(con José Antonio Pérez), \"La memoria histórica del franquismo y la transición: un eterno presente\", en Fernando Molina and José Antonio Pérez (eds.), El peso de la identidad: mitos y ritos de la historia vasca (Madrid: Marcial Pons, 2015), pp. 225-263.

June 7, 2017 | Autor: Raúl López Romo | Categoría: Basque Studies, History and Memory, Franquismo, Transición de la Dictadura a la Democracia
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Descripción

Capítulo VIII

LA MEMORIA HISTÓRICA DEL FRANQUISMO Y LA TRANSICIÓN Un eterno presente * José Antonio Pérez Pérez Raúl López Romo

«En cuanto entendamos la evidencia de que la Guerra de 1936, el franquismo, la Reforma, el centralismo francés y el constitucionalismo español son eslabones de una misma cadena, la perspectiva global sobre el conflicto, su origen, efectos y resolución se alterará. Sólo entonces empezaremos a vencer también en la redacción de nuestra propia percepción de la verdad. Nuestra verdad será igualmente visible, y ganar el futuro será un reto costoso pero posible». Euskal Memoria Fundazioa. «... la historia es la materia prima de la que se nutren las ideologías nacionalistas, étnicas y fundamentalistas, del mismo modo que las adormideras son el elemento que sirve de base a la adicción a la heroína. El pasado es un factor esencial de dichas ideologías. Y cuando no hay uno que resulte adecuado, siempre es posible inventarlo». Eric Hobsbawm.

*  Agradecemos la atenta lectura y las inteligentes sugerencias que Barbara van der Leeuw, Gaizka Fernández Soldevilla, Fernando Molina y Javier Gómez Calvo han tenido la amabilidad de realizar sobre una versión previa de este texto que, en el caso de Raúl López, ha sido elaborado gracias a un contrato posdoctoral de la Dirección de Política Científica del Gobierno vasco.

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Ningún nacionalismo, y el vasco no ha sido una excepción, ha renunciado a la tentación de elaborar un relato histórico legitimador de su proyecto político. La versión de la historia que tiene el abertzalismo «está concebida como un sistema de creencias, con sus dogmas de fe y sus axiomas. Tal circunstancia se debe a que la interpretación del pasado forma parte consustancial de la ideología y planteamientos nacionalistas» (Montero, 2005: 249). La mayor parte de la literatura histórica de corte nacionalista está firmada por una heterogénea nómina de autores donde resulta clamorosa la ausencia de historiadores profesionales (Juaristi, 1987, y Granja, 1992). Esta producción está marcada por un sentimiento victimista ante al agresor español que arranca del principio de los tiempos y se vio reforzada a partir de la Guerra Civil y el exilio. La persecución de que fueron objeto tras el final de la guerra los nacionalistas y toda su simbología, como la ikurriña, los himnos y festividades propios, contribuyó a reafirmar este sentimiento hasta percibirse como la representación genuina y casi exclusiva de los represaliados del franquismo en el País Vasco. Sin embargo, todo parece indicar que esta persecución fue, en todo caso, menor que la sufrida por las organizaciones de izquierda vasca, al menos en su vertiente más dura: la de las condenas a muerte, y menor que la padecida en otros lugares de España donde el nuevo régimen franquista llevó a cabo una feroz represión contra republicanos e izquierdistas en general (Espinosa, 2009, y Gómez, 2014). Ello no ha sido óbice para que el nacionalismo vasco haya reforzado y difundido su propia imagen como el gran protagonista de la guerra, de la represión y, aún más, de la lucha antifranquista en el País Vasco (Aguilar, 1998, y Pérez, 2013). La elaboración y difusión de esta imagen permitió a la versión más moderada de ese mismo nacionalismo, representada por el PNV, aparecer durante la Transición ante la sociedad vasca como la única heredera del primer Gobierno Vasco formado durante la Guerra Civil, un Gobierno, conviene recordarlo, compuesto por otras fuerzas políticas donde, por ejemplo, los socialistas tuvieron una importante representación. Para ello fue necesario elaborar una narrativa sobre el franquismo y la propia transición a la democracia coherente con la propia historia del nacionalismo moderado. En esta labor no ha encontrado por lo general un apoyo en el trabajo de historiadores profesionales, ni siquiera entre aquellos que pueden identificarse con posiciones personales abertza-

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les 1. Ha recurrido directamente a algunos periodistas y, sobre todo, a algunos cualificados dirigentes que, de forma pública y notoria, han transmitido su relato del pasado, especialmente sobre el período que transcurre entre la Guerra Civil y la Transición, apelando, además, a su propia memoria familiar y colectiva. Pero no ha sido una tarea fácil, porque a partir de los años setenta del siglo xx esta narrativa de la historia ha tenido que convivir y competir en un difícil equilibrio con otro poderoso relato sobre el pasado más reciente, el elaborado y difundido por el ala más radical del nacionalismo (Granja, 1992), representado por ETA, por quien fue su brazo político hasta su ilegalización (Herri Batasuna) y por quienes a día de hoy se declaran sus legítimos herederos: Euskal Herria Bildu y Sortu. Ambos relatos, aunque diferentes e incluso enfrentados, parten de una percepción similar en lo básico: la concepción del pueblo vasco como sujeto histórico que ha caminado en una inequívoca a inquebrantable dirección desde su origen como pueblo más antiguo de Europa (los siete mil años del lehendakari Ibarretxe pueden ser la referencia más actualizada y extravagante) hasta la independencia como objetivo final (Rivera, 2004, y Corcuera, 1998: 63). A ello habría que sumar toda una serie de lugares comunes, como la visión de las guerras carlistas, la concepción de la Guerra Civil, la imagen de Guernica como símbolo, la mitificación de la figura de los gudaris, etc. Y ambos relatos tienen la particularidad de haberse difundido, como decíamos, a través de una suerte de «literatura histórica de carácter militante» 2, que ha pretendido —y en cierto modo ha conseguido— ensombrecer con su desparpajo y su desprecio, velado o abiertamente declarado, la aportación de los historiadores académicos. Como recordaba Xabier Arzalluz: «Hoy en día somos muchos los vascos con conciencia de tales que estamos profesionalmente preparados para reconstruir nuestro pasado y difundirlo al resto de nuestra sociedad. Quizás esta labor haya que desarrollarla al margen o teniendo en contra universidades, aca-

1   En este sentido los trabajos más solventes sobre el nacionalismo moderado desde la Segunda República hasta la actualidad proceden, precisamente, de historiadores académicos, como el catedrático José Luis de la Granja, a los que habría que añadir, entre otros, la magnífica investigación dedicada al PNV de Pablo, Mees y Rodríguez Ranz (1999). 2   Entrevista a José Luis de la Granja en El País, 2 de noviembre de 2002.

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demias y departamentos que hubieran debido colaborar con ella en vez de oponerse como si la defensa de las tesis de los nacionalismos español y francés fuera su principal razón de ser» (Rivera, 2004: 65).

Cuando lo que se prioriza no es la complejidad de la historia, sino el uso discrecional de ciertos elementos del pasado para justificar demandas actuales, entonces se transmite una imagen distorsionada de los hechos pretéritos, al menos en dos sentidos. Primero, en forma de sinécdoque, se confunden dichos elementos particulares con la totalidad del saber supuestamente necesario para la comprensión de los orígenes de un determinado colectivo. Segundo, como se escogen aquellos ingredientes que parecen indicar una continuidad lineal, se acaba conformando la impresión de estar ubicados en lo que en este capítulo hemos denominado un «eterno presente». Todo ello parte, evidentemente, de una concepción instrumental de la historia y los historiadores, como elementos al servicio de una causa política de carácter legitimador. Similares argumentos a los de Arzalluz, pero plagados en este caso de burdas descalificaciones, se pueden encontrar, como ha recordado el profesor Antonio Rivera, en los propagandistas del nacionalismo radical, como los expresados por José María Esparza, director de Txalaparta, conocida editorial abertzale, cuando manifestaba lo siguiente tras la publicación de un libro sobre historia del País Vasco y Navarra, dirigido por dos profesores de la universidad pública vasca (Pablo y Granja, 2002): «gente acomodada en el constitucionalismo español, erdaldun beligerante y como suele acaecer, con las alubias bien seguras en las universidades vascas» (Rivera, 2004: 65). Los eventos conmemorativos más remotos de la épica nacionalista, como la conquista de Navarra en 1512 o la última batalla de Amaiur en 1522, tienen desde hace un tiempo un importante hueco en los escaparates y estanterías de ciertas cadenas de librerías, distribuidoras, editoriales y bibliotecas públicas en el País Vasco, especialmente por razón de la conmemoración finalizada de alguno de ellos. Pero el lugar de honor lo sigue ocupando en estos espacios la Guerra Civil, el franquismo y la Transición, que constituyen uno de los objetivos prioritarios de la nueva producción. Y ello es así en gran medida por dos razones. Paradójicamente, al menos una de ellas no puede tener un origen más español y se enmarca, precisamente, en la fiebre memorialista surgida alrededor del año 2000 y que se vivió en torno a las exhumaciones de las víctimas de la represión franquista, una fie-

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bre que desembocó incluso en la formación una corriente sociopolítica liderada por la izquierda y los grupos vinculados a la recuperación de la memoria histórica. La otra razón tiene que ver con el proceso que comenzó a perfilarse a finales de los años noventa del siglo xx y se fue acelerando a medida que se comenzó a vislumbrar el final de ETA. Fue tras el asesinato del joven concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco, en julio de 1997, cuando la voz de las víctimas, expresada a través de colectivos, asociaciones y fundaciones, rompió su silencio y se hizo presente —incómodamente presente, en muchos casos—, tanto en las calles como en la política, y ello obligó en gran medida a un cambio sustancial en la agenda de los partidos... y también en la agenda de los publicistas del nacionalismo vasco radical. Se trataba de una cuestión extremadamente urgente: había que preparar el terreno para justificar cincuenta años de terrorismo, cincuenta años de crímenes, la mayor parte de ellos cometidos en plena democracia. La teoría del «conflicto», tan asentada desde entonces en el nacionalismo, tanto en el moderado como en el radical, será el argumento central del discurso del pasado, como aborda en estas mismas páginas Fernando Molina. Pero con tal fin era necesario actualizar el guión y los protagonistas, había que reformular viejos mitos y presentar todo un listado de agravios y atrocidades cometidos por el «enemigo» para justificar más de ochocientas víctimas mortales y miles de heridos provocados por ETA. Para ello resultaba ineludible revisitar la Guerra Civil, la dictadura franquista y la Transición y, sobre todo, establecer un continuum que llegase hasta el año 2011, un relato capaz «de explicar» la existencia y actividad de ETA hasta ese momento (Castells y Molina, 2012, y Castells, 2013). El nacionalismo vasco radical decidió entonces escribir su propia historia, que ellos mismos identificaron con la historia de Euskal Herria. Tampoco existía mayor novedad en ello. Otros hagiógrafos de la causa lo habían hecho muchos años antes desde posiciones más o menos izquierdistas (Letamendia, 1975, 1980 y 1994; López Adán, 1974, y Lorenzo, 1993 y 1995), pero la historia llegaba a su fin, al menos en lo tocante a la actividad armada de ETA, y merecía una relectura que estuviera a la altura del ilusionante momento histórico que estaba viviendo Euskal Herria. Las siguientes páginas tratan sobre cómo se han construido y se han difundido unas determinadas narrativas que tienen en la Guerra Civil, el franquismo y la propia Transición sus hitos fundamentales, y la función que aquéllas están

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llamadas a cumplir en el nuevo escenario, siguiendo su propia terminología, un concepto que, justo es reconocerlo, refleja a la perfección la situación que se ha creado en los últimos años, donde la impostura y la teatralidad de los actores sobrepasa en el País Vasco los límites de lo concebible, y donde la batalla por la conquista de la hegemonía en la denominada memoria histórica está desempeñando un papel determinante. El pueblo vasco bajo el franquismo. Dos versiones de un mismo relato El País Vasco constituyó un caso ciertamente singular con respecto a la Guerra Civil (Pablo, 2003: 115). Fue, como se ha apuntado, una guerra dentro de otra y, sobre todo, una guerra entre vascos: «[Fue una guerra] entre católicos que se reclamaban como tales y entre vascos que se sentían y reclamaban como tales; hubo una ruptura territorial en el país que se manifestó en la gran movilización popular y de voluntarios hacia uno y otro bando; fue (por las características de la sociedad vasca), relativamente menos trágica en víctimas de la guerra que en otros lugares de España; no fue revolucionaria; hubo dudas iniciales sobre la posición adoptar en determinados sectores del nacionalismo vasco; hubo una rendición de lo que quedaba del Ejército Vasco a las fuerzas italianas en Santoña; hubo sectores vascos claramente ganadores de la guerra (los grandes industriales y el carlismo)...» (Rivera, 2004: 66).

A lo largo de la Transición el recuerdo del exilio y la oposición antifranquista se transformó a partir de la proyección de una determinada literatura histórica. Como ha apuntado Gurutz Jauregui, el franquismo contribuyó poderosamente a reforzar la visión de un país ocupado por España que ya estaba presente en la narrativa nacionalista (Jauregui, 1981 y 2000). La versión más moderada de esta literatura, estrechamente ligada al PNV, hizo más hincapié en la posguerra que en el tardofranquismo, probablemente debido a la debilidad de este partido en los últimos años del exilio y a su escaso protagonismo en la oposición interior al franquismo en el tramo final de la dictadura. Esta visión e interpretación del pasado reciente se centró en los aspectos más llamativos y épicos de su historia, lo que contribuyó sin duda a reforzar la mitología nacionalista sobre este período (Granja,

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1992: 209-236, y Pablo, 2005: 237). Esta corriente estuvo representada casi exclusivamente por dos autores, un periodista que posteriormente firmaría numerosos trabajos y series documentales para la televisión autónoma del País Vasco y un carismático líder nacionalista, nacido en el exilio venezolano (San Sebastián, 1982 y 1988; San Sebastián y Anasagasti, 1991, y Anasagasti y San Sebastián, 1985). Estos trabajos tuvieron una importante difusión en una época en la que se carecía de estudios relevantes y existía una importante demanda de este tipo de literatura histórica. Durante ese período convivieron con otro tipo de literatura autobiográfica y memorialista, que estuvo también dominada por el relato nacionalista. No menos heroica fue la versión del abertzalismo radical, que se manifestó con fuerza durante los primeros años de la Transición, aderezada en este caso con una cierta dosis de marxismo primitivo, como correspondía a la moda de la época. Todo ello sirvió para saldar cuentas con el «nacionalismo burgués» que encarnaba el PNV. Había, eso sí, un elemento común, representado en el pueblo vasco, recreación de la mítica Euzkadi de entonces o de la futura Euskal Herria, pero, en este caso, toda su historia, desde Santimamiñe (cueva situada en la localidad vizcaína de Cortézubi en la que fueron halladas pinturas rupestres y otros restos prehistóricos) hasta la irrupción de ETA, tan sólo constituiría un largo preámbulo, la interminable y dolorosa gestación marcada por una serie de agravios que tendría su primer hito en la aparición del nacionalismo vasco a finales del siglo xix para culminar, tras el «fracaso histórico» y la «renuncia» de este último (Lorenzo, 2002), en 1958 con el nacimiento de la organización armada a quien estaría dedicado el grueso del relato histórico, como protagonista fundamental de esta trama. De este modo, ETA pasó a convertirse en la encarnación de la acción y la justicia que no habían sido capaces de imponer sus mayores. La difusión de estos relatos ayudó sin duda al nacionalismo, tanto al moderado como al radical, a extender una distorsionada visión sobre la Guerra Civil y el franquismo, sustentada sobre el ejemplo de los gudaris como figura ejemplar de entrega y heroísmo, ignorando el papel de los milicianos y batallones del PSOE-UGT, PCE, CNT, etc. La recreación de esta figura contribuyó a diluir los aspectos más controvertidos y menos edificantes para la elaboración de la mitología abertzale, como la rendición de Santoña o la precipitada huida al comienzo de la guerra de algunos líderes políticos más tarde reivindicados por el abertzalismo radical —caso de Elías Ga-

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llastegi, autoproclamado como gudari sin haber disparado un solo tiro, ya que se opuso a la participación del nacionalismo vasco en la guerra—, que fueron convenientemente justificados por este tipo de literatura (Lorenzo, 1992). Todo ello contribuyó también a forjar el mito de la resistencia vasca, siguiendo el ejemplo francés, del que, por cierto, no sólo participó la literatura nacionalista, sino también otros sectores y autores vinculados a la izquierda no nacionalista (Garmendia y Elordui, 1982).

Un pueblo elegido y martirizado Hace ya casi diez años, cuando el denominado movimiento a favor de la recuperación de la memoria histórica estaba en su máximo apogeo, el historiador Santiago de Pablo publicó en el diario El Correo (8 de febrero de 2004) un artículo en el que puso el dedo en la llaga del proceso que se estaba viendo en aquellos momentos en el País Vasco, tras la promulgación de un decreto del Gobierno autónomo, encaminado al reconocimiento de las víctimas del franquismo, publicado en el año 2002 3. El profesor de Pablo apuntaba lo siguiente acerca del baile de cifras que se manejaba sobre víctimas mortales de la represión franquista en el País Vasco: «Con independencia de la necesidad de resarcir a las víctimas y de asumir el pasado oculto por la dictadura, la forma en que se presentó esta iniciativa y las cifras aportadas en su momento parecen ser la consecuencia de un deseo por superar el número de víctimas de otras comunidades para ganar en pedigrí antifranquista».

Acumular cadáveres de la represión. Ése parecía ser el objetivo de toda una serie de recuentos —presentados como rigurosas investiga3   El decreto fue promulgado por la Consejería de Vivienda y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco, que en aquellos momentos dirigía Javier Madrazo, secretario general de Ezker Batua, socio minoritario del Gobierno de coalición presidido por el lehendakari Ibarretxe. El decreto fue duramente contestado por las asociaciones que trabajaban a favor de la recuperación de la memoria histórica, al dejar fuera del reconocimiento público a colectivos tan importantes como los presos encuadrados en Batallones de Trabajadores.

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ciones— realizados durante los últimos años. En realidad algo muy similar ocurrió en el resto de España, pero en el País Vasco la cuestión tenía otro objetivo: proyectar la imagen de un pueblo martirizado por el franquismo español. En este caso no importaba tanto la filiación política y sindical de las víctimas o que fueran vecinos de otras provincias y circunstancialmente hubieran muerto en tierra vasca (todos eran vascos, luego todos lucharon por la causa vasca, que por supuesto era la nacionalista); importaba la cantidad, el volumen, incluso aunque ello supusiera presentar como víctimas de la represión a caídos en el frente de batalla y en los bombardeos, incorporar a los listados de víctimas a algunos que nunca lo fueron o, peor aún, a unos cuantos verdugos que fueron convertidos en víctimas por arte de magia (Espinosa, 2009, y Gómez, 2014). Esta tendencia comenzó a materializarse desde el mismo momento de la guerra, como sucedió con las víctimas del mayor símbolo de la agresión franquista contra la población civil, el bombardeo de Guernica 4. Un hecho que fue interpretando y difundido eficazmente por el Gobierno Vasco ya en ese tiempo, con la inestimable colaboración de varios periodistas y corresponsales de guerra, como una agresión contra el pueblo vasco hasta convertirlo en el lugar de memoria por excelencia del nacionalismo vasco. Esta tendencia acumulativa de víctimas de la represión se consolidó tras el final de la contienda. Sin embargo, lo que pudo ser comprensible por parte del Gobierno Vasco en las circunstancias tan dramáticas de abril de 1937, con el fin de recabar la atención y solidaridad de las «potencias y sociedades europeas» (Aizpuru, 2007: 94), resultaba insostenible setenta años más tarde, con tres décadas de democracia a las espaldas y cuando las investigaciones históricas habían puesto ya claramente en entredicho las cifras que se manejaron durante la guerra (Espinosa, 2009: 2, y Barruso, 2007). Ciertamente en toda investigación sobre la represión se producen errores, debido a la propia naturaleza del objeto de estudio, a la existencia de listados con nombres duplicados o a la dificultad para acceder a la documentación histórica. Pero los deslices, inocentes o no, siempre sumaron, 4   Las investigaciones más rigurosas sobre el bombardeo y el número de víctimas que generó han sido llevadas a cabo por el grupo de historia local Gernikazarra. Véase http://www.elcorreo.com/vizcaya/prensa/20070421/portada_viz/investigacion-identifica-muertos-bombardeo_20070421.html.

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nunca restaron, y sirvieron para engordar las cifras porque el objetivo, como recordaba Santiago de Pablo, era otro. Esta interpretación del pasado se ha visto indirectamente beneficiada por el importante eco que ha tenido durante los últimos años una determinada interpretación de la historia que presenta la represión franquista como una maquinaria de carácter genocida (Preston, 2011; Moreno, 2008; Reig Tapia, 2008, y Miguez, 2012), una tesis que ha sido contestada por otros especialistas (Ruiz, 2012, y Gómez, 2014). La literatura histórica del nacionalismo radical se sumó con entusiasmo a un planteamiento que ofrecía la ventaja de presentar al pueblo vasco en su conjunto como la víctima de esa política genocida del franquismo, que era tanto como decir de la propia España 5, identificada con el fascismo, o mejor aún con el nazismo, y por lo tanto con el genocidio en sí mismo, desde el golpe del 18 de julio del 36 hasta la actualidad (Molina, 2012; Castells, 2013, y Gómez, 2014). Tanto los títulos como los contenidos de los trabajos no dejan lugar a dudas 6. Como decíamos en la introducción de este capítulo, desde finales de los años noventa del siglo xx el nacionalismo vasco radical a través de sus propagandistas, presentados en algunas ocasiones como historiadores, otras como escritores, pero sobre todo como activistas de la memoria histórica, se empeñó en una tarea ineludible: establecer un continuum en el relato de la represión que había ejercido España contra Euskal Herria durante los últimos setenta años. Esta nueva fase del largo ciclo represivo español —que hundiría sus raíces en el principio de los tiempos— arrancaría precisamente de la Guerra Civil y se extendería sin solución de continuidad hasta el presente, como si el argumento central y único en la historia de España hubiera sido desde 1936 hasta 2010 el de reprimir e incluso exterminar a los vascos. La nueva trama memorialista comenzó con la publicación de una voluminosa obra de ambiciones enciclopédicas sobre la Guerra Civil, que incluía un amplísimo listado de víctimas (Egaña, 1999). Una obra que, habiendo sido financiada por el Gobierno Vasco con sus5   Aunque algunos de los más significados defensores de este mismo paradigma han hecho las más duras críticas contra el revisionismo abertzale, y especialmente contra la obra de Iñaki Egaña, como es el caso de Espinosa (2009). 6   La última excentricidad vendría representada por el llamado genocidio de San Sebastián de 1813 (Egaña, 2012 y 2013).

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tanciales fondos, a falta, al parecer, de profesionales serios que la hubieran podido llevar a cabo, fue acusada de plagio en el año 2000 por cuatro historiadores académicos, y que ha sido duramente criticada por su falta de rigor metodológico al incluir numerosos casos de víctimas que nunca lo fueron (Gómez, 2014). Este voluminoso trabajo posteriormente ha dado lugar a una serie de libros con títulos tan significativos como Los crímenes de Franco en Euskal Herria, El franquismo en Euskal Herria: La solución final o Frankismoa Donostian. Las víctimas del genocidio franquista en Donostia (Egaña, 2009, 2011a y 2011b), donde se juega con el imaginario colectivo sobre el nazismo y el genocidio (Castells, 2013: 224). Su discurso histórico subyacente establece que España y los españoles serían, en su calidad de fascistas, los máximos —en realidad los únicos— responsables de las atrocidades cometidas contra el pueblo vasco durante la guerra y la posguerra. Pero ha sido en los últimos años cuando esta línea argumental se ha ido depurando y se ha presentado a través de una iniciativa popular que deliberadamente ha renunciado al término historia para sustituirlo por el de memoria. Memoria vasca, por supuesto (Euskal Memoria). El proyecto se ha articulado a partir de la fundación que lleva ese mismo nombre y ha recabado el apoyo entusiasta de una serie de colectivos memorialistas de diversa trayectoria y procedencia, que han terminado en la órbita del nacionalismo vasco radical. La presentación de la organización y de sus objetivos en la red constituye toda una declaración de intenciones: «Euskal Herria, pueblo negado y oprimido, sufre la falsificación constante de su historia. Día tras día, la ofensiva ideológica de los Estados español y francés hace mella en nuestra perspectiva. Los medios de comunicación, el currículum educativo, el discurso institucional y la doctrina antiterrorista llevan décadas imponiendo una versión adulterada de lo que somos y hacemos. Buscan deslegitimar nuestro origen, tachar de mitos absurdos las bases de nuestra identidad colectiva y, con ello, desactivar nuestro futuro. Mienten sobre el pasado, para que temamos el presente y perdamos el futuro» 7.

 http://www.euskalmemoria.com/sect/es_ES/4002/Quienes+somos%3F.html.

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Desde la primera a la última línea el texto resume a la perfección la visión del nacionalismo radical sobre la situación del País Vasco y las intenciones del «enemigo». Un pueblo negado y oprimido por España y Francia sobre el que además, como castigo añadido, los verdugos falsifican su historia por todos los medios posibles al servicio de una estrategia diseñada por la doctrina antiterrorista. El objetivo de Euskal Memoria no puede estar más claro: recuperar la memoria, ya que la historia ha sido falsificada por los eruditos/historiadores colaboracionistas, y esta memoria, que será la semilla y a la vez el legado de la construcción nacional, debe ser escrita por los propios abertzales 8: «Recuperar la memoria colectiva de Euskal Herria es una tarea de plena actualidad. Ligada con la construcción de la nación vasca y con las garantías históricas de un proceso democrático aún pendiente. Vale la pena el esfuerzo por conseguir ser los principales guionistas y narradores de nuestra propia historia. Entender lo que somos, de dónde provenimos y por qué persiste la opresión que nos niega, es condición indispensable para cambiar las cosas».

Según se afirma en este particular discurso, la guerra de 1936, el franquismo, «la reforma», el centralismo y el constitucionalismo francés, «todo forma parte de la misma cadena que ha esclavizado a Euskal Herria como nación». El proyecto no dejaría de ser una extravagante iniciativa política de corte historicista si no tuviera unos objetivos políticos claros y una intencionalidad tan perversa como la de justificar el terrorismo que ha padecido la sociedad vasca (y por supuesto la española) durante los últimos cincuenta años 9. La violencia como elemento mítico de la lucha antifranquista La justificación de la violencia de ETA se ha sostenido durante cinco décadas sobre la figura mitificada de los gudaris (Fernández, 8   Algo, por otra parte, que también apuntó el PNV por boca de quien fue su presidente, Xabier Arzalluz, como ya se ha señalado en páginas anteriores. 9   En la escalofriante entrevista realizada a Jesús María Zabarte Arregi («el carnicero de Mondragón», preso excarcelado de ETA y autor de diecisiete asesinatos) por la periodista Aurora Intxausti se reproduce la misma plantilla narrativa de forma canónica (El Mundo, 20 de octubre de 2014).

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2013b). Ya durante la Guerra Civil en el País Vasco publicaciones de nombre tan simbólico como Gudari, la revista de Euzko Gudarostea (Ejército Vasco) o Patria Vasca, la de los mendigoxales 10, transformaron aquella contienda en la enésima invasión de los españoles, todos ellos franquistas. De este modo, términos como «fascista», «facha» y «español» pasaron a ser sinónimos, frente a los vascos pacíficos, «todos ellos abertzales», que se habían visto obligados por las circunstancias a coger las armas en defensa de la patria invadida (Fernández, 2013a: 46). El exilio engrandeció hasta la mitificación la figura de los gudaris, en cuya memoria comenzaron a erigirse a mediados de los años cuarenta los primeros monumentos conmemorativos, como ocurrió con el levantado en el Centro Vasco de Caracas. En 1946 se podía leer en el reaparecido Jagi-Jagi: «nuestros muertos nos empujan a la lucha». Una década más tarde, en un año tan simbólico como 1958, la hoja Euzkadi Azkatuta avisaba de que «aquellos gudaris que tienen dos metros de tierra reclaman de nosotros una conducta a “aquello” por lo cual ellos murieron» (Fernández, 2013a: 48). Los boletines de la propia ETA a principios de los años sesenta ya abundaban en esta cuestión para justificar la violencia que desatarían poco más tarde (Fernández, 2013b). Los propagandistas del nacionalismo radical estaban anunciando cómo sería el futuro. En este proceso dos figuras desempeñaron un papel determinante, facilitando los «argumentos» y la retórica necesarias para justificar la violencia de ETA al presentar su lucha como la continuación de aquella otra que habían mantenido los gudaris de la guerra de 1936. En 1963 vio la luz Vasconia, de Federico Krutwig, hombre culto, extraordinario políglota y, sobre todo, intelectual racista y fanático (Morán, 2001). A lo largo de más de seiscientas páginas, publicadas bajo el seudónimo de Fernando Sarrailh de Ihartza, fue capaz de fundir la herencia del aranismo (aunque desprendido ya de su integrismo católico) con la influencia de todas aquellas ideologías que a principios de los sesenta del siglo xx abogaban por la guerra anticolonial y la táctica guerrillera, fascinadas por los ejemplos de Cuba, Argelia o Vietnam. Krutwig no se anduvo nunca por las ramas. Un 10   Eusko Gudarostea fue la rama abertzale del Ejército (Republicano) Vasco y los mendigoxales fueron un movimiento de montañeros nacionalistas que se constituyó como un grupo de choque del PNV.

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reciente trabajo sobre ETA ha recuperado una selección de textos de esta obra que resultan paradigmáticos de su discurso histórico: «Es una obligación para todo hijo de Euskalherria oponerse a la desnacionalización aunque para ello haya de emplearse la revolución, el terrorismo y la guerra. El exterminio de los maestros y de los agentes de la desnacionalización es una obligación que la naturaleza demanda de todo hombre. [...] Los policías que hasta hoy han torturado a los detenidos vascos deberán ser pasados por las armas o degollados. En estos casos es recomendable siempre que se pueda emplear el degüello de estos seres infrahumanos. No se debe tener para ellos otro sentimiento que el que se posee para las plagas que hay que exterminar. [...] Si las fuerzas de ocupación siguieren con sus medidas de tortura no se deberá nunca dudar en el empleo del retalión para exterminar a los familiares de los torturadores y a los agentes de la autoridad civil o militar [...] Se deberá asimismo suprimir aquellos políticos que ayudan moral y materialmente a los enemigos de Vasconia» (Krutwig, 2006: 36, 408 y 409, cit. en Fernández y López, 2012: 265).

Como vemos, la teoría de la «socialización del sufrimiento» no fue un invento del Movimiento Vasco de Liberación Nacional de los años noventa ni de la ponencia Oldartzen que impulsaron las bases de Herri Batasuna. Pero sin duda alguna fue Telesforo Monzón, antiguo dirigente y propagandista del PNV, que había formado parte de los sucesivos Gobiernos del lehendakari Aguirre entre 1936 y 1953, quien más claramente defendió con su retórica encendida la continuidad de la Guerra Civil en la nueva generación de «luchadores vascos». Monzón fue un auténtico predicador abertzale, un agitador de emociones que supo como nadie encender con su oratoria agónica y sobreactuada el ánimo de los convencidos y la conciencia de aquellos que aún dudaban. Para ello construyó y difundió, con una sencillez y eficacia extraordinarias, un relato mitificado del pasado donde la lucha de los vascos sería una lucha armada inevitable, un deber patriótico, ineludible frente a la agresión española: «Para nosotros Zumalakarregi en la primera guerra carlista, Santa Cruz en la segunda guerra carlista, José Antonio Aguirre en el año 36 luchando contra el fascismo internacional y ETA, lo digo claramente, son una misma guerra. Guerra cuyo origen están en que nos robaron la soberanía de nuestro pueblo» (Monzón, 1982: 35-36).

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Una comparación entre el absolutismo (inequívocamente español) de Zumalacárregui y el abertzalismo radical y socialista de ETA sólo podría establecerse desde el voluntarismo militante. Poco importaba la falta de rigor de los «argumentos históricos». Lo trascendente era la eficacia y la utilidad que tendrían en la comunidad a la que iban dirigidos. Esta trama terminó por resolverse un fatídico 7 de junio de 1968, cuando «Txabi» Etxebarrieta descerrajó varios disparos al cabo de la Guardia Civil José Pardines. El relato mítico de aquel suceso, que fue posteriormente desmentido por el propio testimonio de su acompañante, Iñaki Sarasketa 11, no impidió la difusión de la figura del primer héroe/mártir de ETA, que, a ojos del abertzalismo radical, era tanto como decir el primer mártir de Euskal Herria en los tiempos modernos. Toda esta serie de mitos se han visto actualizados en la nueva producción propagandista del nacionalismo radical, capaz de seguir estableciendo continuidades entre los batallones nacionalistas del ejército vasco de 1936 y los terroristas de Hipercor o de la terminal 4 del Aeropuerto de Barajas. Poco importan los argumentos de los historiadores profesionales y de los científicos sociales. El uso político del mito seguirá cumpliendo, y más en el nuevo contexto del final del terrorismo, con su sagrado cometido. En esta narrativa memorialista que caracteriza toda la producción propagandista del nacionalismo radical, ETA fue presentada como una consecuencia directa e inevitable del franquismo hasta erigirla en el máximo exponente de la lucha antifranquista en el País Vasco. Pero este relato simplista soslaya dos cuestiones fundamentales: la primera de ellas es el objetivo supuestamente antifranquista que impulsó la lucha de esta organización y el segundo se basa en el carácter inevitable de la violencia de ETA 12. En primer lugar, el franquismo fue un régimen férreamente dictatorial, pero ETA no fue solamente una organización antifranquista 11   Iñaki Sarasketa ha explicado en varias ocasiones cómo sucedieron los hechos: Etxebarrieta asesinó por la espalda, mientras estaba en cuclillas, al cabo José Pardines, que estaba procediendo a identificar su vehículo. Tras la precipitada huida de los dos miembros de ETA y permanecer escondidos durante varias horas fueron localizados por miembros de la Guardia Civil. En el posterior cacheo los agentes localizaron el arma de Etxebarrieta. En ese momento se produjo un forcejeo y un tiroteo que acabó con su vida. Véase La revista de El Mundo, 7 de junio de 1998. 12   El historiador abertzale José María Lorenzo Espinosa es uno de los que más se ha afanado en explicar/justificar la supuestamente inevitable violencia de ETA. Véase http://www.euskomedia.org/PDFAnlt/vasconia/vas26/26271276.pdf.

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sino, sobre todo, fue una organización antiespañola, revolucionaria y abertzale radical y fue antifranquista accidentalmente, como consecuencia de todo lo demás (Jauregui, 2000; Garmendia, 2000, y Fernández y López, 2012). En segundo lugar, no fue la única organización en el País Vasco que participó en esa lucha. Como hemos apuntado en otros trabajos, la izquierda, tanto la vinculada a las escisiones de ETA, como la protagonizada por las CCOO de Euskadi y el PCE y, en menor medida, otras organizaciones de la izquierda no nacionalista, como el PSOE, la UGT o ESBA (López, Losada y Carnicero, 2013) tuvieron un importante protagonismo, cuya «memoria histórica» ha sido prácticamente laminada del relato histórico difundido por el nacionalismo, tanto en su versión moderada como en su versión radical (Pérez, 2013). Por último, habría que referirse al carácter «inevitable» de esa lucha violenta y de respuesta de ETA, surgida de una percepción de Euskal Herria como país ocupado, una violencia que, de este modo, quedaría plenamente justificada. Ciertamente, esta percepción agónica de un país invadido y de una cultura en trance de desaparición influyó en la decisión de los militantes de ETA de empuñar las armas, pero fue su propia voluntad la que les llevó a tomar esa decisión. Sin tener en cuenta esta voluntad no se comprende por qué la mayoría de las organizaciones antifranquistas no se sintieron impelidas a matar para defender sus opiniones (Fernández y López, 2012: 332). El (inconcebible) franquismo vasco La comunidad nacionalista vasca consiguió, a partir de los años sesenta del siglo xx, elaborar y difundir con éxito un determinado tipo de memoria donde tanto la guerra como la posguerra tuvieron como protagonista principal al pueblo vasco y al franquismo. El País Vasco «es el único lugar de España [con la excepción, quizá, de Cataluña] donde los opositores antifranquistas no son la suma de opciones personales más o menos organizadas en la resistencia, vinculadas por ejemplo a partidos o sindicatos, sino el Pueblo como tal» (Rivera, 2004: 66-67). La construcción de este relato, y su difusión en su versión clásica o actualizada por el nacionalismo radical, presenta al vasco como un pueblo oprimido y, a pesar de ello, prácticamente levantado en armas contra el franquismo, y evita, a partir de esta versión, enfrentarse con

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una cuestión fundamental que pondría en solfa este relato: la existencia de una parte importante de ese «pueblo» que de un modo u otro, de forma entusiasta en algunos casos o de forma silenciosa, apoyó o transigió con el régimen de Franco. La nueva producción abertzale abunda en esta cuestión. Especialmente representativo de esta concepción resulta Egaña (2011a) en su análisis de las bases políticas y sociales de la dictadura en el País Vasco. Tras un título y un arranque prometedor por lo inusual, «La sociedad vasca aliada del franquismo», al final todo se resume en un conjunto de individuos que participaron activamente en la arquitectura del franquismo, pero que por lo visto no formaban parte en ningún caso del pueblo vasco, tan enfáticamente apelado en otras ocasiones, ni siquiera de la sociedad vasca. Su colaboración con el franquismo les privó automáticamente de su condición de vascos. Ningún nacionalista, por supuesto —aquellos que aparecen ni siquiera son citados por su conocida filiación política, sino por ser empresarios para justificar de paso su secuestro (y asesinato) a manos de ETA, como en el caso de Ángel Berazadi—, pero tampoco ninguna mención a las clases medias ni a los trabajadores, que mayoritariamente parecieron enrolarse en las filas del movimiento obrero y la oposición antifranquista. Se soslaya con este silencio la incomodidad de un tema crucial como el amplio consenso social que consiguió urdir el franquismo y que facilitó su persistencia a lo largo de casi cuatro décadas de dictadura, tanto en el País Vasco como en el resto de España. En este sentido, sigue resultando mucho más creíble el texto que publicó en 1956 el líder del PNV Javier de Landaburu, cuando afirmaba lo siguiente en la famosa La causa del pueblo vasco: «Muchos de esos mismos patronos vascos que han sido o son patriotas en lo más hondo de su conciencia, han adquirido desde la guerra civil una segunda naturaleza con la que están en conflicto último todos los días de estos años. Abominan del régimen franquista [...] pero están congraciados con el propio régimen que ha favorecido la audacia estraperlista, la habilidad del más astuto, al mismo tiempo que, por ley penal les evita las huelgas de los obreros [...] De entre sus propietarios y gerentes los hay que siguen siendo patriotas, pero tienen pocas ganas de que desaparezca la cómoda dictadura» (González Portilla y Garmendia, 1993: 195).

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A veces conviene recordar lo obvio: a partir de mediados de los años cuarenta la represión más dura, la que había terminado con la vida de miles de personas en las cunetas o en los paredones de fusilamiento, la misma que había llenado las cárceles de presos políticos, fue dando paso a otro tipo de represión más soterrada y cotidiana. El país entraba en una nueva fase de su historia donde abrazó los principios de la modernización y liberalización económica sin que ello supusiera un replanteamiento de su régimen dictatorial. Los tremendos cambios económicos y sociales que se produjeron en España —y especialmente en el País Vasco a partir de los años cincuenta— dieron lugar a la aparición, o reaparición en algunos casos, de fenómenos como la inmigración, que cambiaron radicalmente la sociedad vasca. Las prometedoras expectativas económicas generadas por el final de la política autárquica y la puesta en marcha de las primeras medidas liberalizadoras tuvieron unos efectos determinantes a corto plazo. Todas esas transformaciones que cambiaron la morfología de las ciudades, que destruyeron algunos de los espacios tradicionales de sociabilidad e impulsaron directa o indirectamente a partir de finales de los años cincuenta el crecimiento económico, pero también la aparición de fuertes tensiones sociales y laborales, afectaron profundamente al mundo nacionalista (Onaindia, 2001; Juaristi, 1997; Gurruchaga, 1985, y Pérez-Agote, 1984), que asistió boquiabierto a cómo el mundo en el que habían vivido parecía en peligro de desaparecer, donde, además, en determinados ambientes los inmigrantes fueron percibidos como agentes de la colonización española. Sin embargo, todas estas tensiones y contradicciones, que estuvieron también presentes en el origen de la propia ETA, surgieron al calor de un proceso de crecimiento económico que contribuyó poderosamente a hacer más llevadera la dictadura. En el País Vasco había trabajo para todos (Pérez, 2001). Los años sesenta fueron el escenario de importantes huelgas y protestas, pero también de importantes mejoras salariales que permitieron a cientos de miles de familias acceder a la sociedad de consumo, hacerse con una vivienda en propiedad y dar estudios a sus hijos. Curiosamente muchas de las zonas donde ETA se nutrió de un mayor número de militantes fueron algunas donde se registraron los mayores niveles de vida. En 1960 y cuarenta años más tarde. Y todo este proceso no impidió que, con las tensiones sociales, los problemas laborales y, más tarde, con la aparición de ETA y su violencia, el País Vasco se convirtiera también en el foco más im-

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portante, ahora sí, de la represión franquista a lo largo de los últimos años del franquismo. La puesta en marcha del Tribunal de Orden Público; la actuación indiscriminada de las fuerzas de seguridad contra el nacionalismo radical, contra el movimiento obrero y la oposición antifranquista, con detenciones masivas, malos tratos y torturas, y el establecimiento de numerosos estados de excepción contribuyeron, además, a generar un clima de solidaridad con los represaliados, incluidos los miembros de ETA, como sucedió con motivo del Juicio de Burgos (Pérez, 2013). Pero, dicho esto, explicar la existencia del franquismo como un régimen únicamente basado en la imposición de un estado policial no contribuye a comprender en absoluto su pervivencia durante casi cuatro décadas. En cualquier caso también es necesario reconocer que la cuestión del consenso, el por entonces denominado franquismo sociológico, sigue siendo un tema pendiente en la historiografía profesional, que mayoritariamente se ha centrado en otras cuestiones más heroicas del pasado, como la propia lucha antifranquista. Y esta carencia, que impide comprender la complejidad y la evolución de una sociedad bajo un régimen dictatorial como el de Franco, adquiere un perfil diferente cuando sostiene, como en el País Vasco, una determinada versión del pasado que está al servicio de un proyecto político. Todo ello cobró una enorme importancia a lo largo de los turbulentos años de la Transición, donde el pasado parecía aún demasiado presente y donde la narrativa sobre la legitimidad de este proceso dejó al descubierto algunos de los problemas que se arrastrarían durante décadas. La «memoria autonomista» Es discutible que en la España de la Transición hubiera un «pacto de olvido». Estamos más próximos a la interpretación de que se «echó al olvido» la historia reciente, lo que sugiere que hubo una extendida voluntad de mirar hacia el futuro para superar un pasado que no se ignoraba, pero que, por ser fuente de hondas divisiones, se pretendía dejar atrás en pos de un nuevo contrato ciudadano (Juliá, 2003). En el País Vasco puede afirmarse que no sólo no hubo «pacto de olvido», sino que la democratización de la segunda mitad de los setenta y principios de los ochenta fue un tiempo cargado de prédicas a la memoria. Ahí están, como muestra, las abundantes apelacio-

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nes a los territorios históricos de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, que conformarían una nacionalidad histórica, con sus derechos históricos, finalmente sancionados por la Constitución de 1978 (Molina, 2009a: 254). Esa memoria se plasmaba en el espacio público de muy diversas maneras y a través de variados canales. Uno de los más destacados fue lo que aquí vamos a denominar la «memoria autonomista», es decir, una narrativa promovida en torno a las principales instituciones del autogobierno de Euskadi, en la cual éstas ubicaron su legitimidad de origen. El 31 de marzo de 1980 se celebró la sesión constitutiva del Parlamento vasco en Guernica. En sentido estricto, el suceso era inédito: con anterioridad nunca había existido tal institución. No obstante, allí no se manifestó ninguna sensación de novedad; las numerosas referencias que aquel día se hicieron estuvieron encaminadas a mostrar, tanto explícitamente (en discursos) como implícitamente (mediante alegorías), que el pasado de los vascos había sido una larga sucesión de etapas que, tras afrontar numerosas dificultades, había culminado en el referido acontecimiento. El acto se celebró, significativamente, en la Casa de Juntas, junto al viejo roble que, a decir del lehendakari Jesús María Leizaola, no era sólo «un símbolo de las libertades vascas, sino un símbolo de la propia libertad» 13. Era el mismo lugar donde casi cuarenta y cuatro años atrás había jurado el Gobierno Vasco de José Antonio Aguirre, en plena Guerra Civil, cuyo desenlace interrumpió bruscamente el desarrollo de aquel breve autogobierno. Por razón de edad, presidió transitoriamente la sesión el propio Leizaola, un político de la generación de Aguirre, que había conocido de primera mano la guerra y que sucedió a este último al frente del Gobierno de Euskadi en el exilio cuando murió en 1960. Leizaola abrió la asamblea asegurando que «desde 1839 el País Vasco ha visto abolida su calidad legislativa». A partir de este día de 1980, continuó, tres provincias, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, «asumen unidas y bajo el nombre de País Vasco su derecho a legislar». A decir del veterano dirigente peneuvista, que bebía de las tesis historicistas de Sabino Arana, había existido un largo paréntesis de 13   Las citas de la sesión constituyente del Parlamento vasco proceden del Diario de Sesiones, disponible online en http://www.parlamentovasco.euskolegebiltzarra.org/es.

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casi ciento cuarenta años, desde el final de la Primera Guerra Carlista. Los vascos, venía a expresarse, en realidad no estaban generando, sino regenerando lo que tiempo atrás habrían perdido, aprovechando esa «primavera de Euskadi» que fue la Transición. Este tipo de declaraciones no eran aisladas, sino que se integraban en la «memoria histórica del nacionalismo vasco», que tuvo una importancia crucial para la «articulación autonómica» en la Euskadi de la Transición (Corcuera, 1991: 309). Su máxima expresión movilizadora fueron las manifestaciones promovidas en 1978 por el PNV en Bilbao, Vitoria, San Sebastián y Pamplona a favor del reconocimiento de «los derechos históricos de Euskadi» en la Constitución, que, según El País (1 de octubre de 1978) juntaron a unas 60.000 personas. Este tipo de eventos, así como la argumentación de Leizaola y la propia escenografía del acto de Guernica de 1980, engarzan con lo que Hobsbawm ha denominado la «invención de la tradición» (Hobsbawm y Ranger, 2009). Se trata de un fenómeno universal que conlleva el fomento de prácticas presentadas como añejas, aunque no siempre lo sean, y que albergaba, en el caso que nos ocupa, el propósito de nacionalizar la nueva cultura autonómica. El lector interesado puede adentrarse en esta «invención del pasado» en obras recientes que prestan especial atención a Euskadi (Castells, Cajal y Molina, 2007; Arbaiza y Pérez-Fuentes, 2007, y Montero, 2011). Aquí, el proceso de revigorización nacional hundía sus raíces en los años sesenta. Desde la transición democrática la «comunidad imaginada» vasca (imaginación que, sin presumir connotaciones peyorativas, se refiere más a lo creativo que a lo fantasioso, según señaló Anderson, 2007: 24) se reforzó institucionalmente. El jeltzale Juan José Pujana, elegido para encabezar la Cámara vasca, fue el encargado de cerrar la reunión de Guernica. Se mostró sobrecogido porque «acaban de nombrarme presidente del primer Parlamento que tiene Euskadi después de ocho siglos». Unas palabras que, sin especificar, seguramente apelaban a la época de la división dinástica del reino de Navarra. Acto seguido, Pujana ubicó secuencialmente la sesión en el marco de un renacimiento étnico vasco: «El pueblo más antiguo de Europa, el más atacado, el más oprimido, constituye este Parlamento por deseo propio y por su mandato, porque quiere vivir democráticamente, porque quiere permanecer en la igualdad, porque quiere vivir en justicia. El Pueblo Vasco está resurgiendo de sus cenizas». Las últimas frases de Pujana estuvieron dedi-

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cadas a insistir, en tono solemne, en el continuum pasado-presente en el que estarían situados los allí presentes: «Para finalizar, quisiera recordar a tantos y tantos que han hecho que hoy esto sea posible. Comenzando en Orreaga [Roncesvalles, 778], siguiendo por los doscientos gallardos soldados del nefasto castillo de Amaiur [Maya, 1522], la Guerra Carlista, la de 1936 y hasta la de los que han luchado por la libertad durante los últimos cuarenta años. Cuántos muertos, cuántos exiliados, cuántos encarcelados, cuántas lágrimas, cuánto sufrimiento. Para todos ellos honor de patria, cariño y agradecimiento, a nativos y foráneos, estáis para siempre en el cielo de Euskadi. Declaro que en esta Gernika sagrada, el 31 de marzo de 1980, se constituye el Parlamento de Euskadi».

Tanto en las palabras de Leizaola como en las de Pujana sobresalen varios de los ingredientes de la «memoria autonomista» como narrativa oficial y, por ende, dominante desde entonces. Primero, era una memoria colectiva que conectaba sucesos remotos, catalogándolos como expresiones del conflicto de identidad de un pueblo, en lugar de como pugnas que no necesariamente tenían un revestimiento étnico ni una clave nacional (vasca), sino que habían enfrentado, en coyunturas muy diferentes, a diversos bandos nobiliarios, clericales y anticlericales, absolutistas y liberales, monárquicos y republicanos, demócratas y totalitarios; unos conflictos que, por lo demás, no fueron una excepcionalidad local, sino que se reprodujeron en el marco europeo. Segundo, era un relato autoindulgente, que retomaba ciertos mitos sobre los vascos difundidos en la literatura fuerista del siglo xix, caso de su secular búsqueda de la libertad (algo que, lejos de ser excepcional, se halla en todos los romanticismos europeos). Según sostuvo Leizaola en aquella sesión de marzo de 1980, el pasado demostraba «la constante del hombre vasco en encontrar la libertad», un afán que, según el viejo lehendakari, explicaría la creación del actual Parlamento. En otro pasaje de su discurso, Leizaola añadió que «las leyes que salgan de aquí pueden ser aprobadas por todos los partidos o por al menos la mayoría. Es así como han actuado los vascos en este siglo, y no de cualquier forma». Se olvidaba así a los vascos que habían respaldado a Franco contra la legalidad republicana o, si retrocedemos más en el tiempo, a los que habían respaldado las «cadenas» del absolutismo frente al parlamentarismo liberal.

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En tercer y último lugar, como toda memoria, la autonomista también se caracterizaba por la vaguedad a la hora de escoger sus principales enclaves. La evocación del pasado, dependiendo de quien la hiciera, unas veces arrancaba desde la Edad Media, con la batalla de Orreaga-Roncesvalles. Otras ocasiones incluía la experiencia del reino de Navarra. Pero normalmente partía de las guerras civiles de los siglos xix y xx y, singularmente, de la de 1936. Esta falta de precisión, lejos de restar credibilidad, confería suficiente flexibilidad para que el relato, en sus rasgos básicos, fuese asumido tanto por nacionalistas vascos como por otros sectores. Naturalmente no existió algo así como una «memoria vasca» común. El centro y la derecha carecían de un bagaje autonomista. Durante la Transición ello fue suplido por invocaciones foralistas de UCD y, en Navarra, de UPN. Alianza Popular, por su parte, pidió el no en el referéndum del Estatuto de 1979, en defensa de una idea alternativa, más centralizada, de España. Antes de su evolución hacia la heterodoxia nacionalista, la «combativa» visión del pasado de Euskadiko Ezkerra tenía mucho que ver con la sostenida desde la «izquierda abertzale» más intransigente, en la que más adelante nos detendremos, aunque las lecciones que se extraían de ese pasado eran distintas y, en el caso de EE, no impedían su participación en el Parlamento vasco (Fernández, 2013a). De modo que la «memoria autonomista» fue compartida, con las diferencias que veremos en su momento, básicamente por el PNV y el PSOE, las dos principales fuerzas procedentes del Gobierno Vasco en el exilio. Ambos fueron los partidos que obtuvieron más votos en las primeras elecciones democráticas tras el franquismo, las de junio de 1977, por lo que su centralidad les hace particularmente interesantes. Los socialistas asumieron ciertos «lugares de memoria» (Nora, 1997: 23-43) que en su origen eran nacionalistas y cuyo uso institucional procedía del primer Gobierno Vasco, en cuyo legado se quiso inscribir el de Carlos Garaikoetxea desde 1980. Es el caso de algunos de los principales distintivos del país: la bandera y el escudo. Durante la transición el PSE, que se configuró en 1977 por vez primera como una federación autónoma del Partido Socialista, se propuso deliberadamente contribuir a la construcción de la «nacionalidad vasca» 14. Las izquierdas en su conjunto venían recibiendo la influencia de unos   José María (Txiki) Benegas, «Estrategia política para Euskadi», conferencia

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nacionalismos periféricos, especialmente el vasco y el catalán, prestigiados y en auge desde el tardofranquismo (Blas, 1988; Quiroga, 2009, y Miccichè, 2009). Sin perder de vista este último aspecto, en lo que respecta a las identidades territoriales puede ubicarse al socialismo democrático vasco en el terreno del regionalismo, con una intensidad intermitente, desde Indalecio Prieto y su promoción del Estatuto de 1936. Si hasta la fecha no se ha relacionado al PSOE vasco con el regionalismo ha sido porque esta corriente aparece más nítidamente vinculada al conservadurismo que al progresismo en diferentes experiencias históricas. También por una carencia de elementos comparativos, por ejemplo, con el socialismo de Valonia, que contribuyó a que el regionalismo tomara allí un cariz de izquierdas. Y finalmente, porque la hegemonía del pensamiento nacional ha sumido en la sombra historiográfica otros tipos de identidad territorial (Ginderachter, 2012: 210), convirtiéndose el nacionalismo, en nuestro caso el vasco o el español, en la medida de referencia. Durante la Transición, en el terreno cultural, el PSE impulsó la dignificación de la lengua vernácula y la preservación de la identidad vasca, sin verla de forma excluyente respecto de la española, lo que amparaba los dobles afectos patrióticos. Asimismo, en el terreno político demandó más capacidad de autogobierno y, aunque se mostró hasta finales de los setenta proclive al derecho de autodeterminación, nunca defendió la secesión, sino la permanencia de Euskadi en España, dentro de una estructura federal solidaria con los otros «pueblos que integran el Estado». Las diferencias fundamentales de esta propuesta con la del nacionalismo son que la última defiende una única identidad vasca y se plantea el objetivo de la creación de un Estado propio. Algunos, los más radicales, lo demandan de forma inmediata y otros, de tendencia moderada, tras un proceso de concienciación durante el que, por posibilismo, no tienen por qué reclamar necesariamente la independencia. En esa labor regionalista, que no fue su principal sello de distinción, sino uno de los aspectos de su política, el PSE carecía de símbolos propios, y hubo de abastecerse de los procedentes de la tradición nacionalista, contribuyendo así, indirectamente, a reforzar a en el Club Siglo XXI de Madrid, 17 de octubre de 1978, p. 6. Véase Archivos de la Fundación Sancho el Sabio.

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esta cultura política (naturalizando algunas de sus demandas como las consustanciales al país). He ahí, como hemos visto, la asunción de la bandera, el escudo o determinadas visiones acerca del pasado reciente. José María («Txiki») Benegas, secretario general del Partido Socialista de Euskadi, interpretó en 1978 que los cuarenta años de represión franquista se habían desplegado de manera «implacable» contra el pueblo vasco, en lugar de enmarcar la dictadura, de manera más amplia, como un régimen contra el pluralismo, y olvidando la participación de una parte importante de ese pueblo en el «Alzamiento Nacional» y su posterior colaboración con las autoridades del nuevo Estado 15. Las evocaciones en pretérito del PSE solían quedarse en 1890, fecha de la primera huelga general de los mineros de Vizcaya, por lo que respecta al recuerdo de las luchas sociales, y en 1936 por lo que atañe a la «memoria autonomista». Pero en este último terreno en ocasiones puntuales se iba más lejos en el tiempo, y se hacía por influjo del discurso nacionalista. La «Alternativa Política» del PSE, aprobada en su primer congreso, de marzo de 1977, subrayaba que, tras la abolición foral de 1876, «la historia del pueblo vasco va a ser la historia de la búsqueda de su identidad nacional, la lucha por recobrar sus facultades autonómicas, perdidas a manos de un Estado férreamente centralizado» (Benegas y Díaz, 1977: 38). Los dirigentes del PSE combinaban este tipo de referencias pretéritas, más episódicas que las realizadas por los del PNV, con otras apelaciones a la nueva legitimidad surgida de la Constitución española y el Estatuto de Autonomía, y a Euskadi como una comunidad en edificación, nunca antes articulada de modo jurídico-político. El relativo éxito del discurso mnemónico autonomista tiene que ver con varios aspectos de la época. El auge del abertzalismo en la Transición, paralelo al descrédito de un nacionalismo español ligado a la dictadura franquista, incluyó la potenciación de una visión retrospectiva de la época contemporánea intensamente etnicista. Esta perspectiva no era radicalmente original. Estaba apoyada sobre una literatura historicista que venía subrayando, con especial viveza desde finales del siglo xix, la secular singularidad e independencia de los vascos. Ello vino a sumarse a la actualización de la memoria (Guernica, fueros, Aguirre...) en actos públicos e institucionales de la nueva autonomía.   Ibid., p. 2.

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Al tiempo que la historiografía vasca comenzaba a asentarse profesionalmente en una universidad pública propia, otros eruditos ajenos a la misma, como Manuel Estomba y Donato Arrinda (ambos sacerdotes, lo que no resulta casual a tenor del relevante papel del clero en el «renacimiento» cultural vasco), publicaban una obra notablemente difundida, con la colaboración de las cajas de ahorros vascas. El libro incluía breves textos de artistas e intelectuales de la talla de Jorge Oteiza, Julio Caro Baroja, Andrés de Mañaricúa o José Miguel de Barandiarán, así como, procedentes del terreno político, los jeltzales Manuel de Irujo y el ya citado Jesús María Leizaola. Se trataba de una obra en la que se reproducían características básicas de esa «memoria autonomista» que hemos descrito. Estomba y Arrinda, explica el escritor Luis de Castresana en el prólogo, «nos cuentan la historia del pueblo vasco [...] desde Santimamiñe al Estatuto». Y lo hacían, según el mismo autor, planteando la evolución de «Euskalerria» como un sujeto personalizado que habría hecho una «ininterrumpida carrera de relevos» (Estomba y Arrinda, 1980: 7-8). El libro culmina con el que sería, hasta esa fecha, el último hito: las fotos de los sesenta miembros del primer Parlamento vasco. Se iban sumando así granos de arena para hacer país y justificar, de paso, las hondas raíces de las nuevas instituciones propias. La transición banalizada: usos políticos y vacíos historiográficos En la Transición surgió una generación de historiadores del País Vasco que aplicaron criterios metodológicos modernos, parangonables a los de sus colegas europeos. Pese a su larga y excelente labor, ciertos errores sobre el pasado de los vascos (entre ellos, la revisión de toda la etapa contemporánea en términos de despertar nacional) siguen gozando de una extraordinaria vitalidad. No conviene sobrevalorar la influencia social de los historiadores, quienes muchas veces permanecen ajenos a los canales de comunicación de masas de la sociedad de la información. Las obras de aquéllos, frecuentemente poco difundidas, han convivido en el espacio público con la consabida «memoria autonomista», que tiene su propia producción pedagógica (que incluye aspectos tan difusos y cotidianos como el callejero o la estatuaria urbana). Los historiadores de la mencionada generación de los años setenta miraron primero hacia las guerras carlistas y la Restauración, y luego,

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ya en la década de 1980, hacia la Segunda República y la Guerra Civil (Granja, 2012: 13). Sólo recientemente y de forma todavía incompleta se ha abordado el estudio riguroso del franquismo. La cosecha historiográfica sobre la Transición en Euskadi es todavía más escasa. Hay una carencia de monografías, que ya no es tan patente como la que algunos autores constataban que existía hace unos años (Pablo, 2005, y Pérez, 2007: 391), pero que resulta todavía llamativa. Sobre todo si lo comparamos con la producción sobre la misma etapa en la Comunidad Foral de Navarra, sensiblemente más abundante (ciñéndonos a los libros, véase Gortari, 1995; Ramírez Sádaba, 1999, y Baraibar, 2004). Hablamos de un período cercano, sobre el que todavía hay poca perspectiva temporal, así como dificultades en el acceso a cierta documentación, sobre todo de procedencia institucional. Eso sí, en lugares como Cataluña, Andalucía, La Rioja o Castilla-La Mancha los historiadores vienen abordando la Transición ya desde hace años. El proceso de democratización se desarrolló allí siguiendo unos parámetros diferentes de los del País Vasco, menos violentos y más consensuados (Rivera, 2001: 177, y 2007: 315), lo que ha hecho que la aproximación científica no sea tan incómoda. En suma, la historiografía vasca ha llegado tarde al análisis del franquismo, la Transición y la posterior etapa democrática, en parte por la presión del terrorismo de ETA y en parte, también, porque ciertas certezas del conocimiento histórico se enfrentan a lugares comunes muy asentados, como la unanimidad del pueblo vasco contra Franco. Los frutos de esa historiografía, como ocurre en tantos otros lugares, han sido repetidamente ignorados, nivelados o incluso subordinados a los de los creadores de una memoria indulgente. Historiadores y otros científicos sociales, como hijos de su tiempo, también han recurrido a un canon explicativo prenacionalista (vasco) del fuerismo decimonónico, cuando dicho fenómeno tuvo su propia función histórica, sin derivar luego necesariamente en un movimiento de separación (Molina, 2007b: 68). La «memoria autonomista» ha reemplazado, en éxito público, la escasa influencia social de los historiadores. Suministra a la ciudadanía una representación de su distinción (más antigüedad, más singularidad histórica, lingüística y cultural, más tradición de autogobierno igualitario) frente a otras regiones de España, una percepción que, en su extremo, llega a tomar la forma de superioridad, lo que resulta de una autocomplacencia difícil de deconstruir y que puede

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contemplarse en las expresiones más populares de esta representación, vinculadas sustancialmente al mundo del deporte. La versión nacionalista moderada de la «memoria autonomista» introduce algunas variantes propias. Hace hincapié en que los problemas de la historia de los vascos, más que ser internos, han tenido como causante un agente externo, frente al que el pueblo habría mostrado una respuesta tendente a afirmar una creciente autoconciencia. Considera, asimismo, las Juntas forales como precedentes directos del Parlamento vasco, pese a su naturaleza de órganos provinciales. E insiste, de forma más tácita que explícita, en la provisionalidad del Parlamento vasco, que no es tenido como un fin en sí mismo, sino como un escalón hacia otro estadio. Para los abertzales, el futuro Parlamento nacional no sólo agrupará a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, sino también a Navarra y el País Vasco francés. Juan José Pujana lo expresó de la siguiente manera en la Casa de Juntas de Guernica en marzo de 1980: «Cuando las regiones vascas no presentes aquí decidan voluntariamente venir a la casa de su padre tengan entonces aquí el lugar que les corresponde. Que vengan cuanto antes». Un lugar que, se deduce, les correspondería de una forma natural, por imperativo histórico. Si, como decíamos, la Transición en el País Vasco fue una etapa histórica rebosante de apelaciones a la memoria, con el paso de los años esa misma etapa ha acabado integrada, como un nuevo jalón, en los relatos memorialísticos más exitosos, tanto en el institucional (que lo ve como un momento de acrecentamiento de la conciencia de la nación vasca, aunque desde una lectura insatisfactoria, subrayando lo mucho que faltaría por hacer más que lo conseguido) como en el alternativo de los más radicales (que lo ve como una ocasión perdida). Para los abertzales, la transición a la democracia no trajo lo que demandaban y lo que el curso de la historia parecería indicar que se debía obtener: más autoconciencia nacional y Estado propio. Ello explica que la Transición haya sido desde banalizada hasta impugnada. Ahora bien, una transición democrática trae el pluralismo, no necesariamente la resolución de las demandas particulares. La Transición abrió un período de importante descentralización, pero las normas básicas establecidas en aquella época también tenían sus límites. Cuando esos márgenes se hicieron más evidentes, el nacionalismo vasco defendió su ampliación sin plantearlo como una cuestión de programa político, sino nuevamente achacando a un agente externo la fuente del mal, en este caso cargando contra la forma como

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se hizo la Transición y sus posteriores desarrollos. La clave del problema no reside en las competencias todavía no transferidas a la Comunidad Autónoma Vasca, aspecto que es presentado como un incumplimiento de sus compromisos que habría hecho crecer la desafección hacia el Estado en Euskadi. El meollo de la cuestión está en que todas las más importantes (enseñanza, sanidad, policía autónoma, cultura, asistencia social...) ya han sido transferidas. En el País Vasco son abundantes los discursos políticos que insisten en la idea de que la transición está todavía incompleta. Esta lectura del período se extiende en el nacionalismo vasco moderado entre personas que han ejercido destacados cargos de responsabilidad, como Xabier Arzalluz o Carlos Garaikoetxea. El primero parafraseó el concepto de «ruptura escalonada» con el franquismo, acuñado por Tierno Galván, para afirmar que a mediados de los años ochenta todavía se estaba prolongando el escalonamiento. En el fondo se trataba de minimizar el alcance de los cambios habidos en España en el curso de una década desde la muerte de Franco. El segundo, por su parte, tituló sus memorias políticas con la expresión «transición inacabada» (Arzalluz, 1986, y Garaikoetxea, 2002). Bajo el prisma de estos exdirigentes políticos la transición se completará en toda su plenitud cuando el Estado asuma el conjunto de las reivindicaciones abertzales. La evolución soberanista del PNV a finales de los noventa, que conllevó una banalización de la Transición cada vez más intensa, condujo a un deslizamiento desde la «memoria autonomista» hacia otro tipo de narrativa, la del «conflicto vasco». En ella el PNV compartía más con el mundo abertzale radical (al que se acercó en el Pacto de Estella-Lizarra, 1998) que con el Partido Socialista de Euskadi, con el que había venido formando Gobiernos de coalición durante más de una década de desarrollo del autogobierno vasco, entre 1987 y 1998. Este paso del PNV supuso un reequilibrio entre las dos almas que tradicionalmente han estado presentes en su seno, lo que ha sido denominado su «péndulo patriótico» (Pablo, Mees y Rodríguez Ranz, 1999). La propia «memoria autonomista» encerraba suficiente ambigüedad en la defensa de las instituciones del autogobierno (con la mencionada sensación de provisionalidad) como para poder ser sustituida en un momento dado por la «memoria del conflicto». El momento llegó en un contexto de temor del PNV a la pérdida de poder tras el fenómeno conocido como el «espíritu de Ermua», que, aparte de generar una inédita contestación social contra el terrorismo, acarreó un reverdecimiento de los partidos no abertzales en Euskadi.

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Desde otras posturas políticas y con otras finalidades diferentes a las de los nacionalistas moderados, acontecimientos recientes, como el acceso a la Lehendakaritza por vez primera de un socialista, Patxi López, o, poco después, el «cese definitivo» del terrorismo de ETA, también han dado pie a interpretaciones sobre el cierre de la transición en Euskadi. Lo primero fue sostenido por el dirigente del ­PSE-EE José Antonio Pastor (en El Mundo, 7 de mayo de 2009) y lo segundo por el periodista y filósofo Josep Ramoneda (en El País, 20 de octubre de 2011). Ahora bien, desde un punto de vista histórico la transición política a la democracia fue un ciclo corto que, en cualquier caso, no se prolongó más allá de 1982, con la victoria del PSOE en las elecciones generales de aquel año. La discusión que debe plantearse, por tanto, no es si hubo o no una transición, sino, primero, en qué medida, quiénes y por qué promovieron actitudes bien contrarias bien favorables al pluralismo, y, segundo, establecer los límites cronológicos del proceso, cuestión sobre la que no existe consenso ni para el caso del País Vasco ni para España en su conjunto. Pueden ponerse varios ejemplos que dan fe de las divisiones existentes entre autores de muy diversas orientaciones ideológicas y herramientas metodológicas. El historiador José Antonio Pérez abarca desde 1975, con la muerte de Franco, hasta 1979, fecha del Estatuto de Guernica. El periodista Joaquín Bardavío ubica la Transición entre el asesinato de Carrero Blanco en 1973 y la aprobación en referéndum de la Constitución en 1978. Por su parte, el politólogo Francisco Letamendia, en su momento diputado por el nacionalismo vasco radical (EE y Herri Batasuna), parte de 1976 con la aprobación de la Ley para la Reforma Política y no se molesta en poner una fecha final al proceso (Pérez, 2007; Bardavío, 2009, y Letamendia, 1995). La transición impugnada: la «reforma» del régimen En todo caso, lo que resulta claro es que la democratización de las instituciones no corrió en paralelo a la cimentación de una cultura democrática en todos los agentes políticos. No todas las fuerzas hicieron su particular transición paralela a la más general del país. Entre ellas destacó, por su relevancia numérica y su capacidad coactiva, el nacionalismo vasco radical. Además de mediante la violencia de ETA y los votos de HB, este sector escenificó su rechazo al proceso de de-

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mocratización adueñándose de las calles. Aquel 31 de marzo de 1980 en Guernica, los recién elegidos parlamentarios accedieron a la Casa de Juntas tras pasar ante un grupo de personas que clamaba a favor de los presos de ETA, sentando una dicotomía excluyente entre el pueblo manifestante, por un lado, y las nuevas instituciones, a las que no se reconocía como propias, por otro. El texto de Euskal Memoria al que nos referíamos páginas atrás culmina con un argumento previsible: si la guerra de 1936 no fue civil sino una invasión, si el franquismo fue un régimen contra Euskadi y no contra el pluralismo y, en definitiva, si la transición política no fue tal, sino que se trató de una reforma de la dictadura que dio paso (con la complacencia del nacionalismo moderado del PNV) a un sistema antidemocrático como el actual, donde se sigue persiguiendo al pueblo vasco, la «lucha armada de ETA» fue tan necesaria y legítima, y su historia tan ejemplar, como la de los gudaris de 1936. Manuel Montero señala, a este respecto, que «subsisten planteamientos que equiparan la Transición con el logro de sus objetivos políticos, y la legitimidad democrática no con la expresión de la voluntad popular, sino con la realización de la voluntad propia» (Montero, 1998: 119). El mito de la transición inexistente, núcleo básico de la visión del pasado reciente del nacionalismo vasco radical, se sostiene sobre dos grandes vulgatas asociadas. Primero, los vascos habrían dado un «gran no» a los consensos básicos de aquella época. Segundo, la violencia de ETA era inevitable después de la muerte de Franco y a pesar de la amnistía de finales de 1977. Rechazar dichos consensos era indispensable para mantener la idea de la continuidad entre regímenes: del Tribunal de Orden Público a la Audiencia Nacional, de Franco a Juan Carlos I, la misma policía con las mismas prácticas represivas, el velo de silencio extendido sobre el franquismo, etc. Es lo que el nacionalismo vasco radical ha mantenido hasta hoy en día. Martín Garitano, diputado general de Guipúzcoa por Bildu, aseguraba, a cuenta del intento de exhumación de varios gudaris y milicianos enterrados en Asturias, que «se ha querido esconder el período más doloroso y sangriento de nuestra historia a las siguientes generaciones» (El País, 26 de diciembre de 2012). Esto se dice con el indisimulado propósito de mezclar violencias y suavizar, así, la practicada por ETA, comprendiéndola como una respuesta ante graves atropellos previos. En este mismo sentido, la candidata a lehendakari por Euskal Herria Bildu para las elecciones autonómicas de 2012, Laura Mintegi,

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hizo un apresurado repaso al siglo xx asegurando que «quienes dieron el golpe de Estado» de 1936 «murieron en la cama» y condicionaron la posterior evolución de los acontecimientos. Permitieron así, seguía Mintegi, que se perpetuaran «los mismos tribunales especiales, jueces, Monarquía y poderes», de tal forma que la actual democracia sólo ha sufrido «cierto barniz, lifting y trabajo de chapa» respecto al franquismo (El Correo, 13 de octubre de 2012). En la Transición hubo graves problemas de orden público y de legitimidad de las fuerzas de orden público (torturas, intervenciones desproporcionadas y cierto clima de impunidad), asuntos que no pueden obviarse si se quiere trazar un cuadro completo de la época. El nuevo régimen democrático comenzaba a dar sus primeros pasos en un marasmo de violencia política que contribuyó a restarle legitimidad entre amplias capas de la población. Ahora bien, sin ignorar esos aspectos y sin que hubiera una ruptura tajante con el pasado franquista (por eso se denomina «transición» y no «revolución»), lo cierto es que al final del proceso (lo pongamos en 1978, 1979 o 1982) la España política se parecía en poco a la de 1975, con unas bases de legitimidad del Gobierno (los votos frente a la fuerza) absolutamente distintas. Claro que esos votos también son cuestionados desde el abertzalismo radical, puesto que su enfoque de las normas básicas de convivencia, Constitución y Estatuto, asegura que son instrumentos extraños, que fueron impugnados en Euskadi pero terminaron siendo impuestos desde Madrid, con la colaboración del PNV en el segundo caso. Respecto a la Carta Magna, la premisa partió ya desde el día después del referéndum, cuando el diario Egin (7 de diciembre de 1978) tituló con grandes caracteres: «Euskadi rechazó la Constitución». El PNV había llamado a la abstención, mientras que la «izquierda abertzale» (las formaciones integradas en HB, así como EIA, núcleo de EE) pidió el no. Ahora bien, como advirtió Azaola (1988: 346), abstenerse, votar en blanco o nulo no es lo mismo que rechazar. Siendo cierto que, en proporción al censo, hubo un número de votos afirmativos sensiblemente inferior al del resto de España (aunque aquí habría que distinguir los resultados de Navarra y Álava, más cercanos a la media española que en Vizcaya y Guipúzcoa), no cabe hablar en términos generales de refutación. El no fue la opción preferida por el 23,9 por 100 de los votantes en el País Vasco y por el 17,1 por 100 en Navarra. Menos de un año después se aprobó con holgura el Estatuto de Autonomía, también rechazado por los radicales, cuya legalidad procede de la Constitución.

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El círculo se cerraba asegurando que si el pueblo vasco demandaba una amnistía más amplia que la que se aprobó, que incluyera la autodeterminación y la expulsión de los «cuerpos represivos», y si se impuso una Constitución extranjera, entonces se comprendía que algunos no vieran más alternativa que tomar las armas. El mito de la inevitabilidad de ETA, que tanto tiene que ver con las lecturas fatalistas de diversas contiendas bélicas, como la de la Guerra Civil, hecha por líderes carismáticos de la derecha de los años treinta (Gil-Robles, 1968), queda subrayado en declaraciones como las de Arnaldo Otegi, portavoz del nacionalismo vasco radical. Para él no había ninguna generación de vascos que hubiera conocido la paz desde el siglo  xix, desde los levantamientos carlistas hasta ETA, de modo que el País Vasco habría estado «condenado a practicar la lucha armada» (Medem, 2003: 421-423). El cultivo de la memoria particular del nacionalismo vasco radical se intensificó a partir del establecimiento de su propio Gudari Eguna (día del combatiente nacionalista vasco), en conmemoración de los últimos fusilamientos del franquismo, los de los miembros de ETA político-militar Juan Paredes («Txiki») y Ángel Otaegui el 27 de septiembre de 1975. En realidad, desde la Transición se fue fijando un nutrido calendario martirológico (Casquete, 2009a), a medida que las oportunidades políticas acompañaron para desplegar en el espacio público sus demandas. Los «lugares de memoria» del abertzalismo radical han incluido desde espacios físicos como el «bosque de los gudaris» del monte Aritxulegi (Guipúzcoa) hasta la conmemoración del 20 de noviembre, fecha de los asesinatos de Santiago Brouard y Josu Muguruza, dos destacados dirigentes abertzales, a manos del GAL y de pistoleros ultraderechistas respectivamente (Pablo, Granja, Mees y Casquete, 2012). Y es que dicha memoria, concelebrada en la calle, se ha mantenido con listas de los nuevos agravios que «el enemigo» habría cometido hacia el «nosotros», así como con numerosas revisiones del pasado en libros, prensa o documentales afines. El mito de la invencibilidad de los vascos, que nutre el relato del conflicto, se plasmó en la Transición en unos movimientos de masas a los que se convirtió en la encarnación de la voluntad popular por encima de lo decidido en el Parlamento. Éstos mostrarían el rechazo del pueblo «más consciente» (Idígoras, 1999) a la amnistía, aun cuando la mayoría de las fuerzas políticas la respaldaban, así como la negativa a la creación de una comunidad propia en Navarra, una operación de ingeniería de Estado realizada al margen de la voluntad popular, se-

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gún asegura el dirigente de HB Floren Aoiz (Aoiz, 2005), sin explicar la evidencia de la voluntad mayoritaria de los propios navarros expresada libremente en las urnas. En definitiva, acontecimientos muy diversos se introducen en un canon en el que España y los españoles son la fuente de todo mal. Eso ocurre con las huelgas de Vitoria de marzo de 1976, una lucha obrera que, como ha explicado Carnicero (2009), tuvo una presencia irrelevante del elemento nacionalista vasco y que acabó con un balance de cinco muertos a resultas de la intervención brutal de la policía contra una asamblea de trabajadores. Episodios similares a los de Vitoria, con víctimas mortales por intervenciones de las fuerzas de orden público, se habían vivido a comienzos de la década de 1970 en El Ferrol, Barcelona, Granada o San Adrián de Besós, lo que ayuda a situar ese tipo de abusos dentro de un contexto general donde la víctima, más que «el pueblo vasco», fue la disidencia contra la dictadura. Pero la instrumentalización de los sucesos de Vitoria perdura hasta la actualidad y se ostenta de formas como la siguiente: «Los partidos que conforman Amaiur» (un nombre, por cierto, que es otro clásico «lugar de memoria» del abertzalismo) homenajearon en marzo de 2012 a los cinco trabajadores muertos y reclamaron «una verdadera transición democrática basada en el reconocimiento de Euskal Herria como nación» (Deia, 3 de marzo de 2012). En la actualidad más inmediata, el nacionalismo vasco radical ha abandonado el insurreccionalismo y se ha integrado en unas instituciones que despreciaba hasta hace poco. Pero su discurso sobre el pasado reciente no ha variado, puesto que ha girado de la justificación activa a la retrospectiva de la violencia de ETA. En palabras del exdirigente de Batasuna Pernando Barrena, la «izquierda abertzale» estaría dispuesta «a todo», siempre y cuando «no se le pida que abjure de su pasado» (El Correo, 3 de diciembre de 2012), una afirmación que por sí sola anula su voluntad de cambio, puesto que es la oscuridad de ese pasado la que conviene examinar a fondo. El cultivo de la memoria grupal, salvo excepciones poco representativas, ya no sirve para clamar por la continuidad del terrorismo, sino para hacer apología de su utilización pretérita. Los usos de la memoria se actualizan al compás de las necesidades de las nuevas estrategias políticas. Se sigue negando la existencia de una transición real mediante interpretaciones como la siguiente, que figura en una de las ponencias para el debate del congreso fundacional de Sortu, el nuevo partido de la «izquierda abertzale»: «Últimamente se han mos-

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trado con más claridad que nunca las carencias y vacíos de la tan ensalzada transición del franquismo, pues ha quedado en evidencia que construyeron un sistema político que está imposibilitado para desarrollar la democracia y los derechos» 16. Los déficits democráticos, en suma, son siempre de los otros. Conclusiones En 1613 los Estados Generales, máximo órgano político de las Provincias Unidas de los Países Bajos, adquirieron una serie de doce pinturas de Otto van Veen cuyo tema era la rebelión de los bátavos contra los romanos en los años 69 y 70 d. C. La idea era colgar los cuadros en los salones donde se reunía la asamblea para establecer un paralelismo entre aquella lejana revuelta y la reciente guerra de la joven República Neerlandesa contra Felipe II. El recurso a ciertos acontecimientos pretéritos para legitimar demandas del presente es una práctica secular. Desde antiguo, poderes públicos han hecho, como los Estados Generales, discursos sobre su pasado imaginario. Las culturas políticas modernas también suelen integrar una visión de sus orígenes con el fin de potenciar su cohesión interna (Berstein, 1999). Es cierto que, en sentido estricto, la memoria es personal (el recuerdo es intransferible) y está basada en experiencias directamente vividas (no se puede recordar lo que no se ha visto) (Juliá, 2010: 337 y 350). Pero, desde el momento en que ciertos recuerdos se comparten y se recrean socialmente, siempre con variados puntos de vista y grados de intensidad individuales, puede hablarse de memoria colectiva (Halbwachs, 2004: 50), entendiéndola como un fenómeno análogo a las prácticas y discursos que implican una representación grupal del pasado. Convengamos en que la memoria histórica, que de un modo flexible (sin ánimo de profundizar en un denso debate sobre estos conceptos, lo que nos llevaría lejos de nuestra intención) entendemos aquí como sinónimo de la memoria colectiva, es el uso público de un pasado esquematizado e incentivado, en muchas ocasiones, por de16  Sortzaile. Proceso constituyente de Sortu, ponencia 2, «Línea política». Véase http://www.naiz.eus/media/asset_publics/resources/000/015/241/original/ sortu_ponencia_politica.pdf (acceso: 4 de noviembre de 2014).

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mandas políticas del presente (Aguilar, 2008: 51). Por tanto, se trata de una representación que sirve para «reforzar los lazos de una identidad de familia, de grupo, de etnia, de raza, de religión, de nación, de lo que sea» (Juliá, 2010: 358). Siendo esto así, conviene distinguir entre muy diversos grados, formas y consecuencias de este fenómeno (Álvarez Junco, 1996: 182). Hay personas y organizaciones que pueden recurrir al pasado para conseguir un titular impactante (uso de la historia como herramienta de prestigio), o para idealizar determinados episodios en cuya tradición gustan de verse inscritos, frente a sus adversarios, a los que insertan en otra herencia menos luminosa. Es parte del trabajo de los historiadores señalar y analizar estas deformaciones, puesto que la memoria es siempre parcial y subjetiva, olvida tanto como lo que recuerda, mientras que la historiografía se pretende plural y compleja, proclive a no ocultar acontecimientos que resulten incómodos, y está sometida al escrutinio de la comunidad de profesionales. Ahora bien, dando un salto más lejos, hay otros agentes sociales que recurren a políticas de la memoria con el fin de justificar comportamientos inciviles. En estos casos, el papel de los historiadores no sólo consiste en desmontar las falacias de los constructos pseudohistóricos, sino en evitar su equiparación con otras formas de tergiversación que, aun careciendo de rigor, no sirven para poner en cuestión las bases de la convivencia de una sociedad. Es por ello que en este capítulo nos hemos centrado sobre todo al nacionalismo vasco radical, el principal agente que ha desafiado la pluralidad vasca en las últimas décadas. Convendría no ignorar esto último a la hora de materializar iniciativas bienintencionadas, como el Instituto de la Memoria del País Vasco que proyecta construir el Gobierno Vasco. Reunir en torno a un mismo centro la memoria de las víctimas de las diferentes formas de violencia política que se han vivido en el País Vasco durante los últimos cien años, desde la Guerra Civil y la represión franquista, pasando por el terrorismo y los abusos policiales que se produjeron hasta bien entrada la Transición, tiene un peligro evidente 17. Cada 17   Un ejemplo de ello lo tenemos en el proyecto de remodelación del Museo de la Paz de Gernika, donde de un modo u otro se reproduce el discurso del conflicto y el dibujo de una peculiar línea del tiempo que recogería diferentes expresiones de esas violencias.

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fenómeno corresponde a una determinada época y circunstancias y debe ser contextualizado para comprender el origen, el alcance y las consecuencias que tuvo. Sin establecer las diferencias oportunas entre las distintas formas de violencia política y, en definitiva, sin el análisis de los discursos y las prácticas que ensalzaron a los verdugos y criminalizaron a las víctimas, un proyecto de estas características puede acabar contribuyendo a sumir a las víctimas de todas estas diferentes violencias que se han vivido en el País Vasco en un marasmo de sufrimientos iguales que difumine la responsabilidad de los victimarios. Las apelaciones a una memoria inclusiva deben tener en cuenta estas consideraciones. La moda memorialista, explica Traverso (2007: 14-16), procede de la experiencia traumática de la arribada de la modernidad, con su introducción de cambios profundos (en forma de guerras brutales, represiones políticas, industrializaciones aceleradas, migraciones masivas) que alteraron bruscamente los referentes identitarios tradicionales y su transmisión intergeneracional. En el País Vasco el impacto de estos cambios fue muy notable, contribuyendo decisivamente al surgimiento del socialismo y el nacionalismo vascos en el tránsito entre los siglos xix y xx y, en la última recta de la dictadura franquista, al desarrollo de potentes ramas radicales de esas últimas culturas políticas. El imaginario del nacionalismo vasco radical ligado a ETA está, desde sus orígenes en la década de 1960, sazonado con memoria. Memoria, primero, de los gudaris muertos en la Guerra Civil, en cuyo nombre se proclamaba la continuidad de la contienda. Y luego, memoria de los etarras que fueron perdiendo la vida en su enfrentamiento contra las fuerzas de seguridad del Estado, empezando por «Txabi» Etxebarrieta en 1968. Las políticas de la muerte son, al mismo tiempo, políticas de la memoria (Casquete, 2009b: 342) porque, al traer al presente a alguien que ya no está, se establece de forma implícita una comunidad entre los vivos y los muertos, que formarían parte de un mismo grupo y que serían, por tanto, de los «nuestros» (Anderson, 2007: 274-276 y 286). La Transición fue un momento particularmente intenso en la dinámica de creación de acontecimientos mnemónicos, porque se presentó como una etapa clave para el renacimiento de la nación (para otros la nacionalidad) vasca. He ahí la conmemoración de «Txiki» y Otaegui, cuya sangre, proclamó el líder abertzale radical Telesforo Monzón, habría de ser simiente de nuevos gudaris que ocuparían el lugar de los caídos (Monzón, 1993: 78-79).

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A todos los ciudadanos les corresponde condenar este tipo de comportamientos que han servido para legitimar el terrorismo, contribuyendo a su perduración durante varias décadas. Es tarea de los historiadores analizar cómo y por qué dichas prácticas pudieron prender con fuerza y, en este sentido, su labor se habrá de alejar de simplificaciones para el consumo de los convencidos de antemano, partiendo de la idea de que en la historia nada es inevitable, sino el fruto de una compleja interacción de factores contextuales y decisiones individuales. A veces oponemos frontalmente historia y memoria, transmitiendo la idea de la conveniencia de una frente a otra, engordando sus virtudes y sus defectos. Pero historia y memoria no son antagónicas. La primera puede integrar a la segunda como una fuente rica para estudiar el pasado a través de las mentalidades, siempre que se emplee un método exigente, que vaya más allá de la superposición de testimonios (Confino, 2006: 170-171). Al mismo tiempo, la historia está entrecruzada por las experiencias y los recuerdos de quienes la escriben, seres humanos a fin de cuentas, con sus preocupaciones y sus anhelos, relacionados con la época que les ha tocado vivir. De ahí no debe derivarse una equiparación entre los historiadores y aquellos que practican una literatura histórica militante. El fenómeno de la memoria histórica, tan en boga en los últimos años (no sólo en España), ha fomentado desde saludables debates e interesantes aportaciones hasta una percepción, entre ciertos sectores, de que, mirando hacia atrás en el tiempo, cada uno dispone de su verdad (véase la cita con la que abrimos este capítulo), lo que envuelve un relativismo con consecuencias perniciosas. Autores como el citado Floren Aoiz o asociaciones del tipo Euskal Memoria o Ahaztuak 19361977 han apelado explícitamente a esta memoria histórica. Frente a esta producción que, en palabras de Pablo (2005: 406) es «apriorística y combativa», cabe reivindicar que «la Historia del presente no puede [...] reducirse a un problema de recuperación de la memoria histórica, a una «historización» de la memoria o a una historia de los imaginarios sociales» (Pasamar, 2008: 168). Como resumió un gran historiador lamentablemente desaparecido, historia y memoria «son hermanastras, y por eso se odian mutuamente a la vez que lo mucho que comparten les hace inseparables. Además, están obligadas a pelearse por una herencia que no pueden ni rechazar ni dividir. La

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memoria es más joven y más atractiva, mucho más predispuesta a seducir y ser seducida, y por tanto hace muchos más amigos. La historia es la otra hermana: algo adusta, poco atractiva y seria, más dada a retirarse que a participar en la charla ociosa. Y por eso políticamente es la menos solicitada del baile, el libro que se queda ahí, en la estantería» (Judt, 2012: 266).

Nuestra ambición como historiadores es que cada vez crezca más, también en el País Vasco, el número de aquellos que se acercan al pasado para tomar conciencia de su complejidad y no para reforzar un relato poco crítico, que ensalza, a conveniencia de prejuicios ideológicos actuales, determinados hechos pretéritos mientras hunde en el olvido otros pasajes repletos de sombras.

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