Cómo Hacer Funcionar la Democracia. Comentario de Making Democracy Work, de Robert Putnam

Share Embed


Descripción

Putnam: Capital Social e Instituciones Democráticas

Cómo Hacer Funcionar la Democracia Por José Eduardo Jorge Comentario del libro Making Democracy Work. Civic Traditions in Modern Italy, Princeton, Princeton University Press, 1993 Nota del autor: La primera sección de este documento reproduce el artículo publicado originalmente en la revista electrónica Cambio Cultural, Buenos Aires, Marzo de 2002, al momento de producirse la crisis política y financiera de la Argentina que produjo la caída del gobierno electo en 1999.1 El Anexo de la sección siguiente es un resumen comentado de Making Democracy Work. Forma parte de un documento de cátedra que elaboré para uso de los estudiantes de mi Seminario de Cultura Política en la Universidad Nacional de La Plata.2

¿Por qué algunos gobiernos democráticos son exitosos mientras otros fracasan? Esa es la pregunta central que Robert D. Putnam intenta responder en Making Democracy Work, un libro que ha recibido gran atención en EEUU y el resto del mundo. Basado en un estudio de campo realizado en Italia durante dos décadas, el trabajo ofrece una amplia evidencia empírica sobre la importancia del capital social representado por la "comunidad cívica" en el desarrollo y el desempeño de las instituciones democráticas. Nacido en 1940 en Port Clinton, Ohio, Putnam, que actualmente se desempeña como profesor de Política Pública y director del Saguaro Seminar en Harvard, es el principal exponente de la utilización del concepto de capital social en ciencias políticas (1). Entre nosotros la noción ha sido difundida casi exclusivamente a través del trabajo de Francis Fukuyama (Confianza, 1995), donde en rigor se exploran sus relaciones con el desarrollo económico. Putnam alcanzó notoriedad adicional a partir de su artículo Bowling Alone (Journal of Democracy, 1995), en el que sostenía que el capital social de EEUU estaba declinando desde hacía 25 años. Presentó allí cifras elocuentes de disminución de la participación política, pertenencia a asociaciones locales y vecinales, lectura de periódicos y confianza en el gobierno, que contribuían a explicar la creciente proporción de ciudadanos que 1

El artículo original puede consultarse en Internet Archive, en la dirección web: https://web.archive.org/web/20051123072949/http://www.cambiocultural.com.ar/ publicaciones/putnam.htm 2 Jorge, José Eduardo (2007): “Capital Social y Democracia: la Teoría de Robert Putnam”, Documento de Cátedra, Seminario de Cultura Política, Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata, La Plata. Este material didáctico incluye las traducciones del capítulo 6 de Making Democracy Work (pp. 162-185) y de fragmentos del libro de Putnam Bowling Alone (2000). Estas traducciones son solo para uso interno de la cátedra y aquí no es posible reproducirlas.

cuestionaban la efectividad de las instituciones públicas. Posteriormente profundizó el análisis en un libro con el mismo nombre (2000). Allí señalaba como una de las causas más importantes del fenómeno al proceso de recambio generacional: los baby boomers y la Generación X estaban menos comprometidos que sus mayores en la vida comunitaria. Sus trabajos le valieron ser invitado por Bill Clinton y Tony Blair a exponer sus ideas en Camp David y Downing Street.

La experiencia italiana de descentralización En Making Democracy Work el autor realiza un estudio sistemático del desarrollo y adaptación de las instituciones públicas a su entorno social, a partir del experimento italiano de creación de gobiernos regionales, que se puso en marcha en 1970 rompiendo con una larga tradición de centralización política. El cambio en las instituciones formales ¿produce una transformación de las prácticas políticas y de los modos de gestión de gobierno? ¿Depende la efectividad de una institución gubernamental de su entorno social, económico y cultural? Valiéndose de un vasto conjunto de estudios por encuesta, entrevistas cualitativas, ingeniosos experimentos y datos secundarios, Putnam encontró al cabo de 20 años de investigación que el desempeño de los nuevos gobiernos regionales en el Norte y el centro de Italia era muy superior al de los localizados en el Sur, a pesar de que éstos contaban con recursos financieros (provistos por el gobierno central) iguales o mayores (2). La nueva estructura institucional descentralizada sí contribuyó, tanto en el Norte como en el Sur, a desarrollar "un nuevo modo de hacer política": "Al principio -explica Putnam-, los nuevos legisladores habían traído con ellos una concepción de las relaciones sociales y políticas que era esencialmente de suma-cero, girando en torno a conflictos en esencia irreconciliables. Este enfoque, enraizado en las disputas sociales e ideológicas del pasado italiano, predisponía a los legisladores a la estridencia y ponía trabas a la colaboración práctica" (p. 34.) Con el paso de los años se produjo un cambio profundo en la cultura política, que pasó del conflicto ideológico a la cooperación, del extremismo a la moderación, del dogmatismo a la tolerancia, de la doctrina abstracta al gerenciamiento práctico, nada de lo cual excluía el conflicto y la controversia, pero con el énfasis puesto ahora en el "buen gobierno". Una conclusión fue que el ritmo del cambio institucional es lento: pueden pasar décadas hasta que una nueva institución tenga efectos distintivos sobre la cultura y la conducta política. Sin embargo, los efectos no fueron igualmente positivos cuando lo que se analiza es el desempeño de los gobiernos regionales que, en lugar de mitigar, exacerbaron las históricas disparidades existentes entre el Norte y el Sur de la península.

Putnam parte de la idea de que una institución democrática tiene alto desempeño si es sensible a las demandas de los ciudadanos y efectiva utilizando los recursos limitados con que cuenta para satisfacer esas demandas. Para evaluar el desempeño de los gobiernos regionales construyó un índice haciendo uso de doce indicadores, por ejemplo la estabilidad de los gabinetes, la puntualidad en la presentación del presupuesto, la innovación legislativa, los consultorios familiares por cada mil habitantes creados por cada gobierno con fondos provistos por las autoridades centrales y la capacidad de respuesta de la administración a los requerimientos de particulares. El desempeño superior de los gobiernos del Norte respecto a los del Sur se extendía a la mayoría de los indicadores, perduraba en el tiempo y además era reconocido, independientemente de la medida objetiva proporcionada por el índice, por los mismos ciudadanos y dirigentes de la comunidad. ¿Cómo explicar estas diferencias? Putnam plantea dos hipótesis principales, según las cuales la causa de los distintos desempeños residía en 1) el desigual desarrollo socioeconómico, o 2) la "comunidad cívica", es decir, por los modelos desiguales de participación cívica y solidaridad social. La democracia está fuertemente correlacionada en todas partes con la modernización socioeconómica y es sabido que la economía del Norte de Italia es mucho más avanzada que la del Sur. Pero el problema de esta interpretación es que no explica las diferencias de desempeño gubernamental entre las regiones desarrolladas. Por ejemplo, Lombardía, el Piamonte y Liguria eran más ricas que Emilia-Romaña y Umbría, que contaban con gobiernos mucho más exitosos. Por otro lado, no debe olvidarse que los fondos para las nuevas instituciones eran provistos por el gobierno central, con un criterio redistributivo que favorecía a las regiones más pobres.

La "comunidad cívica" La evidencia favorece a la segunda hipótesis: el desigual desempeño de los gobiernos se explicaba por la diferente calidad de la "comunidad cívica" de las regiones. Al detenerse brevemente en los aspectos teóricos y filosóficos del concepto, Putnam nos recuerda que ya en la Florencia del siglo XVI Maquiavelo y sus contemporáneos habían llegado a la conclusión de que el éxito de las instituciones libres dependía de la "virtud cívica" de los ciudadanos. Esta escuela "republicana" fue luego eclipsada por Hobbes, Locke y otros que pusieron el acento no en la "comunidad", sino en el individualismo y los derechos individuales. La constitución norteamericana, con sus controles y balances, intentaba asegurar la democracia contra los ciudadanos "no virtuosos". Pero en años más recientes la filosofía política norteamericana reabrió el debate entre el individualismo liberal clásico y la tradición comunitaria, sostenida por los neo-republicanos.

El objetivo de Putnam es encontrar evidencia empírica para iluminar un debate que hasta ese momento se desarrollaba en un terreno filosófico. Desde un punto de vista práctico, la "comunidad cívica" comprende, según él, cuatro aspectos esenciales: Compromiso cívico, que se traduce en la participación de la gente en los asuntos públicos. La "virtud cívica" no implica necesariamente "altruismo", sino "interés propio bien entendido", que implica pensar en los beneficios a largo plazo para el individuo o grupo que surgen de cooperar con los demás. La ausencia de "virtud cívica" está ejemplificada en el "familismo amoral" que halló Edward Banfield como componente central del ethos de Montegrano durante su investigación realizada en los años 50 en esa pequeña aldea del Sur de Italia: "Maximiza la ventaja material y de corto plazo de la familia nuclear; asume que todos los demás harán lo mismo". Para Banfield, la extrema pobreza y el atraso de Montegrano se explicaban en buena medida por la incapacidad de los aldeanos para actuar juntos por un objetivo común o algo que fuera más allá del "interesse" de la familia nuclear (3). Igualdad política, es decir, los mismos derechos y obligaciones para todos. Esto significa relaciones horizontales de reciprocidad y cooperación, no las verticales de autoridad y dependencia como las que se establecen entre "patrones" y "clientes". En este contexto, el liderazgo político es un liderazgo democrático. Solidaridad, confianza y tolerancia entre los ciudadanos, lo que no implica la desaparición del conflicto. La confianza reduce las probabilidades de que un número grande de individuos o grupos de una comunidad, siguiendo intereses meramente particulares, se desvíe de los objetivos colectivos. Asociaciones civiles, no necesariamente "políticas" en un sentido restringido, que contribuyen a la efectividad y estabilidad del gobierno democrático, tanto por sus efectos "internos" sobre los miembros individuales como por los "externos" sobre la sociedad. Entre los primeros hallamos los hábitos de cooperación, solidaridad y espíritu público que surgen cuando las personas participan de diversos grupos y asociaciones. Especialmente si un individuo es miembro de grupos pertenecientes a distintas divisiones sociales, sus actitudes tienden a moderarse. Desde el punto de vista de sus efectos "externos", las asociaciones cumplen la función de dar forma clara a los intereses de un grupo o sector, reunir a los miembros de ese grupo y dirigir sus energías en una dirección.

Midiendo la comunidad cívica Para determinar si entre las regiones italianas existían diferencias de desarrollo cívico que explicaran las disparidades en el desempeño de los gobiernos regionales, Putnam construyó un Indice de Comunidad Cívica reuniendo cuatro indicadores: el Número de asociaciones por habitante, deportivas (la gran mayoría), de recreación, científicas, culturales, técnicas,

económicas, de salud, de servicio social, etc.; la lectura de periódicos, que muestra el interés de las personas por los asuntos públicos; la participación en referéndums, que no estaban distorsionados por el fenómeno del clientelismo en las regiones del Sur; el voto de preferencia por un candidato particular, opción "voluntaria" que en los hechos era resultado de prácticas clientelísticas y que se utilizó, por lo tanto, como indicador de ausencia de comunidad cívica. Observemos entonces que, en una comunidad cívica, no sólo importa la "participación" política, sino además la "calidad" de esa participación. Al aplicar el Indice a las 20 regiones estudiadas, Putnam halló que arrojaba una muy elevada correlación (r=0.92) con el Indice de Desempeño Institucional. La región más cívica resultó Emilia-Romaña; la menos cívica, Calabria. En las regiones más cívicas los ciudadanos participaban en numerosas asociaciones, leían más periódicos, confiaban más entre sí y respetaban la ley. Los dirigentes políticos eran relativamente honestos, creían en ideas de igualdad política (como "participación" en asuntos públicos) y, si bien no faltaba el conflicto o la controversia, estaban predispuestos a resolver sus diferencias. En las regiones menos cívicas la vida pública estaba organizada de modo jerárquico, los asuntos públicos eran cosa de "los políticos", la participación estaba impulsada por la dependencia o el interés particular y la corrupción era la norma. Los dirigentes políticos se mostraban escépticos con la idea de "participación" de la gente. Tenían más contactos con los pobladores que en las regiones más cívicas, pero éstos se hallaban relacionados fundamentalmente con cuestiones personales. Los habitantes "se sienten impotentes, explotados e infelices", nos dice previsiblemente Putnam.

Los orígenes históricos Las profundas diferencias en las características del tejido social del Norte y el Sur de Italia, que tanta influencia ejercían y siguen ejerciendo hoy en su desarrollo político y económico, remontan sus orígenes, según Putnam, muy lejos en la historia. Hace mil años, las dos regiones hallaron soluciones muy distintas a la situación de anarquía y violencia que caracterizaba a la época. En el Sur, el reino de los Normandos se convertía en el Estado más rico y organizado de Europa, pero con una estructura social y política autocrática, con fuertes elementos feudales, burocráticos y absolutistas. El paso de los siglos reforzó una estructura social polarizada de latifundios y campesinos empobrecidos. En el Norte la solución descubierta por las ciudades-estado fue bien diferente. Comenzó por la formación de asociaciones voluntarias entre grupos de vecinos para proveer ayuda mutua en materia de defensa y cooperación económica. Sin llegar a ser una democracia en el sentido moderno del término, las ciudades-estado llevaron la participación de la población en los asuntos públicos a niveles sin precedentes. Con el

tiempo se formaron gremios de artesanos y comerciantes que comenzaron a presionar por reformas políticas. Se multiplicaron las asociaciones vecinales, organizaciones parroquiales, confraternidades religiosas, que se convirtieron en protagonistas de los asuntos locales. Con la expansión de este "republicanismo cívico" se produjo simultáneamente un fuerte crecimiento de la riqueza a través del comercio y las finanzas (no de la tierra, como en el Sur.) Los rasgos centrales de esta cultura asociativa sobrevivieron, al parecer, a los vaivenes de los siglos posteriores, y jugaron un papel fundamental a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y, particularmente, luego de la unificación en 1871. Italia asistió entonces al florecimiento de las sociedades de ayuda mutua -que prestaban servicios para los desocupados, ancianos, embarazadas y otros que experimentaban las consecuencias de una sociedad rápidamente cambiante- y de cooperativas de productores y consumidores. Estas asociaciones cumplían importantes funciones políticas latentes, ya que de ellas surgieron los dirigentes de diversos movimientos políticos y sindicales. Señala Putnam que tanto el movimiento socialista como el católico, que se constituyó formalmente como Partito Popolare, abrevaron en la misma herencia de participación y organización. En el Sur, sin embargo, las redes patrón-cliente persistieron. Los campesinos faltos de trabajo competían duramente entre sí para obtener uno. En la Emilia-Romaña, quienes enfrentaban situaciones similares formaban cooperativas voluntarias. Las instituciones del Estado unificado se adaptaron, como lo harían los gobiernos regionales creados en 1970, a los distintos contextos socioculturales. El clientelismo, nos explica Putnam, era desde el punto de vista de los campesinos del Sur una estrategia perfectamente racional en el contexto de una sociedad atomizada. La debilidad de la estructura judicial y administrativa formal desarrolló el crimen organizado, cuyo paradigma es la Mafia. En una cultura marcada por la profunda desconfianza, la Mafia cumplía la función de garantizar que los acuerdos celebrados se cumplirían. Analizando evidencia cuantitativa sobre civismo y desarrollo económico en las distintas regiones disponible a partir de 1860, Putnam encuentra que por entonces no existía una alta correlación entre ambos. Además, desde la creación de los gobiernos regionales, las regiones cívicas crecieron más rápido que las menos cívicas controlando por el nivel de desarrollo económico en 1970. En base a estos y otros datos concluye que "la economía no predice el civismo, pero el civismo predice la economía, incluso mejor que la economía misma (...) Las tradiciones cívicas pueden tener poderosas consecuencias para el desarrollo económico y el bienestar social, tanto como para el desempeño institucional" (p. 157.) Un ejemplo de cómo las normas y redes de la "comunidad cívica" contribuyen a la prosperidad económica son los bien conocidos distritos industriales italianos formados por pequeñas y medianas empresas. Este modelo de "especialización flexible" se caracteriza a la vez por la integración y la descentralización, la competencia y la cooperación entre las empresas que lo componen.

El capital social Un punto de la mayor relevancia es que la estrategia de no cooperar para beneficio mutuo no es necesariamente irracional. Por el contrario, puede ser perfectamente racional en determinado contexto. La teoría de los juegos lo muestra en el llamado "dilema del prisionero": dos sospechosos de haber cometido un crimen son interrogados en celdas separadas. Se le dice a cada uno que, si ninguno confiesa, con las pruebas disponibles ambos irán a la cárcel por un año. Si sólo uno confiesa, saldrá libre por haber colaborado y el otro recibirá una sentencia de seis años. Si ambos confiesan, la sentencia será de tres años para los dos. Al no poder coordinar sus acciones, cada uno decidirá confesar, sin importar lo que haga el compañero. El resultado, claro está, no es el óptimo considerando el beneficio conjunto de la "sociedad" formada por ambos prisioneros (4). Para actuar en forma cooperativa, dice Putnam, es necesario no sólo confiar en el otro, sino además creer que el otro confía en uno. Lo mismo es válido entre partidos políticos, entre empresarios y trabajadores, entre el gobierno y los grupos privados. Pero ¿cómo surge la confianza a nivel social, es decir, entre personas que no se conocen? En primer lugar, por normas de reciprocidad que los individuos internalizan y que son reforzadas por sanciones informales y formales. A través de estas normas se facilita la cooperación y se reducen los "costos de transacción" de los que habla la economía. Se distingue una reciprocidad "específica", que es el intercambio simultáneo de ítems del mismo valor, de otra "generalizada", que adopta la forma "haré esto por ti sin esperar nada específico a cambio, confiando en que algún otro hará algo por mí el día de mañana" (se trata así de un "altruismo" de corto plazo combinado con un "interés propio" en el largo plazo.) La confianza surge también de la existencia de redes de compromiso y participación cívicas que facilitan la comunicación y el conocimiento mutuo, refuerzan las normas de reciprocidad y aumentan los costos potenciales de desviarse de ellas. Aunque en todas las comunidades hay tanto redes horizontales como verticales, cuanto más densas sean las primeras (por ejemplo, las asociaciones vecinales, los clubes deportivos, etc.), más probable será que las personas cooperen para resolver sus problemas comunes. Las experiencias asociativas del pasado funcionarán como modelo cultural para afrontar las situaciones del presente. Las redes verticales, como las que se establecen entre patrones y clientes, sostiene Putnam, no pueden desarrollar la confianza ni la cooperación, pues el flujo de información y las obligaciones son asimétricos. La confianza, las redes, las normas, se refuerzan entre sí y, en un círculo virtuoso, hacen que el "stock" de capital social de una comunidad aumente con su utilización. La sociedad alcanza así un estado de equilibrio basado en la cooperación. En una comunidad en la que predominan la desconfianza, la falta de respeto a las normas, el aislamiento, estos rasgos también se alimentan mutuamente en un círculo vicioso, de modo que la sociedad alcanza finalmente un estado de equilibrio, muy distinto al

anterior, en el que la solución "racional" pasa por el gobierno autoritario y el clientelismo (5). Determinados sucesos históricos pueden funcionar en una sociedad como puntos de inflexión, a partir de los cuales se ponen en marcha esos círculos virtuosos o viciosos y situaciones de equilibrio que perduran por siglos. El caso del Norte y el Sur de Italia muestra para Putnam un "llamativo" paralelismo con el de América del Norte y América Latina, que heredaron modelos opuestos de descentralización y centralización políticas. El cambio formal en las instituciones, como ocurrió en la experiencia italiana de creación de gobiernos regionales, tiene una influencia sobre las prácticas políticas que puede medirse en décadas. Los hechos sugieren que un impacto apreciable sobre la estructura social y la cultura demanda mucho más tiempo. "Construir capital social no será fácil -concluye Putnam, pero es la clave para hacer funcionar la democracia" (p. 185.) Nota final: la crisis argentina DE 2001-2002 Algunas de las reflexiones sobre la situación argentina que nos sugirió este trabajo de Putnam se encuentran en nuestro ensayo Las raíces culturales de los problemas argentinos (Cambio Cultural, Buenos Aires, Enero de 2002). Pensábamos entonces que en la Argentina estaban surgiendo y extendiéndose nuevas actitudes de compromiso y participación cívicas, que se reflejaban, por ejemplo, en el crecimiento del voluntariado. La verdadera explosión de participación con que respondió la sociedad al derrumbe del país, el fenómeno de las Asambleas Vecinales (que ha generado también alguna controversia), le otorgan al marco teórico desarrollado en Making Democracy Work un valor aún mayor para contribuir a la comprensión de lo que ya se considera la crisis más profunda de nuestra historia. La sociedad argentina ha venido transitando uno de esos círculos viciosos o "trampas sistémicas" en los que la desconfianza, la falta de normas de reciprocidad, las formas verticales de organización, se han alimentado mutuamente, destruyendo la economía y haciendo colapsar finalmente las instituciones políticas que, por otra parte, nunca se caracterizaron por un buen desempeño. ¿Cómo entender el aparentemente inexplicable fracaso argentino, un país con tantos recursos naturales y humanos? Una de las causas centrales es que, si bien contamos con abundante capital físico y humano, sufrimos de una escasez dramática de capital social. ¿Es posible que ese círculo vicioso haya comenzado a romperse? A juzgar por los actuales niveles de confianza social, parece que no. Si nos atenemos a las actitudes de participación, la respuesta es sí. La variable interviniente es posiblemente el recambio generacional. El problema reside en que, como dice un paper reciente, "comprender la importancia del capital social nos dice muy poco sobre cómo incrementarlo. Se necesita más

investigación acerca de qué intervenciones pueden construir confianza generalizada y fuertes normas cívicas" (6). Estos problemas serán objeto de un próximo artículo. Mientras tanto, todo parece sugerir que la Argentina está en un nuevo punto de inflexión de su historia. La sociedad debe decidir qué camino tomar para resolver los enormes problemas que enfrenta. ¿Será la vía de la participación, la cooperación, la confianza, la reciprocidad? ¿O insistirá con el modelo de desconfianza, atomización y guerra de todos contra todos, que podría terminar acaso en la triste "solución" de equilibrio de un nuevo orden autoritario? La alternativa que resulte vencedora condicionará no sólo la vida argentina de los próximos años, sino también la de nuestras próximas generaciones. José Eduardo Jorge Marzo de 2002

REFERENCIAS (1) Son antecedentes del desarrollo del concepto los trabajos de Jane Jacobs, Pierre Bourdieu y James Coleman, entre otros. (2) Las regiones tenían capacidad para legislar en materia de salud, vivienda, planeamiento urbano, agricultura y obras públicas, entre otras áreas. El gobierno central transfirió numerosos servicios y recursos, al tiempo que se crearon decenas de miles de nuevos puestos administrativos. A comienzos de los años 90, el gasto de los gobiernos regionales alcanzaba la décima parte del PBI. (3) El trabajo de Edward Banfield, The moral basis of a backward society (ed.orig.: Free Press, 1958), será objeto más adelante de otro comentario en Cambio Cultural. (4) Una explicación sintética y completa del dilema del prisionero se encuentra en la revista Ciencia Hoy: www.cienciahoy.org/hoy48/racio02.htm (5) Este mecanismo de causalidad circular ha sido descripto en detalle por Peter Senge, La Quinta Disciplina (Barcelona: Granica, 1996). (6) Stephen Knack, Social capital and the quality of government: evidence from the US States, The World Bank.

ANEXO Capital Social y Democracia: la Teoría de Robert Putnam El enfoque de Putnam difiere en particular del utilizado por la escuela neoinstitucionalista, que analiza las instituciones valiéndose de las teorías de los juegos y de la elección racional. Las distintas variantes del neoinstitucionalismo coinciden en dos puntos: 1. Las instituciones moldean la política. Las reglas y los procedimientos operativos que conforman las instituciones dejan su impronta sobre los resultados políticos al estructurar las conductas políticas. Las instituciones moldean las identidades de los actores políticos, su poder y sus estrategias. En otras palabras, el cambio en las instituciones formales (en el caso de Italia, la implantación de los gobiernos regionales) ¿produce una transformación de las prácticas políticas y de los modos de gestión de gobierno? 2. Las instituciones son moldeadas por la historia. Tienen inercia; son la encarnación de determinadas trayectorias históricas y puntos de inflexión. Hay “path dependence” (“dependencia de la senda”): lo que ocurre primero (incluso si es “accidental”), condiciona lo que viene después. Los individuos pueden “elegir” sus instituciones, pero las circunstancias en que lo hacen no son producidas por ellos; al mismo tiempo, sus elecciones influyen en las reglas dentro de las cuales hacen las elecciones sus sucesores. Putnam ubica su propio enfoque entre los dos anteriores. Su hipótesis es que el desempeño de las instituciones es moldeado por el contexto social en el que opera; más precisamente, por determinados rasgos específicos de ese entorno social. Concibe el “desempeño” de una institución como el grado en que responde a las demandas de los ciudadanos y es efectiva utilizando los recursos limitados con que cuenta para satisfacer esas demandas. Su modelo de acción de gobierno se asienta en el siguiente esquema: DESEMPEÑO INSTITUCIONAL Y MODELO DE ACCIÓN DE GOBIERNO

Demandas sociales

Interacción política

Elección de políticas

Gobierno

Implementación

Las instituciones de gobierno reciben inputs (entradas) de su entorno social y producen outputs (salidas) como respuesta a ese entorno. Por ejemplo, las madres que trabajan quieren guarderías, los comerciantes se quejan por los precios, etc. Los partidos políticos y

otros grupos articulan esas preocupaciones y los funcionarios consideran qué se debe hacer (suponiendo que se deba hacer algo). Finalmente, se adopta una política (que puede ser simbólica). A menos que esa política consista en “no hacer nada”, debe entonces ser implementada (por ejemplo, crear nuevas guarderías). El estudio del desempeño institucional se ha realizado habitualmente desde tres perspectivas: 1. Una escuela de pensamiento pone énfasis en el diseño institucional: estatutos legales, estructura de la organización, etc. El interés por los determinantes organizacionales del desempeño institucional ha vuelto emerger con el “neo-institucionalismo”. En el estudio de Putnam, el diseño institucional se mantiene constante, pues todos los gobiernos regionales tienen la misma estructura organizacional, pero se evalúa el impacto del cambio institucional, mediante una comparación “antes y después” de la instalación de las nuevas instituciones. 2. Un segundo enfoque enfatiza los factores socioeconómicos como una influencia determinante del desempeño institucional. Muchos estudiosos, en el pasado y la actualidad, han destacado que la democracia efectiva depende del bienestar económico y el desarrollo social. Dahl y Lipset, por ejemplo, remarcan varios aspectos de la modernización (riqueza, educación, etc.) en su discusión de las condiciones que subyacen a la estabilidad y efectividad del gobierno democrático. Las marcadas diferencias de desarrollo económico entre las regiones italianas permiten a Putnam evaluar directamente la compleja relación entre modernización y desempeño institucional. 3. Una tercera perspectiva subraya la importancia de los factores socioculturales para explicar el desempeño de las instituciones democráticas. Platón ya sostenía en “La República” que los gobiernos variaban de acuerdo con las disposiciones de su ciudadanía. En los años 60, Almond y Verba analizaron la “cultura cívica” de varias naciones para explicar las diferencias de desempeño y estabilidad de sus instituciones democráticas. El estudio de Putnam abreva en muchos aspectos en el clásico trabajo de Alexis de Tocqueville “La democracia en América”, donde el pensador francés destaca la conexión entre las “costumbres” de una sociedad y sus prácticas políticas. Las asociaciones cívicas, por ejemplo, refuerzan lo que Tocqueville llamaba “hábitos del corazón”, que son esenciales para las instituciones democráticas estables y efectivas. Entre los métodos y técnicas de investigación utilizados en el estudio, Putnam recurre a distintas ondas de estudios por encuesta y entrevistas cualitativas entre 1968 y 1989, realizadas a dirigentes políticos, dirigentes sociales y población general, en seis regiones seleccionadas y a nivel nacional. En 1983 se efectuó un experimento de campo para testear la capacidad de respuesta de los gobiernos. También se analizó un vasto conjunto de datos secundarios sobre desempeño institucional y se llevaron a cabo estudios de caso sobre política institucional y planeamiento regional

en las seis regiones seleccionadas, además de un análisis de la legislación producida por las 20 regiones.

Los efectos del cambio institucional sobre la cultura política de la elite Al evaluar el impacto de la reforma institucional, esto es, los efectos que pueden atribuirse al cambio de las estructuras formales -que son enfatizados especialmente por la escuela institucionalista-, Putnam observó que, tanto en el Norte como en el Sur, las nuevas instituciones contribuyeron a desarrollar "un nuevo modo de hacer política". "Al principio -explica Putnam-, los nuevos legisladores habían traído con ellos una concepción de las relaciones sociales y políticas que era esencialmente de suma-cero, girando en torno a conflictos en esencia irreconciliables. Este enfoque, enraizado en las disputas sociales e ideológicas del pasado italiano, predisponía a los legisladores a la estridencia y ponía trabas a la colaboración práctica" (p. 34). Con el paso de los años se produjo un cambio en la cultura política de la elite, que pasó del conflicto ideológico a la cooperación, del extremismo a la moderación, del dogmatismo a la tolerancia, de la doctrina abstracta al gerenciamiento práctico, lo que no excluía el conflicto y la controversia, pero con el énfasis puesto ahora en el "buen gobierno". Al cabo de una década, los dirigentes regionales se habían vuelto menos teóricos y menos preocupados por defender los intereses de grupos particulares de la región a expensas de otros. A la inversa, se hicieron más sensibles a las cuestiones prácticas de administración, legislación y financiamiento. Por ejemplo, la proporción de consejeros regionales (legisladores electos) que estuvo de acuerdo con la frase “asumir compromisos con los opositores políticos es peligroso, porque lleva generalmente a la traición del grupo propio”, cayó del 50% en 1970 al 29% en 1989. Quienes acordaron que “en las cuestiones sociales y económicas contemporáneas, las consideraciones técnicas deberían tener más peso que las políticas”, subieron en el mismo lapso del 28% al 63%. También aumentaron los porcentajes de quienes coincidían en que se debían “evitar las posiciones extremas” y en que “la lealtad a los ciudadanos es más importante que la lealtad al partido”. Como señala Putnam, el conflicto mismo no es incompatible con el “buen gobierno” y, de hecho, la controversia no desapareció de la política regional, pero la mayoría de los dirigentes había aprendido a disentir respetando a sus opositores. Este cambio en la cultura política de la elite no se debió, según Putnam, al reemplazo electoral de los consejeros regionales, pues los nuevos legisladores tendían, en algunos casos, a ser menos moderados que sus antecesores. Por otro lado, la tendencia a la despolarización política en el orden nacional parece haber hecho una modesta contribución, si bien entre

los ciudadanos comunes de todo el país la polarización política persistió durante gran parte del periodo. Aún así, la causa principal del cambio fue, de acuerdo con el trabajo de Putnam, la “socialización institucional”, es decir, la conversión individual de los dirigentes regionales, desde actitudes cercanas al dogmatismo ideológico hacia otras más prácticas y consensuales. Estos “efectos institucionales” fueron más notorios en los primeros años que siguieron a la reforma, cuando los dirigentes trabaron conocimiento mutuo y comenzaron a compartir los problemas. Los legisladores de la época fundacional que llegaron al tercer periodo legislativo -alrededor de un tercio del grupo original- habían estado originalmente entre los más dogmáticos y extremistas, pero ahora se encontraban entre los más moderados y tolerantes. La conclusión es que, como esperaban los defensores de la reforma regional, ésta había fomentado “un nuevo modo de hacer política”. Otro efecto observable fue el aumento de la autonomía regional -dicho de otro modo, la efectiva institucionalización de la política regional-, en particular después de 1976, a pesar de que al principio las regiones habían sido esencialmente una creación de la política nacional liderada por políticos con arraigo local. Los consejeros regionales se fueron haciendo más independientes de los dirigentes partidarios regionales que no pertenecían al consejo. En forma concomitante, los políticos regionales se volvieron menos dispuestos a alinearse con la dirigencia nacional de su partido si ello implicaba un conflicto con las necesidades de la región. Paulatinamente, emergió un sistema político regional. En 1970, las elecciones regionales estaban determinadas por los partidos tradicionales y los programas de las fuerzas políticas nacionales, mientras los candidatos regionales cumplían un papel secundario. En los años siguientes, creció la importancia de las candidaturas individuales y perdió peso la identificación con los partidos y los programas nacionales. Las relaciones entre las jurisdicciones regional y nacional tendieron a mejorar, luego de los forcejeos iniciales sobre las competencias de cada una y las controversias entre centralistas y partidarios de la autonomía regional. Al mismo tiempo, comenzaron a crecer las disputas entre los gobiernos regionales y locales, a medida que los primeros empezaron a ejercer sus poderes de supervisión sobre los segundos. El resultado de estos procesos fue la evolución de nuevas estrategias y alineamientos entre funcionarios locales, regionales y nacionales. En muchos programas, por ejemplo de agricultura, vivienda y servicios de salud, se desarrollaron responsabilidades compartidas entre las tres jurisdicciones, más que una clara división de funciones. En síntesis, los cambios en la estructura institucional formal influyeron gradualmente en la remodelación de las relaciones informales [conductuales] de poder. En el lapso de dos décadas, las regiones se

convirtieron en un ámbito auténtico, autónomo y distintivo de la política italiana. A pesar de que los dirigentes sociales percibían a estas administraciones como ineficientes, burocráticas, sin coordinación interna y escasamente profesionales, valoraban positivamente su mejor disposición a escuchar quejas y sugerencias en comparación con la jurisdicción nacional. Los gobiernos regionales representaron en este sentido una mejora en relación al “input” de la formulación de políticas, es decir, la recepción de las demandas sociales. Era el “output” el que dejaba mucho que desear. Los dirigentes regionales habían aprendido “una nueva forma de hacer política”, pero aún debían descubrir una “nueva manera de administrar” con eficacia. En el electorado general, el conocimiento público de las nuevas instituciones se extendió lentamente durante los primeros años. Su satisfacción con el desempeño de los gobiernos era baja. Sin embargo, la gente apoyaba la autonomía de las regiones frente a la autoridad central. La satisfacción creció, gradual pero firmemente, durante los años 80, pero con fuerte disparidades entre las regiones. Hacia fines de esa década, la mayoría de los habitantes del Norte se declaraban satisfechos con sus gobiernos, mientras que ello no ocurría con ninguno de los gobiernos del Sur. En rigor, los habitantes del Sur de la península se declaraban insatisfechos con todos los niveles de gobierno. Aún así, el descontento con el desempeño de los gobiernos de las regiones no había erosionado el apoyo a una institución regional fuerte y autónoma. La conclusión de este análisis de Putnam sobre el impacto de las nuevas instituciones es que el ritmo del cambio institucional es lento: pueden pasar décadas hasta que una nueva institución tenga efectos discernibles sobre la cultura y las conductas. Otro antecedente que arroja los mismos resultados es la experiencia de los gobiernos estaduales de Alemania (Länder), creados en 1949: recién en 1960, una encuesta mostró una leve mayoría que se oponía a su abolición.

La medición del desempeño institucional Como se indicó antes, Putnam parte de la idea de que una institución democrática tiene un alto desempeño si responde a las demandas de los ciudadanos y es efectiva utilizando los recursos limitados con que cuenta para satisfacer esas demandas. Para evaluar el desempeño de los 20 gobiernos regionales, Putnam construyó un Índice de Desempeño Institucional, utilizando doce indicadores en tres grandes categorías: a) Procesos políticos y operaciones internas: la estabilidad del aparato de toma de decisiones, la eficacia de su proceso presupuestario, la efectividad de sus sistemas de información, etc. (indicadores 1, 2 y 3).

b) Contenido de las decisiones políticas: el grado y la oportunidad con que el gobierno identifica las necesidades sociales y propone soluciones innovadoras (indicadores 4 y 5). c) Implementación de las políticas: capacidad del gobierno para prestar servicios y resolver los problemas, con cuidado de no atribuirle éxitos o fracasos que escapan a su control. Se trata de evaluar “productos” (outputs) en lugar de “resultados” (outcomes); o, dicho de otro modo, cuidado de la salud, en lugar de tasas de mortalidad infantil (indicadores 6 a 12). Los indicadores seleccionados son los siguientes: -Procesos políticos y operaciones internas: 1. Estabilidad de los gabinetes de funcionarios. 2. Puntualidad en la presentación del presupuesto. 3. Servicios estadísticos y de información: la disponibilidad de información sobre los ciudadanos y sus problemas permite que el gobierno responda en forma más efectiva. -Contenido de las decisiones políticas: 4. Legislación sobre desarrollo económico, planeamiento territorial y ambiental, y servicios sociales. 5. Innovación legislativa. Se otorgaba el máximo puntaje al gobierno regional que fuera el primero en crear leyes sobre una serie de cuestiones clave -contaminación del agua, protección del consumidor, hotelería, etc.- y el mínimo al gobierno que no adoptaba ninguna ley. -Implementación de las políticas: 6. Guarderías infantiles, medidas por el número de niños atendidos cada mil habitantes. 7. Consultorios familiares por cada mil habitantes, creados por cada gobierno con fondos provistos por las autoridades centrales. 8. Instrumentos de política industrial: plan de desarrollo económico regional, plan de uso territorial, parques industriales, agencias de financiamiento para el desarrollo, consorcios de desarrollo industrial y mercadotecnia, programas de capacitación laboral. 9. Utilización de los fondos para inversión en agricultura. Los problemas políticos y las ineficiencias administrativas hicieron que algunos gobiernos regionales no llegaran a utilizar los fondos provistos por el gobierno central.

10. Gasto per cápita en Unidades proporcionados por el gobierno central.

Sanitarias

con

fondos

11. Desarrollo urbano y vivienda: eficiencia en la utilización de fondos girados por el gobierno central para construcción y recuperación de viviendas y para la compra de tierras destinadas al desarrollo urbano. 12. Capacidad de respuesta de la burocracia gubernamental. En enero de 1983 se realizó un experimento, requiriendo a los gobiernos, por carta, información sobre distintos problemas. Las respuestas fueron evaluadas por su rapidez, claridad y exhaustividad. Si no se recibía una respuesta a tiempo, se realizaban llamadas telefónicas y, si era necesario, visitas personales. El índice así construido arrojó una alta consistencia entre los distintos indicadores. Las regiones con estabilidad de gabinetes, que aprobaban el presupuesto oportunamente, gastaban los fondos según lo planificado e innovaban en materia de legislación, eran también las que proveían guarderías y consultorios familiares, desarrollaban una buena planificación urbana, daban préstamos a los agricultores y respondían las cartas con prontitud. La aplicación del índice arrojó que el desempeño de los gobiernos de las regiones del Norte era muy superior al que se observaba en el Sur. Las diferencias se registraban en la mayoría de los indicadores y perduraban en el tiempo. En seis encuestas sucesivas realizadas entre 1977 y 1988, se preguntó a una muestra del electorado nacional su grado de satisfacción con los gobiernos regionales. Los resultados objetivos del índice mostraban una fuerte correlación con la percepción subjetiva del desempeño de los gobiernos entre los mismos ciudadanos. El desempeño institucional, medido a través de estos doce indicadores, resultó el único predictor consistente de la satisfacción o insatisfacción de los ciudadanos, lo que no ocurría con la identificación partidaria del encuestado ni con categorías socio-demográficas. Una encuesta nacional realizada en 1982 entre dirigentes sociales, económicos y sindicales, además de periodistas, mostró una correlación similar entre la evaluación de los gobiernos de las regiones y el Índice de Desempeño Institucional.

Las causas de las diferencias de desempeño institucional ¿Cómo explicar las marcadas diferencias de desempeño que se observaban entre los gobiernos del Norte y el Sur? ¿Y cómo explicar las que también se registraban en el interior de cada una de estas dos grandes áreas de la península?

Putnam se concentra en dos hipótesis principales, según las cuales la causa de los distintos desempeños podía residir en: 1) El desigual desarrollo socioeconómico de cada zona, producto de los distintos grados en que había avanzado el proceso de industrialización. 2) La “comunidad cívica”, es decir, los modelos de participación cívica y solidaridad social de cada zona. Los recursos financieros disponibles para cada gobierno no son parte de la explicación, pues los fondos eran proporcionados por el gobierno central, en muchos casos con un criterio redistributivo que beneficiaba a las regiones más pobres. De hecho, la mayoría de estas regiones recibieron más fondos de los que fueron capaces de gastar. A su vez, la dotación de infraestructura socioeconómica y tecnológica de cada zona no daba cuenta de las marcadas diferencias de desempeño entre los gobiernos de las regiones desarrolladas, por un lado, y entre los pertenecientes a las regiones más pobres, por otro. Por ejemplo, Lombardía, Piamonte y Liguria, eran las tres más prósperas que EmiliaRomaña y Umbría, pero estas dos últimas tenían gobiernos mucho más exitosos. La riqueza y el desarrollo económico no parecían ser, en consecuencia, toda la historia. Al abordar la segunda hipótesis, según la cual las diferencias de desempeño podían correlacionar con las distintas “comunidades cívicas” donde se establecían los gobiernos, Putnam recuerda que ya en la Florencia del siglo XVI, Maquiavelo y sus contemporáneos concluyeron que el éxito de las instituciones libres dependía de la "virtud cívica" de los ciudadanos. Esta escuela "republicana" fue luego eclipsada por Hobbes, Locke y otros. Mientras los republicanos ponían énfasis en la comunidad y las obligaciones de los ciudadanos, los liberales enfatizaban el individualismo y los derechos individuales. La constitución norteamericana, con sus controles y balances, intentaba asegurar la democracia contra los ciudadanos "no virtuosos". Pero en años más recientes la filosofía política reabrió el debate entre el individualismo liberal clásico y la tradición comunitaria. El objetivo de Putnam es encontrar evidencia empírica para iluminar un debate que hasta ese momento se desarrollaba en un terreno filosófico. Se propone, pues, explorar empíricamente si el éxito de un gobierno democrático depende del grado en que su entorno se aproxima al ideal de una “comunidad cívica”.

Las características de la comunidad cívica Al plantearse qué significa una “comunidad cívica” en términos prácticos, Putnam destaca cuatro características, que son algunos de los temas centrales del debate filosófico. Describe estas características, en primer lugar, en términos de una “comunidad cívica ideal”:

-El compromiso cívico, que está signado, ante todo, por la participación activa de la gente en los asuntos públicos. No toda actividad política es “virtuosa” o contribuye al bien común. La “virtud cívica” implica el reconocimiento y la búsqueda del bien público a expensas de los fines puramente individuales y privados. La dicotomía entre “altruismo” e “interés propio” puede ser superada: la "virtud cívica" no exige necesariamente "altruismo", sino lo que Tocqueville llamaba "interés propio bien entendido", es decir, el definido en el contexto de las necesidades públicas más amplias; el que es “iluminado”, no “miope”. La ausencia de "virtud cívica" está ejemplificada en el fenómeno que halló Edward Banfield en una investigación realizada en los años 50 en la pequeña aldea de Montegrano, en el Sur de Italia. La conducta de los aldeanos se basaba en un principio que Banfield denominó “familismo amoral": maximizar la ventaja material y de corto plazo de la propia familia y suponer que todos los demás harían lo mismo. Para Banfield, la extrema pobreza y el atraso de Montegrano se explicaban por la incapacidad de sus pobladores para actuar juntos en pos de un objetivo común, que fuera más allá del "interés" de la propia familia. Según Putnam, los ciudadanos de una “comunidad cívica” están más orientados a los beneficios compartidos; no son santos, pero enfocan el dominio público como algo más que un campo de batalla en la persecución de intereses individuales. -La igualdad política, que entraña los mismos derechos y obligaciones para todos. Una “comunidad cívica” se caracteriza por relaciones horizontales de reciprocidad y cooperación, no por relaciones verticales de autoridad y dependencia como las que se establecen entre "patrones" y "clientes". Una “comunidad cívica” no renuncia a las ventajas de la división del trabajo ni del liderazgo político, pero los dirigentes deben ser, y concebirse a sí mismos, como responsables ante los ciudadanos. Una comunidad es tanto más cívica cuanto más se aproxima su política al ideal de la igualdad política entre ciudadanos que siguen normas de reciprocidad y compromiso en el auto gobierno. -Solidaridad, confianza y tolerancia. En una “comunidad cívica”, los ciudadanos no son sólo iguales, activos y con espíritu público; también son amables y respetuosos y muestran confianza entre sí, aún cuando disientan en cuestiones sustanciales. Esto no implica la desaparición del conflicto, pues los ciudadanos mantienen puntos de vista firmes sobre los asuntos públicos, pero son tolerantes hacia los opositores. En la teoría de Tocqueville, la confianza interpersonal es quizás la orientación moral que más necesita difundirse para la mantener el gobierno democrático. La confianza permite superar lo que los economistas llaman “oportunismo”, por el cual los intereses compartidos no pueden concretarse porque cada individuo, actuando en total soledad, tiene incentivos para desertar de la acción colectiva. -Asociaciones civiles, o estructuras sociales de cooperación. Las normas y valores de la “comunidad cívica” se hallan encarnadas y reforzadas por estructuras sociales y prácticas distintivas. En este punto, el

teórico social más relevante sigue siendo Alexis de Tocqueville. 3 Las asociaciones civiles, formales o informales, contribuyen a la efectividad y estabilidad del gobierno democrático, tanto por sus efectos "internos" sobre los miembros individuales como por los "externos" sobre la sociedad. Desde el punto de vista interno, funcionan como “escuelas de democracia”, pues desarrollan en sus miembros hábitos de cooperación, solidaridad y espíritu público. De las encuestas de Almond y Verba surgía que los miembros de las asociaciones mostraban mayor sofisticación política, confianza social, participación política y competencia cívica. La participación en organizaciones cívicas inculca habilidades de cooperación -incluyendo las habilidades prácticas que los ciudadanos necesitan para participar de la vida pública, desde organizar reuniones y hablar en público hasta redactar documentos- y un sentido de responsabilidad por los proyectos colectivos. Más aún, cuando los individuos pertenecen a asociaciones que entrecruzan a grupos con distintos objetivos e intereses, sus actitudes tienden a moderarse como producto de las interacciones de grupo y las presiones cruzadas. Para que estos efectos tengan lugar, no se requiere que el propósito de la asociación en cuestión sea político en sentido restringido. Desde el punto de vista externo, las asociaciones permiten a los ciudadanos agregar, articular y explicitar sus intereses y objetivos con precisión, además de protegerse de posibles abusos del poder. Señala Tocqueville: “Cuando una opinión es representada por una asociación, debe tomar una forma más clara y precisa. Reúne a quienes la apoyan”. De acuerdo con esta tesis, una densa red de asociaciones secundarias encarna y contribuye a la efectiva colaboración social. En contraposición al miedo a las facciones que han expresado pensadores como Rousseau, en una “comunidad cívica” las asociaciones entre iguales contribuyen a la efectividad del gobierno democrático. Más recientemente, numerosos estudios de casos de estrategias de desarrollo rural en países en vías de desarrollo, muestran que las organizaciones locales implantadas desde fuera tienen una alta tasa de fracaso; las organizaciones más exitosas son las iniciativas locales participativas en comunidades locales relativamente cohesivas. Estas conclusiones son consistentes con las de Banfield, que observó en Montegrano la ausencia de una “acción concertada y deliberada” para mejorar las condiciones de la comunidad.

El desempeño del gobierno y la comunidad cívica en la práctica Descriptas de esta forma las características de la comunidad cívica ideal, Putnam se plantea cómo evaluar el grado en que la vida política y social de

3

Afirma Tocqueville: “En los pueblos democráticos, la ciencia de la asociación es la fundamental; el progreso de todas las demás depende del suyo”. En Alexis de Tocqueville: La democracia en América, Madrid, SARPE, 1984 (Orig.: 1835), Tomo II, pág. 97. Y también: “No hay país donde las asociaciones sean más necesarias para impedir el despotismo de los partidos o la arbitrariedad del príncipe, que aquel cuyo estado social es democrático. En las naciones aristocráticas, los cuerpos sociales secundarios forman asociaciones naturales que frenan los abusos del poder. En los países donde no existen tales asociaciones, si los particulares no pueden crear artificial y momentáneamente algo semejante no veo ningún otro dique que oponer a la tiranía, y un gran pueblo puede ser oprimido impunemente por un puñado de facciones o por un hombre”. Tomo I, pág. 196.

cada una de las regiones italianas se aproxima a esa representación y qué relaciones se observan con la calidad de la acción de gobierno. Su siguiente paso es construir un Índice de Comunidad Cívica, compuesto en este caso de cuatro indicadores. Dos de los indicadores (1 y 2) corresponden directamente a la concepción de Tocqueville; los otros dos (3 y 4) apuntan a comportamientos políticos más inmediatos. Los indicadores son: 1. El número de asociaciones por habitante, indicador clave de “sociabilidad cívica”. Un censo de todas las asociaciones de Italia permitió determinar el número de las existentes en el ámbito deportivo (la gran mayoría), de recreación, científico, cultural, técnico, económico de salud, de servicio social, etc. Había regiones con una densa red de asociaciones y otras que se ajustaban a la descripción que había hecho Banfield de Montegrano. La densidad de los clubes deportivos, por ejemplo, variaba de uno cada 377 habitantes en Valle d’Aosta a uno cada 1.847 en Puglia. 2. La lectura de periódicos. Tocqueville había enfatizado la relación que existía entre la vitalidad cívica, las asociaciones y los periódicos. Afirmaba: “Cuando los hombres dejan de coligarse entre sí de manera obligada y permanente, quienes deben ayudarse en un fin común se niegan a poner manos a la obra si no se les persuade de que su interés particular les obliga a unir voluntariamente sus esfuerzos a los esfuerzos de los otros. Esto sólo puede hacerse habitual y cómodamente por medio de un periódico; sólo un periódico infunde en espíritus el mismo pensamiento (…) Difícilmente una asociación democrática pueda llevarse adelante sin un periódico”. Aunque en la sociedad moderna existen otros medios, los lectores de periódicos están generalmente mejor informados que los no lectores y, de este modo, mejor preparados para participar en la deliberación cívica. En forma similar, la lectura de periódicos es una señal del interés del ciudadano en los asuntos de la comunidad. La medida utilizada para este indicador fue la proporción de hogares en los cuales al menos un miembro leía diariamente un periódico. Esta medida variaba entre el 80% en Liguria al 35% en Molise. 3. El voto en referéndums nacionales, que, a diferencia del voto en las elecciones generales, no estaba distorsionado por el fenómeno del clientelismo, este último especialmente intenso en las regiones del Sur. La participación en referéndums -por ejemplo, sobre la legalización del divorcio en 1974, o sobre energía atómica en 1987- expresaba mejor la preocupación real del votante por cuestiones públicas y, por lo tanto, ofrecía una medida “limpia” de compromiso cívico. Las diferencias regionales de voto en referéndums eran fuertes y estables. La participación promedio entre 1974 y 1987 variaba entre 89% en Emilia-Romaña y 60% en Calabria. 4. El voto de preferencia por un candidato particular, dentro de la lista única partidaria votada en las elecciones generales. Esta era una opción teóricamente "voluntaria", pero que en los hechos reflejaba prácticas clientelísticas. Se utilizó, por lo tanto, como un indicador negativo que expresaba ausencia de comunidad cívica. Las diferencias regionales en el

voto de preferencia variaban entre 50% en Campania y Calabria y 17% en Emilia-Romaña y Lombardía. Los cuatro indicadores del índice mostraban una alta correlación entre sí. En otras palabras, las regiones con una elevada participación en referéndums y una baja utilización del voto de preferencia, eran también las que poseían una densa red de asociaciones cívicas y un alto nivel de lectura de periódicos. En las regiones más cívicas, como Emilia-Romaña, los ciudadanos se involucraban activamente en toda clase de asociaciones locales -literarias, bandas, clubes de caza, cooperativas, etc. Seguían los asuntos de la ciudad en la prensa local y se comprometían en política por convicción programática. Por contraste, en las regiones menos cívicas, como Calabria, los votantes iban a las urnas no por los temas en cuestión, sino por redes clientelares jerárquicas. Una ausencia de asociaciones cívicas y la pobreza de medios locales de estas regiones, indicaban que los ciudadanos raramente se sentían atraídos por los asuntos comunitarios. Al aplicar el Índice de Comunidad Cívica a las 20 regiones estudiadas, Putnam halló que arrojaba una muy elevada correlación (r=0.92) con el Índice de Desempeño Institucional. Dicho de otro modo, había una marcada concordancia entre el desempeño del gobierno de una región y el grado en el cual la vida política y social de esa región se aproximaba al ideal de una comunidad cívica. El Índice explicaba además las más sutiles diferencias de desempeño en el interior de los grupos de desempeño alto y bajo. Tenía, pues, un poder predictivo mayor que el desarrollo socioeconómico, a tal punto que, controlando por el Índice de Comunidad Cívica, las relaciones entre desarrollo económico y desempeño institucional desaparecían.

La vida política y social en la comunidad cívica Putnam se detiene a describir las diferencias entre las regiones más y menos cívicas. Los resultados de una encuesta realizada entre dirigentes regionales en 1982, donde se preguntaba si la vida política en su región podía describirse como relativamente “programática” o “clientelística”, coincidían con los arrojados por el Índice de Comunidad Cívica. Las regiones donde los ciudadanos utilizaban el voto de preferencia, pero no votaban en referéndums, no pertenecían a asociaciones cívicas y no leían periódicos, eran las mismas cuya vida política era calificada como “clientelística” por los dirigentes regionales. Los ciudadanos en las regiones menos cívicas informaban de contactos personales con sus representantes políticos mucho más frecuentes que sus pares del Norte, pero esos contactos se referían principalmente a cuestiones personales, no a temas de interés público. En una encuesta de 1988, por ejemplo, el 20% de los votantes en las regiones menos cívicas informaron que habían buscado ocasionalmente ayuda personal en políticos para la obtención de trabajo, licencias y asuntos similares, frente a un 5% en las regiones más cívicas. La evidencia de las encuestas a los consejeros es equivalente. En Emilia-Romaña, la más cívica de las regiones, los consejeros informaron haber visto menos de 20 ciudadanos en promedio

por semana, frente a 55-60 contactos semanales en las regiones menos cívicas. Los contactos en Emilia-Romaña estaban referidos fundamentalmente a cuestiones de política y legislación. En síntesis, los ciudadanos en las regiones cívicas tienen menos contactos personales con sus representantes y, cuando los tienen, son más para hablar de política que sobre favores clientelares. Otra diferencia reside en las características de las elites de cada tipo de región. En las regiones menos cívicas, la vida política está signada por relaciones verticales de autoridad y dependencia, encarnadas en redes clientelares. La política es allí más elitista. Las relaciones de autoridad en la esfera política reflejan estrechamente las relaciones en el escenario social más amplio. Los dirigentes políticos en estas regiones surgen de una franja más estrecha de la jerarquía social. Así, en el Sur, los niveles educativos de las elites políticas son más altos que los de las elites del Norte. Esto se debe a que los dirigentes políticos de las regiones menos cívicas salen casi enteramente de la fracción más privilegiada de la población, mientras que en las regiones más cívicas una proporción significativa tiene un origen más modesto. Los dirigentes de las regiones cívicas muestran mayor apoyo a la igualdad política que sus contrapartes de las regiones menos cívicas. En 1970, los consejeros de Emilia-Romaña y Lombardía, por ejemplo, mostraban más entusiasmo con las ideas de participación popular en los asuntos regionales; en las regiones menos cívicas, los consejeros eran más escépticos. Con los años, la atención se fue centrando en todas las regiones en la eficiencia y la efectividad administrativa, pero las diferencias de simpatía por las ideas de igualdad política han persistido entre los dirigentes de los dos tipos de regiones. Putnam construyó un Índice de Apoyo a la Igualdad Política, cuyos resultados, en las seis regiones donde se aplicó, fueron paralelos al del Índice de Comunidad Cívica. Se preguntaba a los dirigentes su acuerdo o desacuerdo con los siguientes puntos: 1) la gente debería poder votar aunque no pudieran hacerlo en forma inteligente; 2) pocas personas saben realmente cuál es su interés en el largo plazo; 3) ciertas personas están mejor cualificadas para dirigir el país debido a sus tradiciones y origen familiar; 4) siempre será necesario que haya unos pocos individuos capaces y fuertes que sepan cómo hacerse cargo de las cosas. Las diferencias regionales en los patrones de autoridad reflejaban asimismo las actitudes de la población hacia la misma estructura del gobierno italiano. Por ejemplo, las regiones menos cívicas en 1970 habían mostrado más apoyo por la monarquía en un referéndum realizado en 1946. En síntesis, el civismo se relaciona con la igualdad tanto como con el compromiso. Es inconducente preguntarse qué viene antes, si el apoyo de los dirigentes a la igualdad o la actitud de compromiso de los ciudadanos. No es posible decir en qué medida los dirigentes están respondiendo a la competencia y el entusiasmo (o falta de entusiasmo cívico) de los ciudadanos, o si el compromiso cívico de los ciudadanos ha sido influenciado por la disposición (o no) de las elites a tolerar igualdad y fomentar la participación. Las actitudes de la población y de la elite son dos caras de

una misma moneda y se enlazan en un equilibrio que se refuerza a sí mismo. La efectividad del gobierno regional se halla estrechamente vinculada al grado en el cual la autoridad y el intercambio social de la región están organizados en forma horizontal o jerárquica. La igualdad es un rasgo esencial de la comunidad cívica. Por otro lado, en las regiones cívicas la política no está menos sujeta a la controversia y el conflicto, pero los dirigentes están más dispuestos a resolver sus conflictos. Sólo un 19% de los consejeros de las regiones más cívicas acordaron con la frase “asumir compromisos con los opositores políticos es peligroso”, frente al doble de las regiones menos cívicas. La comunidad cívica fue definida operacionalmente, en parte, por la densidad de asociaciones culturales y recreativas. Los sindicatos, la Iglesia y los partidos políticos quedaron excluidos de esa definición, pero el contexto cívico resultó tener una fuerte influencia en la participación en estos tres grandes tipos de asociaciones. La afiliación gremial, que en Italia tenía carácter voluntario, era mucho más común en las regiones más cívicas, controlando por la ocupación de la persona (trabajadores industriales, agricultores, etc.). La participación en la Iglesia Católica resultó en Italia una alternativa a la comunidad cívica, y no parte de ella. Las manifestaciones de religiosidad -como la asistencia a misa, rechazo al divorcio, expresiones de religiosidad en las encuestas, etc.- estaban negativamente correlacionadas con el compromiso cívico, tanto a nivel regional como individual. De los italianos que asistían a misa una vez a la semana, el 52% raramente leían el diario y el 51% nunca discutían de política. En cuanto a los partidos políticos, fueron capaces de adaptarse a los distintos contextos, fueran cívicos o no. Como resultado, los ciudadanos de las regiones menos cívicas están tan involucrados e interesados en la política partidaria como los de las regiones más cívicas. La pertenencia e identificación con partidos, la discusión política entre los ciudadanos, es tan común en un tipo de región como en otro. Lo que cambiaba es el significado de la afiliación partidaria. En el Sur, las “conexiones” eran importantes para sobrevivir, y las que mejor funcionaban eran las verticales de dependencia, más que las horizontales de colaboración y solidaridad. A pesar de la baja densidad de asociaciones en las regiones menos cívicas, en ellas todos los partidos tienen una gran extensión organizacional, pues se han convertido en vehículos de política clientelística. No es, pues, el grado de participación política lo que distingue a las regiones más cívicas de las que no lo son, sino su carácter. Al describir las actitudes cívicas de la población, Putnam observa que los ciudadanos de las regiones menos cívicas se sienten explotados, alienados e impotentes. Se preguntó a los entrevistados el acuerdo o desacuerdo con los siguientes puntos: a) la mayoría de las personas en posiciones de poder trata de explotarlo; b) usted se siente excluido de lo que pasa a su alrededor; c) lo que usted piensa no importa mucho; d) las personas que manejan el país no están realmente interesadas en lo que le pasa a usted.

Tanto el bajo nivel de educación como un entorno no cívico acentuaban los sentimientos de impotencia, pero los ciudadanos educados en las regiones menos cívicas se sentían casi tan explotados como los menos educados de las regiones más cívicas. En contraste con la comunidad cívica más igualitaria y cooperativa, la vida en una comunidad fracturada horizontalmente y estructurada en forma vertical produce una justificación diaria para los sentimientos de explotación, dependencia y frustración, especialmente en los estratos sociales más bajos, pero también en alguna medida en los estratos superiores. Se ha dicho que los ciudadanos en la comunidad cívica juegan limpio entre sí y esperan que les jueguen limpio en devolución. Esperan que el gobierno se maneje con altos estándares, y ellos, por su parte, cumplen con la ley que se han impuesto a sí mismos. En una comunidad de este tipo, los ciudadanos no “viajan gratis” ni pueden hacerlo, porque comprenden que su libertad es una consecuencia de su propia actividad en las decisiones comunes. En las comunidades menos cívicas, por contraste, la vida es más riesgosa, los ciudadanos son más cautelosos, y las leyes, dictadas por “los de arriba”, están “hechas para romperse”. La evidencia de las regiones italianas parece coherente con esta visión. Las regiones menos cívicas estaban más sujetas a la plaga de la corrupción política. Eran el hogar de la Mafia y sus variantes regionales. Los ciudadanos de las regiones cívicas mostraban más confianza social y en la adhesión a la ley por parte de los demás ciudadanos. En las regiones menos cívicas, los ciudadanos no sólo manifestaban menos confianza, sino que insistían mucho más en que las autoridades deberían imponer la ley y el orden en la comunidad. Estas diferencias se hallan en el corazón de la distinción entre las comunidades cívicas y no cívicas. La vida colectiva en las regiones cívicas se ve facilitada por la expectativa de que los demás probablemente seguirán las reglas. En las regiones menos cívicas, casi todo el mundo cree que los demás violarán las reglas. Parece una tontería cumplir las reglas del tránsito o las leyes impositivas, si creemos que nadie lo hará. La falta de confianza en las regiones menos cívicas hace que las personas se apoyen en lo que llaman “las fuerzas del orden”, esto es, la policía. Los ciudadanos de las regiones menos cívicas no tienen otra forma de resolver el dilema Hobbesiano fundamental del orden público, pues carecen de los lazos horizontales de reciprocidad colectiva que funcionan con mayor eficiencia en las regiones cívicas. En ausencia de solidaridad y auto-disciplina, la jerarquía y la fuerza son la única alternativa a la anarquía. Sin embargo, en las regiones menos cívicas, también el gobierno de “mano dura” se ve debilitado por el contexto social no cívico. Hay, pues, un círculo vicioso: el mismo carácter de la comunidad que lleva a los ciudadanos a pedir un gobierno más fuerte, reduce la probabilidad de tener un gobierno fuerte, al menos si éste sigue siendo democrático. En las regiones más cívicas, al contrario, aún un gobierno de baja injerencia es fuerte sin esfuerzo, porque puede contar con la colaboración y la disposición a cumplir

de la ciudadanía. Por último, la satisfacción con la propia vida es mucho mayor en las regiones cívicas. El contraste entre las regiones más y menos cívicas que emerge de la descripción precedente es consistente con las especulaciones de la filosofía política, excepto en un punto: la mayoría de los pensadores han asociado la comunidad cívica con las pequeñas sociedades premodernas, improbables en el mundo moderno. La comunidad cívica sería así un mundo perdido, una sociedad a pequeña escala, tradicional, de relaciones cara a cara, que descansaba en un sentimiento universal de solidaridad. La sociedad moderna es impersonal, racionalista y descansa en el interés propio; las actuales aglomeraciones, tecnológicamente avanzadas, pero deshumanizadas, introducirían la pasividad cívica y el individualismo. El estudio de Putnam sugiere otra cosa. Las áreas menos cívicas de Italia eran precisamente las aldeas sureñas tradicionales. El ethos cívico de la comunidad tradicional no debe ser idealizado. Emilia-Romaña, la región más cívica, se hallaba entre las más modernas y tecnológicamente avanzadas del mundo. Es, al mismo tiempo, el ámbito de una concentración inusual de redes entrecruzadas de solidaridad social y de una población animada por un inusual espíritu público. La mayoría de las regiones cívicas de Italia donde los ciudadanos se sienten con el poder de involucrarse en la deliberación colectiva sobre las decisiones públicas, y donde esas decisiones se traducen más plenamente en políticas públicas efectivas- incluyen algunas de las ciudades más modernas de la península. La modernización no es necesariamente un síntoma de desaparición de la comunidad cívica. * * * En síntesis, en las regiones más cívicas los ciudadanos participaban en numerosas asociaciones, leían más periódicos, confiaban más entre sí y respetaban la ley. Los dirigentes políticos eran relativamente honestos, creían en ideas de igualdad política (como "participación" en asuntos públicos) y, si bien no faltaba el conflicto o la controversia, estaban dispuestos a resolver sus diferencias. A la inversa, en las regiones menos cívicas la vida pública estaba organizada de modo jerárquico, los asuntos públicos eran cosa de "los políticos", la participación estaba impulsada por la dependencia o el interés particular y la corrupción era la norma. Los dirigentes políticos se mostraban escépticos con la idea de "participación" de la gente. Tenían más contactos con los pobladores que en las regiones más cívicas, pero giraban fundamentalmente en torno a cuestiones personales. Los habitantes "se sienten impotentes, explotados e infelices. Los ciudadanos de las regiones con mayor cultura cívica "esperan un mejor gobierno y (en parte gracias a su propio esfuerzo) lo obtienen. Demandan más servicios públicos efectivos y están preparados para actuar colectivamente para lograr sus objetivos compartidos. Sus contrapartes en las regiones menos cívicas asumen más comúnmente el rol de suplicantes alienados y cínicos".

Las raíces de la comunidad cívica Las profundas diferencias en las características del tejido social del Norte y el Sur de Italia, que tanta influencia ejercen aún hoy en su desarrollo político y económico, tienen sus orígenes, según Putnam, muy lejos en la historia. Los distintos modelos sociales pueden ser trazados durante un milenio, desde la Italia medieval hasta el presente. Desde la caída de Roma y hasta mediados del siglo XIX, Italia fue un conglomerado de pequeñas ciudades-estado y dominios semi coloniales de imperios extranjeros. Cuando los Estados europeos se modernizaban, la fragmentación condenaba a Italia al atraso económico y la marginalidad política. Pero esto no había sido siempre así. En el medioevo, Italia había creado estructuras políticas más avanzadas que las de cualquier otro lugar de la cristiandad. Se trataba de dos regímenes políticos completamente distintos, ambos innovadores y destinados a tener consecuencias sociales, económicas y políticas a muy largo plazo. Los dos aparecieron alrededor del año 1100 en distintas partes de la península. Durante el siglo XI, el sistema imperial de gobierno, bizantino en el Sur y alemán en el Norte, vivió un periodo de tensiones y debilidad, que finalizó en un virtual colapso. En el Sur, el derrumbe del gobierno central fue relativamente breve. Un poderoso reino de los Normandos, centrado en Sicilia, fue creado por mercenarios del norte de Europa, sobre las ruinas del imperio bizantino y las fundaciones árabes. En el Norte de Italia, en cambio, los intentos de revivir el orden imperial terminaron en fracaso. Se impuso allí el particularismo local. En esta región, que se extendía desde Roma hasta los Alpes, las características de la sociedad medieval italiana tuvieron libertad para desarrollarse más plenamente. Las comunas se convirtieron en verdaderas ciudades-estado. El Reino de los Normandos era singularmente avanzado, tanto administrativa como económicamente. Retuvo las instituciones de sus predecesores bizantinos y musulmanes. A comienzos del siglo XIII, Federico II promulgó las "Constitutiones imperiales", leyes que incluían la primera codificación europea de derecho administrativo y adelantaban muchos de los principios del Estado autocrático y centralizado que más adelante se extendería por todo el continente. Federico fundó en Nápoles la primera universidad estatal de Europa, donde se capacitaban los aspirantes al servicio civil. En su cenit, la Sicilia Normanda contaba con la burocracia más desarrollada de cualquier imperio occidental. Hacia fines del siglo XII, con su control de las rutas marítimas del Mediterráneo, Sicilia era el Estado más rico, avanzado y organizado de Europa. A pesar de esto, el Sur de Italia era, y permanecería, estrictamente autocrático, un modelo de autoridad que fue reforzado por las reformas de Federico. Sus Constitutiones reafirmaban los plenos derechos feudales de los barones y declaraban “sacrílego” cuestionar las decisiones del gobernante. Cuando lanzó una campaña militar contra las comunas del Norte, fue, según dijo, para darles una lección a los que “preferían el lujo de

ciertas libertades imprecisas en lugar de la paz estable”. Los historiadores debaten si este reino debe ser calificado como “feudal”, “burocrático” o “absolutista”, pero en rigor tenía elementos de los tres. Cualquier destello de autonomía comunal era extinguido en cuanto surgía. La vida cívica de los artesanos y comerciantes se hallaba regulada desde el centro y desde arriba, no desde dentro, como en el Norte. Sicilia nunca conoció nada parecido a las comunas independientes del Norte. Aunque esto podría reflejar la ausencia de iniciativa cívica, también deriva del hecho de que la monarquía normanda era demasiado autoritaria y poderosa para necesitar de las ciudades frente a los barones. Federico ató las comunas al Estado. La historia de Sicilia le había enseñado que la prosperidad provenía de una monarquía fuerte; estaba en lo cierto, pues sólo los eventos posteriores mostrarían que el desarrollo económico se frenaría en Sicilia, al tiempo que las comunas libres de toda Italia se hacían ricas con el comercio marítimo. Con los siglos, la aguda jerarquía social sería crecientemente dominada por una aristocracia terrateniente dotada de poderes feudales, mientras masas de campesinos se debatían en el límite de la supervivencia. Entre estos dos extremos, había sólo una pequeña clase de administradores y profesionales. Esta estructura jerárquica permanecería casi sin cambios en los siguientes siete siglos, a pesar de que el Sur sería objeto en ese periodo de una intensa competencia entre potencias externas, especialmente España y Francia. Mientras tanto, en las ciudades del Norte y el Centro de Italia, emergía una forma de auto gobierno que no tenía precedentes. Entre los siglos XII y XVI, este “republicanismo comunal” fue un rasgo que distinguió a Italia de otras regiones de Europa. Como el régimen autocrático de Federico, este nuevo régimen republicano fue una respuesta a la violencia y la anarquía endémicas de la Europa medieval. La solución inventada en el Norte, sin embargo, fue muy diferente, pues se basaba menos en la jerarquía vertical y más en la colaboración horizontal. Las comunas surgieron originalmente de asociaciones voluntarias, que se formaron cuando grupos de vecinos prestaban juramentos personales para brindarse asistencia mutua, defensa común y cooperación económica. Las primeras comunas, aunque no eran asociaciones privadas, estaban centradas en la protección de sus miembros y sus intereses comunes y no tenían una conexión orgánica con las instituciones públicas del antiguo régimen. Hacia el siglo XII, se habían establecido comunas en Florencia, Venecia, Boloña, Génova, Milán y en casi todas las poblaciones más importantes del Norte y el Centro de Italia, cuyas primeras raíces habían sido ese tipo de contratos sociales. Las comunas emergentes no eran democráticas en el sentido moderno, pues sólo una minoría de la población era miembro pleno. Incluso, un rasgo distintivo de estas repúblicas fue la absorción de la nobleza rural en el patriciado urbano, para formar una nueva clase de elite social. Sin embargo, la amplitud de la participación popular en los asuntos de gobierno era extraordinaria para cualquier estándar. En Siena, por ejemplo, un

pueblo con 5.000 varones adultos, tenía 860 puestos públicos de tiempo parcial. En los pueblos más grandes, el consejo de la ciudad podía tener varios miles de miembros. Los gobernantes de las repúblicas comunales reconocían límites legítimos a su poder. A medida que progresaba la vida comunal, se formaron gremios de artesanos y comerciantes para proveer ayuda mutua, con propósitos sociales además de ocupacionales. El estatuto gremial más antiguo que se conoce es de Verona, que data de 1303, pero era evidentemente la copia de otro anterior. Entre las obligaciones de los miembros se mencionan “asistencia fraternal en caso de necesidad de cualquier tipo”, “hospitalidad con los extraños, cuando pasen por la ciudad”, etc. La violación de los estatutos llevaba al ostracismo social. Estos grupos empezaron pronto a presionar por reformas políticas más amplias. Durante la primera mitad del siglo XIII, los gremios se convirtieron en la columna vertebral de movimientos políticos radicales que buscaban una distribución del poder en las comunas sobre bases más amplias. De este modo, en el mismo momento en que Federico II fortalecía en el Sur la autoridad feudal, en el Norte el poder político había comenzado a difundirse más allá de la elite tradicional. Ya en 1220, el consejo de Módena tenía muchos artesanos, tenderos, pescadores, costureros, herreros y similares. La extensión de la participación popular en las decisiones públicas no tenía paralelos en el mundo medieval. Más allá de los gremios, eran también dominantes en los asuntos locales otras organizaciones locales, como las “vicinanze” -asociaciones de vecinos, las “populus” -organizaciones parroquiales que administraban los bienes de la iglesia local y elegían a sus curas-, confraternidades -sociedades religiosas de asistencia mutua-, partidos político-religiosos unidos por juramentos solemnes, y las “consorterie” -o “sociedades de la torre”-, constituidas para proveer seguridad mutua. Los juramentos de asistencia mutua propios de todas estas asociaciones son similares a los del gremio de Verona citado previamente. En 1196, miembros de una sociedad de la torre de magnates de Boloña juraban “ayudarse entre sí sin fraude y con buena fe”, “que ninguno de nosotros actuará contra los otros directamente o a través de un tercero”, etc. Las comunas desarrollaban, pues, una rica vida asociativa y costumbres análogas a las que hemos visto al describir la “comunidad cívica”. La administración pública en las comunas era profesional. Expertos en gobierno municipal desarrollaron sistemas avanzados de finanzas públicas, tierras, derecho comercial, contabilidad, planeamiento urbano, higiene pública, desarrollo económico, educación pública, vigilancia, etc., a menudo compartiendo ideas con ciudades vecinas. Boloña, con su renombrada escuela de derecho, jugó el rol de “capital de la Italia comunal”. Así pues, en un momento en que, en la mayor parte de Europa, la familia y la fuerza eran las únicas soluciones a los dilemas de acción colectiva, los habitantes de las ciudades-estado italianas habían diseñado una nueva forma de organizar la vida colectiva.

La autoridad eclesiástica era mínima, pues la jerarquía de la iglesia fue reemplazada por asociaciones laicas. Los habitantes de las comunas, sin atacar la autoridad del Papa, no veían a los sacerdotes como superiores, sino como personas al servicio de la comunidad, para satisfacer sus necesidades espirituales. Nacieron espontáneamente confraternidades de laicos para la realización de actividades piadosas y devotas. Asociado a la expansión de estas repúblicas, se produjo un rápido crecimiento del comercio. Establecido el orden cívico, los comerciantes expandieron sus redes de intercambio, primero en los alrededores de cada ciudad-estado; luego, gradualmente, a los puntos más lejanos del mundo conocido, desde China a Groenlandia. Se crearon comunidades integradas de comerciantes, con instituciones legales y cuasi legales para solucionar disputas, intercambiar información y compartir riesgos. La prosperidad generada por el desarrollo mercantil contribuyó a sostener las instituciones cívicas de las repúblicas; en su base se hallaba la expansión del crédito. En efecto, el crédito fue inventado en las repúblicas italianas del medioevo. Previamente, otros mecanismos rudimentarios para vincular a ahorristas individuales e inversores independientes ponían límites insuperables al desarrollo económico. A diferencia de la riqueza del reino de Sicilia, basada en la tierra, la de las ciudades del Norte de Italia echaba raíces en las finanzas y el comercio. La actividad bancaria y el comercio de larga distancia dependían del crédito, y éste, para ser eficiente, requería confianza mutua y en el cumplimiento de los contratos y las leyes. Etimológicamente, “crédito” deriva de “credere”, es decir, “creer”. Las redes de asociaciones y la extensión de la solidaridad más allá de los lazos de parentesco eran cruciales para este aumento de la confianza. La extensión del crédito y el uso creciente de los contratos fueron rasgos prominentes del despegue de las ciudades del Norte y el Centro de Italia en los siglos XI y XII. En Génova, Pisa, Venecia y, más tarde, Florencia, se desarrollaron nuevas estrategias legales para reunir capital y crear sociedades. Emergieron nuevas prácticas y organizaciones económicas: la “compagna”, la “commenda” (empresas marítimas de larga distancia), el depósito bancario, las cartas de crédito. En otras palabras, en las repúblicas comunales, las redes y normas cívicas hicieron posibles grandes avances en la vida económica, así como en el desempeño gubernamental. Cambios revolucionarios en las instituciones fundamentales de la política y la economía surgieron en este contexto social único, con sus redes horizontales de colaboración; a su turno, esos avances políticos y económicos reforzaron la comunidad cívica. No debe exagerarse el igualitarismo de las comunas ni su éxito en resolver el conflicto social y controlar la violencia. La nobleza siguió siendo una parte importante de la sociedad; las familias oligárquicas jugaron un rol esencial en la vida de repúblicas como Venecia y Florencia. Las vendettas y la violencia nunca desaparecieron de la vida pública. La desigualdad y la inseguridad no dejaron de caracterizar aún a las comunas más exitosas. Sin embargo, la movilidad social dentro de las repúblicas era mayor que en cualquier otro lugar de Europa. Más aún, el rol de la solidaridad colectiva en

el mantenimiento del orden civil eran un rasgo sui generis de las ciudades del Norte. Así, a comienzos del siglo XIV, Italia había producido, no uno, sino dos modelos innovadores de gobierno, con sus rasgos sociales y culturales asociados: la celebrada autocracia feudal de los normandos en el Sur y las fértiles repúblicas comunales en el Norte. Tanto la monarquía como las repúblicas habían superado en la vida política, económica y social, los dilemas de acción colectiva que aún frenaban el progreso del resto de Europa. Pero los sistemas inventados en el Norte y el Sur eran muy distintos en su estructura y consecuencias. En el Norte, los lazos feudales de dependencia personal se debilitaron; en el Sur, se fortalecieron. En el Norte, las personas eran ciudadanos; en el Sur, súbditos. En el Norte, la autoridad legítima era sólo delegada por la comunidad a los funcionarios públicos, responsables ante ella; en el Sur, era monopolizada por el rey, responsable sólo ante Dios. En el Norte, mientras los sentimientos religiosos seguían siendo profundos, la Iglesia era sólo una institución entre otras; en el Sur, la Iglesia era poderosa y rica propietaria del orden feudal. En el Norte, las lealtades sociales, políticas y aún religiosas eran horizontales; en el Sur, verticales. Eran rasgos distintivos del Norte la colaboración, la asistencia mutua, la obligación cívica e incluso la confianza -no universal, pero sí más allá de los límites del parentesco-; la principal virtud del Sur, en cambio, era la imposición de la jerarquía y el orden sobre una anarquía latente. La cuestión social predominante del Medioevo, el sine qua non de todo progreso, era el orden público. El robo y el saqueo eran comunes. La protección y el refugio podían ser provistos, como en el reino de Sicilia, por un soberano autocrático o un barón local. O, como en la más compleja estrategia seguida por las repúblicas comunales, a través de pactos entrecruzados de asistencia mutua. Ambos regímenes produjeron prosperidad y gobierno eficiente, pero ya en el siglo XIII se estaban haciendo evidentes los límites de la solución jerárquica adoptada en el Sur. Mientras cien años antes el Sur no era menos avanzado que el Norte, ahora las repúblicas estaban pasando rápidamente adelante.

El eclipse de las repúblicas y los desarrollos posteriores Durante el siglo XIV, las hambrunas, el faccionalismo, la Peste Negra y la Guerra de los Cien Años minaron el espíritu de la comunidad cívica y la estabilidad del gobierno republicano. Más de un tercio de la población de Italia -y quizás la mitad de la población urbana- pereció durante la Peste Negra del verano de 1348. Las recurrentes epidemias deprimieron severamente la actividad económica durante más de un siglo. Los choques entre fuerzas religiosas y militares más allá de las paredes de las ciudades tuvieron un eco creciente dentro de ellas. Los gobiernos de las repúblicas comunales comenzaban a sucumbir al dominio señorial. Una importante excepción a este espectáculo de decadencia era el cordón de ciudades que se extendía desde Venecia, en el Adriático, a través de Emilia y la Toscana

hasta Génova en el Mar Tirreno, donde las tradiciones republicanas demostraron ser más persistentes. Los filósofos políticos comenzaron a articular las virtudes esenciales de la “vita civile” de las repúblicas comunales recién al producirse su desaparición. El destino de las comunas inspiró a los teóricos políticos del Renacimiento, en particular Maquiavelo, para reflexionar sobre las precondiciones del gobierno republicano estable, enfocándose especialmente en el carácter de los ciudadanos, su “virtú civile”. Maquiavelo afirmaba que el gobierno republicano, aunque fuera el más deseable, estaba destinado a fracasar donde no existían las condiciones sociales adecuadas; en especial, donde los hombres carecían de virtud cívica y donde la vida económica y social estaba organizada de manera feudal. Según Maquiavelo, “es muy fácil administrar las cosas en un Estado en el cual las masas no son corruptas”; además, “donde existe igualdad, es imposible crear un Principado, y donde no existe, es imposible crear una República”. El Papa, por su parte, gobernaba la región comprendida entre el Reino de Sicilia en el Sur y las repúblicas comunales del Norte; lo hacía como un monarca feudal, designando príncipes a cambio de lealtad, pero su control era menos eficiente que el del régimen Normando. De este modo, los Estados Papales comprendían una amplia variedad de estructuras sociales y prácticas políticas. En algunas ciudades, los tiranos locales resistían la interferencia Papal, y en todas partes la nobleza combatía entre sí y los bandidos hacían insegura toda la región. Hacia el norte, los territorios papales incluían nominalmente varias ciudades con fuertes tradiciones comunales, como Ferrara, Rávena, Rímini y Boloña. A comienzos del siglo XIV, Italia se caracterizaba por cuatro tipos de regímenes: 1. La monarquía feudal fundada por los Normandos en el Mezzogiorno. 2. Los Estados Papales, con su mezcla de feudalismo, tiranía y republicanismo. 3. El corazón del republicanismo: las comunas que habían retenido las instituciones republicanas. 4. Las áreas ex republicanas del Norte más alejado, que ya habían caído bajo el gobierno señorial. Es remarcable el paralelo entre este patrón y la distribución de las redes y normas cívicas en los años 70. Los territorios del Sur, alguna vez gobernados por los reyes normandos, comprenden exactamente las siete regiones menos cívicas de los 70. Casi con la misma precisión, los Estados Papales (menos las repúblicas comunales en la sección norte de los dominios del Papa) corresponden a las siguientes tres o cuatro regiones de la estratificación cívica. En el otro extremo, el corazón del republicanismo en el 1300 corresponde en forma asombrosa a las regiones más cívicas de la actualidad, seguidas de cerca por las áreas ubicadas más al norte, en las cuales las tradiciones republicanas, aunque reales, han demostrado ser algo más débiles.

Durante los siglos XV y XVI, la península sufrió mayores desventuras. España, Francia y otros poderes externos dirimieron sus duelos dinásticos en tierra italiana. En el Norte, por ejemplo, las poblaciones de Brescia y Pavía se redujeron casi en dos tercios durante el siglo XVI debido a los constantes asaltos y saqueos. Recién en el siglo XIX las ciudades del Norte recuperaron los niveles de población del medioevo. El Sur, por contraste, escapó en gran medida a esta destrucción. Muchos habitantes del Norte migraron hacia el Sur durante el siglo XVI. En los primeros años del siglo XVII, justo cuando aparecían los primeros destellos de recuperación económica, nuevas olas epidémicas barrieron Italia. En 1630 y otra vez en 1656, pereció, debido a la plaga, la mitad de la población de las ciudades del Norte y el Centro. Éstas ya no eran republicanas; algunas, ni siquiera independientes. El colapso del republicanismo comunal condujo a una suerte de “re-feudalización” de Italia. La innovación mercantil y financiera fue reemplazada por el interés por la posesión de tierras y el parasitismo. Los conflictos locales, las luchas de facción y las conspiraciones significaron la disolución del tejido social, en el momento en que otros Estados de Europa avanzaban hacia la unidad nacional. En toda Italia, tanto en el Norte como en el Sur, la política autocrática se encarnaba ahora en redes de patrones y clientes. Pero en el Norte, entre los herederos de la tradición comunal, los patrones, aunque autocráticos, todavía aceptaban responsabilidades cívicas. La pequeña nobleza local subsidiaba la vida cívica con hospitales y caminos, coros y bandas, oficinas municipales y salarios de los empleados públicos. La ética de la responsabilidad mutua persistía, por ejemplo, en la “aiutarella”, la práctica tradicional de intercambiar trabajo agrícola entre vecinos. La herencia del republicanismo comunal fue transmitida en una ética de implicación cívica, responsabilidad social y asistencia mutua entre iguales. Los patrones de autoridad en el Norte ya no eran distintos a los del Mezzogiorno, pero algo de la experiencia de las comunas, y de la intensa actividad económica y el compromiso cívico que había generado, sobrevivió en el Valle del Po y en la Toscana, de modo que estas regiones serían más receptivas a las primeras brisas de renovado progreso, primero cultural y luego económico, que soplaron en la península en la segunda mitad del siglo XVIII. La herencia medieval en el Sur proporciona un fuerte contraste. La solución a los dilemas de acción colectiva provista por Federico II se corrompió por los efectos del poder absoluto: el rey y sus barones de volvieron autócratas predatorios; el gobierno siguió siendo feudal y autocrático; las instituciones políticas autoritarias se vieron reforzadas por la tradición de redes sociales verticales, que encarnaban asimetrías de poder, explotación y dependencia. Hacia el siglo XVIII, el Reino de Nápoles, con sus dos secciones, una en Sicilia y otra en la península, era el Estado más grande de Italia con sus cinco millones de habitantes y también el peor administrado. En el Norte, el poder de la aristocracia, desafiado durante largo tiempo, ya había empezado a erosionarse. En el Sur, el poder de los barones seguía intacto. Desde 1504 hasta 1860, toda la Italia al sur de los Estados Papales fue gobernada por los Habsburgos y los Borbones, quienes promovieron

sistemáticamente la desconfianza y el conflicto entre los súbditos y destruyeron los lazos horizontales de solidaridad, para mantener la primacía de las relaciones verticales de dependencia y explotación. Pese al eclipse del republicanismo en el Norte después del siglo XIV, en el siglo XIX, a medida que los cambios democráticos impulsados por la Revolución Francesa que avanzaban por toda Europa se aproximaban a Italia, es posible detectar las continuas diferencias regionales de cultura y estructura social que habían surgido en la Edad Media. El siglo XIX fue una época de inusual fermento asociativo en toda Europa Occidental. Al principio, inspirados por la doctrina de laissez faire, los gobiernos liberales de Francia, Italia y demás abolieron los gremios, disolvieron los establecimientos religiosos y desalentaron el surgimiento de “combinaciones” sociales y económicas similares. Pronto, sin embargo, las primeras sacudidas de la revolución industrial hicieron urgente la creación de nuevas formas de organización social y solidaridad económica. Comenzaron a surgir nuevas asociaciones en reemplazo de las que habían decaído o habían sido destruidas a comienzos del siglo. La “gran oleada de sociabilidad popular”, como la llamó el historiador francés Maurice Agulhon, surgió en Francia en la primera mitad del siglo XIX. Incluía círculos y logias masónicas, clubes populares de bebida, sociedades corales, fraternidades religiosas, clubes de campesinos y especialmente sociedades de ayuda mutua, creadas en prevención de accidentes, enfermedad, vejez y muerte. Aunque muchas de las asociaciones estaban formadas en forma predominante por miembros de las clases bajas, la membresía entrecruzaba a menudo los límites sociales convencionales dentro de la comunidad local. Un círculo, por ejemplo, estaba compuesto mayormente de trabajadores y artesanos, masones, herreros y zapateros, pero a su cabeza había un número de pequeños burgueses e intelectuales. Aunque esos grupos no eran abiertamente políticos, con frecuencia llegaban a tener afinidades con algunas de las tendencias políticas vigentes en Francia. La interacción social y el ejercicio de las habilidades de organización ampliaban los horizontes culturales de los participantes y aceleraban su conciencia política y, eventualmente, su participación política. En Italia, tendencias similares aparecieron durante el “Risorgimento” que llevó a los italianos a la acción política y condujo en 1870 a la unificación política de Italia. Gran parte de los argumentos a favor de la unificación se basó en declaraciones del “principio de asociación”. Asociaciones científicas y profesionales, así como grupos reformistas -especialmente de Piamonte, Toscana y Lombardía-, presionaron por reformas políticas, económicas y sociales. En la mayoría de las ciudades se fundaron nuevas asociaciones cívicas, de caridad y educacionales. También corresponde a este periodo la formación de sociedades de ayuda mutua -análogas a las francesas y a las “friendly societies” de Gran Bretaña-, para aliviar la situación social y económica de los artesanos urbanos en casos de vejez e incapacidad, accidentes industriales, desempleo, maternidad y educación, entre otras. La membresía de estas sociedades de ayuda mutua, aunque concentrada en los trabajadores urbanos, cruzaba las fronteras de clase y representaban

una primera versión de lo que en el siglo XX se llamaría “estado del bienestar”. Este tipo de asociaciones voluntarias eran producto menos de un altruismo idealista que de una disposición pragmática a cooperar con otros para superar los riesgos de una sociedad en rápido cambio. Se trata de un principio de reciprocidad práctica: “yo te ayudo si tu me ayudas”; “vamos a enfrentar juntos estos problemas que ninguno de nosotros puede enfrentar solo”. Estas nuevas formas de sociabilidad recordaban a las asociaciones medievales de autoayuda de siete siglos atrás, que representaban cooperación voluntaria para enfrentar la inseguridad de la época: la amenaza de la violencia física. Las nuevas asociaciones abordaban, en cambio, otra forma de inseguridad: la económica. También surgieron organizaciones cooperativas de productores y consumidores. Estas nuevas organizaciones se extendieron por todos los sectores de la economía: aparecieron cooperativas agrícolas, de trabajo, de crédito y de banca rural. En 1889, las cooperativas de consumidores representaban la mitad del total. Estas formas de solidaridad social organizada pero voluntaria crecieron rápidamente en las últimas décadas del siglo XIX. El periodo que va de 1860 a 1890 puede caracterizarse como la edad de oro de las sociedades de ayuda mutua. Los propósitos manifiestos de estas organizaciones no eran políticos, pero tenían importantes funciones políticas latentes. Las sociedades de ayuda mutua no eran formalmente partidarias, pero, como las francesas, tenían vagas afinidades con radicales, republicanos, liberales, socialistas o católicos. También el movimiento cooperativo fue no partidario. Sin embargo, la participación en estas actividades ha tenido un efecto de concientización, pues muchos de los dirigentes de los emergentes sindicatos y movimientos políticos provenían de las sociedades de ayuda mutua. Aunque el sufragio universal masculino no se estableció hasta la Primera Guerra Mundial, muchos movimientos políticos de masas se formaron al final del siglo XIX. El movimiento socialista fue el mayor y más activo de esos nuevos partidos, con especial incidencia en las áreas que empezaban a industrializarse y en algunas zonas rurales; también emergió un importante movimiento católico, especialmente fuerte en el noreste, que en 1919 se constituyó como Partito Popolari. Los dos partidos recurrieron a la herencia de movilización social, la infraestructura organizacional y las energías de las sociedades de ayuda mutua, las cooperativas y los sindicatos. El partido socialista y sus sindicatos afiliados florecieron en las áreas en industrialización de Milán, Turín y Génova, mientras que el Popolari y sus sindicatos eran más fuertes en las áreas rurales. Sin embargo, los dos partidos tienen una común raíz sociológica: las antiguas tradiciones de solidaridad colectiva y colaboración horizontal. Ambos eran débiles allí donde predominaban las alianzas conservadoras, basadas en relaciones clientelares con las elites sociales de terratenientes y funcionarios. A nivel de la política popular italiana, la principal alternativa a los partidos socialista y Popolari era el laberinto de las redes verticales clientelares. Luego de la

Segunda Guerra Mundial, las mismas redes clientelares, ahora organizadas dentro mismo de los partidos de masas, persistirían como la estructura primaria de poder en las regiones menos cívicas de Italia. Las sociedades de ayuda mutua, cooperativas y las demás manifestaciones de solidaridad social se establecieron en todas partes de la península, pero no con la misma intensidad y éxito. En el Norte y el Centro de Italia, las tradiciones medievales de colaboración persistieron, incluso entre los campesinos pobres, que practicaban la “aiutarella”.

El clientelismo en el Sur En contraste, en las áreas de Italia sujetas durante largo tiempo al gobierno autocrático, la unificación del país hizo poco para inculcar hábitos cívicos. La ausencia de un sentido de comunidad resultaba del hábito de insubordinación aprendido durante siglos de despotismo. Incluso los nobles pensaban que estaba bien engañar al gobierno. En lugar de reconocer que se debía pagar los impuestos, la actitud era que si un grupo de personas había descubierto la forma de evadir, los demás harían bien en cuidar sus propios intereses. Cada provincia, cada clase, cada industria, buscaba sacar réditos a expensas de la comunidad. La agricultura del Sur se caracterizaba por el latifundio, donde trabajaban campesinos pobres. Las relaciones verticales entre patrones y clientes eran más importantes que la solidaridad horizontal. Los campesinos se hallaban más en guerra entre sí que con otros sectores de la sociedad rural. Tales actitudes sólo pueden ser entendidas en una sociedad dominada por la desconfianza. Un proverbio calabrés decía que “quien actúa con honestidad, tendrá un final miserable”; otro: “Maldito es el que confía en otro”; “Cuando veas que la casa de tu vecino se incendia, lleva agua a la tuya”. La combinación de pobreza y desconfianza mutua fomentaba lo que Banfield llamaba “familismo amoral”. Mientras los campesinos de Emilia-Romaña formaban cooperativas de trabajo, los del Sur luchaban entre sí para obtener uno. Ahora bien, el Sur no era (y no es) apolítico o asocial. La política y las conexiones sociales son allí esenciales para sobrevivir. La distinción relevante no es entre presencia y ausencia de vínculos sociales, sino entre relaciones horizontales de solidaridad mutua y relaciones verticales de dependencia y explotación. El clientelismo es el producto de una sociedad desorganizada que tiende a preservar la fragmentación y la desorganización social. El individuo aislado, que no siente ningún vínculo moral fuera de la familia, percibe el clientelismo como el remedio frente a una sociedad desarticulada. Las nuevas instituciones de la Italia unificada, lejos de homogeneizar los modelos tradicionales de política, fueron arrastradas a la conformidad con esas tradiciones opuestas, igual que los gobiernos regionales desde 1970 serían remodelados por esos mismos contextos sociales y culturales. La nobleza feudal del Sur utilizaba la violencia privada, así como su acceso privilegiado a los recursos del Estado, para reforzar las relaciones verticales de dominio y dependencia personal y para desalentar la solidaridad horizontal. Para los campesinos del Sur, el recurso a las relaciones clientelares era una respuesta razonable en el contexto de una sociedad

atomizada. Los campesinos temían, en los hechos, quedar excluidos del sistema clientelar, que les aseguraba la subsistencia física, además de la necesaria intermediación con las distantes autoridades estatales y una forma primitiva de programa de bienestar, como pensiones para viudas y huérfanos. De este modo, el campesino seguía siendo “fiel” a su patrón. En ausencia de solidaridad horizontal, como las sociedades de ayuda mutua, la dependencia vertical es una estrategia racional de supervivencia, aún cuando las mismas personas dependientes reconocen sus problemas. A pesar de ocasionales movimientos de protesta y revueltas violentas, éstas no produjeron organizaciones permanentes y dejaron escasos vestigios de solidaridad horizontal. La reacción más habitual ha sido la pasividad y la resignación. Una característica del Sur es el crimen organizado: la Mafia en Sicilia, la Camorra en Campania. La mayoría de los estudiosos coincide en que el fenómeno está basado en modelos tradicionales de clientelismo y que se trata de una respuesta a la debilidad de las estructuras administrativas y judiciales del Estado. Una precondición para el surgimiento de la Mafia es la ausencia de un Estado creíble que haga cumplir la ley y los contratos; otra es la antigua cultura de desconfianza. La Mafia ofrece protección contra los bandidos, el robo rural, los habitantes de los pueblos rivales y, sobre todo, contra ella misma. La Mafia hace posible que los agentes económicos negocien acuerdos con alguna confianza en que esos acuerdos se cumplirán.

La estabilidad de las tradiciones cívicas Putnam analiza los datos estadísticos disponibles para toda Italia sobre la existencia de distintos tipos de asociaciones entre 1860 y 1920. Los indicadores incluyen: 1) Membresía en sociedades de ayuda mutua; 2) Membresía en cooperativas; 3) fortaleza de los partidos políticos de masas (presencia electoral y en los consejos locales de los partidos socialista y Popolari); 4) Participación electoral en las pocas elecciones abiertas antes del gobierno Fascista; 5) Longevidad de las asociaciones locales. En las distintas regiones italianas, los indicadores correlacionan con fuerza entre sí. La misma región que contaba con cooperativas, lo hacía también con sociedades de ayuda mutua y partidos de masas, y los ciudadanos de esas mismas regiones tenían más disposición a hacer uso de nuevos derechos electorales. Por contraste, en las regiones menos cívicas, la apatía y los lazos verticales de clientelismo restringían la participación cívica e inhibían las manifestaciones de solidaridad social horizontal y voluntaria. Putnam combinó los cinco indicadores en una medida única de “tradiciones de participación cívica” entre fines del siglo XIX y principios del XX. El resultado arroja una asombrosa constancia de esas tradiciones, que atraviesan más de un siglo de vasto cambio social. Existe una fuerte correlación entre el Índice de Comunidad Cívica para cada una de las regiones en los años 70 y 80 y la medida de participación cívica de un siglo

antes. Más aún, la correspondencia se extiende republicanas y autocráticas de hace un milenio.

a

las

tradiciones

Sin la precisión cuantitativa de las dos medidas más recientes, la más antigua revela una continuidad en las tradiciones de vida cívica en los años 1300, 1900 y 1970. De hecho, podría haberse predicho el desempeño institucional actual de cada una de las regiones con los patrones de compromiso cívico de un siglo antes.

Desarrollo económico y tradiciones cívicas En la Italia de los años 70 y 80, la comunidad cívica se hallaba estrechamente relacionada con los niveles de desarrollo económico y social: las regiones más cívicas eran las más prósperas e industriales. Podría entonces plantearse la hipótesis de que la comunidad cívica es sólo un epifenómeno, que es el bienestar económico el que sustenta una cultura de participación cívica. Sin embargo, los patrones de largo plazo de continuidad y cambio de la comunidad cívica no son consistentes con el determinismo económico. En primer lugar, la emergencia del republicanismo comunal no parece haber sido la consecuencia de una inusual prosperidad; en ese periodo, el nivel de desarrollo económico del Norte de Italia era bastante primitivo, mucho menos avanzado que el Mezzogiorno de hoy y, quizás, menos avanzado que el Sur de aquella misma época. La prosperidad de las repúblicas comunales fue probablemente la consecuencia de las normas y redes de compromiso cívico. En los diez siglos que han transcurrido desde entonces, no hay evidencia de que el Sur haya sido al menos igual de cívico que el Norte. Las regiones cívicas no comenzaron siendo económicamente más desarrolladas, ni tampoco lo han sido siempre, pero han seguido siendo las más cívicas desde el siglo XI. A partir de la unificación de Italia, hay evidencia cuantitativa para evaluar si el desarrollo económico es la causa (o una precondición) de la comunidad cívica. El primer indicio contrario a un determinismo económico simple es que la correlación entre economía y civismo no existía un siglo atrás. Putnam toma dos indicadores de industrialización -porcentaje de la población en edad de trabajar ocupada en la industria y en la agricultura- y, como indicador de bienestar, la mortalidad infantil. La correlación entre economía y civismo se fue estableciendo a lo largo del siglo XX. En 1901, Emilia-Romaña rankeaba en el medio, entre todas las regiones, en términos de industrialización, con el 65% de la población trabajando en el campo y el 20% en fábricas. Calabria era ligeramente más industrial, con 63% de la fuerza de trabajo en la agricultura y 26% en la industria. La mortalidad infantil en Emilia-Romaña era mayor que el promedio nacional; la de Calabria, menor. En otras palabras, las dos regiones eran atrasadas. Sin embargo, en términos de participación y solidaridad social, Emilia-Romaña tenía posiblemente a comienzos del siglo XX -como en los años 70 y 80 y aparentemente hace un milenio- la cultura más cívica de toda Italia. Calabria, en cambio, era y sigue siendo la menos

cívica de las regiones italianas: feudal, fragmentada, alienada y aislada. En las siguientes ocho décadas, entre las dos regiones se abrió una brecha considerable en términos sociales y económicos. Entre 1901 y 1977, la proporción de la fuerza de trabajo de Emilia-Romaña en la industria se duplicó, al pasar del 20% al 39%; en Calabria, el porcentaje disminuyó levemente, al bajar del 26% al 25%. Hacia los años 80, Emilia-Romaña era una de las economías más dinámicas del mundo; estaba en vías de convertirse en la región más próspera de Italia y una de las más avanzadas de Europa, mientras Calabria era la región más pobre del país y una de las más atrasadas del continente. La hipótesis de Putnam es que las tradiciones regionales de participación cívica a fines del siglo XIX ayudan a explicar las diferencias contemporáneas de desarrollo económico. En otras palabras, el civismo ayuda a explicar la economía, no a la inversa. Putnam utiliza las estadísticas disponibles para explorar esta hipótesis, mediante análisis de regresión múltiple. Los resultados se ilustran en el siguiente cuadro: Efectos entre Civismo, Desarrollo Socioeconómico y Desempeño Institucional Civismo 1900

Desarrollo Socioeconómico 1900 C

A

B

D

Civismo 1970s

Desarrollo Socioeconómico 1970s E

F

Desempeño Institucional 1980s

Las teorías que dan mayor importancia causal a la economía, implican que las flechas causales B y D deberían tener mucha fuerza. Es decir, el desarrollo socioeconómico de una región hacia el 1900 debería predecir en gran medida el civismo y el desarrollo socioeconómico de esa misma región en los años 70. El civismo en el año 1900 puede tener alguna influencia, pero menor. A la inversa, si el civismo tiene mayor importancia causal, como propone Putnam, las flechas A y C deberían tener más fuerza: el civismo en el año 1900 debería predecir el desarrollo socioeconómico y el civismo en los años 70. Este es el resultado al que arriba finalmente Putnam. Por un lado, las tradiciones cívicas medidas entre 1860 y 1920 resultaron ser un poderoso predictor del civismo en los años 70. A la vez, cuando se comparan las regiones con el mismo nivel de civismo en los 1900s, sus

diferencias de desarrollo socioeconómico en los 1900s no permiten predecir sus diferencias de civismo en los años 70. En otras palabras, la flecha A tiene mucha fuerza y la flecha B es inexistente. En contraste, las tradiciones cívicas son un poderoso predictor de los niveles contemporáneos de desarrollo socioeconómico: cuando se comparan las regiones con el mismo nivel de desarrollo en los 1900s, sus diferencias de civismo en los 1900s sí permiten predecir sus diferencias de desarrollo en los años 70. Por ejemplo, cuando se busca predecir la proporción de trabajadores empleados en la agricultura en los años 70, es mejor conocer el grado de civismo de esa región en los 1900s que la proporción de trabajadores agrícolas en los 1900s. En el gráfico, la flecha C tiene más fuerza que la flecha D. En síntesis, la economía no predice el civismo, pero el civismo predice la economía, incluso mejor que la economía misma. La flecha B (el efecto de la economía sobre el civismo) es inexistente; la flecha C (el efecto del civismo sobre la economía) es aún más fuerte que la flecha D. Más aún, la flecha A (la continuidad cívica) es muy fuerte, mientras que la flecha D (la continuidad socioeconómica) es generalmente débil. Las posibilidades de que una región haya logrado el desarrollo socioeconómico durante el siglo XX, depende menos de su dotación socioeconómica a principios de siglo y más de sus dotaciones cívicas en esa misma época. Por otro lado, como se vio antes, es el civismo contemporáneo el que influye sobre el desempeño institucional (flecha E), no el desarrollo socioeconómico (flecha F). Como conclusión, Putnam observa que, posiblemente, es equivocada cualquier interpretación que tenga en cuenta un único factor. Seguramente, las tradiciones cívicas no han impulsado por sí solas el rápido y sostenido crecimiento económico del Norte de Italia durante el siglo XX. El despegue económico fue provocado por cambios en el entorno más amplio: nacional, internacional y tecnológico. Pero las tradiciones cívicas ayudan a explicar por qué el Norte ha sido capaz de responder más eficazmente que el Sur a los desafíos y oportunidades. Un ejemplo de cómo las normas y redes de la "comunidad cívica" contribuyen a la prosperidad económica son los bien conocidos distritos industriales italianos, formados por pequeñas y medianas empresas. Este modelo de "especialización flexible" se caracteriza a la vez por la integración y la descentralización, la competencia y la cooperación entre las empresas que lo componen. Putnam destaca que considerar como variables independientes el desarrollo económico o la herencia cultural depende en gran medida de la escala de tiempo dentro de la cual se analiza el proceso histórico. La economía y la cultura interactúan en un proceso dialéctico. La evidencia del estudio en Italia enfatiza, sin embargo, el poder de la continuidad histórica en las probabilidades de éxito institucional. Una vez establecida, la prosperidad puede reforzar el civismo, mientras que la

pobreza probablemente dificulta su emergencia, en la forma de círculos virtuosos y viciosos. Pero, aparentemente, en esas interacciones, el bucle “economíacivismo” no es el dominante. Las normas cívicas no son simplemente un epifenómeno del desarrollo económico.

Capital social y éxito institucional Al abordar desde un punto de vista teórico los resultados de su estudio, Putnam introduce el concepto de “capital social”, al que define como los “stocks” de confianza, redes de asociacionismo cívico y normas de reciprocidad, presentes en una comunidad dada, que determina en gran medida la capacidad de los miembros de esa comunidad para cooperar entre sí [este capítulo se traduce enteramente más abajo] Un punto relevante es que la estrategia de no cooperar para beneficio mutuo no es necesariamente irracional. Por el contrario, puede ser perfectamente racional en determinado contexto. La teoría de los juegos4 lo muestra en el llamado "dilema del prisionero": dos sospechosos de haber cometido un crimen son interrogados en celdas separadas. Se le dice a cada uno que, si ninguno confiesa, con las pruebas disponibles ambos irán a la cárcel por un año. Si sólo uno confiesa, saldrá libre por haber colaborado y el otro recibirá una sentencia de seis años. Si ambos confiesan, la sentencia será de tres años para los dos. Al no poder coordinar sus acciones, cada uno decidirá confesar, sin importar lo que haga el compañero. El resultado, claro está, no es el óptimo considerando el beneficio conjunto de la "sociedad" formada por ambos prisioneros. Desde este punto de vista, la mejor opción hubiera sido la que reducía al mínimo el tiempo total de condena (es decir, no confesar). Para actuar en forma cooperativa, dice Putnam, es necesario no sólo confiar en el otro, sino además creer que el otro confía en uno. Lo mismo es válido entre partidos políticos, entre empresarios y trabajadores, entre el gobierno y los grupos privados. Pero ¿cómo surge la confianza a nivel social, es decir, entre personas que no se conocen? En primer lugar, por normas de reciprocidad que los individuos internalizan y que son reforzadas por sanciones informales y formales. A través de estas normas se facilita la cooperación y se reducen los "costos de transacción" de los que habla la economía. Se distingue una reciprocidad "específica", que es el intercambio simultáneo de ítems del mismo valor, de otra "generalizada", que adopta la forma "haré esto por ti sin esperar nada específico a cambio, confiando en que algún otro hará algo por mí el día de mañana" (se trata así de un "altruismo" de corto plazo combinado con un "interés propio" en el largo plazo.) La confianza surge también de la existencia de redes de compromiso y participación cívicas que facilitan la comunicación y el conocimiento mutuo, refuerzan las normas de reciprocidad y aumentan los costos potenciales de 4

La teoría de juegos recurre a modelos matemáticos para analizar el comportamiento, las estrategias y las decisiones de agentes que interactúan dentro de un marco formalizado de incentivos. Se aplica en particular en economía y ciencia política.

desviarse de ellas. Aunque en todas las comunidades hay tanto redes horizontales como verticales, cuanto más densas sean las primeras (por ejemplo, las asociaciones vecinales, los clubes deportivos, etc.), más probable será que las personas cooperen para resolver sus problemas comunes. Las experiencias asociativas del pasado funcionarán como modelo cultural para afrontar las situaciones del presente. Las redes verticales, como las que se establecen entre patrones y clientes, sostiene Putnam, no pueden desarrollar la confianza ni la cooperación, pues el flujo de información y las obligaciones son asimétricos. La confianza, las redes, las normas, se refuerzan entre sí y, en un círculo virtuoso, hacen que el "stock" de capital social de una comunidad aumente con su utilización. La sociedad alcanza así un estado de equilibrio basado en la cooperación. En una comunidad en la que predominan la desconfianza, la falta de respeto a las normas, el aislamiento, estos rasgos también se alimentan mutuamente en un círculo vicioso, de modo que la sociedad alcanza finalmente un estado de equilibrio, muy distinto al anterior, en el que la solución "racional" pasa por el gobierno autoritario y el clientelismo. Determinados sucesos históricos pueden funcionar en una sociedad como puntos de inflexión, a partir de los cuales se ponen en marcha esos círculos virtuosos o viciosos y situaciones de equilibrio que perduran por siglos. El cambio formal en las instituciones, como ocurrió en la experiencia italiana de creación de gobiernos regionales, tiene una influencia sobre las prácticas políticas que puede medirse en décadas. Los hechos sugieren que un impacto apreciable sobre la estructura social y la cultura demanda mucho más tiempo. "Construir capital social no será fácil”, concluye Putnam, “pero es la clave para hacer funcionar la democracia" (p. 185). El informe Better Together, una iniciativa del Saguaro Seminar que dicta Putnam en la Universidad de Harvard, enumera actividades que la gente común puede realizar para construir capital social. La lista es heterogénea: asistir a las reuniones municipales, votar, trabajar como voluntario en una organización, ayudar a alguien de otra raza, participar en las campañas políticas, convertirse en bombero voluntario, auxiliar a un conductor a cambiar una rueda, dar a los empleados horas de trabajo para participar en proyectos civiles, parecen tener la misma importancia que acciones como cantar en un coro, jugar a las cartas con amigos o vecinos, mirar menos televisión, participar en una liga deportiva, asistir a fiestas hogareñas, almorzar con los compañeros de trabajo y otras similares. Putnam arguye que una gran variedad de formas de interacción social, incluyendo las aparentemente triviales como participar en una liga de bowling, son ocasión para adquirir y practicar lo que Tocqueville llamaba "hábitos del corazón". Explica: "Se aprenden las virtudes y habilidades personales que son los prerrequisitos para una democracia. Escuchar, por ejemplo. Tomar notas. Llevar registros. Asumir la responsabilidad por las propias opiniones". En tales contextos, la gente "puede hablar sobre sus intereses compartidos" y comprenderse mejor (Putnam, 1995).

Dos clases de capital social Con posterioridad a la difusión de su investigación en Italia, Putnam sostuvo -en un artículo titulado “Bowling Alone” y publicado en 1995 en el Journal of Democracy- que el capital social de Estados Unidos había venido declinando desde hacía 25 años. Presentó en ese trabajo cifras elocuentes de disminución de la participación política, pertenencia a asociaciones locales y vecinales, lectura de periódicos y confianza en el gobierno, que contribuían a explicar el deterioro de la vida política y la creciente proporción de ciudadanos que cuestionaban las instituciones públicas. Más tarde profundizó este análisis en un libro con el mismo nombre: Bowling Alone (2000) Allí observó que el debilitamiento del asociacionismo y la participación en EEUU -no sólo en el ámbito político y cívico, sino también religioso, laboral y social- coincidía con un proceso de recambio generacional: las nuevas generaciones estaban menos comprometidas que sus mayores en la vida comunitaria. En este texto, Putnam refinó el concepto de capital social y reconoció incluso formas de capital social “negativo”. Putnam distinguió entre capital social "de vínculo" (bonding), encarnado en grupos homogéneos -integrados por personas con características sociales similares, como los grupos de amigos y compañeros de trabajo-, y capital social "puente" (bridging), creado por las conexiones entre individuos y grupos heterogéneos de la sociedad. Este segundo tipo de relaciones, más débiles que las establecidas en nuestro círculo cercano, cumplen sin embargo el rol clave de franquear las divisiones sociales, ensanchar el sentido de comunidad y dar a los individuos oportunidades más amplias de progreso. De las relaciones con las personas más próximas a nosotros nace una confianza "densa", que brinda al individuo apoyo social y psicológico en su vida diaria. Pero este "superadhesivo social", como lo llama Putnam, puede tener, en ciertos casos, un costado negativo: si es demasiado intenso, los grupos se vuelven cerrados; sus miembros confían entre sí, pero desconfían del resto de los miembros de la comunidad que no pertenecen a su grupo; el mundo termina dividido entre "nosotros" y "ellos"; en el balance, la capacidad de cooperación de la sociedad queda resentida.

Bibliografía Putnam, Robert D. (2007): “E Pluribus Unum: Diversity and Community in the Twenty-first Century. The 2006 Johan Skytte Prize Lectura”, Scandinavian Political Studies, Vol. 30, N° 2, pp. 137 – 174. Putnam, Robert D.(2003): Better Together: Restoring the American Community, Simon & Schuster, New York. Putnam, Robert D. (2002): "Bowling Together", The American Prospect, Vol. 13, N° 3, February 11.

Putnam, Robert D. (2000): Bowling Alone. The Collapse and Revival of American Community, Simon & Schuster, New York. Putnam, Robert D. and Phar, Susan J. (2000): “Why Is Democracy More Popular Than Democracies?”, The Chronicle of Higher Education, May 26. Putnam, Robert D. (1996): "The Strange Disappearance of Civic America", The American Prospect, Vol. 7, N° 24, December 1. Putnam, Robert D. (1995): "Bowling Alone: America's Declining Social Capital". Journal of Democracy, Vol. 6, Nº 1, Jan., pp. 65-78. Putnam, Robert D. (1993): Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy. Princeton University Press, Princeton. Putnam, Robert D. (1993): "The Prosperous Community", The American Prospect, Vol. 4, N° 13, March 21.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.