Con trazos de seda. Escrituras banales en el siglo XIX

July 25, 2017 | Autor: Cecilia Rodríguez | Categoría: Fashion History
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Descripción

Cecilia Rodríguez Lehmann

Con trazos de seda. Escrituras banales en el siglo XIX FUNDAVAG EDICIONES es un programa de Fundación Rosa y Giuseppe Vagnoni Andreína Melarosa Vagnoni Presidenta Georgette Coronado De Duzoglou Vicepresidenta Licia Alexandra Coronado Vagnoni Tesorera Varouj Antuan Kajian Melarosa Secretario [email protected] Teléfonos: 58 212 993 4329 58 212 886 6483

COLECCIÓN

CALLE REAL

Cecilia Rodríguez Lehmann

Con trazos de seda. Escrituras banales en el siglo XIX FUNDAVAG EDICIONES Consejo Editorial Luigina Peddi Fernando Savater Joaquín Marta Sosa Filippo Vagnoni Federico Prieto para encantar tus ojos © Cecilia Rodríguez Lehmann © 1ª edición 2013 Fundavag Ediciones Retrato del autor Federico Prieto Corrección Alberto Márquez Diseño de la colección y diagramación ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario Depósito Legal ISBN Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin autorización expresa del Copyright

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Quisiera agradecer a las instituciones y a las personas que hicieron posible este libro. A Verónica Álvarez, por su enorme paciencia en los archivos y por su perseverancia. Al Decanato de Investigación y Desarrollo de la Universidad Simón Bolívar, por apoyar este proyecto. A Beatriz González-Stephan, por los diálogos decimonónicos y por haberme acogido en Rice University. A Luis Duno, por su invitación a Duncan College y por todas las facilidades que me brindó para investigar. A Rice University, por haberme brindado la posibilidad de una estancia de investigación. A la Fundación Boulton, y muy especialmente a María Teresa Boulton, por su generosidad y por abrirme las puertas de sus archivos y estar siempre dispuesta a ayudarme. De igual forma, este libro no hubiera sido posible sin el apoyo de mi familia. Quiero agradecer a Luciana González, mi hija, por su paciencia y por entender que «mamá está escribiendo»; a Bernardo González, mi esposo, por su apoyo irrestricto y por acompañarme siempre en mis aventuras académicas; a Vilma Lehmann, mi madre, por su apoyo con las imágenes y por enseñarme la tenacidad y la fuerza del «bello sexo»; a Fernando Rodríguez, mi padre, porque supo tempranamente mostrarme el mundo alucinante de la cultura y por los diálogos siempre retadores y siempre enriquecedores.

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1. Introducción Para comprender la ley de un mundo, no solo hay que buscar en las cosas banales, sino que hay que conferirles a esas cosas banales su aspecto suprasensible, fantasmagórico, para ver aparecer la escritura cifrada del funcionamiento social Jacques Rancière

Lo «banal», lo «frívolo», lo «superfluo», son términos que no solemos asociar con el campo literario latinoamericano del siglo XIX, especialmente con su primera mitad. La pree­ minencia del discurso político parecía poco cónsona con formas más pueriles de la escritura. De allí que la frivolidad pudiera surgir como un tema de reflexión y de estudio –la mayoría de las veces ligado a la censura–, pero no como un lugar donde moverse con comodidad. Este temor de lo banal se inscribía dentro de una larga polémica sobre las funciones y el lugar de lo literario dentro del proceso de construcción republicana; una polémica que ya ha sido ampliamente estudiada, pero a la que me gustaría acercarme desde otro ángulo. Más allá de las discusiones teóricas que intentan dilucidar el rol de lo literario y de la élite letrada en el campo político, me interesa ver cómo esta élite dialogó con formas que aunque en un primer momento fueron catalogadas como «superfluas», luego fueron ganando terreno hasta imponerse como prácticas aceptadas y legítimas. Este largo y complejo proceso nos permite ver, desde otra perspectiva, los importantes cambios por los que fue atravesando el campo cultural venezolano desde muy temprano y las peripecias discursivas que tuvo que llevar a cabo a lo largo del siglo XIX para acomodarse a las formas modernas de comunicación. La noción de una escritura «banal», sin duda, estuvo muy cercana al desarrollo de la prensa y a su diversificación. En la misma medida en que los periódicos y las revistas se multiplicaron, la escritura tuvo que lidiar con una serie de registros cada vez más amplios y heterogéneos, registros que no siempre fueron vistos con buenos ojos y que tuvieron que ir ganando a pulso su legitimidad. La idea de una escritura fragmentada, incompleta, heterogénea, complaciente, mercantilizada, introdujo dos elementos importantes: por un lado, la noción de una lectura más ligera –extensiva diría Roger Chartier–, y por otro, la idea de que la lectura dialogaba con un público lector –anónimo– que necesitaba ser entretenido. Este cambio de paradigma de lectura va atado a nuevos formas de la industria cultural. Investigadores como Juan Poblette, Paulette Silva, Graciela Batticuore, Beatriz González-Stephan, entre otros, han estudiado este cambio de patrones y su asociación con las formas de la prensa y las nuevas formas de

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consumo en América Latina. Sus trabajos han abierto la puerta hacia una mirada sobre la prensa de la época que incluye también sus factores materiales, de producción, sus formas de intercambio, de recepción, en un intento por incluir los distintos elementos que entraron en juego en estos cambios de paradigma de lectura y de producción de textos. Ahora bien, dentro de esta novedosa trama escrituraria que vino de la mano de la masificación y de la industria cultural que implicaba la prensa, me interesa un elemento en particular: la noción de la banalidad o, para ser más precisos, la de una escritura que fue catalogada como banal y que se constituyó como un elemento problemático dentro de estos nuevos registros de la palabra. La retórica de la banalidad no solo generó importantes tensiones dentro del campo cultural venezolano sino que progresivamente fue adquiriendo un lugar protagónico en las revistas y en la prensa del siglo XIX1. Desde sus primeras apariciones, llena de justificaciones, excusas y explicaciones, hasta su naturalización en el fin del siglo, hay una trayectoria que parece no haber sido contada y que permitiría complejizar la forma como hemos concebido el campo literario en el siglo XIX y las problemáticas relaciones que se establecieron entre frivolidad, moda y política. Estas formas ligadas a la superficialidad terminaron trastocando la misma noción de lo literario y de la escritura, a pesar de las enormes resistencias que generaron y que se extendieron hasta el mismísimo fin de siglo. El campo literario de la primera mitad del siglo las resistió al intentar mantener premisas importantes como la de la utilidad –social, política, moral– de la escritura. El campo finisecular, en cambio, lo hizo intentando mantener las premisas estéticas y el valor cuasi religioso de la escritura como un lugar que debía permanecer incontaminado por los bajos intereses de la industria cultural y de sus banalidades. Pero más allá de estas reiteradas críticas, estos textos estuvieron allí, de manera abundante y repetitiva entremezclándose con la praxis política o los experimentos estéticos, ya sea 1 Víctor Goldgell en su artículo «Caleidoscopios del saber. El deseo de variedad en las letras latinoamericanas del siglo XIX»(2010) ha reflexionado con finura sobre la relación que se estableció entre la heterogeneidad que estaba implícita en

como lugar de refugio o como lugar de disciplinamiento, como medio de sustento o como exploración estética, como medio de seducción o como mascarada política, como moralina disfrazada o como un discreto medio de ilustración para los menos aventajados. Este trabajo pretende, precisamente, poner la lupa en el surgimiento de un registro banalizado –o al menos así fue percibido en su momento– y en la manera como la élite letrada venezolana se relacionó con estas formas aparentemente más superficiales de escritura. No se trata de un estudio exhaustivo de las distintas formas escriturarias que circularon por la prensa decimonónica venezolana sino de un aspecto mucho más concreto: los discursos que atendieron formas consideradas menos legítimas y cuyo valor era difícil de admitir por su carácter banal. Y si bien el registro de lo banal puede ser muy amplio, me gustaría centrarme aquí en tres discursos que se distinguen por su carácter paradigmático y por su capacidad de potenciar la noción de una escritura tradicionalmente concebida como frívola; me refiero a las crónicas de moda, a la ilustración de moda (los figurines) y a la publicidad. Tres discursos entrelazados tanto por la idea de la frivolidad como por las nociones del exceso y del consumo. En estos registros la frivolidad difícilmente puede camuflarse o hacerse pasar por otra cosa. Es precisamente esa transparencia la que permite convertir estos discursos en un lugar privilegiado donde observar los cambios que se produjeron en el campo literario, y las alianzas y resistencias que ellos generaron. No me interesa la moda en sí misma –ya estudiada en otros contextos y otras disciplinas– sino los discursos que giraron en torno a ella y la manera como se insertaron en un campo literario que generó resistencias y que tuvo que negociar con su presencia, o bien a través de la refuncionalización de estas crónicas o bien a través del cambio de los paradigmas de lectura y escritura que ellas implicaban. La moda y la sociabilidad moderna que viene de su mano no son un tema novedoso; ya ha sido estudiado en el contexto latinoamericano del siglo XIX, especialmente en el Cono Sur. Pienso por ejemplo en los trabajos de Susan Hallstead (2004) y de Regina Root (2001, 2010). Sin embargo, me interesa más el problema del vínculo que se estableció en el campo cultural venezolano entre la moda y nociones como lo superfluo, la catarsis, el goce y el despilfarro.

la prensa, específicamente en la sección de Variedades, y formas escriturarias no solo híbridas sino también –y este el punto que me interesa rescatar– ligeras: «Como sugerí antes, la importancia de las Variedades tal vez no solo residiera en que los textos eran heterogéneos entre sí, sino en que eran heterogéneos con respecto a la vida de los lectores. En ese sentido, estos textos eran hasta cierto punto ajenos a los “intereses” de aquéllos; si se los leía, era justamente para distender los límites del propio interés –para renovarlo o, simplemente, para distraerse–. La sección Variedades solía por lo tanto verse asociada a la diversión, la frivolidad o la ligereza» (2010: 279).

El papel que jugaron tanto las crónicas de moda como los figurines y los anuncios publicitarios, no ha sido estudiado, en el contexto específico venezolano, con todas sus variaciones y particularidades. Se trata de un espacio especialmente rico no solo por inexplorado sino porque el discurso heroico, épico y guerrerista que acompañó el imaginario venezolano de la Independencia y de sus grandes héroes –y que paradójicamente aún lo acompaña– hace

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más compleja –tal vez más extrema– esta relación. Quiero entonces, en lo que sigue, analizar las crónicas, las ilustraciones de moda y los anuncios publicitarios que circularon en la prensa venezolana desde las primeras décadas de vida independiente hasta el final del período de Guzmán Blanco (1870-1887).

La idea de una escritura feminizada generó, sin duda, resquemores y aprehensión. El discurso letrado, serio y viril, ilustrado y pedagógico, reaccionó de manera enérgica ante este cambio de paradigma que implicaba una pérdida de poder y de legitimidad. Se trataba de una concesión a dos figuras igualmente problemáticas: el mercado y la mujer.

Las crónicas de moda aparecieron en el país en la década de los veinte, en un momento aún muy inestable y convulso para hablar de sombreros, tocados y vestidos de verano. Su número fue en aumento y tuvieron su momento de apogeo en el gobierno guzmancista, empeñado en hacer de Caracas una «pequeña París». Este recorrido podría ser más extenso e internarse, por ejemplo, en las revistas ilustradas del fin de siglo, especialmente en una publicación como El Cojo Ilustrado; sin embargo, ese período ya ha sido mucho más trabajado y, además, pierde interés para mí en la medida en que en él el discurso de la moda ya ha sido de alguna manera naturalizado.

La banalidad y la moda se asociaron al exceso –tanto discursivo como material–, a la falta de contención y a la explosión de una cultura material que implicaba cierta indulgencia. La moda venía atada a lo prescindible, al lujo, a lo que Veblen llama el «derroche ostensible». Y ese derroche ostensible no era solo el de los objetos sino el de la propia palabra que abandonaba el terreno de lo útil y pragmático para sumergirse en el entretenimiento. Esta palabra indulgente y excesiva aparentemente no es masculina, de allí que resulte tan problemático para el escritor internarse en estos espacios que no solo eran leves sino también ajenos. Describir un vestido de verano no podía ser el fin último de la escritura; ella tenía que estar atada a lo esencial, a un sentido pragmático y utilitario (en el caso de la primera mitad del siglo XIX) y a un sentido estético (en el caso del fin de siglo). No obstante, las crónicas de moda –con sus excesos mercantiles y discursivos– marcaban el devenir de la prensa del siglo XIX.

En este recorrido intento acercarme a lo frívolo no con una definición taxonómica sino apelando a la manera como circuló este término en el siglo XIX venezolano, esto es, como un espacio insustancial, leve, a menudo riesgoso, marcado por el consumo, la vanidad, el lujo, el capricho y la cultura material, y asociado ineludiblemente al género femenino: Uno de los defectos que más desconceptúan a la mujer es, sin duda alguna, la frivolidad; vamos a ocuparnos ligeramente de esta mala cualidad, más bien de carácter que de sentimiento, tan extendida en nuestra sociedad y que ataca por lo general a las mujeres que han recibido una educación ligera y superficial. Deploro con verdadera sinceridad, el desarrollo funesto de la vanidad, el de las constantes necesidades del lujo, de la coquetería, de lo inútil, de lo vago, de lo frívolo en fin, y quisiera ver establecido por la mujer de todas las clases, el reinado de lo serio, el de la instrucción, el del bien general, el de la caridad que tiene por base el alma, el de las riquezas del pensamiento, pan divino que hiciese ángeles las mujeres y no cosas de poca monta (La Opinión Nacional, 1872, Año IV, mes IX: 991).

En los apartados 1 y 2 de este libro analizaré las crónicas de moda que aparecieron tempranamente en el país en revistas como El Canastillo de Costura (1826), La Guirnalda (1839) y El Entreacto (1843); tres revistas dedicadas a las mujeres, que introdujeron importantes cambios en el modelo discursivo predominante. Analizaré el papel que jugó la moda en estas revistas y la manera como dialogó con los intereses políticos del momento. Como mencioné anteriormente, no me interesa la moda en sí misma sino los discursos que se tejieron en torno a ella: la serie de registros escriturarios y visuales que intentaron reflexionar sobre esta práctica, acotarla, delimitarla y refuncionalizarla.

Tanto la frivolidad como la moda en este momento parecen definirse por oposición, por lo que no son: no son un discurso racional, contenido, útil, es decir, son el afuera del discurso masculinizado –e ilustrado– que ordena el mundo y la letra. La frivolidad es el exterior peligroso del discurso ilustrado –y paradójicamente también del discurso religioso que la ve como pecado–; y ese afuera peligroso tiene signo de mujer, de allí que podamos observar en este fragmento como ni siquiera se asoma la posibilidad de una frivolidad con género masculino. La frivolidad como flaqueza del carácter descoloca el discurso de la racionalidad y la instrucción y conlleva nociones como el capricho, la debilidad, la volatilidad –nociones tan caras al discurso de la moda como, por supuesto, a la mujer.

En los capítulos 3 y 4, reflexiono sobre cómo se produce el discurso sobre la moda y cómo se inserta y dialoga con el proyecto nacional. La moda implica importantes procesos de traducción que intentan reintroducir los modelos burgueses europeos en un contexto nacional que tiene sus particularidades. El escritor funciona como una suerte de mediador entre los modelos que vienen de París y las necesidades políticas y culturales que determinan el país. Esta mediación intenta modelar el cuerpo para terminar modificando el carácter y los valores del individuo. La traducción y la recreación del modelo foráneo será una de las claves que nos permitirán entender el diálogo, no siempre feliz, que se establece entre el mundo de las apariencias y los valores espirituales que se supone vienen de su mano.

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Junto a las crónicas de moda, estudiaré también otros discursos mediados por el consumo y la frivolidad. Me refiero a las imágenes de moda y los anuncios publicitarios. En el capítulo 5 intento dilucidar el papel que juega la imagen de moda dentro de este campo y cómo dialoga con el discurso escrito. Los figurines y los avisos publicitarios ilustrados complementan una red de significación que desafía las prácticas tradicionales de la cultura letrada y que imponen un reacomodo de sus funciones y de sus formas de concebir lo político y lo cultural. Esta trama termina apresando el cuerpo social dentro de una malla que lo constriñe y modela, pero que también permite ciertas líneas de fuga y de insubordinación. La ilustración de moda –recibida de París o elaborada en el país– abre un espacio donde los novedosos registros visuales requieren de una transformación del campo letrado, enfrentado ahora a nuevos códigos en los que el exceso y lo superfluo parecen estar siempre muy cercanos. La imagen de moda ilustra –en los dos sentidos de la palabra– pero también distrae y pone en escena los placeres ineludibles del mundo material atado al reino de lo siempre prescindible y efímero. El lujo de estas imágenes, llenas de objetos y de deslumbrantes colores no puede deslindarse del exceso. De igual manera, la publicidad ilustrada apela a una exaltación del consumo que parece no poder desligarse de la tan temida frivolidad femenina. Los anuncios publicitarios ofrecen una imagen especular de la nación, de sus deseos y de sus necesidades. Ellos incitan al consumo y al mismo tiempo se convierten en objetos de consumo. Finalmente, en el 6º y último capítulo de este libro, recojo un momento clave para el discurso de la moda en Venezuela: el período de Guzmán Blanco. En esta sección deseo poner en escena el importante repunte que tuvieron las crónicas de moda durante este período y por qué se constituyeron en un discurso tan reiterado y tan cercano a la retórica del poder. Me detendré específicamente en el baile de fin de año que ofreció Guzmán en 1880 y en el importante rol político que jugó la vestimenta durante su mandato. Las distintas representaciones tanto del presidente como de la primera dama nos muestran todo un registro visual y escriturario que intenta hacer del lujo una política de Estado. En efecto, durante el guzmancismo, la retórica de la opulencia se convirtió en una manera de presentar un nuevo rostro nacional que intentaba dejar atrás la imagen del caos, la pobreza y lo rural. Los vestidos costosos, las joyas, el lujo, la moda, funcionaron como reflejos de un país que entraba finalmente en el engranaje de un mundo moderno. La moda no hacía más que reafirmar este ingreso y mostrar el poderío y la eficacia del gobernante. De allí entonces toda la puesta en escena que necesita llevar a cabo el guzmancismo y el uso del lujo

como propaganda política construida desde el Estado. De allí también la importancia de los trajes del presidente y de los distintos símbolos implicados en ellos. Esta investigación es una primera aproximación a una serie de discursos «banales» que surcan el siglo XIX, una aproximación que no intenta agotar el campo sino convertirse en una ventana a esta serie de registros menos explorados, esos géneros híbridos que surcan la prensa y que nos permiten mostrar un campo discursivo más complejo, lleno de contradicciones y de una serie de mediaciones que es necesario rescatar. La banalidad puede explorarse en muchas otras formas, en las crónicas sociales, en las crónicas teatrales, en las mismas crónicas literarias e, incluso, en esos temas «serios» y «masculinos» que tienen un trato banalizado. La banalización no está en el objeto mismo, está en la manera como se lo trata y como se lo inserta en el tejido cultural. Un fragmento de la historia puede ser tan banal como una crónica de moda; todo depende del fin último de ese texto y de su relación con nociones como el entretenimiento o el disfrute. La prensa puede «banalizar» hasta los temas más serios y respetables. Sirva entonces este libro como abreboca al abigarrado mundo de las palabras frívolas y ligeras que permearon el siglo XIX venezolano.

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2. El campo literario y el miedo a lo banal Hay asuntos que a primera vista parecen de poca consecuencia, a los que se apellida de naturaleza superficial, y que sin embargo, examinados detenidamente, ofrecen graves asuntos de meditación. El Entreacto, Caracas, 1843.

En las primeras crónicas de moda venezolanas del siglo XIX es posible observar una serie de estrategias discursivas que intentaban legitimar, precisamente, las formas aparentemente más ligeras de la escritura: había que justificar las crónicas, explicarlas, defenderlas, valorarlas, en fin, convertirlas en prácticas aceptables. Los largos preámbulos que suelen acompañar a las crónicas de moda en estas primeras décadas del siglo XIX nos hablan de esta continua necesidad de reafirmación. Textos que se dedicaban a hablar de los cambios caprichosos en el vestir o de las últimas tendencias de París, generaban sin duda suspicacia y quedaban bajo sospecha mientras no demostraran fehacientemente su relevancia dentro del campo cultural. Establecer los límites entre lo necesario y lo superfluo, lo relevante y lo irrelevante, es sin duda un problema de vieja data; un problema que estas polémicas reactualizan al punto que termina jugando un papel determinante dentro del propio registro letrado: qué discursos eran importantes y cuáles no; qué géneros eran necesarios y cuáles debían ser prescindibles; qué temas debían ser abordados y cuáles pasados por alto. Todas estas discusiones giran en el fondo en torno a un mismo eje: el de las necesidades legítimas e ilegítimas de una sociedad en construcción. ¿Es posible anhelar ciertas formas del placer que se alejen de las necesidades más básicas?, ¿las formas del bienestar deben limitarse solo a lo material y lo imprescindible?, ¿dónde comienzan y dónde terminan las necesidades de los ciudadanos?, ¿tiene acaso la distensión, lo superfluo, cabida en una sociedad que apenas establece sus primeros andamiajes?1. Estas preguntas terminan imbricadas dentro de un campo literario que también tiene que definirse y establecer sus propios parámetros.

1 En el fondo se trata de las mismas preguntas que están circulando en el campo económico y que están dialogando con las visiones del liberalismo y sus propuestas de libertad de comercio y libertad individual. La delgada línea entre lo necesario y lo superfluo puede ser mucho más etérea cuando se trata de defender el enriquecimiento como práctica legítima y, con él, todos esos bienes superfluos que vienen también a colmar las necesidades de la sociedad, de la economía y del hombre.

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Tomo de Don Slater la noción de las «necesidades» de una sociedad como una declaración política que refleja claramente una organización social, unos valores, unos deseos, unos proyectos ideológicos, así como su llamado de atención sobre cómo esas necesidades van cambiando a medida que cambian esos proyectos. Needs are not social in the simple sense that they are «social Influences» or «social pressures» or processes of «socialization» through which «society» «moulds» the individual. The central point is a different one. When I say that «I need something»; I’m making at least two profoundly social statements: firstly, I’m saying that I «need» this thing in order to live a certain kind of live: have certain kinds of relations with others [...], be a certain kind of person, carry out certain actions or achieve certain aims. Statements of need are by their very nature profoundly bound up with assumptions about how people would, could or should live in their society: needs are not only social but also political, in that they involve statements about social interest and projects (1997: 3). (Las necesidades no son sociales en el sentido trivial de que hay «influencias sociales» o « procesos de «socialización» a través de las cuales la sociedad moldea al individuo. El punto central es otro. Cuando digo que «necesito algo» estoy haciendo dos declaraciones profundamente sociales: primero, estoy diciendo que «necesito» esto para poder vivir un cierto tipo de vida: tener cierto tipo de relaciones con otros [...], ser un cierto tipo de persona, llevar a cabo ciertas acciones o alcanzar ciertos objetivos. Las declaraciones de necesidad están, por su propia naturaleza, asociadas con la suposición de cómo la gente querría, podría o debería vivir en su sociedad; las necesidades no son solo sociales sino también políticas en tanto involucran declaraciones sobre intereses sociales y proyectos.)

El diálogo entre lo necesario y lo superfluo envuelve proyectos políticos y sociales muy claros. Son justamente esos proyectos y su relación con lo banal lo que me gustaría explorar en estas páginas. ¿Cómo dialogó el campo literario venezolano con estas nociones y cómo incorporó el tema de la frivolidad y lo superfluo a su agenda escrituraria?, ¿con qué fin?, ¿por qué motivos?, ¿cómo fueron variando esas «necesidades» de la nación y esas «necesidades» del campo cultural?

2.1 Los inicios Lo primero que habría que señalar es que las crónicas de moda aparecieron en Venezuela muy temprano. Ya en El Canastillo de Costura2 (Caracas, 1826) –una de las primeras publicaciones dedicadas exclusivamente a las mujeres– encontramos una sección de modas. Estas crónicas reproducían las últimas tendencias de París y se dedicaban a describir muy escuetamente los trajes que se estaban usando así como sus complementos: joyas, sombreros, tocados, etc. Estos textos aparecían al final de cada número, sin firmar, bajo el simple título de «Modas». En la presentación de El Canastillo, el «redactor» advertía a los lectores que los artículos que iban a leer pertenecían a una serie de cuadernillos encontrados en el canastillo de costura de una mujer; comenta el redactor: «Empecé a desenrollar, y leí cosas muy buenas entre algunas frívolas, y al regreso de la señora, le supliqué me permitiese dar a luz aquellos papeles»(1826: 1). Desde un principio, el redactor se cuida de establecer con claridad la separación entre dos discursos: los «buenos» (aquellos dedicados a temas serios, sustanciales) y los «frívolos» (los dedicados a la moda). Dentro del texto, los artículos que versan sobre educación o moral, por ejemplo, llevan el subtítulo aclaratorio «Rasgo serio» para evitar así cualquier confusión. Esta continua separación marca con claridad dos tipos de lectura, aquella que debe asumirse con responsabilidad y profundidad, y aquella que puede hacerse con ligereza. En la misma revista conviven dos funciones de lo escriturario: la función moralizante, pedagógica, y una función que podríamos llamar de distensión y entretenimiento. Esta combinación entre lo «frívolo» y lo «serio», y entre una lectura concienzuda y una ligera, solo es posible porque se trata, tal como nos ha explicado el redactor, de la reproducción de unos cuadernillos elaborados por una mujer. La autoría femenina, o la fingida autoría femenina, de alguna manera justifica la presencia de estas páginas; para el redactor se trata simplemente del despliegue del registro autoral de una mujer. Esta estrategia de desplazamiento de la autoría sin duda no es casual; tiene dos intenciones muy claras. Por un lado, lo frívolo parece que solo puede producirse en un universo femenino, es parte de su naturaleza, de ese canastillo que pretende abarcar todos sus posibles intereses. 2 Esta revista fue editada por los hermanos Devisme, conocidos impresores venezolanos, editores, entre otras muchas cosas, de un compendio de los artículos de Simón Bolívar.

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Por el otro, al negar su vínculo con el texto, el autor pretende desmarcarse: no es él, en última instancia, el que está dialogando con lo banal. El «redactor» autoriza la escritura, la filtra y la hace pública, pero no la produce. Este enmascaramiento le permite al redactor adentrarse con una cierta comodidad en un terreno que de otra manera pareciera ser riesgoso –precisamente por ligero– y le permite a su vez establecer un punto de conexión con las posibles lectoras, una suerte de diálogo «entre mujeres», las únicas que legítimamente pueden adentrarse en el discurso de la banalidad, sin que ello implique, por supuesto, que no haya una censura a esa tendencia hacia lo frívolo: Ermelinda Ormaeche dirá unas décadas después en La Opinión Nacional: «La frivolidad es el enemigo más terrible de nuestro sexo» (16 de diciembre de 1872). En este espacio feminizado el escritor solo puede ingresar como un intruso o un enmascarado. Se trata de una impostura que se sirve de la supuesta reproducción de la voz femenina para construir un ideal de mujer. No se cita su escritura, en realidad se simula su voz para poner en escena una idea preconcebida de lo femenino. Tal como afirma Silvya Molloy acerca del rapto de la voz femenina: «un escritor […] “hace de” mujer, explotando de manera artística, como lo haría una drag queen al doblar otra voz, el deslizamiento entre citar y re-presentar» (2009). La construcción del sujeto femenino pasa por la sustitución de su voz por una representación en donde lo banal es una parte constitutiva de su feminidad. De allí que las características con las que suele describirse la moda estén muy cercanas a la manera como se concibe el temple femenino. La moda es caprichosa, voluble, cambiante, arbitraria, inconsistente y, por supuesto, banal. De alguna manera ambas representaciones se superponen, de forma que hablar de la moda es, en cierta medida, hablar de la mujer. Esta concepción de lo frívolo como una característica femenina hace que la autoridad letrada –masculina, no hay que olvidarlo– continuamente intente marcar distancia de ese discurso. Cuando no apela al enmascaramiento, insiste en señalar que es un terreno al que no pertenece. En La Guirnalda (1839), una revista femenina publicada en Caracas unos años después por José Quintín Suzarte, el autor explica que escribe crónicas de moda porque –aparentemente– no hay en Venezuela ninguna mujer disponible para asumir esta empresa; de nuevo encontramos una suerte de suplantación: En París, emporio de las ciencias, de las artes y de la elegancia, hay muchas señoras dedicadas a redactar los artículos sobre modas y poner al público al corriente de las novedades del buen tono. La Guirnalda no tiene ninguna bella colaboradora que se encargue de esta delicada parte de sus

tareas; y en verdad que lo sentimos, porque nuestra pluma torpe y desmañada deslustrará a cada instante con sus rasgos la esplendente seda de los vestidos, y ajará sin querer los finísimos encajes y las primorosas flores de los tocados. Sin embargo, en la necesidad de ser hombre el que se haga cargo de este ramo, no nos pesa la preferencia, puesto que aunque conozcamos nuestra incapacidad, descansamos en la indulgencia de las lectoras, que con su acostumbrada amabilidad, dispensarán los errores que por inexpertos cometamos en este asunto (1839: 3).

El autor enfatiza su torpeza para hablar de esas cosas (su captatio benevolentiae), pero subrepticiamente se deslinda de cualquier rasgo femenino. Es torpe, precisamente, porque no puede ser frívolo, ni banal, no forma parte de su naturaleza ni de su manera de ejercer la escritura. En contraparte se autoriza a la mujer como consumidora del texto escrito pero no como productora de sentido –al menos en una Venezuela donde aparentemente es imposible encontrar una mujer que asuma la escritura. Esta búsqueda de la autoría es infructuosa, precisamente, porque la letra no es una virtud femenina, al menos no en el contexto latinoamericano en donde ella perturba y deslegitima el verdadero rol de la mujer: Una mujer que no piensa más que en la gloria, muy presto se aburrirá del marido, y el amor a las musas le robará el de sus hijos. Por nada querría yo ver a mi adorada mitad, distraída, meditabunda, a caza de consonantes y conceptos; yo quiero que ella sea la poesía misma, no el poeta; que me inspire y no me diga que está inspirada; que no empañe su linda frente con las arrugas de la meditación, para que pueda leer siempre en ella un pensamiento de amor; que me enseñe en sus preciosos dedos, más generalmente las huellas de la aguja que las manchas de la tinta (La Guirnalda, 1839, nº 3: 46).

Si la tinta mancha, el escritor debe entonces usurpar la voz femenina aunque sea de esa manera tosca y atropellada que el prologuista nos relata. El autor pide disculpas por su «pluma torpe» que no sabe moverse con soltura en terrenos tan delicados; pide disculpas por esa escritura que posee una cierta rudeza que termina por desgarrar los vestidos. Esta suerte de prosa burda es además inexperta, desconoce el mundo de las finas maneras y de las delicadezas del tocador. Acostumbrado a los temas «serios», heroicos y políticos, debe aprender a moverse en un registro que requiere de otras facultades y otros talentos. De allí que los escritores no solo apelaran a la impostación de la voz femenina, sino también al anonimato o al pseudónimo. La mayoría de estas crónicas de moda no llevan firma o llevan un pseudónimo femenino. El redactor se encargaba de resumir, traducir, recopilar información sobre la moda para producir un texto nuevo cuya autoría era difícil de precisar. Se trata, por lo demás, de un procedimiento bastante extendido en la prensa de la época. Tal como lo ha señalado Paulette Sil-

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va, en la prensa de la primera mitad del siglo XIX la tarea del redactor consistía en «recopilar, clasificar, escoger, resumir y poner orden en los materiales que recibe para formar con ellos un nuevo texto» (2007: 38). En el caso de las crónicas de moda el anonimato se extiende hasta finales del siglo XIX –lo que no deja de ser revelador. La moda necesita entonces del abandono de la autoría y de los registros viriles de la escritura para internarse en formas claramente feminizadas que resultan ajenas y que parecen, además, indisociables de lo material y de ciertas formas del placer y del entretenimiento. En El Nacional, un periódico publicado en Caracas en la década de los treinta, se insiste en que la superficialidad de la crónica responde a la superficialidad del receptor: No está fuera de nuestro plan ocupar algunas veces nuestras columnas con los asuntos que son propios y privativos del bello sexo. Es necesario en la vida hacer grato el invierno, analizando la belleza de las flores que nos han complacido en la primavera. ¿Por qué los intereses varoniles han de llamar todo el año nuestra atención, y los de la otra mitad de la sociedad los hemos de dejar en el olvido? Pero no empezaremos a llenar este deber con las observaciones serias que se hacen sobre la educación, capacidad, aptitud, y ocupaciones de nuestras bellezas; por esta vez queremos hablar sobre alguna cosa que siendo propia de ellas les sea también grata y útil, y por lo tanto elegimos la pintura de una mujer a la moda (Caracas, 1835: página ilegible).

Estas crónicas deben no solo ser útiles (entendiendo aquí la utilidad simplemente como una herramienta para el embellecimiento de las mujeres) sino también agradables. La noción de la lectura placentera –tan ignorada en ciertas formas más tradicionales y masculinizadas de la escritura– entra en escena y con ella, inevitablemente, una forma distinta de concebir el carácter de la escritura. La marca de género implícita en la crónica de moda, así como todas las variaciones retóricas que esta marca implica, requieren de una modificación del propio registro en aras de complacer a un hipotético destinatario, un destinatario que, aparentemente, está atrapado en su propia condición banal. De allí que la exploración de estos discursos más ligeros requiera no solo de una clara justificación, sino también de una suerte de disculpa, aquella que se ofrece al lector masculino. Volviendo a La Guirnalda, vemos como el redactor advierte a sus pares que no deben sentirse agredidos por la presencia de estas crónicas: Tal vez no faltará alguno que a pesar de las prevenciones que hemos hecho en nuestro prospecto, extrañe ver un artículo de moda abriendo la marcha de nuestro periódico, y pregunte con desdén sobre lo que expresa. Le decimos que haga la cuenta de que el presente artículo no se dirige a él, pues sería mucha ofensa a su carácter grave (1839: 3).

La crónica de moda se concibe, así, como una concesión y adaptación a un público con unas características muy específicas. Lo banal funciona aquí como un eslabón entre el discurso letrado y los etéreos intereses de las lectoras. Un eslabón que permite a su vez un importante proceso de captación: la crónica de moda –hija del periódico y de la incipiente sociedad de consumo– intenta un proceso de negociación en donde las expectativas del público juegan un papel fundamental. ¿Qué es lo que quiere escuchar una lectora del siglo XIX?, ¿qué estimularía en ella el deseo de leer esta crónica y no otra?, ¿cómo se escribe para una mujer? Y, en última instancia, ¿qué haría que una lectora se incline por una publicación y no por otra? La lectora decimonónica es, por primera vez en la historia, una consumidora y una consumidora a la que se intenta seducir y satisfacer al mismo tiempo que instruir y modelar.

2. 2. Lectoras-consumidoras Los lectores del siglo XIX rara vez son definidos como consumidores, es decir, como sujetos que demandan y a su vez imponen ciertos parámetros y ciertos gustos. El rol todopoderoso que se le ha atribuido al letrado muchas veces nos impide ver la manera como ellos están insertos en redes económicas que también perfilan esa escritura3. La prefiguración del lector –con todos los prejuicios que esta envuelve– tiene como resultado discursos muy disímiles que intentan satisfacer expectativas muy concretas. El género, sin duda, juega un papel fundamental en estos procesos: Mientras que el hombre se esperaba que leyese las noticias políticas o de deportes, le correspondían a la mujer los capítulos que el periódico dedicaba a los faits divers y a la ficción serializada. El periódico se dividía, por tanto, en secciones temáticamente diversas de acuerdo con expectativas basadas en el sexo (Lyons, 2001: 553).

Juan Poblete en su libro Literatura chilena del siglo XIX 4 estudia cómo las expectativas de los lectores jugaron un rol fundamental en la segmentación del campo discursivo. En el caso del público femenino, este jugó un papel determinante en el surgimiento y la circulación 3 El problema del surgimiento de los nuevos lectores del siglo XIX ha sido ampliamente estudiado en el contexto europeo, ver, por ejemplo, los artículos que aparecen en el libro compilado por Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, Historia de la lectura en el mundo occidental (2001), especialmente el capítulo «Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños, obreros» de Martyn Lyons. 4 Ver también los trabajos de Francine Massiello (1997) y Paulette Silva (2007).

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de formas como la novela o el folletín. La clara diferenciación que se estableció entre la lectura «masculina» y «femenina» obligó al escritor a incursionar en formas discursivas más plurales que establecían un vínculo estrecho con el mercado. Dice Poblete: Esta división de capacidades correspondía a formas de percepción cultural que efectuaban dos operaciones fundamentales. Por un lado, marcaban genérica y socialmente la lectura según la naturaleza del material y del sujeto lector: había así lecturas populares y lecturas de élite, lecturas para hombres y lecturas de mujeres, legítimas o ilegítimas, productivas o improductivas. Ligaban por otro, y de manera más general, la producción cultural y más específicamente, la producción textual nacional a un nuevo espacio de circulación de discursos: el mercado (2003: 97).

La multiplicidad de registros responde a un mercado que se diversifica y que diseña estrategias para satisfacer distintos tipos de demandas. Las crónicas de moda responden también a esta necesidad de adaptarse a un tipo de lectura y a un tipo de lector sobre el cual se tienen ideas muy rígidas y preestablecidas. Si la novela parte, en líneas generales, de la concepción de una mujer muy cercana a las emociones y alejada de la racionalidad masculina, la crónica de moda surge de su concepción como un sujeto inevitablemente frívolo5. En las primeras crónicas de moda venezolanas vemos repetirse con mucha frecuencia la idea de que ellas están diseñadas para «complacer». Este «complacer» implica, por una parte, la necesidad de agradar, y por el otro, la de ceder ante el deseo del otro. A propósito de una breve reflexión sobre la moda y su relación con las novedades del mundo moderno, el redactor de La Guirnalda se excusa por este desvío retórico y retoma su papel original de cronista de modas: ¡Qué largo va ya vuestro exordio! Me responderéis (puede que con un poco de mal humor) habladnos de las modas que más gustan en Europa y dejaos de decirnos su historia. –Muy bien, dulce suscriptora, yo soy la criatura más complaciente del Universo, y puesto que habéis tomado a La Guirnalda por órgano de la moda, voy a hablaros solamente de esta (1839: 50).

Este fragmento devela una transacción en donde el autor cede –o al menos eso enunciaante los requerimientos de un público que tiene cierto poder sobre el rumbo de la escritura; no en balde utiliza la palabra «suscriptora» para denominar a sus hipotéticas lectoras. No se trata tan solo de un contrato de lectura, sino de un contrato comercial. La captación de un público

femenino tiene entonces una doble función: por un lado, la de servir de puente entre el discurso letrado y el mundo de las mujeres y, por el otro, la de asegurar un cierto éxito comercial que permita algún grado de profesionalización de la escritura6. Es precisamente de la combinación de estos factores de donde surge la noción de la lectura «amena», una lectura que proclama una cierta distancia del terreno árido y masculinizado de la política para internarse –al menos aparentemente– en las formas de la distensión. La lectura amena le debe mucho a la sección de «Variedades» de los periódicos; esa sección que maneja con una cierta trasparencia los códigos comerciales de la industria cultural. Disfrute, placer, amenidad se instauran como valores –cercanos, por cierto, a la banalidad– dentro de un campo donde lo femenino y lo comercial se entrecruzan. Un campo, además, donde, como veremos a continuación, lo político funciona como una tachadura.

2.3. Invisibilizar la política Uno de los rasgos más resaltantes que vemos repetirse, no solo en las crónicas de moda sino en las revistas dedicadas a las mujeres en general e incluso en la sección de Variedades de la prensa, es el deseo de presentarse como espacios apolíticos. Cuando la juventud huyendo del árido campo de la política, busca con avidez producciones de imaginación que le ofrezcan dulce contentamiento: cuando se acaba de crear una cátedra de literatura que va a regentar un joven conocido por sus talentos y entusiasmo por las letras; y en fin cuando no poseen nuestras bellas un solo papel en que le sea dedicada una parte siquiera, careciendo por consiguiente de noticias exactas sobre los hechiceros encantos del tocador; nos hemos arriesgado, confiando en tan propicios antecedentes a publicar nuestra Guirnalda (1839:1)

6 Paulette Silva en su libro Las tramas de los lectores (2007) hace un interesante análisis sobre este deseo de profesionalización y lo ubica a finales de la época colonial y principios de la vida republicana en Venezuela. La propuesta es muy novedosa pues permite repensar el proceso de profesionalización de la escritura y desmontar la noción de que se trata de un proceso que ocurre solo a finales del siglo XIX con la modernización y la autonomía del campo letrado. Dice

5 Recordemos que las crónicas de moda surgen en Europa a finales del siglo XVIII coincidiendo justamente con el arribo

Silva: «Por lo común se cree que el escritor se profesionaliza fundamentalmente porque se reconoce a sí mismo como

de la revolución lectora y, específicamente, con la incorporación de la mujer al ámbito de la lectura. Las primeras crónicas

artista (los manifiestos y textos ficcionales del modernismo que reflexionan sobre el escritor y el estilo han sido indicios

de moda aparecieron en Francia dentro de revistas dedicadas específicamente a las mujeres, tales como el Journal des

claros de esa transformación), pero olvidamos que a todo lo largo del siglo hubo un esfuerzo sostenido de muchos letra-

dames et des modes (1797).

dos por vivir de la pluma, para lo cual apelaron a muy diversas estrategias» (Silva, 2007: XVII).

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Es muy significativo que la crónica de moda –uno de los principales atractivos de la publicación– aparezca junto con la literatura y las «producciones de imaginación» (es decir, la ficción). Tanto la literatura como la crónica de moda son concebidas como prácticas discursivas cuyo fin último se aleja de la praxis política o al menos así se le quiere presentar al lector. Se trata incluso de una suerte de refugio del campo «árido», inhóspito, serio, masculino, de lo político. En la revista El Entreacto, publicada en Caracas un par de años después de La Guirnalda, encontramos nuevamente esta insistencia en presentarse como un espacio incontaminado. Esta revista, impresa en Caracas por Goeorge Corses, aparece por primera vez en 1843 y está dedicada especialmente al teatro y a la moda; ella se proclama como un vehículo para la divulgación de la «literatura, las Bellas Artes y la moda». En su número inicial encontramos este texto: En las visitas, en las tertulias, en las comidas, en los paseos, en el teatro, la política domina despóticamente, aridece las conversaciones, hace bostezar a las damas y alteras los ánimos de todos. La política es en moral lo que los cuerpos esencialmente porosos en física, absorbe todos los jugos del entendimiento. Nosotros que no somos partidarios de los extremos, que estamos persuadidos de que así como el cuerpo no puede nutrirse con una sola especie de alimento, tampoco es dado al alma ocuparse de un solo sentimiento; nosotros que estamos por la división del trabajo material y espiritualmente, ha mucho tiempo que nos hemos pronunciado contra la política en el teatro. Envueltos cual nos vemos en un torbellino perpetuo de intranquilidad, miseria, insultos, discusiones; sufriendo ante el estado anormal de la prensa; cansados bajo el peso de muchas ideas dolorosas, consideramos el teatro como un consolador refugio, como un punto de descanso en la jornada, y distinguimos el farol de la entrada con el mismo placer que un oasis el viajero perdido en el desierto (Diciembre, 1843: 1).

Si bien en La Guirnalda la aparente prosperidad es lo que permite el surgimiento de espacios discursivos menos politizados, en El Entreacto es la excesiva presencia de lo político –concebido aquí como territorio inhóspito– lo que permite la creación de espacios alternos. En el primer caso, la función política del discurso parece ya menos necesaria en tiempos de paz, mientras que en el segundo, lo político ha inundado de tal manera todos los registros que es necesario crear ámbitos en donde ella esté aparentemente ausente7. En El Entreacto hay un precoz intento por deslindar el terreno de las Bellas Artes del ámbito de la praxis política. El 7 Recordemos que el año en que salió a la luz esta revista fue año de elecciones en el país y que por tanto la política se encontraba sobre el tapate generando una cantidad significativa de artículos y noticias.

teatro y la literatura –con todas las ambigüedades que tiene este último término– se mueven en una esfera en donde lo político (al menos lo político concebido como práctica partidista) se concibe como intromisión. Desgraciadamente hace algún tiempo que inunda el teatro, las noches de ópera, un enjambre de folletos políticos que van a turbarnos en el mundo ideal a donde nos transportan las encantadoras melodías de Rossini, Bellini y Donizetti, y a pasar su dedo tiznado por el blanco cendal de las ilusiones. ¡Qué contraste nos parece que forman esas hojas de papel, negras por lo regular en todos sentidos, con las inocentes beldades, brillantes de elegancia, que lucen en los palcos! ¡Cómo bajan la vista, cómo hierve en rubor su frente, si llegan a divisar, casualmente, la poesía convertida en Mesalina! (1843: 1).

Para el autor, lo político irrumpe groseramente en el mundo ideal de las bellas artes, su «dedo tiznado» ensucia ese mundo superior de los ideales, pero también ese mundo superior de la elegancia y de la sociabilidad moderna. La moda y el lujo se introducen claramente en un terreno que pretende legitimarse en esa suerte de pureza ideal no contaminada por la suciedad de la Realpolitik. La poesía, encarnación última de estos ideales, tampoco puede descender a tan bajos menesteres. Evidentemente, el campo letrado está tratando de llevar a cabo –¿o tan solo está reflejando?– un cambio de paradigma: se trata de engranar estos textos dentro de una concepción del arte y la cultura como un lugar de catarsis y no como un lugar pedagógico. Tal como acertadamente señala Alain Badiou en Petit Manuel d’inesthétique –en otro contexto, por supuesto– la concepción pedagógica del arte consiste en hacer llegar al lector-espectador una verdad externa al arte, mientras que en la noción del arte como catarsis, lo importante es la noción de que los productos culturales tienen que estar relacionados con la distensión y cierta liberación terapéutica. Aristote ordonne l’art àtout autre chose qu’àla connaissance, et le délivre ainsi du soupçon platonicien. Cet autre chose, qu’il nomme parfois catharsis, concerne la déposition des passions dans un transfert sur le semblant. L’art a une fonction thérapeutique, et non pas du tout, cognitive ou révélant […] Il en résulte que la norme de l’art est son utilité dans le traitement des affections de l’âme (1998 : 13). (Aristóteles coloca el arte en una categoría completamente distinta a la del conocimiento y lo libera así de la sospecha platónica. Eso otro, que a veces llama catarsis, concierne el deponer las pasiones en una transferencia a la apariencia. El arte tiene una función terapéutica y en absolu-

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to cognitiva o reveladora… De allí resulta que la norma del arte es su utilidad en el tratamiento de las afecciones del alma.)

Ahora bien, pensar (tal como pretenden plantear los redactores de estas revistas) que la apoliticidad de estos textos está funcionando simplemente como la apropiación del discurso cultural como un lugar de catarsis sería muy simplista. Hay en este gesto mucho de mascarada, de embellecimiento de lo pedagógico y, en última instancia, de embellecimiento de lo político. ¿No es en este caso lo aparentemente catártico una vuelta de tuerca de lo político? La política funciona aquí como esa suerte de tachadura que al intentar invisibilizarse deja una importante marca. El énfasis en la apoliticidad de este tipo de discurso no hace más que remarcar su presencia, agrandar la mancha de la enmienda.

2.4. La política se viste de seda La política parecía, para ese entonces, haber ocupado demasiado espacio y haber avasallado, con todas sus turbulencias, el campo de la cultura y el de la vida social. La insistencia en que se vivían nuevos tiempos, tiempos de paz que permitían cierta separación de la escritura más pragmática, intentaba remarcar una ruptura histórica: atrás había quedado el tiempo de la guerra y era necesario entrar ahora en las virtudes –y dulzuras– de la vida republicana. Habría que señalar que en las primeras décadas de vida de la Venezuela independiente si bien había una cierta «prosperidad», aun se vivían tiempos de muchas penurias. Por tanto, en un deseo por olvidar o al menos distraer de dichas penurias, se buscaba exponer los avances y refinamientos de los nuevos tiempos. Las crónicas de moda muestran el mundo de los bailes y los salones, del teatro y de la ópera, de las sedas y los tules sin asomarse siquiera a la contingencia económica que atraviesa la nación. Esta imagen de la nación que se despliega ante los lectores intenta suplantar la del caos y la devastación de la guerra. Se trata de una imagen en la que no tienen cabida ni los sectores populares, ni la pobreza, ni la miseria. Es una república que se construye desde el salón de baile y que no incluye dentro de su «comunidad imaginada» a los menos favorecidos. Esta borradura de lo popular sin duda es muy elocuente habla del deseo de dejar atrás a los temidos sectores populares y de eliminar de la escritura lo que no podía ser borrado de la realidad. El silencio pone en evidencia el temor hacia estos grupos y el deseo de invisibilizarlos tanto de la representación nacional como de la república.

Recordemos que en estas primeras décadas republicanas el país se encuentra bajo la influencia de José Antonio Páez y de su propuesta de una sociedad conformada únicamente por «propietarios». Páez apoya una economía liberal –alejada de la injerencia estatal– que se apoya en la noción del progreso como consecuencia del libre comercio y del enriquecimiento legítimo. En esta lógica del progreso la miseria resulta injustificada y termina saboteando la propia imagen de la prosperidad nacional, de allí la necesidad de dejarla fuera del salón de baile y de la civilización de los tules y las sedas. Señala Elías Pino en País archipiélago que: El gobierno dirigido por José Antonio Páez procura el apoyo de todos para fabricar una nación moderna que transite sin desasosiegos el camino del capitalismo, según los modelos europeos y estadounidenses. Los notables de entonces pretenden una meta: multiplicar las fortunas particulares como fundamento del progreso social, sin la injerencia de los pobres, que no son ciudadanos de acuerdo con la Constitución, ni el predominio de un autócrata que impida la deliberación y el crecimiento de las fortunas de los propietarios (2001: 14).

Esta nación de «propietarios» requiere de la moda no solo como motor económico sino también como puesta en escena. La crónica de moda se convierte en la mejor marquesina para el proyecto liberal; ella nos muestra no solo las bondades de una nación que se adentra en el mundo ordenado del progreso –lleno de refinamientos y placeres– sino también el de las bondades del comercio y el consumo, dos pilares fundamentales para el proyecto liberal de Páez. La exaltación de la moda implica, inevitablemente, una exaltación del consumo puesto que se anima a los compradores a sustituir piezas en perfecto estado por otras que respondan a las últimas tendencias; el valor simbólico priva sobre el valor material. Los tiempos acelerados de la moda sumergen al comercio en una dinámica que se fagocita a sí misma y que debe reproducirse continuamente8. Esta legitimación del consumo puede verse muy claramente en los anuncios publicitarios que acompañan estas crónicas. Pensemos, por ejemplo, en la cantidad de anuncios sobre jabones, cremas, perfumes, sombreros, guantes, vestidos, botas, tintes de pelo, maquillaje, cremas de blanqueamiento, sombreros, relojes, que circulan por la prensa 8 Recordemos las teorías económicas que están circulando en el período y la defensa del consumo que hacen teóricos como Adam Smith en The Wealth of Nations (1776). La moda implica un tipo de consumo que se aleja de las necesidades primarias para adentrarse en aquello que podemos denominar «lo superfluo». La sustitución de un vestido por otro no tiene nada que ver con su valor de uso sino con su valor simbólico. Estas formas de comercio con un tempo acelerado parecen transformarse entonces no solo en consecuencia de la prosperidad sino en su motor.

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nacional y que están dialogando con las crónicas de moda y lo que ellas intentan imponer9 (ver las imágenes de anuncios publicitarios que aparecen en el capítulo 5 de este libro). Desde la aparición de El Canastillo de Costura vemos cómo la publicidad –más o menos encubierta– acompaña a las crónicas. Se aconseja a las mujeres las mejores tiendas para abastecerse de las últimas novedades, del arribo de nuevas piezas, de la apertura de nuevas tiendas, de los lugares más económicos, etc.10 En El Canastillo, el autor menciona en el prólogo que: Se admitirán gratis avisos de los suscriptores comerciantes, relativos a efectos de gusto que tengan en sus almacenes con expresión de precio y calle, advirtiéndose que no deben ocupar más que diez líneas impresas. El fin es entretener útilmente a las señoritas, y ofrecerles notas del lugar donde se vende lo mejor para sus adornos (1826: 1).

La crónica de moda describe lo que debe usarse, y los anuncios en dónde adquirirlos; de esta manera el círculo del consumo parece quedar completo. La proliferación de estos anuncios publicitarios ligados a la moda y a la apariencia nos habla de una cierta aceptación de formas del comercio ligadas al consumo suntuario. Si bien este es un tema que, como hemos visto, genera resquemor y levanta no pocas críticas en la época, no es menos cierto que nos permite ver cómo la crónica de moda está dialogando muy de cerca con la manera como se concibe la república y el lugar que el comercio debe ocupar en ella. A través de estas crónicas las mujeres continuamente eran exhortadas a adquirir nuevas piezas y a consumir bienes suntuarios que les permitirían entrar en el mundo moderno: La mujer más bella, si no se viste a la moda, pierde una parte muy considerable de su hermosura, parece como desencajada de la sociedad, como un miembro aparte y original. Solo puede dispensarse el que se vistan con atraso a las viejas, porque estas no deben inspirar otra cosa que respeto, y nosotros respetamos siempre a lo más antiguo, a lo más vetusto[…]Sentado pues, amabilísimas jovencitas, que es casi una obligación la que tenéis de seguir el progreso hasta en el traje, y no como se ha creído hasta ahora equivocadamente, una manía (La Guirnalda, 1839: 97) (Las cursivas son nuestras).

Si analizamos este fragmento con detenimiento veremos cómo pareciera que hay un intento por desbanalizar a la moda. Para empezar, fijémonos como la moda se convierte en una especie de «deber» ciudadano. El gusto por el traje deja de ser «una manía» para transformarse, por el contrario, en un elemento de integración y de unificación11. Resulta muy interesante ver que en el fondo se concibe a la mujer como una pieza del rompecabezas que solo puede «encajar» en la medida en que consume. La moda como «deber» implicaría así un proceso de sujeción al nuevo proyecto republicano y a la economía liberal que venía de su mano. Todo parece indicarnos entonces que la banalidad funciona también como un elemento de integración y de dominación y no solo como un terreno ligero e insustancial. La noción del deber pareciera apuntar, de igual manera, hacia el tipo de consumidor al que van dirigidas estas crónicas. Tanto la mujer como la «masa» se conciben como consumidores pasivos, obedientes, que no tienen el suficiente criterio ni la racionalidad necesaria para tomar una decisión sensata. Las mujeres y las masas están dominadas por el deseo irracional, mientras que el hombre ilustrado somete el deseo a la razón y al deber ciudadano: This consumer –the mass, conformist consumer– is defined precisely by its failure to live up to this standard of «madurity», of reason and autonomy. Firstly, the consumer as dupe is a slave to desire rather than a rational calculator of them, is defined not by its formal rationality but by its substantive desires, whims, impulses. Its desires are not autonomous but determined by others, by the needs of family, by social pressure, by fashion and trends, by advertising, marketing and the media (Slater, 1997: 55). (Este consumidor –el consumidor masivo y conformista– se define precisamente por su fracaso en cumplir las expectativas de «madurez», de razón y autonomía. Primeramente, el consumidor como sujeto manipulable es un esclavo del deseo en lugar de un calculador racional de estos; se define no por su racionalidad formal sino por sus deseos, sus caprichos, sus impulsos sustantivos. Sus deseos no son autónomos sino que están determinados por otros, por las necesidades de la familia, por las presiones sociales, por modas y tendencias, por la publicidad, el mercadeo y los medios.)

De esta manera el hombre ilustrado debe controlar ese deseo e imponer un orden. El carácter punitivo y la exigencia de obediencia que requieren estas crónicas parten de una mujer que 9 El tema de la publicidad lo desarrollo más detenidamente en el capítulo «Los figurines de moda y las imágenes

11 La moda uniformiza, se vuelve un elemento que de alguna manera elimina las diferencias. La revista intenta a toda

publicitarias».

costa alejarse de la «originalidad», aquello que nos hace únicos, para poder construir una suerte de ciudadanía homoge-

10 Evidentemente, los anuncios publicitarios de moda no aparecieron por primera vez con las revistas para el «bello

neizada. A través de esta unificación parece posible construir una imagen del país que elimina las diferencias y que da

sexo» pero sí se incrementaron de manera significativa.

cuerpo a la «comunidad imaginada» que define Anderson. Esta homogeneización será estudiada en el capítulo siguiente.

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no puede ser dueña de su propio deseo y que, por lo tanto, debe obedecer lo que se selecciona para ella. La mujer se somete a las normas del consumo y a su vez al proyecto político que ese consumo pretende apuntalar. La importancia del consumo y de la cultura material en estas primeras décadas de vida de la Venezuela independiente es trabajada por Richard Rosa en su artículo «A seis grados de Andrés Bello: literatura y finanzas en los 1820». A propósito de las Silvas de Andrés Bello, comenta Rosas: El argumento del poema, como parte de la propaganda, asume a la economía política y al comercio como aquello sobre lo que se organiza la nueva concepción de la sociedad. Esta integración del discurso comercial y el discurso cívico era el resultado de los intentos por reconciliar los rasgos positivos del autointerés y la duplicidad con una ética y una política republicana. Ya para los jóvenes criollos hispanoamericanos, el comercio se ligaba inextricablemente con la posibilidad de crear una colectividad; el incremento de las riquezas era un deber patriótico que sostenía los demás lazos de solidaridad comunitaria (2006: 139) (Las cursivas son nuestras).

Si bien Rosas se centra en los años 20, un poco antes de la aparición de las primeras crónicas de moda en el país, su visión del nexo entre el comercio y la ciudadanía republicana nos permite entender mejor la importancia que adquiere la moda en esta primera mitad del siglo. El caso de Andrés Bello y de su defensa de algunas formas del lujo –con todos sus riesgos– representa un antecedente importante en la edificación de esta suerte de política del consumo o del consumo político. En el intento de acercarse a la sociedad de propietarios, la moda y la publicidad se convierten en parte del engranaje comercial y simbólico, de allí que el recelo de una buena parte de la élite letrada ante el discurso de la frivolidad pronto comience a ser sustituido por un tímido apoyo que no deja de tener sus contradicciones. La comercialización y el consumo como motores del desarrollo social tienen una muy clara contraparte que nos muestra lo complejo del proceso. En las crónicas de moda si bien es notoria la noción del consumo como un deber y como la vía más idónea para no convertirse en un ser «desencajado», también es cierto que va acompañada de la idea de que la pasión desmedida por los bienes materiales igualmente genera seres «desencajados». Junto a la exaltación del intercambio comercial aparece la mesura como un valor igualmente ligado a la república liberal12. El consumo sin 12 La idea del gasto ostentoso y el dispendio la trabajaré en el capítulo «La moda y el lujo durante el guzmancismo», sin embargo, quisiera introducir aquí la noción de la autocontención y del control del deseo.

barreras pareciera traer consigo nefastas consecuencias, ya sea en el plano moral, religioso, o en el político, económico. La sociedad de consumo viene atada al proyecto de modernización, es producto de ella. Este lazo, si bien parece presentar una serie de ventajas, como ya hemos visto, también tiene sus riesgos. La sociedad de consumo se apoya en valores fundamentales de la cultura moderna occidental: el poder de elegir, el individualismo y las relaciones de mercado (Slater, 1997). En la medida en que el proyecto nacional asume los valores de la modernidad y los de la sociedad de consumo –aun en sus formas más incipientes– en esa misma medida debe lidiar también con estos otros valores, que no siempre fueron bienvenidos. El individualismo, por ejemplo, parece un valor moderno que no encaja del todo dentro del proyecto político de estas primeras décadas, si bien este refuerza la idea del hombre que se forja a sí mismo con su trabajo, debilita las conexiones entre una aún muy inestable comunidad imaginaria. El mismo poder de elección resulta también riesgoso, implica unos grados de independencia que no se avienen con el intento más disciplinario y autoritario de Páez en un momento de una gran anarquía nacional. Ante el deseo de poder unificar un territorio anárquico e inestable, con muchos caudillos y con instituciones aun muy poco consolidadas, las nociones de escogencia y de individualismo funcionan como amenaza al orden y como peligro. De allí que este discurso que apela al consumo y a la modernización deba ser depurado, controlado, mesurado. Es allí en donde la crónica de moda se vuelve el elemento pedagógico que regula las prácticas del consumo y las reglamenta, las ordena. Resulta claro para mí, entonces, que la inserción de las crónicas de moda dentro del proyecto político echa por tierra varias premisas importantes: una, su supuesta banalidad, y dos, su supuesta apoliticidad. Esta inserción en lo político permite, a su vez, que el temor del hombre ilustrado ante el discurso de la frivolidad vaya mermando y que se produzcan espacios discursivos cada vez más híbridos y más ricos. La supuesta banalidad de la crónica parece así una estrategia que permite vincularse con lo político en otras condiciones y en otros términos. No quiere decir esto que en última instancia el campo literario no se esté abriendo a otras funciones y a otros ámbitos, sino que está estableciendo al mismo tiempo nuevas formas de diálogo entre lo político y espacios como la industria cultural, diálogos que no siempre fluyen sin tropiezos. Como he querido demostrar, el discurso de la frivolidad nos muestra así un registro muy amplio que atraviesa distintas instancias. Lo banal funciona a ratos como un lugar temido, censurable, ligado al exceso, al capricho y a la arbitrariedad femenina. Otras veces funciona como un espacio de negociación y mercantilización de la escritura. Otras, como herramienta

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política y económica que permite apuntalar un proyecto político. Lo interesante es ver la conjunción de estas distintas esferas y cómo ellas se modulan, se complementan o se contradicen creando un discurso lleno de tensiones y paradojas que funciona de manera muy distinta al europeo. Son precisamente esas paradojas las que intento explorar con más detenimiento en los capítulos siguientes.

3. Traducir un listón de seda La traducción puede ser concebida también como un proceso creativo de transformación y construcción de sentidos, como una práctica de desplazamiento constitutiva a la emergencia de nuevos paradigmas culturales más que como simple transferencia o extensión de sentidos fijos, y es en ese sentido como se la ha practicado mayoritariamente en el siglo XIX en Venezuela y en toda América Hispana (A ndrea Pagni, 2006:168)

Parte de la complejidad de la crónica de moda se genera por su propio proceso de producción y por las mediaciones que están implicadas en ella. La moda en el siglo XIX es una práctica globalizada cuyos centros de autorización están muy bien definidos: París y Londres principalmente –aunque es indudable que en América Latina la moda francesa tuvo mucho más peso. Estos centros generan la mayor parte de la información, de los figurines, de las crónicas: «textos» que deben reintroducirse en un contexto latinoamericano, que tiene otras coordenadas y otros proyectos. En esta travesía la moda pasa por importantes procesos de mediación que terminan reelaborando los patrones metropolitanos. Para incorporar las noticias acerca de la moda francesa dentro del contexto nacional, las revistas venezolanas del momento utilizaron varias estrategias: tradujeron fragmentos extraídos de alguna revista de renombre; reelaboraron las tendencias de la moda y las incorporaron en textos de creación propia; comentaron los figurines recibidos de París; utilizaron a un corresponsal. Estas herramientas compartieron un vector común: la necesidad de recrear y de reinterpretar, de alguna manera, el modelo original –al menos en la primera mitad del siglo XIX. Se ha insistido mucho en la manera como América Latina copió los modelos extranjeros en aras de asumir el ropaje ideológico y político del mundo moderno; sin embargo, creo que es necesario ver los matices que se encuentran detrás de ese deseo de emulación. Las variaciones del modelo metropolitano están presentes tanto en las crónicas que se escribían en el país, como en las propias traducciones y en los fragmentos que se extraían de las revistas francesas. El proceso de traducción no solo implicaba importantes alteraciones –como todo proceso de traducción– sino que también ponía a dialogar distintos discursos que terminaban modificándose entre sí. No es lo mismo el funcionamiento de una crónica de moda en una revista francesa, a la manera como funciona esa misma crónica –incluso si la traducción es lo más fiel posible– dentro del discurso latinoamericano. El tramado discursivo dentro del cual se insertan estos textos termina alterando el significado y las connotaciones de

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los originales franceses; esa crónica traducida formaba parte de un texto mayor, el de la revista o el del periódico donde estaban publicadas.

do la propia crónica de moda incluso cuando se intenta copiar el modelo parisino. Quisiera tomar aquí un fragmento en donde podemos ver con claridad como el autor traspone sobre la moda francesa los valores que le resultan caros al proyecto nacional:

Esta visión integral nos permite ver los distintos elementos que se ponen en diálogo y que terminan modulando el discurso de la moda. Si tomamos nuevamente el caso de La Guirnalda veremos que lo que circula junto a las crónicas de moda funciona como un contrapeso que limita sus peligros y sus riesgos. En las páginas contiguas a estas crónicas los textos tienen una clara inclinación hacia la pedagogía moral y la regulación de la conducta. Poesía, relatos morales, reseñas de eventos sociales, disertaciones sobre el lugar de la mujer en la sociedad, complementan y modifican el contenido de la crónica, la vuelven más «potable» y la insertan dentro de un discurso nacional que adjudica a la sumisión de la mujer un rol patriótico.

En Francia la honestidad obtiene despóticamente el cetro de la toilette. Los camisones más de moda, son los de muselina de lana y tafetán labrado y liso, todo de colores oscuros: las mangas de los camisones son largas y adornadas con un puño de batista bordado, como para evitar que las miradas atrevidas vayan a fijarse en un brazo blanco y torneado, y el pecho se cubre con una esclavina del propio género del camisón (por las mismas pudorosas razones) (La Guirnalda, 1839: 3).

Flores brillantes de la humanidad, criaturas que podemos llamar angélicas en la tierra, sobre todo, si en el esplendor de la juventud y de la belleza, están dotadas en conjunto de un buen corazón, de un alma pura y elevada, de un carácter noble, de una sensibilidad exquisita, pero regulada por la razón, de una viveza de imaginación moderada por la rectitud del juicio, de un genio dulce, igual y benévolo, de una fisonomía expresiva y animada, a donde vengan a reflejarse todas las graduaciones de sus cualidades morales …ellas pueden en todas las carreras iluminar el genio, excitar los talentos, producir las virtudes, inspirar la emulación y el amor a la patria (1839: 44).

Este fragmento funciona no solo como un claro modelo de las características que deben definir a la mujer (compartidas muchas de ellas con los modelos europeos) sino como el eslabón que une este modelo con el discurso de la patria, tan necesario en estas primeras décadas de vida independiente. Los valores de la moral y de la patria conforman una red significante en la que la crónica de moda se inserta como una pieza que entrelaza el mundo de las apariencias con estos ideales aparentemente más «enaltecedores» y menos banales.

El autor de esta crónica intenta hablar de la moda francesa desde el cristal del contexto venezolano; lee los vaivenes de la moda, por ejemplo, como signos del pudor y la modestia: las mangas son largas porque las mujeres honestas cubren sus brazos; el uso de la esclavina solo se justifica en la medida en que cubre parte del cuerpo. Esta lectura moral –que ignora cualquier otra lectura posible sobre los signos de la vestimenta– no está inscrita en el vestido, está construida desde la autoridad letrada. El largo de una manga y el uso de una pieza de joyería son transfigurados en discursos morales. Esta vestimenta «honesta» que el autor proyecta sobre el modelo parisino termina convirtiendo al traje en fiel expresión del estamento moral venezolano y no en una simple copia del modelo metropolitano. Si contrastamos esta relectura de la moda francesa con sus fuentes originales resulta evidente que el acento pudoroso está puesto por la mirada del traductor. Al revisar las revistas a las que estas primeras crónicas de moda hacen referencia La Sylphide (1839-1840), Le Follet (1829-1882), Le moniteur de la mode (1851), Le journal des dames (1838-39), Le Bon Ton (1834-1884) encontramos significativas diferencias entre los textos originales y sus traducciones y reinterpretaciones.

De esta forma, el periódico o la revista terminan funcionando como una red que modifica la función del discurso sobre la apariencia, lo resemantiza y lo ubica en un lugar en donde congenie con los intereses nacionales y sus valores. Inserta las prácticas del lujo y de la moda en un discurso que modela la conducta femenina, la contiene y la restringe, al mismo tiempo que modula, como ya vimos, las prácticas del exceso y del consumo.

Sin ánimo de entrar en un estudio exhaustivo de las revistas de moda francesa que incursionaron en Venezuela en estas primeras décadas, me interesa contrastar el modelo original con la versión que nos devuelve este traductor-intérprete. Tomo como ejemplo La Sylphide (París, 1839-1873), revista que comenzó a publicarse el mismo año que La Guirnalda y de la que El Entreacto dice tomar algunos de los fragmentos que coloca bajo la sección «Modas de París». Lo primero que llama la atención de las crónicas de moda que aparecen en esta revista1

Ahora bien, este acoplamiento y estas variaciones no solo se producen como un efecto de las redes semánticas en las que estas crónicas están inmersas; la variación termina permean-

1 Tomo de ella los años que están más cercanos a las publicaciones venezolanas estudiadas en este apartado.

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es que el discurso moral prácticamente no aparece, o al menos no de la forma obvia en la que lo hace en La Guirnalda. No hay disertaciones sobre la moda «decente» ni sobre la importancia de que el vestido cubra ciertas partes del cuerpo. La crónica de moda tiene otras preocupaciones más cercanas a la distinción social, al advenimiento de la pequeña burguesía y a un aspecto que no aparecerá en Venezuela hasta finales de siglo; la moda como práctica estética.

moda y su forma de relacionarse con la pequeña burguesía no aparece en las crónicas venezolanas, mucho más preocupadas por establecer parámetros morales y principios de orden en una sociedad que se percibe inestable.

Rien de bien précis à offrir à nos lecteurs dans ce mois de transition. De tous cotés les marchands innovent avec plus ou moins de bonheur, mais pour donner force de loi à ces innombrables nouveautés, il faut qu’elles soient adoptées, consacrées par les femmes dont la position sociale, la fortune, le gout, la réputation d’élégance et de beauté, peuvent les marquer du sceau de la mode. [...] Une femme qui a la prétention de donner la mode, ne se décide pas légèrement a lancer un colifichet dont peut s’emparer trop tôt la petite bourgeoise; il faut d’abord qu’elle en ait exprimé l’essence avant de le lui abandonner (25 de noviembre de 1839: 1). (En todos los ámbitos los comerciantes innovan de manera más o menos feliz, pero para darle fuerza de ley a estas innumerables innovaciones es necesario que éstas sean adoptadas por las mujeres cuya posición social, fortuna, gusto, reputación de elegancia y de belleza, puedan darle el sello de la moda. [...] Una mujer que pretende dictar la moda no se decide ligeramente a lanzar una baratija de la que muy pronto pueda apoderarse la pequeña burguesía; es necesario, primero, que ella haya expresado su esencia antes de abandonársela.)

La preocupación por las maneras en que funcionan el gusto y la moda en el mundo moderno, los nuevos agentes que legitiman estas prácticas, las luchas por establecer los nuevos árbitros de la distinción social, marcan el tono de estas crónicas. El texto reproduce de manera clara la amenaza que representa el surgimiento de la pequeña burguesía para los mecanismos de distinción implícitos en la moda. Para el cronista, la moda debe renovarse continuamente para seguir funcionando como una práctica que permite cierta separación de la masificación y de la medianía burguesa2. Esta discusión sobre la manera como funciona la 2 Una visión muy cercana a la que propondría Simmel unos años después en su artículo «La moda» (1895) en donde desarrolla cómo, una vez que las clases medias acceden a los patrones de las clases altas, estas los abandonan y adoptan unos nuevos para poder mantener activos los principios de distinción.

 

De igual manera, las mujeres figuran aquí no como sujetos sometidos unívocamente a un discurso moral y patriótico, sino como agentes activos que determinan el destino de la moda, que imponen criterios estéticos y que están conscientes de su poder. Ellas autorizan y desauto-

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rizan piezas, tendencias, formas, colores, porque son ellas –y su conocimiento en última instancia– las que convierten la vestimenta en una práctica en la que ellas son los agentes legitimadores. La moda es, en este contexto, una práctica estética que se produce en el taller de los sastres y las modistas: Citons maintenant, parmi les couturières de la haute élégance, Madame Debaizieux, qui se distingue par des découvertes ingénieuses et de poétiques innovations. Ses robes ont une tournure, une grâce, une nonchalance aisée et de bon ton qui n’appartiennent, en quelque sorte, qu’à elle et qui les font admirer comme l’œuvre d’une femme de gout, qui a trouvé le dernier mot de son art (La Sylphide, 1839: 38). (Citemos ahora, entre las costureras de la alta elegancia, a Madame Debaizieux, que se distingue por ingeniosos descubrimientos e innovaciones poéticas. Sus vestidos tienen un giro, una gracia, una soltura fácil y de buen tono que no le pertenece, en cierta forma, más que a ella y que hace que se los admire como la obra de una mujer de gusto que ha encontrado la última palabra de su arte.)

Madame Debaizieux figura aquí como una artista cuyas creaciones son «ingeniosas» y «poéticas»; sus atuendos se convierten en «obras» dignas de «admiración». La mujer como creadora contrasta de manera visible con la visión de la mujer como una mera receptora del texto de moda, que es la visión que circula en América Latina. Si bien en el espacio europeo la mujer se legitima en una esfera estética que podemos considerar menor, en Venezuela estas formas de legitimación se encuentran cerradas: la moda se obedece, se acata; ella no es un espacio de expresión ni de exploración artística3. Estas crónicas asumen, además, su carácter ligero y banal sin mayores miramientos. Si en el contexto latinoamericano ellas necesitan de un discurso que las justifique, que las 3 La concepción de la moda como expresión artística y no como predicamento moral es la que permite que autores como Baudelaire, Gautier, Mallarmé, etc. se apropien de ella. Decía Baudelaire en «Elogio del maquillaje» que: «La moda debe ser, por lo tanto, considerada como un síntoma del gusto por el ideal que sobrenada en el cerebro humano por encima de todo lo grosero, terreno e inmundo que la vida natural acumula en él, como una deformación sublime de la naturaleza o, más bien, como un sucesivo y permanente intento de reformarla. Asimismo, se ha señalado con sensatez (sin mostrar la razón de ello) que todas las modas son encantadoras, es decir, relativamente encantadoras, por constituir cada una de ellas un esfuerzo nuevo, más o menos feliz, hacia lo bello, una aproximación cualquiera hacia un ideal cuyo deseo titila permanentemente en el espíritu humano insatisfecho» (Le Figaro, 1863) (2000: 1407).

resemantice, en estas revistas francesas su banalidad es parte de su propia constitución. La frivolidad no es el espacio temido que hay que depurar sino precisamente aquel que hay que salvaguardar. Un ejemplo muy claro de esta postura la encontramos en Le Messager des dames (1832-1833) una revista que asume la ligereza de la moda como su razón de ser: Encore un journal consacré à la Mode, va-t’on dire? Et pourquoi pas, puisque la Mode n’a plus de véritables représentants en France; puisque ses organes habituelles ou se taisent, ou changent de langage. Là voués à la politique, ils prennent la voix des partis; ici, ils aspirent aux succès de la littérature; partout, enfin, ils oublient que la Mode est femme, qu’elle est légère, capricieuse, curieuse surtout; qu’elle s’occupe des bagatelles, des futilités : qu’il lui faut sans cesse du calme, du plaisir, de la folie; qu’elle ne se plait qu’au milieu des bals et des fêtes, qu’elle s’enivre des fleurs et des parfums, qu’elle aime à s’endormir au bruit des chants harmonieux, au doux sons des instruments (17 de noviembre de 1832. Año 1: 3). (¿Otro periódico consagrado a la moda, se dirá? Y por qué no, ya que la moda no tiene verdaderos representantes en Francia; ya que sus órganos habituales o se callan o cambian de lenguaje. Allá, dedicados a la política, asumen la voz de los partidos; aquí, aspiran al éxito de la literatura; en todos lados, en fin, olvidan que la Moda es mujer, que ella es ligera, caprichosa, curiosa sobre todo; que se ocupa de las bagatelas, de las futilidades: que necesita constantemente de la calma, del placer, de la locura; que no se solaza sino en medio de los bailes y las fiestas; que se embriaga con flores y con perfumes; que le gusta dormirse al son de cantos armoniosos, al dulce sonido de los instrumentos.)

La crónica de moda, según este fragmento, debe permanecer en este registro fútil, asociarla a otras prácticas –incluso las de la política– es traicionar su propia condición, convertirla en otra cosa. Se trata de una reivindicación de lo banal dentro del espacio discursivo; una banalidad sin ambages, sin máscaras, que se jacta de sí misma. Una práctica que tiene además su propio lenguaje y sus propias condiciones de existencia. Esta apertura hacia la banalidad, como ya hemos visto, resulta complicada en el contexto venezolano y latinoamericano en donde el discurso de lo banal ronda muy de cerca el exceso, lo superfluo, la transgresión. En el campo letrado venezolano –y me atrevo a decir que en el latinoamericano en general– las «bagatelas» solo se justifican en la medida en que son signos de otra cosa, de la civilización y el progreso, por ejemplo: El solo hecho de haber modas en un país es ya indicio de su civilidad; y podría hacerse un cálculo exactísimo del grado de cultura no solo de cada nación, sino de cada provincia, y hasta de cada pueblo, por su versatilidad en el vestir y su perfección en el cortar. El progreso del siglo se comunica a todas las cosas, y el hombre estacionario en el vestir casi se puede asegurar que lo es

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también en el entendimiento: sirvan si no de ejemplo los turcos que no han variado de traje desde el tiempo de Mahoma (La Guirnalda, 1839: 2).

La moda cómo un signo de algo más utiliza, acá, lo banal solo como instrumento, como un portacargas de una serie de valores asociados, de ese desbanalizar lo banal del que habíamos hablado en el capítulo anterior, mientras que en la crónica francesa la frivolidad funciona –o al menos así se proclama– como un fin en sí mismo, un fin cercano al placer de la futilidad e incluso de la no significación. De allí entonces la necesidad de la traducción y de la resignificación de unas crónicas y, a fin de cuentas, de un campo letrado que ha convertido a la moda y sus «bagatelas» en prácticas autorizadas. Esa moda parisina «decente» de la que nos hablaba La Guirnalda no se encuentra en los originales franceses; surge, precisamente, del proceso de traducción. La decencia y la moral, si bien no están totalmente ausentes en los originales, ocupan un lugar muy margninal. Para empezar, «decencia» (décence) no es una palabra que veamos circular en los originales; vemos, sí, nociones como el bon ton4 que terminarán imbricándose en ciertas formas de contención refinada y burguesa, pero no la lección abiertamente moral y pudorosa que vimos en La Guirnalda. El bon ton permite cierta mesura y cierto recato ligado a la distinción social, pero no hace del traje un instrumento del decoro. Esta misma necesidad de controlar la significación del original hace que sea muy difícil rastrear las fuentes de las cuales se extrae la información; los editores no están preocupados por especificarlas porque el proceso de autoría no está del todo claro. En El Entreacto, por ejemplo, se hace referencia a que las noticias sobre moda serán extraídas de revistas como La Sílfide, La Mode y Le Bon Ton, pero nunca se aclara específicamente de dónde proviene cada texto. Esta falta de precisión si bien obedece, como ya vimos, a un momento específico del campo literario donde la autoría es un término aún vago e impreciso, también responde a una cierta libertad para crear esta suerte de media voz donde se funden las directrices de la moda francesa con vertientes moralizantes que parecen encajar mejor en el proyecto republicano venezolano.

  Cuando la última moda de París se transforma en la última moda de la «decencia» es porque la «decencia» parece un valor básico para construir ciudadanía5. La moda como práctica estética es transmutada en un discurso pedagógico en donde el pudor funciona como valor legitimador y en donde la capacidad creadora es pasada por alto. De igual modo, su carga banal debe ser matizada; la moda de París va más allá de lo deseado: al convertir a las mujeres en «artistas» del traje les otorga no solo cierta libertad creadora sino cierta libertad de escogencia en un terreno tan peligroso como el cuerpo6. El cuerpo y la libertad parecen estar muy cercanos a las formas de la indecencia y de la inmoralidad, especialmente en el caso de la mujer.

4 Sin duda, cuando se habla del bon ton se está apelando en última instancia a una moral burguesa que requiere de la moderación, el recato, la compostura. Sin embargo, se trata de formas más sutiles, menos obvias, que apelan más a un

5 Para un estudio concienzudo y sistemático del papel de la moral y la virtud en el inicio de la Venezuela republicana ver

sentido del refinamiento y del conocimiento que está ligado a la distinción social que a la censura de cualquier forma de

el artículo de Luis Castro «Sed buenos ciudadanos». Obras completas. Tomo II. Lenguajes republicanos. 2009.

amoralidad en la vestimenta.

6 Este tema lo desarrollaré ampliamente en el capítulo siguiente.

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Al contrario de lo que defiende el redactor de La Guirnalda, la asociación entre traje e indecencia y entre moda francesa y prostitución fluye subrepticiamente a lo largo del siglo XIX, no solo en América Latina sino también en ámbitos como el anglosajón en donde ella funciona como amenaza. Aileen Ribero en Dress and Morality estudia esta percepción:

como Correo de las Damas, El Correo de la Moda, La Moda o La Moda Elegante introducían la moda francesa dentro de un contexto español cuya impronta católica y nacionalista obligaba a cierta mesura.

Anything French in the way of dress or pleasure was greeted with a kind of horrified relish. Masculine visitors to Paris during the short-lived Peace of Amiens (1802) made great play with the scantiness of female attire there, and the notions of gay Paree with its vices and opportunities for indulgence of all kinds, became part of the mythology of the city for Englishmen. No matter that many such accounts and guide-books relied on the well-Known publications of Mercier for their stories of semi-naked women; this was the story that the public expected to hear (2003:121)7. (Todo lo francés en lo referente al vestir y al placer era recibido con una especie de horrorizado deleite. Los visitantes masculinos de París durante el breve período de Paz de Amiens (1802) hicieron mucho alboroto con la escasez del atuendo femenino allí, y la noción del París alegre, con sus vicios y sus oportunidades para la complacencia de todo tipo se convirtió para los ingleses en parte de la mitología de la ciudad. No importa si todas estas descripciones y guías se basaban en las bien conocidas publicaciones de Mercier para sus historias de mujeres semidesnudas; esta era la historia que el público esperaba escuchar.)

Si bien el modelo español era problemático para América Latina, ya que se trataba de un patrón que era necesario dejar atrás en el pasado colonial, su versión de la moda francesa parecía más adecuada –al menos en la primera mitad del siglo XIX– a los intereses nacionales. Estas revistas españolas se publicitaban con frecuencia en la prensa venezolana prometiendo, paradójicamente, lo último de la moda francesa y de los figurines de París.

Para sortear este imaginario peligrosamente erotizado de la vestimenta francesa, los escritores no solo recurrieron a los procesos de reelaboración sino también a una fuente que no dejaba de ser problemática: la prensa española. Las crónicas francesas no siempre llegaban de manera directa al país, muchas veces ellas eran extraídas de revistas españolas, es decir, se transformaban en una mediación en segundo grado. Las revistas venezolanas copiaban extractos de crónicas francesas traducidas –recreadas– por revistas españolas. Publicaciones 7 En Venezuela, ambos modelos (el anglosajón y el francés) parecen funcionar como patrones contrapuestos. Mirla Alcibíades, en La heroica aventura de construir una república, compara el modelo de educación anglosajón y el francés y muestra cómo este último terminó teniendo más acogida en Venezuela: «En fría demostración de su capacidad de discernimiento, los venezolanos y venezolanas de la élite supieron darle mayor valor a los esquemas conductuales de las francesas, porque puestos (as) a elegir entre la moderación que recomendaba la “autora americana” y el lucimiento que engalanaba las gracias de las francesas, optaron por lo segundo [...] porque nuestras damas prefirieron adquirir sus vestimentas en tiendas que las importaban directamente de Francia (2004: 178)». La tensión entre modelos más recatados como el anglosajón y modelos más ostentosos como el francés termina permeando las crónicas de moda: y si bien es muy obvio que este último se impone, la traducción permite controlar sus decibeles. El modelo anglosajón, en el fondo, era más peligroso porque pregonaba, desde su puritanismo, una cierta igualdad y libertad de la mujer que parecía más riesgoso que las extravagancias francesas.

El Correo de las Damas, por ejemplo, intercalaba fragmentos traducidos del Petit Courrier y del Journal des Dames et des Modes con fragmentos de un origen impreciso en donde el autor marcaba cierta distancia de los originales. También intercalaba figurines franceses con figurines españoles. Esta combinación generaba un texto híbrido donde predominaba un tono general más contenido. Se trataba de una composición que se repetía en numerosas revistas. En La Moda Elegante vemos como el autor se separa y marca distancia del modelo francés: Un traje de boda tiene en Francia cierto carácter especial, no muy generalizado aun en España. Es un traje ad hoc, del cual no puede volverse a hacer uso, al menos en su totalidad, porque se

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refiere a un acto que ni allá ni acá es para todos los días. Convengamos en que esto ayuda a la solemnidad del matrimonio; solemnidad que nunca es bastante por mucha que sea. Así es que el traje, el prendido, los adornos, el equipo entero en una palabra, tienen mucho de alegórico. El color blanco, no solo es de rigor, sino de absoluta forma, porque indica la pureza que debe haber en el corazón de la que va a jurar a un hombre el conservarse pura para él (La Moda Elegante, Año 1, nº 1: 4)

Lo significativo de este fragmento no es solo el retorno del discurso moral y pudoroso volcado sobre la vestimenta sino la distancia que se establece con el modelo galo. En el proceso de reproducción, el redactor marca un lugar de enunciación distinto; lo que se usa en Francia no tiene por qué ser exacto a lo que se usa en España. La marca de la diferencia de alguna manera desautoriza la autoridad del canon francés y legitima las variantes, le quita peso al modelo único. Esta distinción, sutil en este caso, es mucho más clara en el El Correo de las Damas donde se establecen dos columnas de moda, la de las «modas extranjeras» y la de las «modas nacionales». La noción de extranjería establece un distanciamiento muy importante. Si bien no se renuncia al modelo francés, se le coloca en un lugar extramuros. La moda nacional, por su parte, se asocia con una cierta identidad que tiene sus peculiaridades, sus formas únicas de dialogar con los valores que se proyectan sobre el traje. Ya en 1788 en el Discurso sobre el luxo de las señoras y proyecto de un trage nacional –texto reproducido en Madrid por la Imprenta Real y que supuestamente había sido escrito por una mujer anónima– se planteaba la idea de crear un traje único para las mujeres a través del cual se pudiera asegurar una identidad española alejada del lujo y de los excesos extranjerizantes: La idea de un trage mujeril nacional es tan nueva, tan agraciada y tan seductora, que no pudiéndose dudar de la aceptación con que será recibida de todas nosotras, tampoco dexa el menor recelo de su importancia hácia el Estado; porque no teniendo acción las Señoras para variar los trages que se prefinan, se conseguirá que no haya competencias sobre traer galas de nueva invención, que son los principios del desordenado luxo que arruina las familias, haciendo entrar en el empeño de no ser ménos que las de su clase [...] Las familias con quienes no ha sido liberal la fortuna, tendrán la satisfacción de no estar desairadas por el ropaje en las concurrencias públicas, como ahora suele suceder con inconsolable sentimiento de su emulación o de su envidia; y las que han sido favorecidas de la naturaleza con dotes personales, encontrarán en este trage mil modos de aumentar sus gracias, sin exponerlas a la ridícula extrañeza con que las hace muchas veces aparecer feas una moda extravagante que ofenda la vista y expone a mofa el objeto (2005: 33, 34).

La idea de un traje nacional que uniformara a las mujeres parecía poder eliminar dos importantes peligros: uno, el lujo y sus excesos –lujo que parecía producir la ruina de innumerables familias–, y dos, la incursión de los modelos extranjeros dentro del proyecto nacional. Al suprimir la posibilidad de que la mujer pudiera introducir algún tipo de variante en el traje parecía posible crear una suerte de modelo único que encarnara lo español y que, al mismo tiempo, pusiera bajo control el apetito aparentemente voraz de las mujeres por el consumo y por la extravagancia ofensiva que desfilaban por las calles de París. Esta propuesta de un vestido nacional diseñado para las mujeres españolas se combinaba con fenómenos como el majismo que también apostaban por la unicidad de lo español. Frente al prototipo parisino, el majismo funcionó como una variante que intentaba rescatar las formas locales; y si bien se trataba de un fenómeno que ya estaba presente en el siglo XVIII, su persistencia durante el siglo XIX nos habla de la resistencia al modelo foráneo que, por obvias razones, se consideraba invasivo. Como comenta Días Marcos en su interesante libro La edad de seda, el petimetre parisino y el majo español encarnan dos modelos opuestos no solo de lo nacional sino incluso de valores asociados a este proyecto como son la propia virilidad o los valores de clase: Petimetres y majos encarnan ideales opuestos representados a través de estéticas y actitudes exageradas, el vestido y los modales son fundamentales en esa «actuación» del papel que quieren representar: el refinamiento europeo y aristocratizante o la virilidad castiza y plebeya (Días Marcos, 2006: 87).

Si bien en Venezuela la idea de un traje nacional como lugar identitario no surge sino hasta la llegada del siglo XX, la idea del deslinde de la moda nacional y la moda extranjera funciona también como preocupación durante el siglo XIX. En El Entreacto, por ejemplo, se establecen dos columnas de moda: una llamada «Modas de París» y otra, «Modas de Caracas». Esta separación implica un cierto deslinde: no puede –ni debe– equipararse lo que se lleva en las calles de París con lo que se lleva en las calles venezolanas. La primera columna traduce extractos de las revistas francesas mientras que la segunda describe lo que efectivamente llevan las caraqueñas, especialmente cuando asisten al teatro. Estas dos columnas llevan a cabo una operación compleja: por un lado nos muestran prácticas y representaciones disímiles y por el otro intentan establecer una suerte de paridad entre la metrópoli y la periferia8. Las modas de Caracas son 8 Esta misma separación la establecen otros países latinoamericanos. En Argentina, por ejemplo, uno de los países que más se ha vinculado con la mimesis europea, vemos cómo en el periódico La Moda , dirigido por J.B. Alberdi, también se establecen dos columnas «Modas Francesas» y «Modas porteñas». A propósito de esta separación comenta Alberdi: «Nuestras modas como se sabe no son, por lo común sino una modificación de las europeas, pero una modificación artística ejecutada por hombres inteligentes según el testimonio de los cuales vamos a presentar aquí, las más generales y nuevas entre las elegantes».

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tan legítimas, tan cosmopolitas, tan modernas, como las modas de París, sus variaciones no se establecen como reflejos de subalternidad, sino como variaciones legítimas. Lo «propio» no funciona aquí como muestra de atraso sino como señal de identidad. Si bien este tema lo trataré más ampliamente en el último capítulo de este trabajo, es importante señalar que en la búsqueda de la cohesión nacional de la primera mitad del siglo la diferenciación en la vestimenta jugó un papel importante. El surgimiento de una «Moda de Caracas» es un rasgo mucho más significativo de lo que parece en una primera mirada.

Las «Modas de Caracas» intentan resaltar el grado de modernización al que ha llegado la nación –por cierto, muy particular– pero también educan y modulan las vertientes de esta. Ellas abren un espacio pedagógico en donde el escritor interviene más directamente en el texto y corrige y adapta lo que ya a su vez ha sido sutilmente modulado en la «Moda de París»: Se nota una sencillez, un esmero, en las toilettes de las damas bien dignos de elogio: el domingo en la noche deslumbraban los palcos, sin exageración alguna. Donde quiera que vagaba la vista, encontraba rostros sonrientes, prendidos elegantes, posiciones graciosas. A propósito de posiciones: es necesario que se adopte como regla general e invariable, que de la posición muchas veces depende el éxito de un vestido, porque este puede ser magnífico, sin que nadie lo note, si no sabe llevarlo su dueño (1843: 14).

El cronista corrige las imperfecciones (las posturas del cuerpo); reafirma las conductas «positivas» (sencillez, mesura, gracia); establece la escala de valores y modifica –cuando es necesario– las extravagancias del modelo metropolitano. La periferia establece sus variantes y particularidades. Estas variantes no son una minusvalía ni una defectuosa desviación de la norma, sino, como ya he mencionado, una prueba de identidad. El tan prolongado uso de la mantilla en España y América Latina, por ejemplo, sin duda apunta en este sentido. Esta prenda tan castiza parece funcionar como un punto de resistencia ante la invasión del modelo galo. En este sentido es muy claro el texto de Mesonero Romanos «El sombrerito y la mantilla» en donde insiste en el carácter único que otorga esta pieza a la mujer ibérica: «Una de las innovaciones más graves de estos últimos tiempos es sin duda la sustitución del sombrerillo extranjero en vez de la mantilla, que en todos tiempos ha dado celebridad a nuestras damas. En varias ocasiones se ha procurado introducir esta costumbre; pero el crédito de nuestras mantillas ha ofrecido siempre una insuperable barrera» (1835). Esta misma resistencia se percibe en algunos letrados latinoamericanos que hacen de la mantilla una suerte de pieza nacional (a pesar de la obvia contradicción que supone atar la identidad a un símbolo del antiguo imperio). Tomo aquí como ejemplo la defensa de la mantilla que hace el mexicano Marcos Arróniz: El trage más romántico es sin duda el de la saya y la mantilla; es también el más adecuado a las damas, porque con su velo transparente y bordado simboliza su modestia y su recato, y cuando echado con soltura hacia atrás en ondulantes y graciosos pliegues se ve aparecer la blancura de la frente y el brillo de los ojos, como una ilusión de esperanza y de amor... En nuestro país se iba perdiendo esta costumbre española, que trae su origen de esas razas que levantaron el aéreo Alcázar de la Alambra, ligero y calado como las blondas; pero aquí en nuestro país solo se usaba para las visitas de cumplimiento; en las grandes festividades religiosas, y el jueves y viernes santos para asistir a aquellas augustas ceremonias. Pero ahora comienza a llevarse con más frecuencia, y sirve para realzar sin duda alguna los encantos naturales de nuestras elegantes paisanas» (Arróniz, Manual del viajero en México en Galí Boadella, 2002: 246).

En Venezuela el uso de la mantilla se extendió hasta finales del siglo XIX; un amplio registro fotográfico y pictórico nos dan cuenta de ello. Sin embargo, significativamente, no fue una pieza que generara mayores discusiones, simplemente pareciera que ella estaba naturalizada de tal manera que no ameritaba mayores polémicas. Estos complejos movimientos de resistencia y de identidad, ya sea a través del uso de ciertas piezas ancladas en la tradición, ya sea a través de una variante nacional entendida como

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que la contenga y que le reste nociones como el capricho, la arbitrariedad, el deseo, la irracionalidad, la emoción, nociones que como ya vimos están muy cercanas a la moda y a la mujer. La moda como un discurso racional es una moda masculinizada en tanto se somete a los paradigmas del pensamiento y la razón, paradigmas que deben guiar las acciones de una sociedad igualmente mesurada y razonable. De igual modo, en La opinión Nacional encontramos un duro artículo contra la moda francesa en donde se la concibe como una suerte de disfrazada invasión política. El modelo nacional, rural, modesto y simple, ha sido sustituido por uno afrancesado que conduce a la ruina moral y económica de la sociedad venezolana.

(Izquierda) Imagen perteneciente a la Fundación J. Boulton. Nótese junto al uso de la mantilla otros signos religiosos y conservadores como la cruz y el rosario.

 

(Derecha) Imagen perteneciente a la Fundación John Boulton. Es interesante ver como en esta fotografía se combina la tradicional mantilla española con un traje a la última moda de París y cómo a diferencia de la imagen anterior la mis-

 

Napoleón I, aquel genio que llevó de triunfo en triunfo las águilas francesas desde las riberas del Sena, hasta las márgenes del inolvidable Nilo. Napoleón I, repetimos, no tuvo a pesar de su claro talento, la habilidad de su sobrino. El hijo de la Córcega quería dominar por la fuerza material a los hombres, pero el esposo de Eugenia, más astuto que su tío, comprendió que podía ejercerse sobre aquellos una opresión más cruel que la material, y por consiguiente, no economizó medio alguno para poner en juego su propósito de hacer dominar por la Francia casi todas las naciones de la tierra, y para conseguir su objeto, bastole solo una tontería, la creación de un periódico que todos conocemos como Le Courrier de la Mode o más claro, y en términos más castizos «El tirano de los bolsillos y el trastornador de las costumbres» (La Opinión Nacional, «La moda francesa», 1877, Año X, mes X).

ma pose y la actitud de la mujer apuntan hacia una visión más moderna y cosmopolita.

desviación del patrón metropolitano, tienen en la segunda mitad del siglo gestos más radicales y elocuentes. En 1867, los redactores de La Biblioteca del Hogar se desligaron del modelo francés al que despreciaban por extravagante e irracional y establecieron sus propios parámetros aparentemente más acordes con los valores de ciudadanía que se estaban tratando de diseñar: En esta época en que la excentricidad impera como reina absoluta, se ven en París una multitud de trajes extravagantes; no intentaremos describirlos, porque el deber que nos hemos impuesto al escribir esta revista, es dar cuenta a nuestras amables lectoras de los cambios que sufre la moda, pero no reseñar esos trajes ostentosos y extravagantes de que se valen para llamar la atención algunas mujeres de París […]. Siguiendo, pues, con nuestro propósito de ocuparnos solamente de las modas razonables y de buena sociedad, comenzaremos nuestra revista (La Biblioteca del Hogar. Caracas, 1867: 32).

La revista intenta desligarse de la «extravagancia» a través del uso de la razón, de eso que llama la moda «razonable». Hay un intento por insertar la moda en un paradigma ilustrado

El artículo, firmado por A.L. Lizarraga, ve detrás de las revistas de moda francesa una suerte de velada invasión que pretende imponer un modelo cultural sobre otro. A lo largo del artículo el autor intenta mostrar cómo el modelo francés ha terminado trastocando las costumbres nacionales, especialmente las de Caracas, y ha permitido que las familias caigan en la ruina por el puro deseo de aparentar lo que no se es. A través del ejemplo de una familia honesta y trabajadora que se muda del campo a la ciudad y que descubre allí el mundo de la moda y de las costumbres afrancesadas, el autor intenta desalentar este tipo de desplazamientos que para él solo conducen a la ruina, la muerte y la prostitución. De nuevo, el deseo desbocado –y erotizado– que parece producir la moda francesa surge como amenaza del orden y de la moral, e igualmente como amenaza de la identidad nacional. Desde los sutiles procesos de traducción hasta los deslindes más tajantes, el deseo de mesurar la moda y de contenerla es un intento por despojar el vestido de esas cargas con las que aparentemente estas inestables y nacientes repúblicas no pueden lidiar: la erotización de la

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vestimenta, el capricho, la ostentación, la excentricidad, la libertad de escogencia de la mujer, el individualismo, el materialismo creciente, el consumo desmedido, la banalidad y otros rasgos de la modernización que no resultan tan fáciles de manejar en un país que parece aún muy desestructurado. El reinado del modelo francés parece indiscutible, pero esto no implica que no se establezcan ciertas distancias cuando se considere necesario y que la periferia no encuentre sus propias formas de integrar ese modelo y de hacerlo suyo9. En esta primera mitad del siglo las necesidades de la república parecen apuntar hacia el orden, la cohesión, la moral, la contención, la decencia, y el proceso de traducción no está más que reafirmando estas premisas y haciendo que el modelo metropolitano encaje en estas necesidades. Esto no quiere decir que, en última instancia, el modelo francés no esté apuntalando valores semejantes (a fin de cuentas estamos hablando de un modelo burgués más o menos extendido), sino que los acentos están puestos en ciertos aspectos y no en otros (en la decencia y la cohesión y no en la libertad y el individualismo, por ejemplo), y que algunos rasgos de ese mundo burgués pueden ser concebidos como riesgosos en el contexto de las nuevas repúblicas. Pensemos además que el liberalismo conservador que predomina en estos primeros años en Venezuela siente cierto resquemor hacia los excesos cometidos por la Revolución francesa y hacia modelos como el haitiano, en donde las cosas parecían haber ido demasiado lejos. La insistencia en la vestimenta mesurada y traducida es también un claro signo político que apuesta por reformas igualmente contenidas y reinterpretadas. La traducción del modelo francés es en el fondo la traducción de los valores de la modernidad y de sus signos políticos. Desde el discurso de la identidad se construye una visión de la modernidad «particular»10 (no desigual, ni insuficiente) que entrelaza valores culturales de la tradición con prácticas modernas. Los signos de la moda, tan semejantes en algunos aspectos, 9 Esta misma necesidad de traducción podemos observarla en algunos manuales de conducta. Si bien los manuales franceses siguen siendo el patrón de sociabilidad a imitar, algunas modificaciones son necesarias. En el libro De las obligaciones del hombre (Caracas, 1840), el autor nos dice que: «La suma falta que hace en nuestras escuelas de primeras letras de un buen libro de lectura, me ha movido a traducir esta obrita que para el mismo fin se utiliza con aplauso en Francia; pero como las circunstancias de la nación y de los tiempos no son las mismas, he añadido y omitido muchos capítulos, y variado infinito el original para acomodarme a ellas. No sé si lo habré conseguido; pero no ha sido otro mi anhelo» (Quintero, 1840: 1). 10 Tomo esta noción de la investigadora Josefina Berrizbeitia (2006).

tienen maneras muy distintas de engranarse en los proyectos nacionales. Y si bien la moda en el siglo XIX tiende a un modelo de unificación y homogenización, los discursos que se producen en torno a ella difieren en su manera de concebirla y valorarla. Como ya he mencionado antes, un mismo traje de verano se refuncionaliza en la medida en que hay un discurso que lo acota y que le atribuye un sentido. Esta reconstrucción discursiva del traje parte de una premisa básica: controlando los signos de la vestimenta es posible controlar el cuerpo y sus peligros, las nuevas sociabilidades y sus riesgos, la modernidad y sus abismos. La traducción es una manera de darle forma a un proyecto nacional que tiene vías oblicuas de dialogar con los procesos revolucionarios y con los procesos de modernización y de globalización. En el fondo, la importancia que cobra la moda en el siglo XIX tiene mucho que ver con esas posibilidades de moldear el cuerpo y el espíritu de los hipotéticos ciudadanos de la república; de allí que no se pueda concebir el discurso de la moda como un territorio inocuo o anecdótico: detrás de él se mueven importantes procesos de control y regulación que apelan a las ambigüedades de la traducción para incorporar variantes nacionales. Veamos con un poco más de detenimiento cómo se produce ese proceso de regulación del cuerpo y del espíritu.

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4. El dominio del cuerpo y el proyecto nacional El cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos. (Foucault, 1989: 153).

La moda pensada como sistema disciplinario tiene en realidad mecanismos un tanto oblicuos. Si en una primera mirada pareciera que los discursos sobre la moda están intentando constreñir el cuerpo y reformarlo, en realidad sus objetivos van más allá de la carne: se trata de moldear el cuerpo para modelar el carácter. Tal como se ha venido perfilando en este trabajo, para estos cronistas, el cuerpo no es un fin en sí mismo, es más bien un medio. Y es que en el siglo XIX el cuerpo humano fue concebido no como pura materia sino como una extensión y un reflejo del espíritu. A diferencia de la concepción del siglo XVIII del cuerpo como un maniquí al que podían colocársele varias máscaras, un cuerpo engañoso, el cuerpo decimonónico no está separado del ser interior: es, por el contrario, su extensión. Antoine de Baecque en su libro Corps de l’histoire marca claramente esta legibilidad del cuerpo y la llama «le grand spectacle de la transparence» (el gran espectáculo de la transparencia). La puesta en escena del cuerpo moderno parte de la noción de que este puede ser leído y descifrado como si se tratara de un texto, no solo a través de prácticas ligadas a la ciencia, tales como la frenología, sino también a través de la simple observación; una pose, el color de la piel, una mirada, todo podía ser descifrado e interpretado. Como señala Silvya Molloy en su conocido estudio sobre la pose, en el siglo XIX «los cuerpos se leen (y se presentan para ser leídos) como declaraciones culturales» (1994: 129). Paradójicamente, esta simbiosis entre cuerpo y espíritu respondía a dos discursos aparentemente opuestos, el del Romanticismo y el de la ciencia. Bajo la mirada del primero, el cuerpo y el espíritu conformaban una unidad, la unidad del interior con el exterior, así como la unidad del ser. Para el segundo, en variantes tales como la fisiología y la frenología, era posible leer el carácter del sujeto a través del cuerpo y sus añadidos. Ambos discursos apelaban, en última instancia, a la capacidad expresiva del cuerpo y a la posibilidad del desciframiento de sus códigos. En la Venezuela del siglo XIX circularon ambas visiones e incluso se imbricaron la una en la otra. Tomo, por ejemplo, el caso de las «fisiologías». Estas aparecieron con relativa regularidad en la prensa de la época e intentaban definir inequívocamente los significantes que resi-

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dían en el mundo de las apariencias. Había «fisiologías» del baile, de los diletantes, del literato, del corista, de las corbatas, del sombrero, etc. Estas fisiologías se encontraban en numerosas ocasiones más cercanas a la literatura romántica que a la ciencia u ocupaban, en todo caso, una suerte de terreno intermedio entre ambas. Un caso muy similar pasa con las frenologías y su inserción en un discurso lírico que poco tiene que ver con la objetividad científica. Podemos ver un buen ejemplo de esta imbricación en esta «frenología romantizada» que aparece en La Guirnalda:

vuelven, en principio, las manifestaciones de la moda un espacio mucho menos revelador que el cuerpo que (en)cubren.

Seguí mi inspección craneológica, porque veía abierto ante mis ojos un libro que contenía revelaciones terribles: cada cráneo era una página, y cada página ofrecía una lección: tomé uno pequeño y leve, sobre el cual doblaba su pétalo una rosa marchita, y en cuyo cáliz yacía una mariposa en estado de desecación: el órgano menos desarrollado era el de la constancia: ¡Oh sexo encantador! dije profundamente conmovido: la inconstancia es tu divisa («El frenologista romántico», 1839: 63).

Esta necesidad de afianzar la legibilidad del traje podemos verla claramente en la insistencia con la que muestran las crónicas de moda la relación que existe entre la vestimenta y la personalidad: la moda no era un asunto de códigos que había que aprender, o no era solo eso, sino que era el reflejo del carácter del sujeto que la portaba:

La comparación del cráneo con la página de un libro convierte la osamenta en materia legible. El texto, en este caso, combina el discurso científico con un uso metafórico de la naturaleza y el lenguaje. El cráneo de mujer, «pequeño», «leve», viene acompañado de un pétalo y una mariposa disecada; elementos que apuntan hacia la levedad, lo volátil, lo pasajero. Pero más allá de la visión de lo femenino que ofrece este fragmento y que hemos visto repetirse a lo largo de este libro, lo importante es la combinación que se está produciendo entre, por un lado, la visión científica del cuerpo como texto y, por el otro –el del arte y el romanticismo– la visión del cuerpo como el lugar desde el cual puede develarse el carácter, el ser interior. Esta transparencia del cuerpo problematiza la función del traje: ¿puede ser leído el traje de la manera incisiva como se intenta leer el cuerpo? En principio, si el cuerpo es trasparente y legible, el traje no debería velar ni entorpecer esa lectura sino, por el contario, facilitarla. La vestimenta debía ser una extensión del cuerpo, una prolongación igualmente significante que revelara el carácter y la personalidad del sujeto que la portaba. Desde esta perspectiva, resultaba imprescindible entonces que el traje no mintiera, que no enmascarara para no romper este pacto interpretativo. Ahora bien, este pacto entre cuerpo y vestido no siempre es cristalino, la sombra de la duda y de la impostura parece no poder alejarse mucho de la vestimenta. La idea de que el traje –a diferencia del cuerpo– es capaz de mentir se venía arrastrando desde el siglo XVIII. En el momento en que los signos de la distinción, del lujo, de la elegancia, de la nobleza, pueden ser adoptados por las clases medias y la burguesía, el traje parece hacerse menos fiable como texto. La pérdida del poder de la tradición y la caída de las jerarquías aristocráticas del pasado

Esta desconfianza en la «verdad» que presenta el traje hace que el vestuario deba estar sometido a una continua vigilancia y control. Pareciera que solo a través de ellos se puede seguir manteniendo el tan necesario «espectáculo de la transparencia».

Siendo todo homogéneo en el hombre, correspondiendo todo en él a una causa interna, la elegancia, que es la traducción exterior del individuo, está sometida también a esta ley, y su causa interna es el carácter. El talento no ejerce una acción real sobre la elegancia, porque cada ser se reasume en el carácter, y el talento no es más que una parte integrante de él (El Entreacto, 1843: 22).

El talento, concebido como destreza y habilidad en el manejo de los códigos de la elegancia, formaba parte constitutiva del carácter, esto es, era una parte esencial del individuo. De manera que la elegancia no podía fingirse ni tampoco adquirirse a través de la simple copia de unos modelos; ella era una exhalación del interior del hombre1. Tal vez no era necesario nacer con las dotes de la elegancia y las buenas maneras pero había que asumirlas como una cualidad interior que iba más allá de las apariencias. En este sentido, las fisiologías de las prendas de vestir también resultan muy interesantes porque intentaban hacer del traje no solo el reflejo del carácter sino una parte constitutiva del cuerpo humano. En la «Fisiología del sombrero», publicada en El Vigia de Occidente en 1859, vemos un intento por hacer una frenología del traje: Hay signos exteriores que revelan claramente el carácter y las pasiones del hombre: en esto se funda la frenología que trata de conocer por la estructura del cráneo y por las actitudes del cuerpo humano, todas nuestras pasiones y facultades intelectuales. No es extraño, pues, que entre aquellos signos que 1 Este discurso puede parecer un poco contradictorio en una primera mirada con los intentos de instruir en la urbanidad, sobre todo si pensamos que tanto las crónicas de moda como los manuales de comportamiento estaban tratando de difundir los códigos de la sociabilidad moderna para que un público cada vez mayor tuviera acceso a ellas. Sin embargo, hay que reparar en que implícitamente se propugna que la adopción de estos códigos tenía que venir de la mano de una transformación interna.

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caracterizan al hombre, pongamos en primer lugar el sombrero, tanto porque ocupa la parte más elevada de nuestro cuerpo, cuanto porque está destinado a cubrir el cerebro, centro de nuestros pensamientos… El hombre que usa siempre sombrero negro y alto, sin ninguna inclinación, es grave y melancólico; si el ala delantera cubre la frente, es hipócrita y astuto: si echa el sombrero para atrás, dejando la frente enteramente descubierta, es fatuo y codicioso (1859, 9: 1).

Pareciera que el traje pudiera ser descifrado con la misma exactitud milimétrica con la que podía serlo el cuerpo. Las herramientas de disección de las ciencias naturales podían trasladarse al mundo del vestido en un deseo de organizar, diseccionar y agrupar, los distintos elementos que lo conforman. Esta «Fisiología del sombrero» –no sin cierta dosis de humor– utiliza la proximidad entre el cráneo y el sombrero para extender la legibilidad de aquel al objeto, a la prenda que lo cubre. Esta búsqueda de nitidez, este imperativo de legibilidad, nos muestra el deseo por esclarecer una serie de signos que se han vuelto muy confusos. Las fisiologías, con toda su rigidez y su anhelo por anclar el significado de cada prenda, sirven para intentar esclarecer –ordenar y controlar– un espacio que se ha tornado ambiguo. La desaparición de las leyes suntuarias y de los códigos de la vestimenta convertía al mundo de los trajes en un lugar menos reglamentado, menos ordenado y, en consecuencia, menos legible2. Cabría preguntarse entonces el porqué de esta apremiante exigencia hermenéutica. Para empezar, habría que considerar que la legibilidad del cuerpo y de su vestimenta está imbricada en un discurso y una práctica política que necesitan de una cierta claridad en el despliegue de lo público y en la puesta en escena de la identidad individual y colectiva, esto es la visibilización de un universo ordenado que pueda ser controlado a través de la vigilancia y del ojo del otro. Tal como lo ha estudiado Richard Wrigley en el contexto de la Francia revolucionaria, la ropa debía mostrar no solo quién era verdaderamente la persona sino incluso cuáles eran sus posturas políticas: The recognition that people’s dress was –or should be- a revealing indication of who they were and what they stood for provided a plausible equivalent for the developing vocabulary of revolutionary politics. Matters of vestimentary vanity and self-conscious display took on an increasingly elaborate and urgent political resonance (2002: 231). 2 Recordemos que las leyes suntuarias establecían muy claramente los signos de distinción y lo que cada clase social podía usar. El rango social era entonces visible y muy claro. El lujo era propiedad exclusiva de la aristocracia y era usada como señal inequívoca de poder. Tanto los colores como los tipos de tela, los cortes de los vestidos, las joyas que podían usarse estaban debidamente reglamentados y no dejaban espacio para la confusión ni la ambigüedad.

(El reconocimiento de que el traje de la gente era –o debía ser– un indicador de quiénes eran y qué representaban ofreció un equivalente plausible para el vocabulario en desarrollo de la política revolucionaria. Asuntos de vanidad de la vestimenta y de exhibición asumida adquirieron una resonancia política cada vez más compleja y urgente).

Si el vestido y el cuerpo pueden ser descifrados, entonces ellos funcionan como un cristal a través del cual puede verse lo que en principio parecía más importante, menos banal: el espíritu, los valores e incluso las posiciones políticas. Esta elocuencia del traje lo convierte en el terreno en donde se puede vigilar –pero también modelar– ese interior al que se tiene acceso a través del cuerpo. Los cuerpos y sus vestidos se observan, se discuten, se reglamentan. Ahora bien, si el vestido y, en alguna medida, el cuerpo son básicamente puesta en escena, teatralidad, el sistema de vigilancia se tambalea, se enreda en su propia visibilidad. El vestido solo funciona como sistema en la medida en que se somete a reglas y principios más o menos claros que regulan el mundo de las apariencias. Y es, a partir de esa constatación, que se hace patente la función (u otra de las funciones) de las crónicas de moda. Las fisiologías intentan hacer del traje un signo inequívoco; las crónicas de moda intentan establecer las normas, los sistemas de control y de regulación de esos mismos signos. El carácter autoritario y punitivo de la crónica es claramente visible: en ella domina el imperativo, el deber ser y el castigo. La crónica de moda funciona como un mandato al que se le debe sumisión (ya sea que ese mandato implique mesura en el vestir o, por el contrario, la exaltación de la última moda. El imperativo no distingue entre visiones liberales o conservadoras sobre el vestido); tiene todas las características de un dispositivo de poder. Tal como señala Philippe Perrot en Fashioning the Bourgeoisie: Accepted and legitimate clothing functions as a powerful element of political domination and social regulation: it induces the individual to merge with the group, participate in its rituals and ceremony, share its norm and values, properly occupy his or her position, and correctly his or her role (1994: 13). (La vestimenta aceptada y legítima funciona como un poderoso elemento de dominación política y regulación social: induce al individuo a fusionarse con el grupo, a participar en sus rituales y ceremonias, a compartir sus normas y valores, a ocupar sus posiciones apropiadamente y sus roles correctamente.)

La moda permite entonces no solo ordenar el mundo visible, sino también establecer con nitidez signos de jerarquía, de pertenencia de clase; establecer unidades y roles sociales bien diferenciados. Las normas en el vestir crean una suerte de unidad que homogeniza, que normaliza y establece lo aceptable y lo prohibido, lo que está «dentro» y lo que está «afuera» de

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un orden vestimentario. Se trata de un sistema de control que se aviene muy bien con la necesidad de crear comunidades y sujetos legítimos e ilegítimos que pueden ser detectados a través del sistema de vigilancia y de normalización de la apariencia y sus significados. En este sentido, los cuerpos vestidos de manera transparente y normada (reflejo legible de sujetos transparentes y normados) encajan muy bien dentro del necesario proceso de construcción de una identidad nacional por la que atraviesa la Venezuela decimonónica. Una identidad que pasa necesariamente por la definición de los grupos y los sujetos que la conforman; grupos y sujetos que deben, a su vez, ser fácilmente identificables y clasificables. La moda define, expone, clasifica, norma, uniforma, moldea, y al mismo tiempo separa, castiga, excluye. No quiere decir que estos sistemas de control no generen resistencias, líneas de fuga, e incluso que no tengan variantes y contradicciones en su funcionamiento. Precisamente esas resistencias nos hablan de la propia implantación del sistema de disciplinamiento y de sus concomitantes sublevaciones. Lo que quiero hacer notar es como la moda como control se vinculó íntimamente con la necesidad de establecer una comunidad nacional con un adentro y un afuera muy definidos y muy claramente visibles.

4.1 Pájaros de la misma pluma. Control y exclusión Ya en El Canastillo de Costura podemos observar el carácter punitivo de la moda. En un artículo titulado «Paralelo entre la modista juiciosa y la que lo es con vanidad» aparece en la primera línea una amenaza a la posible transgresión de la regla: «Una joven que se viste a la moda y tiene juicio se acomoda al uso sin llevarlo al extremo, se ríe de él, y conoce que es indispensable para no ser ridícula, ni rara» (1826: 55). Si bien la frase reconoce que en el «uso» es necesario que entre en juego el «juicio» individual, la sentencia termina con una amenaza, la de convertirse en «ridícula» o «rara». Ya habíamos visto cómo en La Guirnalda se amenazaba a la mujer con unos adjetivos similares: la transgresión la convertiría en «Un miembro aparte y original» (1839, nº 7: 97), en una mujer «desencajada de la sociedad» (ibídem). En ambas revistas la penalidad está asociada a la exclusión, a la segregación de un mundo social con reglas muy restrictivas que no tolera la diferencia. La propia originalidad y la individuación son consideradas dañinas. Se trata, por tanto, de fundirse en el conjunto y de no sobresalir, de no distinguirse como un sujeto único.

Este discurso que penaliza la originalidad –tan diferente del que veremos desarrollarse en la segunda mitad del siglo– parece muy preocupado por la construcción de un modelo de las apariencias y las costumbres que no puede permitirse la «rareza». Recordemos que una de las grandes preocupaciones políticas del momento tiene que ver, precisamente, con la construcción de un imaginario nacional que unifique y dé coherencia a la nación. Ante lo extenso, disperso y heterogéneo de los territorios y los sujetos que constituyen la república, se ve con recelo la individualización y la originalidad y se prefiere la homogeneización y el predominio de los modelos colectivos. En este sentido, se obliteran estos rasgos del discurso moderno (también asociados a las apariencias) y se insiste en señalar lo original como defecto, sobre todo en el ámbito femenino. Lo importante es establecer patrones claros dentro de los cuales se pueda clasificar a los sujetos nacionales y a través de los cuales pueda crearse una identidad particular. Esto trae como consecuencia que la originalidad deba ser castigada, al igual que las variaciones mayores del código vestimentario. De allí también la necesidad de que este código se establezca y se precise a través de esta suerte de cartilla donde se expone con mucho detalle cuáles son los modelos a seguir. La moda es concebida no solo como un espacio que no admite variaciones sino como un conjunto de designios a los que se les debe estricta obediencia: Los camisones de moda son extremadamente largos y anchos. Sabemos, de cierto, que muchas de nuestras protectoras, de pequeñitos y torneados pies, fruncirán el gesto al leer este párrafo de nuestro artículo; pero amables amigas, consolaos, puesto que por ahora así lo exige el inflexible mandato de la moda (La Guirnalda, 1839, nº 3: 34).

Podríamos pensar que este acto de sumisión a la moda y este rechazo de lo individual reflejan solo un proyecto político y pedagógico muy concreto en la Venezuela decimonónica, aquel que defiende los modelos afrancesados y las ventajas del lujo y el refinamiento. Pero el discurso conservador, pensemos por ejemplo en los parámetros que defienden los integrantes de El Liceo Venezolano, también apela al discurso de la moda como deber, solo que se trata de un modelo que apuesta por otros valores, aquellos de la mesura, de lo religioso y de lo moral3. 3 Fermín Toro, conocido por su desencanto de una modernización a la europea que parecía traer consigo desigualdades y miserias, defiende en 1842 el uso de la moda como un signo claro de desarrollo: «Hombres de otras tierras vinieron con sus usos y costumbres diferentes de las nuestras, y nos avergonzaron de nuestros antiguos hábitos, de nuestras casas desordenadas, del poco lujo de nuestras esposas e hijas; pero ya hoy no faltan ebanistas ni joyeros, nuestras habitaciones ganan en apariencia exterior, por lo menos, y nuestras hermosas no se deslucen por falta de unos pendientes» (1842: 120).

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Estos valores deben ser igualmente visibles e igualmente unificadores. La disidencia es penalizada. La moda como sistema disciplinario no distingue entre liberales y conservadores, al menos no en los mecanismos de funcionamiento de ese sistema4. Por ello, más allá de la tendencia política, el proceso de «normalización» que lleva acabo la moda implica siempre un adentro y un afuera de la comunidad: este proceso de cohesión pasa necesariamente por la exclusión y la segregación de los no iniciados. Ya vimos cómo el castigo de la mujer «única» y «original» pasa por la expulsión. El afuera del modelo es realmente muy amplio: en el exilio están todos los sujetos que no se amoldan a los idealizados modelos de ciudadanía, los pájaros de distinto plumaje:

Por otra parte, no es casual, en la cita, la imagen de una comunidad que se reconoce y se cohesiona afectuosamente ante un territorio extranjero. La comunidad de pares se consolida en la medida en que hay un amplio territorio que le resulta ajeno y que no comparte ni sus «gustos», ni su «lenguaje», ni su «delicadeza». El destierro funciona como amenaza y al mismo tiempo como el reconocimiento de un otro inadmisible en estas esferas. Me parece importante mostrar que ese afuera de lo nacional, paradójicamente, no tiene tanto que ver con el afuera de las fronteras, sino con el afuera del modelo, se trata de una suerte de extranjero interno.

Los pájaros de la misma pluma se reconocen a primera vista, las gentes elegantes se distinguen entre mil: hay entre ellos una afinidad irresistible, en gustos, lenguaje y delicadeza. En el mundo tienen por sus semejantes aquella preferencia afectuosa que despierta la comunidad de origen entre los hombres que se encuentran en países extranjeros (El Entreacto, 1843. 4: 27).

La comunidad de «pájaros de la misma pluma» pone en escena dos vertientes del problema de lo nacional: por un lado, esta comunidad de pares evade las fronteras, sus semejantes pueden vivir en París, en Londres o en Caracas, es una comunidad desterritorializada; por el otro, esta misma comunidad funciona como paradigma del modelo nacional, un modelo que requiere de una cierta particularidad para que pueda funcionar como elemento diferenciador.

Como se ve, la elegancia en este texto funciona como un elemento que unifica una comunidad de pares; una comunidad que no tendría mayor transcendencia si esa elegancia no se estableciera como la imagen idealizada de una comunidad nacional. Esos «pájaros de la misma pluma» se conforman como una comunidad que maneja los mismos códigos y que tiene una sensibilidad similar que la diferencia de la de los otros5. Lo que los constituye como un grupo aparte son sus «gustos», el «lenguaje» y la «delicadeza»: tres parámetros muy importantes dentro del proyecto nacional. A través del lenguaje, de las formas legítimas del buen decir, de los gustos asociados con las formas altas de la cultura y de la delicadeza, ligada a las normas de buen comportamiento y a las sociabilidades modernas, se despliega entonces un modelo de ciudadanía que intenta extenderse al plano nacional.

Estas dos vertientes, la de la moda como un proceso de identidad desterritorializado y la de la moda como modelo nacional, parecen apuntar en distintas direcciones; sin embargo, esta divergencia es solo aparente. Ambas concepciones de lo nacional responden, en última instancia, a un proyecto político que pone en diálogo tanto los valores burgueses y liberales de una sociedad moderna relativamente globalizada como las especificidades locales necesarias para construir un proyecto único. El proceso claramente globalizante de la moda requiere de la adopción de unos patrones que se mueven más allá de las fronteras pero que necesitan ser convertidos en una imagen particular de la identidad nacional.

4 Escribe Mirla Alcibíades: «mientras letrados como, por ejemplo, los que se nucleaban alrededor de Correo de Caracas (donde F. Toro era referencia obligada) objetaban el boato de los colegios citadinos, al mismo tiempo, repito, la dinámica social los empujaba a formar parte del grupo de abanderados de la modernización en el vestir y en el ornato físico […] porque no debemos olvidar que estamos conociendo una modernidad que auspició la sintonía con la moda europea; los finos trajes y las joyas eran signos externos deseados, a los que se vio como indicadores de progreso. Allí surgía la colisión argumentativa porque tuvieron que aceptar como norma de vida lo mismo que objetaban con tanto ahínco» (2004: 225-226). 5 Georg Simmel propone en su estudio sobre la moda que ella funciona como una práctica que unifica y diferencia al mismo tiempo: unifica y cohesiona a los individuos de un grupo y al mismo tiempo sirve para diferenciar a ese grupo de otras comunidades y otras clases sociales; son dos procesos que se complementan (1988).

Como se sabe, Venezuela no escapa a la visión, predominante en la primera mitad del siglo en América Latina, que intenta construir la unidad nacional basada en la exclusión y la adopción –sea apropiándoselos sin reserva o sea modificándolos y adaptándolos– de los valores del liberalismo y el progreso. Se trata de esa «nación de ciudadanos» que tan bien define Mónica Quijada en su trabajo (2003): La nación de ciudadanos se veía obstaculizada en sus efectos por «la abyección de muchos siglos», así como por el carácter diferencial y el apego a sus costumbres de los elementos que era necesario «ciudadanizar». A partir de esta concepción –que refleja una disminución del optimismo independentista– la nación cívica, que había sido imaginada como una construcción incluyente, da paso a la «nación civilizada», cuya imagen se irá asociando paulatinamente a la exclusión «necesaria» de los elementos que no se adapten a ella (2003: 310).

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La noción de identidad y exclusión, finamente trabajada en la crónica de moda, no hace más que reafirmar esta visión de la «nación de ciudadanos». Recordemos una vez más que estamos en las primeras décadas de vida republicana independiente y que el proyecto nacional de estos años quiere obliterar el componente popular y todo aquello que no se adapte a estas formas excluyentes de ciudadanía. El afuera del discurso de la moda y del discurso nacional son los negros, los indios, los mestizos, así como los campesinos y los que habitan los territorios rurales, sujetos invisibilizados del discurso y de las representaciones de la moda. Tanto en las crónicas de moda como en los figurines y los anuncios publicitarios que aparecen en la Venezuela del siglo XIX6, los únicos sujetos visibles son esos «pájaros de la misma pluma», blancos de ascendencia europea que responden a las pautas de las sociabilidades modernas –aun con las variaciones y matices que se introducen en esa sociabilidad. Resulta lógico entonces que los castigos y escarmientos implícitos en la moda estén asociados con el destierro y que la originalidad sea fuertemente penalizada con el ridículo –otra forma de exclusión. La comunidad de pares requiere de modelos muy claros y rígidos que no permitan pasar gato por liebre y que hagan de la variación y la insubordinación la transgresión que se castiga con la diferencia y el afuera. Como se ve, entonces, las crónicas de moda permiten poner en escena un modelo nacional homogeneizado a la par que establece sus normas y sus valores. Estas normas deben ser acatadas sin posibilidad de discernimiento, lo que implica que tienen el carácter de la ley. Y esta constatación nos permite entrar en el terreno de la ley, la norma y la política de la cotidianidad.

4.2. La ley y la norma La moda, una vez depurada, debe ser transcrita y convertida en un código simplificado que informe al mismo tiempo que establezca con claridad los espacios de lo prohibido y lo legítimo. Esta búsqueda por instituir un código claro y preciso parece muy cercana, como ya hemos mencionado, a la misma necesidad de orden que se establece en el país en esa época. Así como las leyes están tratando de organizar la estructura del Estado y la nación venezolana, las crónicas de moda, los manuales de conducta y los catecismos civiles están tratando de normar los espacios de la cotidianidad y de las costumbres. De allí entonces que sea tan importante 6 En el capítulo siguiente desarrollo con detenimiento el rol de los figurones y de los anuncios publicitarios en este proceso de construcción nacional.

que estos códigos sean reiterativos y muy cercanos al lenguaje prescriptivo, preciso y detallado de la ley. Algunos textos tienen incluso una redacción que podríamos llamar taquigráfica: Vestido para bailes. De raso, y sobretodo de Tul, talle bajo con cinturón de color ceñido al lado izquierdo con una hebilla, o broche de piedras. Hora y lugar de paseo. Las cinco de la tarde en el puente de Anauco. Visitas. Las de confianza una hora (El Canastillo de Costura, 1826: 16)

Estos textos, que no ofrecen mayores explicaciones, están apelando a un discurso regulador que no deja espacio para la reflexión. Esta suerte de cartilla debe acatarse al igual que se acata un reglamento. Recordemos que el espacio de la vestimenta ha quedado huérfano de regulaciones al ser eliminadas las leyes suntuarias. Esta falta de regulación en los códigos de la vestimenta requería entonces de otras formas de control, tal vez un poco más sutiles pero no por ello menos impositivas. Estos mecanismos, sin duda, nos recuerdan la pertinente distinción que hace Foucault entre la ley y la norma. La norma entra allí donde la ley no llega para ejercer el control de las cosas menudas. Los mecanismos de disciplinamiento intentan regular esas prácticas cotidianas que han quedado por fuera del estamento de la ley: En el corazón de todos los sistemas disciplinarios funciona un pequeño mecanismo penal. Beneficia de cierto privilegio de justicia, con sus propias leyes, sus delitos especificados, sus formas particulares de sanción, sus instancias de juicio. Las disciplinas establecen una «infra-penalidad»; reticulan un espacio que las leyes dejan vacío; califican y reprimen un conjunto de conductas que su relativa indiferencia hacía sustraerse a los grandes sistemas de castigos (2008: 183).

La moda, como todo sistema disciplinario, tiene sus delitos, sus sanciones y sus «instancias de juicio». Son elementos que parecen constitutivos de su propia naturaleza y que se repiten en distintos contextos históricos y políticos. Lo que diferencia esta visión general de la moda del uso que hacen de ella los letrados latinoamericanos del siglo XIX es, precisamente, las instancias de juicio. El hombre ilustrado hace suya esas instancias, se convierte en la autoridad suprema e intenta «normalizar» el campo de la vestimenta, sanciona las desviaciones, excluye las disonancias y los excesos, penaliza la individualidad, jerarquiza los valores. El modisto, el conocedor, la dama de sociedad, la noble aristócrata o la pequeñoburguesa, el artista, no son los agentes que asumen la autoridad en este campo: en Venezuela, como en el resto de Latinoa­mérica, es la élite letrada la que pretende extender su dominio sobre el campo del

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cuerpo y de la moda, la que desea controlar sus signos y regular sus prácticas porque reconoce la importancia de la modificación de los patrones culturales y de las actividades cotidianas en la edificación de sus proyectos políticos. Reconoce los límites de la ley y acude entonces a las bondades de la norma. Este sistema vestimentario intenta llevar al espacio doméstico el discurso ideológico que se mueve en las instancias de la ley y el poder. A todas luces, para gobernar no bastan las leyes: se requiere también de la reforma de las costumbres, de lo pequeño, de lo inútil, de lo superfluo, de lo frívolo. Para decirlo con Juan Poblete, se trata de ese «sentido de politización radical de la vida diaria, de énfasis continuo de los significados y alcances políticos de las prácticas de la cotidianidad» (2003: 29). Esta politización de las formas de la cotidianidad encuentra en la moda y las banalidades un medio idóneo de cohesión y homogeneización del mundo de las apariencias y del mundo de las costumbres que engrana previsiblemente con el discurso de la construcción de la identidad nacional. Los cuerpos transparentes y sus legibles vestimentas dan al ojo y a la vigilancia el poder de ordenar el mundo de los signos y de poner cada cosa en su lugar, de acuerdo con un proyecto político y social muy concreto.

5. Los figurines de moda y las imágenes publicitarias Con el mismo derecho que la palabra y la escritura, la imagen puede ser el vehículo de todos los poderes y de todas las vivencias. Serge Gruzinski (1994)

La discusión sobre la moda y la frivolidad en el siglo XIX no se limita al texto escrito; también está presente en las imágenes, especialmente en los figurines y en la publicidad. En la medida en que la prensa y las revistas introdujeron nuevas técnicas de reproducción y nuevos formatos visuales, en esa medida hubo que lidiar con estas novedosas formas, a veces acotándolas, a veces dialogando con ellas, otras intentando resistir sus embates. Lo cierto es que el tema de la banalidad se extendió hacia formas visuales que exigían sus propias retóricas y sus propios mecanismos de regulación. Aunque suene paradójico, la incursión de la imagen de moda en la prensa venezolana se produce a partir de su ausencia y de la imposibilidad de reproducir los figurines que llegaban de París. A diferencia de ciudades como La Habana o Ciudad de México, en Venezuela el figurín de moda solo aparecerá en escena hacia mediados del siglo XIX. Dificultades técnicas y financieras hacían que la inclusión de estas ilustraciones en la prensa fuera muy escasa. Este vacío obligaba al redactor de moda a escribir en torno a una imagen que se encontraba ausente y que debía ser reconstruida, simulada a través de la escritura. El Canastillo de Costura (1826), La Guirnalda (1839) o El Entreacto (1844) no cuentan con ilustraciones de moda. No obstante, este vacío no impedía que la imagen funcionara como el eje generador de sentido. En estas revistas, si bien la ilustración no estaba presente, se la recreaba y describía con minuciosidad. En un juego de espejos, la crónica de moda hablaba del figurín de París (al que el lector no tenía acceso) que a su vez representaba un vestido (al que igualmente no se tenía acceso). Estas crónicas intentaban, entonces, llenar un vacío, el del objeto material y a su vez el de su representación aparentemente más cercana, la imagen. Esta necesaria reconstrucción implicaba que la imagen (aún en ausencia) no estaba funcionando como el complemento del texto sino como su origen y su razón de ser: la crónica de moda sustituía, o en su defecto explicaba, el figurín que venía de París. A diferencia de otros formatos donde la imagen funcionaba como ilustración del texto, en este caso una lectura cuidadosa nos muestra que el proceso se ha invertido y que es el texto el que comenta la imagen.

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Esta centralidad de la imagen resultaba novedosa en el campo discursivo venezolano de la primera mitad del siglo XIX; implicaba un desplazamiento de la letra hacia la imagen (aun cuando sea la escritura, en última instancia, la que reconstruya la imagen y los objetos que representa). Dicha centralidad no dejaba de ser problemática y amenazadora para eso que no en balde se ha llamado la «cultura letrada». La preeminencia de la imagen de moda, o incluso su simulación, implicaba una apertura al proceso de modernización que irá suplantando paulatinamente la cultura de la letra por la cultura de la imagen. Por otra parte, el hecho mismo de que estas crónicas de moda dialogaran con una ilustración ausente resultaba adecuado con el proyecto (republicano, de nación) que he venido discutiendo. En efecto, la ausencia de la imagen permitía un mayor grado de control sobre la imagen y, muy particularmente, sobre su posible interpretación. En la medida en que ese referente no era visible, el cronista tenía mayor libertad, podía reconstruirlo a su manera, moldearlo y someterlo a sus intereses y sus proyectos. El escritor selecciona los elementos que desea destacar y omite los que le resultan perturbadores, se convierte en el mediador entre la imagen que llega de París y las posibles lectoras. Tal como ya vimos en el caso de las traducciones, la ilustración pasa también por un proceso de decodificación, interpretación y recodificación que indudablemente genera un modelo transmutado, vigilado y controlado con el ojo de los intereses nacionales. Ahora bien ¿qué sucede cuando la imagen finalmente aparece en la prensa venezolana? ¿Es posible también controlar la lectura de la imagen, mediarla, traducirla? ¿Cómo dialoga el texto con la imagen? Y más aún ¿cómo dialoga esa imagen con la cultura letrada y con los proyectos republicanos?

5.1 Las primeras imágenes Cuando la ilustración de moda hace su incursión en la prensa venezolana la mediación letrada se hace más compleja pero no por ello menos atenta a las propuestas políticas y culturales del momento. Veamos: en 1845 se publica en El Repertorio el primer figurín de moda (ver figura 1). Se trata de una litografía que representa a una pareja elegantemente vestida y lista para entrar a un baile. La litografía tenía algunas zonas iluminadas en color y mostraba tanto la moda masculina como la femenina. Llama la atención todo el decorado de lujo que acompaña a la pareja (candelabros, cortinas, espejos, alfombras, manteles, medallones labrados) así como lo elaborado de la vestimenta y la cantidad de piezas de distinción que se portan: sombrero, corbata, joyas, broches, pulseras, guirnalda, reloj, flores, prendedores, etc.

Figura 1. El Repertorio, 1845

Los elementos presentes en esta imagen parecen apuntar –de manera reiterativa– hacia un solo lugar: el grado de elegancia de la pareja y de su entorno. Si nos detenemos por un mo-

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mento en la imagen masculina, veremos que si bien el traje negro de dos piezas lo acerca a la imagen mesurada del caballero burgués –moderno, contenido, sobrio–, los acentos del traje: la corbata azul, el ajustado chaleco blanco, los broches, el forro rojo del sombrero y la ostensible cadena de oro del reloj, parecen alejarlo de ese modelo más contenido. Por otro lado, la mujer también pone en escena un modelo que se mueve con comodidad en medio del lujo y del refinamiento de salón: las abultadas formas de su vestido, el pronunciado escote, las joyas que porta, los adornos de su cabeza, son todos elementos que enfatizan una sociabilidad alejada del espacio doméstico y del ámbito religioso. Esta cercanía con la ostentación y con ciertas formas de la opulencia parece muy alejada de la necesaria contención moral que vimos desplegarse en una gran parte de las crónicas de la época. El lujo, tan problemático y contradictorio en ese momento, parece encontrarse aquí a sus anchas, sin mayores reservas. Del vestido escrito (más contenido y mesurado) al vestido imagen encontramos un gran salto. ¿Cómo entender entonces este discurso apologético de la moda y el lujo?, ¿es que acaso los excesos de la opulencia ya no representan una amenaza?, ¿o es que la mediación letrada ha quedado opacada con la llegada de la imagen? Habría que comenzar por destacar que en los figurines se imponen unos códigos visuales de representación. La litografía de la que hablamos no hace más que reproducir las imágenes masificadas que vemos repetirse en distintos diarios y revistas internacionales. Los figurines de París no solo circulan en todo el mundo sino que establecen un patrón visual que intenta imitarse de manera fidedigna. Un figurín de modas en una revista francesa, una española, una mexicana o una venezolana difieren muy poco entre sí. En este sentido, la variante regional funciona como defecto, como deformación, y no como lugar legítimo de enunciación y de construcción de una identidad. Esto hace que la mediación entre el escritor y la imagen de moda se produzca por otros canales: ya no mediante la depuración del original sino como una batalla dentro del propio campo de la imagen. Un ejemplo muy claro podemos observarlo en las caricaturas. Estas funcionan como un discurso «otro» sobre la moda que de alguna manera termina modulándola y estableciendo esa mediación que el propio figurín no parece permitir. Me gustaría contrastar este primer figurín con una caricatura que aparece por esos mismos años y en donde ese mundo de salón se convierte en un espacio ridículo, feminizado, alejado de cualquier proyecto nacional (ver figura 2).

Figura 2. Mosaico, 1854

Lo primero que resalta en esta caricatura es la inclusión de la imagen masculina dentro de un entorno eminentemente femenino: un tocador lleno de toda clase de artilugios de belleza. El hombre, colocado frente al espejo, es igualmente una representación feminizada en la medida en que se pierde en su vanidosa contemplación. En el siglo XIX, la proyección de la imagen en el espejo se encuentra muy cercana a la vanidad y la coquetería, atributos del sexo

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femenino; de manera que este hombre que se contempla a sí mismo y que construye su identidad a través del artilugio del corsé y de los potingues se convierte en una suerte de mascarada, de travesti. Junto a él, además, apretando su corsé –otra pieza que acentúa tanto la artificialidad como el carácter femenino–, encontramos una imagen masculina totalmente distinta, una suerte de ayudante que viste ropa muy simple y que significativamente está descalzo. Esta figura musculosa, de talle cuadrado, se aleja de la figura curvilínea del caballero; él representa la fuerza y la masculinidad que el petimetre no posee y sin la cual no puede amarrar su corsé: es fuerte, varonil, y se encuentra mucho más próximo a la representación de un tipo popular que encarna otro tipo de masculinidad. El contraste entre estas dos representaciones parece mostrar dos masculinidades: la del lechuguino moderno y la del tipo rural, llano, que está más allá de la moda y del artilugio. El mundo de la moda parece fatuo, artificioso y femenino; en él la virilidad se ve tan menguada que se pierde la fuerza corporal –uno de los atributos que se le adjudica a la hombría. Tal como nos muestra el catecismo de urbanidad de Santiago Delgado, un hombre excesivamente preocupado por su apariencia es un hombre que pierde su virilidad: R. El extremo de andarse a cada paso limpiando medias, zapatos y vestidos con pañuelo o cepillo, mirándose y estirando el vestido, camisolín & c., es afeminación tanto o más molesta que el desaliño. [...] P. ¿Qué vicios son propios de los hombres afeminados? R. Llamar desde luego la atención de los espectadores a alguna novedad de su traje para que le alaben su elección y buen gusto, diciendo v. g. me ha venido de París; no hay otro como este; es singular; me ha costado tantos doblones, y otras niñerías con que dan que reír y hacer el gasto de las conversaciones; los olores y perfúmenes en pañuelos, vestidos o franquetas con que, encalabrinan las cabezas de muchos, y se ganan el concepto de livianos (Santiago Delgado de Jesús y María, Catecismo de urbanidad civil y cristiana, 1833: 36)

En la caricatura que nos ocupa se ve muy claramente esta feminización; una feminización que en el fondo viene atada al proyecto nacional o, para ser más exactos, a la confrontación de dos visiones del proyecto nacional: por un lado, el proyecto de modernización y afrancesamiento que encarna el petimetre y, por el otro, esta suerte de hombre natural que parece representar una cierta autenticidad de lo nacional, vinculado con una masculinidad que representa la fuerza, lo viril, lo local. Si nos detenemos con cuidado en la imagen notaremos, además, como al lechuguino solo podamos observarlo a través del espejo, de ese reflejo distorsionado e inasible, mientras que el otro hombre mira de frente al espectador, le da la cara sin

ningún tipo de artilugio. Podríamos decir entonces que la caricatura rechaza la noción de la moda como discurso modernizador para rescatar una visión de lo nacional más cercana a la virilidad de la fuerza y del temple más contenido, estoico, fuerte, llano, transparente. Como vengo argumentando, estas dos representaciones de lo viril hacen sistema con dos proyectos políticos: un modelo liberal, afrancesado, que exhalta el lujo y las ventajas materiales y espirituales de la modernización y el cosmopolitismo; y otro conservador, más mesurado, que encuentra en lo natural y en lo rural, formas que merecen ser rescatadas. Proyectos que, habría que resaltar, no siempre son excluyentes y monolíticos. En el caso de las caricaturas que representan la moda femenina, la crítica se afinca ya no en el afeminamiento, obviamente, sino en la idea del artificio, de la mentira. Uno de los mecanismos más empleados es el de la comparación: se contrastan las imágenes opuestas de la mujer con todos sus artilugios y la de esa misma mujer desprovista de esa suerte de falso caparazón. El ilustrador devela lo que no puede verse a simple vista, lo que está por debajo del traje, como una radiografía del vestido. Al poner en evidencia lo artificial de esa piel, de esas curvas construidas a través de una estructura de metal, la mujer aparece fea y ridícula, disminuida (ver figura 3).

Figura 3. Caricatura. Año 1, nº 9, 1884

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Esta caricatura hace de la moda el discurso de la mentira y recordemos que, tal como vimos en el capítulo anterior, en el siglo XIX el cuerpo no debe mentir, debe ser el reflejo más fidedigno del carácter del individuo y de sus valores. En este sentido, la moda no funciona como segunda piel, sino como disfraz; de nuevo se acentúa la sensación de impostura, de falsedad. De alguna manera las caricaturas, tanto las de la moda masculina como las de la femenina, remarcan la idea de lo antinatural1. De esta forma la moda se presenta como una práctica ficticia ejercida sobre un cuerpo que se deforma y que se remodela de acuerdo con unos patrones artificiales que alteran su armonía natural y la sustituyen por una especie de cuerpo distorsionado. Por ejemplo, en el periódico El Zancudo, aparece en primera plana una enorme caricatura a toda página titulada «Moda»(ver figura 4). En ella vemos las figuras alargadas y deformes de los hombres y las mujeres a la moda: figuras transmutadas por los altos peinados y las largas colas que no dejan ver el verdadero cuerpo humano, el que no ha sido alterado de manera artificial. Estos seres alargados y desproporcionados no solo resultan repulsivos sino también ridículos. Una nota hecha a mano al pie del grabado nos alerta que «por falta de espacio no se terminan las colas». Cabría preguntarse, ¿cuál falta de espacio, la del papel, la del espacio público? ¿Cuál cola, la de los vestidos, la de los cuerpos reconstruidos, la de esa suerte de alongadas lagartijas? En todo caso, es importante notar que lo exagerado de estas «colas» las vuelve irrepresentables, no hay espacio que las contenga, se trata de un cuerpo deformado. Como se ve, entonces, el carácter apologético y propagandístico del figurín de modas se enfrenta entonces con estas imágenes que lo contienen y que nos muestran cómo el discurso de la moda sigue siendo problemático y sigue generando resistencias en el campo cultural (y político). Se trata, no solo de dos proyectos nacionales que se enfrentan, sino también de batallas y resistencias dentro del propio campo cultural. Las imágenes se enfrentan, se contraponen, se modulan. Por otra parte, no podemos pasar por alto que el texto que suele acompañar el figurín también acota la imagen. Como ya hemos visto, los figurines de moda no entran solos en escena: ellos vienen de la mano de un texto que los explica. Pareciera que la sola imagen no bastara para su comprensión, que resultara necesario que el texto la descompusiera, la descifrara y ofreciera sus claves de lectura. Los peligros son obvios: la incomprensión de un código visual 1 Este mismo proceso de descalificación podemos observarlo en los relatos costumbristas de la época donde se suele ridiculizar la moda como un discurso afectado y ridículo. El estudio de estos relatos ameritaría un trabajo aparte.

Figura 4. El Zancudo, Semanario de Literatura-Bellas Artes-Anuncios. Caracas, Año 2, nº 2, mes 6. Febrero 1887

novedoso y la consiguiente malinterpretación de sus signos. Pareciera que el figurín, sin mediación, ofreciera unos grados de libertad de interpretación que el escritor debe regular, especialmente porque se trata de una imagen que tiene fundamentalmente un destinatario femenino que es voluble y ligero. La imagen y el texto entablan así un tenso diálogo, un diálogo aparentemente innecesario y repetitivo en la medida en que el texto describe las características de un vestido que podemos ver. Al figurín de El Repertorio lo acompaña un artículo que intenta, por un lado, hacerlo más «legible» y, por el otro, mantener el control de dicha lectura. Lo primero que habría que notar es cómo el texto comienza, precisamente, justificando su propia presencia: «No obstante

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que la creadora fantasía de nuestras elegantes sabe llenar este ramo de primorosas innovaciones, queremos presentar el figurín que ofrecimos en el número anterior para dar, en lo posible, una idea de las modas de París» (Marzo 1845: 184). El autor intenta recuperar cierta autoridad sobre la imagen, a pesar de que reconoce que las lectoras tienen algún dominio sobre ella; necesita reafirmar la lectura apropiada de cada vestido. Pensemos, además, que esta supuesta «presentación» del figurín aparece en el número posterior al que fue publicado. Pareciera más bien entonces que se trata de un control a posteriori de la manera en que debe leerse una imagen que ya está ausente. En el texto, además, podemos detectar marcas muy importantes que nos muestran una cierta ansiedad de la escritura: se remite a la autoridad de la imagen pero se le impone un énfasis y por tanto una lectura: Para bailes gozan de gran boga los vestidos de crespón, con cuerpo formando punta como se ve en el figurín, y adornado de una gran vuelta sostenida por encima de la ballena con un ramo de flores naturales, o con broche camafeo (véase el figurín), mosaicos, etc. Sobre la falda tres ruedas separadas unas de otras, formando, cada una, nueve pequeños rulos que suben en bieses. Peinado sencillo. Guantes blancos de cabritilla. Úsanse ramilletes y abanicos (Caracas, 1845: 184). (Las cursivas son nuestras.)

Ese «se ve en el figurín» marca hacia dónde debe dirigirse la mirada y así evitar la libertad del ojo. Se trata de eso que Roland Barthes llama la función de énfasis: También ocurre –y a menudo– que la palabra parece duplicar elementos del vestido perfectamente visibles en la fotografía: el cuello grande, la ausencia de abotonadura, la línea acampanada de la falda, etc. Ello sucede porque la palabra también tiene una función de énfasis; la fotografía presenta un vestido sin privilegiar ninguna de sus partes, que se consume como un todo inmediato; el comentario, en cambio, puede destacar determinados elementos de ese todo para afirmar su valor (2003: 32).

se mueve más allá del control y que resulta inquietante y amenazador. En la medida en que se concibe la mirada como una práctica subjetiva e individual, en esa misma medida la lectura de la imagen se vuelve múltiple y abierta. De allí que los figurines necesiten de este registro escriturario que los acompañe. Recordemos también que los figurines se mueven en un terreno minado: el terreno de la banalidad. Respondiendo a las preguntas que dieron origen a este capítulo, el arribo de la ilustración de moda no implica entonces el cese de la mediación sino la aparición de formas más complejas de esta, así como el entrecruzamiento de varios discursos. El figurín está dialogando con otras imágenes, con el texto que lo acompaña, con las caricaturas, con los manuales de comportamiento, con los catecismos civiles, con los relatos costumbristas, con los discursos morales, en fin, con una serie de registros que establecen complejas redes de significación y de control.

5.2. La moda se naturaliza. El imperio de la imagen A medida que avanzamos en el siglo XIX, sin embargo, encontramos que la moda va ganando terreno en el campo de la legitimidad y que la mediación va perdiendo peso. Las dudas y resquemores hacia todo lo que ella implicaba, así como las necesarias modulaciones de los figurines serán cada vez menos frecuentes. ¿Qué pasa entonces en la segunda mitad del siglo XIX con los discursos sobre la moda, por qué las mediaciones van disminuyendo y se asumen con más naturalidad? often in the context of Romanticism, for example in mapping out a shift in «the role played by the mind in perception», from conceptions of imitation to ones ofexpression, from metaphor of the mirror to that of the lamp. But central to such explanations is again the idea of a vision or perception that was some how unique to artists and poets, that was distinct

Es esa función de énfasis la que permite, de nuevo, privilegiar unos sentidos sobre otros e intentar regular la lectura de esa imagen de moda. Es una de las formas en que la cultura letrada intenta compensar el arribo de la cultura visual y apropiarse de sus formas y sus registros. Recordemos que la subjetivación de la mirada que se produce en el siglo XIX2, especialmente en el caso femenino, parece abrir la puerta a un mundo de la significación que

from a vision shaped by empiricist or positivist ideas and practices (Crary, 1992: 9). (Las figuraciones más influyentes de un observador a principios del siglo XIX dependían de la preeminencia de los modelos de visión subjetiva, en contraste con la extendida supresión de la subjetividad de la visión en el pensamiento de los siglos XVII y XVIII. Una cierta noción de «visión subjetiva» ha sido por mucho tiempo parte de las discusiones en la cultura del siglo XIX, más frecuentemente en el contexto del Romanticismo, por ejemplo levantando el mapa del desplazamiento en «el papel desempeñado por la mente en la percepción» desde las concepciones de imitación a las de creación,

2 The most influential figurations of an observer in the early nineteenth century depended on the priority of models of

de la metáfora del espejo a la de la lámpara. Pero la idea de una visión o una percepción que era, de alguna manera, ex-

subjective vision, in contrast to the pervasive suppression of subjectivity in vision in seventeenth-and eighteenth-century

clusiva de los artistas y poetas, distinta de una visión conformada por ideas y prácticas empiristas, resultaba central para

thought. A certain notion of «subjective vision» has long been a part of discussions of nineteenth-century culture, most

tales explicaciones.)

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Para comenzar me gustaría señalar que se trata de una práctica que parece que ya no necesita tantas explicaciones, una práctica que se va naturalizando. Esto no quiere decir que la moda esté exenta de polémica, pero sí que se ha asumido como un discurso autorizado. Esta naturalización viene de la mano de un aumento vertiginoso tanto del número de crónicas como de los figurines que aparecen en los periódicos, sobre todo después de los años turbulentos de la Guerra Federal (1859-1863). A partir de 1870, año en el que Antonio Guzmán Blanco toma el poder, Venezuela vive un proceso de relativa estabilidad y crecimiento económico que permite el florecimiento de la prensa y las revistas ilustradas. El abaratamiento de los costos de impresión, así como el aumento del público lector genera un aluvión de revistas y periódicos. En este proceso de masificación de la imagen, la moda y los figurines ocuparán un lugar importante. Gracias a ello, encontramos secciones de moda en La Opinión Nacional, El Ensayo Literario, La Tertulia, El Álbum del Hogar, El Demócrata, El Siglo, La Ilustración Venezolana, entre otros.

originales en modelos más «potables», parece atenuarse no solo porque el problema de lo nacional resultaba menos apremiante en este momento sino porque la moda adquiría un tinte cada vez más global que ponía en escena otros intereses y otras formas de lidiar con la identidad nacional.

Junto a la proliferación de las revistas nacionales, encontramos la venta y comercialización de publicaciones extranjeras diseñadas especialmente para un público americano. Revistas como El Correo de Ultramar (1877) o El Americano (1872) –ambas editadas en París– intentaban cautivar la creciente audiencia de estos países3. El público latinoamericano se había convertido en un terreno muy apetecible no solo por el éxito económico que le aseguraba a la revista sino también porque permitía publicitar los artículos de exportación francesa e inglesa, especialmente los de lujo. Uno de los ganchos comerciales de estas revistas eran las lujosas ilustraciones incluidas en ellas y, especialmente, los figurines de moda. En El Correo de Ultramar, por ejemplo, además de los usuales grabados de moda se encontraban figurines iluminados a todo color que le daban un atractivo especial (ver figura 5). La mayoría de las imágenes incluidas en estas revistas estaban relacionadas con el traje y con los artículos suntuarios. La coexistencia de revistas ilustradas de producción nacional y de producción foránea creaba un entramado muy rico. La libre competencia, el mercado de la oferta y la demanda, la mercantilización de la escritura hacían más complejas las mediaciones letradas y el control sobre el mundo cada vez más heterogéneo de la imagen y de la prensa. El discurso de la moda comenzaba a cabalgar sobre dos procesos muy importantes: la globalización y el imperio de la imagen (esto no quiere decir que el discurso globalizador no estuviese presente antes, sino que una serie de resistencias que se le enfrentaban anteriormente empezaron a debilitarse). El deseo de encontrar las particularidades de lo nacional, con la necesaria transmutación de los

Figura 5. El Correo de Ultramar, 1877. El figurín finisecular es recargado e intenta reproducir hasta el más mínimo detalle de los vestidos. El color lo convierte no solo en una representación fidedigna del lujo sino en un artículo de lujo en sí

3 No es la primera vez que este tipo de revistas circula en el país pero sí es un momento clave de eclosión editorial.

mismo, por el cual se pagaba un dinero adicional

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De alguna manera, la llegada de las revistas de moda extranjeras permitía a las élites la ilusión de sentir que se acortaba la distancia entre el centro y la periferia, que se podía «ser como». La copia más fiel parecía ser el objetivo final4 y si bien toda copia implica, de alguna manera, una mutación, los figurines de moda finiseculares intentaban diluir cada vez más las distancias entre el original y la copia, intentaban, para ser más exactos, validar la copia5. Estas copias fieles pretendían solventar uno de los grandes dilemas con los que tiene que lidiar la moda: la noción de que ella se degrada muy rápidamente. Entre el centro y la periferia parece producirse siempre un delay que hace que sea imposible mantenerse al día. Se podría argüir entonces que los figurines que aparecían regularmente en la prensa intentaban superar ese pequeño retraso y simular una especie de globalidad, de universalización del modelo que pasaba por alto la noción jerarquizada de metrópoli y aldea. Figura 6. La Tertulia. Caracas, 1873. En

En la prensa venezolana de las últimas décadas del siglo XIX resulta muy difícil discernir entre los figurines que llegaban de París y las reproducciones que circulaban en los periódicos locales. Los códigos visuales son tremendamente parecidos, las pequeñas diferencias podían notarse más bien en el lujo del figurín, en los detalles y en el despliegue del color. Muchas revistas venezolanas anunciaban con bombos y platillos la inclusión de un figurín francés iluminado en alguno de sus números. Las revistas que no podían costear los figurines franceses incluían versiones en blanco y negro menos vistosas o simplemente apelaban al viejo recurso de la descripción no sin antes asegurarles a sus lectoras que intentarían hacerlo de la manera más fiel posible: No desmayamos en nuestro propósito de hacer amena a la vez que útil la lectura de El Ensayo Literario; con este fin nos hemos puesto de acuerdo con nuestro corresponsal de París, para que nos envíe con regularidad, la primera publicación de modas de la Europa «Le Follet» y en lo adelante le daremos a nuestras bellas abonadas en el primer número de cada mes, una fiel descripción de las modas de París (El Ensayo Literario, agosto, 1873).

esta imagen publicada en La Tertulia se intenta poner en escena la opulencia tanto de los vestidos como del recargado y lujoso decorado que los rodea

4 Algunas revistas incluían patrones cortados que permitían que las venezolanas pudieran replicar de manera casi exacta los originales franceses. 5 En una dinámica muy parecida a lo descrito por Benjamin en su ya tan citado trabajo sobre la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, la masificación de la copia (en este caso del vestido y de su representación visual) hacía que el original perdiera su aura. Tanto el vestido como los figurines podían ser reproducidos casi milimétricamente.

Atrás ha quedado entonces la necesaria distinción entre las modas de Caracas y las modas de París (al menos dentro de la retórica); tanto la idea del corresponsal instalado en París, como la «regularidad» con que este enviará la información, intentan eliminar, aunque sea ficticiamente, la distancia, vista ahora como atraso y error. Este deseo de acortas distancias –físicas y temporales- puede verse también en los anuncios publicitarios, especialmente en los ilustrados. Si se revisa con cuidado tanto las imágenes como los textos que acompañan estos anuncios, se encontrará ese deseo de alcanzar el modelo francés. Uno de los argumentos más utilizados para convencer a los potenciales compradores de acercarse a un establecimiento es su conexión con los objetos importados de Europa y la frecuencia con que estos son recibidos. El aviso de la Casa E Roche, por ejemplo, utiliza como gancho que «este nuevo establecimiento ofrece constantemente al público, renovado cada mes por los vapores franceses e ingleses, los siguientes artículos…» (La Opinión Nacional, 30 de junio de 1882) (ver figura 6). La idea de la renovación mensual denota un tempo y una fugacidad que intenta mantenerse al día con lo vertiginoso del paso de la moda. En una especie de carrera contra el tiempo, los barcos de vapor intentan subsanar el problema de la fugacidad de la moda y su necesaria perentoriedad. La idea de los vapores llegados de Europa inundan los anuncios publicitarios de la época.

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En cuanto a la industria nacional, su valor residía en producir artículos tan prestigiosos como los de las casas francesas. La Gran fábrica Nacional de Sombreros anunciaba que estaban: ... en capacidad de atender a todos los pedidos que se nos hagan de este artículo. Para el momento tenemos montada, en esta ciudad, una gran fábrica, al estilo de Europa, con un material completo y con todo lo indispensable para la excelente fabricación de toda clase de sombreros de lana y fieltro y de las formas que se deseen. Nuestros sombreros pueden rivalizar con los que se importan del extranjero, en calidad y precios (La Opinión Nacional, 1882).

La «fábrica al estilo de Europa» es lo que da prestigio a esta empresa, es lo que le permite reproducir un modelo y elaborar copias en serie; copias que son tan buenas como los originales –o al menos eso es lo que se proclama. No importa que el sombrero sea francés sino que luzca francés.

Figura 6. La Opinión Nacional, 1869

Figura 7. El Americano, 1872. Grabados, trajes de señoras. 11 de abril.

A medida que el país está más preocupado por mostrarse moderno que por mostrarse distinto y particular, adopta la moda y sus objetos de consumo sin tantas restricciones. La identidad parece menos amenazada por ese peligroso elemento extranjero –que, como ya vimos, a

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veces resultaba demasiado extravagante, materialista, lujoso, individualista, inmoral– y la batalla se da ahora por una anhelada horizontalidad que lime las jerarquías entre los países o, para decirlo con dos palabras muy caras al siglo XIX, entre civilización y barbarie. Creo que, en el fondo, la diferencia se asimila como signo de barbarie y de allí que se produzca esa enardecida carrera por estar al día y esta necesidad de copias fieles y legítimas. No quiere decir esto, en última instancia, que el campo cultural no esté preocupado por la concepción de una identidad nacional, sino que esa identidad pasa ahora por la adopción menos problemática de la modernización y de sus concomitantes procesos de masificación y globalización. En el fondo la naturalización del discurso de la moda implica también la naturalización del propio discurso de la modernidad, de sus tiempos y sus premisas. El temor va cediendo –aunque nunca del todo, se trata de grados– ante un proceso de modernización que se acelera y que cuenta con el aval y el empuje irrestricto del Estado6. Esto no quiere decir que han desaparecido todas las mediaciones y diferencias con el modelo europeo. Si se observa con cuidado los figurines que se incorporan a la prensa nacional –más allá de toda la retórica de la copia–, se encontrará ciertas constantes que parecen apuntar, nuevamente, a un proceso de reinterpretación. Si bien las imágenes provienen de París o Londres, todo el proceso de selección devela, de manera muy sutil, algunas resistencias residuales.

La mediación se produce entonces no en la modificación del original sino en la selección de unos materiales que no atenten contra el rol conservador que aún quiere adjudicarse a la mujer durante estas últimas décadas del fin de siglo. No olvidemos que en Europa y en Norteamérica es ya inminente su ingreso en el campo de trabajo y que esto traerá grandes variaciones en la manera como se la concibe. Está a punto de producirse un cambio de paradigma en su rol, al que estas publicaciones venezolanas se oponen a través de representaciones de mujeres circunscritas al espacio doméstico, alejadas, en consecuencia, del modelo de la «mujer moderna». En la publicidad ilustrada es posible rastrear este temor. Si se analiza con cuidado, vemos como por un lado se exhorta a la mujer al consumo, especialmente de maquillaje y de productos de belleza, pero al mismo tiempo siempre se presenta frente al tocador. Las mujeres son representadas en un espacio íntimo, solitario, practicando un ritual casi místico, y por ello mismo separadas del ámbito exterior (ver figura 8). Se trata, así, de una suerte de antesala de lo público en donde secretamente opera el artificio y de una mirada voyerista que se mete en la sala de baño y del tocador para hacer público, precisamente, lo más privado de la intimidad y simultáneamente asignarle un espacio confinado, restringido.

Una de estas variaciones, por ejemplo, tiene que ver con el rol de la mujer. Los figurines de moda en la prensa nacional tienen una particularidad: todos ellos, al menos todos los que ha arrojado esta investigación, conservan a la mujer en el espacio doméstico. Las revistas francesas muestran cada vez más a la mujer en la calle, en los boulevares, en la ciudad, mezclada en las actividades de la vida urbana. Estos figurines son pasados por alto en sus reproducciones nacionales y se prefiere aquellos en donde la mujer sigue estando en el espacio privado. El único espacio público es el del salón de baile; un ámbito igualmente restringido, privado, puertas adentro. Pareciera entonces que aun en este contexto más abierto al proceso de modernización siguiera habiendo algunas zonas vedadas; la idea de una mujer circulando por el espacio urbano resulta todavía muy inquietante. La mujer como un agente reservado para el espacio doméstico es muy persistente en Venezuela. Incluso en revistas muy cercanas al siglo XX, como El Cojo Ilustrado, una buena parte de las féminas continúa siendo representada en el espacio del hogar, si acaso, en el jardín de la casa, una suerte de pequeña concesión al espacio resguardado de la naturaleza. 6 Este tema lo estudiaré detenidamente en el capítulo siguiente.

Figura 8. La Opinión Nacional, 13 de febrero de 1883

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En este anuncio aparecido en La Opinión Nacional (ver figura 8), vemos a una mujer perfectamente vestida frente al espejo, rodeada de sus cremas. La publicidad hace del embellecimiento un ritual de la vida privada, pero no nos muestra el proceso sino el resultado. A diferencia de la caricatura donde veíamos una radiografía que permitía ver lo que estaba debajo, aquí solo podemos ver el exterior. La idea del engaño, del truco, se legitima a medida que estos productos son, precisamente, parte del truco y de la impostura, disfrazan y mienten. De allí que el rejuvenecimiento no sea criticado, sino, por el contrario, alabado. En este sentido hay una legitimación del artificio, muy moderna sin duda, una legitimación de la belleza como construcción, pero es una belleza que debe permanecer en casa. En cuanto a la publicidad dirigida a los hombres (mucho menos frecuente, por cierto) la imagen es menos recurrente, se apela más al texto. Las pocas ilustraciones de moda para hombres en este momento lo colocan igualmente en el tocador pero su hombría queda intacta. Tomo la versión masculina del anuncio anterior en donde vemos a un hombre en el tocador, listo para salir a la calle (ver figura 9). Al igual que la mujer, está completamente vestido y acicalado, pero lleva un traje claramente de trabajo, pantalón, chaqueta y corbata. Su tocador es mucho más simple, solo tiene lo necesario. Esta imagen si bien nuevamente legitima la idea de que el cuerpo puede ser construido y modificado –a fin de cuentas se trata de un anuncio de tinte de pelo– no hace del truco una herramienta feminizada como habíamos visto en las caricaturas. Este hombre tiene una contextura fuerte, varonil, de talle cuadrado, mirada sobria. A diferencia de la crema de la mujer, este tinte viene avalado por el «Profesor Barry» y se insiste en su seguridad. La figura de autoridad, la del profesor, de alguna manera legitima el acicalamiento como parte de un ritual, seguro, del hombre moderno, trabajador y pulcro, alejado de los excesos. Los objetos que aparecen en esta publicidad son signos del éxito, frutos del trabajo.

Figura 9. La Opinión Nacional, 15 de febrero de 1883

Estas imágenes nos muestran un espacio discursivo que se ha abierto a la retórica de la modernización (incluso a las del cuerpo construido); que ha asumido lo superfluo como discurso necesario; y al mismo tiempo nos muestra las resistencias a ese mismo discurso o al menos a algunos de sus rasgos. Como vimos claramente en el caso de la mujer, se seleccionan aquellas imágenes que representan a la mujer en el espacio privado y se obliteran las imágenes de la mujer en la calle. En el caso masculino, se acentúa su hombría y si bien se le permite entrar al tocador es simplemente porque el hombre trabajador debe estar limpio y acicalado, es parte de su trabajo y de su rol en la sociedad burguesa. En consecuencia, el discurso publicitario se transforma, por un lado, en la promesa del

Figura 10. La Opinión Nacional

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mundo moderno, en su ritualización, y por el otro, en una imagen especular de ese mismo mundo moderno en una versión mesurada. La publicidad funciona como una herramienta modeladora de conductas y ciudadanías pero también como un espejismo que pone en escena cuán moderno se es. Para decirlo en términos de Baudrillard: «By means of advertising, as once upon a time by means of feasts, society putsitself on display and consumes its own image» (Por medio de la publicidad, así como en otro tiempo se hizo mediante los festines, la sociedad se exhibe y consume su propia imagen [1996: 173]). Los figurines y la publicidad son imágenes diseñadas para estimular el consumo pero también para ser consumidas7. Un anuncio de jabón o de un perfume de París puede funcionar como imagen especular. No hay que subestimar el valor simbólico que una serie de anuncios puede ejercer dentro del entramado de la prensa. Los figurines de moda y los anuncios publicitarios ilustrados configuraban un nuevo tejido discursivo que si bien –aparentemente– estaba muy alejado de la arena pública, se conviertía en una herramienta que acuñaba el proyecto de las élites políticas y culturales. Esta imagen fantasmática si bien utiliza materiales extraídos de la prensa internacional, al igual que los figurines, tiene una manera muy particular de hacer sistema con el proyecto guzmancista (1870-1887). Es indudable que la eclosión del mundo de la moda y de los figurines tiene que ver con procesos económicos muy importantes: el desarrollo del capitalismo, la expansión del consumo, la masificación de los bienes suntuarios, la libertad de comercio en América Latina, la exportación de los bienes manufacturados que provienen de Europa8. Sin embargo, más allá de estos hechos innegables, es interesante ver cómo estos procesos se insertan en contextos políticos muy particulares y cómo interactúan con ellos. 7 Al igual que con los figurines, es muy difícil distinguir los anuncios nacionales de los elaborados fuera del país. Era una práctica muy frecuente para la época el uso de las ilustraciones extranjeras. Estas imágenes partían de la casa matriz y los países que las recibían solo modificaban los textos –en el caso de que fuese necesario– o los traducían al idioma de la región. De esta manera podemos ver cómo se replica un mismo anuncio en distintos periódicos de la América hispana. 8 Arnold Bauer encuentra en los años setenta un importante viraje económico en América Latina marcado por una cierta expansión del mercado: «Latin American exports of food, fiber, and minerals began to flourish from the 1870s on with the subsequent increase in local investment and generally higher salaries and wages among those sectors connected to the export economy. Consequently, the list of manufactured imports lengthened along with an increased demand for local produce» (Las exportaciones latinoamericanas de alimentos, fibra y minerales comenzaron a prosperar a partir de 1870 con el subsiguiente aumento de inversiones locales y, generalmente, con sueldos y salarios más altos entre los sectores vinculados con la economía de exportaciones. En consecuencia, la lista de las importaciones manufacturadas se extendió junto con una mayor demanda de producción local [2001: 137].)

En efecto, estas ilustraciones permitieron la puesta en escena de una república rica, próspera, liberal, moderna, cosmopolita y, sobre todo, democrática. Los figurines, tan globales y tan cosmopolitas, terminaron convirtiéndose en una pieza del engranaje de la identidad nacional. Ellos permitieron una operación simbólica muy particular: condensar en imágenes el bienestar material y espiritual que venía de la mano del proyecto modernizador de Guzmán Blanco. De hecho, uno de los objetivos expresos del mandatario era replicar el modelo francés en Venezuela, tanto en sus aspectos políticos y culturales como en sus formas y maneras. Es muy conocido que Guzmán pretendía convertir a Caracas en un «pequeño París». En este contexto, la moda y sus representaciones visuales terminan funcionando como un discurso político, como una imagen especular de la modernización del país. El modelo francés, a veces copiado, a veces silenciado, a veces caricaturizado, se convierte en la puerta de entrada al mundo moderno; un mundo que las batallas y la inestabilidad política y económica habían postergado reiteradamente. La opulencia, el boato, la elegancia de los trajes proclaman un nuevo estatus cultural, social, económico y político. Y Guzmán Blanco hará del boato y de la moda una política de Estado. Veamos cómo se llevó a cabo este proceso.

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6. Guzmán Blanco y un opulento festín Le superflu, chose très nécessaire. Voltaire (Le mondain, 1736)

En este capítulo veremos cómo funciona el discurso de la moda dentro del propio registro oficial, cómo es utilizada por el aparato estatal. Para ello exploraremos como ejemplo la descripción minuciosa que hace la Gaceta Oficial del baile de fin de año que ofrece Guzmán Blanco en 1880. No me detendré en la descripción que hace la Gaceta de la exuberante decoración de los salones ni en lo complejo y sofisticado del menú, ya bastante significativos en sí mismos, sino en la descripción de los trajes de sus participantes. La primera descripción que encontramos es la que se hace del propio Guzmán Blanco. Se trata de una muy breve referencia donde se menciona que portaba un «traje negro de etiqueta con la cruz de la legión de honor al cuello»(Gaceta Oficial, 3 de enero de 1880, nº 1971, p. 1). Lo escueto de estas líneas contrasta con lo profuso de la descripción de los vestidos usados por los invitados, especialmente por las mujeres. Podemos leer en esta parquedad, por una parte, la visión de la moda como un espacio que sigue marcado por el género –a pesar de que la moda se ha extendido ostensiblemente hacia el ámbito masculino–, y por otra, el uso del traje masculino como un discurso democratizador. El sobrio traje negro de chaqueta y pantalón que porta Guzmán Blanco es el típico traje burgués que intenta dejar de lado el lujo y la ostentación para poder asumir así los valores de la igualdad y la democracia, al menos en teoría. En principio, el traje masculino debe unificar, eliminar las diferencias entre los distintos estratos sociales que conforman la sociedad. Por ello, el énfasis que pone la Gaceta en la sobriedad del traje burgués intenta remarcar la mesura de una clase media alejada del boato aristocrático y de las obvias desigualdades sociales. Los valores del trabajo y la igualdad deben estar expresados en un traje que no permita segregar ni ostentar. Tal como explica Roland Barthes, en la cultura moderna: La idea de democracia produjo una indumentaria teóricamente uniforme, que ya no se sometía a las exigencias declaradas del parecer sino a las del trabajo y la igualdad: la indumentaria moderna […] es en principio una indumentaria práctica y digna: debe estar adaptada a cualquier situación de trabajo (siempre que no sea manual); y, por su austeridad, o como mínimo su sobriedad, debe anunciar ese canto moral que marcó a la burguesía del pasado siglo (Barthes, 2003: 404).

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Sin embargo, este deseo democratizador debe lidiar, tal como lo señalan teóricos como el propio Barthes (2003), Bourdieu (1988), Perrot (1994) y Lipovestsky (1990), con ineludibles procesos de distinción que terminan por socavar este discurso aparentemente democratizador. En ese caso, el detalle se transforma en el elemento que permite, una vez más, restablecer cierta jerarquía.

en la representación nos habla de una figura que intenta mantener una imagen parca con pocas variaciones incluso en contextos como el baile y el festín diseñados, precisamente, para la ostentación.

Now the social game would be played on the terrain of nuance and detail, a terrain where secondary signs –the only ones that mattered now- proliferated. Bourgeois dress replaced the multiplicity of aristocratic costumes, but beneath its superficial uniformity it created levels of meaning that bred subtle differences and revealed novel qualities to be carefully cultivated (Perrot, 1994: 81). (El juego social se desarrollaría ahora en el terreno del matiz y el detalle, un terreno en el que los signos secundarios –los únicos que importaban ahora– proliferaban. El vestido burgués sustituyó la multiplicidad de atuendos aristocráticos, pero bajo su uniformidad superficial creó niveles de significación que generaban diferencias sutiles y revelaban nuevas cualidades que debían ser cuidadosamente cultivadas.)

En el caso del traje de Guzmán ese signo secundario es una condecoración: la cruz de la Legión de Honor. Esta condecoración intenta no solo distinguir al mandatario sino transmitir claramente los nobles valores del que la porta. Se trata entonces de un traje que no solo habla de mesura republicana sino también de valor y dignidad. Figura 1. Antonio Guzmán Blanco en traje de etique-

Para reforzar lo anterior, quisiera analizar dos fotografías del mandatario que permiten ilustrar muy bien esta suerte de paradójica distinción democrática. En la primera (ver figura 1) encontramos al mandatario vestido de etiqueta en lo que suponemos es la antesala de un baile (o al menos su simulación). Los signos de la distinción del traje (en este caso claramente el pumpá y la cadena del reloj) están atenuados por la sobriedad de los colores y la simpleza de las otras piezas. La misma pose del mandatario apunta hacia la mesura –su figura recta, contenida, que evade la cámara– aun cuando se encuentra enmarcado por este decorado abigarrado y rococó que intenta apuntalar la noción de sofisticación y lujo. En la figura 2 encontramos nuevamente al mandatario pero esta vez en un decorado que nos remite a un lugar de trabajo, un despacho posiblemente. Nótense las mínimas diferencias que se encuentran entre esta imagen y la anterior. En esta imagen, aunque desaparecen el pumpá y la cadena de oro, el atuendo mantiene características muy similares: un traje de tres piezas de color oscuro y corbata. La pose se mantiene muy parecida; el gran cambio se produce en el decorado que nos ubica ahora en un contexto muy disímil. Esta semejanza en el traje y

ta. Eugene Parov, 1895. Colección Fundación Boulton Figura 2. Guzmán Blanco. A. Liebert. Colección Fundación Boulton

Ahora bien, si volvemos a la fiesta de fin de año, veremos cómo el traje de Guzmán, para poder ser comprendido en su totalidad, tiene que ser leído en combinación con el de la Primera Dama. Ambos funcionan como parte de un mismo enunciado. La sobriedad del traje del Ilustre Americano contrasta drásticamente con la descripción del lujo y el refinamiento del traje de Ana Teresa Ibarra: Un traje superior a cuanto se ha visto en Caracas hasta ahora, y no inferior bajo ningún concepto al más lujoso y elegante de Westminster o las Tullerías. Era de riquísima seda de la China, con esos colores débiles y confusos que los franceses llaman fanées y que son la más alta expresión del buen gusto; la cola de la falda casi se desprendía desde arriba, formando un cuerpo aparte, que arrastraba a gran distancia. Ornaba su cuello una riviere de brillantes, pulseras de lo mismo en los brazos, solitarios de un tamaño enorme en las orejas, broches de brillantes en el pecho, y adornos de igual

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piedra en la cabeza y en el traje. Era el más preciso conjunto de brillo, esplendidez y belleza que pueda imaginarse (Gaceta Oficial, 3 de enero de 1880, nº 1971, p. 2).

Si Guzmán representa la mesura democrática y republicana, Ana Teresa, por el contrario, representa el lujo, la ostentación, el exceso, el despilfarro. ¿Cómo entender entonces la convivencia de estos discursos tan opuestos? Habría que comenzar por señalar que a lo largo del siglo XIX la mujer y sus múltiples trajes simbolizaban la fortuna y el bienestar del hombre a su lado (esposo o padre). Las nuevas maneras de jerarquización pasan por el detalle del traje masculino pero también por el uso de las mujeres como la vía más expedita para desplegar los símbolos de la prosperidad económica. Sin embargo, en el caso de la pareja presidencial, la Primera Dama no está representando simplemente los bienes familiares, ella está jugando un papel simbólico mucho más importante: representa la prosperidad de la república. En el fondo la pareja funciona como una suerte de puesta en escena de una república donde se combina la democracia y la igualdad con el discurso del lujo, el confort, la riqueza y la sociabilidad moderna.

Si desglosamos con cuidado la descripción del traje de Ana Teresa podemos encontrar importantes marcas que indican la manera como se desea que este sea leído. Más que el traje en sí mismo, interesa la manera como lo inscribió y utilizó el aparato estatal. Para empezar, uno de los primeros elementos que destaca el cronista es que el elegante traje de la primera dama no tiene nada que envidiarle a aquellos que se llevan en las grandes ciudades cosmopolitas. Este deseo de equiparar ambos estilos responde de una manera muy clara al proyecto guzmancista de intentar reconstruir un imaginario nacional que se despoje de su traje más pobre y rural, para asumir el atuendo de una nación rica y lujosa que puede, y debe, dialogar con las naciones modernas en una situación de igualdad y no de subordinación. Tal como vimos con los figurines, se trata de eliminar la distancia. Ana Teresa figura como la muestra fehaciente del grado de desarrollo al que ha llegado la patria, un grado que le permite reubicarse en el contexto internacional1 y dialogar desde otro lugar. En el fondo este traje que es «igual» al de Westminster o Las Tullerías intenta dos procesos muy interesantes: anular las jerarquías entre los pueblos desarrollados y los que no lo son, es decir, como ya vimos, entre el original y la copia2 (el traje de las metrópolis y el traje de Ana Teresa) y, al mismo tiempo, invisibilizar la pobreza y la miseria.

Figura 3. Ana Teresa Ibarra de Guzmán Blanco en traje de gala. G. Reutlin, 1880. Colección Fundación Boulton

No olvidemos que esta descripción fastuosa de una Primera Dama cargada de brillantes está hecha desde la Gaceta Oficial, es decir, desde el órgano de divulgación estatal. La retórica estatal hace suyo el discurso del lujo: Ana Teresa lleva un collar, una pulsera, unos solitarios, broches, adornos para la cabeza y el vestido, todos ellos cargados de diamantes, símbolos inequívocos de la opulencia. Sin duda, hay un discurso que quiere hacer del lujo, del «derroche ostensible», un elemento fundamental de la representación nacional.

1 Ver el artículo de Beatriz González «El ordenamiento de la cultura nacional: una vitrina para la exportación». En Ficciones y silencios fundacionales. Madrid: Iberoamericana, 2003. 2 Paulette Silva en su estudio sobre Pedro Emilio Coll, hace un valioso análisis sobre el valor de la copia y su legitimidad en la Venezuela de fin de siglo. Si bien Silva se refiere a la copia legítima en el campo del arte creo que esta categoría funciona de igual manera para el vestido. Dice Silva: «La traslación de la copia, sin embargo, hace que aparezca un nuevo sentido, al cual también contribuyen la espectacularización, la enfática puesta en escena, con sus respectivas poses que hoy lucen exageradas, y la insistencia en la manera en que hay que leer esas réplicas. La exhibición de copias dice con claridad (con demasiada claridad): esto es arte y es moderno. Parte de la convicción de que el arte y la modernidad, estrechamente ligados en estas representaciones, están en otra parte, pero también supone que es posible importarlos, trasladarlos y “aclimatarlos” con facilidad. Pretenden, por eso mismo, no ser variaciones, apropiaciones e, incluso, parodias, sino legítimas y auténticas copias» (2008: 86).

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Figura 4. Retrato de Ana Teresa Ibarra de Guzmán Blanco. Martín Tovar y Tovar, 1876. Colección particular

La acumulación de signos de riqueza pareciera intentar compensar, precisamente, las carencias que estos países aún en procesos muy incipientes de modernización y desarrollo parecen arrastrar. El traje de Ana Teresa es reiterativo, excesivo, porque, precisamente, en su afán de legitimarse, apuesta por el exceso para cubrir las penurias. Los brillantes tratan de anular la pobreza y las desigualdades que pululan a pesar de las lujosas imágenes del poder. Es un mecanismo de sobrecompensación y, al mismo tiempo, de invisibilización de la pobreza. A medida que la imagen de la nación pasa por una Primera Dama opulenta y vistosa, parece poder enmascararse la miseria que se extiende más allá del reducido ámbito de la élite urbana. No hay que olvidar que estos procesos de modernización se cumplen en espacios muy reducidos y en una serie de prácticas que si bien comienza a alcanzar a las clases medias, no toca a las grandes mayorías: While the quality of life of the majority deteriorated, the life-style of the elites and to a lesser extent of the emerging middle class improved, both to extremes previously unequaled. But more than economic extremes separated the elites from the masses. As the elites became more Europeanized, the cultural distance between them and the vast majority of their fellow citizens also widened (Bradford Burns, 1980: 151). (Mientras la calidad de vida de la mayoría se deterioraba, el estilo de vida de las élites y, en menor grado, de la clase media emergente mejoraba, ambos hasta extremos sin paralelo. Pero lo que separaba las élites de las masas era más que extremos económicos. Mientras las élites se europeizaban más, la distancia cultural entre ellas y la vasta mayoría de sus conciudadanos se ampliaba.)

Las imágenes del lujo que emplea el guzmancismo eliminan entonces tanto del campo de la representación como del campo de la modernización esas mayorías de las que habla Bradford Burns. El aparente bienestar material y espiritual al que se supone que ha arribado el país permite el surgimiento de grandes defensores del lujo que intentan mostrarlo como un bien accesible a todos. Esta defensa del lujo resulta novedosa en la Venezuela decimonónica; es un discurso que, como hemos visto, ha causado a lo largo del siglo escozor y polémica y que tiene cargas muy peligrosas. Veamos algunos de estos riesgos.

6.1 Las tretas del lujo Como hemos discutido a lo largo de este trabajo, el lujo había sido durante todo el siglo XIX una pieza muy importante del rompecabezas político. En las crónicas más tempranas este se encuentra asociado a la crítica y a la censura de estos excesos en un país que parecía no poder

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permitírselos. Es interesante observar cómo las primeras críticas al lujo estan justificadas por un discurso moral que intenta castigar una conducta licenciosa y autocomplaciente que viene a sustituir paulatinamente los valores de la austeridad y la contención. El discurso religioso pena severamente el lujo como una práctica autoindulgente que solo puede conducir a la depravación y a la vida licenciosa.

demos la exaltación de los objetos de lujo que circulan por los nuevos manuales de comportamiento. En el Manual de urbanidad de Manuel Antonio Carreño (1853), tan difundido en Venezuela y en América Latina, los objetos de lujo tienen un rol fundamental, los cubiertos, las vajillas, los manteles, los adornos, la decoración, la vestimenta, determinan el comportamiento en sociedad.

Continuamente vemos cómo se repite la idea del «lujo moderno» como un exceso asociado a un mundo en transformación que sustituye lo «necesario» por lo «superfluo»:

Hemos visto también en los primeros capítulos de este libro cómo las crónicas de moda alentaban al consumo de los bienes suntuarios y cómo el consumo funcionaba como eje fundamental para el proyecto liberal de Páez. El lujo es así un arma de doble filo: para algunos, crea prosperidad y moviliza la economía, para otros, solo puede conducir a la depravación moral y a la debacle económica.

¿A dónde va a parar nuestra sociedad con esa moderna plaga del lujo que se ha desarrollado en su seno como una lepra, y que si no se le pone remedio pronto, pronto, pronto, amenaza nada menos que disolver sus vínculos más sagrados con el virus de una espantosa y necesaria desmoralización? [...] la sociedad se hunde sin remedio en un abismo de inmoralidad, si pronto, muy pronto, no se da a las ideas públicas un giro tal que ataque de frente y destruya en su ya peligrosísimo progreso esa locura del lujo moderno, origen necesario de incalculables estragos para la familia y por consiguiente para la sociedad (El Americano, «Del lujo moderno», 1857)

En el Catecismo de moral de Lorenzo Villanueva vemos repetirse esta visión tremendamente negativa del lujo: el lujo crea «necesidades imaginarias» que desestabilizan un orden social que requiere que cada clase permanezca en su «propia esfera». El lujo moderno aparece asociado a una movilidad social que se teme, que fragmenta un orden establecido. P. ¿Qué riesgos trae el lujo para la sociedad? R. Incita a sus individuos a que salgan de la propia esfera, abre la puerta a necesidades imaginarias, roba el contento a las clases ínfimas, fomenta la envidia del mayor lucimiento, y expone a grandes estragos la honestidad, la probidad y la justicia (Lorenzo Villanueva, Catecismo de moral, 1841: 118).

Hacia mediados de siglo vemos cómo las críticas irán mutando hacia un discurso que combina lo moral con lo económico: el lujo es perjudicial no solo porque desarrolla conductas inmorales sino porque daña severamente la economía familiar y por ende la economía de la república. En definitiva, la idea del lujo como enfermedad de los nuevos tiempos prevalecerá durante gran parte del siglo. El argumento económico irá adquiriendo cada vez más peso: pareciera que el problema no es tanto el lujo en sí mismo sino el deseo de fingir un estatus que no se tiene y que conduce a la ruina de las familias de las clases media y baja, demasiado preocupadas por el deseo de aparentar. Ahora bien, como ya hemos visto, junto a esta visión del lujo como «lepra» se desarrolla paralelamente, por otros canales, una exaltación del consumo y de los bienes suntuarios. Recor-

Quisiera detenerme, por ello, en la propuesta conciliadora que hace Andrés Bello en 1839. Bello parte de la idea de que el lujo es necesario y deseable, moviliza la economía y genera una repartición más democrática del capital: Déjese al propietario la libre disposición de lo suyo, y ese lujo que a los ojos severos de una moral bien intencionada, pero poco perspicaz, es un mal, vendrá a ser un correctivo saludable de la desi­ gualdad de los bienes, haciendo a la riqueza tributaria del trabajo, único patrimonio de los que no han sido favorecidos de la fortuna. Se declama contra las necesidades ficticias que el lujo engendra y alimenta; y se olvida que las necesidades caprichosas del rico proporcionan al pobre una gran parte de los medios de subvenir a sus necesidades reales. Lo cierto es que ni ha existido jamás, ni puede concebirse estado social en que no haya más o menos lujo; y que cuanto crecen la población y la riqueza, tanto es más útil y aun preciso que se extienda y se diversifique el goce de lo que inconsideradamente se condena como superfluo y vicioso (El Araucano, 3 de mayo de 1839)(1982: 119).

Bello reconoce en el lujo un poderoso motor económico que moviliza la sociedad y que permite una repartición más democrática de los bienes. El lujo, visto así, ya no es el arma de la exclusión sino por el contrario un elemento democratizador que genera riquezas y bienestar. Bello también le da a lo «superfluo» un nuevo significado; lo superfluo se vuelve necesario en la sociedad moderna, no solo por la riqueza y democratización que genera, sino también porque lo superfluo permite el refinamiento de la sociedad y de la cultura: El lujo mismo se refina por grados. Poco a poco, se derrama sobre toda la sociedad un aspecto de aseo, decencia y delicadeza. A la glotonería y la crápula suceden placeres de otro orden; aparecen la elegancia en los muebles, la nitidez en las habitaciones y en el vestido, el gusto de las artes, el de la música, tan recomendado en todos los tiempos, el de las letras, tan fecundo de utilidades prácticas y de goces intelectuales; en suma, todo lo que forma la civilización y cultura de un pueblo (120).

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Las frivolidades encuentran aquí otro sentido: forman parte de una sociedad que necesita del ocio, del placer, de las amenidades, de la elegancia, de las artes, del goce. Bello ve en el arte una manifestación del lujo, como si se tratara de un exceso, de ese exceso que resulta necesario dentro de toda cultura. Por otra parte, reconoce en las letras dos rasgos opuestos, el lado pragmático y el lado del goce. No se trata de poca cosa, al asociar al arte y las letras al lujo y al goce hace una operación bastante innovadora, los coloca del lado de lo superficial, pero de eso superficial que le da al hombre «su dignidad en la escala de los vivientes» (123). Si bien Bello no descarta el carácter pragmático del arte, lo coloca en un nivel parecido al de los objetos superfluos, no en balde aparece junto a los muebles y los trajes3. No se trata, por lo demás, de una concepción única de Bello, pero sorprende por lo temprano del texto. La noción del arte como lujo y como un bien de la sociedad de consumo parece extenderse en la segunda mitad del siglo. Unos años después en La Opinión Nacional, podemos ver una argumentación similar. Nos dice el autor: Desde luego confieso que para vivir no se necesita nada de lo que hace amable a la vida. Una serie de toneles y otra serie de Diógenes dentro de los toneles, constituirían las ciudades modernas. A esto nos conduciría la supresión de lo superfluo. No hay más inconveniente que las mujeres y los poetas (Eduardo López Bago, 12 de abril de 1882).

Lo superfluo ha pasado a ser no solo un territorio femenino sino también el de los poetas, más preocupados por lo bello que por lo útil. Comienza a haber una aceptación del arte como un bien de consumo y de goce, no como estricta necesidad. Esto nos muestra una vuelta de tuerca muy importante; hemos pasado del rechazo de lo banal como un espacio ilegítimo de la cultura letrada a asociar el arte con el goce, el lujo y lo superfluo. Y si bien esta no es la única representación del arte que predomina en el discurso letrado del fin del siglo, ella abre una veta muy importante y novedosa. Ahora bien, más allá de la visión del lujo como el componente espiritual del hombre, hay toda una retórica que sigue utilizando el lujo como mecanismo de exclusión y de diferenciación y no como elemento democratizador y dignificante. El lujo es legítimo en ciertas esferas y ciertas clases. En este sentido, me gustaría conectar la propuesta de Bello con la que hace unos años después Lorenzo Villanueva en el Catecismo de moral. Villanueva, si bien habla desde un lugar mucho más conservador que el de Bello, no deslegitima el lujo en su totalidad sino 3 Esto va a la par con tendencias europeas que comienzan a ver el arte como un gusto superfluo; tendencias que desembocarán en la doctrina del «arte por el arte», el simbolismo, el decadentismo, etc.

que establece unos lujos autorizados y otros que no lo son. El lujo será permitido en la medida en que represente la condición económica «real» de sus propietarios y estos no pretendan usurpar unos códigos que no les pertenecen. La impostación nuevamente es penalizada. Retomemos el pasaje citado anteriormente. P. ¿Qué riesgos trae el lujo para la sociedad? R. Incita a sus individuos a que salgan de la propia esfera, abre la puerta a necesidades imaginarias, roba el contento a las clases ínfimas, fomenta la envidia del mayor lucimiento, y expone a grandes estragos la honestidad, la probidad y la justicia. P. ¿Es lujo toda pompa? R. No, hay pompa que es necesaria a algunas clases altas de la sociedad, y esa no pertenece a los gastos superfluos (Lorenzo Villanueva, Catecismo de moral, 1841: 118).

Desde la acera conservadora, hay lujos legítimos, aquellos que reflejan un estatus real, y lujos ilegítimos, los que falsean la condición social. La ostentación es bienvenida siempre y cuando no distorsione el orden social establecido. Esta idea del lujo intenta restablecer cierta jerarquía de los símbolos. En medio de un orden social en continua transformación en donde los signos de la distinción parecen haber ingresado en una confusa vorágine, hay un deseo por restituir cierto orden necesario por medio de la separación entre un lujo auténtico y autorizado y un lujo como impostura y falsa pretensión. Volviendo al caso de la Primera Dama y el de su esplendoroso vestido de seda de la China, el lujo parece una práctica legítima o al menos así desea presentarse, ya que representa el elevado estatus al que ha arribado, no sin innumerables dificultades, la república. Mucho más cercano a la propuesta de Bello, el guzmancismo hace de la reiteración de los signos de la opulencia –los brillantes colocados en las joyas de la primera dama– un símbolo nacional. Uno de los mayores peligros que corre esta representación es su desenmascaramiento como un discurso ficticio e impostado, es decir, los riesgos del recién llegado, sobre todo porque esta imagen debe dialogar con la de los europeos. El guzmancismo convierte al lujo en esa pompa necesaria que acompaña el poder y sus símbolos de supremacía y eficiencia. Este uso político del lujo viene de la mano, además, de una revalorización de aquello que se ha considerado como «necesidades superfluas». El fin de siglo rescata el lujo como necesidad de una sociedad medianamente evolucionada que tiene legítimo derecho a su disfrute, así como una práctica democratizadora acorde con la movilidad social. Al igual que el temprano texto de Bello, las crónicas de fin de siglo apuntan reiteradamente a la noción del lujo como goce y exceso que dignifica, que hace a la sociedad más noble, más elevada.

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Proscribir el lujo, es proscribir todo lo que se eleva, todo lo que brilla, todo lo que seduce. Es vitorear a la ignorancia, es llevar en triunfo a la grosería. El lujo equilibra la riqueza; es democrático; porque reparte la fortuna de uno entre muchos, y como cada nacido llega a la vida con dones de distinta especie, quien con un caudal de monedas, quien con otro de talento, éste con el de la laboriosidad, aquel con el de la honradez, el lujo establece después el canje de unas cosas por otras; da dinero al pobre, trabajo al jornalero, inspiración al genio, y compra constantemente y acumula el movimiento de la humanidad en el palacio espléndido de la civilización (Eduardo López Bago, Caracas, 1882, El Siglo, «Defensa del lujo»).

Al identificar la civilización con un «palacio espléndido», imagen por antonomasia del lujo y del derroche, se produce una operación muy interesante: civilización y lujo son las dos caras de una moneda y no pueden concebirse la una sin la otra. Lo superfluo aparece ligado a lo que «brilla», lo que «seduce», es decir, al deseo y a las miras más elevadas del espíritu. De allí entonces que Ana Teresa Ibarra, llena de brillo y lujo de pies a cabeza, se convierta en una imagen de la elevación del espíritu de la república y en la puerta de entrada al «palacio espléndido» de la civilización. Ahora bien, lo superfluo solo puede funcionar como dispositivo político si viene acompañada de la retórica de la democratización; el lujo solo puede estar atado al bienestar si se aleja de la vieja retórica de la exclusión y el privilegio. Bajo esta mirada, el consumo suntuario representa una apertura hacia una economía liberal que hace del enriquecimiento una forma legítima que estimula el progreso y la movilidad social. De allí, toda la terminología económica a la que recurre el autor. Como señala López Bago, se trata de un lujo que democratiza la sociedad en la medida en que, al menos en teoría, está al alcance de todos. De allí entonces que los excesos del guzmancismo no se conciban como elementos excluyentes sino, por el contrario, como motores –simbólicos y reales– de la sociedad. En la Gaceta Oficial que describe el baile de Guzmán encontramos, perdida entre la descripción de todos los refinamientos, la siguiente reflexión: Reunirse todos, sin exclusión ninguna; reunirse los miembros componentes del centro en que figuran las aristocracias del talento, de la honradez y de la buena educación, únicas aristocracias legítimas en una república, para festejar la primera sonrosada aurora de un año que promete tantas esperanzas, y para desearse unos a otros todas las prosperidades públicas y privadas, es una idea feliz cuya realización ha sido más feliz aún, y que servirá de norma para el porvenir (Gaceta Oficial, 3 de enero de 1880, nº 1971).

Ana Teresa Ibarra de Guzmán Blanco. Colección Fundación Boulton

Recordemos una vez más que se trata de la Gaceta Oficial y cómo a través de ella la moda hace política. Las teorías del liberalismo le sirven al guzmancismo para justificar el lujo: la riqueza generaba riqueza y hacía que el capital se colara en distintas esferas sociales. La ostentación no era el arma para marcar la diferencia respecto a los menos afortunados, sino la legitimación de la valía de una persona como ferviente trabajador y ciudadano ejemplar. El guzmancismo intentó así eliminar la mácula del elitismo a través de un discurso que democratizaba las riquezas y la exhibición de los signos de la opulencia. El baile de fin de año se transforma, en consecuencia, en un espacio de exhibición y legi-

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timación de una nueva imagen nacional. Se trata de consolidar este modelo para que pueda ser emulado por sus ciudadanos, adoptándolo como suyo. Tal como señala el cronista, el baile se establece como «norma para el porvenir». La llegada del año nuevo se convierte así en esta especie de aurora de la república, de renacimiento; una aurora a la que se convida a los ciudadanos y que requiere de la fe en un futuro brillante y espléndido en donde todos tienen cabida. La importancia dada ahora a prácticas tradicionalmente «femeninas», como el refinamiento social y la moda, intenta apuntalar el proyecto político guzmancista y darle a su vez una notoria visibilidad a esa paz conquistada a base de un prolongado esfuerzo. De allí entonces que la prensa y las revistas del momento se llenen de crónicas de moda y crónicas sociales que reseñan los últimos acontecimientos de la alta sociedad como si se tratara de grandes avances políticos que muestran, una vez más, cuán exitoso ha sido el proyecto guzmancista. Como veremos, bailes de diplomáticos, bodas, cumpleaños, no solo representan importantes eventos sociales sino también se transforman en subrepticios discursos políticos.

6.2 Con rostro de mujer Los momentos en que Venezuela ha disfrutado de una cierta estabilidad económica y política parecen venir de la mano del optimismo y de una cierta certeza de que el país finalmente se enrumba por buen camino. Sin duda, no será Guzmán Blanco el primero en hablar de una sociabilidad moderna, ni tampoco el primero en intentar la modificación de la vida cotidiana. Desde los orígenes de la nación nos vamos a tropezar con estos fallidos intentos por legitimar el discurso de una sociedad civilizada entregada a los deleites del progreso; ya vimos cómo el gobierno de Páez, por ejemplo, también apelaba a un discurso civil y modernizador que deseaba mostrar un país estable encaminado hacia formas del progreso más amables. Sin embargo, a pesar de estos antecedentes fallidos, realmente es durante el mandato de Guzmán Blanco que estos deseos parecen poder finalmente aterrizar en unas condiciones políticas, sociales y económicas relativamente adecuadas. Uno de los rasgos que parece repetirse en estos periodos de relativa estabilidad es una feminización de la sociedad. El discurso heroico de las armas se contrapone a una mirada que pretende internarse en otros territorios más ligados a la paz, la armonía, el refinamiento social. Los nuevos tiempos necesitan desplazar sus guerreros al espacio del imaginario y de la memoria colectiva. En el artículo ya citado sobre la defensa del lujo, encontramos este retrato del hombre moderno:

Decís que el lujo afemina. Que el hombre en esos esplendorosos, en medio de estas aristocráticas maneras, no es fuerte, no es vigoroso. El hombre moderno no necesita vigor en los músculos, sino en la inteligencia. Hemos suprimido la armadura; hemos fundido en el hierro de otras edades caracteres de imprenta para el libro, que es la fortaleza del siglo XIX, y hemos perdido en fuerza lo que hemos ganado en valor. Mientras la mano soporte el peso de la pluma, levantaremos con esa palanca lo que Arquímides consideró inconmovible, el mundo (López Bago, «Defensa del Lujo» El Siglo, 1882).

Esta concepción de un hombre feminizado por las costumbres de salón, que ha fundido la armadura para empuñar la palabra, resulta muy significativa. Se asume esta feminización como un lugar válido desde donde hablar en este nuevo estado de cosas que presenta el mundo moderno. La fortaleza y el vigor parecen característicos de otros tiempos, de esos tiempos guerreristas que se intentan dejar atrás. Esta feminización implica sin embargo un cambio muy importante de concepción. Como vimos anteriormente, durante una buena parte del siglo se ha criticado la cercanía del hombre al mundo de las banalidades y se le ha penalizado, precisamente, con el afeminamiento. Ahora esa calificación de afeminamiento parece haber cambiado de signo por completo. El «Ilustre Americano» cuando porta su traje de etiqueta y deambula por los lujosos salones está reforzando una concepción del dirigente de Estado como un sujeto que porta nuevos estandartes y nuevos símbolos; un sujeto que de alguna manera se ha «feminizado». No quiere decir esto que Guzmán Blanco abandone el traje guerrerista del hombre de acción, sino que logra combinar ambas representaciones porque son caras a su proyecto. Sin duda, puede resultar un tanto paradójico hablar de feminización precisamente en el caso de un caudillo como Guzmán; recordemos que una de las imágenes más difundidas del presidente es el retrato hecho por Martín Tovar y Tovar donde se lo representa vestido con un traje militar lleno de condecoraciones. Sin embargo, si analizamos con detalle la imagen, veremos a un Guzmán Blanco que ha abandonado el campo de batalla y que se encuentra en el interior de una habitación. El telón de fondo oscuro que está detrás de Guzmán elimina todo vestigio del campo de batalla y lo ubica como un personaje solitario para el que el contexto, al igual que los personajes secundarios, han sido eliminados. Su elegante traje militar parece apuntar más hacia la representación de un dirigente que a la de un hombre de acción. La espada envainada y el guante en la mano también apuntan hacia un traje militar atenuado por los refinamientos de salón (lo que los militares llaman el «traje de gala» por oposición al de «campaña»). El estilizado uniforme prusiano con el que suele ser retratado lo aleja de los avatares de la guerra y lo presenta como una figura más romántica.

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Podría decirse que, en general, en su iconografía, la figura de Guzmán Blanco parece apelar a dos tipos de representaciones: aquellas en las que porta un traje civil y que lo ubican en un contexto social más amable (bailes, interior burgués, gabinete de trabajo) y aquellas en las que porta este traje militar que, a pesar de verse estilizado, no deja de serlo. ¿Por qué entonces esta insistencia en lo militar y en esta versión más tradicional de la masculinidad en un momento donde hay una clara tendencia hacia la feminización de lo social?

debajo del traje su postura siempre heroica y su traje militar, y de esa manera introdujera los principios de la virilidad épica al espacio de salón de baile. Sin embargo, esta representación militar, fuerte, está estilizada, embellecida de una manera. De allí que pueda pensarse que en este caso, más que «contrarrestar» la feminización se está negociando con ella en una suerte de compromiso en donde la feminización y el discurso militarista se dan la mano. Se trata se crear vasos comunicantes entre ambas posturas.

Las maneras más amables del mundo burgués finisecular generan dudas y ansiedades. La idea de una sociedad «feminizada» no deja de tener sus riesgos. Para empezar, el desdibujamiento de las claras separaciones genéricas despierta aprehensión y recelo. Parece que esta feminización produjera dos peligrosas operaciones que están concatenadas: una, la división cada vez menos clara de lo masculino y lo femenino, y dos, la pérdida del lugar de autoridad que justamente viene de la mano de la masculinidad. Ante esta ansiedad, el guzmancismo intenta varias vías, por un lado, asumir esa feminización sin que ello menoscabe la autoridad y, por otro, trata de mantener un equilibrio entre la nueva feminización de la sociedad y la necesaria vinculación a un pasado heroico fuerte. De allí que el traje, aunque militar, sea también de gala. Guzmán Blanco desea establecer un vínculo con el pasado heroico de la nación, quiere insertarse en el linaje de los héroes, pero por otro lado hay también un deseo por asumir esa feminización del hombre y del orden social. Recordemos además que la figura del dandy y del decadente, tan presentes en la época, ofrecen una imagen transgresora no solo de los límites genéricos sino del propio orden social y del estamento burgués. Junto al hombre feminizado de la esfera social se establece este modelo militar que apunta hacia la mesura, el trabajo, la contención, el orden. La apología de la guerra, bien fuese en estos panoramas históricos, en textos de historia patria, en novelas históricas, en fotografías de soldados y militares, en la reproducción a todo nivel de la figura de Simón Bolívar, tenía no solo que ver con la fabricación de pasados; tenía no solo que ver con la difusión de un modelo alternativo de imágenes ordenadas y contenidas para las multitudes crecientes; tenía también que ver con la oferta de un modelo de masculinidad sana y robusta, activa y enérgica que pudiese contrarrestar la molicie y ablandamiento de las costumbres que traían los tiempos modernos (González-Stephan, 2010: 184).

Las representaciones de Guzmán Blanco suelen enfatizan su carácter corpulento, su talle cuadrado y fuerte, su mirada estoica y contenida. Su pose es siempre rígida, recta y masculina. Incluso cuando se viste de etiqueta no pierde esta rigidez y esta rectitud, como si llevara

Retrato de Guzmán Blanco pintado por Martín Tovar y Tovar

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Guzmán Blanco hace uso del traje militar y del traje de etiqueta como una manera de combinar, por un lado, esa masculinidad trabajadora y contenida y, por otra parte, una necesaria sociabilidad medianamente feminizada que acompaña el proceso de modernización que tanto pregona. De alguna manera, Guzmán requiere de estas dos representaciones: por un lado, el elemento militar le permite mantener el orden y el disciplinamiento del cuerpo masculino y con ello hablar del hombre trabajador que necesita la república; por el otro, la imagen de pumpá y levita le permite hablar de las bondades de la modernización y de los refinamientos alcanzados. Lo importante aquí es remarcar cómo la apertura de la representación masculina hacia el mundo de las frivolidades y de lo banal dialoga con este modelo militarista que intenta contener estos excesos y desvaríos. Se establece así una compleja dialéctica respecto al doble signo de esta feminización. Por una parte, se concibe que esos excesos conducen a una cierta ambigüedad genérica muy amenazante, porque tras ella se esconde una pérdida de poder en una sociedad falocrática donde el espacio público ha estado dominado por los hombres. Por la otra, se entiende que los nuevos tiempos, el impulso civilizador y modernizador, requieren de nuevas «maneras» de llevar a cabo la política y las decisiones de Estado, y que estas nuevas maneras son más cónsonas con lo que he llamado la «feminización». Ahora bien, las representaciones de estas dos masculinidades –habría que ver una serie de matices y variaciones en el medio4– a veces son excluyentes, pero a veces –como ya vimos en el caso de Guzmán Blanco– se integran en esta suerte de bipolaridad masculina/femenina, civil/militar, público/privado. No en balde el cronista de la Gaceta termina resaltando que el Guzmán del baile es el mismo de las batallas: «El hombre de los campos de batalla y de los consejos del gobierno, es también el hombre de los salones, que de un modo tan completo, abre otra de las muchas vías porque quiere encaminar la regeneración y el engrandecimiento de la República» (Gaceta Oficial). La sociabilidad moderna, podemos concluir, es en el fondo un discurso político y épico. Cuando el mandatario usa su traje de etiqueta se sumerge en otro tipo de batallas –batallas simbólicas–, tan importantes como las que se dan en otros terrenos.

4 En este sentido es muy útil la lectura del estudio de Carlos Reyero Apariencia e identidad masculina. De la Ilustración al decadentismo, así como las discusiones más recientes que recopila Ana Peluffo en Entre hombres: masculinidades del siglo XIX en América Latina.

Imagen tomada de El Americano. Biblioteca Nacional

Para salvaguardar ese cuerpo masculino contenido y modélico, Guzmán Blanco –y en general la élite ilustrada y urbana que lo acompaña– lleva los valores de esta virilidad épica al mundo del salón. Por eso la descripción que se hace de Guzmán en los bailes es siempre tan recatada y escueta. Ya vimos que no por casualidad el único detalle que se resalta de su vestimenta del baile es la Legión de Honor que lleva colgada. Ese detalle remarca una vez más su carácter heroico. Por eso también la detallada descripción de su primera dama, cargada de brillantes. Ella le permite desplegar el discurso de la modernización, del consumo y del capitalismo sin arriesgar el modelo contenido de la hombría fuerte y épica que está en pie de lucha incluso cuando se mueve al compás del baile de salón. Ahora bien, el temor a la feminización no se produce solo en el mundo de las apariencias. La confrontación entre el discurso épico y el de una modernización feminizada se traslada también al orden del discurso. A medida, como ya vimos, que el campo literario se llena de formas banales feminizadas, el letrado debe negociar con esas formas, plegarse a sus maneras aunque a veces se resista e intente mantener los valores de un discurso «serio» y «masculino».

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La feminización, como hemos visto a lo largo de este libro, también se cuela en el campo literario y en sus prácticas escriturarias.

7. Bibliografía

6.3 Escrituras blandas Desde las primeras crónicas de moda hasta las crónicas de finales del siglo XIX hemos hecho un recorrido que nos ha permitido ver cómo estas formas blandas de escritura fueron tomando terreno y ganando legitimidad. Las primeras crónicas nos mostraron formas discursivas que intentaban hacer de la moda un claro mecanismo de control y disciplinamiento al mismo tiempo que negociaban con los intereses de la industria cultural y los proyectos políticos. Las crónicas del guzmancismo nos fueron llevando hacia un discurso híbrido y paradójico que intentó echar abajo las resistencias del campo letrado a las banalidades y asumió el lujo como una política de Estado que intentaba combinar las nuevas formas de la sociabilidad con prácticas autoritarias. Esta travesía nos mostró toda una serie de registros que hablan, precisamente, tanto de las transformaciones por las que atraviesa el campo cultural, como de las distintas maneras de lidiar con los procesos de modernización y de feminización de lo social. Si bien este recorrido es fragmentario e inconcluso nos presenta un campo rico y lleno de contradicciones que es necesario explorar con más asiduidad. La moda, el lujo, la opulencia, la feminización de la escritura y de lo social son ingredientes fundamentales en ese proceso de reingeniería del imaginario nacional que se llevó a cabo no solo durante el guzmancismo sino durante todo el siglo XIX. Ellos terminan funcionando como herramientas de un discurso estatal que intenta legitimar la visión de una Venezuela idealizada, moderna, ordenada, disciplinada, cosmopolita y sin mayores contradicciones. Una imagen sostenida sobre una frágil estructura que terminará finalmente mostrando sus fisuras, pero que permitió desplegar por un instante una nación vestida con seda de la china.

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La Sylphide (1839) Le Follet (1829-1882) Le Moniteur de la Mode (1851) Le Journal des Dames (1838-1839) Le Bon Ton (1834-1884) La Guirnalda (1839) El Canastillo de Costura (1826) El Entreacto (1843) El Ensayo Literario (1873) La Gaceta Oficial (1880) La Opinión Nacional (1868-1883) El Americano (1855-1857) El Correo de Ultramar (1877) El Zancudo (1876) El Álbum de las Familias (1859) El Demócrata (1875)

La Tertulia (1873-1874) El Repertorio (1845) El Nacional (1835) El Liberal (1837-1844) El Álbum (1845) Mosaico (1854) El Vigía de Occidente (1859) La Biblioteca del Hogar (1867) La Unión Liberal (1868) El Americano (1972) El Álbum del Hogar (1875) El Fonógrafo (1879-1881) El Siglo (1881-1883) El Lápiz (1889) La Primera Piedra (1889)

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ÍNDICE

1. Introducción 2. El campo literario y el miedo a lo banal 2.1. Los inicios 2.2. Lectoras-consumidoras 2.3. Invisibilizar la política 2.4. La política se viste de seda 3. Traducir un listón de seda 4. El dominio del cuerpo y el proyecto nacional 4.1. Pájaros de la misma pluma 4.2. La ley y la norma 5. Los figurines de moda 5.1. Las primeras imágenes 5.2. La moda se naturaliza. El imperio de la imagen 6. Guzmán Blanco y un opulento festín 6.1. Las tretas del lujo 6.2. Con rostro de mujer 6.3 Escrituras blandas 7. Bibliografía

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres del Grupo Intenso, el el mes de marzo de 2013. Se utilizó la familia tipográfica ITC Garamond Std.

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