Comunicación: Declive de la religión y destino de la integración colectiva en la modernidad avanzada, Congreso de la FES, 2010, Pamplona.

July 27, 2017 | Autor: Enrique Carretero | Categoría: Sociología de la Religión, Sociología de la Cultura
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Descripción

DECLIVE

DE

INTEGRACIÓN

LA

RELIGIÓN

COLECTIVA

Y EN

DESTINO LA

DE

LA

MODERNIDAD

AVANZADA

Angel Enrique Carretero Pasin Departamento de Sociología: Universidad de Santiago de Compostela.

I. Religión, moral e «integración» en las sociedades premodernas Es

bien

sabido

que

las

sociedades

premodernas

se

habían

caracterizado por una sólida homogeneidad interna. El alto nivel de integración en ellas era el resultado de que cada elemento o parte constitutiva de la sociedad se hallaba subordinado y se plegaba a una instancia que, trascendiendo a cada una de ellos, representaba a la totalidad del conjunto social. A finales del siglo XIX, al estudiar las transformaciones sociales fundamentales desencadenadas como consecuencia del proceso de modernización, Émile Durkheim hizo ya emblemático el calificativo de sociedades con «solidaridad mecánica» para referirse a ellas (Durkheim, 1993: 84-92). Con este calificativo, trataba de expresar la circunstancia básicamente definitoria de su idiosincrasia, a saber: los miembros de estas sociedades se reconocían y se adherían unánimemente en torno a unos valores y principios en los cuales se reflejaba su «conciencia colectiva». Así,

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se resolvía –o al menos se buscaba resolver- uno de los más recurrentes e insidiosos problemas al que las sociedades, en su transcurso histórico, se han enfrentado: lograr complementar al unísono la antagónica tensión suscitada entre las demandas de afirmación del individuo y aquellas emanadas de la irremediable necesidad de supervivencia del cuerpo colectivo. Esta oposición buscaba ser cuando menos aminorada, pues, reencauzando «lo individual» al servicio de «lo colectivo» y haciendo, así, que la «unidad» perviviese, coexistiese y llegase a revalorizarse en el seno mismo y a partir de las «diferencias» que la integrarían. En la medida en que esto así ocurría, la sociedad se conservaba como un indivisible y sólido «cuerpo colectivo». La causa última explicativa de esta especial integridad habría que buscarla en la particularidad de su sistema de creencias y «representaciones colectivas» mantenedores del orden y de la cohesión en este tipo de sociedades. Desvelar la funcionalidad de éste entraña descubrir el preponderante papel tradicionalmente asignado a la religión en el contexto de las sociedades premodernas, así como el significativo entrelazamiento de ésta con sus correspondientes «regulaciones morales» y con sus específicos mecanismos diseñados para articular la «integración colectiva» de este tipo de sociedades. En su conjunto, todo ello, a grandes rasgos y siguiendo esencialmente los bien conocidos análisis de Peter L. Berger y de éste conjuntamente con Thomas Luckmann (Berger, 1981: 1382), (Berger y Luckmann, 1986: 120-163), podría ser sintetizado del siguiente modo: I. La legitimación del mundo en las sociedades premodernas se amparaba en una «matriz» o «nomos» central, en un «imaginario social», de un marcado acento religioso y supramundano, que permeabilizaba y ofrecía una firme credibilidad tanto a la actuación de las distintas instituciones

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como al casi completo acontecer de su praxis cotidiana (Berger, 1981: 3950), (Castoriadis, 1989: 242-253). II. La religión dotaba a estas sociedades de una «estructura nómica y unitaria de sentido» en donde sus integrantes se reconocían de un modo prácticamente inquebrantable e incuestionable. Las respuestas a las grandes interrogantes abiertas orientadas al significado último de la realidad, de la vida, del trabajo o de la familia, eran, así, permanentemente reconducidas a la fuente de este inviolable ámbito religioso (Berger y Luckmann, 1986: 124-144). Éste se auto-constituía como la « estructura de

plausibilidad» capacitada para dotar de la necesaria convicción y certeza a la totalidad de la vida de una comunidad (Berger, 1975: 67-85). III. En estas sociedades, la anteriormente mencionada cosmovisión religiosa se encontraba perfectamente imbricada, y sin una nítida solución de discontinuidad entre ambas, con la esfera normativo-moral de la sociedad. Aquello que desde el ámbito religioso era dictaminado como el «ethos» propio de «lo bueno» o de «lo deseable», se correspondía unívocamente, por tanto, con el ethos «bueno» o con el «deseable» para el conjunto global de la sociedad. Obviamente, aquello sancionable moralmente, y por ende motivo de represalia legal, remitía, asimismo, a una justificación de marcado acento religioso.

Los trabajos en torno a las sociedades

tribales de (Gluckman, 1978: 288-297) y de (Malinowski, 1973: 21-29), así como los de (De Coulanges, 1947: 155-246) y (Gurièvich, 1990: 313-353) en torno a las sociedades grecorromanas y medievales respectivamente, así lo revela. IV. No existía una línea fronteriza, claramente delimitada, entre la «moral individual» y la «moral colectiva». Diríamos que eran sociedades con unos

patrones

de

moralidad,

de

acuerdo

con

Henri

Bergson,

correspondientes a una «moral cerrada» (Bergson, 1996: 63-71), puesto que

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sus integrantes asumían y se identificaban en gran medida, y sin grandes espacios para la disidencia, con los cánones morales que venían impuestos desde la colectividad. Las acciones sociales que se saliesen del curso del estrecho marco de la «moral colectiva» eran, entonces, motivo de un consiguiente repudio moral y reprobación legal. V. Eran sociedades en donde este «marco normativo-religioso» que les servía de respaldo propiciaba que el «interés individual» se encontrase controlado, supeditado y reglamentado desde un prioritario «interés colectivo» (Polanyi, 1997: 88-101); (Sombart, 1972: 20-30). Por medio de ello, se impedía, en última instancia, una posible violación del orden social, dado que así se disponía de un «recurso cultural» que permitía neutralizar el desarrollo de un potencialmente desorbitado «interés individual» que pudiese sobrepasar los límites establecidos desde el «marco normativoreligioso», haciendo peligrar, en consecuencia, la cohesión y la integridad colectiva. En consecuencia, eran sociedades en donde el conflicto endógeno derivado de una eclosión de los antagonismos individuales resultaba finalmente suspendido o minimizado en aras de una fuerte cohesión intracomunitaria.

II.

Modernidad

capitalista,

secularización

y

desmantelamiento de la vieja integridad social

Desde sus orígenes, uno de los más pertinaces enigmas de aquellos con los que ha debido de enfrentarse la sociología ha sido el dar cuenta de cómo es posible la pervivencia de una sociedad. Es la inherente naturaleza de la sociedad la que exige la obligatoriedad de unos dispositivos

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encaminados a cristalizar y a reproducir unos especiales «vínculos inmateriales» de agregación entre sus miembros. El requisito sine quo non que posibilitaría la existencia de la sociedad es que la pluralidad de voluntades individuales se plieguen a algo que las sobrepase y las trascienda a todas ellas. De otro modo, una heterogénea gama de individuos nunca llegaría a cuajar plenamente como un homogéneo conjunto social, quedando abandonado éste a la consideración de una mera suma de átomos individuales e inconexos. La gran inquietud sociológica, a este respecto, ha sido y es, en suma, aquella relativa a cómo resulta factible el orden social. Sabemos que en sus célebres Conclusiones a su obra tardía, Las formas

elementales de la vida religiosa, Durkheim ha apuntado una provechosa vía de inspiración para el desentrañamiento de las claves ocultas de dicha interrogante, cuando aducía: «La sociedad ideal no está por fuera de la sociedad real, sino que forma parte de ésta. Lejos de que estemos repartidos entre ellas como se está entre dos polos que se rechazan, no se puede pertenecer a la una sin pertenecer a la otra, pues una sociedad no

está constituida tan solo por la masa de individuos que la componen, por el territorio que ocupan, por las cosas que utilizan, por los actos que realizan, sino, ante todo, por la idea que tiene sobre sí misma » (Durkheim, 1982: 394). Con ello, Durkheim buscaba poner de relieve algo que hasta entonces fuera infravalorado o no fuera lo suficientemente explorado: el «lazo colectivo» fundamental que anuda a los integrantes de una sociedad y que posibilita que ésta alcance una sólida articulación posee una naturaleza esencialmente «ideacional». En el ámbito de las sociedades premodernas, la peculiaridad de este «lazo colectivo ideacional» consistía en que éste tenía su anclaje en la cosmovisión religioso-moral, anteriormente subrayada, idiosincrásica de estas sociedades.

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La época moderna, sin embargo, modificará por completo los perfiles de este panorama histórico-social. La modernidad occidental vendrá presidida por un declarado énfasis secularizador, emprendiendo una controvertida tarea de desafío y de erosión del papel desempeñado históricamente por la religión en las distintas vertientes de la vida social (Sironneau, 1982: 73-169). Podemos decir que, a grosso modo, el proyecto secularizador auspiciado por esta triunfante modernidad pivotará sobre tres ejes referenciales: I) Filosófico: Devaluando los sistemas de creencias religiosas, al ser sojuzgadas éstas desde el entronizado ideal de racionalidad diseñado a partir del pujante modelo de saber inaugurado a raíz de la revolución científica promovida a partir de Galileo, desde « el mito de la exactitud

cuantificada»; prolongándose luego aquél, de un modo secuencial, con la epistemología de Bacon, el racionalismo cartesiano, la consagración de la Razón por la Ilustración para alcanzar su consumación final con la ideología tecnocrática (Ferrarotti, 1994: 290-298). II) Político: Fracturando la férrea identificación institucional que, durante la Edad Media, se había fraguado entre Religión y Política, entre Iglesia y Estado, favoreciendo, así, un proceso de emancipación de la sociedad

respecto de cualquier

tipo de autoridad

religiosa. Como

consecuencia de ello, se producirá un confinamiento del campo de las creencias religiosas al reducido dominio de la privacidad y bajo la fórmula de «universos «privados» de significado último» (Luckmann, 1973: 89-118), así como el abono para el surgimiento de un desenfrenado «pluralismo existencial» encarnado en un abanico de «comunidades de sentido» (Berger y Luckmann, 1997: 79 y ss.). III) Sociológico: Es indisociable respecto de unas profundas transformaciones operadas en la civilización europea del momento, en la que

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comienza a cobrar auge una « cosmopolita tecnópolis», ligada a unos procesos de urbanización y de industrialización capitalista crecientes, que conducirá a una descomposición de la vieja sociedad rural articulada en torno a la aldea y a la unidad familiar; y que finalmente desembocara en una recesión final de las prácticas de culto religioso (Cox, 1968: 23-35). Ahora bien, la dinámica secularizadora, actuando en el triple frente señalado, provocará como «contra-efecto» una progresiva erosión y declive del «nomos» religioso que había servido de sostén legitimador para las sociedades premodernas. El nocivo resultado no deseado e imprevisible ocasionado por lo anterior será un debilitamiento en el espectro de los «recursos

culturales»

del

que

premodernas para respaldar

estuvieran

dotadas

las

sociedades

su integración colectiva. Un profundo

desarreglo en el corazón de lo colectivo que, por ejemplo, Émile Poulat lo condensará a través de la siguiente interrogante: « ¿Cómo se sostiene una sociedad a la que nada transciende pero que transciende a todos sus miembros?» (Poulat, 1984: 219 y 230). El desmoronamiento de la vieja cosmovisión religiosa del mundo propiciará un notorio «vacío ontológico» que, lógicamente, contagiará irremediablemente al dominio propio del consenso moral. En definitiva, a medida que el papel de la religión se irá paulatinamente desdibujando de la centralidad de la escena social, comenzará

a

concerniente

evidenciarse a

los

a

la

postre,

imprescindibles

paralelamente,

mecanismos

un

déficit

tradicionalmente

institucionalizados por la sociedad en aras de de procurar el mantenimiento de una «regulación moral conjunta» de la vida colectiva. El proceso de secularización moderno discurrirá en paralelismo con otro factor desencadenante de la ruptura de los «lazos vinculantes» definitorios de las sociedades premodernas: la instauración y despliegue del sistema económico capitalista. A raíz de la época moderna, la burguesía se

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irá afirmando como grupo «hegemónico» en este nuevo decorado histórico, instaurando una mentalidad económica en la que el cálculo del beneficio esencialmente individual se erige en la directriz nuclear en torno a la cual gravitará por completo la vida social. Así, resulta sumamente evidente que, en este modelo moderno de sociedad, la relación de los hombres con las cosas adquiera primacía, llegando a entrar en antagonismo y a subordinar a ésta incluso a las mismas relaciones de los hombres entre ellos (Dumont, 1987: 266 y ss.); (Dumont, 1999: 16). Las antiguas legitimaciones religiosas del mundo son, así, de algún modo, profanadas, perdiendo finalmente credibilidad; al unísono de la entronización de una lógica del beneficio económico que llegará a impregnar el ámbito de las relaciones sociales y de los vínculos comúnmente establecidos entre los distintos individuos y grupos sociales. En este contexto, Karl Marx retratará admirablemente la conversión del dinero en el fetiche de un nuevo modelo de sociedad, así como la ineficacia funcional y el desuso a donde, como resultado de lo anterior, se relegará a las representaciones del mundo garantizadoras en otro tiempo de la integridad en las premodernas. «La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma. Lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás» (Marx, 1998: 55-56). Como es sabido, Jürgen Habermas hará célebre posteriormente la reconstrucción histórica explicativa de lo

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anterior en clave de una «desconexión» y «colonización» del «subsistema económico» sobre el «mundo de la vida» (Habermas, 1987: 469 y ss.). Vinculado

directamente

al

apogeo

de

la

naciente

«ideología

económica», se originará un emergente «individualismo» que diferirá notablemente de aquellas cualidades de la individualidad fomentadas desde la disciplina ascética propugnada con anterioridad desde el cristianismo. A diferencia del «holismo» propio de las sociedades premodernas, en las que se enfatizaba la trascendencia de la sociedad como un todo y la contribución de los individuos integrantes de ellas a una unificada labor conjunta, las sociedades modernas son, por el contrario, «individualistas», puesto que sobrevaloran al ser humano individual, ignorando o subordinando a éste los intereses globales de la sociedad (Dumont, 1999: 14). El naciente «individualismo» ensalzado por el liberalismo burgués será aquél que incentivará la idea de que el auténtico progreso y bienestar social tendría que surgir como efecto natural fruto de una ilimitada competencia entre los conflictivos intereses individuales. De esta competencia, debiera generarse, de modo espontáneo y por sí misma, una nueva modalidad de «utopía

societal», una nueva formula de vinculación, cohesión y armonía social asentada en exclusividad sobre aquella. El unívoco principio rector del interés individual será, a partir de ahora, aquello que unirá, en su conjunto, a la totalidad de los integrantes de una sociedad. La mónada se convierte, así, en el símbolo del nuevo individuo atomista surgido del liberalismo económico, sin más punto de semejanza y de encuentro con otros que aquél emanado precisamente de una conjugación del interés propio de la multiplicidad de miembros de la sociedad (Horkheimer, 1973: 148-149). En las sociedades premodernas, la posibilidad de desenfreno de los intereses privados se encontraba contenida bajo ciertos límites por medio de un independiente factor regulador o regla de índole religioso-moral que

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sometía aquél a los dictados del marco establecido desde una autoridad

supraindividual garantizadora de un indispensable interés colectivo. La teoría sociológica durkheimiana ha subrayado el carácter «sagrado» e inviolable de la «moralidad colectiva» para una perfecta convergencia de la vida social (Durkheim, 1982: 397-408). La lectura y reajuste a su sistema teórico que de ella llevará a cabo Talcott Parsons reincidirá, asimismo, en mostrar la relevancia de la imbricación de las creencias religiosas con el dominio de la moral en aras de la conservación del orden social, constituyéndose éstas como «sistemas institucionalizados de orientación conjunta» de obligado cumplimiento para un funcionamiento conjunto de la sociedad (Parsons, 1984: 43-52, 343-354). A ellas remiten, como «foco supremo» del sostén normativo y consensual de la integración social, la pluralidad de «orientaciones cognitivas» correspondientes a las distintas partes de una sociedad. La coparticipación mutua y el imperativo de acatamiento de unos «valores comunes», de unas «pautas conjuntas de orientación de valor», la identificación en un «centro simbólico-moral» como siguiendo la estela parsonsiana dirá luego Edward A. Shils, generan entre los individuos un «vínculo de solidaridad» entre ellos (Shils, 1976: 3-16). En el marco de irradiación de estos «valores comunes», se configurará una colectividad; cuando la vinculación a ellos tienda a menguar, la sociedad podrá verse amenazada de disolución. El declive de los sistemas de creencias religiosos, resultante de la dinámica secularizadora, provocará, a modo de efecto, una desregulación de la convergencia entre las diferentes «orientaciones valorativas», acordes a los diferentes intereses individuales, en aras de un «valor común» representativo del interés colectivo. No existirá, pues, un fin nuclear que limite y neutralice una desmesurada y discordante ambición de los intereses propiamente individuales. Esto, como ya se ocupó de revelar Durkheim, será

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una de las mayores «patologías» con las cuales deberán enfrentarse en su curso obligatoriamente las sociedades modernas; y de ahí que su resolución pase, según él, por una inequívoca reconstitución de un «ideal social», de naturaleza esencialmente «moral», capaz de bloquear y someter a las pasiones individuales y, así, regenerar el dañado tejido social (Durkheim, 1992: 277). La ostensible disolución de las «reglas de coordinación morales» centrales de la sociedad -en cuanto «puntos fijos» sostenedores de la posibilidad de un consenso colectivo-, la «denegación última de lo social» que estaría dejándose entrever en ello (Michaud, 1980: 184-189), sembraría las condiciones para un estado de latente y sorda belicosidad hobbesiana de todos contra todos, sin más gobierno que el de un abandono a las ambiciones de las pretensiones plurales de un conglomerado de desvinculadas y atomizadas subjetividades.

III. «Integración social» e «Integración sistémica»: «monocentrismo»

o

«policentrismo»

de

las

sociedades

modernas

El descubrimiento de los perniciosos efectos ocasionados por el despliegue de la modernidad en el ámbito de los vínculos de integración colectiva ha propiciado la formulación de dos modelos paradigmáticos diferenciados a la hora de concebir la integración en una sociedad: «Integración social» e «Integración sistémica» (Habermas, 1987: 213-214). Por una parte, la «Integración social» haría referencia a una integración de la sociedad respaldada sobre el funcionamiento de un «marco normativo» nuclear, de unos valores axiomáticos, responsable de la

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pervivencia de una sociedad; siendo su papel fundamental el de regular la confluencia y la complementariedad entre las diferentes «orientaciones de valor» individuales y propiciando, de este modo, la cristalización de un consenso social. La «Integración social» exige un reconocimiento y una adhesión por parte de los integrantes de una sociedad a unos principios normativos básicos sobre los que reposará el orden y la cohesión social, regulando y subordinando a éstos la actividad de las diversas instituciones sociales. Este modelo paradigmático de integración presupone, pues, una consideración de lo social articulado éste sobre una unitaria « lógica

central». Por otra parte, la «Integración sistémica» aludiría a los mecanismos de autorregulación interna de los que dispone una sociedad para autoconservarse y reproducirse, deslindándose u omitiendo cualquier apelación a la necesidad de un consenso normativamente institucionalizado. La «Integración sistémica» entiende que el logro del orden y de la cohesión de una sociedad se consigue a través de un entrelazamiento de la operatividad de las reglas que rigen las relaciones de interdependencia estrictamente funcional determinadas por la actividad de los «subsistemas económico» y «subsistema político-administrativo» de una sociedad. Este modelo de integración es «policéntrico», puesto que el funcionamiento de cada «subsistema» se encuentra gobernado por una lógica propia e independiente de otros «subsistemas»; sin estar ninguna de estas lógicas, sin embargo, supeditadas a una «lógica central». «Integración social» e «Integración sistémica» son, en realidad, el anverso y el reverso desde los cuales acometer las razones explicativas de los problemas suscitados en la integridad de lo social en las sociedades modernas o en aquellas herederas del espíritu de la modernidad. Ambos modelos teóricos se originan en un esfuerzo común por dar cuenta de los

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efectos derivados de la modernidad sobre el lazo social, por sondear la irremediable desestructuración interna al que parecen verse abocadas las sociedades occidentales; una vez que en éstas se hubiese consumado y adquirido un grado completamente hipertrófico el tránsito desde la «solidaridad mecánica» a la «solidaridad orgánica» (Durkheim), desde la «comunidad» a la «asociación» (Tönnies). Sin embargo, será su dispar consideración

de

la

naturaleza

última

de

la

sociedad

(«monocéntrica»/«policéntrica») la que los conducirá por perspectivas analíticas absolutamente distantes y por unas tentativas de respuesta prácticamente opuestas frente al deficit de integración al que se ven aquejadas las sociedades modernas. Así, desde una perspectiva de la sociedad sustentada sobre la «Integración social», se buscará subsanar la laguna dejada por el desalojo de la religión de su prioritario papel, como «lógica central», regulador de la totalidad de la vida social, proponiendo un «equivalente funcional» que supla la tradicional capacidad atesorada en aquella para procurar un consenso social; aunque este «equivalente funcional» ahora, lógicamente, debiera adoptar como imperativo una fisiognomía acorde a una sociedad secularizada o en tránsito hacia la secularización. Desde la perspectiva sustentada sobre la « Integración

sistémica», la opción no irá encaminada, en modo alguno, a la búsqueda de una recomposición o readaptación de un deteriorado vínculo social, sino a un abandono por parte de la sociedad a los mecanismos de su propia lógica interna; asumiendo, como contrapartida, las dificultades, o incluso la misma imposibilidad, de fraguar un sólido consenso social.

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III. I. El proyecto de reestablecimiento de una nueva «Integración

social»

«monocéntrica»

en

las

sociedades

modernas

En un decorado histórico todavía incipientemente ilustrado, JeanJacques Rousseau va a ser el pionero en poner de relieve la urgencia de un «substitutivo funcional» del sistema de creencias religioso que llegue a reemplazar a la función integradora tradicionalmente ejercida por éste en el marco de las sociedades premodernas. La propuesta del ginebrino apuntará a la defensa de una «religión civil», firmemente asentada ésta sobre unos «artículos de fe» de obligado cumplimiento, que pudiera asegurar una integración de la sociedad amenazada por el envite sufrido por la religión a consecuencia del proceso secularizador. La apelación a una «religión civil», configurada ésta por unas «normas fundamentales de sociabilidad», será la apuesta ideológica diseñada por la sociedad moderna para seguir conservando una gobernabilidad que presupondría la exigencia de una previa cohesión interna de lo social (Rousseau, 1988: 136-139). En última instancia, se tratará de un nuevo «marco normativo», unitario, central e inevitablemente secularizado, gestado como fruto de los designios impuestos desde la sociedad burguesa. La modernidad logrará, en efecto, socavar el «universo simbólico religioso» que había amparado a las sociedades precedentes, pero esto no es óbice para que tenga como objetivo socavar también unos inevitables principios rectores sobre los que todo orden social se articula. De hecho, resulta significativo que el foco de atención prioritario de la teoría política moderna, de John Locke a Rousseau pasando inexcusablemente por Thomas Hobbes, se hubiese concentrado en la noción de «pacto social», en la búsqueda de un estratégico intento

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legitimador orientado a salvaguardar la conservación del orden en una sociedad en la que el «individualismo» ha tomado ya una definitiva carta de naturaleza. La «religión civil» se originará como el «recurso cultural» ideado por la burguesía, como nuevo grupo social ahora éste con un ánimo «hegemónico», con la intención de conservar un indispensable grado de homogeneidad y unidad social en peligro de zozobra como consecuencia del daño provocado en el tejido colectivo con motivo de la relevancia cobrada por los intereses del mercado y por el consiguiente «individualismo» por éstos favorecido. La implantación del orden, la conjura del desorden, será el requisito inexcusable para un correcto funcionamiento de la lógica económica promovida por la pujante burguesía. Así, la «religión civil» se presentará como la formulación, objeto de unánime adhesión colectiva, encargada de procurar ese orden en un emergente modelo estructural de sociedad, como el nuevo factor esencial de «regulación moral» sobre el que se afianzaría el consenso social en éste. La « Integración social» pretendería quedar, así, incólume, más allá y después de los avatares sociales desencadenados por la modernidad. Avanzado el siglo XIX, la modernidad capitalista se aunará con el desarrollo de un creciente proceso de industrialización que se verá alentado por un «imaginario de progreso» erigido en vector nuclear de la vida social. El fenómeno industrial ensanchará todavía más los desajustes en el orden de la «solidaridad» e integridad social suscitados originariamente ya a raíz de la modernidad. Definitivamente, el curso de la sociedad avanzará en una dirección según la cual la integración de lo social se identificará con una integración conjunta de todos sus miembros en el organigrama de una dinámica productivista. La inclusión/exclusión en lo social comienza a delimitarse, casi en exclusividad, de acuerdo a la realización de una loable actividad funcionalmente productiva, mediante la cual se estaría sirviendo y

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siendo miembro de una sociedad concebida ésta a partir de ahora en términos de organización funcional. La integración en lo social vendrá dada, pues, desde los nuevos dioses que se han consolidado en la modernidad: la planificación, la eficacia y la productividad (Maffesoli, 1977: 180). La actividad social conforme o conformada de acuerdo a ellos pasará a ser, por tanto, la condición inequívoca que atribuye la adscripción de un individuo a la sociedad, transformándose finalmente ésta última en una combinada red de relaciones interindividuales mediatizadas por la lógica del beneficio, como bien diagnóstico Marx en su conocido análisis de la colonización del «fetichismo de la mercancía» sobre las relaciones personales. El despliegue de esta lógica, no obstante, pronto dejará entrever un agravamiento todavía mayor de la crisis del «marco normativo» responsable en otra hora del mantenimiento de una integridad de lo social concebida ésta, al modo clásico, bajo los parámetros de una «Integración social». Los desafíos al naciente orden social emanado del industrialismo se gestarán en el propio seno de éste y como resultado de las contradicciones internas que éste por sí mismo generaba. Y estos desafíos se originarán desde una doble vertiente ideológica curiosamente antagónica: a). Desde los movimientos ideológicos representativos de un emergente movimiento obrero: Procediendo de la eclosión de una ingente masa proletaria, del «ejército de reserva» en palabras de Marx, incapacitada para el ingreso en un ámbito productivo que era el requisito

sine quo non que les otorgaba una acreditación como integrantes de la sociedad y, en buena medida, víctima de un descontento potencialmente virulento frente a la estructura social. b) Desde un liberalismo político que veía amenazado el orden social que demandaban las relaciones de intercambio comercial: Surgiendo del peligroso clima de anarquía provocado por una quiebra de aquellos principios

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morales que, hasta entonces, habían respaldado, como divisa ideológica, una armónica concordia social. En esta precisa coyuntura histórica, resulta comprensible que comience a cobrar auge un discurso cuyo objetivo sea el recobrar una «Integración social» en vías de extinción apelando a la necesidad de implantación de unos nuevos «ideales morales» que desempeñen la función reguladora ejercida anteriormente con indudable eficacia por el sistema de creencias religioso. Dicho discurso obedecerá, en última instancia, a un denodado intento de readaptación del «marco normativo» garantizador del consenso social en un modelo de sociedad que, por otra parte, ya se ha autoproclamado en diametral antítesis con respecto de la tradición religiosa. Durante todo el siglo XIX, tras la ofensiva de los revolucionarios franceses a la institución eclesiástica, se discutirá sobremanera el espacio más idóneo en donde circunscribir al sentimiento religioso en el emergente modelo de sociedad. Resulta sintomático que la teoría social que recorre el itinerario histórico que va desde finales del siglo XVIII hasta comienzos del XX, desde Henri de Saint-Simon a Durkheim pasando obligadamente por Auguste Comte, estuviese

impulsada

por un declarado anhelo por

rehabilitar, bajo nuevas figuraciones, un «marco normativo» para lo social. La sensibilidad intelectual de la época incide en el diagnóstico de una manifiesta «crisis moral» auspiciada por el nuevo «orden industrial» –el cual no es en sí mismo denostado sino sólo los desarreglos indirectamente por él inducidos- y en un apologético reclamo de la urgencia de una «regeneración moral» que debiera pasar por la cristalización de una novedosa forma de «conciencia colectiva», de un nuevo recurso responsable de la « Integridad

social», que pudiese asegurar el reestablecimiento del consenso colectivo. Friedrich Nietzsche lo ha sabido expresar magníficamente en el aforismo 132 de Aurora, titulado «Los últimos ecos del cristianismo en la moral», al

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decir: «Cuanto más se separaban los hombres de los dogmas, más se buscaba la explicación de este alejamiento en el culto del amor a la humanidad. El impulso secreto de los librepensadores franceses –desde Volataire a Augusto Comte- fue no quedarse atrás en este punto respecto al cristianismo, e incluso superarle, si fuera posible. Con su célebre fórmula “vivir para los demás”, Comte supercristianizó el cristianismo. Schopenhauer en Alemania y John Stuart Mill en Inglaterra son los que han dado mayor celebridad a la doctrina de la compasión o de la utilidad o de la simpatía para con los demás, como principio de conducta, aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que, desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctrinas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles, más o menos elementales, hasta el punto de que no existe un solo sistema social que no se haya situado, sin pretenderlo, en el terreno común de dichas doctrinas» (Nietzsche, 1985: 120-121). En síntesis, diríamos que la permanente inquietud de nuevo cuño desprendida de la obra de los teóricos sociales de esta época será, a modo de denominador común, el logro del difícil reto consistente en conciliar y complementar la divisa doctrinaria del «Progreso» con la salvaguarda del orden social. En la segunda mitad del siglo XIX de manera especial, la dialéctica entre las categorías de «Orden» y «Progreso» va a gobernar el «Imaginario social» de Occidente. El «Progreso», para la mentalidad intelectual del momento, carecería en sí mismo de objeto sino estuviese orientado al servicio de una finalidad: la habilitación del orden. En realidad, el discurso de la incipiente ciencia social estará exhortando explícitamente a una recurrente y monotemática cuestión: la demanda de una transfigurada «religión secular» que se hará operativa en un doble plano:

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a) Por una parte, persiguiendo, como ideal, la reinstauración social de alguna instancia facultada para encargarse de desplegar la fuerza « re-

ligante», la ligada a la unión y a la fraternidad colectiva, inequívocamente atesorada en la dimensión más práctica de la religión. b) Por otra parte, enfatizando especialmente la funcionalidad social añadida a la dimensión específicamente moral destilada de la religión, en detrimento del culto y del dogma; o mejor redescubriendo que éstos últimos tienen realmente como objeto la revitalización del componente moral albergado en la religión. Así, Saint-Simon hallará este nuevo vínculo de « Integración social» en una readaptación de los principios de la antigua «moral fraternal» promulgada y tan ensalzada a lo largo de la historia por el cristianismo, reajustándola, eso sí, de acuerdo a los cánones de un proyecto de sociedad en vías de transición al laicismo (Saint-Simon, 2004: 29-43). Se tratará, para él, de refortalecer socialmente un nuevo lazo solidario, un « nuevo

cristianismo», recuperando la más profunda esencia del «sentimiento de fraternidad», aunque purgando a éste ahora de su accesorio cristiano y quedándose, sin embargo, con aquello de él favorecedor de la unidad colectiva y apaciguador de los conflictos albergados en el propio seno del cuerpo social. En este sentido, la sociedad medieval habría extraído una notable «eficacia solidaria» al abrigo del principio, impulsado como universal por la doctrina cristiana, según el cual todos los hombres estarían hermanados como fruto de ser hijos de un mismo y único Dios. En las coordenadas de un proyecto «laico» y «racional» de sociedad, el « nuevo

cristianismo» enarbolado por Saint-Simon será el encargado de revitalizar el vínculo de auténtica hermandad indispensable para el logro de un «objetivo común», de un «interés general», de carácter propiamente moral,

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al cual indudablemente los diferentes intereses particulares se debieran someter y adherir. Por su parte, Comte, discípulo aventajado de Saint-Simon, insta a alcanzar una nueva fórmula consensual de «solidaridad social» en un modelo de sociedad en donde reina un galopante atomismo que estaría en disposición de ocasionar una definitiva descomposición del sentimiento de unidad social. Como antídoto frente a ello, Comte planteará la necesidad de una «religión de la humanidad» a la que todos los integrantes de la sociedad deberían abnegarse, propiciando, así, que prevalezcan los «sentimientos sociales» generales sobre las «inclinaciones individuales» (Comte, 1970: vol. VII). En esto radicaría, según él, el encomiable papel jugado por el catolicismo durante la Edad Media occidental, y que, sin embargo, el protestantismo habría conseguido desterrar. En última instancia, se trata de un proyecto de «religión laica» que ansía descartar a Dios en nombre de una nueva moralidad reguladora de una vida social conjunta, y en la que el sentimiento deberá predominar sobre el conocimiento; o mejor, en donde la inteligencia se tenga que sacrificar al servicio de la «sociabilidad». De modo que el nuevo «espíritu positivo», enarbolado por Comte (2007: 81-96) como garante del lazo colectivo, tendrá como misión reestablecer una nueva modalidad de «bien común», de «bienestar público», impulsando un sentimiento de fraternidad social al que, una vez más, se verán obligados a plegarse los diversos intereses individuales. Así pues, la resolución a la crisis de la «conciencia colectiva» de la sociedad de su tiempo pasaría, en analogía con Saint-Simon, por una recuperación, en términos de moralidad colectiva, de la dañada «Integración social». Pero, sin lugar a dudas, el programa más ambicioso encaminado a reconstituir un «ideal moral» con el objeto de recomponer una dañada «Integración social» se halla en el pensamiento sociológico de Durkheim. A

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su juicio, esta tarea presupondría, fundamentalmente, romper e ir más allá de la ficticia oposición antagónica entre «individuo» y «sociedad» fomentada por el «contractualismo» que estaría inspirando el liberalismo en su versión económica. Para Durkheim, abanderado tanto del racionalismo como del laicismo moderno, el mayor desafío que debe encarar la sociedad de su tiempo es, sin embargo, el de hallar un «equivalente funcional» del papel antaño realizado por la religión cristiana (Durkheim, 1972: 7-22). La causa última de la galopante crisis de «Integración social» la encuentra nuestro autor en la descomposición de las reglas morales encomendadas de refrendar unos valores nucleares que confieren una articulada unidad interna a la sociedad. Es bien conocido que el componente esencial de la moralidad se ha expresado tradicionalmente bajo una «forma religiosa». Si el individuo moderno se ha afanado en retirar lo religioso del modelo social sin buscarle, no obstante, un sustitutivo, correría el riesgo, dice Durkheim, de retirar asimismo ese componente esencial que fuera atribuido siempre a la moral. La modernidad, alentada por el Racionalismo y la Ilustración, habría propiciado el desarrollo del «individuo» como un ente en sí mismo separado y distanciado de lo social, así como profanado y minado los «reglas de moralidad» encargadas de favorecer la « Integración social». Para contener la

desintegración

de

la

sociedad,

se

haría

necesaria,

pues,

la

institucionalización de un «ideal moral», de índole lógicamente laica, facultado para coordinar la múltiple gama de intereses individuales en torno a un fin supraindividual (Durkheim, 1972: 76-108). Sin un sacralizado «ideal moral» que, como responsable del «marco normativo» de una sociedad, cumpla el cometido de coordinar y de regular las «orientaciones individuales» en torno a una «orientación común y unitaria», no es posible que perdure la sociedad; pensada ésta al modo en como Durkheim la piensa:

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como una auténtica «comunión de espíritus y voluntades». La moral, dirá Durkheim, no será tal si la despojásemos de un halo religioso; aunque el objetivo intelectual de nuestro autor sea la expresión de este halo bajo una traducción laica (Durkheim, 2000: 93). El obsesivo empeño durkheimiano por sacralizar la moral, por dotar a unos axiomáticos principios morales el rango de sacralidad, obedece al reconocimiento de que el funcionamiento armónico de una sociedad exige como condición previa la existencia de una inviolable «autoridad moral» en la que todas las partes del cuerpo colectivo deberían identificarse. Y esta «autoridad moral» tendría que trascender a las diferentes voluntades individuales, subordinando éstas a los dictados de aquella; no en vano la moral, insistirá nuestro autor, surge del desinterés y de la abnegación de los individuos y grupos con respecto a un «fin superior» que los sobrepasaría (Durkheim, 2000: 76-77). La particular estructuración de los Estados modernos corroborará posteriormente la función integradora que Durkheim había asignado a esta «autoridad moral» pero ahora bajo el rostro de una «religión civil» promulgada desde el Estado (Bellah, 1970: 168-182). El Estado, representará, para él, como antes para F. Hegel, el «poder general» depositario de esta «autoridad moral», y al cual la totalidad de los individuos -como en la metáfora tan reiterativa en el pensador francés de «las partes con el todo»- debieran adherirse (Durkheim, 2003: 118-139). Como denominador común a los diferentes diagnósticos que los teóricos sociales de la segunda mitad del siglo XIX han elaborado de la sociedad de su tiempo, se revela una grave crisis de la «conciencia colectiva» originada en la modernidad y agudizada luego con el desarrollo del industrialismo. Sintomáticamente, primero los Nacionalismos y luego los Fascismos comparecerán históricamente como las dos tentativas políticas más significativas destinadas a explotar y rentabilizar la herida sembrada

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en esta «conciencia colectiva» moderna, proponiendo un retorno a una modalidad de vínculo colectivo que vaya más allá y antes de la funcional «solidaridad orgánica». En cualquier caso, la atmósfera intelectual del momento es la que inducirá todavía a la teoría social de la época a asumir la integridad de lo social bajo unos acentuados términos de « Integración

social», a partir y desde las coordenadas de una unitaria « lógica central». Su énfasis conjunto estará orientado al reestablecimiento de una nueva modalidad de vínculo colectivo sobre el que podrá llegar a fraguarse esta «Integración social», sustituyendo una desgastada « lógica central» por otra «lógica central» de nuevo cuño. Para ello, recurrirán a formulaciones doctrinales refractarias, por una parte, a todo contenido referido a la religión tradicional y en donde, por otra parte, se rescatará aquel componente de la religión relativo a su contribución en términos morales al mantenimiento del orden social; aunque reacomodado éste de acuerdo a las directrices de un tipo de sociedad regido por los ideales de racionalidad, laicismo y progreso. En definitiva, a modo de conclusión, la lección mayor inferida de una analítica de los discursos de los teóricos sociales del XIX será básicamente la siguiente: si la regulación de la integración de lo social es pensada desde la unilateral perspectiva de una « Integración social», toda tentativa de resolución al problema del vacío integrador abonado por la desaparición de la vieja «conciencia colectiva» articuladora en otro tiempo de la unidad de lo social, a la crisis de la « lógica central» propiciada por la modernidad, pasará obligadamente por una de las distintas variantes del moralismo (al cual no será indemne la teoría habermasiana de la sociedad), por un anhelo de regeneración de lo social basado sobre la instauración de una nueva «lógica central» de índole moral, en sus distintas versiones, de idiosincrasia ahora laica.

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III. II. La «Integración sistémica» en el marco de una sociedad funcionalmente diferenciada

La creciente diferenciación funcional a la que se ve sometida el tipo de sociedad originada en la modernidad obliga a repensar el significado de la naturaleza del vínculo colectivo en ella fraguado. En el curso de su evolución histórica, la sociedad moderna se habría visto obligada a dar una respuesta frente a determinados problemas a los que ha debido de enfrentarse, elaborando para ello unos recursos funcionales, diferenciados y específicos, encargados de velar por el mantenimiento de la sociedad. Fruto de esto, la sociedad moderna pasará a adquirir la fisiognomía propia de un complejo organigrama regido por la coexistencia de una red de interdependencias funcionales que presidirá no solamente el ejercicio de la totalidad de las instituciones sino, también, la relación global que entre ellas se establezca. De alguna manera, se trata de la consumación plenamente acabada de la «solidaridad mecánica» que ya Durkheim había dejado entrever como el designio idiosincrásico de la sociedad moderna. En este modelo de sociedad, por tanto, la integración que la respalda no podrá apelar ya a ningún «marco normativo» central garantizador de su vertebración y

de su cohesión

interna. Por el contrario, dicha integración se forjará por medio de un funcionamiento comunicativo conjunto, coordinado e interdependiente entre los distintos «subsistemas funcionales»; en suma, se tratará de una «Integración sistémica». El desarrollo de una teoría referida a la « Integración sistémica» de una sociedad remite obligadamente a la obra sociológica de Niklas Luhmann. Para él, la comprensión de la peculiar lógica rectora de la sociedad moderna

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tiene como previa exigencia el abandono de la presuposición teórica en donde se admitiría la existencia de una « lógica central» sobre la que pretendidamente se habría de articular el conjunto de la vida social. La integración de la sociedad en su globalidad ya no pivotaría, a su juicio, sobre un vértice unitario -bien sea éste de índole religioso como en las sociedades premodernas o característico de una «religión metamorfoseada» como ocurría en las tentativas de reinstauración modernas de la « Integración

social»- en torno al cual debieran estar subordinadas las distintas actividades sociales, sino que aquella se alcanzaría con independencia de todo «marco normativo» supuestamente garantizador de un consenso social. Es más, Luhmann sostendrá, en abierta confrontación con la perspectiva teórica inaugurada por Durkheim y luego continuada por Parsons, Shils y Habermas, que la sociedad moderna no necesitará para su funcionamiento, incluso, del propio consenso; resultándole éste completamente inservible para sus propósitos. La visión falaz de la sociedad, según él, sería aquella que perseverase en sostener que la pervivencia de ésta debiera pasar, a modo de requisito, por el consenso; algo impensable en una sociedad dominada por el imperativo de afrontar los retos de una complejidad caracterizada por una desproporcionada «autoselección de perspectivas» y una «incomprensibilidad del otro» (Luhmann, 1998b: 116). El problema del orden social es un problema, diría Luhmann, de «doble contingencia», es decir de un común procesamiento de sentido en donde se pone a salvo la indeterminación de éste (Luhmann, 1998b: 115). Según Luhmann, la evolución de la sociedad moderna implica una progresiva «diferenciación funcional», consistente en la emergencia de «subsistemas funcionales» encargados de responder a una variada gama de problemas que la sociedad, en su discurrir histórico, ha debido de afrontar. La actividad interdependiente y complementaria de los distintos «subsistemas» se originaría, entonces,

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como un recurso generado por el «sistema social» para reducir el alto grado de complejidad suscitado en el seno de las sociedades modernas. En definitiva, la «diferenciación sistémica» es la «técnica estructural» que permitiría al «sistema social» la resolución de problemas referentes a la complejidad que a éste le amenazaría. De este modo, la sociedad pasa a concebirse desde una coordinada coexistencia de estos «subsistemas», económico, político, jurídico, educativo.., pero en donde ahora ninguno de ellos estará subordinado a una «lógica central», a un «subsistema central»; al modo en cómo se formulaba tradicionalmente la apelación a un «consenso normativo» como eje referencial básico de la « Integridad social». En el modelo teórico luhmanniano, la esfera de la moral ya no ocupa el privilegiado lugar jerárquico como elemento regulador de la actividad de las diferentes instituciones, de los distintos «subsistemas funcionales», sino que queda confinada al reducto, sin más, de un «subsistema funcional» entre otros y ubicado al mismo nivel o con el mismo rango que los restantes. Cada «subsistema» operaría de acuerdo a un específico e independiente «código binario», al cual le resultará indiferente por completo el código propio del «subsistema moral». Desde la perspectiva «sistémica», la regulación de la «inclusión» social pasa a estar ahora en manos de los «subsistemas funcionales», renunciando a la posibilidad de una «integración central» basada sobre cimientos normativos. Para Luhmann, la evolución de la sociedad moderna de acuerdo a los parámetros de una creciente «diferenciación funcional» debiera analizarse considerando

el

«sistema

social»

como

un

«sistema

autopoiético»

operativamente cerrado y sustentado sobre la distinción (sobre la forma de una distinción) entre «sistema» y «entorno». Así, dicha forma tendría dos planos: «sistema» (el interior de la forma) y «entorno» (el exterior de la

forma). La «autopoiesis» produciría la forma del «sistema»; o lo que es lo 26

mismo, generaría la diferencia entre «sistema» y «entorno». Mediante esta operatividad «autopoiética» inherente al «sistema social», éste lograría reproducirse; es decir, produciría nuevas «comunicaciones» (determinación de límites) y se reproduciría a partir de ellas. La «diferenciación funcional» del «sistema social» posibilita, asimismo, la reproducción en el interior del sistema de la diferencia entre «sistema» y «entorno», en un crecimiento por «disyunción interna» dice Luhmann; de manera que cada «subsistema» tendrá como resultado un «entorno» específico incluido en el seno de un «entorno» más global. Cada «subsistema» funciona a través de un «medio/código» cuya tarea sería la reducción de complejidad, transformando lo in-determinado en algo determinable. Dichos «códigos» operan con independencia y de espaldas a cualquier «instancia moral» que los limite, ganando en ello una mayor eficacia. Pese a que los «medios/código» de los «subsistemas» no se subsumen en el de la moral, esto no es óbice, sin embargo, para que puedan gozar de un «respaldo moral» favorecedor de las «prohibiciones de su negación», aunque obrando ahora de otro modo: por medio de una reprobación

moral

basada

específicamente

sobre

una

«pérdida

de

consideración y aislamiento». La funcionalidad de la moral se traslada, pues, a un nuevo dominio: a las «prohibiciones de la negación» en el interior de cada «código». «No se puede hablar de veras del final de la moral. Lo que es objeto de una desmoralización no son los seres humanos sino las enteramente específicas funciones-código, y ello en interés de unas mayores libertades de negación para funciones específicas. En la moral cotidiana aparecen entonces la crítica y la aspiración al cambio, la reforma y la revolución como valores positivos, lo que no significa que la tecnicidad de los códigos pueda conciliarse con esta moral» (Luhmann, 1998a: 126). En

27

definitiva, los «subsistemas» trabajan en el aporte a la «autopoiesis» del «sistema social», pero sin necesitar para ello de la moral. Por otra parte, la

«diferenciación funcional» de la sociedad

moderna provoca que en ella un determinado hecho social pase a ser proclive de una gama múltiple de interpretaciones, dado que cada interpretación se realizará desde la perspectiva correspondiente a las coordenadas de cada «subsistema funcional» concreto. Un mismo hecho social no podrá ser concebido ni abordado en exclusividad, pues, desde una lectura unitaria, sino más bien desde lecturas diversas –y en ocasiones contradictoriasmediatizadas siempre por el «subsistema funcional» desde el cual se lleva a cabo. La finalidad de la «diferenciación funcional» de la sociedad será, en última instancia, la «reducción de complejidad» a través de un progresivo proceso de autonomización de los «subsistemas»; y esto mediante una activación de «operaciones selectivas» realizadas por los «subsistemas» actuando sobre un subyacente horizonte in-determinado de posibilidades ofrecido por la realidad. Una activación de «operaciones selectivas» orientado en una triple dirección: a) Hacia el «sistema social» b) Hacia otros «subsistemas dentro del «entorno interno» de la sociedad. c) Hacia sí mismo como autorreflexión. No existiría, no obstante, una jerarquía operativa de algún «subsistema» sobre otro, ni de alguna función sobre otra. Es más, el «sistema social» carecería incluso de una «función global» o «subsistema central» que vertebrase a las distintas funciones de los diferentes «subsistemas». Así, afirmará Luhmann: «Incluso la primacía social de una específica función no puede desempeñar una función integradora o ética mínima para todas las relaciones sistema/entorno. Esto es así porque el todo es menos que la suma de las partes. En otras palabras, las sociedades funcionalmente diferenciadas no pueden ser gobernadas por partes dirigentes o elites, tal y como sucedía en las sociedades

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estratificadas. Tampoco pueden ser racionalizadas por medio de cadenas medios/fines, como sugiere la concepción tecnocrática. Su complejidad estructural sólo puede ser formulada adecuadamente recurriendo a modelos que consideren diversas referencias sistema/entorno al mismo tiempo» (Luhmann, 1998a: 81). Uno de los presupuestos ontológicos sobre los que descansa la teoría sociológica luhmanniana es el rechazo de la existencia de una realidad independiente del sujeto. La realidad, por el contrario, estaría siempre mediada por un observador, o mejor por un «esquema de observación». Dicho «esquema de observación» operaría a través de una «distinción», seleccionando y haciendo relevante un determinado significado de la realidad a partir de una potencial in-determinación de fondo de la realidad. Lo inherente a la sociedad moderna es haber propiciado una multiplicación hasta límites hipertróficos de los «esquemas de observación» factibles desde los cuales interpretar el mundo, convirtiendo, así, a la «contingencia» en el atributo más significativo de ésta; es decir, la sociedad moderna convive con la idea de que el mundo puede ser de un modo pero también bien pudiera ser de otro. La «observación de segundo orden» será aquella dedicada a la «observación de observaciones», abriendo la paso a una comprensión del mundo desde una absoluta «contingencia». «Todo se vuelve contingente –dice Luhmann- cuando aquello que es observado depende de

quién es observado» (Luhmann, 1996: 178). Por tanto, a diferencia de la sociedad precedente, en la sociedad moderna no tendría ya cabida una «descripción universal» de la realidad revestida del principio de autoridad, sino únicamente un abanico de «descripciones parciales». El creciente aumento de «posibilidades observacionales», de «esquemas de observación», y, en consecuencia, de «descripciones de la realidad», implicará que la sociedad moderna se vea desposeída ahora de una «descripción unitaria»

29

sólida, incuestionable y válida para todos sobre la que había reposado antaño la cristalización de una integración social. En la sociedad premoderna, el papel jugado por «Dios», en los términos de Luhmann, era el de un privilegiado « metaobservador» de la realidad que concentraba en su seno la posibilidad de una única, totalizadora y consensual «referencia observacional». El proceso de secularización será, para Luhmann, esencial al tratar, pues, de dar cuenta de la naturaleza de la sociedad moderna, dado que será el detonante que provocará la inviabilidad no sólo de ese «metaobservador» sino de cualquier posible tentativa de restitución funcional de éste. La secularizadora modernidad habría propiciado una autonomía de los diferentes «subsistemas funcionales» con respecto del marco general del «subsistema religioso», generando éstos «observaciones de segundo orden» propias, con una consiguiente pérdida de certeza última del mundo y un despliegue de la «contingencia». Como resultado de lo anterior, para la sociedad moderna la autoridad de una «descripción única del mundo» o de una pretendida razón para todos vinculante, está ausente y es ajena por completo a ella. La realidad no puede ser definida al margen y con independencia de las «distinciones» utilizadas por los observadores, por eso difícilmente podrá ser algo común para el conjunto de todos los observadores. En suma, no hay un «sentido único del mundo», porque jamás todos los observadores observarán en el mismo sentido; lo contrario sería admitir, dirá Luhmann, «que el mundo es el mismo para todos los observadores y que es definible (y no, por ejemplo: que en tanto que definible es un mundo distinto para diferentes observadores y, en tanto que el mismo mundo, es indefinible» (Luhmann, 1997: 57). La desaparición de «Dios» será lo que, en última instancia, favorezca el surgimiento de la «contingencia». «Dios» ofrecía una certidumbre de sentido al mundo, contribuyendo con ello a reducir la «contingencia»; o

30

mejor, «Dios» era el recurso por

excelencia para neutralizar la

«contingencia» inherente al mundo. Su desaparición ocasionará que cada diferente «observación particular» establezca una relación inevitablemente «contingente», parcial y relativa con respecto a toda norma que tratase de autoerigirse con el rango de validez universal para el conjunto global de la sociedad. De ahí, según Luhmann, la dificultad inherente a la sociedad moderna para lograr un consenso social. «De lo dicho se sigue que no hay integración normativa del individuo en la sociedad. Dicho de otra manera: no hay normas de la que uno pueda desviarse si le place. Y tampoco hay consenso, si es que con este término queremos referirnos a que las situaciones empíricas en las que los individuos se encuentran concuerdan de alguna manera. Lo único que hay son los correspondientes esquemas observacionales, en los cuales un observador se autodetermina con la estipulación de que una conducta se conforma o desvía con respecto a una norma. Y este observador puede ser también un sistema comunicativo –un tribunal, los medios de difusión de masas, etc.- Si uno pregunta por las bases reales de las normas o consensos supuestos, entonces tiene que observar a un observador; y en este punto, si se renuncia a aceptar a Dios como observador del mundo, el resultado es la existencia de crecientes posibilidades observacionales» (Luhmann, 1998a: 63). Luhmann sostiene que las religiones monoteístas habían propiciado en Occidente una imbricación e interpenetración entre el «código religioso»» y el «código moral». Un «Dios» único y universal habría creado la tajante distinción moral bueno/malo. Bueno se correspondería, así, con aquello que sigue los dictados de Dios y malo con aquello que este reprobaría. «Con la aparición de las religiones universales se plantea, sin embargo, el problema de que en el mundo existe un comportamiento moral bueno y un comportamiento moral malo, incluso malvado. La «caída», la escenificación

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del aporte específicamente humano a la creación, había introducido el código de la moral en el mundo, y después de algo así ya no es posible sustraerse a las consecuencias. Uno se ve inducido a realizar juicios morales, y más grave aún: uno es juzgado moralmente» (Luhmann, 2007: 223). La religión, en suma, implicaba una moral; o mejor, la moral remitía a la religión. Por eso, el «código bueno/malo» de la moral se encontraba supeditado al «código central sagrado/profano». En las sociedades modernas, sin embargo, las cosas funcionan de otro modo. Al fracturarse, debido a la secularización, la imbricación entre el código religioso y el código moral, la distinción bueno/malo no puede ya apelar a la distinción de fondo sagrado/profano. ¿Sobre qué bases se puede seguir manteniendo la distinción bueno/malo?. ¿Por qué no elaborar nuevas distinciones?. La moral, entonces, pasará a ser entendida, para Luhmann, como «un tipo específico de comunicación, el cual comporta referencias al aprecio o desprecio» (Luhmann, 1998a: 200), es decir, se convierte en un particular código comunicativo más entre otros. En ella, seguiría indudablemente operando la «inclusión moral», pero lo que ya no sería ahora operativo es una «integración moral» generalizada del «sistema social» garante, a su vez, del orden social. La «distinción aprecio/desprecio» no debiera ser confundida con la «distinción bueno/malo». En última instancia, dirá Luhmann: «Toda moral se refiere, en último término, a la pregunta de si y bajo qué condiciones los seres humanos se estiman o se desestiman. Por estima (estime, esteem) debe entenderse un reconocimiento general y una valoración con la que se honra a quien responde a las expectativas que se considera necesario presuponer para la continuación de las relaciones sociales (...). Designaremos como moral de un sistema social al conjunto de condiciones según las cuales se decide, en el sistema, sobre la estima o la desestima» (Luhmann, 1998b: 219). El «esquema binario estima/desestima»

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permitiría reducir, como un «subsistema» más, la complejidad inherente a las relaciones interpersonales. La moral funcionaría perfectamente en sociedades, como las premodernas, en donde «interpenetración social» e «interpersonal» convergen, en donde los códigos de la vida privada y los de la vida pública se identifican por completo. Pero esto no es ya lo propio de la sociedad moderna. Sin embargo, al mismo tiempo, ninguna sociedad puede prescindir de la moral, puesto que la interacción entre individuos lleva implícita la generación del «código estima/desestima». La moral, desalojada, así, de los atributos que le habían sido asignados en sociedades precedentes, hallará su razón de ser en otro lugar, en una funcionalidad más específica: concretada en cómo a partir de las interacciones sociales se «integran recíprocamente la complejidad y la libertad de decisión del otro» (Luhmann, 1998b: 222). Eso sí, dejando claro, no obstante, que lo que ya no podrá jamás desempeñar la moral es una función global de «coordinación de las contribuciones particulares a los campos funcionales macrosociales» (Luhmann, 1998b: 223).

IV. Conclusiones

Tras este pormenorizado análisis concerniente a las relaciones entre religión e integración social, podemos sonsacar, a modo de síntesis, cuatro conclusiones:

1. El origen del problema relativo a la integración en las sociedades nacidas de la modernidad radica en el proceso de secularización al que éstas se han visto sometidas, provocando este proceso una descomposición del «marco normativo-religioso» tradicionalmente legitimador de su mundo. 33

2. La modernidad ha pretendido resolver este problema apelando a la formulación de una nueva modalidad de código moral central de la sociedad, deslindado éste ahora de lo religioso pero con el objetivo de seguir conservando un eje referencial central sobre el cual se pudiese regular y vertebrar el conjunto de la vida social. 3. El despliegue de la sociedad moderna parece hacer inviable una visión de la sociedad en donde la integración social se sustente sobre una dimensión normativa central, delegando esta función en exclusividad en una operativa interdependencia funcional y conjunta de

los diferentes

subsistemas sociales. 4. Una vez desalojada la religión del primer plano de la escena social, y pese al infructuoso empeño moderno por hallar un sustitutivo de su papel en clave laica, la sociedad moderna se ve abocada a la contingencia; la cual provocará una inevitable colisión entre las diferentes perspectivas, siempre parciales, acerca del mundo; o dicho de otro modo, la modernidad lleva inserto el germen de la conflictividad en su seno, puesto que propicia una irremediable e irreconciliable multiplicación de las interpretaciones del mundo.

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