Cómo rezar los salmos difíciles

September 11, 2017 | Autor: J. Martín-Moreno | Categoría: Sagrada Escritura San Pablo
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Descripción

¿CÓMO ORAR LOS SALMOS MÁS DIFÍCILES?


Pliego de Vida nueva


Juan Manuel Martín-Moreno SJ




1. Planteamiento de la dificultad
En nuestra lectura y recitado de los salmos podemos encontrarnos algunas
veces con textos que nos incomodan. Se trata de imprecaciones contra los
enemigos en las que el justo humillado y perseguido pide a Dios la venganza
contra sus enemigos y le suplica que restablezca la justicia que ha sido
violada por los opresores y los violentos. El lenguaje utilizado resulta
vindicativo. En frase de C. S. Lewis, el espíritu de odio que a veces brota
de algunos salmos es como la llamarada que sale del horno. En algunos casos
es tan extremoso que deja de meter miedo y llega a resultar ridículo al
hombre moderno. Veamos de momento algún botón muestra:
"Devuelve siete veces a nuestros vecinos en su entraña la afrenta, la
afrenta que te han hecho, Señor" (Sal 79,12).
"Que a nuestros enemigos les ahogue la malicia de sus labios, que llueva
sobre ellos carbones encendidos; en el abismo hundidos no se levanten más;
no arraigue más en la tierra el deslenguado, al violento lo atrape de golpe
la desgracia" (Sal 140,10-12). "Babilonia criminal. Feliz quien te
devuelva el mal que nos hiciste. Feliz quien agarre y estrelle contra la
roca a tus pequeños" (Sal 137,8-9).
Si al citar estos tres versículos tomados de los salmos añadimos
"Palabra de Dios", estoy seguro de que muchos cristianos tendrán dificultad
en contestar "Te alabamos, Señor". Obviamente desde la perspectiva del
sermón del monte y el mandato de orar por nuestros enemigos estos salmos
chocan con la sensibilidad del cristiano de la calle. Estos textos
vindicativos pertenecen a un género literario especial llamado
"imprecatorio". Encontramos dos tipos de imprecaciones: las individuales y
las colectivas. En el primer caso un individuo impreca a las personas que
le han causado daño a él o a su familia. En el segundo caso es Israel
entero quien impreca a sus enemigos, los pueblos hostiles.
Qué hacer con estos salmos es el tema de nuestro pliego de hoy. Este
estudio nos dará la oportunidad de examinar a la sensibilidad de nuestra
cultura, y descubrirá en ella aspectos que revelan un talante más en
sintonía con el evangelio de Jesús de Nazaret, pero denunciará también
otros aspectos que esconden hipocresía y amoralidad.
En el pasado no se planteaba tanto este problema, porque durante siglos
la Iglesia en el Oficio Divino ha orado los salmos en latín. Una de las
reformas más importantes del Vaticano II es el uso de la lengua vernácula
no solo en la celebración de los sacramentos sino también en la liturgia de
las Horas. En el momento en que se empieza a recitar los salmos en una
lengua bien conocida, los textos tienen una resonancia afectiva mayor y
pueden resultar francamente chocantes, por usar un eufemismo.
Al hablar sobre la reforma de la Liturgia de las Horas, uno de los
debates más animados en el aula conciliar fue el relativo al tratamiento de
los textos imprecatorios de los salmos. El debate se planteaba entre
biblistas, preocupados por la integridad de la Biblia, y pastoralistas más
preocupados por las reacciones de los fieles poco formados y el scandalum
pusillorum o escándalo de los pequeños.
La constitución Sacrosanctum Concilium no quiso imponer ninguna
restricción al rezo de los salmos. Pero en el postconcilio al elaborar los
libros litúrgicos acabaron venciendo las razones pastorales. Fue decisión
personal de Pablo VI el suprimir de la liturgia los tres salmos
imprecatorios, 58, 83 y 109, y una larga serie de versículos y estrofas de
muchos otros escritos con el mismo talante. El Papa fue más sensible que
los biblistas al problema que los textos imprecatorios planteaban a los
fieles. Pero con este recorte no se ha solucionado del todo el problema
porque quedan aún en el salterio y en otros textos bíblicos, pasajes
semejantes, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
No es que la Iglesia censure la Palabra de Dios. No tiene autoridad
sobre ella. La Iglesia, como dice la Dei Verbum, no está por encima de la
Palabra de Dios (DV 10). Pero también es cierto que la Iglesia es como una
madre que prepara un menú y escoge los alimentos más apetitosos o los más
sanos para estómagos delicados. Como dice H. Raguer, "si la Iglesia ha
juzgado prudente por el momento no emplear para el culto cristiano estos
pasajes sálmicos, no es por culpa de los salmos, sino por culpa nuestra,
porque carecemos de la debida formación bíblica y sobre todo litúrgica".
El salmo 109 es sin duda el mejor repertorio de maldiciones contra los
enemigos. "¡Suscita un impío contra él, y que un fiscal esté a su diestra;
que en el juicio resulte culpable, y su oración sea tenida por pecado!"
(Sal 109 6-7). "¡Sean pocos sus días, que otro ocupe su cargo, queden sus
hijos huérfanos y viuda su mujer! ¡Anden sus hijos errantes mendigando, y
sean expulsados de sus ruinas; el acreedor le atrape todo lo que tiene, y
saqueen su fruto los extraños! ¡Ni uno solo tenga con él amor, nadie se
compadezca de sus huérfanos, sea dada al exterminio su posteridad, en una
generación sea borrado su nombre!" (vv.8-13).
El salmo 69 tampoco se queda corto. "¡Que su mesa ante ellos se
convierta en un lazo, y su abundancia en una trampa; anúblense sus ojos y
no vean, haz que sus fuerzas sin cesar les fallen! ¡Derrama tu enojo sobre
ellos, les alcance el ardor de tu cólera; su recinto quede hecho un
desierto, en sus tiendas no haya quien habite! […] ¡Culpa añade a sus
culpas; no tengan más acceso a tu justicia; del libro de la vida sean
borrados, no sean inscritos con los justos!" (Sal 69,23-29).
Pero no solo encontramos versos vindicativos en estos salmos claramente
imprecatorios. Hay otros salmos muy hermosos en la lista de nuestros
favoritos que contienen algún versículo molesto. Recordemos por ejemplo
algunos de los versos más crudos censurados en la liturgia. En el precioso
salmo "Tú me sondeas y me conoces", la liturgia ha censurado el verso "¿No
odio, Señor, a los que te odian? ¿No me asquean los que se levantan contra
ti? Con odio colmado los odio. Son para mí enemigos" (Sal 139,21-22).
Recordemos también el salmo 63 de los laudes del domingo de la primera
semana. Todos habremos repetido con devoción: "Mi alma está sedienta de ti
como tierra reseca agostada, sin agua". Pero quizás no somos conscientes de
que la liturgia ha suprimido uno de los versos que dice: "¡Caigan en las
honduras de la tierra los que tratan de perder mi alma! ¡Sean pasados al
filo de la espada, sirvan de presa a los chacales!" (Sal 63, 10-11).


2. Evitar cualquier sentimiento de suficiencia
Nuestro rechazo a estos textos puede crear en nosotros un sentimiento de
suficiencia. Quizás podemos llegar a creernos mejores que esos salmistas
que expresaron sentimientos groseros tan poco correctos políticamente. Y
pasando del plano individual al social, podemos llegar a despreciar aquella
cultura tan bárbara comparada con la nuestra tan refinada. ¡Ojo! Quizás
nuestra cultura es más refinada en sus modales pero no olvidemos la
terrible rudeza que sigue caracterizando al hombre de hoy. Creemos vivir en
una sociedad ilustrada, pero el siglo XX es hasta ahora el siglo donde se
han cometido las mayores atrocidades de toda la historia. Dos guerras
mundiales con decenas de millones de muertos. Tres holocaustos en Europa,
en Asia y en África. Las víctimas de la violencia en el siglo XX son con
mucho más numerosas que las de los otros 19 siglos puestas todas juntas.
No es como para que vivamos tan orgullosos tachando de bárbaros a los
autores inspirados. Hoy no estrellamos a niños babilonios contra las
peñas. Pero en España, según las cifras recientemente publicadas, hemos
asesinado 85.000 niños en el vientre de sus madres solo el año pasado.
Fetos troceados, asfixiados, sorbidos con aspiradoras, que se acaban
arrojando a la basura en bolsas negras si es que no valen para fabricar
jabones o cremas hidratantes. Cinco millones de niños mueren de hambre
cada año, mientras nosotros acudimos a las clínicas de dermoestética para
hacernos liftings, y pagamos cremas carísimas "porque tú lo vales". Como
dice Lewis, "somos hermanos de sangre de aquellos hombres feroces".
De estos males somos todos responsables. La carta de san Atanasio a
Marcelino, llama a los salmos espejo para nuestra alma. "Me parece que los
salmos son para el que salmodia como un espejo en el que el hombre puede
encontrarse a sí mismo y ver los impulsos de su alma y rezarlos con tales
sentimientos".
Vivimos hoy en una época moderada. Los odios con los que nos las tenemos
que ver no nos impulsan a una venganza truculenta. Los autores de la Biblia
vivían en un mundo de castigos brutales, de masacres y violencias. Nosotros
somos mucho más hábiles para enmascarar nuestro rencor ante nosotros y ante
los demás. Pero estas imprecaciones bíblicas expresan un sentimiento bien
conocido de todos. Se trata de un resentimiento que se expresa con total
libertad, sin disfraces, sin tapujos, sin vergüenza alguna. Hoy día sólo
los niños se expresarían de esta forma sin inhibiciones.
Si quizás hoy día no somos tan virulentos a la hora de ventear nuestro
rencor ante las atrocidades que suceden en el mundo no es necesariamente
porque seamos más benévolos, sino, quizás porque se han desdibujado mucho
las fronteras entre el bien y el mal. "La ausencia de ira, especialmente de
esa ira que llamamos indignación, puede ser un síntoma alarmante" (C. S.
Lewis). El que los judíos de la época bíblica maldijeran con más virulencia
que los paganos quizás se debiera a que en el fondo se tomaban más en serio
la diferencia entre el bien y el mal.
Nosotros maquillamos mejor nuestros rencores. Pero si observamos mejor,
podremos reconocer más fácilmente en nosotros la misma tendencia a rumiar
la ofensa, a evaluar cada circunstancia agravante. Por esto, en este
espejo del alma que son los salmos, al encontrarnos con estos textos,
podemos conocernos mejor a nosotros mismos, sin maquillaje, "con estos
pelos".
Cuenta Hilari Raguer de una religiosa que nunca rezaba el salmo 88/87 de
las completas del viernes, sino que lo sustituía siempre por el salmo 86/85
de las completas del lunes que es mucho más bonito.
Efectivamente el salmo de las completas del viernes es un salmo
tenebroso, monocolormente negro, que ni siquiera deja al final un resquicio
para la esperanza. Es un salmo "para cuando se funden los plomos". Pero
¡qué bonito que el Señor nos haya regalado en el salterio un salmo "para
cuando se funden los plomos!" Porque la realidad es que se nos suelen
fundir con frecuencia, y en esos momentos más que nunca necesitamos
comunicarnos con Dios desde la oscuridad.
Le decía Raguer a la religiosa en cuestión: "¿Es que usted nunca ha
estado a oscuras? ¿Es que no conoce a nadie que esté a oscuras y en quien
pueda pensar los viernes por la noche al irse a acostar?" Acostumbrémonos a
rezar no solo los salmos dulzones, sino también los duros. Hay quienes solo
saben gustar el chocolate Nestlé con leche. Otros llegan a ser capaces de
gustar también el chocolate Valor amargo. A mí, personalmente, me gusta
más.


3. El largo proceso del perdón
Hay muchas personas heridas por la vida, torturadas física y
psíquicamente. Brota en ellos espontáneamente esa sed de rencor, de
venganza, de resentimiento que rezuman esas frases de los salmos en su
tenor literal.
El camino hacia el perdón es un camino largo que tiene que pasar por
diversas etapas. Algo parecido ocurre con la aceptación de la muerte en el
enfermo a quien se le diagnostica un cáncer terminal. Se ha estudiado las
diversas etapas por las que tiene que pasar el enfermo terminal hasta
llegar a la aceptación y la paz. No todos llegan hasta el final, sino que
pueden quedarse bloqueados en alguna de las etapas. Es verdad que en
ocasiones la gracia de Dios es tan abundante que milagrosamente una persona
pueda llegar con facilidad y rapidez a la aceptación serena, pero no es lo
normal.
Esto que sucede con la aceptación de la muerte, sucede también en el
largo camino del perdón. Pensemos en víctimas de violencia sexual, o en
personas humilladas y burladas brutalmente o despojadas de sus bienes.
Personas que han visto morir a sus seres queridos entre terribles torturas
o se han visto privados de sus derechos más fundamentales. Personas que han
pasado años en la cárcel por un crimen que no cometieron.
Las ofensas nutren en nosotros un sentimiento de agresividad del que es
necesario liberarse. Para muchos inocentes la tentación consiste en volcar
esa agresividad contra sí mismos cayendo en la depresión o el
autodesprecio. Muchas veces los torturadores consiguen convencer a sus
víctimas de que son ellas las culpables, de que se han merecido lo que les
sucede.
Muchos niños maltratados pueden llegar a sentirse culpables de los malos
tratos recibidos. Antes de animarles a perdonar a los adultos conviene
dejarles expresar su cólera, su frustración, su resentimiento ante lo que
han sufrido y convencerles de su inocencia. Nunca se nos ocurra consolarles
diciendo: "Tampoco ha sido para tanto. No exageres. Lo que te pasa es que
eres hipersensible. Olvídalo que no tiene mayor importancia."
Tuve ocasión de acompañar a un amigo drogadicto en su proceso de
rehabilitación. En el centro al que asistía le proponían algunas terapias
de shock. Una de ellas era imaginar en una pared blanca la silueta de su
padre por quien se sentía maltratado, y volcar su agresividad contra él
dando puñetazos a la pared. Acabó con los nudillos en carne viva. Por
supuesto que este ejercicio terapéutico es solo un paso en su
reconciliación con la imagen paterna, pero hay determinados pasos que no se
pueden omitir, como no haya por medio una gracia extraordinaria de Dios que
permita llegar al final del camino sin tenerlo que recorrer paso a paso.
Debe quedar absolutamente claro que la ofensa cometida contra los
inocentes ha sido atroz, y evitar a toda costa cualquier mecanismo que
autoculpabilice al inocente. Expresar la cólera y el resentimiento es un
paso en el proceso de curación interior que no se puede puentear, aunque
por supuesto no sea bueno quedarse paralizado en este estadio.
En estos primeros estadios del camino nos puede acompañar la Biblia
poniendo palabras a nuestros sentimientos de frustración. Podemos así
llevar a la oración esa mezcla de sentimientos confusos aún. No hay que
esperar a la paz perfecta del corazón para empezar a orar. Los salmos de
imprecación pueden acompañarnos en las primeras etapas de ese lento camino.
Lo más importante en la vida espiritual es que no se interrumpa nunca
nuestra relación con Dios. Es preferible la blasfemia al silencio. El que
blasfema contra Dios o el que desahoga contra él su rencor está al menos
haciendo un acto de fe en él; se está comunicando con él de la única manera
que puede hacerlo en ese momento, venteando su rencor y su frustración.
Hasta la misma blasfemia es un modo rudimentario y tosco de oración
preferible al silencio y la incomunicación.
Mucho peor que el odio contra Dios es la indiferencia de quienes pasan
tan absolutamente de Dios, que ya ni siquiera se comunican con él ni para
vocear su resentimiento. Dios prefiere la blasfemia del hombre oprimido y
aplastado que el silencio de los indiferentes, la alabanza de los
satisfechos, o el culto de los que no han pasado por el sufrimiento.


4. Súplicas de liberación
Sería importante analizar las diversas imprecaciones y no meterlas todas
en el mismo saco. Normalmente en estos salmos no se pide explícitamente el
castigo del opresor sino la liberación de la opresión. Las imprecaciones
contra los injustos acusadores frecuentemente no son otra cosa que el
reverso de las súplicas de liberación. Pedir que los adversarios sean
condenados no es sino pedir la propia absolución, Por eso la súplica
"Castiga a mis adversarios, que sean frustradas sus estratagemas" es un
sinónimo "Sálvame", "Absuélveme", "Muestra que la justicia está de mi
parte". "Juzga mi causa contra esa gente sin piedad. Sálvame del hombre
malvado y sanguinario" (Sal 43,1)
¿Quién podría reprochar a los judíos durante el holocausto que deseasen y
pidiesen a Dios la derrota de los ejércitos nazis? Esa derrota de Hitler
equivalía a la salvación de tantas vidas inocentes de niños, ancianos y
mujeres cruelmente exterminados en las cámaras de gas y calcinados en los
crematorios.
El castigo y la extirpación de los pérfidos acusadores son exigidos
severamente en el derecho penal israelita. Según la ley de Dt 19,18-21
cuando un inocente calumniado consigue establecer su inocencia delante del
tribunal, se debe castigar a los calumniadores que pretendieron condenarle
con engaños. Al descubrir el engaño de los dos viejos que habían calumniado
a la inocente Susana y querían apedrearla, resultaba normal que aquellos
viejos sufrieran la misma pena que habían querido aplicar a aquella
desgraciada.
Dice por eso el Deuteronomio: "Haz al acusador inicuo lo que él tenía
intención de hacer a su hermano inocente. Así harás desaparecer el mal de
en medio de ti. Los demás al saberlo temerán y no volverán a cometer una
maldad semejante en medio de ti. No tengas compasión de él, sino que
exigirás vida por vida (Dt 19,19.21). En este caso la compasión sería una
medida peligrosa por parte de las autoridades. Porque el calumniador es reo
de la sangre inocente que intentó derramar. El derramamiento de sangre
inocente se consideraba como maldición perniciosa que manchaba la tierra y
constituía un peligro para todo el pueblo mientras no fuese vengada o
expiada. La tierra "queda contaminada con la sangre de los inocentes, y no
puede ser purificada sino con la sangre del que la derramó" (Nm 35,33).
Sin embargo el salmista no procura vengarse él mismo, sino que deja la
justicia en manos de Dios. Un examen exacto de las imprecaciones muestra
que se mantienen dentro de los límites de la justicia y del derecho en
vigor.
Además no se puede desconocer que en la base de las imprecaciones está no
solo el interés justificado del salmista por reivindicar su causa, sino un
motivo eminentemente religioso, no siempre expreso: salvar la religión. Uno
de los fundamentos de la religión, una de las verdades más importantes en
las que el israelita debe creer, es la justicia y la fidelidad divina. Dios
conforme a su promesa ayudará a los que lo temen y los librará de los
malhechores.
Ahora bien, si Dios no ayuda al salmista inocente y acusado, si deja que
el impío se salga con la suya, es el propio Dios quien confirma y justifica
la impiedad de los que desprecian a Dios (Sal 9,13). "Dios no ve y no
castiga" (Sal 10 4,11). Los malvados precisamente alardean de su maldad
diciendo: "¿Por ventura Dios se da cuenta? (Sal 73,11). Si al final el
inocente no es vindicado, la soberbia de estos hombres se afianzaría y
muchos justos comenzarían a vacilar en la fe o a imitar su ejemplo. Hay un
momento en que el salmista siente esta tentación "¿Es que en balde he
guardado puro mi corazón?" (Sal 73,10.13).
Pero si Dios cumple su palabra, si hace justicia al salmista y condena al
impío, la fe de los buenos será fortalecida, y "el justo se alegrará en el
Señor, buscará refugio en él, temerán todos y proclamarán las obras del
Señor y ponderarán sus hazañas" (Sal 64,10).


5. ¿Por qué el salmista no pide la conversión?
Hay un género literario bíblico que podemos encontrar también en el
Nuevo Testamento y en las palabras de Jesús. Son los Ayes que contrastan
con las Bienaventuranzas. Recordemos los Ayes de Jesús contra las ciudades
impenitentes del lago. "Ay de ti, Corozaín, Ay de ti Betsaida. Porque si en
Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en
vosotras, tiempo ha que sentados con sayal y ceniza se habrían convertido.
Por eso en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras.
Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? Hasta el Hades te
hundirás" (Lc 10,13-15).
Jesús no les desea el mal a estas ciudades, pero afirma que su pecado
les va a llevar necesariamente a su destrucción. El profeta evalúa el
comportamiento de estas ciudades y comprende que su destino no puede
terminar sino muy mal. Es como el educador que al ver a un niño malcriado
anuncia a sus padres que ese niño va a ser un desastre cuando sea mayor y
les traerá terribles disgustos y penalidades. Es el reconocimiento de que
el que la hace la paga. Dios podrá estar siempre dispuesto a perdonar, pero
la vida no perdona nunca.
Los libros sapienciales están convencidos de que "quien tira una piedra
al aire, sobre su propia cabeza la tira y quien cava una fosa caerá en
ella. Quien tiende una red, en ella quedará preso. Quien hace el mal lo
verá caer sobre sí" (Si 27,25-27).
Ante ciudades pecadoras, el deseo primero que surge no es pedir fuego
del cielo, sino el de pedirle a Dios que se arrepientan, que se conviertan.
Jesús lo intentó muchas veces con aquellas ciudades del lago en las que
tanto predicó. Lo intentó también en Jerusalén y quiso reunir a sus hijos
como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas. Pero por definición
los Ayes se dirigen a ciudades que no se han querido convertir, a ciudades
impenitentes, de las que hoy solo quedan montones de ruinas. En ese caso es
necesario proclamar que el pecado no es una acción inocua sin
consecuencias. Hay que decir bien alto que existe una ley inexorable que
une el pecado con la desgracia. Esta verdad necesita ser proclamada a
grandes voces. Si no queda clara, otros pecadores rechazarán la penitencia,
y los justos sufrirán el escándalo de ver un Dios tolerante con el mal,
indiferente al mal, injusto y cómplice del mal.
La constatación de estas desgracias que se ciernen sobre el pecador
impenitente no es motivo de júbilo para Jesús, sino de lágrimas. Al prever
lo que se le viene encima a Jerusalén, Jesús no se restriega las manos de
satisfacción. Las lágrimas de Jesús dejan constancia de su amor tan grande
por los pecadores. Pero esas lágrimas declaran también lo terrible de la
desgracia de la que él ha tratado de apartarles sin conseguirlo. Hay un
hermoso precedente bíblico de estas lágrimas de Jesús. Son las lágrimas de
David por Absalón su hijo, que lo había perseguido, humillado y
traicionado. Sin embargo, cuando le llegó a David la noticia de muerte de
su hijo, no se alegró con ella, sino que lloró desconsoladamente (2 Sm
19,1).
En el caso del salmista, es también claro para él que sus enemigos no van
a convertirse. "Están sin enmienda y sin temor de Dios" (Sal 55,20). Pedir
que sus acusadores de repente se conviertan y dejen de oprimirlos, sería
pedir un milagro tan grande como que Hitler o Stalin espontáneamente
dejasen de asesinar.
Aun así en algunas de las imprecaciones bíblicas no faltan súplicas y
exhortaciones que muestran que el salmista desea que el castigo sirva de
escarmiento a sus opresores y que lleguen a convertirse: "Y ahora reyes
comprended, arrepentíos jueces de la tierra y servid al Señor con temblor
(Sal 2,10-11). "¿No aprenderán todos los agentes del mal, los que comen a
mi pueblo? (Sal 14,4). "Enseñaré a los malvados tus caminos y los pecadores
volverán a ti" (Sal 51,15). "Digo a los arrogantes, 'Fuera arrogancias', y
a los impíos: 'No levantéis la frente'" (Sal 75,5). "Comprended, estúpidos
del pueblo; insensatos, ¿cuándo vais a ser cuerdos?" (Sal 94,8).
En ocasiones, algunas de las imprecaciones vienen motivadas
explícitamente por el deseo de que las desgracias lleven a los malvados a
conocer el nombre del Señor. "Dios mío, ponlos como hoja en remolino, como
paja ante el viento Como el fuego abrasa una selva, como la llama devora
las montañas, así persíguelos con tu tormenta, con tu huracán llénalos de
terror. Cubre sus rostros de ignominia para que busquen tu nombre, YHWH.
¡Sean avergonzados y aterrados para siempre, queden confusos y perezcan,
para que sepan que sólo tú tienes el nombre de YHWH, Altísimo sobre toda la
tierra!" (Sal 83,14-19).


6. La indignación de Dios
Hay un elemento importante en esos salmos que no ha quedado anulado en
el Nuevo Testamento, la pasión de Dios por la justicia, y su indignación
ante la injusticia. Frente a determinados crímenes como la violencia de
género o la pedofilia hoy día se ensalza la tolerancia cero. Un falso
sentido de compasión por parte de ciertos obispos americanos ha llevado a
que sacerdotes pedófilos depredadores continuaran sus abusos en total
impunidad, causando daños irreparables a niños y adolescentes. El arzobispo
de Boston, el cardenal Law, tuvo que renunciar a su sede en castigo por
este falso sentido de compasión hacia algunos de sus sacerdotes.
Uno de los salmos censurados, que no se reza nunca en la liturgia, es el
salmo 58. Va dirigido contra los jueces corruptos. Recordemos que uno de
los grandes motivos de escándalo en África o en América Latina es la
impunidad de los corruptos –políticos, jueces, policías- que al final se
salen siempre con la suya y consiguen borrar las huellas de sus fechorías.
A algunos les escandaliza que al final del salmo se diga que el justo
gozará viendo la venganza de Dios contra esos jueces corruptos, y que
bañará sus pies en su sangre. Pero el salmista no se recrea en el
sufrimiento de su adversario sino en que "así se comentará que hay un Dios
que juzga la tierra" (Sal 58,11-12). ¡Cómo no alegrarse cuando por fin
consiguen detener a los etarras o a los terroristas del 11 M. o cuando por
fin se consigue que los banqueros corruptos del pelotazo acaben en la
cárcel!
Hemos pintado a un Dios abuelete que en el fondo no se toma en serio el
pecado de los hombres. Considera que todos los hombres son pecadores, pero
decide perdonarles a todos, y hacer tabla rasa entre víctimas y verdugos.
Total si al final todos son pecadores, tanto las víctimas como los
opresores, quiere decir que la cualificación moral de las acciones humanas
tiene poca importancia. Al final Dios viene a perdonar a todos por igual
sin muchas averiguaciones. En el fondo ese Dios no se toma en serio las
acciones humanas. Trata nuestras peleas como tratan los adultos las peleas
de los niños. Cuando los niños se pelean y disputan, displicentemente los
adultos no queremos ni pretendemos ser jueces en sus disputas. Además en
las peleas de los niños no es fácil saber quién tiene la razón. ¡Qué
importa quién tenga razón! A la hora de merendar se invita a todos por
igual a pasar y a tomar chocolate. Este Dios abuelete invita a pasar al
cielo a todos los niños por igual, porque no le importa mucho cual haya
sido su conducta; total, todos son pecadores.
La Biblia nos prohíbe la venganza, pero nos habla de la venganza de
Dios. "Mía es la venganza, yo daré el pago merecido" (Dt 32,35; Rm 12,19;
Hb 10,10). Dios se quiere reservar él la venganza en exclusiva. Es un
asunto tan delicado, que no lo quiere dejar en manos de los hombres. "No
tomando la justicia por vuestra cuenta, queridos míos, dejad lugar a la
Ira, pues dice la Escritura: 'Mía es la venganza'" Cuando Dios nos prohíbe
vengarnos, no es porque el orden lesionado no merezca ser reivindicado, es
porque se reserva él este tema en sus manos.
¿Cómo hablar hoy sobre la Ira de Dios? Como dice José Javier Pardo, esta
noción de ira, cólera o celo divino apunta a una realidad recuperable hoy
bajo el nombre de «indignación». En este sentido, despojada la ira de sus
connotaciones psicológicas de pasión siniestra, enajenada, falta de
autocontrol, queda una cualidad de Dios que puede entenderse en positivo
como "justa indignación", precisamente enraizada en el amor, en la
misericordia. Es el amor de Dios al hombre precisamente el que genera en
él la indignación cuando ve a los inocentes siendo víctimas de crueles
opresiones. ¿Cómo podría dejar de indignarse?
Buena parte de la dificultad teológica para hablar de la ira divina
radica es la identificación de Dios con el ideal ético y metafísico de
apatheia griego. Sigo citando a Pardo en un artículo reciente de Sal
Terrae, "si apatheia significa inalcanzabilidad de cara al influjo
exterior, insensibilidad, propiedad de todo lo muerto, y libertad del
espíritu con respecto a necesidades interiores y prejuicios externos", el
Dios bíblico no es «a-patético». Un Dios que se conmueve en sus entrañas
por su hijo (Ir 31,20), que siente y sufre la pasión del amor enamorado (Ir
2,1-3,4), no es ciertamente apático.
Una teología y una espiritualidad desarrolladas sobre el pathos como el
modo de sentir de Dios, nos lleva a entender la ira divina como la no-
indiferencia frente al pecado y al mal. El sentir de Dios es pathos de vida
que quiere alcanzar plenitud, colmar la existencia y llenar de felicidad la
vida-con-el-otro; y ahí no cabe la indiferencia ni la indolencia. Por
tanto, YHWH, no es imparcial ni con la causa del pobre, ni con el mal.
Ira y misericordia no son dos momentos esquizofrénicos en Dios, sino el
fruto de un mismo corazón interesado. El sufrimiento que Dios ve y oye,
porque clama a Él desde las víctimas, no desata ni un amor lánguido ni una
cólera que dé rienda suelta al rencor. Es ira salvífica que necesita
enderezar los pasos extraviados fuera del camino donde crece la relación
vivificadora. Por ello la reacción firme y contundente contra lo
inmisericorde no se explica desde la lógica humana de la venganza, que
respondería a un amor ofendido, sino desde la lógica del amor herido que
busca la sanación a través de acciones en favor de la justicia.
Esto que intentamos explicar es lo que dice con una sencillez luminosa
el aforismo de que Dios odia el pecado, pero ama al pecador. Nuestro mundo
de hoy tiene el peligro de olvidar que la maldad existe en nuestra sociedad
y que ofende profundamente al corazón de Dios. Dios no quiere la muerte del
pecador (Ez 18,23), pero sin duda guarda para con el pecado esa hostilidad
implacable que los poetas bíblicos expresan con tanta fuerza. Implacable,
sí, no hacia el pecador, sino hacia el pecado que nunca será tolerado ni
excusado. Con el pecado no hay componendas. La severidad del salmista está
más próxima a una parte de la verdad que muchas de las actitudes modernas
de blanda indiferencia moral o de tolerancia pseudocientífica que reduce la
maldad a neurosis.


7. Las claves hermenéuticas
Es verdad que todos somos pecadores, pero esto no nos debería llevar a
desdibujar las fronteras entre el bien y el mal. En unos casos somos
culpables y en otros inocentes, y es importante distinguir unas situaciones
de otras. No cuesta nada lanzarnos a confesar que somos pecadores sin
entrar en detalles. Decir que uno es un gran pecador puede ser una excusa
para no reconocer ningún pecado en concreto, lo mismo que decir que uno ama
a todo el mundo puede ser una excusa para no amar a nadie en particular.
Pero si soy capaz de decir: "No he actuado bien en esta circunstancia
concreta y particular", debo poder decir también: "Esta otra vez sí he
hecho lo que tenía que hacer". El salmista es capaz de confesar sus pecados
en unos casos y su inocencia en otros. A veces se reconoce pecador, pero a
veces se reconoce víctima inocente del pecado de los demás. Nos estimula a
evaluar nuestras propias acciones en concreto y a no quedarnos en
vaguedades, en sensaciones generales de inocencia o culpabilidad que no
distinguen entre los diversos juicios morales que merecen nuestras diversas
acciones. Siempre debo ser capaz de distinguir cuándo soy yo el que me he
portado mal con otros y cuándo son ellos los que se han portado mal
conmigo.
El salterio me ayuda en todos esos casos. Cuando me siento culpable pone
en mis labios palabras de arrepentimiento y gemidos que suplican
misericordia a Dios. Cuando me siento víctima pone en mis labios palabras
para reclamar justicia y liberación, de modo que el Señor reivindique mi
causa y defienda mi causa contra gente sin piedad ni compasión.
Y podríamos terminar con una consideración hermenéutica. Al enfrentarnos
con estos textos incómodos cabría adoptar dos actitudes distintas. Una de
ellas sería una actitud condescendiente, afirmando que esos salmos son
testimonio de un estadio primitivo de la revelación, que pertenecen a un
contexto hoy día superado. Serían reliquias un tanto incómodas del pasado,
como la ley del talión que en su momento fue un gran paso adelante en la
moderación de la violencia, pero a la luz del sermón del monte resulta
primitiva y grosera. Entendemos que la ley del talión en su momento vino a
moderar el espíritu de venganza al poner límites a su efecto multiplicador
de quienes se cobran el daño recibido multiplicado por dos o por diez.
Sería todo lo más un paso en la correcta dirección del Dios que se ha ido
revelando poco a poco, a medida que encontraba un subiecto capaz de recibir
y acoger los aspectos más sutiles del perdón y del amor. En estas mismas
claves podríamos hablar de los salmos imprecatorios como salmos que
tuvieron su sentido histórico pero que hoy han quedado ya desbordados. En
este caso, mejor haría la Iglesia censurándolos y expurgándolos totalmente
de la oración del hombre moderno. Serían una reliquia histórica.
Pero yo propongo algo distinto. Esos salmos no son solo reliquias de una
etapa ya superada. Siguen teniendo su puesto también hoy en nuestra vida
espiritual. Seguimos necesitándolos. Debemos considerarlos un don que Dios
nos ha hecho también a nuestra generación de hoy. Sirven como contraste y
contrapeso para no malinterpretar otros textos que nos hablan de un perdón
más generoso. Nos recuerdan los efectos crueles con que la violencia marca
a las víctimas inocentes. Nos aseguran de que Dios no es ese abuelete
moralmente amorfo que no distingue entre opresores y oprimidos, entre
torturadores y víctimas. Nos aseguran de que el pecado no es una acción
trivial sin consecuencias.
Pero sobre todo ponen palabras en los labios de las víctimas que quieren
vivir su trauma en presencia con Dios, en diálogo con Dios, pero que de
momento todavía no se sienten suficientemente sanados y reconciliados para
pasar página. Son oraciones auténticas para quienes sienten que todavía son
víctimas de autoinculpaciones morbosas y necesitan gritar a Dios su
inocencia, ya que los otros tribunales no han querido reconocerla; para
quienes necesitan un tiempo de luto por la vida que pudo haber sido y quedó
truncada por la violencia. Y por si acaso ellos mismos no supieran
encontrar las palabras para expresar estos sentimientos tan confusos, Dios
ha querido poner esas palabras en sus labios para que mantengan un diálogo
terapéutico hasta que vayan siendo capaces de escuchar otras palabras de
perdón que también están en el evangelio y que podrán ser pronunciadas un
día cuando el proceso de sanación vaya culminando. Pero, antes de
pronunciar las últimas palabras, es importante que se hayan pronunciado las
penúltimas. Y es el mismo Dios lleno de amor y compasión el que en su
Palabra revelada ha querido poner en nuestros labios unas y otras, para que
en ninguna etapa se interrumpa nuestro diálogo con él.
Uno de los principios básicos de la hermenéutica bíblica es que la
verdad bíblica sólo resplandece cuando leemos los textos desde el contexto
global de toda la Escritura. Fuera de este contexto global los textos por
separado no gozan de la inerrancia bíblica. Habrá que equilibrar las
afirmaciones de Pablo de que la salvación viene sólo por la fe sin obras,
con la afirmación de Santiago de que la fe sin obras está muerta. Del mismo
modo habrá que matizar y perfeccionar las imprecaciones con las palabras
del sermón del monte, pero nuestra exégesis del sermón del monte no puede
tampoco ignorar las imprecaciones, so peligro de darnos una visión
angelista del perdón que no tenga en cuenta la realidad precaria del
corazón sangrante de las víctimas.
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