Cómo comportarse con las parejas en situación irregular a la luz de la Exhortación «Amoris laetitia»

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http://phase.cpl.es/ vinculada al INSTITUTO SUPERIOR DE LITURGIA DE BARCELONA,

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Centre de Pastoral Litúrgica

año 57 (2017) núm. 337

DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE CATALUNYA

REVISTA DE PASTORAL LITÚRGICA

phase El sacramento del matrimonio hoy

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enero / febrero 2017 (año 57)

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REVISTA DE PASTORAL LITÚRGICA

phase Vinculada al Instituto Superior de Liturgia de Barcelona, de la Facultad de Teología de Catalunya

Fundador Pere Tena † Director José Antonio Goñi Consejo Luis Fernando Álvarez (Madrid) Dionisio Borobio (Salamanca) Juan María Canals (Madrid) Manuel Carmona (Jaén) Ángel Cordovilla (Madrid) Lino Emilio Díez (Madrid) Pere Farnés (Barcelona) Juan Javier Flores (Roma) Jaume Fontbona (Barcelona) Aurelio García (Valladolid – Roma) Luis García (León) Jaume González (Barcelona) Ramiro González (Ourense) Jordi Latorre (Barcelona) Julián López (León) Alejandro Pérez (Málaga) Salvador Pié (Barcelona) Jordi-Agustí Piqué (Montserrat – Roma) Lluís Prat (Solsona) Josep Urdeix (Barcelona)

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Precio de suscripción para el 2017: España: 60 € Otros países (envío correo aéreo): 95,00 $ Precio de este número: 11 €

Centre de Pastoral Litúrgica + Nàpols 346, 1. 08025 Barcelona ( 933 022 235 7 933 184 218 8 [email protected] - www.cpl.es ISSN 0210-3877 / D.L.: B. 7504 – 1961

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Imprenta: Agpograf

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Cómo comportarse con las parejas en situación irregular a la luz de la Exhortación «Amoris laetitia» José San José Prisco La Exhortación del papa Francisco Amoris laetitia es el punto de llegada de un camino sinodal donde recoge las aportaciones de los padres en los dos Sínodos sobre la familia y las conecta con los principios propuestos en la exhortación Evangelii gaudium, sobre los que quiere conducir su pontificado. Partiendo de la esencia de la célula familiar como institución natural fundamentada en el matrimonio monógamo y heterosexual, la Exhortación establece criterios pastorales para acompañarla y curarla en la compleja situación social que vivimos, transmitiendo una visión muy positiva de la sexualidad y del amor conyugal. El matrimonio cristiano, siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia, «se realiza plenamente en la unión entre un varón y una mujer, que se donan recíprocamente en un amor exclusivo y en libre fidelidad, se pertenecen hasta la muerte y se abren a la comunicación de la vida, consagrados por el sacramento que les confiere la gracia para constituirse en Iglesia doméstica y en fermento de vida nueva para la sociedad» (Amoris laetitia 292). De este modo, a la vez que se confirma qué es el matrimonio cristiano, se afirma que, si bien «otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal» (con clara referencia a las uniones homosexuales o a la poligamia) y, por tanto, no pueden ser aceptadas por la Iglesia, «algunas otras formas lo realizan al menos de modo parcial y análogo» (como son los matrimonios meramente civiles o las parejas de hecho). No se trata solo de hablar de la familia

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ideal, modélica, sino de la familia real, con manifestaciones muy diversas y, en no pocos casos, herida, valorando «los elementos constructivos» que se dan en esas situaciones (Amoris laetitia 292). Por tanto, al referirnos a esas otras formas de unión, no sería de gran utilidad dar un conjunto de recetas, que siempre serían puntuales y no abarcarían la totalidad de los casos, sino que lo importante es fundamentar procesos que puedan integrar mejor a aquellos que están alejados o en situaciones de no total integración. No se trata simplemente de juzgar a las personas de acuerdo al cumplimiento / incumplimiento de las normas de la Iglesia, sino de ayudarlas a encontrarse con Dios, porque detrás de muchas de esas situaciones familiares encontramos un verdadero drama humano. No olvidemos que, como ha reiterado tantas veces el Papa y lo repite aquí refiriéndose específicamente a la familia, «a menudo, la tarea de la Iglesia asemeja a la de un hospital de campaña» (Amoris laetitia 291). Es evidente que, como ya hemos dicho, no puede aceptarse una equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, tal y como manifestaron los padres sinodales, y en este punto, respetando la dignidad de los homosexuales y acogiéndolos con respeto, procurando evitar «todo signo de discriminación injusta, la Iglesia debe oponer resistencia a las presiones en esta materia por parte de los gobiernos y de los organismos internacionales para que se equiparen estas uniones al matrimonio» (Relación final 76). Como dice la Exhortación, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia» (Amoris laetitia 251), por lo que se deberá rechazar, en la acción pastoral concreta, cualquier gesto que mueva a identificar estas uniones homosexuales con el matrimonio, como sería dar una bendición a la pareja en una celebración, o presentarla a la comunidad como modelo de amor conyugal. Otra cosa será la atención de los hijos que traigan a la iglesia, a quienes no debemos negarles los sacramentos, especialmente el bautismo, cuando hay un compromiso real de educarlos en la fe.

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Un caso bien distinto es el de aquellos que eligen el matrimonio civil o la simple convivencia, no por prejuicios o resistencias a la unión sacramental, sino por situaciones culturales o contingentes. «En muchas circunstancias, la decisión de vivir juntos es signo de una relación que quiere realmente orientarse a una perspectiva de estabilidad. Esta voluntad, que se traduce en un vínculo duradero, fiable y abierto a la vida, puede considerarse un compromiso en el que establecer un camino hacia el sacramento nupcial, descubierto como el designio de Dios sobre la propia vida» (Relación final 71). La actitud pastoral en estos casos ha de ser siempre la de la acogida y acompañamiento de estas parejas para que descubran ese camino y se decidan por él. Otro caso pastoralmente muy relevante es el de los divorciados que se han vuelto a casar civilmente: deben ser integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo, y pensando que esta integración es también necesaria para el cuidado y la educación cristiana de sus hijos, que deben ser considerados los más importantes (Relación final 84). Nadie debe quedar excluido: la Iglesia es la casa paterna donde hay lugar para todos. No se extiende la Exhortación en detallar cuáles serían esas ofertas concretas que podrían hacérseles a los fieles que se encuentran en esta situación. Apenas menciona el ministerio de la catequesis o la predicación, en las que «obviamente, si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia» no podrá participar; así como de la integración en tareas sociales, en reuniones de oración u otras iniciativas que el mismo fiel pueda sugerir (Amoris laetitia 297). Algunos han apuntado a la posibilidad de ejercer el ministerio de lector en las celebraciones, el de padrino de bautismo o de confirmación, o la dirección de las asociaciones públicas de fieles –como hermandades y cofradías–, pero hoy por hoy, con la legislación canónica en la mano, aplicada al pie de la letra, sería poco más que imposible. La clave en estas situaciones «imperfectas» (Amoris laetitia 76) ha de ser el discernimiento, un principio que ya se encontraba en

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Familiaris consortio 84 y que tiene como finalidad ver en qué modo se pueden aplicar las normas canónicas a un caso concreto, pues en la práctica es tal la complejidad de las situaciones y de las familias afectadas, que el único camino posible es asumir un responsable discernimiento personal y pastoral. Este discernimiento no puede separarse de las enseñanzas y de la tradición de la Iglesia, ni de las exigencias de verdad y caridad del Evangelio, y debe buscar con humildad sincera la voluntad de Dios, para dar a cada uno lo que en justicia le corresponde. Estas actitudes son fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente «excepciones», o de que existen personas que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores (Amoris laetitia 300).

Y esto es así sencillamente porque las situaciones de todas las parejas no son las mismas y, por tanto, el grado de responsabilidad tampoco puede ser el mismo en todos los casos, ni las consecuencias o los efectos que se deriven de una norma concreta (Amoris laetitia 300). Este discernimiento alcanza incluso a «la disciplina sacramental, puesto que el discernimiento puede reconocer que en una situación particular no hay culpa grave» y entonces el fiel podría tener acceso a la comunión eucarística que, como ha reiterado el Papa, «si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (Amoris laetitia 300, nota al pie 336; Evangelii gaudium 47). Tenemos la triste experiencia de que hay situaciones en las que la separación de un matrimonio católico es «inevitable» y, a veces, «moralmente necesaria», como cuando existe violencia doméstica, con el fin de sustraer al cónyuge más débil o a los hijos pequeños de las heridas más graves causadas por la violencia (Amoris laetitia 241), donde la validez del matrimonio canónico es, cuando menos, muy dudosa. Parece un buen medio pastoral poner a disposición de estas personas «un servicio de información, consejo y mediación […] en vista de la investigación preliminar del proceso

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matrimonial» en orden a solicitar la declaración de nulidad de su matrimonio (Amoris laetitia 244). Puede darse que incluso habiendo una situación objetiva de pecado existan condicionamientos (como el desconocimiento de la norma o la dificultad para comprender los valores inherentes a la misma), o factores atenuantes (como la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales) por los que las personas encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso (Amoris laetitia 301-302), y no por ello deben ser rechazadas o apartadas de la comunidad. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada irregular viven en pecado mortal, privados de la gracia santificante. «La conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia» (Amoris laetitia 303), especialmente en «conversación con el sacerdote, en el fuero interno» (Amoris laetitia 300), de modo que cada caso tenga una atención personalizada. Y este es el segundo elemento importante sin el que no puede haber un verdadero discernimiento: el acompañamiento pastoral, un diálogo profundo entre fieles y pastores que parte de la comprensión, de la misericordia, sin juzgar al otro, en la situación en la cual se encuentra, aunque sea una situación de pecado. Dios nos mira, no con una mirada discriminante, sino con una mirada compasiva. Los pastores tenemos que aprender de esa mirada de Jesús. Y aquí creemos que está la verdadera clave de todo que es a la vez un desafío: actuar sin un discernimiento particularizado en la atención pastoral a las parejas en situaciones imperfectas, aplicando indiscriminadamente y al pie de la letra la norma, se convierte en algo «mezquino», impropio para un pastor que en vez de cuidar de las ovejas les tira piedras. Hay que pasar de una «fría moral de escritorio» al hablar sobre los temas más delicados, y situarnos «en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar» (Amoris laetitia 312).

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«Acompañar, discernir e integrar» son la clave para afrontar situaciones de fragilidad, complejas o irregulares. Se trata de integrar a todos, ayudando a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia «inmerecida, incondicional y gratuita», evitando, eso sí, cualquier ocasión de escándalo (Amoris laetitia 297); proponiendo el ideal pleno del Evangelio y la doctrina de la Iglesia y ayudando a los fieles desde la lógica de la compasión, evitando persecuciones o juicios demasiado duros o impacientes (Amoris laetitia 308). La Iglesia es madre, no es una aduana. El pastor no puede ser un controlador, sino un facilitador de la gracia. La Iglesia ha de ser «la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» (Amoris laetitia 310). No ignoramos tampoco que, sin una actitud adecuada de los pastores de «escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia» (Amoris laetitia 312), este reto de «acompañar, discernir e integrar» se puede convertir en un problema, pues al no haber cambiado ni la doctrina ni la ley canónica y al haber dejado a su criterio el uso de estos principios, puede ocurrir que el resultado que se produzca no sea el deseado, pues la exhortación establece un régimen de discrecionalidad que puede volverse en contra de los propios fieles. Tampoco se ha creado ningún mecanismo que, en caso de no recibir el trato esperable por parte del sacerdote o del obispo, le permita al fiel legalmente acudir a otros que sí se lo proporcionen. Seguramente habrá que seguir reflexionando un poco más sobre estos aspectos de no poca trascendencia. José San José Prisco Doctor en derecho canónico.

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