Comentario a mapeando el territorio: paisaje local, conocimiento local, poder local, de M. K. McCall (2010)

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Comentario a Mapeando el territorio: paisaje local, conocimiento local, poder local, de Michael K. McCall Pedro Sergio Urquijo Torres

Estamos en un momento importante para discutir los alcances y límites del mapeo participativo, como uno de los procedimientos metódicos de la geografía latinoamericana del siglo XXI, en un contexto en que los diversos estudios sociales o humanos deben ponderar las relaciones de reciprocidad o interacción entre investigadores y actores locales. Quizá para un geógrafo joven, recién egresado de la universidad, familiarizado con las propuestas epistémicas de la postmodernidad y la alteridad de finales del siglo XX y principios del XXI, no le es ajena ni descabellada la idea del mapeo participativo. Sin embargo, recordemos que hasta tiempos muy recientes los SIG-P no eran procedimientos comunes. Exceptuando en la investigación etnogeográfica de la década de los setenta, las comunidades locales tenían poca o nula participación en el análisis de sus propios territorios, aun cuando se sobreentendía que era justamente la comunidad quien mejor conocía sus lugares, sus recursos y desde luego su cultura. Vale la pena hacer un poco de historia. A mediados del siglo XX, cuando se trataba de enfocarse en la relación de distintas sociedades con sus

Universidad Nacional Autónoma de México. Centro de Investigaciones en Geografía Ambiental.

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lugares, fueran éstos espacios urbanos o rurales, la geografía mexicana –en lo particular–, y la latinoamericana –en lo general– privilegió el análisis detallado de los datos recabados mediante la realización de encuestas, muchas veces aplicadas por terceros. Los censos se convirtieron en una fuente privilegiada de información referente a diversos procesos sociales. La geografía, sobre todo la humana, cayó en una tendencia marcadamente cuantitativa que descartaba fenómenos culturales. Esta situación prevaleció algunas décadas más. Sin embargo, para la década de los ochenta, la llamada Nueva geografía cultural, adaptación o respuesta epistémica a la geografía cultural tradicionalista iniciada por Carl O. Sauer, abrió el panorama hacia otras formas de hacer investigación, ahora muy vinculadas con la antropología cultural, con la filosofía dialógica y con la ecología política, entre otros. La nueva geografía cultural estimuló así a varios geógrafos a contrastar los datos obtenidos en el gabinete, el laboratorio o el archivo con la experiencia in situ; es decir, “cara a cara” con los protagonistas que definían el espacio y más allá del levantamiento de encuestas o datos concretos (Fernández, 2009). Es decir, después de diversos procesos en la historia del pensamiento geográfico reciente, llegamos a un momento es que es posible sentar a la mesa del análisis espacial a todos y cada uno de los involucrados: no sólo los investigadores sino también a los legítimos transformadores del territorio. Estamos en un buen momento para pensar en torno al mapeo participativo como una opción más que viable, pues hoy en día se entrecruzan dos reivindicaciones históricas que lo favorecen: la cuestión étnica –que a su vez pondera el conocimiento tradicional– y la reflexión ambiental. La primera surge a raíz de los movimientos indígenas de la década de los noventa; la segunda, con la crisis ecológica de las décadas de los sesenta y setenta. Tras varios aprendizajes y debates, somos más conscientes de que es justo en la escala local y en contextos indígenas y campesinos donde las personas enfrentan mayores problemas. Como señala McCall, es ahí donde se enfrentan con mayor vulnerabilidad las presiones externas, como puede ser la expansión de áreas de cultivo o pastoreo ejercida por foráneos, la expansiva explotación de recursos minerales a costa de los territorios de las comunidades o la inundación de tierras para el establecimiento de presas hidroeléctricas, por mencionar sólo algunos casos.

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McCall nos deja algunos “cabos sueltos” para discutir. Nos llama la atención el poco tratamiento referente a los sujetos que transforman sus territorios y paisajes, quizá por falta de tiempo. Ahí radica, a nuestra consideración, el principal punto flaco del mapeo participativo y en el que habrá que trabajar a futuro: la posición del investigador de cara a sus pares locales. Quizá el primer paso sea romper con la visión occidentalista –y por momentos colonialista– que aún posee el mapeo participativo; es decir, poner punto final al estudio de lo “exótico” de las sociedades no occidentales. Esta ruptura permitirá dejar de analizar a las comunidades tradicionales en términos de la generalidad, como si todas las sociedades étnicas o tradicionales del mundo estuvieran estructuralmente definidas, lo que provoca que se apliquen los mismos métodos y técnicas en sociedades culturalmente diferentes, sólo por el hecho de ser indígenas: el mismo taller y el mismo programa de trabajo se imparte sin mayor problema en una localidad de Tanzania que en Nicaragua. No hay, todavía, un interés del investigador participativo por la especificidad de las localidades. Por ello vale la pena seguir enfatizando que, por lo menos para América Latina, una sociedad étnica es, ante todo, una construcción social; asumirse como indígena no es exclusivamente asunto de herencias genéticas, lingüísticas o culturales; es, fundamentalmente, un asunto relacional de identidad sustentada en particularidades y complejidades específicas ligadas a un territorio único (Bartolomé, 2004; Navarrete, 2004). A lo anterior hay que añadir el contexto actual de emergencia étnica: personas que anteriormente no se consideraban como indígenas –mestizos, ladinos, ciudadanos comunes, campesinos–, comienzan a autodefinirse como tales; es decir, la noción transita de lo peyorativo a lo positivo. Será importante, en un futuro, tomar lo anterior en cuenta para el SIG-P y el mapeo participativo realizado por latinoamericanos y en Latinoamérica. Para finalizar, rescatamos una invitación implícita en la presentación de McCall: el mapeo participativo está abierto a contribuciones epistémicas y metodológicas que lo enriquezcan. Revisitemos la geografía humana y sus enfoques culturales con nuevos bríos; aproximémonos a los métodos de la antropología, vinculemos éstas técnicas geográficas con algunas propuestas etnográficas ya probadas, consideremos el valor de la oralidad en la transmisión de la información. Con ello, podremos realizar investigaciones de carácter local más congruentes y menos parciales, retomando el valor histórico y

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los conocimientos de profundo raigambre de quienes viven y transforman sus territorios y paisajes día con día.

Referencias Bartolomé, M. (2004) Miguel Alberto. Gente de costumbre y gente de razón. Las identidades étnicas en México, Siglo XXI, México. Fernández, F. (2009) “¿Quién estudia el espacio? Una reflexión sobre la geografía y los intereses de las ciencias sociales”, M Chávez, O. González y M. C. Ventura (eds.), Geografía humana y ciencias sociales. Una relación reexaminada, El Colegio de Michoacán, Zamora: 107-130. Navarrete, F. (2004) Las relaciones interétnicas en México, UNAM, México.

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