosófica. Se trata por lo tanto de una antropología filosófica coherente con la física actual. Para ello, el filósofo ha hecho el esfuerzo titánico de reconsiderar y después expresar esos conocimientos físicos de forma filosófica. Para entender que es un propósito no tan sólo oportuno, sino además indispensable, basta tener en cuenta que los seres humanos somos físicos y que nuestra manera de ser realidades físicas se enmarca en el conjunto de modos de ser físico (sea persona, sea cosa) que se conocen hoy para cualquier realidad. A su modo de ver –el de Armando Segura-, el ser humano participa, por tanto, de las seis formas de ser físico de que tiene noticia -de resultas de haber leído a los expertos-: 1. Una estructura subatómica, que conocemos por la mecánica cuántica; 2. Una estructura molecular, cuyas operaciones son bioquímicas, por tanto biológicas; 3. Una estructura celular gobernada por las leyes de la genética; 4. La estructura de un organismo celular gobernada por las leyes de la biología física clásica; 5. Una estructura neurofisiológica gobernada por leyes conscientes o inconscientes que pueden ser intelectivas o volitivas, y 6. Una estructura neurofisiológica consciente que implica todo lo anterior y, además, la conciencia del tiempo y la objetivación del espacio. Gracias a esto tenemos también conciencia de lo posible y capacidad de desearlo y pretenderlo. Para Armando Segura, esas seis formas se presentan como niveles de un proceso de desarrollo y crecimiento, de suerte que la superación de cada uno de ellos no implica la desaparición de los modos previos, sino justo al contrario, su asunción en el modo superior. Esto es: cuando cada uno de nosotros llega a desarrollar las seis maneras de ser físico, lo es simultáneamente de todos esos modos -esos seis-, cada uno de los cuales requiere que subsistan los otros para que él mismo subsista, o sea se mantenga en la existencia. Asumir esto último es cosa indispensable para medir su alcance y la complejidad de lo que sigue. Adelantemos que equivale a concluir que todo lo que existe de una manera física no sólo se interrelaciona de tal modo que nada de ello queda fuera de la red que resulta de la interrelación, sino que su inclusión -la de todas y cada una de las realidades existentes- en esa red es lo que les permite subsistir a todas ellas como red y a cada una de ellas como unidad real distinta de las otras. Partamos del supuesto de que todas y cada una pueden dejar de ser. Pero, cuando eso ocurre, lo que sucede en puridad es que hay una transformación y, por lo tanto, cambian también las interrelaciones y, con ello, * Catedrático Emérito de Historia Contemporánea, Universidad CEU San Pablo, y Profesor de Investigación (Ad Honorem) del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid.

la propia red. Pero lo que subsiste es una sola red que lo interrelaciona todo y que lo hace de tal forma que todo permanece como algo real cuya existencia pende de la interrelación con lo demás. Antes que seguir adelante, no está de más decir que esa forma de concebir la realidad entera tiene los mismos años -y, milenios y siglos- que ese saber primero que es la filosofía. Late en algunas expresiones del poema de Parménides y, si es así, habrá que preguntarse si las implicaciones de los conocimientos físicos actuales dejan indemne la filosofía desarrollada sobre la base de Parménides u obligan a cambiarla. A priori, uno diría que sí: dejan indemne justo la metafísica en sí misma -sin entrar en su desarrollo-, y eso precisamente porque se trata del saber que se sitúa más allá de la física. Ahora bien, ese saber se nos presenta ahora como una paradoja, y eso precisamente porque existe (siquiera sea como saber). Dicho de otra manera, ¿puede haber un conocimiento que no sea físico (como tal conocimiento) a partir de la afirmación de que la realidad física lo es de aquellas seis formas y no sabemos que haya más? ¿Cerramos definitivamente la puerta a un conocimiento que vaya y nos sitúe -como tal conocimiento- más allá de la física, o sea metafísico? La pregunta remite, es obvio, al concepto de fysis y la necesidad de adecuarlo también a la física actual. Porque si el conocimiento metafísico es de la misma forma -como conocimiento en sí- que cualquier otro conocimiento -como parece claro-, lo que hay que preguntarse ya es no sólo cómo es físico lo físico (o sea en qué consiste que algo real sea físico), sino, ante todo, si hay maneras de ser que no sean físicas (o si es que hay que acabar con la dualidad entre alma y cuerpo que heredamos de Sócrates). Es una pregunta antigua, ya sé; se la hizo de otra forma el propio Aristóteles. Lo explicaba Giráldez no hace mucho (2009). Pero ahora se presenta como una pescadilla que se muerde la cola; porque, para darle respuesta, tengo que conocer esa contestación, o sea tener precisamente eso que me pregunto de qué manera es físico, si es que lo es -el conocimiento-, y no consigo sino desplazar la pregunta al "tenerlo" (y ese "tener" cuando "tengo conocimiento" de algo -estoy seguro- es físico). Son los hábitos y su probable explicación como encarnación neuronal -acaso red neuronal estable- son, digo, la respuesta (y es enorme su alcance). El alcance de la indeterminación De todas formas, por clásicas que sean las raíces, son muchos los expertos que ya han relacionado los hallazgos -y la perplejidad- de los conocimientos físicos actuales con la filosofía y hasta la metafísica en concreto. Pero conozco pocos casos (Fowler, 1980; Guo, 2003; Aguilar, 2008; Heelan, 2009; Schwartz, 2010; no muchos más) que se hayan remitido a la antropología filosófica, que es lo hace Armando Segura. Son más los que directamente afrontan el problema de la conciencia en relación con esa física. Segura, en cambio, va subiendo por esos seis niveles que suponen las seis maneras conocidas de ser reales hasta que llega a la singularidad de los seres humanos. Peca –a mi juicio- de optimismo en el nivel que es básico –por lo que sabemos hasta ahora-, porque sabe perfectamente que no se ha hallado la razón lógica del comportamiento de los quarks y demás elementos que se mueven continuamente en él y confía, sencillamente, en que es asunto de progreso en el orden lógico y matemático. Tarde o temprano, darán con esa ratio, viene a afirmar. Y el problema es que el asunto se presenta con tal complejidad, que abundan los expertos –en física subatómica- que creen que, en ese ámbito, la indeterminación no se 2

percibe porque no aún no hayamos dado con la clave, sino porque es el modo de ser (físico) de la realidad cambiante en que consiste ese nivel, precisamente el básico, el más elemental que conocemos hasta ahora. En efecto, en los niveles cuánticos, la acción observadora modifica el orden cuántico. Esto es: el conocimiento humano reordena lo cuántico. En realidad, todo conocimiento humano conlleva una reordenación de lo observado a fin de hacerlo lógico y, de esa forma, no sólo explicable, sino comunicable a los demás. Pero, en el caso de lo cuántico, sucede lo contrario: la posible realidad inteligible deja de serlo al observarla justo para entenderla. Y, si esto no es posible, no hay más remedio que conformarse con teorías explicativas -por ejemplo, la de que haya "variables ocultas"- que no cabe verificar, al menos con lo medios que hoy tenemos. Salvedad esta última que remite al puro optimismo: no lo entendemos pero se entenderá tarde o temprano. No se admite la posibilidad de que, en el orden ontológico de lo cuántico, la observación sea eficaz precisamente desde el punto de vista ontológico. Se trata, en suma, de una gradación de paradojas: (i) el del nivel subatómico es un saber que es aplicable -y aplicado- pero que se resiste a dejarse expresar en un modelo matemático, y ello porque (ii) se presenta unas veces como onda y otras como partícula y (iii) esa presentación parece que se ve afectada por la observación de quien la observa, o sea que, al observarla, cambia y (iv), en consecuencia, no puede averiguarse cómo es realmente y (v) da lugar a teorías que se le antojan a uno verdadera invasión de una que llamaré pseudo-ontología que parece continuación, desarrollo o variante del atomismo antiguo, pasado por las mónadas de Leibniz. Llaman ontología a una especie de monadología, en unos casos, y de “ondología” en otros, según las preferencias del teórico. Ahora bien, no sólo ocurre así, sino que cabe la posibilidad de que es que sea así indeterminada, siendo de continuo cambiante- la manera física subatómica de ser reales. O sea se concibe la posibilidad de que los seres no sean o libres o mecánicos (o parte y parte) sobre la base de considerar que lo mecánico está regido por leyes generales, sino que se habla de la posibilidad de que haya libertad, indeterminación y determinación como tres formas diferentes de comportamiento en los seres simplemente reales. Sols Lucia y Juan Arana fueron por ahí, me parece, en sus comentarios. Y Alejandro Llanos (2013) ha recordado que es un problema falso –un tópico-, y eso por la sencilla razón de que los filósofos que no han sido deterministas han partido de la base, durante siglos, de que la libertad humana exige un margen de indeterminación en la realidad que no es humana. Y más problemas Y no terminan ahí las cosas: el nivel subatómico no sólo se conoce como ámbito del quantum, sino que en el se desarrolla, también, el fenómeno definido con la teoría de la relatividad, que no termina de casar con la física cuántica. Pero es que, además, no hay una teoría única que sea satisfactoria a lo hora de conciliar la relativa a la gravitación universal y la concerniente a la física de la relatividad. Nos lo recuerda el mismo Armando Segura (pág. 129). Y eso se corresponde con que tampoco hay una teoría cuántica de la gravedad que sea satisfactoria (Guhr, Müller-Groeling y Weidenmüller, 1998; Rham, 2014).

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Por su parte, la teoría de la relatividad general llevó a Michael Friedman (1983, reed. 2014) a advertir que Einstein combina dos concepciones de la estructura geométrica de la relatividad que no son sólo diferentes, sino difícilmente compatibles: Friedman habla de una "fisicalización" de la estructura geométrica que se solapa con una idealización de la misma. Si, por fin, comenzamos a subir por la escala de maneras de ser físicamente reales que establece Segura, reaparece la indeterminación –de otra forma- en el nivel biológico. Ahora resulta que la genética lo rige, ciertamente, pero no de forma absoluta; se tuerce –con la suficiente frecuencia- cuando median los elementos que llaman -de manera singular- "ambientales" y que son, en rigor, políticos, críticos, sociales y demás, según sus propias enumeraciones (vean algunas en Sartorius, 2014). Claro que cabe argüir que esos factores con los que no contábamos –los “ambientales”- se pueden ver, en puridad, como frutos de otros procesos biológicos -si se miran en perspectiva, por ejemplo, neurocientífica. De esta manera, existiría únicamente –en el nivel biológico-, ahora sí, lo que se estudia justamente en la biología. Sólo que habría que ensancharla. Pero, a la hora de verdad, es una huida hacia adelante. La llamada "biología de la conservación", por ejemplo, no hace sino ampliar los elementos que constituyen cada ecosistema, incluir todos esos que hemos dicho –si hace falta- y, por ese camino, podemos abocarnos, me temo, al concepto de "ecología integral", del mismo modo que, en la teoría económica, al apurar el concepto de desarrollo, llegamos al de "desarrollo integral" y, de esa forma, avanzamos por el sendero que conduce al concepto de "economía integral", al que todavía no han llegado los expertos -excepciones aparte-, pero estamos seguros de que se llegará (y esta vez, con provecho). En el fondo, esas ampliaciones conceptuales no resuelven problema alguno (salvo que impliquen asumir que el conocimiento de la realidad no se reduce fácilmente, sino que, muy al contrario, por donde quiera que empecemos, para apurar su conocimiento tenemos que integrar aspectos y saberes que, hasta ese momento, se consideraban ajenos y se asoman al cabo a la unidad del propio ser humano). Obviemos –avisándolo- el neognosticismo cientista Eso no quita valor al empeño de Armando, sino que lo propone como un camino cuya meta no se ha alcanzado y en el que -acaso- hay que desandar parte de lo andado para explorar otros caminos y partir de la base de que una cosa es la libertad y otra la indeterminación. Por lo visto, es posible la indeterminación mecánica, inconsciente, incluso en las entrañas de los seres inertes. Quizás esté eso en la afirmación de Juan Arana -en el volumen dedicado al seminario en que se debatió sobre su propio libro, Los sótanos del universo (2012, 2014)- de que no avanzaremos nada mientras no aceptemos que los conceptos de la física clásica no se adecuan a la realidad (física justamente), pero que no es posible que entendamos la realidad tal como es sin acudir a los conceptos de la física clásica. No encuentro ahora el lugar donde lo dice –puede que lo dijese de palabra, en el seminario que se centró en su obra-; pero premia mi tozudez en dar con él con una cita que me envía de Heisenberg donde el germano dice justo eso: que todo experimento físico, sea de fenómenos cotidianos, sea de procesos atómicos, se debe describir en términos de física clásica, que son los que responden a la forma en que, en nuestra mente, se organiza toda experiencia -por subatómica que sea, deduzco- y es la manera

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en que sabemos y podemos expresarlas de modo que otros las entiendan. Sabemos -sigue- que el alcance de ese lenguaje se encuentra restringido por la indeterminación y, al emplearlo, no debemos perder de vista que tienen ese límite. Pero no debemos cambiarlo (Y remite a Heisenberg mismo, 1984: 102: 27). En cierto modo, eso podría relacionarse con la propuesta que hacía Gaston Bachelard -en los años treinta del siglo en que nacimos- para entender de qué maneras diferentes describimos la realidad -la física, incluida la cuántica- por medio de una verdadera "nouménologie mathématique" que llevaría al empleo analógico de las propias matemáticas; analogía que él venía a definir con el concepto de "rêverie analogique", el ensueño analógico (Castellana, 2015). Que por ahí van los tiros se pone de relieve -quizá- sin más que comprobar que esa indeterminación -si forman parte de ella las asimetrías que se perciben en los quarks- se estudian con hipótesis, medidas y cálculos que son estrictamente matemáticos y lógicos en el sentido clásico de ambos términos. Pero es doblemente revelador, en tal sentido, lo que deducen Aguilar-Saavedra, Amidei, Juste y Pérez-Victoria (2015) cuando actúan así y concluyen que casi todos los modelos matemáticos empleados con éxito para explicar los excesos en la asimetría de los quarks -los llamados "top-quarks"- no tienen el respaldo de otros planteamientos teóricos o experimentales y que, además, requieren introducir parámetros inusuales para obviar los inconvenientes más fácilmente previsibles y, aun así, los resultados de esos modelos predicen una serie de señales que no se encuentran en la realidad estudiada. Lo cual no les impide asegurar que algunas de las cuestiones planteadas por determinadas asimetrías serán resueltas en los próximos años y que, sin duda, habrá insólitas sorpresas. Podemos compartir esa esperanza con tal que no dejemos que sea esperanza fatua, o sea que no pensemos que la capacidad de razonar del ser humano es irrestricta -como diría un experto- y carece de límites. Es eso justamente lo que depende de los hábitos y su naturaleza. Pero, aunque fuera ilimitada, el problema radica en que el punto de partida y, sobre todo, el avance que implica un solo paso -un solo razonamiento-, más el escaso número de pasos (o sea razonamientos realmente creativos) que alcanzamos a dar en esa dirección durante una vida, no puede ser menor (salvo en los animales que no son superiores como nosotros y que avanzan aún menos). Claro que la esperanza siempre cabe. Hace muy pocos años, me llamó la atención el pie de página que el redactor de un diario madrileño puso a una fotografía de una enorme gorila que vadeaba un río con los brazos en alto para sostener un palo. Parecía, ciertamente, que había descubierto el equilibrio (quiero decir más bien que, con el palo en alto, conservaba mejor el equilibrio que –estoy seguro- no sabía ella misma que guardaba). La sustancia del largo y entusiasta pie de página era una exhortación a la gorila (que no sabía leer, ni siquiera ese diario): la animaba con algo que recuerdo de esta forma: ¡Ánimo!, ¡En trescientos mil años compondrás partituras como las de Bach! Esa seguridad en el futuro con que algunos expertos y científicos rematan sus estudios –y algunos periodistas, como se ve, respaldan- hace pensar en una nueva gnosis. Al menos, sirve para entender por qué hay gnosis en el sentido estricto de la palabra. Digo la de Marción y compañía hasta la que declara Harold Bloom cuando ajusta cuentas con Jesucristo (2006) y -sin llamarla gnosticismo- cuando describe la religión americana made in Usa (2009). La que cunde entre los científicos y los adictos al cientismo tiene una base firme desde luego, que es la enorme dificultad que presenta la comprensión de los niveles inferiores de ser reales físicamente -los que hemos enumerado, esas seis maneras de 5

serlo-; pero cabría pensar justo al contrario: si el sexto modo de ser real -el superiorresulta de un proceso selectivo -evolutivo- del que procede el ser humano como culminación -a día de hoy-, se puede deducir que la capacidad de razonar -la humana- es el paso siguiente a esa quinta forma de ser -la de estructura neurofisiológica gobernada por leyes conscientes o inconscientes que pueden ser electivas o volitivas (que es la forma de ser propia de todo viviente, también pero no sólo los humanos)-, pero que, de ahí para abajo -en la estructura molecular y en la subatómica-, es donde surgen los mayores problemas de comprensión; cosa perfectamente lógica si se tienen en cuenta tres razones al menos: una, la que se acaba de decir -que nos queda más lejos de nuestra fase evolutiva y no evolucionamos de forma que recordemos nuestro origen; la segunda, que esa dificultad de comprender esos niveles es coherente (digo coherente y no que sea así) con la propia lógica selectiva de nuestra evolución. Hemos llegado a ser estructuras neurofisiológicas conscientes del tiempo y del espacio, de lo posible por lo tanto, y capaces de desearlo y pretenderlo, y justo para eso -y, en principio, sólo para eso- es tal como es nuestra capacidad de razonar. ¿Ignoramos justo lo básico sin necesidad de engañarnos? Hay una tercera razón que es posible también -y añadamos que verosímil- y es que esa evolución selectiva que culmina en nosotros no dé lugar sin más a esa sexta forma de ser físicamente reales -la neurofisiológica hasta hoy más compleja-, sino que lo haga de tal modo que modifique las cinco formas previas de manera justo para que sea posible la existencia de esa forma superior. Y, si es así, podríamos decir que, en el caso de recordar las anteriores, no reconoceríamos como propias esas previas formas de ser tal como son ahora. Sea como fuere, nos encontramos en una situación donosamente paradójica: lo que nos cuesta más -y da lugar a un nuevo gnosticismo- es saber cómo somos inferiores, y eso no sólo porque responde a lógicas distintas -las suyas propias, las respectivas a cada uno de esos modos de ser físicamente reales-, sino porque nuestra propia existencia las ha hecho –acaso- más complejas. Sólo que, si es así, no habría razón para concluir lo que concluye Armando Segura, y es que somos reales de tal forma que nos engañamos a nosotros mismos de manera que creemos vivir de forma "biológica clásica" y "neurofisiológica consciente" -y lo demás que he dicho-; no es que nos engañemos; se trata simplemente de que hemos llegado a ser así y -como fruto de ello- sabemos que así somos -de esa sexta manera- sin necesidad de estudiar ni investigar. Para estudiarlo y para investigarlo, hemos tenido, en cambio, que intuirlo primero como hipótesis y, luego, idear y construir los artificios que nos permitan verificarlo. Artificios ideados, no obstante, de la única forma que sabemos idear y construir, o sea de esa sexta manera que nos permite tener noción del tiempo y del espacio -el euclideano- y pensar si es posible crear y construir lo que necesitamos en este y en cualquier otro caso. Expresado de otra manera, la existencia de otras geometrías no excluye la realidad de esa última, la euclideana (que resulta, además, que es la verdaderamente importante y la evolutivamente superior). Planteado así, cabría dar un paso más en la dirección ya apuntada y preguntarnos de forma más directa y explicable si el desarrollo de la forma de ser reales que solemos llamar "neurofisiológica" no tiene su principal manifestación -o una de las más importantes- en los hábitos; quiero decir en la capacidad de generarlos. En el fondo, incluso el desarrollo superior, que implica la conciencia, no es ajeno a ellos. Se 6

entendería así la insistencia de Polo en la importancia de los hábitos intelectuales (Sellés, 1996). Son los llamados hábitos dianoéticos en conjunto los que permiten tomar decisiones de mayor complejidad de lo usual -y además con acierto- con nuestra escasa capacidad de razonar y las limitaciones de nuestra libertad. Este es el nudo del asunto, en el que me he ratificado después de leer los estudios (2000, 2002, 2009) en los que Carpintero -don Francisco- recuerda lo que pensaba Aquinas acerca de los seres humanos, incluido él mismo (digo Aquinas y no se inhibirá -creo yo- el propio Carpintero): que nuestra capacidad de razonar y –atención- de discernir entre lo óptimo y lo mejor, o entre el bien y el mal, es muy pequeña. Lo es hasta el punto de que, en materia tan importante como la ley natural, aconsejaba Aquinas que lo más prudente no es preguntarse por lo que ella dispone, sino acudir a los expertos. Tengo para mí que la caridad de santo Tomás le llevó a omitir que los expertos son expertos justo porque se equivocaron y, además, aprendieron y hasta estudiaron los errores cometidos por los demás durante siglos y, de esa forma, descubrieron lo que no tenían que hacer. Ironías aparte (ironías, no obstante, acaso tan certeras como la sonrisa que puedan provocar), tal vez por eso mismo se diría que lo uno y lo otro -el incremento de la capacidad de discernir y la eficacia de nuestra libertad- son la tarea principal que lleva a cabo el ser humano de manera que ocupa en ello todo lo que le dura la vida (y que los viejos que son sabios suelen serlo por los errores cometidos y ése es nuestro capital – aquí me incluyo porque supongo que ocurre aún más con quienes, siendo viejos, no son sabios). Mientras tanto, el discurso científico –en conjunto- se acercará a la esquizofrenia: unos cantarán de antemano la victoria que nos espera y otros darán razones –sólidas muchas de ellas- por las que dudan de que llegue –el menos, desmedida, que es como nos la pintan. En la física cuántica, he mencionado la indeterminación que, al comprobarla, lleva a todos a fracasar –por ahora- en el intento de someterla a lógica y matemática además, para que a algunos de los cuales, sin embargo, justo el fracaso de hoy lleve a anunciar el éxito siempre para mañana. Morgen, morgen, nur nicht heute. Por el diluvio de promesas que nos hicieron durante años acerca del futuro que esperaba impaciente a que se consiguiera completar el jeroglífico del genoma humano llama ahora la atención por el silencio espeso que ha caído sobre él, una vez descifrado. Y es que, entre los expertos, hay quien sigue anunciándolo –años después de que se haya logrado- y se permite incluso describir el path towards an era of genomic medicine (Green, Guyer y el NHGRI en pleno, 2011) mientras que otros expertos hablan sin remilgos “del fracaso del proyecto Genoma Humano” (Pallitto, Francese y Folguera, 2014: 130) y lo explican precisamente por el reduccionismo que, a su juicio –y el de otros (Griffiths, 2001; Rehmann-Sutter y Neumann-Held, 2006)- hubo desde el principio –en la propia selección de los datos- y las expectativas desmedidas a que daba lugar precisamente la reducción de que partían. Es otra paradoja: reduces requisitos para saber realmente lo que quieres y, de ese modo, no llegas a saberlo pero anuncias precisamente lo contrario y amplías las promesas todo lo que haga falta hasta que (acaso nunca) lleguen. Invitación a una antropología carnal Tendría que hacerse cargo Armando –a mi modo de ver- de la tesis que defendió Nicolás Jouve (2012) en un seminario bibliográfico anterior, cuando insistió en defender que la propia conciencia es un fruto de la evolución (en el sentido que se da a esta

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palabra en el credo evolucionista). Es difícil aceptarlo, sin duda. Pero habrá que aceptarlo si comprobamos que es así. No va a ser fácil En su último libro, Juan Arana (2015) intenta examinar todos y cada uno de los aspectos implicados en el asunto, presta especial atención a los hallazgos y propuestas neurocientíficos y al desarrollo de la inteligencia artificial en los últimos años y concluye de forma taxativa, en perspectiva de filósofo de la naturaleza y de la ciencia, que los rasgos característicos de la conciencia desbordan los límites intrínsecos de la posible explicación naturalista y, probablemente –apostilla-, los de cualquier otro razonamiento. Su planteamiento es, por tanto, paradójicamente realista: no intenta tanto explicar la conciencia, como explicar por qué es inexplicable la conciencia (pág. 131) y empieza por poner de manifiesto que no se trata sólo de entender por qué cada uno de nosotros es consciente de que es él mismo y no los otros o lo otro, sino cómo ese ser consciente de que soy es continuo, o sea que comporta la unidad entre saberme hoy quien soy y saberme ayer y mañana. Esto es: consiste en la constitución de un sujeto consciente ante el que surgen y desfilan contenidos que no son el sujeto (pág. 140, 142) y actúa de tal forma que, sin ese sujeto, no puedo reconocerme como tal, o sea como sujeto. Un científico que niegue la conciencia ha de hacerlo -por necesidad- en conciencia, o sea que sólo lo puede hacer porque es consciente de que cree que no existe la conciencia. Sin conciencia de que carece de conciencia, no podría expresarlo ni hacer nada. Y eso es así, además, de manera que sólo es eso. Dicho de otra manera: en eso sólo consiste ser consciente y tener conciencia (pág. 145). No cabe "agarrarla" por ningún otro lado. Si acaso, puedo decir que soy consciente -precisamente eso, consciente- de que juego con el equívoco que hay en la lengua castellana y demás latinas entre conciencia y consciencia. Pero no eludo la equivocidad porque no me parece que lo sea en realidad. Si la moral no es un conjunto de leyes positivas, sino la respuesta que surge de preguntarse honradamente como son de verdad las cosas -cualquier cosa-, se adivina la posibilidad de que haya habido un primer momento –el que fuere, por creación o evolución o por ambas cosas aunadas- en que un primer ser humano se dijera a sí mismo que, si las cosas eran como eran, sin más, qué debía hacer. Es lo que algunos llaman “la pregunta moral” (así Fuenmayor y Ramsés, 1994), no estoy seguro de si lejano eco de la difusión del libro de Beale, Our morality and the moral question (1887) y luego el de Gaultier (1908). Se refieren –a mi entender- a la pregunta que constituye la moral –la moralidad, si prefieren-; pero está claro como el agua clara que el primer hecho de que “se dijera a sí mismo” eso, implicó percibirse como “mismidad” y percibir lo otro como otro. De hecho, Melina, Noriega y PérezSoba (2007) piensan -si les comprendo bien- que es esta otra la pregunta constitutiva de la moral: ¿quién soy yo? En puridad, la una implica la otra y viceversa. Equivale a superar –que no perder- el puro instinto y sus respuestas a lo que se percibe como real. Pero, para comprender ese paso –incluso en términos “sobrenaturalistas”-, es un obstáculo importante el dualismo socrático. Creo que una de las razones por la que rechazamos –incluso por instinto, digamos- la posibilidad de que el origen de la conciencia y, por lo tanto, el de la pregunta moral constitutiva surjan como prolongación (creativa o evolutiva o ambas cosas a un tiempo, o simple y llanamente en el primer momento histórico en que se formuló, fuera por lo que fuere) radica en que nos cuesta –con razón- aceptar que, de lo corporal, pueda surgir lo espiritual.

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Pues bien, también he comentado alguna vez ante Armando Segura que la antropología homérica y la bíblica no permiten concluir que seamos corporales, sino carnales, y que la carne no es sino materia, en efecto, vivificada por el aliento de los dioses, según Homero; el de Yahweh Elohim, según la Biblia. No se trata de argüir, claro es, que sea así. Tampoco, desde luego, argüiré que no. Mientras no haya un biólogo que defina la vida de forma convincente –y no sé de ninguno (vean las vueltas que dan Keller y Keller, 2009, por ejemplo)- ni haya químico que supere la sopa de Miller (1953) –en la que no me reconozco (ni os reconozco)-, dejémoslo sencillamente en que -tal vez- esa posible evolución que dio lugar a la conciencia fue carnal y, por lo tanto, fruto de eso que llamo “vida” y no sabemos definir, pero sabemos "encarnado" hasta el extremo de que hace carne -o sea viviente- la materia. Bien entendido que, ahora, ya no cabe considerar materia inerte la que no tiene vida, si por inerte entendemos estática. Los quarks, al parecer, no paran de moverse y crecer o menguar y no están vivos (que se sepa). De ahí que algunos expertos aconsejen que vayamos pensando en que podría haber varias "ontologías" y lo único común sea lo metafísico (así Vanney, 2014). Ontologías llaman, eso sí, al determinismo de Copenhague, al uno-local de las variaciones de Muchos-Mundos y otros por el estilo y no aseguraría que Heidegger pechase con esa idea de "ontología". Vanney añade, de hecho, que la diversidad de ontologías de que habla depende, en puridad, de la "objetivación científica" y que eso es lo primero que habría que aclarar. Y no cabe la menor duda; porque, si no es científica toda objetivación -o si objetivación científica no es, simplemente, objetivar y punto-, es de temer que estemos ante otro modo de asumir la reducción -de la capacidad humana de pensar- al método científico. En realidad, ¿cuándo es científico un método y cuándo no lo es? Y, sobre todo, ¿qué hacemos con el grupo de fenómenos que se encuadran en el concepto de "experiencia directa" y similares (sobre ello Schwartz, 2010), las peak experiences a que se refería Maslow (1962, 1964), que se perciben realmente –y, en tal sentido, son reales- pero son inverificables por cualquier que sea otro? Me refiero con todo ello a un problema de conceptos; no a que sea reductor lo que plantea Vanney; lo reductor –en mi opinión- es entender por "ontología" sólo lo relativo a la objetivación científica de que habla. Porque no tengo duda alguna de que, salvado ese problema conceptual, lo que ella denomina "ontología" determina efectivamente lo que uno llamaría, para evitar equívocos, "epistemología" (como hace McKenzie, 2011), en vista de la equivocidad de que da cuenta Post (2015) al comparar cómo se emplea esa expresión -la de objetivación científica- entre los periodistas y justamente los científicos. El mito bíblico como antropología filosófica Volvamos ahora a la conciencia y a la pregunta que constituye la moral; porque, si ocurre así, habrá también que preguntarse si constituye el bien y el mal no sólo en relación con lo que se percibe, sino en sí. La pregunta es ociosa, a mi entender, y –descriptivamente- se expresa de otro modo en la asimetría del mito del Edén, que no ofrece dos frutos, uno que da la vida y otro que nos aboca a fallecer, ni uno que da el discernimiento entre el bien y el mal y otro que da la confusión entre ambas cosas, sino uno que da la vida y otro que da el discernimiento. Planteado así, o la vida es el bien como absoluto o semejante disyuntiva no tiene pies ni cabeza (a mi juicio).

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Ahora fijémonos en que, en el fondo, la poquedad de nuestra inteligencia de que hablaba santo Tomás concierne justamente a la dificultad de discernir entre el bien y el mal, o entre lo mejor y lo peor. Nos cuesta mucho –a veces- descubrirlo, si es que llegamos a cerciorarnos de que la respuesta es correcta. Eso tiene que ver –sin duda- con la recreación del mundo que encarnó en Abraham como el que engendraría el pueblo elegido. Los judíos de la época de la vida mortal de Jesucristo habían llegado a comprender que eso quería decir formar un pueblo que discierna debidamente entre el bien y el mal y pueda así guiar a todos los demás (Hayward, 2005). Y esa re-Creación se vino abajo. También creían sin embargo que, justo para evitar lo que ocurrió, Dios crea varias realidades antes de crear el hombre (varón y mujer) y que lo primero que crea -en esa prioridad que debe ser estrictamente "lógica" por tanto (nunca mejor adjetivada, como propia del "Logos")- es la Ley, precisamente la Ley. Seguramente hablaban de la de Moisés y ponían en primera línea el Decálogo. Pero es igual para el asunto que tratamos. En el fondo, lo que querría que vieran es que se trata de una forma probablemente mítica de describir el nacimiento de la pregunta que constituye la moral: la Ley como respuesta a la manera de ser de la realidad. Sólo que, en ese “entonces” lógico, no hay más realidad que el propio Dios y, en consecuencia, es el aperitivo de la creación: Dios se propone a sí mismo como modo de ser asequible al hombre y la mujer que crea al crear el tiempo, o sea que se ofrece como "modo" (de ser) y, a esa propuesta ética, la llaman luego "ley", cuando, en realidad, no es sino el modo idóneo de vivir (concretamente como Dios sin ser Dios). Que esto es deducción mía es cosa clara y, por si me equivoco, transcribo exactamente lo que me hace pensar así, que es una glosa -un desarrollo- del estico del Génesis 3:24 que aparece insertada en el targum Neófiti, la más antigua traducción completa del Pentateuco al arameo que se conoce hasta ahora, editada por Díez-Macho (1988) en lo que constituye ese hito que es la Biblia Polyglotta Matritensia. Es una glosa que, después de la mishná, desarrollaron los rabinos y así aparece en Los capítulos de Eliezer (los Pirqê Rabbî ’Elï‘ezer, de los que hay una buena edición crítica ad usum Hispanorum de Miguel Pérez Hernández, 1984). Pero, en el códice Neófiti, se lee así: Gn 3,24

Dos mil años antes de haber creado el mundo, creó la ley. Estableció el huerto de Edén para los justos y la Gehena para los malos. Estableció el huerto de Edén para los justos, que comerán y se mantendrán con los frutos del árbol, por haber guardado los mandamientos de la ley en este mundo y cumplido sus ordenanzas. Preparó la Gehena para los malos, parecida a una espada afilada que   devora   por   sus   dos   filos.   Preparó   en   ella   dardos   de   fuego   y   carbones encendidos para los malos, para tomar venganza de ellos en el mundo venidero por no haber guardado los mandamientos de la ley en este mundo. Porque la ley   es   árbol   de  la  vida   para   todo   aquel   que  la   estudia,   y   quien   guarda  sus ordenanzas   vive   y   perdura   en   el   mundo   venidero   como   el  árbol   de  la   vida. Buena es la ley para quienes la cumplen en este mundo como el fruto del árbol de la vida.

La clave, creo, está en que “la ley es árbol de la vida” (para todo aquel que la estudia –y para quien la cumple, aclara luego). Recuerden que, en la lengua aramea –que es la de ese targum- la ausencia del artículo ante “árbol de la vida" no significa que no haya que incluirlo, sino que puede ser determinado o indeterminado, aquí “el árbol” o “un árbol”, sin que quepa afirmar lo uno o lo otro desde el punto de vista gramatical. Y, si es “el árbol de la vida” –o sea el del Edén- el que se idéntica con “la ley” y del que hemos

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de alimentarnos, en la Biblia la vida es Dios –por antonomasia, “el viviente”- y, en consecuencia, la ley de Dios es la forma de ser de Dios como lo que alimenta a quienes no son Dios pero viven su vida así (a no ser que se empeñen en discernir por cuenta propia, en vez de aconsejarse de los que se han equivocado, como luego propuso Aquinas). Por eso –digo yo- aseguraba Polo que lo nuestro es vivir en el Origen. (Era él quien lo escribía con mayúscula.) Para respetar sus palabras, dependemos "de la persistencia respecto del Origen" ("Preámbulo.- 3. Las cuatro dimensiones del abandono del límite mental", en la Antropología trascendental, I, en cualquier edición). Sólo que eso no es ser dual, como él repite, sino elegir entre romperse o no romperse y, como rotos, ser duales, y serlo hasta el extremo de que nuestro origen no es ya el mismo de Adán y Eva o, mejor, lo es de otro modo. Entre nosotros y ellos, ha corrido una historia de re-Creaciones del mundo que se presenta como un continuo recomienzo en el que Dios enmienda lo que hombres y mujeres han frustrado una vez y otra, hasta llegar a la re-Creación casi total que no le lleva seis, sino tres días. Si esto es así, se abre otra dimensión -séptima acaso- de la manera de ser (físicamente) reales, una manera en la que -lo he intentado explicar en otra parte (2013)lo natural del ser humano es lo que solemos llamar "sobre-natural". Bien entendido que, como dijo Gaos, es una sobre-naturaleza inmanente, que explicó de manera magistral en La caricia (1945), cuando el exilio en Méjico, y, por tanto, no puede desdeñarse, así como así, que pueda ser un paso más en nuestra evolución. La experiencia del vértigo Antes de entrar en esto último, me gustaría apurar el razonamiento de Juan Arana. Me refiero a la "levedad" en que consiste la conciencia, que sólo estriba en eso. Al leerlo, he recordado lo que decía el propio Polo sobre los hábitos intelectuales y no me convenció totalmente en su día. Dice que, a diferencia de los morales, no requieren repetición de actos, sino que se constituyen en hábitos en el momento en que se hacen realidad por primera vez. Es decir: un día, acaso en un espejo, me reconocí, vi mi imagen como la de otro y entendí que era otro y, desde entonces, sin ninguna necesidad de razonarlo, veo y capto lo otro como otro. Puede que no fuese un espejo, sino alguien a quien vi segunda vez. ¿Lo resolvemos nuevamente como fijación -permanencia- de una red neuronal que es la que da la permanencia al hábito de forma que ese primer principio sea hábito (siquiera sea como hipótesis)? No tengo duda alguna. Pero, de nuevo, no se me ocurre reducirlo a esa red neuronal. Como señala Juan Arana (2015: 146), las neuronas y sus asambleas no tienen nada que no tengan las vejigas natatorias, los estambres o las estalactitas. Lo que sí me parece importante es que pueda existir esa red neuronal estable que me permite reconocerme como yo (y tengan que existir, en consecuencia, los elementos necesarios para constituirse esa primera vez la red de que hablo). Llegar a esta capacidad sí me parece que puede ser evolutivo, aunque no me atrevería a decir que, por lo tanto, darwiniano. Cómo sea esa evolución, es otro cantar, y bien entendido que alcanzar tal capacidad posiblemente es lo inmediatamente anterior -sin solución de continuidad- a tomar conciencia de que soy yo mismo y no ese otro. Sólo que, dicho así, se entiende ciertamente que es otro paso en el proceso evolutivo, y ese paso es tan leve -inaprensible quiero decir- como abismal. Desde ese instante, soy y sólo en tal momento

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puedo llegar a preguntarme qué debo hacer ante lo que percibo, o sea hacerme la pregunta moral. No hay nada más endeble como explicacion de un paso gigantesco que damos todos los humanos. Juan Arana añade, sin embargo, requisitos que me permiten avanzar: dice que es poco verosímil que tenga conciencia alguien que carezca de suficiente capacidad -físicapara recopilar información y coordinar los movimientos que le permitan dar respuestas que incidan realmente en el entorno del que viene la información (pág. 149). Sólo he padecido un "episodio" del llamado vértigo de Ménière. En él no ciriquean las neuronas como protagonistas -aunque no falten a la convocatoria-: es el líquido que rellena las estructuras del laberinto del oído interno el que las suele convocar. El episodio fue espantoso, dicho sin exageración de ningún género. He compartido la experiencia con otros afectados y me sorprende que no se reconozcan en lo que yo sentí, ni les espante, por tanto, repetir (si es que no hay más remedio). Me resulta extremadamente difícil encontrar las palabras necesarias para describir la experiencia, que, no obstante, fue nítida: fue una separación -física- entre mi organismo y yo, o sea la conciencia de que soy yo mismo. Percibía claramente que perdía el dominio sobre mi movimiento y que esa pérdida estribaba en un punto de unión -el punto, el único- entre mi cuerpo vivo y yo. No fue separación, sino "descentración"; fue como si mi organismo se apartara -físicamente- de mi conciencia -la de ser quien soy, en primera persona-; se desplazara levemente, fuera del eje que parte de mí mismo y centra -lo percibí de esta manera- el organismo vivo que soy. Sentí el espanto de perder el dominio sobre él, o sea de no ser nada más que yo. Radicalmente sólo eso. Una conciencia abandonada a su mera existencia como conciencia que ve lo que sucede y no puede reaccionar; no tiene con qué, de qué valerse para responder a ningún estímulo. No está sola, sino indefensa, inerme. En el sentido fuerte de este verbo, soy pura indefensión como conciencia de mí mismo. Es la levedad de que habla Juan Arana, creo, capaz de recibir información -por lo pronto, la información que intento describir- pero incapaz de coordinar movimiento alguno, ni para dar respuesta a tal información ni para nada. Incluso para vomitar, tenía que mantenerme de rodillas y agarrarme a la taza del retrete. Me sucedió un anochecer en que estaba mentalmente rendido y me dejé caer de espaldas sobre una cama. No sé si duraría dos segundos la percepción que he intentado describir. Me costó una semana hallarme en condiciones de mantenerme en pie. No puedo decir más sobre todo esto. La caricia va más allá y, sobre ella, solo se me ocurre volver sobre las notas de lectura que escribí al leer el libro de Agustín Serrano del Haro, Cuerpo vivido (2010). Las llamé -por si alguien quiere verlas- Cuerpo vivido, caricia y carne. Las "colgaré" -si vivo- después de consumar el sacrificio de estas páginas sobre el libro de Armando.

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