Construcciones identitarias en el mundo antiguo: arqueología y fuentes literarias. El caso de la Sicilia griega

July 3, 2017 | Autor: María Cruz Cardete | Categoría: Ethnic Studies, Ethnicity, Greek Sicily, Identity, Greek Colonization (Magna Graecia and Sicily)
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Descripción

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ISSN: 1136-81-95

Arqueología Espacial

Arqueología Espacial: Identidades

Arqueología

Espacial

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Homenaje a M.ª Dolores Fernández-Posse Teruel 2009

Vicerrectorado de Investigación Mecenazgo CAI-IBERCAJA

30 años del Seminario de Arqueología y Etnología Turolense (1979-2009)

TERUEL, 2009

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Arqueología Espacial

Arqueología Espacial: Identidades Coordinado por Inés Sastre Prats

Homenaje a M.ª Dolores Fernández-Posse Seminario de Arqueología y Etnología Turolense Campus Universitario de Teruel

TERUEL 2009

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Director:

Francisco Burillo Mozota

Secretario: Julián M. Ortega Ortega Infografía y Maquetación: C. Polo Cutando y M.ª A. Cano Díaz Comité Científico: Joan Bernabeu, Universidad de Valencia. Enrique Cerrillo Martín de Cáceres, Universidad de Extremadura. Felipe Criado Boado, Universidad de Santiago de Compostela. Antonio Gilman, California State University North Ritge. Antonio Malpica Cuello, Universidad de Granada. Linda Manzanilla, Universidad Nacional de Mexico. Francisco Nocete Calvo, Universidad de Huelva. José Luis Peña Monné, Universidad de Zaragoza. Jesús Picazo Millán, Universidad de Zaragoza. Joan Sanmartí Gregó, Universidad de Barcelona. Arturo Ruiz Rodríguez, Universidad de Jaén. Gonzalo Ruiz Zapatero, Universidad Complutense de Madrid. Juan Vicent García, C.S.I.C. - Madrid. La dirección de esta revista no se responsabiliza de las opiniones de los autores. Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de esta publicación puden reproducirse, registrarse o transmitirse, por un sistema de recuperción de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético o electroóptico, por fotocopia, grabación o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

ESTA PUBLICACIÓN HA SIDO SUBVENCIONADA POR LA UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA Y EL INSTITUTO DE ESTUDIOS TUROLENSES

© 2009 Seminario de Arqueología y Etnología Turolense Dibujo de la Portada: Esculturas de guerreros lusitano-galaicos de S. Jorge de Vizela (Guimarâes). Foto J. Alvarez Sanchís, pág. 153. Deposito Legal: Z. 2654-2002 ISSN: 1136-81-95 Imprime: Cometa, S. A. - Ctra. Castellón, km 3,400 - Zaragoza Edita: Seminario de Arqueología y Etnología Turolense

ÍNDICE

Editorial, por I. SASTRE. Dedicatoria, por D. PLÁCIDO.

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Etnicidad protohistórica y arqueología: límites y posibilidades, por G. RUIZ.

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Construcciones Identitarias en el mundo antiguo: arqueología y fuentes literarias. El caso de la Sicilia Griega, por M.ª C. CARDETE.

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Los pueblos prerromanos y sus observadores, por D. PLÁCIDO. Etnias, fronteras e identidades en la Antigüedad hispana: alguans precisiones metodológicas a partir de las fuentes escritas, por G. CRUZ. Identidad y etnia en Tartesos, por M. ÁLVAREZ.

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63 79

Identidad social y príncipes: el caso íbero del Alto Guadalquivir, por A. RUIZ.

113

Año 153 a. C., identidad social y residencia de los jinetes celtibéricos de la Batalla de la Vulcanaliaa, por F. BURILLO.

131

Expresiones de identidad: las comunidades prerromanas de la Meseta, por J. ÁLVAREZ.

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M.ª Dolores Fernández-Posse y la identidad del Noroeste hispano, por I. SASTRE.

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Construcciones Identitarias en el mundo antiguo: arqueología y fuentes literarias. El caso de la Sicilia Griega M.ª CRUZ CARDETE DEL OLMO Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Geografía e Historia Departamento de Historia Antigua [email protected]

Aquel que tiene el control del pasado tiene el control del futuro George Orwell Resumen Identidad y etnicidad son dos conceptos engañosamente parecidos que definen relaciones sociales complejas, diversas y altamente dinámicas. Su estudio se ha disparado en los últimos años al calor de los acontecimientos políticos vividos en el último siglo, de ahí la importancia que han asumido los análisis étnicos e identitarios en los estudios históricos y, en los últimos 20 años, también arqueológicos. Sicilia es una de las zonas privilegiadas para el análisis de la etnicidad antigua. Sometida a una conquista violenta por parte de los griegos y a un proceso aculturador muy activo, sus sociedades son un ejemplo significativo de cómo una sociedad colonial genera continuos procesos de construcción identitaria, así como fenómenos étnicos en una lucha por conseguir entenderse a sí misma. Abstract Identity and ethnicity are two concepts falsely similar that define complex, diverse and very dynamic social relationships. Its study has been developed in the last years due to the political events that have signed the 20th century and that have given much importance to the historical and, in the last twenty years, archaeological studies of identity and ethnicity. Sicily is a very special area for the analysis of ancient ethnicity. It was a victim of a violent conquest by Greeks and a very active acculturating process. Its societies are a significant example of how a colonial society develops continuous processes of identity building and ethnic phenomena in a fight for getting to understand itself.

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Introducción Uno de los problemas fundamentales a los que se enfrenta cualquiera que desee analizar la construcción de identidades y el desarrollo de los procesos étnicos, sea en sociedades antiguas o en las actuales, es la indeterminación terminológica que rodea al mundo de la identidad (Hall, 1998: 266). La palabra posee, en nuestros días, para la gran mayoría de los idiomas, un significado connotativo muy fuerte, especialmente en un mundo que ha vivido tan de cerca genocidios, limpiezas étnicas y todo tipo de masacres amparadas en la identidad, en su búsqueda, en su fortalecimiento, en su imposición o en su cercenamiento. Ahora bien, tras la aparente facilidad con la que, en principio, se comprende a quien, bien sea en una conversación casual, bien en una charla científica, emplea el término "etnia" o el aún más difuso "identidad" (por no hablar del tan denostado "raza" o su derivación adjetiva, mucho mejor considerada, "racial"), subyace un complicado proceso de implicaciones simbólicas, lingüísticas y culturales que desbarata la ingenua confianza en el valor "universal" (y, sobre todo, estático) de los conceptos. En un mundo que experimenta la radicalización identitaria y, sobre todo, la étnica como un fermento de tragedias humanitarias no deja de resultar chocante que las palabras asociadas a dichos fenómenos se hayan popularizado hasta el extremo de atribuirse como cualidades a cantantes, actores o diseñadores, que han pasado a denominarse étnicos, con un sentido cercano al de artesanal o genuino (incluso "primitivo"); raciales, queriendo con ello resaltar su fuerza y exclusivismo; o defensores de una identidad urbana, agro-punk, sesentera o retro, señalando su tendencia artística como un modo de crear pertenencia social. La carga ideológica de los términos se difumina con estos nuevos usos idiomáticos y sociales, desvirtuando los significados y, al tiempo, recargándolos de nuevas acepciones semánticas. ¿Qué es, por tanto, la identidad? ¿Y qué la diferencia, si es que hay algo, de la etnicidad? ¿Por qué no continuar empleando el término raza? ¿Existe una apreciable diferencia connotativa y/o denotativa entre los tres términos? La respuesta a estas preguntas es compleja, entre otras cosas porque es multiforme y cambia constantemente, como el propio proceso que pretende reflejar. Las respuestas que pueda ofrecer ahora no serán las mismas que las de mis compañeros quienes, posiblemente, diferirán también entre ellos en cuanto a qué es exactamente aquello que estudiamos cuando hablamos de identidades y/o de etnicidad (y, máxime, en el mundo antiguo). No soy amiga de las definiciones concretas ya que, generalmente, no dan respuesta a las preguntas planteadas, más allá de las generalidades a las que el propio uso cotidiano del lenguaje nos conduce. La misma idea de que una definición encierra la razón, única y exclusiva, de una palabra no es sino una derivación del esencialismo que sólo consigue maniatar el lenguaje y la conceptualización (Siapkas, 2003: 7-8). Decir que la identidad es el conjunto de rasgos que definen a un grupo de personas frente a otros grupos que se autodefinen por características distintas y/o contrarias o que consiste en la autopercepción de la pertenencia a un grupo determinado en base a sus caracteres peculiares y definitorios, que lo distancian de otros, es no decir gran cosa (o muchas a la vez). Por eso, prefiero analizar el significado de los procesos identitarios y étnicos a través de una serie de reflexiones que conducirán al lector a una definición, extensa y creo que, por ello, más enriquecedora. El tema es, obviamente, muchísimo más complejo de lo que en este artículo puede reflejarse pero, dadas las limi-

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taciones de espacio, considero que un objetivo digno para esta contribución es abrir la puerta a las múltiples facetas que engloban los procesos identitarios y étnicos y su estudio desde el presente. Si se cumpliera dicho objetivo se lograría, además, otro también básico: demostrar la importancia que para la comprensión de nuestros propios procesos sociales tiene el análisis de la identidad y la etnicidad desde una perspectiva histórica. Identidad ≠ etnicidad A menudo identidad y etnicidad se emplean como palabras sinónimas o, al menos, de significado muy similar, especialmente en la lengua coloquial, lo que ha contribuido a extender la idea de que quien se haya en posesión de una identidad forma parte de un grupo étnico. Sin embargo, los procesos sociales que conducen a la construcción de identidades sociales (pues no nos referimos ahora a las individuales) no son los mismos que aquellos que se dirigen a la consecución de un grupo étnico. Utilizando el viejo juego de palabras podríamos decir que todo grupo étnico posee una identidad pero que, por el contrario, no toda identidad implica un sentimiento étnico. ¿Cuál es la diferencia, pues? Considero que la identidad, realidad multiforme donde las haya, es un concepto básico del desarrollo social; una construcción humana, sin duda, y nada sencilla, pero que parte de una necesidad "biológica" de pertenencia (De Vos y Romanucci-Ross, 1982: 17; Hall, 2002: 11). Muchos animales comparten con el hombre la necesidad de pertenecer a un grupo, lo cual les defiende de los peligros que acechan a los individuos solitarios y les confiere la seguridad que ofrece una manada. El hombre es un ser social y, por tanto, desde el momento en el que no puede permanecer aislado, pues sería vulnerable, su unión a otros seres de su misma especie le lleva a aceptar determinadas pautas de comportamiento que garantizan la supervivencia del grupo. Más allá de esta obviedad etológica, las formas en las que los diferentes grupos humanos construyen su peculiaridad entran de lleno en el ámbito de lo cultural y, por lo tanto, de lo mutable, de lo social, de lo construible, de lo reconvertible e ideologizable. Su lugar de hábitat, los recursos alimenticios de los que dispone, los individuos que forman el grupo, los procesos de interacción entre ellos... todo contribuye a que cada grupo humano se caracterice por unos rasgos determinados que lo distinguen de los otros grupos que le rodean y le ayudan a configurar su propia identidad social. Cuanto más compleja sea una sociedad, más grupos se conformarán diferentes dentro de la misma, enarbolando su identidad, sus rasgos definitorios y, en muchas ocasiones, antagónicos, respecto a la identidad de los otros. Otros que, con cierta frecuencia, aparecen confundidos en una mezcla informe en la que caben todos aquellos que no somos Nosotros. La identidad diferencia, pues, a veces hasta separar o enfrentar, a través de la definición de unos rasgos característicos que deben poseer los que se hacen llamar de un modo determinado. Dichos rasgos (que pueden ser simbólicos, religiosos, físicos, familiares, lingüísticos, políticos, económicos, etc.) son muy variados y cada grupo escoge algunos que lo van conformando, variando al tiempo que el grupo, ya que están en continuo cambio, como el grupo mismo. El grupo así constituido ofrece a sus integrantes un sentido de la pertenencia (y también de la posesión), unas reglas de conducta, unos esquemas vitales que facilitan la vida de la comunidad en detrimento de la libertad del individuo. Cuanto más fuerte sea la identidad de grupo menos capacidad de movimientos tendrán las personas que lo for-

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man, especialmente cuando la identidad se ve amenazada desde el exterior, momento en el que cualquier disensión interna es castigada con más rigor. Muchos grupos, pues, reconocen sentirse unidos por una identidad común que colma su necesidad de pertenencia (las tribus urbanas, por ejemplo) pero no por ello llegan a constituirse en etnia. ¿Por qué? La etnicidad parte de la identidad pero implica elementos que no están presentes en aquella. La construcción de un grupo étnico precisa de un poder político que dé forma, fomente y sostenga los elementos básicos que reivindica un grupo étnico, es decir, descendencia de un antepasado común y unión a la tierra materna. La alianza de genealogía (coordenada temporal) y territorialidad (coordenada espacial), mantenida, nutrida y exacerbada desde el poder, es el componente básico para convertir la identidad grupal en grupo étnico, desterrando, eliminando o incluso persiguiendo otras formas de auto-identificación preexistentes (Morgan, 1999: 95). Como he dicho en otras ocasiones (Cardete, 2005: 54 y Cardete, 2006), y a riesgo de repetirme, insistiré en que la etnicidad no supone el despertar de la conciencia de grupo, sino su creación conforme a los intereses de un poder dominante que encauza las acciones comunitarias. Por lo tanto, la etnicidad no es un proceso natural, intrínseco al desarrollo social, sino un proceso político que necesita de un centro director que lo promueva y sostenga (Cardete, 2005: 59-63). El grupo étnico se blinda frente al exterior convirtiendo los ataques que recibe desde fuera en una de las principales fuerzas para mantenerse unido, de ahí su capacidad de permanencia en el tiempo, en algunas ocasiones milenaria, como es el caso judío (el cambio existe, pero se niega o minimizar). Y es que el enfrentamiento, la oposición al Otro, son básicos en la construcción étnica. La identidad implica cierta oposición a quienes no comparten los rasgos marcados por el grupo como propios, pero dicha oposición puede atenuarse e incluso puede convertirse en un proceso agregativo de asimilación que expanda el significado del Nosotros, en algunas ocasiones no muy bien definido, para hacerlo más fuerte (Hall, 1997: 47-48; Malkin, 2001: 18). No obstante, para los grupos étnicos la oposición es otra forma de subsistencia y, de hecho, el grupo étnico suele conformarse en un contexto de oposición enconada, de lucha por los recursos, de guerra abierta o disimulada, de migraciones y desestabilizaciones sociales (Hall, 2002: 10; Jenkins, 1997: 10; Prontera, 2003: 110; Jones, 1997: 69-75). La convicción absoluta, muchas veces apoyada por presupuestos religiosos (y siempre ideológicos) intensamente percibidos y altamente sistematizados, en la existencia in illo tempore del grupo étnico es el eje fundamental sobre el que gira su supervivencia (Anderson, 1991: 6). La duda o la reflexión crítica individual sobre la propia esencia grupal no tienen, generalmente, cabida en un grupo étnico, puesto que dicho grupo precisa de una completa adhesión a los principios enunciados como paradigma. Se puede, subrepticiamente, incumplir las normas, se puede tratar con el Otro como si no fuera un enemigo, pero no se puede dudar de que lo es, no se puede poner en tela de juicio el discurso, porque el discurso sustenta al grupo étnico (Remotti, 1992: 35; Hall, 1998: 267). Por supuesto, los principios ideológicos no son inmutables. Al contrario, varían con la frecuencia e intensidad necesarias como para adaptarse a los cambios sociales, pero siempre se presentan como eternos y siempre varían dentro de un proceso de adoctrinamiento, de reelaboración ideológica que se gesta desde el poder y al que los extractos sociales dominados sólo tienen un acceso indirecto. En el momento en el que el grupo empiece a dudar de la veracidad de su exis-

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tencia está condenado al fracaso, de ahí que los rebeldes sean tratados con tanta dureza pues, efectivamente, comprometen la supervivencia del grupo y, especialmente, la posición privilegiada de quienes lo dirigen y justifican, a través de la construcción in illo tempore y un falso pero continuamente predicado estatismo, la desigualdad social y la jerarquización de poder (Eriksen, 1993: 51; Eidheim, 1976: 50-51). Fuentes para el estudio de la identidad y la etnicidad: ¿es válida la Arqueología? Antes de preguntarnos sobre la validez (o no) de uno u otro tipo de fuente para estudiar los procesos identitarios y étnicos de las sociedades antiguas, creo imprescindible reflexionar, siempre de forma breve, sobre la pertinencia del mismo estudio de la etnicidad en el pasado. Como he comentado anteriormente, considero que los procesos identitarios se basan en una serie de necesidades que, grosso modo y de forma generalista, pueden calificarse de "humanas". A partir de esas necesidades los grupos construyen socialmente su identidad. Por tanto, creo que su estudio por parte de una disciplina humanista como la Historia no necesita explicaciones (y/o justificaciones) adicionales. No ocurre lo mismo con la etnicidad, concepto absolutamente moderno, nacido al calor de los movimientos nacionalistas europeos del XIX y calentado al fuego de los procesos coloniales y post-coloniales de los últimos dos siglos. Si el mundo antiguo no concibió, por tanto, la etnicidad, si los términos de nación y pueblo, e incluso el propio término ethnos, tenían un significado muy distinto al que nosotros le otorgamos, ¿por qué estudiar la etnicidad en el mundo antiguo, cómo se justifica su estudio, para qué se lleva a cabo? Existen multitud de respuestas a estas preguntas (muchas de ellas, sin duda, negativas, pues bastantes historiadores consideran aún poco científico el análisis de la etnicidad en el pasado, como hasta hace no tanto se consideró poco científico el estudio de las religiones o de cualquier proceso que no fuera político-militar, factual, evenemencial) pero voy a elegir una que, al menos por mi parte, resume bien la cuestión: la etnicidad está viva, tanto como el auge de los nacionalismos, el crecimiento del terrorismo o los procesos de vertebración territorial y económica de pueblos diezmados, arruinados y expoliados, fenómenos todos ellos con los que se relaciona vivamente. Por eso la buscamos en el pasado, para alcanzar a concebir sus raíces históricas, para comprender mejor sus causas, para interpretar con mayor propiedad sus consecuencias, para encontrar soluciones a problemas presentes. Y, al buscarla, la estamos construyendo (Eriksen, 1993: 16; Walbank, 2000: 19). Aunque suene manido siempre es gratificante recordar la ya célebre frase de Benedetto Croce: "Toda historia es historia contemporánea". Y porque la etnicidad es contemporánea, la estudiamos en el pasado, porque el pasado no es una ruina fosilizada o un recuerdo al otro lado del espejo sino que está vivo, presente, en continua remoción y nosotros, seres presentes, somos parte, pero, al mismo tiempo, también artífices de ese pasado (Tilley y Shanks, 1987: 16; Tilley, 1989: 193; Eriksen, 1993: 161). Una vez aclaradas algunas de las razones que motivan el estudio de la etnicidad en el pasado, es el momento de preguntarse acerca de las fuentes que necesitamos para llevar a cabo dicho estudio. Hasta los años 80 el análisis de la etnicidad ocupó especialmente la atención de antropólogos y etnólogos, sin que la Historia Antigua hubiese demostrado un interés específico por la materia. El panorama cambió en los 90, cuando las teorías sobre la etni-

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cidad y la identidad de las sociedades pasadas inundaron, en una verdadera avalancha, los estudios históricos. La etnicidad entró de lleno en el núcleo de la Historia Antigua, pero no ocurrió lo mismo con el de la Arqueología, a la que se consideraba poco adecuada para comprender los procesos asociados a la búsqueda de la identidad y la construcción étnica. En una fecha tan avanzada como 1997 Jonathan Hall todavía dudaba del valor de las fuentes arqueológicas considerándolas, en el mejor de los casos, como un apéndice a la información, mucho más sólida, que ofrecen los textos literarios (posición posteriormente matizada en Hall, 2002: 24). ¿Por qué esta dualidad? No pretendo extenderme en un tema que nos conduciría a una disquisición, sin duda interesante pero, también, excesivamente larga sobre la implantación de los sistemas educativos y universitarios en el campo de las Humanidades en el siglo XIX, la separación de las disciplinas históricas en compartimentos estancos, etc.1, pero creo que es necesario señalar que la razón última que considera a la Arqueología poco útil en el estudio de la etnicidad (o, lo que es lo mismo, en el estudio de procesos simbólicos e ideológicos) no es sino una limitación epistemológica, absolutamente moderna (en el sentido cronológico del término) que nada (o poco) tiene que ver con las características ontológicas de la Arqueología y la Historia como ciencias. El término ethnos en un texto de Heródoto no dice más sobre la concepción identitaria de los griegos que la ausencia de material no griego entre los exvotos de los santuarios panhelénicos. Ambos necesitan de una contextualización histórica y de un apoyo metodológico para poder ser útiles y obtener significado, así que la dificultad de otorgárselo no está en las fuentes como tales, sino en el historiador que trabaja con ellas y en sus limitaciones epistemológicas. Debemos superar la pueril, pero no por ello menos extendida, creencia de que la Arqueología utiliza la teoría como un gran parche para tapar los agujeros que no puede rellenar con objetos (pues la Arqueología sigue siendo considerada por muchos como una disciplina objetual), mientras que esos mismos agujeros informativos se auto-colmatan en el caso de los textos, como si las palabras tuvieran la capacidad mágica de explicarse por sí mismas. La misma separación fuentes arqueológicas-fuentes literarias es un sinsentido que ha creado muchos más problemas de los que ha resuelto, entre ellos la extensión desmesurada de la falacia positivista, es decir, de la equiparación de lo que es observable arqueológicamente con lo que es significativo textualmente (Snodgrass, 1990: 50-51; Hall, 1991: 157; Insoll, 2001: 1-10). Las construcciones identitarias y étnicas son procesos sociales y, como tales, dejan su huella en el registro arqueológico. Su carácter abstracto se encarna en acciones y producciones concretas, basadas en la experiencia, que la sociedad reconoce y con las que cuenta para desarrollar una organización de los recursos, de los medios de acceso a los mismos, de los elementos simbólicos que los rodean y conforman así como un cuerpo de leyes, normas y derechos que el poder debe obligar a acatar al tiempo que convence de sus supuestos beneficios. Ninguna actividad humana permanece únicamente en la esfera de lo

1. Remito a los siguientes estudios sobre el particular, que ofrecen cumplida información y una buena bibliografía al respecto: Morris, I. Classical Greece. Ancient histories and modern archaeologies, Cambridge, 1994; Kohl, P. and Fawcett, C. (eds.), Nationalism, politics and the practice of Archaeology, London, 1996; Trigger, B. A history of archaeological thought, Cambridge, 1989; Fernández Martínez, V. Una arqueología crítica: ciencia, ética y política en la construcción del pasado, Madrid, 2006; Hodder, I. (ed.) Archaeological Theory today, Cambridge, 2001 y (ed.) Archaeological theory in Europe: the last three decades, London, 1991;McInerney, J. "Ethnos and ethnicity in Early Greece" en I. Malkin Ancient perceptions of Greek ethnicity, 2001, 51-73, Hobsbawn, E. and Ranger, T. (eds.) The invention of tradition, Cambridge, 1984, etc.

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intelectual o lo espiritual, ya que entonces no podría ser entendida más que por quien la desarrolla. La identidad y la etnicidad son procesos fuertemente sociales, de modo que cuentan con variados canales de expresión que, a su vez, revierten en la construcción continua de dichos procesos (Morris, 1998: 270; Jones, 1997; Morgan, 1991-1992: 134). Nuestro trabajo es descubrirlos e interpretarlos y si, en algunos casos dicha tarea resulta, por el momento, imposible, creo que lo más honesto es aceptar nuestra incapacidad temporal para resolver el problema en vez de negar la posibilidad de una solución. Contempladas estas cuestiones de fondo, que considero básicas, creo interesante trasladarlas a un caso práctico, concretamente a la Sicilia griega, un mundo que, por ser colonial y, por lo tanto, escenario de una oposición feroz, ofrece un caldo de cultivo perfecto para la construcción de la identidad y la germinación de procesos étnicos. Los griegos en Sicilia: la colonización La colonización griega de la llamada Magna Grecia y de Sicilia es un fenómeno inmenso en sus implicaciones y las respuestas a la llegada griega, como las mismas actitudes de los colonos tras el desembarco y el asentamiento, varían en cada lugar, convirtiendo el proceso en un verdadero crisol difícil de resumir en unas líneas generales que, invariablemente, cercenarán su complejidad cultural. No obstante, en esta breve aproximación no es posible sino ofrecer unas cuantas directrices comunes que abran el camino para un estudio más exhaustivo y completo. Cualquier colonización es un proceso violento. Esta simple aseveración es obviada por las fuentes griegas que tratan sobre la llegada de los griegos al sur de Italia y Sicilia. No hay apenas menciones a los que, sin duda, fueron traumáticos enfrentamientos con las poblaciones indígenas, ni se relatan más que episodios aislados de rebeldías nativas. Los indígenas, de hecho, o no aparecen en las fuentes o lo hacen como una especie de masa no muy bien definida y poco interesante que se mueve como las manadas. El silencio es, en este caso, la mejor arma del conquistador de cara a legitimar su poder y, al tiempo, una hábil artimaña oscurantista que ha demostrado tener una larga vida de credulidad a sus espaldas. De hecho, no fue hasta el congreso celebrado en 1981 (Modes de contacts et processus de transformation dans les sociétes anciennes = Forme di contatto e processi di trasformazione nelle società antiche) cuando se puso en evidencia lo inverosímil, inexacto y, por qué no, peligroso, de seguir recordando la colonización griega como un evento desprovisto de sangre y caracterizado por el éxito de una siempre difícil convivencia pacífica basada en la helenización aceptada por los indígenas, idea defendida por autores como B. Pace (1935), T. Dunbabin (1948), J. Bérard (1957), E. Manni (1962 y 1981) o D. Asheri (1989). Empecemos, pues, por fijar algunos principios sobre el proceso que estudiamos. La colonización griega fue una conquista agresiva, basada en el uso militar de la superioridad tecnológica griega, superioridad que permitió el sometimiento de las comunidades indígenas y la apropiación de sus recursos económicos. Este nuevo status quo condujo a la alteración de los sistemas sociales y de posesión de la tierra indígenas y a la reestructuración de las relaciones económicas, comerciales, religiosas, culturales y jerárquicas con el fin último de favorecer, primero, la supervivencia y, más tarde, el afianza-

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miento y el enriquecimiento de las clases dominantes de las colonias (Cusumano, 1994: 48; Moggi, 1983). Dado que ni la sociedad griega ni las indígenas fueron nunca monolíticas, sino complejas y permeables, las diferentes clases sociales vivieron de formas distintas los procesos colonial y aculturador. Las elites indígenas aprovecharon lo que los griegos tenían que ofrecerles, helenizándose deprisa, como un modo de acrecentar su poder y agrandar, a través de la exhibición de bienes de prestigio conseguidos gracias a sus especiales relaciones con los colonos, las diferencias sociales con las clases dominadas, que sufrieron de un modo mucho más traumático la progresiva penetración de la cultura y los modos de vida y organización griegos en sus sociedades, quedando arrinconadas o, cuando menos, transformadas sus costumbres y usos tradicionales (Torelli, 1977). Los griegos despreciaron las culturas indígenas sicilianas (elimos al W-NW, sicanos en la zona centro-occidental y sículos en el área centro-oriental) desde el mismo momento de su llegada a la isla. El helenocentrismo se retroalimenta en las colonias como una forma de protegerse y de afianzarse en la nueva tierra de la que, como dejan bien claro las fuentes, no se podía regresar2. Las estratagemas legitimadoras empleadas por los griegos son variadas y todas ellas tienden a enfatizar el "derecho natural" heleno a ocupar y aprovechar las tierras colonizadas (Dougherty, 1993: 15-30). En primer lugar, cuentan con la sanción religiosa de los oráculos délficos; el mandato del dios no puede desobedecerse, así que la voluntad última de la colonización no es humana y, por lo tanto, modificable, sino divina e inmutable (Malkin, 1987). De hecho, en ocasiones se enfatiza la figura del piadoso que, tras consultar al oráculo, recibe de improviso la noticia de que debe partir a fundar una colonia3. La resignación con la que el sorprendido e improvisado oikistes acata su papel refuerza el carácter divino de la empresa. En segundo lugar, las fuentes raramente hablan de las ventajas de la colonización (posesión de tierras fértiles, apertura de nuevos mercados, etc.) pero lo hacen con frecuencia de los supuestos problemas que la motivaron (hambrunas, pestes, sequías) y de los que ella misma acarrea (peligros en la travesía y el asentamiento, exilio, adecuación a nuevos parámetros geográficos —ya que los culturales se obvian—). De este modo, inciden en la idea de que la colonización no es algo que los griegos busquen, sino algo que les ha sido impuesto por las circunstancias y que ellos afrontan. No son conquistadores, simplemente no tienen otro sitio a dónde ir. En tercer lugar, silencian al mundo indígena. En las fuentes apenas se habla de los pueblos que habitaban Sicilia antes de la llegada griega y ello, unido a la constante loa de la labor civilizadora griega, hace que la isla se presente como una éremos chora (Str. VI 2, 2; Tuc. VI-VII; Hdt. Passim, etc.), es decir, una tierra salvaje, selvática, no trabajada y carente de presencia humana o, lo que es lo mismo, una tierra libre, sin dueño, de la que los colonos podían apropiarse legítimamente. Cuando no se les condena a la no existencia (o a una vida tan pasiva que ni siquiera se percibe) se les tacha de zafios, salvajes, y bestiales criaturas (Str. VI 2) encarnadas en los monstruosos seres y en los jefes enemigos que Heracles tiene a bien matar 2. Hdt. IV 156 cuenta como los colonos de Tera intentaron volver y sus compatriotas les apedrearon. Plutarco (Quaest. Graec. XI) cuenta un "recibimiento" similar para los expulsados por Corinto de Corcira. 3. Es el caso de Miscelus de Ripe, fundador de Crotona (Diod. VIII 17,1) o del tereo Bato, fundador de Cirene (Hdt. IV 155, 3).

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en tierras sicilianas como "asesino justísimo"4 que sólo pretende imponer la racionalidad y el nomos, aunque sea con violencia, como los propios colonos, que parecen nimbados de una función civilizadora para cuya consecución vale todo (Moggi, 1991: 31 y 1992: 57; Jourdain Annequin, 1988-1989; Pòrtulas, 1992-1993: 302-313; Gentili, 1977). Si la primera toma de contacto greco-indígena es violenta, no dejaron de serlo las relaciones posteriores, que fueron cambiando por completo el paisaje de las comunidades nativas, transformándolo en todas sus implicaciones. Los matrimonios mixtos, la penetración progresiva de la cultura material griega y sus consecuencias ideológicas, la adopción de modos de vida griegos, la interrelación constante con los colonizadores, la mezcla con ellos, todo condujo a la constitución de una nueva sociedad que no era la de griegos e indígenas, sino la híbrida de greco-indígenas, pero con el poder en manos griegas. No obstante el cambio, impelido desde las colonias y desde las propias elites indígenas, no fue acatado sin oposición ni, mucho menos, se le dio la bienvenida con el asombro propio del "primitivo" ante la superioridad del "civilizado", idea esta que se ha mantenido viva en la historiografía tradicional y helenocéntrica hasta bien entrados los años 70 (Freeman, 1891-1894: 19-20; Dunbabin, 1948). Por el contrario, los indígenas intervinieron como agentes activos en el proceso aculturador y, si bien su posición de poder estuvo supeditada a la griega, no por ello dejaron de emplear las armas a su alcance para consumir la cultura griega de modo selectivo, selectivamente rechazarla en ocasiones o, directamente, enfrentarse a ella (Whitehouse y Wilkins, 1989; Dietler, 1999: 476-477). No olvidemos que una de las consecuencias del avance constante de la aculturación es el progresivo desarrollo de la conciencia de identidad, que acaba convirtiéndose en Sicilia, en algunos casos, en un movimiento étnico de gran calado social e ideológico (Morgan, 1999: 132). Desarrollo de procesos étnicos en la Sicilia greco-indígena: el alzamiento sículo De entre todos los conatos de rebeldía, rebelión abierta o enfrentamiento soterrado que protagonizaron las sociedades indígenas sicilianas contra los colonos griegos el que más rastro ha dejado en las fuentes, llegando a considerársele como una revolución en toda regla, que a punto estuvo de socavar el dominio griego sobre la isla, fue el levantamiento de Ducetio, marcado por su carácter étnico. Ducetio era un sículo perteneciente a una familia aristocrática que fue educado en la cultura y las tradiciones griegas y que comenzó su carrera militar luchando a favor de los intereses siracusanos contra los xenoi asentados por la tiranía en Catania, refundada como Etna (Diod. XI 76, 2-3) de los que, una vez derrocados los Dinoménidas, las aristocracias siracusanas querían librarse (Rizzo, 1970: 32). Su helenismo fue, precisamente, lo que le permitió atacar a los griegos con sus mismas armas. Aprovechó para ello un momento de confusión extrema en la vida política y social siciliana marcado por el derrumbe de las tiranías Emménida en Agrigento (472 a. C.) y Dinoménida en Siracusa 4. La expresión es de Pisandro de Rodas (frag. 10), poeta épico del siglo VII. Isócrates (Phil. V 110-112) presenta a Heracles como un ejemplo de inteligencia, nobleza, ambición y justicia. Eurípides, por su parte (Her. 696-700 y 849-854, 423-424) lo califica como valeroso héroe civilizador. Pero quizás sea Diodoro quien más claramente lo defina como el héroe colonizador por antonomasia, trabajador incansable por el progreso del género humano, fin que merece igualarlo a los dioses (Diod. I 2, 4-5).

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(466-465 a. C.) y el subsiguiente caos político que a los nuevos gobiernos les costó mucho controlar (Asheri, 1992). Como suele ocurrir tras un colapso del poder central en sociedades con fuertes identidades encontradas, la eclosión étnica siguió al derrumbe político (McInerney, 2001: 51). Sin un referente político fuerte y represivo y ante una situación social de evidente desequilibrio y reorganización, los indígenas se refugiaron en sus tradiciones y en su maltrecha identidad, que ahora encuentra nuevos referentes para fortalecerse y expandirse, en un fenómeno que Nicola Cusumano (1994: 63) ha definido como "contraculturador", en oposición a la aculturación que supuso la helenización. Además, el poder siracusano se perfila pronto en manos de las antiguas aristocracias castigadas por la tiranía, cuyos intereses eran predominantemente agrícolas y no buscaban tanto la expansión militar como el asentamiento de las fronteras y el desarrollo de más superficie agrícola que incrementara sus posesiones, lo cual dio un respiro económico y político a los sículos que les permitió tomar fuerzas (Rizzo, 1970: 16-20; Micciché, 1980: 56). Todos estos nuevos acontecimientos y sentimientos, hábilmente canalizados por las elites helenizadas, a cuya cabeza se encontraba Ducetio, terminaron cuajando en un proceso de adscripción étnica que mantuvo en jaque, durante algunos años, a los poderes griegos, especialmente al agrigentino, que veía con temor cómo la zona sícula que garantizaba su acceso a rutas comerciales, el control efectivo de su zona de influencia y su aprovisionamiento material se levantaba en armas contra ellos sin que tuvieran la fuerza ni los medios necesarios para detenerles. Es posible que al despertar étnico sículo contribuyeran, aparte de las circunstancias políticas y económicas y la larga tradición de aculturación y represión, el deseo siracusano de acabar de una vez con su gran rival, Agrigento. De hecho, los agrigentinos siempre se mostraron suspicaces frente a Siracusa y, a pesar de la alianza que sellaron para acabar con Ducetio, como finalmente ocurriría en la batalla de Nomai (Diod. XI 91,3), les acusaron en repetidas ocasiones de conspirar a favor del movimiento sículo (Diod. XII 8,3) y se quejaron amargamente de que los siracusanos le perdonaran la vida al rebelde sin consultarles, una vez que, derrotado, el líder sículo corrió a refugiarse ante los altares siracusanos (Diod. XI 92, 2-3), y de permitirle su retorno años después, en el 446, para fundar Kalé Akté, colonia sícula que contaba también con población peloponesia y que amenazaba, al menos teóricamente, el dominio agrigentino del Tirreno, lo cual acabó llevando a los agrigentinos a declararle la guerra a Siracusa, perdiendo de nuevo frente a ellos (Diod. XII 8, 1-2 y 26,3; Asheri, 1992: 100). Sea como fuera, estuviese o no apoyado Ducetio por Siracusa, lo cierto es que la proclama étnica tuvo efecto y, por tanto, puede deducirse que las poblaciones sículas sólo necesitaban un referente y una chispa que encendiera la mecha de sus justificaciones políticas y que les amalgamara en un grupo étnico, una unidad de poder y oposición, como he señalado en la primera parte de este artículo. Ducetio, convertido en canalizador de la fuerza sícula, se encargó de ofrecer a su grupo los referentes genealógicos y territoriales que dan sentido a todo grupo étnico, y lo hizo, convirtiéndose en oikistes de ciudades y refundador de cultos arcaicos (Consolo Langher, 1996: 246-247). Su primera acción subversiva es la fundación de Menaion en el 459 a. C. (Diod. XI 78, 5), el centro político del movimiento, a la que seguiría, en el 453, la de Palike (Diod. XI 90, 1)5 en la 5. Este santuario volvió a ostentar un papel destacado en la segunda revuelta de esclavos en Sicilia, ya bajo la dominación romana, en el 104 a. C (Diod. XXXVI 3, 3 y 7, 1).

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zona de un antiguo santuario indígena de los Paliki, dioses indígenas (Croon, 1952) reconvertidos por la influencia griega (Cusumano, 2004). Palike se convierte, de este modo, en la encarnación de la unión sícula con sus ancestros, en el paisaje mental sículo por excelencia (Cardete, 2007). Además, tanto Menaion como Palike se encuentran en un área densamente poblada y con numerosos caminos que conectan aldeas, montañas y llanuras, lo cual facilitó la expansión del movimiento y las relaciones entre sus miembros (Adamesteanu, 1962: 175-179). Estas fundaciones tuvieron una vida muy corta ya que los siracusanos, preocupados por el engrandecimiento de lo que ya se calificaba como synteleia sícula (Diod. XI 88,6), se aliaron con los agrigentinos para detenerlos. Ducetio consiguió conquistar Morgantina (Diod. XI 78, 5) y vencer a la alianza agrigentino-siracusana en el 451, haciéndose con el control de Motyon (Diod. XI 91,1), pero sus victorias fueron efímeras, puesto que no contaba ni con el equipamiento ni con los soldados ni con la organización adecuados para enfrentarse a los estados griegos unidos. Diez años después de comenzada su ofensiva, en el 451, Ducetio es derrotado y se exilia a Corinto, de donde no regresará hasta el 446 para fundar, según él proclamaba por mandato de un oráculo (Diod. XII 8,3 y XX 99), la polis de Kalé Akté, cuya población estaba compuesta de sículos y peloponesios que le acompañaron en el que sería su último intento de mantener vivo el ethnos sículo. En su empresa contó con la ayuda del príncipe sículo helenizado Arcónidas de Erbita, aliado de los atenienses (Tuc. VII 1, 4; Diod. XX 99). A su muerte, acaecida en el 440 (Diod. XII 29,1), los últimos restos de los sículos como grupo étnico se refugian en la ciudad de Trinakia que, esta vez sin miramientos, es arrasada por Siracusa, siendo sus habitantes vendidos como esclavos (Diod. XII 29-30). Muere así la insurgencia sícula, el grupo étnico se diluye en una identidad difusa que nunca más consiguió aglutinarse y que se perdió en la maraña de ese complejo proceso conocido como helenización. El levantamiento de Ducetio no fue el único pero sí el más peligroso porque se llevó a cabo no sólo con técnica y armamento griego sino, sobre todo, con ideología hibrída greco-latina (Albanese Procelli, 2003: 252). A los griegos debió de resultarles difícil entender por qué un movimiento autonomista surgía de las elites, que eran las que mejor y más rápido habían adoptado sus usos y costumbres, las que se habían aliado con ellos para defender intereses de clase en vez de étnicos (Calderone, 1999: 208) y no, en cambio, de los que permanecían al margen, cultural, económico y político, del poder. No es extraño, no obstante, que sean precisamente los que más en contacto están con el considerado como "grupo opresor" los que primero reaccionen ante él, ya que, desde dentro del sistema, son mucho más capaces de percibir la desigualdad y de sentirse agredidos en la limitación a la que su origen les encasilla. Después del primer encuentro traumático aquellos que tienen más fuerza se imponen y los más débiles se pliegan, en mayor o menor medida, a la nueva situación. Pero, una vez que la situación se estabiliza, los nuevos integrantes de la sociedad, que no han vivido el trauma de la conquista y se han criado asumiendo como suyas las reglas del dominador, se sienten discriminados y, tarde o temprano, se organizan como grupo (sea este étnico, político o religioso) y reaccionan contra las limitaciones impuestas que les impiden crecer. Nuestra sociedad vive hoy reacciones muy similares por parte de los inmigrantes de segunda, tercera e incluso cuarta generación: forman parte del sistema pero el sistema les rechaza, de modo que se levantan contra él organizados de muy diversas formas, muchas de ellas violentas.

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Los griegos en Sicilia: ¿conciencia étnica? Los griegos nunca llegaron a desarrollar una conciencia étnica. Emplearon, eso sí, los recursos de la etnicidad con admirable maestría para justificar acciones políticas, alianzas, traiciones, guerras y segregaciones sociales, pero les faltó siempre la unidad (y la necesidad) básica para fraguar un verdadero sentimiento étnico (Cardete, 2004). Los griegos del Occidente mediterráneo no fueron una excepción. El apogeo de los sentimientos identitarios griegos en Sicilia se produjo, al igual que en la Grecia continental, a raíz del contacto con el "bárbaro" que, si para los griegos orientales vino simbolizado por los persas, para los occidentales se encarnó en la amenaza cartaginesa. Cuando aún era todavía señor de Gela, Gelón solicitó ayuda a los espartanos para vengar la muerte del rey lacedemonio exiliado Dorieo, asesinado en Sicilia por los segestanos en torno al 520, y liberar los poco precisos emporia sicilianos, imagen de la libertad de comercio y aprovisionamiento que perseguía el tirano (Consolo Langher, 1996: 227; Luraghi, 1994: 278-280 y 311-312). De este modo, Gelón comenzaba su carrera hacia el podio anti-cartaginés y, de paso, asentaba su estirpe doria frente a la debilidad jonia. La ayuda le fue negada, pero Gelón no cejó en su lucha anti-bárbara (Hdt. VII 157-162). El mismo Heródoto (Hdt. VII 156-166) nos cuenta cómo atenienses y espartanos, ante la inminente invasión persa, pidieron ayuda a Gelón. El hábil político les respondió afirmativamente: les haría llegar trigo suficiente para el ejército y una fuerza de 200 trirremes, 20.000 soldados de infantería pesada y otros 2.000 de infantería ligera, 2.000 caballeros, 2.000 arqueros y 2.000 lanzadores con la condición de que se le nombrara comandante en jefe de la coalición terrestre y marítima. Evidentemente, estas condiciones eran inadmisibles, así que los griegos se volvieron con las manos vacías. La negativa de Gelón no es interpretada por Heródoto (influido en cierta manera por tradiciones pro-Dinoménidas) como una traición o una venganza (no sólo, al menos), sino como consecuencia de la propia guerra que contra el bárbaro (en este caso el cartaginés) tenía que seguir el tirano para salvar a la Grecia occidental de la amenaza conquistadora. No obstante, Gelón se cubrió las espaldas enviando un mensajero a Delfos con dinero para regalar a Jerjes si este ganaba el combate. Éforo6 llega a relacionar ambos pueblos bárbaros, persas y cartagineses, en una entente confabuladora que pretendía acabar con la civilización e imponer el terror. Según esta versión sería el mismo Jerjes quien, en la víspera de su ataque contra los griegos, sugeriría a los cartagineses que hicieran lo propio contra los griegos occidentales, sugerencia que fue bien recibida, como no podía ser de otro modo. Según esta versión, profundamente pro-Dinoménida (Caserta, 1995: 146), Gelón se había mostrado dispuesto a mandar un ejército de 200 naves de guerra, 2.000 caballeros y 20.000 infantes en apoyo de la Grecia continental, pero finalmente tuvo que desviarlo para defender Sicilia del furor púnico. La victoria de Hímera (480 a. C.), que aunó a agrigentinos y siracusanos contra el púnico, es cantada en las fuentes como un epígono occidental de la victoria de Salamina, defendiéndose incluso que se produjeron a la misma hora del mismo día (Hdt. VII 166; Pínd. Pít. I 70-80 y 130-156; Diod. XI 26, 2 y 51; Sartori, 1992: 90; Gauthier, 1966) y la victoria de Cumas contra los etruscos (474 a. C.), considerados también bárbaros, es puesta al mismo nivel que Platea y Maratón (Diod. XI 51). Tan importante era presentar6. Esta versión se conserva en Schol. Pínd. Pít. I 146a-b.

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se como un campeón contra el bárbaro que Gelón de Siracusa empleó toda su artillería ideológica hasta conseguir que el nombre de Terón de Agrigento, su partenaire en la batalla, fuera olvidado (Caserta, 1995, 126-162). No obstante, a Gelón le interesaba identificar la batalla con su persona y su genos, en última instancia con su estirpe, doria, como también hará Hierón tras la fundación de Etna (Pínd. Pít. I)7, pero no con una imprecisa mancomunidad griega que apenas si contaba con el nombre, Sikeliotai (es decir, griegos de Sicilia), para definirse. Cuando hay proclamas de contenido étnico éstas suelen relacionarse no con la oposición griegos-bárbaros, sino con el enconado, pero intermitente, enfrentamiento entre dorios y jonios, como se puede apreciar en los discursos que Tucídides pone en boca de los líderes siciliotas (Tuc. IV 61, 2-4; VI 80, 3, etc.). El peligro bárbaro se diluyó momentáneamente tras el 480 pero le sucedieron otros, presididos siempre por las luchas intestinas entre los propios siciliotas. En el 427 a. C. Atenas se involucra por primera vez en los asuntos sicilianos al acudir a la llamada de Leontinos, asediada por los siracusanos. Lo que comenzó como el envío de 20 naves terminó con una guerra abierta que enfrentó prácticamente a toda Sicilia y de la que Atenas no obtuvo beneficio alguno. La paz se firmó en Gela, en el 424, a instancias de Gela y Camarina. Con motivo de la reunión de los contendientes, Hermócrates de Siracusa clamó por la unidad de los Sikeliotai, temeroso de que los atenienses o cualquier otro invasor, aprovechando sus discrepancias, consiguiera someterles (Tuc. IV 64, 3). El enemigo es ahora una polis griega y frente a ella se posicionan, sin importar afiliaciones ni identidades compartidas (Cardete, e.p.). No obstante, el encendido discurso de Hermócrates no tuvo efectos prácticos. El espíritu de unidad pronto sucumbió y Atenas volvió a la arena siciliota, dirigida por Alcibíades, para cosechar una nueva derrota, ésta aún más sonora que la anterior, que encumbró a Siracusa como potencia hegemónica de la Sicilia griega y atrajo a los cartagineses a las costas siciliotas (409-405 a. C.) en lo que se convertiría en una masacre de la que Sicilia tardaría mucho en recuperarse (Diod. XIII 114, 1). Conclusión Identidad y etnicidad son dos conceptos complejos, difíciles de analizar y, aún más, de comprender ya que, debido a su carga subjetiva, los parámetros de sus definiciones varían enormemente dependiendo de las características, preferencias, intereses y afinidades de quienes conforman el grupo que se define a través de ellos. Jonathan Hall (1997: 19) lo dejó muy claro cuando sentenció que la identidad étnica se construye socialmente y se percibe subjetivamente. Partiendo de estas bases, ¿es lícito estudiar los procesos de construcción étnica e identitaria de las sociedades antiguas, desaparecidas hace siglos y de las que sólo conservamos fuentes parciales y fragmentarias? Mi conclusión, desgranada a lo largo de estas páginas, es rotundamente afirmativa. La historia es una ciencia viva que se hace desde el 7. Hierón utilizó todas las armas a su alcance para otorgar a sus acciones una dimensión étnica e ideológica muy poderosa. En este contexto se entiende, por ejemplo, su relación con Esquilo, que visitó Sicilia en dos ocasiones: la una (476-475 a. C.), para estrenar su tragedia Etnea, a la mayor gloria de Hierón como oikistes; la otra (471-470 a. C.) para presentar al público siciliota Los Persas, conectando así la grecidad de Oriente con la de Occidente (Cataudella, 1963:5).

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presente y para el presente. Que su material sea el pasado no quiere decir que su desarrollo no esté marcado por nuestros intereses. La historia somos nosotros, en la misma medida que los griegos, la Francia de Luis XIV o el Imperio Británico. Escribir historia es elaborarla (que no inventarla) y elaboramos aquello que responde a nuestras demandas, exigencias, dudas y aspiraciones. Los procesos étnicos y la construcción de la identidad responden a nuestros intereses actuales. Considero natural que los busquemos en el pasado, que intentemos comprender sus fundamentos y sus formas de desarrollo. Esa es la función de la historia, no la de permanecer estática a pesar del paso del tiempo. Sicilia es una de esas zonas que, debido a su insularidad y a los muchos y diferentes pueblos que la habitaron, se convierte en caldo de cultivo para el análisis de la identidad en sus más diversas formas y manifestaciones. Los colonos griegos que llegaron a ella en el siglo VIII se encontraron con una tierra ocupada por pueblos organizados que nada tenían que ver con ellos y con los que debían competir por los recursos. Gracias a su superioridad tecnológica y bélica se impusieron, pero no sin dificultades, y en esa imposición, que fue también interacción (pacífica en ocasiones, violenta en muchos casos y siempre tensa), tanto ellos como los indígenas se transformaron, desarrollando nuevos modos de entenderse a sí mismos, de representarse, de exhibirse y de definirse. Y nosotros podemos aprender mucho de nuestras propias formas de relaciones sociales analizando las suyas y, por qué no, descubriéndonos en ellas. AGRADECIMIENTOS Deseo agradecer a la Dra. Inés Sastre Prats su amable invitación a participar en el coloquio que, sobre las identidades en el mundo antiguo y su estudio desde el presente, tuvo lugar el 13 de diciembre de 2005 en el Instituto de Historia del CSIC en Madrid. De igual modo, me gustaría agradecer al resto de participantes sus intervenciones, cargadas de un contenido teórico que avivó el diálogo y enriqueció mis perspectivas sobre los complejos procesos identitarios y étnicos. Así mismo, querría hacer constar que la redacción definitiva de este trabajo no habría sido posible sin la concesión por parte del MEC de un contrato Juan de la Cierva en el Departamento de Historia Antigua de la UCM y de una estancia, por parte de la UCM, de cuatro meses en la Università degli Studi di Perugia. Y, sobre todo, querría dedicar este artículo a la memoria de Pachula, de quien tanto he aprendido, tanto por su profesionalidad, siempre inquieta y entregada como, especialmente, por su persona, interesante, cercana y divertida.

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