Comentario sobre la polémica entre Leibniz y Clarke

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COMENTARIO SOBRE LA POLÉMICA ENTRE LEIBNIZ Y CLARKE

Este comentario de texto presenta una interpretación de la así llamada "polémica Leibniz-Clarke", batalla intelectual que tuvo lugar en la correspondencia que mantuvieron estos dos pensadores entre sí en los años 1715 y 1716. Las citas se mostrarán, de aquí en adelante, en un formato tal como éste: "L.I.1", donde la letra hace referencia al autor (Leibniz en el caso ejemplificado, Clarke en el caso de la letra "C"), el número romano se corresponde con el número de la carta (en el caso de que el autor sea Leibniz) o de la respuesta (en el caso de que se trate de Clarke) y el número cardinal se refiere al apartado de la carta. Sin más dilación, comencemos.

En L.I.3, Leibniz le imputa a Newton la creencia según la cual "el espacio es el órgano del cual Dios se vale para sentir las cosas", argumentando acto seguido que si Dios "necesita de algún medio para sentirlas, no dependen entonces enteramente de él y no son su obra"; frente a lo cual, Clarke responde (C.I.3) alegando que "Newton no dice que el espacio es el órgano del cual Dios se sirve para percibir las cosas", sino que sólo estableció "una comparación:

así como la mente del hombre, por su inmediata presencia a las representaciones o imágenes de las cosas formadas en el cerebro mediante los órganos de la sensación, ve aquellas imágenes como si fueran las cosas mismas, del mismo modo Dios ve todas las cosas por su inmediata presencia a ellas estando actualmente presente a las cosas mismas, a todas las cosas del universo, como la mente del hombre está presente a todas las imágenes de las cosas formadas en su cerebro. Sir Isaac Newton considera el cerebro y los órganos de la sensación como los medios por los cuales se forman aquellas imágenes, pero no como los medios a través de los cuales la mente los ve o los percibe cuando están así formados."

En este símil, Clarke supone un dualismo ontológico (cuya demostración queda y quedará pendiente a lo largo del escrito, de ahí el "supone") por el cual se postulan dos realidades, la mente y el cuerpo, como entes separados, cuyas respectivas naturalezas son radicalmente entre sí. Curiosamente, no por ello mantiene Clarke que no haya relación entre ambos, al contrario: la mente presencia las representaciones de las cosas extra-mentales (esta incongruencia será subrayada por Leibniz en varios puntos de sus cartas, especialmente en L.III.11: "Hay que explicar cómo el alma se apercibe de lo que está fuera de ella."). Es más, tales representaciones son formadas por algo que no es a su vez representación alguna, esto es, por el cerebro y los órganos sensoriales. Así, las ideas o "imágenes de las cosas" tienen su origen fuera de la propia mente, en el cuerpo; empero, la mente, en la medida en que es un ente distinto al cuerpo, sólo tiene acceso directo a las representaciones de las cosas y no a las cosas mismas, cuya presencia inmediata es un privilegio exclusivo de Dios. De esta manera, la tesis de que la mente presencia directamente las ideas y no las cosas es independiente de esta otra tesis según la cual las ideas están condicionadas por las cosas; decimos que son independientes (o, por lo menos, que no se excluyen mutuamente) en la medida y sólo en la medida en que Clarke sostiene ambas a la vez, la una detrás de la otra. Si el propio Clarke "considera el cerebro y los órganos de la sensación como los medios por los cuales se forman aquellas imágenes", ciertamente admite, aún sin quererlo, que las imágenes dependen de las cosas. Por ser justos con Clarke, diremos que hay un sentido, que es el que él defiende, en el que tanto los órganos sensoriales como el cerebro son rechazados en tanto que "medios" a través de los cuales la mente recibe las imágenes de las cosas. En este sentido, tales órganos harían las veces de membrana intermediaria entre las imágenes y su percepción en la mente; este sentido es desechado por la ya citada suposición de que la mente se encuentra en inmediata presencia de las imágenes de las cosas. Desgraciadamente, esa interpretación de la noción de "medio" no es aquí relevante para hacer cara a lo que plantea Leibniz, que es una relación de dependencia como la que hay entre un creador y su obra. Así, de la trasposición de los términos de la metáfora de Clarke desde lo comparativo a lo comparado se sigue lo siguiente: 1) que Dios está inmediatamente presente a las cosas, de la misma manera en que la mente lo está con respecto a las ideas, y 2) que las cosas dependen del espacio, de la misma manera en que las imágenes dependen de las cosas. Con lo cual, sigue incontestada la objeción de Leibniz: si las cosas dependen del espacio, "no dependen enteramente de él [Dios] y no son su obra".

Así queda abierta, desde la primera carta de cada uno de estos dos adversarios teóricos, uno de los temas principales de la contienda especulativa en cuestión, a saber: ¿es el espacio una realidad subsistente por sí misma, o no es más que un orden que se da entre los cuerpos y que, por tanto, depende de éstos? La misma formulación vale para el tiempo, aunque gran parte de la polémica se desarrolla expresamente en los términos de la pregunta anterior. Por otra parte, el paralelismo correlativo de los planteamientos de estos dos grandes temas hace que, por su propia interdependencia, las conclusiones obtenidas en uno sean compartidas por el otro: la respuesta que se le dé a la pregunta anterior será también atribuible a la naturaleza del tiempo mismo.

Otro de los puntos cruciales de discusión trata sobre la voluntad divina. En L.I.4, Leibniz se mofa de la idea newtoniana de Dios, diciendo que, según ésta, pareciera que Dios mismo tiene que actuar de vez en cuando para mantener el movimiento del mundo, así como que tiene también que retocar su obra aquí y allá para que ésta siga funcionando. Para ilustrar esta situación, que le parece "muy graciosa" a Leibniz, utiliza éste la metáfora del reloj, en la que Dios figura como un relojero cuyo reloj está tan mal construido que se haya en la obligación de ponerlo a punto cada cierto tiempo. Frente a esto responde Clarke (C.I.4) que esta metáfora no es propia, pues un relojero no crea las fuerzas de las que se sirve para fabricar un reloj sino que solamente las acomoda, mientras que Dios sí que las engendra, conservándolas continuamente. La definición de estas fuerzas queda, al menos de momento, en suspenso, aunque su entrada en este escenario teórico newtoniano viene legitimada por el "continuo gobierno" que ejerce Dios sobre el mundo. Las fuerzas aparecen así como causas motoras supuestas y que actúan como el origen causal del movimiento ("fuerzas originales o fuerzas motrices"). A su vez, la causa de estas fuerzas es Dios, tanto en su creación como en su preservación. Quedando así establecidos estos términos onto-teológicos, Clarke arremete nuevamente contra la metáfora leibniziana diciendo que esa "idea del mundo como una gran máquina que prosigue sin el concurso de Dios" excluye del mundo a la divina providencia, y añade que entre esta idea de un Dios que sólo actúa en el inicio de la creación y la idea escéptica de que las cosas han existido desde siempre sin la intervención de ninguna acción creadora de Dios, hay una línea muy fina. Por esto mismo acaba alegando que "quien quiera que afirme que el curso del mundo puede seguir sin la continua dirección de Dios (…) tiende en realidad a excluir a Dios del mundo". Así, el razonamiento de Clarke acaba adquiriendo la forma de un argumento de autoridad: si se cree en Dios, debe acatarse este marco teórico que presenta Newton, marco que, además, está abalado por "los principios matemáticos de la filosofía" (C.I.1).

Puede percibirse, sin embargo, una cierta circularidad en el razonamiento anterior. Se dice que el continuo ejercicio de la voluntad divina en el mundo se deduce de las existencia de fuerzas originarias que a su vez se deducen de "los principios matemáticos de la filosofía". Pero ocurre que esos principios matemáticos suponen la existencia de esas fuerzas como su fundamento teórico, a partir del cual pueden operar; esto no permite decir, como no sea a título de mera hipótesis de trabajo, que las fuerzas existen, es decir, que son entes. Así, filosóficamente sólo cabe decir que las fuerzas son postulados que han sido elevados a un carácter absoluto y que su intervención teórica consiste en hacer las veces de cimiento hipotético del desarrollo matemático newtoniano. Por lo tanto, se podría decir que las fuerzas no se derivan de los "principios matemáticos de la filosofía", sino éstos de aquéllas; el estatuto ontológico de las fuerzas queda así libre a la interpretación que se les quiera dar, sea la de la acción directa de Dios en el mundo, la de insufladoras de movimiento en los cuerpos, etc., lo que es lo mismo que decir que no tienen, en rigor, consistencia ontológica alguna. En consecuencia, la prueba que Clarke presenta acerca de la continua acción de la voluntad divina en el mundo se queda en un intento de prueba, debido a que el concepto de "fuerza", del que esta prueba depende, queda, como acabamos de ver, colgando en el aire.

Desde este frágil panorama, a Leibniz no le será difícil refutar las presuntas consecuencias sonsacadas de esos "principios matemáticos", a los cuales precisamente desenmascara como la "filosofía de M. Newton" en L.II.2. (en efecto, Clarke no se refería más que a los Principia mathematica newtonianos). Para empezar, Leibniz dirá que los principios matemáticos no alcanzan para demostrar nada acerca de Dios, puesto que su fundamento es un principio lógico:

"(…) el principio de la contradicción, o de la identidad, es decir, que un enunciado no podría ser verdadero y falso al mismo tiempo y que, por tanto, A es A y no podría ser no A. Y este principio basta para demostrar (…) todos los principios matemáticos." L.I.1

Y no sólo eso, sino que, si se quiere emitir afirmación válidas en referencia al orden físico, es decir, en lo que respecta al ámbito de lo fáctico, hay que echar mano de otro principio, también lógico:

"(…) tal es el principio de la necesidad de una razón suficiente, esto es, que nada ocurre sin que haya una razón por la que aquello haya de ser así más bien que de otra manera. (…) Luego por ese solo principio (…) se demuestra la Divinidad, y todo el resto de la metafísica o de la teología natural, e incluso, de alguna manera, los principios físicos independientes de la matemática, es decir, los principios dinámicos o de la fuerza." L.I.1

De esta manera se entiende que diga Leibniz que "los principios matemáticos no deciden aquí nada" (L.II.2), pues para salir de ellos se presuponen unos preceptos lógicos de los que ni Clarke ni Newton han dado cuenta alguna. Y, en efecto, es fácil ver que la matemática no podría realizar avance alguno sin presuponer que los términos que maneja son idénticos a sí mismos en la forma "A es A, y no es no A", y que de ahí no se podría pasar a establecer ningún concepto físico si no fuera por la presuposición de que esos términos con los que se opera son efectos de alguna causa externa a los mismos, es decir, que tiene que haber una razón por la que éstos se presenten así y no de otra manera, condición "para poder pasar de la matemática a la física". Aquí la noción de "fuerza", fundamental para Clarke y su prueba del continuo ejercicio de la voluntad divina sobre el mundo, revela su carácter fundado, pues pasa a depender de otros principios más generales, en los cuales la física newtoniana no parece haber reparado.

Esta subsunción de esos fundamentos, a los que tan precariamente se había aferrado Clarke, bajo unas reglas lógicas que rigen tanto el ámbito puramente racional de la matemática, en el caso del principio de identidad, como el campo de la facticidad, en el caso del principio de razón suficiente, hace depender todo del terreno de la lógica. Consiguientemente, ¿cómo puede plantearse la naturaleza de la voluntad de Dios y su acción sobre el mundo, siendo así que el mundo está regido por principios lógicos cuya exigencia es necesaria y universal? Si antes el sustrato último de lo físico tenía el aspecto de un postulado llevado a cabo en virtud de los cálculos matemáticos, ¿qué consecuencias tendrá ahora la anterioridad ontológica de las susodichas reglas lógicas para con la divina Providencia?

Recapitulando: hemos visto que la precaria fundamentación que hacía Clarke de las fuerzas hacía necesaria la continua acción de Dios sobre la naturaleza para insuflarle a ésta el movimiento y de esta manera hacer posibles todos los fenómenos naturales. Hemos visto también que esta precariedad de la demostración radicaba en su circularidad, por la cual esas "fuerzas originales" vienen avaladas por los principios matemáticos y, a la vez, los fundamentan por ser la piedra de toque a partir del cual los principios matemáticos hacen sus cálculos; y todo esto sin haberse explicitado en ningún momento razón alguna en virtud de la cual pudiera darse este salto del ámbito de lo matemático al de lo físico. La reducción de la naturaleza a lo calculable físico-matemáticamente, cuya validez Clarke da por supuesta, estalla con la subsunción leibniziana de la matemática, la física, la teología y la metafísica bajo el ámbito de lo lógico. Esta subsunción hace inevitable el planteamiento que hemos formulado en la pregunta con la que finalizaba el párrafo anterior, y es la cuestión de la que Leibniz dará cuenta a continuación.

En L.II.5 Leibniz declara que no es por la divina presencia, cuya inmediatez frente a las cosas presuponía la primacía físico-ontológica de las fuerzas, por lo que Dios percibe todo. En vistas de la superación de la preeminencia físico-matemática de las fuerzas por el reinado lógico de los principios de contradicción y de razón suficiente, la presencia inmediata y sustancial de Dios en el mundo queda sustituida por (o por lo menos subordinada a) "su operación", es decir, por el reinado lógico mismo, por la universalidad y necesidad de la propia exigencia lógica. La percepción de todo por parte de Dios nos es manifestada en la propia supremacía lógica, en el hecho de que todo tenga que ser así y no de otra manera, en el primado de la regla que dicta que todo tiene que tener una razón suficiente; todo esto revela la "operación" divina. Mientras que Clarke ensalzaba el poder de Dios mediante su continua intervención natural a través de las fuerzas, Leibniz prefiere acentuar, en su alabanza a Dios, la sabiduría que ha donado al mundo a través de las leyes de la lógica. Por ello persiste en la imagen del mundo como una perfecta maquinaria que funciona perfectamente con arreglo a la inteligencia de quien ha sabido ensamblarla tan correctamente. Se entiende que Dios ha creado los principios dinámicos que tanto encomia Clarke, así como que ha creado todo lo demás, pero sería insuficiente, para Leibniz, quedarse en la especulación sobre la mera creación, pues "la simple producción de todo sería una clara prueba del poder de Dios, pero no resaltaría bastante su sabiduría" (L.II.6). En efecto, si el concepto de Dios contiene en él todas las perfecciones, la concepción según la cual la voluntad divina tiene que intervenir incesantemente en el funcionamiento de la máquina para garantizar su corrección, cuando él mismo la ha creado, ¿no contradiría la naturaleza divina misma? Si consideramos que Dios, en su infinito poder, ha proveído al mundo de todo lo que necesita para funcionar, ¿no sería contradictorio pensar que no ha previsto también el funcionamiento mismo de su producto? Sería algo así como "decir que Dios se equivoca" (L.II.8). El "fatalismo" determinista del que Clarke acusa a Leibniz en C.I.4 parece ahora haberse vuelto el mayor defensor de la divina Providencia, precisamente porque la creación divina, en la que tanto hincapié hace Clarke, supone una perfecta sincronía de todo lo creado, sin la cual aquélla sería un caos y Dios aparecería como un mal artífice. "Una verdadera providencia de Dios reclama una perfecta previsión" (L.II.9): estos dos atributos divinos son, para Leibniz, mutuamente incluyentes. Y esa perfecta previsión, esa armonía preestablecida, está expresada en los principios lógicos de contradicción y de razón suficiente. Además, según alega Leibniz en L.II.12, es contradictorio concebir a Dios como causa sobrenatural de las cosas naturales, pues ello supondría la explicación de los fenómenos naturales a través de la alusión a milagros, pero eso es precisamente una no-explicación; por otra parte, en tanto que causa natural, estaríamos concibiendo a Dios como parte de la naturaleza y no como creador de la misma, subsumiéndole bajo el dominio de las cosas naturales y no como su artífice y gobernador: "estaría comprendido bajo la naturaleza de las cosas, es decir, sería el alma del mundo".

Clarke responde sosteniendo que, en efecto, Dios no percibe las cosas por su presencia a ellas, pero tampoco lo hace por su acción sobre ellas: Dios percibe todo porque su condición de "ser viviente" (C.II.5). Ahora bien, no se ve muy bien la razón por la que Clarke tiene que atribuir la determinación "viviente" a Dios para hacer de Él el perceptor de todo, a no ser que le esté antropomorfizando. Y así es: "Igualmente (…) el espíritu [humano] no percibe las imágenes a las que está presente por su simple presencia a ella, sino por ser una sustancia viviente". En consecuencia, tendría Clarke que explicar la naturaleza de ese salto desde la atribución del espíritu humano a la de la sustancia divina, explicación necesaria en la medida en que si entendemos el concepto de Dios como aquél que alberga todas las perfecciones atribuibles, no vemos claro por qué el atributo de "viviente" tuviera que estar incluido en él, a no ser que dicho atributo se esté interpretando como equivalente al de "existente", en cuyo caso se trataría de una tautología, omisible por redundante.

En lo que respecta al principio de razón suficiente, Clarke dice admitirlo en C.II.1, pero poco después lo identifica con la voluntad divina: para él las cosas suceden porque Dios lo quiere así, lo que involucra una absoluta libertad de la voluntad divina, que en todo momento actúa como causa total. Para probarlo, aporta la siguiente observación:

"Por ejemplo, ¿por qué este sistema particular de materia habría de ser creado en un lugar determinado y aquél en otro, cuando siendo todo lugar indiferente a toda materia podría haber sido exactamente al revés? Suponiendo que los dos sistemas (o partículas) de materia son iguales no puede haber otra razón que la mera voluntad de Dios. Si ella no pudiera obrar nunca sin una causa determinada, (…) este hecho tendería a eliminar todo poder de elección e introducir la fatalidad."

Se comprende que Clarke acuse a Leibniz de determinista cuando éste sostiene el preestablecimiento ontológico de todo cuanto sucede. Lo curioso es que Clarke llegue a sostener lo contrario, esto es, la continua concurrencia de la voluntad de Dios como causa directa de los fenómenos naturales del mundo, cuando tanto él como Leibniz admiten un mismo principio, el de razón suficiente. Según el ejemplo citado de Clarke, la indiferencia de un lugar en el espacio con respecto a otro es una prueba de la libertad inherente al continuo ejercicio voluntad divina. Pero esta prueba descansa sobre el postulado de un espacio absoluto, en el cual efectivamente daría igual que un sistema de materia descansara en un sitio o en otro, dada la completa igualdad de los lugares. Por lo tanto, la reiterada cuestión de la incesante acción de Dios sobre el mundo queda pendiente, en este peculiar planteamiento desde el principio de razón suficiente, de la demostración de la absolutez del espacio.

En cuanto a la manifestación en el mundo de la sabiduría de Dios y no sólo la de su poder, Clarke también se muestra de acuerdo con Leibniz. Sin embargo, Clarke entiende que la sabiduría divina "consiste en establecer originalmente la perfecta y completa idea de una obra que empieza y continúa de acuerdo con esa perfecta idea original, gracias al continuo e ininterrumpido ejercicio de su poder y gobierno" (C.II.6 y 7). Vemos aquí la influencia que ha tenido la carta a la que está respondiendo aquí Clarke, pues es posible ver esa idea leibniziana de la armonía preestablecida parafraseada en esa "perfecta idea original" a la que hace referencia la cita. Sin embargo, al final de la cita deja claro que ese plan originario no deja de ser llevado a cabo por Dios mismo de manera directa y constante. Por lo tanto, a pesar de admitir el mismo peso que le reconoce Leibniz al atributo divino de la suma sabiduría, Clarke vuelve a su mencionado posicionamiento teórico con respecto a la continua acción divina, y ello debido a que sigue entendiendo a Dios como la causa de las fuerzas: "esta sabiduría de Dios se manifiesta entonces no por el hecho de crear la naturaleza (…) capaz de marchar sin él (pues esto es imposible por no poder las fuerzas de la naturaleza ser independientes de Dios (…)". Reconocer, con Leibniz, que el carácter de "sabiduría" tiene el mismo estatuto de perfección que el de "poder", no le lleva a Clarke sino a identificar los dos para mantener la misma postura teórica, la cual cobra ahora esta forma: la sabiduría divina no es otra cosa que la preservación de las fuerzas newtonianas. La noción de fuerza se muestra una vez más, pues, como uno de los puntos decisivos en la polémica.

Así, vemos que la identificación de la sabiduría de Dios con su poder tiene como objetivo discursivo la manutención de la tesis de la continua acción de Dios en el mundo, acción consistente en la conservación de "las fuerzas de la naturaleza". Con arreglo a esta tesis (de la cual cabe recordar que la noción de "fuerza" sigue indemostrada y, por lo tanto, supuesta), Clarke llevará a cabo, en lo que resta de esta segunda carta en respuesta a Leibniz, toda una serie de identificaciones o disoluciones de las distinciones leibnizianas: así, se deshará la diferenciación entre "inteligencia mundana" e "inteligencia supramundana" (establecida por Leibniz en L.II.10) en lo que respecta a Dios, diciendo que Él "está en todo y a través de todo, al igual que es superior a todo" (C.II.10); lo mismo con la escisión entre lo natural y lo sobrenatural (C.II.12), que Clarke despacha como "meras distinciones en nuestras concepciones de las cosas". Ahora bien, se puede ver en esta última cita que todas estas indistinciones se apoyan a su vez sobre una distinción, aquella que introduce Clarke en C.II.8 entre los sintagmas "con respecto a Dios" y "con respecto a nosotros", que en el caso peculiar de C.II.8 viene a desechar palabras tales como "corrección" o "enmienda" como descripciones válidas para esa preservación divina de las fuerzas; el mismo papel tiene la siguiente distinción de C.II.12: "Dios está presente en el mundo no como una de sus partes, sino como quien lo gobierna, obrando sobre todas las cosas y no siendo influido él mismo por nada". De esta manera se ve cada vez más claramente que de lo que se trata es de una cuestión teológica en lo que respecta a los escritos de Clarke y, concretamente, a lo tocante a la fundamentación de la aparentemente indiscutible acción continua que ejerce Dios en el mundo a través de su constante ejecución de las fuerzas.

Algo más arriba habíamos visto cómo, aún aceptándose el principio de razón suficiente por ambas partes, Clarke sostenía por cuenta propia que dicho principio demostraba la libre actuación divina de Dios en el mundo, apoyándose en la suposición de la absolutez del espacio; siendo ésta una de las principales tesis de Newton, no es de extrañar que gran parte de la argumentación que Leibniz en su tercera carta a Clarke esté dirigida a la refutación de aquélla. Leibniz repara en el hecho de que la prueba que Clarke da en C.II.1 a favor de la libertad (entendiendo por "libertad" nada más que "obrar sin una causa predeterminada") de la acción divina (tesis que a su vez está encaminada a la fundamentación de lo que hemos descrito reiteradamente como la tesis fundamental de Clarke: que la acción de Dios sobre el mundo consiste primordialmente en la continua preservación de las fuerzas) se sustenta sobre la suposición del espacio absoluto tal y como Newton lo concibe: infinito, homogéneo, de tres dimensiones y, sobre todo, ontológicamente anterior e independiente de los cuerpos materiales que lo pueblen. Habiendo supuesto un espacio con estos caracteres, el principio de razón suficiente lo identifica aquí Clarke con la libre voluntad de Dios al posicionar su creación en un determinado espacio y no en otro, suponiendo que tanto los sistemas de materia como los lugares del espacio fuesen indistinguibles en ambos casos. Frente a lo cual, Leibniz responde que tal indistinguibilidad se debe a que no se tratan de dos espacios diferentes sino de uno solo, debido a que la situación de la materia en ambos casos es la misma. Concibiendo el espacio tal y como se nos presenta, esto es, como una relación de simultaneidad entre cuerpos, el hecho de pensar esta relación como pudiendo existir en otro espacio que es descrito como absolutamente igual pero (por así decirlo) en otras coordenadas absolutas consiste, para Leibniz, en una "suposición quimérica de la realidad del espacio en sí mismo" (L.III.5). En efecto, sólo por la vía de una suposición que, cuanto menos, no es extraíble de la experiencia, puedo pensar una misma relación corporal como existente en otras coordenadas espaciales. Pero, si analizamos un poco más detenidamente este juego intelectual que nos propone Clarke, nos damos cuenta de que sólo es posible representarse un sistema de materia como presente en un punto distinto al que se encuentre en este momento si me lo imagino con respecto a otro sistema de materia, es decir, sólo si lo pienso como una relación. Más claramente: sólo me puedo imaginar un cuerpo como estando en un sitio diferente del que se encuentra ahora si el sitio diferente es tal con respecto a un determinado sistema de referencia. Incluso si me imagino un cuerpo flotando en el más absoluto vacío, es decir, en el espacio absoluto, infinito y homogéneo que nos propone Clarke, sólo podría imaginar que cambia de posición, desplazándose de un punto a otro, suponiendo un punto de referencia, que en este caso en particular sería mi propio cuerpo. De esta manera, todo el juego mental habría de ser replanteado en los términos newtonianos: habría que representarse un desplazamiento de mi cuerpo, que supongo como sistema de referencia en el vacío, y del cuerpo que se mueve con respecto a este sistema de la misma manera que antes. Ahí es cuando entra en escena la "ilusión quimérica" de la que habla Leibniz: no hay diferencia distinguible entre el primer caso y el segundo, a no ser que me represente unas coordenadas absolutas con respecto a las cuales en el segundo caso tanto yo como el cuerpo nos hayamos en un lugar distinto al del primer caso. Pero aún así, esas coordenadas absolutas habrían pasado a ser, a su vez, el sistema de referencia material, esto es, corporal, y el espacio no dejaría de ser, como propone Leibniz, un "orden de coexistencias" (L.III.4). E incluso si me hubiera imaginado ambos casos tan impecablemente que éstos fuesen indistinguibles entre sí, "en la realidad, el uno sería justamente la misma cosa que el otro, ya que son absolutamente indiscernibles y, por consecuencia, no hay lugar para preguntarse la razón de la preferencia del uno sobre el otro" (L.III.5). "Esto mismo pasa con el tiempo" (L.III.6).

El tiempo dará la razón a Leibniz cuando, en 1905, Einstein envió a la revista Annalen der Physik su artículo Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, cuya suma importancia se acabaría reconociendo a escala global. Una de las consecuencias deducibles de este escrito es que nuestras nociones de espacio y tiempo están vinculadas a nuestro estado de movimiento y no podemos extrapolarlas alegremente al resto del universo. La presuposición del espacio y tiempo absolutos de Newton es finalmente reconocida como tal. Retrospectivamente, podemos decir que en esta cuestión Leibniz acertó. Pero hemos visto que su argumentación era férrea, y que, aunque no demostrase su postura a través de una cimentación matemática como en el caso de Einstein, igualmente resulta más verosímil en sí misma, en comparación con la de Clarke y Newton, por cuanto que no hace alusión a entidades que no se corresponden con una descripción seria de lo que se nos manifiesta tal y como se nos manifiesta.







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