Comentarios criminológicos sobre Proyecto de Código Penal (Criminological Comments on the New Project of Penal Code in Ecuador)

August 29, 2017 | Autor: B. Villagómez Mon... | Categoría: Criminology, Criminal Law, Criminal Justice
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Comentarios criminológicos sobre Proyecto de Código Penal El presente documento contiene algunos comentarios generales basados en actualizadas investigaciones criminológicas en torno algunos de los temas más relevantes que contemplaría el nuevo proyecto Código Penal. Son comentarios en tono exclusivamente académico y que esperan enmarcarse únicamente como una contribución general para el debate legislativo. El efecto preventivo-general y-especial de la pena de prisión: Los efectos de la pena de prisión se suelen clasificar en preventivo-especiales, preventivo-generales, incapacitativos, y rehabilitativos (Spohn 2009). En torno al efecto incapacitativo, ya sea selectivo –dirigido a incapacitar a ofensores de alto riesgo, o colectivo –dirigido a la totalidad de ofensores privados de libertad-, es indudable que la prisión evita que posibles ofensores cometan ilícitos debido que se encuentran privados de la libertad (Piquero et al. 2003). Sin embargo, se deben considerar las exigencias presupuestarias y gerenciales que generaría el mantener grandes poblaciones carcelarias (Morrison & Useem 2011); además, dadas las dificultades históricas que ha afrontado nuestro sistema de rehabilitación social, este rubro debería analizarse en el marco de posibles infracciones penales cometidas al interior de los centros carcelarios. Sobre el efecto preventivo-general, es decir el efecto disuasivo que provoca la imposición de la pena sobre una persona en el resto de posibles ofensores, las investigaciones criminológicas han llegado a conclusiones dispares dependiendo del tipo de sanción, del contexto social, y de los segmentos de la población sobre los que podría recaer (Apel & Nagin 2011). Sin embargo, en lo que respecta a la pena de prisión, los autores concuerdan de modo general que la variable de certidumbre es notablemente más significativa que la variable de tiempo de duración de la privación de libertad (Levitt 2002; Matsueda et al. 2006; Tonry 2008; Agnew 2009; Apel & Nagin 2011). Esto quiere decir que las investigaciones han señalado que la certeza de la imposición de la pena es el factor determinante en torno al efecto preventivo-general de la pena. Sobre el efecto preventivo-especial, es decir sobre el efecto disuasivo que la imposición de la pena provoca en un sentenciado una vez que este sale de prisión –no se debe confundir con el efecto incapacitativo, ni con el efecto específico de los programas de rehabilitación-, la investigación criminológica ha revelado que imponer sanciones más severas a las personas ofensoras no reduce su probabilidad de reincidencia (Cullen et al. 1996; Sherman et al. 1998; Kovandzic et al. 2004; Agnew 2009). La investigación sobre la incidencia preventivo-especial de la celeridad en la imposición de la sanción tampoco ha arrojado resultados favorables (Nagin & Pogarsky 2001). Finalmente, varios investigadores han concluido que de hecho la sanción penal puede tener un efecto negativo e incrementar el riesgo de reincidencia de las personas sancionadas (Huizinga et al. 2003; Pogarsky & Piquero 2003; Bernburg et al. 2006; Agnew 2009). Por consiguiente, el sistema de justicia penal tendría que estar, de acuerdo a estas perspectivas, más inclinado a reducir la diferencia entre las tasas de crímenes reportados y crímenes resueltos. La severidad de las penas tiene una influencia marginal y es más

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bien la certeza en la imposición de la pena y la sanción de ilícitos lo que genera un más claro efecto preventivo-general de la sanción penal. El efecto preventivo-especial es más difícil de determinar y en tal virtud los programas rehabilitativos son relevantes. Rehabilitación y reinserción: Durante los años 70s el ideal de rehabilitación social ligado a sanción penal perdió credibilidad a raíz de una serie de estudios que concluyeron que de forma general “nada funciona” en torno a este aspecto (Martinson 1974; Cullen & Jonson 2011). Sin embargo, a partir de los años 90s las investigaciones criminológicas han tratado de determinar si en realidad esto es así o si en verdad existen ciertos programas de rehabilitación social que sí tienen efectos en la reducción de la reincidencia, así como en otras variables ligadas a la rehabilitación de un sentenciado. Más específicamente, han sido investigadores canadienses con una formación enfocada en el ámbito psicológico los que han brindado mayores contribuciones al respecto. En este sentido, la gran mayoría de investigadores ha concluido que los programas que contienen un elemento cognitivo-comportamental son los que más éxito han demostrado en reducir la reincidencia (Gaes et al. 1998; Cullen & Gendreau 2000; MacKenzie 2006; Lowenkamp et al. 2006; Cullen & Jonson 2011). Estos programas se basan en la perspectiva teórica de que un sentenciado debe en primer lugar reconocer que sus comportamientos y actitudes no se corresponden con ciertas normas sociales y, a partir de allí, desarrollar habilidades y capacidades para lidiar con esas posibles dificultades cognitivas y comportamentales (Lowenkamp et al. 2006; Greenwood & Turner 2011). En este sentido, un programa de rehabilitación debe enfocarse en hacer consciencia en el sentenciado de su situación y de su entorno, y sólo luego de ello –o también según algunos estudios, simultáneamente- brindarle al privado de libertad la posibilidad de acceder a nuevas oportunidades educativas, laborales y de integración social (MacKenzie 2006; Cullen & Jonson 2011). Sin embargo, se debe advertir que las reducciones en la reincidencia no suelen ser de una gran magnitud. Tienen significancia ya que llevan a concluir que un programa rehabilitativo sí puede modificar los niveles de reincidencia de ciertas personas, pero de ninguna manera significa que un programa exitoso va a lograr que todos los sentenciados dejen de cometer delitos luego de cumplir su pena. Muchos de quienes cumplen sus condenas son personas que llevan un pasado de involucramiento en actividades ilícitas que las han llevado a fomentar carreras criminales de las que resulta difícil salir (Piquero et al. 2003). Es por ello que los esfuerzos preventivos a nivel de niños y adolescentes suelen ser vistos por los investigadores criminológicos como más destacables (Biglan et al. 2005; Greenwood & Turner 2011). Por otro lado, aparte de la necesidad de una adecuada infraestructura carcelaria, la evidencia empírica en este sentido documenta que es deseable que los sentenciados sean clasificados de acuerdo a su posible nivel de riesgo (MacKenzie 2006; Cullen & Jonson 2011). De todas maneras, los estudios advierten que esto no se debe tomar como una calificación anticipatoria o predictiva concluyente sobre el futuro criminal de una persona. Más bien sirven como parámetros para atender las necesidades criminogénicas

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de un sentenciado (Cullen & Gendreau 2000; MacKenzie 2006; Cullen & Jonson 2011). Es decir, qué tipo de programa rehabilitativo o carcelario debe imponerse a una determinada persona para obtener resultados más prometedores. Al respecto, varios estudiosos consideran que es preferible utilizar instrumentos con cierto grado de rigor científico antes que solamente el análisis clínico y/o subjetivo sin mayor fundamento empírico (Lowenkamp et al. 2006; Kleiman et al. 2007; Berk et al. 2009). En tal sentido, se suelen emplear herramientas actuariales para medir el grado de riesgo de una persona sentenciada penalmente. Estos instrumentos se basan en variables estáticas y dinámicas de un ofensor para determinar su grado de riesgo (Missouri Sentencing Advisory Commission 2006). Es evidente que estas herramientas son útiles para clasificar a los senteciados en extremos de mayor o menor riesgo, pero en cambio tienen dificultades en los casos medios en los que el nivel de riesgo no es tan claro, además que pueden dar lugar a dilemas éticos (Hannah-Moffatt 2010). De todas maneras, como se señaló anteriormente, si estas clasificaciones de hecho ya se están haciendo y con base en criterios clínicos o subjetivos, puede considerarse la posibilidad de utilizar con mucha cautela y únicamente con los propósitos antes indicados herramientas actuariales para medir el riesgo de reincidencia. La imposición de un programa rehabilitativo inadecuado a la necesidades criminogénicas del sentenciado, puede no solo no tener efecto alguno, sino inclusive ser pernicioso y aumentar sus niveles de reincidencia; por ejemplo, la evidencia empírica demuestra que programas más disciplinariamente estructurados y restrictivos suelen tener efectos perniciosos en ofensores de menor riesgo, y lo contrario para aquellos de mayor riesgo (Lownkamp et al. 2006; MacKenzie 2006). Por otro lado, la gran mayoría de estudios criminológicos concuerdan en que la probabilidad de reincidencia es sumamente alta durante los primeros días, semanas y meses luego de que una persona sale en libertad, y que la mayoría de ex sentenciados reincide y vuelve a ser encarcelado en corto tiempo (Travis 2005; National Research Council 2008; Pew Center on States 2011). Luego, dependiendo de las características del sentenciado, la probabilidad de reincidir va reduciéndose a lo largo del tiempo. Por ejemplo, algunos estudios han determinado que el tiempo de desistimiento es más corto para ofensores de mayor edad y con menor historial delictivo (Blumstein & Nakamura 2009; Bushway et al. 2011). En concreto, ofensores de entre 12 y 26 años que apenas han iniciado su involucramiento en actividades delictivas o han cometido su primera ofensa criminal, tienden a desistir de sus actividades delincuenciales a niveles similares a personas de su misma edad sin experiencia criminal, en 10 años; en cambio, ofensores mayores de ese rango de edad y con similar hisorial criminal tienden a desistir dentro de un promedio de 2 a 6 años; pero por el contrario, aquellos con un historial criminal más amplio difícilmente –luego de aproximadamente 23 años, y en algunos casos más tiempo- llegan a tener niveles de desistimiento que los hagan similares a aquellos individuos que no tuvieron involucramiento en actividades criminales durante su vida (Bushway et al. 2011).

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Como es lógico concluir, esto significa que se puede considerar la implementación de supervisión diferenciada y paulatinamente menos intensiva de aquellas personas que recuperan su libertad luego de cumplir una pena. La supervisión debe ser diferenciada y adecuadamente dosificada de acuerdo a las necesidades criminogénicas del sentenciado (Solomon et al. 2005; Petersilia 2011). Excesiva o inadecuada supervisión puede ser contraproducente, tanto como lo es el no implementar mecanismos que imtermedien el paso de la prisión a la sociedad (Travis 2005; MacKenzie 2006; Petersilia 2011). Asimismo, se puede tener en cuenta que los formuladores de políticas públicas en torno a temas carcelarios consideren que la gran mayoría de todos aquellos sentenciados a penas privativas de libertad recuperarán su libertad en relativamente cortos periodos de tiempo. Esto quiere decir que muchas de las personas que permanecen en prisión durante un periodo de tiempo, saldrán de ella nuevamente y es probable que un gran número de ellas vuelva a reincidir (Travis 2005). Por lo tanto, al momento de considerar incrementar penas o tipos penales, el legislador y los encargados de implementar políticas públicas deben analizar el hecho de que mientras más personas ingresen a prisión, en similar proporción aumentará en el corto y mediano plazo el número de personas que habrán permanecido en la misma y saldrán en libertad. Es por ello que no solo se debe tener en cuenta los posibles efectos perniciosos de la pena privativa de libertad en los índices de reincidencia de una persona sentenciada, sino inclusive en la afectación que el estereotipo de ex-convicto puede tener en una persona al momento de reinsertarse en la sociedad. Concretamente, en la búsqueda de empleo y de sostener un proyecto de vida. El que una persona sentenciada vuelva a reincidir no sólo es costoso para el ex-privado de libertad, sino también e importantemente para la sociedad y el Estado. Significaría que lo invertido en incapacitar y rehabilitar a una persona no constituyó una inversión fructífera, y que además la sociedad puede incluso ver incrementados sus índices de criminalidad. Finalmente, cabe señalar que los estudios criminológicos han evidenciado con más claridad que los programas enteramente disuasivos basados en el temor que puede generar la sanción o la cárcel no son efectivos (MacKenzie 2006). Programas tales como llevar a ofensores o posibles ofensores a visitar cárceles y conocer la realidad o tener contacto con personas privadas de libertad, o programas con regímenes de tipo militar – todos ellos en general pero no exclusivamente enfocados a adolescentes infractores- más bien suelen tener efectos contraproducentes y aumentan la probabilidad de que una persona reincida o siga una carrera criminal. Sanciones intermedias o alternativas a la prisión: Un tema que ha gando interés en las últimas décadas ha sido el de la sanciones alternativas a la privación de libertad. En los Estados Unidos, aproximadamente 7 millones de personas se encuentran en la actualidad bajo la supervisión del sistema punitivo. De esas personas, aproximadamente 5 millones se encuentran sometidas a alguna especie de sanción comunitaria (Petersilia 2011); es decir, no se encuentran en prisión, sino cumpliendo otro tipo de sanciones o medidas. Entre ellas, diversas formas de supervisión más o menos intensivas.

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Los estudios criminológicos demuestran que la supervisión intensiva generalmente provoca mayores grados de reingreso a las cárceles dado que la gran mayoría de las personas sometidas a este especie de medida incurren en faltas “técnicas” que en muchos casos devienen en una sanción de retorno a la cárcel (Tonry & Lynch 1996; Travis 2005; Pew Center on the States 2008; Petersilia 2011). Esas faltas técnicas por lo general se refieren a consumo o expendio de drogas y algunas faltas menores que no llegan a ser delitos pero que por ser cometidas bajo un régimen de supervisión conllevan la posibilidad de una nueva privación de libertad. Evidentemente, esto significa más privados de libertad, más presupuesto carcelario, y menos éxito en los indicadores de reinserción, reincidencia y del efecto de la sanción alternativa. Por consiguiente, al momento de implementar medidas de supervisión intensiva comunitaria se debe considerar la posibilidad de incluir otro tipo de sanciones alternativas para responder a posibles infracciones menos graves cometidas por los supervisados. Aparte de la supervisión intensiva, existe toda una serie de sanciones alternativas a la pena privativa de libertad que incluyen arresto domicilario, multas, el uso de dispositivos electrónicos, supervisión regular, juzgados especializados, tratamientos anti-drogas, etc. (Morris & Tonry 1990). Los estudios revelan que la imposición de estas medidas debe ir acompañada de una adecuada valoración de los riesgos y necesidades crimonogénicas del sentenciado (Tonry & Lynch 1996; Travis 2005). Muchas de ellas resultan adecuadas para un buen número de ofensores, pero muchas otras pueden generar riesgos no solo para el sentenciado sino para la sociedad misma. La principal idea subyacente es que la implementación de penas alternativas novedosas o que a primera vista lucen interesantes o útiles, no siempre brindará resultados satisfactorios o esperados. De allí que sea importante considerar una adecuada valoración de las personas sentenciadas al momento de determinar el programa y medida que más se ajusta a sus necesidades criminogénicas. La relación entre edad y delincuencia: Uno de los aspectos en los que más coincidencia existe en la investigación criminológica es el de la relación entre edad y delincuencia. Prácticamente no existen mayores dudas en torno a que la relación entre edad y delincuencia obedece a una curva definida (Hirschi & Gottfredson 1983; Nagin & Land 1993; Sampson & Laub 2003; Stolzenberg & D’Alessio 2008). En concreto, los ofensores tienden a estar más dispuestos a verse envueltos en conductas ilícitas durante los primeros años de la adolescencia, llegan a su pico durante la juventud mediana y madura, y finalmente experimentan un declive notorio al inicio de los 30 años. En las estapas posteriores a este pico, las posibles tendencias delincuenciales disminuyen drásticamente. La gran conclusión en torno a este punto es que resulta poco recomendable sentenciar a largos años de privación de libertad a adolescentes o jóvenes infractores que muy probablemente desistirán en poco tiempo o reducirán significativamente cualquier tendencia a perpetrar actos ilícitos violentos, más aún si la experiencia carcelaria puede neutralizar o revertir esta trayectoria de desistimiento (Piquero et al. 2001; Sampson & Laub 2003). Por otra parte, también se debe tener en cuenta que existen factores de riesgo que pueden revelar que probabilísticamente un adolescente puede eventualmente llegar a involucrarse

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en una carrera criminal (Piquero et al. 2003; Biglan et al. 2005). Estos factores de riesgo –tales como comportamiento agresivo, consumo de cigarrillo, abuso del alcohol, dependencia y abuso de drogas, y comportamiento sexual riesgoso- no son predictores definitivos por sí solos, y más bien deben tomarse como indicadores de que ciertos niños y adolescentes requieren mayor atención preventiva que otros, y que es indispensable considerar la implementación de programas preventivos a nivel escolar y barrial. Además, es la acumulación de factores y no tanto el factor individualmente considerado lo que más revela la posibilidad de involucramiento ilícito violento de un niño o adolescente (Biglan et al. 2005). Por otro lado, existen otro tipo de ilícitos no violentos o con un contenido violento mucho más marginal que obedecen a una curva de edad diferenciada. Este es el caso de delitos relacionados con estafas, fraudes, o enriquecimientos ilícitos en general (Steffensmeier et al. 1989). En estos casos, los comportamientos ilícitos pueden manifestarse con mayores probabilidades durante los años tardíos de la juventud y más bien durante la edad madura. Al momento de establecer penas e implementarlas se debe tener presente que en el promedio y agregado de los específicos delitos, no existe necesariamente uniformidad y que cada conducta delincuencial vista desde un marco conceptual general, pueden tener sus diferentes distribuciones probabilísticas. Finalmente, vale citar a uno de los criminólogos más citados, Terrie Moffitt (1993). En su estudio este autor propuso una clasificación entre ofensores persistentes en sus ciclos de vida y ofensores limitados a la adolescencia. De acuerdo a esta tipología, en la población en general existe un muy pequeño grupo de ofensores cuyo involucramiento en actividades delincuenciales, especialmente violentas, perdurará en el tiempo más allá de la adolescencia sin un pronunciado decaimiento conforme al promedio de curva de la edad. El otro tipo de ofensores responden de manera más consistente a la curva de la edad y su involucramiento en actividades delictivas se acrecienta durante la adolescencia, pero posteriormente decae drásticamente sin que en el curso de sus vidas vuelvan a reincidir en tales conductas. Es importante señalar que algunos estudios han revelado que el 5% o 6% de ofensores más persistentes son responsables de aproximadamente el 50% de los crímenes conocidos (Farrington et al. 1986; Moffitt 1993). Esto significa que la gran mayoría de los crímenes son cometidos por un muy reducido número de ofensores, y que si se se toma en cuenta la población total, su proporción poblacional es mínima. La conclusión en torno a este punto es que la sanción de adolescentes infractores debe manejarse cuidadosamente dado que la privación de libertad puede a la larga facilitar el involucramiento en carreras criminales de invididuos que posiblemente estaban probabilísticamente más predispuestos a desistir o a reducir sus niveles de violencia. Esto generaría más costos sociales y económicos para el Estado y la sociedad en su conjunto. El sistema de justicia penal: Uno de los aspectos más críticos en relación al funcionamiento de la justicia penal es el de la falta de uniformidad en la aplicación de las normas y la imposición de las penas. La evidencia empírica fundamentada en sólidas bases teóricas revela que resulta sumamente difícil reducir la disparidad y discrecionalidad en el ámbito judicial a través del

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establecimiento de rígidas normales legales (Savelsberg 1992; Ulmer & Johnson 2004; Johnson 2005; Johnson 2006; Johnson et al 2008). La organización burocrática, las tasas de casos en cada oficina, y los contextos sociales y políticos que rodean al proceso de decisión judicial influyen sobre él y sobrepasan los intentos externos de regularla a través de mecanismos formalizados, como son las normas legales (Kautt 2002; Helms & Jacobs 2002; Ulmer 2005; Hoskins et al. 2010). No obstante, las investigaciones criminológicas revelan que los jueces por lo general se basan prioritariamente en consideraciones legales al momento de imponer una pena. Es decir, en la gravedad del ilícito y en los posibles antecedentes criminales del ofensor. Sin embargo, estas variables pueden estar vinculadas a otros factores o características mucho más profundas y difíciles de captar a primera vista, tales como la edad, color de piel, educación, nivel socioeconómico, entre otras (Mears 1998; Bushway & Piehl 2001; Mitchell 2005). Para que un ofensor sea sentenciado es indispensable en primer término que llegue a conocimiento del sistema penal el presunto ilícito cometido. En ese sentido, el papel de la Policía, de la víctima y testigos es evidente (Spears & Spohn 1997; Forst 2011). Por ello, depende en gran medida de a quiénes detiene y pone en conocimiento del sistema penal la Policía el resultado de la sentencia o de la decisión que dicte el sistema de justicia penal. Luego, es el Fiscal quien asume la mayor discrecionalidad en relación al destino del proceso penal y del procesado. Jueces y tribunales actúan sobre la base de estas realidades (Forst 2011). Es decir, el proceso penal y el accionar del sistema de justicia penal pasa por las manos y la discrecionalidad de una serie de actores que influyen en mayor o menor medida en el resultado del proceso (Eisenstein & Jacob 1977). Otro aspecto importante en este sentido, es el rol que juega el peso de la evidencia en el proceso penal. La actuación policial puede resultar efectiva al momento de localizar invididuos envueltos en actividades ilícitas. Sin embargo, los fiscales pueden carecer de fundamentos probatorios suficientes para continuar una acción penal, lo que puede generar dificultades organizacionales e interinstitucionales con la fuerza pública. Los estudios criminológicos revelan que los fiscales prefieren proseguir acciones penales en las cuales el tipo y cantidad de evidencia les asegura mayor probabilidad de éxito en la consecución de una sentencia sancionatoria, que casos en los cuales tal evidencia es menos concluyente, débil, menos disponible o menos convincente. Esto repercute en que hechos que verdaderamente constituyen ilícitos u ofensas graves, resultan descartados o perseguidos con menor convicción debido a la falta de evidencia para el logro de los objetivos institucionales y organizacionales del sistema de justicia penal (Forst 2011; Albonetti 1987; Spears & Spohn 1997; O’Neill Shermer & Johnson 2010). Dado que es improbable garantizar que toda ofensa tendrá suficiente evidencia para ser procesada y sancionada, los esfuerzos de coordinación y comunicación entre Fiscalía, Policía, y en general el sistema de justicia penal, podrían enfocarse en localizar patrones espaciales y temporales de actividad ilícita que focalicen la acción en aquellos lugares donde existe más incidencia delictiva y que, en muchos casos, no puede ser atendida directa y adecuadamente por el sistema de justicia penal debido a las exigencias y

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limitaciones normativas y sustantivas propias de su naturaleza (Sampson 2011; Sherman 2011). En este aspecto, existen investigaciones criminológicas que revelan que la participación de la víctima es importante en el proceso penal. No solo que una adecuada respuesta y tratamiento a las víctimas facilita la consecución de los objetivos institucionales, organizacionales y en general sociales del sistema de justicia penal, sino también mejora significavamente la percepción y confianza en el sistema judicial y coadyuva a una mayor participación e involucramiento en esfuerzos preventivos y persecutorios. Para ello la víctima debe percibir que recibe un trato adecuado y respetuoso del sistema judicial, que le genere la confianza de que su caso es tratado con seriedad aunque no necesariamente llegue a una sanción (Greenman 2010). Por otra parte, la teoría y la evidencia empírica develan que jueces y fiscales también suelen valerse de estereotipos en torno a la presunta peligrosidad de una persona para hacer valoraciones que influyen en sus decisiones (Albonetti 1991; Steffensmeier et al. 1998). El mecanismo implica hacer una atribución de responsabilidad con base en información limitada. Por ejemplo, procesados que pertenecen a minorías étnicas y con determinadas calificaciones previas efectuadas por otros actores del sistema de justicia penal pueden influir en el juez al momento de tomar una decisión; no necesaria o exclusivamente en torno a la decisión de condenar o absolver, sino también e importantemente en torno al tiempo de la pena privativa de libertad y régimen penitenciario. La conclusión es que el establecimiento de normas rígidas no resulta necesariamente en una mayor uniformidad de los jueces y fiscales en los procesos penales. Existen varios factores que afectan un proceso penal, sin que en todo caso los mismos puedan ser considerados reprochables o tachables. El contexto es importante, y en el Ecuador es indudable que existen notables diferencias especialmente entre regiones. Finalmente, otro aspecto que requiere análisis es el de salidas alternativas o negociadas al proceso penal. En este sentido, es importante considerar las experiencias de países donde la práctica de la negociación para obtener una aceptación de responsabilidad es extendida. En los Estados Unidos, en promedio el 95% de los casos penales se resuelven a través de la aceptación de responsabilidad por parte del procesado. Es decir, únicamente un 5% se resuelve a través de la conformación de tribunales o de juicio por jurados. En este sentido, los investigadores han analizado aspectos críticos en torno a la preeminencia de objetivos institucionales en la persecución de ilícitos penales. Concretamente, las investigaciones han estudiado la posibilidad de que la necesidad de acelerar las tasas de condenas y sentencias influya en que los fiscales utilicen diferenciadamente ciertos incentivos para la negociación en torno a la pena y los cargos impuestos a un procesado (Hagan 1973; McDonald 1979; Albonetti 1987; Forst 2011). Varios investigadores han evidenciado que las presiones organizacionales de una oficina judicial pueden ser trascendentales al momento de procesar y sentenciar a un ofensor.

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La preocupación en torno a este punto es que la discrecionalidad del sistema de justicia penal al momento de procesar y juzgar a un procesado podría no necesariamente considerar elementos relevantes para una decisión de condena, tiempo de duración de la penal, e inclusive requisitos para solicitar una medida alternativa a la prisión preventiva o fianza. Por lo tanto, la conclusión es que se debe considerar cuidadosamente la posibilidad de incluir medidas tendendes a agilitar los procesos penales dado que se podría dar preeminencia a la reducción de las tasas de procesos iniciados y concluidos, sin que eso necesariamente repercuta en que los procesos penales puedan coadyuvar a sentenciar a los ofensores con mayor probabilidad de reincidencia. Crimen corporativo y de cuello blanco: Una de las aproximaciones a la sanción de delitos corporativos, de cuello blanco, o criminalidad económica es la sanción a las personas jurídicas. Más allá de las connotaciones jurídico-penales al respecto, cabe hacer algunas acotaciones en torno a las investigaciones criminológicas sobre este aspecto. El efecto disuasivo o preventivo formal y especial en el comportamiento y las motivaciones de agentes al interior de corporaciones no está del todo claro. Se ha aseverado que los efectos de sanciones formales están influenciados y mediados por la estructura, normas y tamaño de la corporación. Por otro lado, la investigación ha recalcado que la regulación del mercado es un aspecto relevante para lograr mejores resultados en el cumplimiento de las normas por parte de las corporaciones. En este aspecto, también se consideran los esfuerzos de persuación informal en tono colaborativo entre órganos reguladores y regulados (Simpson 2011). En lo concerniente a la sanción, uno de los aspectos críticos es la posibilidad de que la sanción a la corporación sea racionalizada como más probable que una sanción a ser aplicada sobre sí mismos por parte de posibles ofensores. Los ofensores pueden considerar las consecuencias negativas de su accionar tanto para ellos como para la corporacion. Sin embargo, la preocupación en torno a este punto es que ciertos estudios han revelado que posibles ofensores estiman que es más probable que la corporación o persona jurídica llegue a sufrir algún tipo de sanción antes que a ellos mismos (Simpson 2011). Por consiguiente, el efecto preventivo o disuasivo de la sanción a la persona jurídica podría eventualmente tener un efecto contrario al esperado en las personas físicas que cometan la infracción. De allí que la regulación y sanción en este punto deba llevarse a cabo de forma integral y con cautela. Byron E. Villagómez M. Referencias: Agnew, Robert. 2009. Juvenile Delinquency: Causes and Control. New York: Oxford University Press. Albonetti, Celesta. 1987. Prosecutorial discretion: The effects of uncertainty. Law & Society Review 21(2): 291-314.

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