Codex ceptis vitae cotidianae. El códice de la cotidianidad

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Descripción

CODEX CEPTIS VITAE COTIDIANAE El códice de la cotidianidad · Alfredo Salvador García Gödel

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ACOTACIONES ¿Qué es la cotidianidad si no una historia eterna, la prisión del tiempo y un escenario efímero? Por tal motivo cada relato y poema a continuación intenta cumplir con los mencionados papeles siendo el transformado testimonio de la vida del autor, el reflejo ponderado de una realidad aprehensiva, y la tarima donde yace la existencia ficticia de aquellos que fueron hechos a imagen y semejanza de su creador. De los últimos, ¿tienen voluntad los personajes que al interior del drama creen tener decisión propia? ¿Son acaso los relatos de este códice la determinación de otro autor plasmando en otro sitio la vida de quien escribe aquí? Estas preguntas y otras similares son la constante que no termina por resolverse y que da consistencia a un pozo sin fondo, de donde emerge agua sólo a través de la imaginación.

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RELATOS 1. La vida en compromiso

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2. Torrentes de cálidas aguas

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3. Aciagas tribulaciones inspiradas por el tiempo

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4. Recuerdos muertos, olvidados

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5. La peste ajena

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6. El sueño de la cotidianidad

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7. Un episodio ridículamente absurdo

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8. Herr Warum

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9. Los espejos no mienten

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10. El escape imposible

25

11. Soberbia individual

28

12. El agobio de nuestros placeres

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13. Hermanos en la amistad

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14. Voluntad cautiva

43

15. La presencia indiferente

54

16. El sabio consejo

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17. Examen

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18. La caja aprensiva

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19. Según el oso

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20. Corazón de mármol

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21. En la calle

75

22. Testigo del contexto

77

23. Tierna comprensión

83

24. Sin más por el momento

85

25. El almanaque de los sueños

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Hielo de luz

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Asiento 28

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Acertijo

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Vida y lugar

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Baiser

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La voz que yace consigo

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Frases adivinadas

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26. Voluntad en actos fijos

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27. Locura de almanaque

105

Voluntad propia

105

Irrefrenable

107

Una onza de libertad

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28. Admirable

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POEMAS

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1. Imagen

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2. Quererte

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3. Fiduciario

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4. Fe

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5. Reconciliación

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6. Danza y bajeza

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7. Orgullo

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8. Inconsciente

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9. Queriendo sin querer

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10. Viajera

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RELATOS

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LA VIDA EN COMPROMISO Capítulo 1 – El corredor empeñado. ¿Cómo comenzar algo de lo cual no se entiende su propósito de ser? Se requiere de compromiso y dedicación; ambas cosas están al alcance de cualquiera que esté interesado en lo que hace. El inicio con dedicación y compromiso fueron y de esta manera el chico creció mientras vivía. Aquel muchacho sería viejo y a partir de que él lo supo entendió que comenzaba. Todo se dio en él de una manera afortunada y natural como es respirar; vio que su futuro estaba en sus manos y trabajó para forjarlo. Su ánimo tenía las señales del empeño mismas que sólo pudo observar con una perspectiva notable a través del tiempo. Sabía muy bien que debía comenzar y no se detuvo sino por su naturaleza que lo obligaba a descansar estrictamente lo necesario. Corrió sin parar, su cuerpo dolió y entonces descansó; una vez que no hubo dolor continuó haciéndolo con las mismas acciones ante el dolor y el descanso hasta que se sintió hambriento. Fueron el hambre, el cansancio y el dolor los que obligaron al muchacho a continuar su proyecto –nombre con el cual designó a lo que hacía–. Su cuerpo le impedía seguir y él lo presionaba en una lucha de poderes internos entre su voluntad y su malestar. Él sólo corría y soportaba cada vez más la sofocación de su cuerpo. Cuando corría no pensaba, no trabaja su mente en muchas ideas sino en las necesarias para correr, seguir corriendo y favorecerse a sí mismo. La iniciativa pasó a ser un hábito que lo convirtió en un corredor destacado. Pero él jamás fue visto porque él hacía todo a solas con la naturaleza a su lado dándole el soporte requerido. Miraba, respiraba, escuchaba y vivía para correr. Corría en su mente mientras corría y también lo hacía al estar descansando; pensaba para correr y seguía viviendo con la orientación necesaria al correr. Deseaba eso y lo vivía a cada instante. Creía en su proyecto y sabía lo que hacía. Los caminos recorridos eran tan variados que a pesar de tener un aspecto similar eran todos diferentes en la manera de sentirse sobre los pies y en la manera de respirarse y en la forma de moverse a través de ellos. Capítulo 2 – Los caminos eran caminos. Para los caminos era muy fácil ser caminos, sólo existían para precisamente serlo. Todos los caminos existían para servir de guía al que pasara por allí. El camino pisado se empeñaba en ser camino y sólo era camino. Así sirvió al propósito que dedicó y fue visto como el camino que debió ser. Pero acaeció el momento en el cual el empeño se apagó porque el corredor había pasado y entonces, sólo así, el camino se comportó como bosque de pisadas. Todas las pisadas eran del corredor. Ese bosque de pisadas estaba realmente determinado a ser bosque de pisadas y no otra cosa porque esas pisadas producían el empeño que requería para ser realmente un bosque. Y siguió siendo un bosque de pisadas muy importante para que el mundo fuera como era entonces hasta que el tiempo se encargó de hacer menos claras las pisadas, más grande el sufrimiento del bosque y menos claro el empeño para ser un bosque de pisadas, porque se sufre por la falta de propósito dada una ausencia de empeño. El bosque quedó finalmente en una muerte total después de la larga agonía de pasos que se tornaban cada vez más tenues. Los pasos dejaron de ser pasos y pasaron a ser agonía mientras que el bosque moría y la agonía encontraba su empeño y dedicación en la muerte del bosque de pisadas que sufría lentamente. Esta lentitud hacía de la agonía una verdadera pionera en el crecimiento por empeño y tiempo, sin embargo su problema radicaba en la dependencia del sufrimiento del bosque: si éste desaparecía lo hacía igual la agonía. Llegaron los últimos momentos de la existencia del bosque y la agonía estaba en su apogeo sin saber que su empeño desaparecería junto con el bosque, con lo cual también ella moriría. Fue trágica la doble muerte del bosque y la agonía que fueron pasos y llegaron a ser nada. 5

Capítulo 3 – La belleza de la ley natural. La ley natural no mataba y después de tanto sufrimiento la vida vio la luz inmediatamente: el que fue bosque y murió se transformó en tierra firme y halló su empeño en su paisaje de corteza y piedras que formaban un cascarón. Llegó el viento que jugueteó con la corteza y hallaba su empeño en los restos de movimiento del corredor y en mover esa corteza que servía de empeño a la tierra firme recién nacida. Ese viento giraba y giraba y revoloteaba para ser más grande a cada momento que su empeño crecía y se acrecentó tanto para que el tiempo fuera visto nuevamente en esa ola destructiva y constructiva sin sentido aparente. El viento que había crecido movió toda la corteza y la piedra que pudo para hacer de ella un empeño cada vez más grande hasta generar una apariencia gigantesca. La tierra entonces se protegió y dejó caer lo que fuera sobre ella para no perderse y morir como sabía que podía pasar. Cayó la corteza que provenía del débil brazo del viento, es decir, uno de los incontenibles brazos del viento, el más débil de todos. Las piedras también cayeron y la tierra siguió siendo tierra con un empeño inquebrantable hasta donde ella lo permitiera. El viento luchaba por conservar su empeño a cada paso que, el ahora hombre, corría, esto al mismo tiempo que la tierra agotaba su energía por seguir firme venciendo las fragilidades del viento. Desconocían ambos que esa lucha había liberado vida que ellos mismos poseían y sacrificaban por no perder la vida que en sus esencias estaba arraigada. Polvo nació de esa vida libre que los contrincantes a muerte despedían. El polvo encontró así su empeño en los efectos que el viento y la tierra tenían mutuamente en su enfrentamiento. El polvo era ocasionalmente pequeño y momentáneamente grande dependiendo del poder de la embestida entre la tierra y el viento que no cesó desde el instante en que ambos nacieron. Todo parecía muy tranquilo mientras esa lucha se llevaba a cabo: nadie moría y la vida se desbordaba con toda plenitud. Capítulo 4 – El día D. Esa tranquilidad, muy a pesar de la vida que se regeneraba a cada segundo, no duró mucho. Un día, en verdad maldito para los habitantes de ese pequeño bellísimo universo, la lucha traspasó los límites de las posibilidades entre la tierra y el viento. Este quebranto de fronteras llevó al polvo a los ojos del corredor que al sentirlo manifestó dolor y quedó finalmente cegado. El polvo voló tanto como la energía del viento lo elevó y la tierra no pudo hacerlo regresar en el momento adecuado. El hombre dejó de correr y pasó de ser corredor a ser ciego. Tan poca vida del polvo en los ojos del corredor se transformó en dolor que encontró su empeño en el sufrimiento de éste. Al ser ciego, el que era corredor estuvo vagando con el dolor en sus ojos que vivía para hacerlo sufrir. Una ínfima cosa hizo del mundo un caos: el viento perdió su poder, lo cual resucitó la agonía mientras que la tierra toda quedó deshecha no pudiendo recuperar la totalidad de su corteza porque una parte quedó flotando junto con la lenta agonía del viento y otra estaba en los ojos del ciego adolorido. Afortunadamente para todos, el ciego sabía hacer con su vida algo más empleando el empeño de su ceguera. Él no veía y se dedicó con su sufrimiento a ser el ciego excelente que él desearía. La mediocre tierra estaba viviendo como podía, encontrando su empeño en atraer poco a poco el polvo que estaba flotando junto al viento agonizante. La vida se manifestó confusamente bajo la influencia del tiempo. Y fue en este periodo de confusión cuando el pequeño universo quedó redefinido. Sería el bastón del ciego que era corredor el que produciría golpes tan fuertes que el pequeño viento encontraría su medio de manifestación en diminutas pero sustanciosas ráfagas. Asimismo se revitalizó porque hallaría en acariciar el rostro del ciego un motivo por el cual ser. La tierra por su parte estaba quedando conforme pues la vida había modificado las oportunidades para ella: vivía con el empeño de ser firme para soportar los golpes del bastón. Y los golpes fueron otra muestra de la vida que incesantemente aparecía en diferentes manifestaciones. El empeño de cada golpe se 6

estaba manifestando en el contacto firme siendo hijo de la tierra con su nuevo empeño y del bastón, fiel sirviente empeñado a ser leal a un ciego excelente. Capítulo 5 – La segunda oportunidad. El nuevo y aun pequeño universo quedó reconstituido en un mar de acciones que acompañadas por la confusión se fueron conformando para lograr algo más perfecto. Esas cosas que forman al mundo también se iban ubicando en su debido orden. El tiempo, la confusión y la vida habrían de mantener el equilibrio hasta ese momento. El sufrimiento sólo indicaría el modo de vida y los actos indicarían su redefinición por la presencia de la confusión. Estos jueces, en ocasiones caprichosos, se comportaron a la altura de las circunstancias. Los nuevos propósitos adquiridos estaban planteados después del acto mágico que la confusión sostuvo. El hombre tenía que vivir como ciego y sentía por ello, gracias a la confusión, un poco de tristeza. Esto le afectaría alterando su empeño de ser un ciego excelente siendo en ocasiones un ciego deprimido. Él no podía sufrir y por ello le invadía un pesar melancólico. La misma tristeza era la agonía, sólo que estaba propuesta en un entorno de vida ilimitado e invaluable como era el hombre que se volvía viejo. El que era corredor lo sabía. ¡Qué varita mágica era el bastón! Fue el bastón un toque de vida ilustrísimo lo cual resultó un acierto para todos. El bastón era fuerte y entre su empeño y el de la tierra surgió el empeño del polvo y del golpe. El viento y todos se fortalecieron siendo así como el cambio de propósitos se aplicó de forma satisfactoria a ese ámbito; el lugar se había vuelto algo más precioso cuyas consecuencias terminarían en algo inesperado. Día tras día, la vida siguió su curso mientras los empeños carecían de ataques aparentes. No obstante, el tiempo hacía del lugar algo más confuso; iban surgiendo cambios notables. El bastón tras un cierto trecho vio crecer a un hijo que ignoró por completo hasta que le resultó bastante incómodo: se llamaba desgaste. Este hijo era agotador para el bastón porque mientras su primer hijo con la tierra, el golpe, era constante y digno de vida buscando su empeño en la fortaleza y en la firmeza, el segundo busca su empeño en ser debilitante. El desgaste fue un cruel resultado del cambio. Él reclamaba ser hijo del bastón al tratar de destrozar a su padre. El desgate crecía y crecía para hacer de su hermano gemelo algo más incierto y así matar definitivamente a su padre bastón. Todos, incluido el ciego, procuraban ignorar esto, lo cual resultó ser fatal y finalmente el bastón se rompió haciendo del caos parte presente. Capítulo 6 – La segunda ocasión. Todo lo ganado a través del tiempo se perdió en unos instantes: la confusión volvió a poblar aquel lugar y todos sus habitantes, incluido el ciego que era corredor, se sentían muy solos de nuevo. El bastón se había quebrado por el desgaste y todos estaban a punto de morir mientras la angustia se reavivaba. Pero el ciego por segunda ocasión hizo de su existencia algo más que un ciego deprimido de igual modo que no llegó a ser un corredor deprimido. El bastón fue cubierto de barro salido de la tierra. Con unas cuantas lágrimas logró formar una masa y así el dolor que sentía sintió por un momento otro empeño que era el producir líquido de los ojos del ciego. Esa masa es la que se untó al bastón y con el paso del poco viento que quedaba y con un poco de empeño sacrificado se secó finalmente el barro. Fue entonces que en la segunda ocasión en la cual se perdió el rumbo del pequeño universo las cosas no fueron tan difíciles porque el dolor mismo cooperó en la restauración de la vida de todos. El barro amasado encontró su empeño en cubrir al bastón mientras que la tierra encontraba un nuevo empeño al tratar de no destruir la mezcla de barro junto con el bastón. El bastón igualmente encontró como empeño amortiguar los golpes entre la tierra y el barro. Finalmente, el viento se reavivó al continuar con su empeño original. Así el empeño de cada habitante se había convertido en algo mejor y habían tenido como propósito evitar la destrucción del lugar tras la pérdida del orden un par de ocasiones. Sin embargo, la vida no vio otro hijo después del 7

barro amasado y no resultaba sino la preservación de ésta, muy particularmente la vida del barro. En otros tiempos la vida se desbordaba a cada zancada del corredor, después sólo se ha tratado de preservar la vida ya existente. Nadie corría mayores riesgos y mucho menos se sacrificaría a tener otro hijo después de la ingratitud del desgaste. Todos estaban evitando llegar a lo peor y gracias a ello sería posible que lo peor llegara más pronto de lo que se esperaba. El ciego sabía que sería viejo y también sentía tristeza de no correr. La nostalgia había gobernado en este lugar mientras que el lugar se entristecía cada vez más con la ausencia de vigor. La situación no fue alarmante para la segunda ocasión pero el júbilo que se había vivido de tener hijos nuevos como el polvo o el golpe no se vivió esta vez. Imperaba el temor que no era un hijo sino otra manifestación de la agonía del lugar; la agonía nunca se había presentado con tanta lentitud. Capítulo 7 – El agua crítica. Tanta meticulosidad en la preservación del mundo llevó a que el descuido más simple se convirtiera en la ruina de todos. Estaban muy nerviosos y lo suficientemente desesperados. La situación era crítica. Nadie sabía que tanto el vigor desbordado como la exageración persistente y rigurosa llevarían de la misma forma a la ruina de este universo donde la agonía parecía que reinaría y luego nada. El viento no participaba mucho sino al no estorbar en los propósitos de los demás. Por otra parte, la melancolía se acrecentaba poco a poco, una ligera capa por día en la mente del ciego que tenía ya las primeras señales de la vejez desde el día en que el primer recuerdo lo invadió con su toque de nostalgia característico de quienes han vivido mucho. Cabe decirse que el envejecimiento de todos era distinto al envejecimiento del hombre. El resto de los seres del universo envejecían con la falta de empeño. Por eso es comprensible que ellos rejuvenecieran de un momento a otro. A pesar de esta pequeña abstracción tan sutil como insignificante, todos se percataban de las situaciones pasadas y presentes de la misma manera. Una observación muy acertada fue que tratar de acaparar un poco de vida los llevaba a perderla toda. Ya se había visto que la tierra al tratar de mantenerse como tierra y el viento al tratar de engrandecerse destruyeron el mundo primigenio con su hijo el polvo. También se tenía como experiencia la ambiciosa ventaja que adquiría el desgaste frente a todos y que terminó en una segunda destrucción casi fatal. Así que el empeño de todos era sostenerse con la mayor de sus fuerzas contra la codicia que desequilibraba las cosas y daba un pretexto válido al tiempo y a la confusión para entrometerse, según ellos, en la búsqueda del orden. En la desesperación y la extrema situación en la que todos se hallaban fue el viento quien sucumbió a la ambición perniciosa. Su ligereza lo llevó a pensar por un pequeñísimo instante en robarle al barro un poco de agua de las lágrimas, que si bien era poca, era la suficiente para que no se resquebrajare. Así que muy rápidamente pasó por el costado del barro y le quitó lo más mínimo que era posible quitarle de agua. Creía el viento que era tan poca que no ocurriría nada, sin embargo ocurrió todo lo que nadie quería y que todos provocaron con su nerviosismo y su miedo. Así fue como el barro tuvo una fractura en la región de donde le fue retirada el agua. Todos sabían que los cambios de empeño eran mortales pero el viento se atrevió a desafiar a la vida. Capítulo 8 – El alma seca que reconcilió al mundo. La fractura se extendió por todo el barro aunque pareció traspasar los límites de todo el universo. Sin darse cuenta, el barro se esfumó en una polvareda y el ciego, que nunca sería excelente, no pudo seguir su camino con el bastón hecho trizas justo cuando la polvareda se formó. Se detuvo y junto con él también cesaron los empeños de todos los seres del universo. El polvo restante, el viento y la tierra estaban aterrados. Éstos fueron muriendo juntos y en el silencio que la agonía tomaba como trofeo. La tierra no tenía el ánimo de captar más del viento: estaba agotada. El viento no podía contener su culpa y su vergüenza y también envejeció en sólo unos instantes. El polvo no 8

tenía padres y en la orfandad se moría cruelmente suspendido en el espacio. El ciego ya viejo se sentó y sintió venir todo el peso de la melancolía en forma de lágrimas. Corrían torrentes de lágrimas por el suelo decepcionado y cruzando el viento desmoralizado. Ese torrente se transformó, con el empeño de convertir a la tierra en lodo, en un charco. Tanta tristeza albergaba el ciego que no paró de llorar por mucho tiempo. Nació un lago. El empeño del lago era arrastrar a la tierra lo más lejos posible. Tanto dolor y tanta nostalgia hicieron que el viejo siguiera con sus lágrimas: el empeño del dolor en sus ojos que pasó a ser un dolor de viejo era la reconciliación con sus compañeros. Entonces se comprendió que tanto llanto y tanta melancolía guardada eran la última oportunidad de vivir en paz. El viejo recuperó la vista al perder entre tantas lágrimas el polvo que lo había cegado. Luego, dejó de llorar. El polvo huérfano fue arrastrado por las lágrimas al lago. Al comprender la tierra lo que ocurría recuperó los ánimos y tomó como empeño evitar el arrastre al contener el lago inmenso que se había formado. El viento contagiado por la misma reconciliación trató de ayudar al lago a arrastrar a la tierra. Fue tal la fuerza del arrastre de la tierra que ésta se hizo más fuerte. La colaboración fue el último hijo nacido de todos. Y cuando las fuerzas de todos los seres se igualaron, se mantuvieron hasta la eternidad. La confusión desapareció cuando todos vieron claramente, incluido el ciego. Y el que era ciego, ya viejo, decidió tomar como último empeño hasta la muerte ser el mejor nadador en ese lago. Pero el lago sabía que la armonía del lugar dependía de no servir en el empeño de ser ruta de navegación para el viejo. Así el viejo no pudo flotar en el agua y murió ahogado entre sus propias lágrimas pero con la conciencia tranquila: su alma estaba seca de toda tristeza. La agonía se vio pasar por última vez. 27 de Diciembre de 2011

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TORRENTES DE CÁLIDAS AGUAS Denotación ambigua lucía su ilusión, sonrisa carmín, junto al par de radiantes párpados, porque esa constitución dental y labial estimulante, imbricada con aquellas miradas metálicas, destellantes, opacaban cualquier suceso que originara su contento al insinuar la depresión más patética, síntoma de una encarnada decepción. Enfrente del espejo, generando vórtices de los recuerdos taciturnos, probablemente fríos, del pasado, el gesto gentil y sombrío asumía un significado adecuado. Transcurría el amanecer para animarla a vaciar la habitación, hogar de femeninos gustos, rosa violáceos, de toda presencia humana como ella fuera la única en el ámbito. La desolación se agudizaba mientras sus pasos se marcaban por sus piernas rígidas y atléticas, cuyos pies señalaban blancura realista, plantados correctamente a lo terrenal, dejando un silencio residual notable y en claro aumento. La ventisca danzaba con ritmo de cabellos lisos, finos, de tono dulce por la piel que imitaba, y sus cabellos correspondieron al baile, livianos, caóticos, similares al meteoro que se veía venir. Justo antes de sentir las cascadas de cortinas acuosas, transparentes, formación de cristalinas perlas, ingresó sin temor pero con recelo a la fuente del aroma tostado, de semillas quemadas, para beber tres tazas de infusión de café, acompañada de dulces ausentes, ni galletas ni bizcochos, atendiendo al final de la función de canicas plateadas hasta que escampara. Sólo por aborrecer el brillo helado de la joyería tumbándose y formando ríos, soportó la voz de actitud chirriante, de timbre agresivo, cuya gordura sorprendía, que la atendió dos de tres tazas solicitadas. La tercera versión, agua en su negrura cálida, fue colocada sobre el soporte redondo por la gentileza masculina dactilar que sustituía al espíritu de lisonjeros modales y cortesía brutal. Infectada del sórdido carácter que antes la sofocó, había deshilvanado los tejidos que tensaban sus mejillas simples, voluntariosas, y concedió equivocadamente desdén, sin incisión cruda, al mesero que la encontraba atractiva. Dos veces por semana durante seis meses, ése fue el ritual orillado por las lluvias, no monzones, que ella detestaba con cierta calidad berrinchuda, y por la tostada esencia de su bebida predilecta. La costumbre mantenía indiferente a la mujer que atendía sin atender, la gorda que servía dos de tres tazas, distinta del compañero, el de la última orden, que tras la contagiada indiferencia expuesta por la reina de la sequedad descubría algo más en sus gustos femeninos de párpados estánicos y alegrías estranguladas color sangre, y se enamoraba irremediablemente de ella. De cualquier forma, la costumbre no podría llamarse cotidiana desde que él le sirvió una orden diferente cada vez porque ella no especificaba sino café a secas. No lo hacía por contradecirse en su preferencia por la bebida, pues conocía todos los tipos fuera por cultivos o preparación, mas a ella le daba lo mismo siempre que el agua la mojara si no ingresaba al sitio, y también mientras la misma gorda la recibiera con imbecilidad, ya que al cliente se le debe tratar con candor digno de ser llamado amable. La señorita optó por jugar a identificar la orden preparada y corroborar con el confiable testimonio del mesero su acertada cata. La costumbre nunca sería cotidiana por el encanto de su mirada eléctrica, fijándose en él por simple curiosidad. Asumiendo esos vistazos, pues su empatía era tan puntual cual si estuviera degustando la negra infusión como ella, él sabía que sólo era curiosidad. Eso lo fulminó, sumiéndolo en el amor más hondo, desesperado, desgarrado por la cotidianeidad de 10

la lluvia, nunca tormenta, y los hostiles tratos de la gorda que maceraban el ánimo de la señorita de manos sutiles y piernas concretas, tal y como la evocaba, jamás por sus sonrisas de ocaso y luminosas miradas. Transcurrieron las semanas entre granos exóticos, sugeridos por él detrás de la barra de atender. La gorda jamás permitiría el cambio de turno sino cuando llegara el momento de su salida, dificultando la conquista de una muchacha inaccesible por resentir patéticamente los hechos e irreverencias de su destino. Cinco meses no lograron detener o siquiera entorpecer el goteo caudaloso cada tarde, evidencia de que el agua se agotaría pronto y de que las visitas ansiadas pasarían como el recuerdo espantoso de una juventud desechada, de bríos desdeñados que pudieron ser la felicidad plena. Vislumbrándose su empatía, ahora por la naturaleza de la lluvia, el joven decidió en su locura, desesperación por el término de un amor sin comienzo, envenenar sin pócima a la señora y sirvienta detestable, su compañera de trabajo. Recogiendo de la calle un poco de agua cercana a la alcantarilla, la vacío con una jeringuilla en un supuesto pastelillo secreto que la mezquina mesera conservaba debajo del horno todos los días. La infección estomacal provocada se constituyó inintencionadamente como el pretexto perfecto para deshacerse de un estorbo inevitable desde hacía diez años: el dueño del ámbito la despidió argumentando una falta al contrato. El mesero concibió esto naturalmente, sin extrañar a la señora que pecaba de golosa. Las tres tazas, todas de él a partir de lo acaecido, intensificaron el juego de degustación, volteando la exquisita mujer sus centelleantes ojos al rostro que tanto la admiraba en su perfección. Restaban tres semanas para que los manantiales diarios fueran secados por un invierno próximo. Seis eran los días necesarios, persiguiendo un placer interrumpido antes y acelerado después. La desesperación invadió brutalmente los ánimos del hombre y constituyeron la determinación para declarar su amor a la ninfa que poco conocía la existencia del sátiro acechándola porque ella carecía de voluntad dejándose llevar en el desdén de dos tazas de café arrojadas fríamente sobre la mesa. Estúpidamente, él la tomó de la mano y arrojó la frase: «Te amo». Siguió reverberando la letanía clásica del romance, hinchando inútilmente sus sentires y pesares. El escenario se destrozaría sin servirse la primera taza, huyendo herida en la infelicidad la dama atacada por el turbulento emplazamiento de melosas palabras y malogradas frases seductoras. Pasado el primer día de aquella tortuosa semana, tras un día completo de sinsentidos absurdos para él, volvió a llover y ella entró sin decirse en su ofuscación, o en una disculpa, ni tampoco aparentando recordar la ocasión precedente. Sin embargo, él no lograba concebir esta bárbara distancia. Los ojos de brillo notorio y los labios de ardor vivo, de hierro fundido, no eran casualidad: ella no esperaba amar a nadie más, deseando olvidar al novio que la abandonó tras el despojo de una virginidad concedida dulcemente. Sus ojos desdeñaban reflejando por la luminosidad plateada el rostro de cualquier pretendiente, evitando ser desvirgada también del alma, cruzando cándidamente las pupilas. Los labios de bronce anunciaban dignidad propia. Ignorando todo esto, el mesero seguía fijado en sus piernas recias y sus manos de ave celestial, avivando la ilusión de su fantasía. El juego de brebajes sucedió en su curso tradicional, pero las esperanzas se apagaron para él y más aún para ella que ya las conservaba consumidas. Cuatro días pasaron de la misma forma. El último, de los seis, al sexto mes, un día antes de la lluvia final del año, concretó el caos. Él la recibió y la forzó a besarlo. Ella, abofeteándolo, se deshizo tajantemente de su corta historia por haber sido orientada a un desenlace que no perseguía. Ya no rodaban cristales gruesos por las ventanas sino apenas la brisa, víspera del último llanto de los 11

ángeles sollozantes por falta de cariño en los tiempos tormentosos. No le costó mucho correr entre el agua, aún con falda, porque no se empapaba, lo que realmente sorteaba. Y pudo él lo que los ángeles dejaban de hacer, sobre la mesa que ella dejó vacía, como su casa, siendo que la cafetería se desmoronaba en la frecuente ausencia de clientes, de gentiles rostros (culpa de esto tenía la gorda cruel) y al final, de pasiones. Ella no regresaría, huyendo del temor que resquebrajaba su conciencia, articulando su inevitable decepción. 25 de Febrero de 2012

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ACIAGAS TRIBULACIONES INSPIRADAS POR EL TIEMPO El pasillo se mantuvo, durante un año, repleto de figuras, esculturas casuísticas engendradas por el gremio de creadores, almas sensibles y cálidas. Tan tibias que las obras solían cobrar venganza: no toleran (la mayoría) el ardor restante, residuo sobre su piel. Un pájaro, de sonrisa casquivana, recibía caricias continuamente a pesar de estar inmóvil: pareja simpática, varón y mujer, dábale forma raquítica al alebrije gigantesco, descomunal tamaño el suyo, de costado, por arriba, bajo su barbilla, siempre complacido por las diestras manos que lo palpaban. Ya terminado y retocado en sus detalles más lindos, resistió, no sin razón, lo chafado del cartón en su piel cuando pasó al corredor de exhibición al aire libre. La comezón se tornó insoportable en su cola, el lomo y las patas. Impotente por no moverse, pasó de un carácter acorde con su pico alegre a otro más maniático, mismo que sólo el viento aplacaba raspándole las partes sufridas. La lluvia también calmaba su escozor, dañándolo ciertamente, aunque dejándole una mayor comodidad. El agua invadía tanto su estructura que al término de la estación pluvial no dejaba de sentir la misma varicela sin brotes, pero sentía algo más: diarrea. No sabía cagar y el líquido acumulado en su panza, mezcla de pinturas, pegamentos y tormentas, chorreaba lentamente por su trasero de simuladas plumas de celofán. El sol ardía gustosamente, el suelo se resecaba y volvía a resecar, y el pájaro yacía de pie por última vez. Pasada su deshidratación, el interior se le podría y resquebrajaba. La picazón volvió por todo su el cuerpo como si le hubieran untado chile habanero. Frágil por estar agotado, una leve ráfaga de viento meridiano lo tumbó. Aquella situación no fue casualidad: pasaban dos jóvenes, charlando, a través del pasillo. Para ambos resultaba cotidiano el cerco de monstruos acartonados, siendo éstos colocados en la acera obligatoria para llegar a sus hogares de vuelta del colegio. El soplido laminar cruzó el ámbito, el pajarraco fue empujado por la presión que éste le impuso, y se soltó con toda su magnificencia arruinada con la firme intención de aplastar al muchacho que la quedaba más cerca, el del costado izquierdo, antes de perecer en el quebranto de la caída. La venganza se ejecutó. El agraviado, indignado, no pateó a la creatura por verla derrengada, la broma del tiempo, y para saciar el ansia hormonal derivada del dolor (surgido del golpe inmediato a la caída del ave) continuó quejándose, asimilando lo humillante de tan ridícula tribulación. 3 de Marzo de 2012

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RECUERDOS MUERTOS, OLVIDADOS Rodaba la piedra, dejando leves rastros de su existencia; mucho polvo quedó a lo largo de la calle, toda ésta asfaltada e hirviendo bajo el cobijo sofocante y ardiente del sol. Una pareja de amantes se tomaba de la mano, compartiendo sudores sin sentir asco: la transpiración parecía emanar de la fuente vigorosa que antes habrían buscado los exploradores, aquellos conquistadores indómitos encarando lo salvaje del orbe, lo virgen. Los dos eran jóvenes, andando paso a paso, husmeando entre las casas para juguetear: la excitación hormonal estaba ahogada, siendo las travesuras su única forma de avivar la pasión que el pudor ayudó a calmar prudentemente. Siguieron atraídos por los riesgos, topándose unas veces con perros feroces, otras llegando incluso a las cocinas donde el calor despertaba su apetito carnal, haciéndolos recordar la insensatez de su visita. No sabían por donde iban; trastabillaban con paso seguro: se perdieron en un pueblo desconocido, aunque tenían la certeza de hallarse en el ámbito adecuado, siempre acompañándose entre sí. La piedrecilla abandonó su constante rotación, el sol fue ocultado por las nubes, y ellos no tuvieron opción: se mojaron regodeándose con la tormenta fría y misteriosa. Fue su aspecto fantasmal lo que parecía enigmático, abarcando toda la región, ahuyentado a los corazones desolados, incitando al amor. Efectivamente, el único impedimento para destinar sus cuerpos a la pasión, las almas desoladas viéndolos, terminó siendo una ilusión del pasado reciente. Solos, se desnudaron sintiendo la lluvia verdaderamente intensa, y soltaron las riendas de su lujuria empapados hasta lo sublime. Una pared, la acera, poco pasto, todo les sirvió para constituir el lecho erótico que anhelaban. Sus manos palparon piel, fresca, tersa, bella al tacto, y sus bocas besaron todo lo que era posible besarse. Con muslos agotados por andar desde la mañana, su acto no fue tan candente como tierno, sin prisa. No extrañaban a ninguna familia, ninguna madre ni ningún padre. Tres semanas de aventura consolidaron su pasión de juventud, la huída de dos rebeldes consagrados a las andanzas desorientadas. Lograron extasiarse; la lluvia no se detuvo, animada por su obra, provocando la unión épica entre el hombre y la mujer. Cayó el monzón anegando todos los rincones posibles. Inconscientes de la tragedia apuntada por el porvenir, se dedicaron a ellos chapaleando sensualmente. Pasaron pocos minutos y no pudieron tocar el suelo. La pareja nadó evitando las pausas, sin ropa, sin miedo, intentando alcanzar un árbol, una puerta, o simplemente sus vestimentas pues sabían que sin ellas serían rechazados como Adán y Eva del Edén. No alcanzando nada, se dejaron a la flotación, tratando de llegar al menos al cielo, un imperio derrumbándose sobre ellos. Al menos él sí logró este cometido: tras una avenida del agua, corriente violenta que atacó sin piedad (el agua no es piadosa), sus manos, tan juntas con el resol, se soltaron; la piedrecilla entró por la boca del muchacho y padeció éste la asfixia por quedarse atragantado. Su bella confidente no pudo aliviarlo: ni siquiera supo algo del cadáver. Escampó. Ella, sola, tomó la ropa, escurriendo, de un tendedero descuidado. Recibió asilo de un par de ancianos y al día siguiente se olvidó de la alegría, de la tristeza, poniendo fin a su vida, resucitando mujer, tal y como moriría un siglo después. 17 de Marzo de 2012 14

LA PESTE AJENA Rocíese ácido acético (del vinagre casero) sobre la fortuna de vivir manifestada por cualquiera, sobre sus prendas y sus pertenencias, y téngase por seguro que el manifestante sufrirá un acceso de soledad no por el fétido aroma de la substancia referida, sino por la incomprensión de quienes se alejan de él o ella. Los pobres, los mendigos y los vagabundos, son repelidos por las personas que a su lado pasan, e incluso pueden ser golpeados en el afán de hacerlos sentir inmundos o infames. Quizá una ancianita decrépita, con una herencia codiciada aporta cincuenta centavos a este suplicante, el pobre, y no por ello sus vidas cambiarán en adelante. La nieta de la anciana ambicionando los millones de pacotilla renuncia al marido que la encantaba con la mirada; éstos siguen juntos sólo por la costumbre de tener intimidad consigo mismos o con nadie, hábitos de adoración y vergüenza sin importar el otro, disfrutando la salacidad cual si equivaliera a gozarla con los respectivos amantes. La amiga de infancia de la nieta, la amante del esposo, ríe extasiada por el engaño al atardecer, enfrente de una taza de té y las galletitas acompañadas por una broma estúpida de la otra mujer que en su casa no da crédito de la gracia con la cual fue concebida y que no sabe apreciar su marido. La ramera, amante según la esposa y amante según la amante, envenena al hombre porque la inconformidad de la vida hízole estragos la razón, propiciando una estocada final al irreverente macho de pueblo que le muestra en su cara la bajeza jerárquica entre las mujeres de su ámbito de amor “inédito”. Inédito porque las señoras del barrio cuchichean la historia con el engaño revelado, de oído en oído, siempre relatando una indecencia jamás observada, lo peor, y los qué barbaridad no se hacen esperar con las manos cubriendo sus bocas. Sólo entonces la conciencia dictamina ir en retrospectiva, tal y como lo hacen las amigas viudas (sin verse lo legítimo de su viudez). La esposa aguarda en la cama a que la serenidad acaezca y entre tanto tiene un arranque de valentía: se pone en los zapatos de su amiga, en el sufrimiento de la amante, en el dolor de la mujer que quiso a su hombre más y mejor que ella. Accede a admitir que sus errores ocurrieron por la fingida dignidad llevada sobre los hombros para evitar lo ineludible, los qué dirán, mismos incontenibles al estallar la bomba de tiempo. Las amigas están más unidas que en el engaño y cada vez menos solitarias porque ambas defienden su dignidad como amigas, si bien, antes no habían podido defender su dignidad como mujeres. Una lame las heridas de la otra, la amante luce el remordimiento con los ojos, suplicando piedad sin tener que hacerlo porque la viuda legítima había terminado de aprehender la comprensión de los sentimientos ajenos y la felicidad con la compañía igualmente empática de la otra mujer, la que siente vergüenza por la confianza defraudada y descubierta defraudada. Nadie exclama nunca más improperios contra la satanizada indignidad de las vecinas impías. Cada vez menos solas, la antes esposa olvida por completo la plata de la abuela y la antes amante olvida su amargura y la burla en el engaño que finalmente terminaron en la alegría por consolidar una relación aún más duradera e inquebrantable que el matrimonio que jamás tuvo y jamás tendría. La abuela, consciente de las penas de su nieta, la única descendiente cercana a ella (pues su hija había muerto años antes) calma su paranoia y deja abrir su mente a las eventualidades de la vida. Así los mendigos no reciben su dinero sino la comida que les ofrece directamente de sus manos, y su trato, y las prendas que les escoge con cariño, y ellos viven por primera vez en mucho tiempo la calidez de las palabras sinceras y el deleite de sus abrazos aunque fueran escasos. Quienes quieren se bañan tras la recomendación de la anciana, y dejan de apestar, y son quienes reciben los más abrazos de los pocos propinados. Sólo por esto, porque las drogas no han terminado de estragar el corazón de los pobres, todos se bañan. Siguen drogándose como no lo puede evitar la abuela, sin embargo tampoco puede negar el afecto a quienes lo necesitan y quieren también darlo a pesar de su condición inmunda y cruel. Las cuotas del corazón son altas y los efectos de las drogas paulatinos, tanto que la anciana parece intocable en los arranques de violencia desenfrenada, cuando en lugar de lastimarla dan la vuelta para 15

lastimar a alguien más. Cuando alguien no la reconoce los demás (quizá menos intoxicados) detienen el rebato neurótico. Ella expresa su asco por el entorno y su miedo, pero también la aceptación de una moral creada por sus desgraciados donde robar a los demás pobres se justifica a la vez que se justifica amarlos. La vieja vislumbra esa verdad transgresora: ellos lo perdonan todo. Tal vez la nieta nunca se anima a apoyar a su abuela ni tampoco lo hace su amiga, y aun así han descubierto la misma conclusión que funciona en el mundo de locos en el cual nacieron y donde les tocó compartir al mismo hombre y la misma indignidad. Y aquél rociado en sus pertenencias con el ácido acético apestoso resultará repulsivo para el mundo como si se tratare de un mendigo pervertido por la violencia, será rechazado por la gente carente de visión, y obedecerá a las leyes de la soledad. No obstante, ni los pobres desgraciados, ni las ancianas millonarias, ni las esposas engañadas, ni las amantes dolidas, ni nadie en este absurdo mundo de locos será alejado por que apesten igual, ni por el aroma a flores del jabón con que se bañen serán aproximados al afecto. En realidad, todos vivirán la lejanía porque a pesar de que el hálito expelido por la piel sea límpido, esto será concebido como el pretexto para justificar la incomprensión que todos cargamos porque lo deseamos, porque ansiamos hundirnos en nuestra soledad, y vivirla, y hacerla propia por soberbia, diciéndonos a nosotros mismos que no apestamos y que no queremos que se nos arraigue la peste ajena. 21 de Abril de 2012

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EL SUEÑO DE LA COTIDIANIDAD Cautivo en la jaula de la intemperie, el hombre se percata de su horrible cotidianidad. Viaja a través de los árboles del bosque sembrado por Dios, surcando los páramos más plenos o los más austeros, provocando nostalgias y desventuras, pero también alegrías y encantos, llegando siempre a la conclusión de que está cautivo dentro de la misma cárcel invisible. El tren lo acompaña cada seis meses en un recorrido siempre distinto, siempre a cualquier destino, nunca el mismo que el primero o que el último, o que cualquiera de los tantos y tantos visitados anteriormente porque ninguno ha servido de nada. Él es presa de la búsqueda continua, sin fin, de algo recóndito dentro de todo el ámbito cuarteado por los volcanes y por la madre Tierra reclamando sus dominios a fuerza de vivas embestidas que el rinoceronte magmático ejecuta desde el África primordial de sus entrañas. Y las ruedas del ferrocarril sorteando las cuarteaduras de la erosión siguen girando igual, cargadas por el peso de las almas intranquilas que abandonan un sitio para llegar a otro. El hombre se dice a sí mismo «Ojalá esta vez sí» y la vida se empeña en decir nuevamente que no, porque la cotidianidad del hombre obedece a su esencia natural, al barro solitario que el Génesis le confirió, y a Satanás, que le indujo un deseo provocador para averiguar el destino. Ya muy lejos del punto de partida, abordo del tren aún, más lejos, desde luego, de las cándidas perversiones del primer libro bíblico, el hombre no recuerda cómo deben seguir sus miserables pasos hacia el futuro. Entonces, el pasado se hace presente para proyectar miles y miles de imágenes, todas llenas de rencores y amores, de estúpidas y divertidas genialidades, y le permite vislumbrar al hombre que la obscuridad no se debe a la ceguera de su existencia, sino a su falta de libertad. El hombre desciende del tren para continuar el recorrido a lo largo y ancho de un cerco desolado, con negros y blancos, con altos y bajos, y llega al punto donde se olvida del tren para dar paso a la irrepetible experiencia en la nueva ciudad, porque ésta se vuelve nueva a sus ojos y no a los ojos de otros hombres. Ve. Y de tanto ver consigue desfallecer entre la belleza de miles de flores vendidas por una sirvienta negra sometida a la volubilidad de la patrona igualmente negra. Las flores están en todas partes, como esa cotidianidad irrefutable, más irrefutable que el amor, y más aún que la muerte, porque la muerte se somete al transcurso del tiempo en la línea del presente. Esa línea parece cuerda floja. Los leones y las jirafas, los perros y los ratones, las cucarachas, y los monos todos saben que la cuerda floja está encarnada naturalmente. No hace falta decirlo después de miles y miles de años de evolución, de enfrentamientos toscos contra la soledad, y de cruces infernales evocadas por las guerras que tratan de someter al otro. En esta ciudad los negros y los blancos se conflictúan porque las negras pasan desnudas, robándose a los maridos de las blancas. Y las blancas en venganza pasan vestidas y perfumadas, arrebatándoles los esposos a las negras. Los negros y los blancos viven eternamente confundidos, desilusionados, y al borde de la decepción. El hombre tiene colmada la paciencia en el malhumor del calor, de la gente y de tantas y tantas cosas que ha vivido desde el primero de los viajes. Pero ya no se preocupa tanto como en las primeras ocasiones, cuando tenía que descansar para caer en la cuenta de la imposibilidad de tener tranquilidad en el corazón mientras las imágenes burdas no desaparezcan. Viene el futuro. Se le presenta en la niña que observa plácidamente las nubes. Él entiende que será el momento oportuno para acabar de una vez por todas con esa miseria desalentadora, con esa mierda de macacos cayendo ineludiblemente, haciéndolo aflorar un desdén en contra de las buenas costumbres, y también de las malas, porque el sentido de los viajes terminaba con el último de los pasajes. En su caso, era ése el último. Tomó de la mano a la niña que no se resistió. Se dejaron llevar ambos hasta el final del camino marcado por los pasos de otros hombres de generaciones anteriores. Y llegaron al final de la ciudad, al comienzo de la selva. La niña y él, juntos voltean nuevamente al cielo para encararlo, para decirle que se vaya, para que los deje en paz. En ese momento, las cosas del mundo se desvanecen y terminan en un cuarto rodeado por una decena de trajes guardados en un ropero, por un ordenador, y por la soltería del hombre a los 17

treinta años cumplidos en un Mayo del año pasado. Sin embargo, el hombre no puede quitarse la sensación de que la cotidianidad lo sigue tanto y más lejos que en los sueños. Entonces, se desespera por el aire de las cuatro de la mañana en una ciudad común y corriente, para vivir el insomnio que refleja la impaciencia provocada por una libertad negada, en una realidad cautivante y aprehensiva, donde las flores siguen allí, y donde la soledad continúa como en los sueños de aquella niña que jamás llegaría en la forma de una hija que tanto esperaba porque a pesar de todo el amor cotidiano, ése sólo es digno de los seres de otra realidad. 19 de Mayo de 2012

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UN EPISODIO RIDÍCULAMENTE ABSURDO Lucio Díaz parecía un hombre callado y triste, neurótico, pero en realidad tenía muy claro quién era él y cómo pretendía vivir el resto de su vida. Lucio no cabía de contento por nada y aun así la vida le envío varias alegrías. En resumen, Lucio era la contradicción humana más absurda de todas. No terminaba de maleducar a sus hijos y ya sus nietos comenzaban a darle lecciones de moral al abuelo. Estaba claro a sus cincuenta y cinco años de edad quién era él, sin embargo nadie lograba develar lo que pretendía para su futuro, que no sería muy largo según la opinión generalizada. Ocurría que Lucio no quería ni siquiera preguntarse esto a sí mismo y en ello fue que se resolvió su pretensión principal. No vivía enamorado, pero la mujer con quien vivía y con quien compartía la cama, y más aún, con quien compartía las preocupaciones del día a día era una dama de refinados gustos que en la juventud debió ser muy codiciada por varios muchachos y no tan muchachos. No rallaba en el ridículo pero, como ya se mencionó, padecía un destino pronosticado por nadie, dirigido hacia el absurdo. Parecía respetable y nadie le tomaba en serio. Sus hijos lo querían mucho. Quizá este fue el único aspecto en el cual no le afectaba su destino y sería más porque dependía del destino de sus hijos. De todas formas, a él no le interesaba. Tantas cadenas de contradicciones e inconsistencias a lo largo de toda la vida le habían producido un nudo mental que terminó derivándose en el estómago como otra muestra del carácter alrevesado de tan peculiar ejemplar del género humano. Y en el estómago, muy dentro, se le acumularon las ilusiones que ya estaban cumplidas y que su mala memoria le hacía recordar, los desvelos por insomnios inexplicables debidos a las preocupaciones del trabajo que nada tenía de complicado, las verdades calladas y que terminaban siendo (para su propia vergüenza) mentiras a medias, o cualquier cosa que de él emanara. Le chillaron las tripas y el duodeno le exigió que comiera, pero el esófago marcaba la señal fulminante de las agruras que le ennegrecían el apetito tan poco voraz y muy selecto que tenía desde la juventud. Se deshizo en diarrea porque el arroz estaba crudo, duro para ser comido, y desató la cascada vomitiva que llevaba desde las entrañas porque el agua que había probado, en vista de su malestar, estaba muy limpia. A medida que se deshidrataba tenía menos sed y la saliva perdía su calidad diaria para asemejarse más al agua corriente que al líquido de viscosidad ligera que debía segregarse. No soportando más, acudió al médico y le recetó éste una serie de medicamentos que al ingerirlos más le acentuaron los síntomas. Estaba desesperado pero conservó la calma. Lucio jamás había sentido que las emociones se le iban y por mucho que en todos los años anteriores había proclamado que sentía todo con el cerebro, terminó por admitir innegablemente que sentía en realidad con las vísceras, porque no lograba evocar ningún recuerdo agradable, ni ninguna tristeza a causa de la pena física que lo había invadido. Chilló como un bebé silencioso en la cama y esto le reconfortó aunque no le mejoró los ánimos, sino todo lo contrario, le reafirmó la melancolía presente en aquellos instantes. Harto, se durmió con los ojos abiertos. Su esposa, creyendo que él estaba despierto le reveló cuánto lo quería y cuánto le dolía que él estuviera así, palabras de aliento que él anhelaba desde hacía mucho tiempo y que fueron pronunciadas en el instante menos oportuno. Despertó, eso sí, con cierta mejoría falsa, propia de los moribundos. Pero él no moriría, porque en los minutos previos a su mala hora tendría que reconocer todas las alegrías y olvidar todos los recuerdos, cosa que no estaba ocurriendo. Era el efecto ordinario del antibiótico destruyendo para siempre la infección que obtuvo bebiendo el agua limpia y hervida del grifo de su hogar. Siempre había huido de la comida de los sitios clandestinos, o simplemente de los restaurantes y no lograba entender por qué razón enfermó de esa manera en su propio hogar. Tampoco le interesó mucho mientras la cotidianidad se le terminaba drásticamente en cada visita al excusado. Le interesó después, cuando no le servía de nada saberlo, pues estaba seguro de que hallando la causa de su problema podría encontrar la solución adecuada, óptima. Así era él, que sin causa aparente tenía problemas, o bien, sus problemas no tenían causa aparente; nunca logró 19

resolver con su filosofía ninguno de ellos. Con la paulatina mejoría a lo largo de los días terminó por experimentar la sensación más ingrata que en varios años no había logrado conquistar: la rabia de no poder comer con libertad, sin miedo, esto claro, proveniente del estómago. 17 de Junio de 2012

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HERR WARUM Don Porqué necesitaba de la realidad para vivirla, para querer sin culpa, para ser feliz. Muy importante le era tener la evidencia de lo cierto, o lo que aparentemente es cierto, pues él lo sabía, existen cosas que intrínsecamente son de veracidad imposible de reconocerse. Y entre tanto deseo de creer en la certidumbre de la naturaleza, tanto amor científico y tanto apego como cariño por el Universo, enmarañándose con la cotidianidad de lo mundano observó como parte de su entorno por descubrir la presencia de Don Dinero. Las primeras palabras entre ambos sujetos de intereses polares fueron el resumen atinado en su relación futura: Don Dinero apuntó con descaro «usted no rinde» a lo que Don Porqué señaló «usted no entiende». En efecto, Don Dinero no entendía nada y en consecuencia, Don Porqué debía maquillar las cifras de su obra, dado que sí rendía aunque muchas veces en especie o en experiencia o simplemente en prestigio. Su trabajo producía metálico, sí, pero de un modo sutil, ya que los hechos del diario mezclados con la sazón de la Lógica aportaban ganancias inesperadas a los interesados en lo útil. No obstante lo oneroso de las contribuciones de Don Porqué y lo eficiente que él resultaba ser, Don Dinero permanecía incrédulo, considerando que si el metal no llegaba a sus bolsillos, era debido a la holgazanería de los demás siendo su mejor candidato en cuanto inutilidad el embatado. Don Dinero, cubierto por el negro manto de la ignorancia, no concebía la eficiencia de Don Porqué el mismo que sin mover un dedo, sino utilizando el cerebro, sin fatigarse tanto, era capaz de llevar a término lo que fuese. La aparente pereza de Don Porqué, esa que no representaba más que la extrema eficiencia y audacia del hombre, era el motivo por el cual Don Dinero incidía con desdén para desbaratar el área de trabajo de Don Porqué. No dudaba el amante del razonar de las intenciones de Don Dinero, mismas que llegaron a sus oídos por el apoyo de algunos y la cizaña de otros más, las mismas que él ya había previsto con su mente aguzada, sin embargo las ocupaciones diarias y lo demandante del Universo hiciéronle olvidarse de un problema que le atañía y que pretendía inconscientemente eludir. Don Porqué sólo tenía mente y espíritu para dejarse llevar por la vida, para asumir los hechos de la realidad como parte de su felicidad, como parte de sus recuerdos que no eran bellos ni grotescos, sino espontáneos. Un hombre para el cual cuanto más transcurría el destino más se percataba de que éste ya estaba determinado. Él era un hombre que solía tener quebrantadas las ilusiones por la venida aplastante del presente, un hombre que sabía lo que anhelaba y sentía sin temor, un ser sin escrúpulos al instante de observar con diligencia en ocurrir de cada fenómeno, el ocurrir de las cosas. Aprovechando la debilidad de Don Porqué, Don Dinero consiguió expulsar del ámbito a su enemigo. No le fue difícil, menos aún si los dueños del capital principal son de los Dones ignorantes, o peor, de los Dones sin interés que para ahuyentar a cualquier mosca son capaces de darle miel para beber, pues es lo que otros aconsejan y ellos no cuestionan por ser esclavos del ocio común. Y la notificación de una victoria absurda no se hizo esperar. El mismo día en que Don Porqué cumplía años, Don Dinero acudió con toda su dignidad de disfraz para despedir a un hombre que sin miedo aceptó la partida obligada, no sin antes hacer muestra de su dignidad de fundamentos al despedirse de los amigos y asegurarse de conservar una estrecha comunicación con ellos. Don Porqué no tuvo que hacerse muchas preguntas para tener en claro lo acontecido. Su vida en aquel día de celebración continuó y jamás habría él de dolerse por tal o cual equívoco mientras el Universo siguiera en todas partes y él pudiera creer en la certeza de los hechos. Al día siguiente fue buscado por Don Oportunidad. Éste hombre no tenía tanta confianza en el Universo y su naturaleza de designios predispuestos, situación que si en algún instante le interesó fue por amistar con Don Porqué y por tener en la intuición la idea de que en verdad aquello ocurría. Viendo el valor de aquel espécimen y casi jactándose de su propio nombre de cazatalentos, le ofreció trabajo. Don Porqué, a pesar de carecer de la astucia suficiente para observar lo que Don 21

Oportunidad podía sentir en un solo suspiro del mundo, aceptó. La experiencia y el cortejo que siempre había tenido Don Porqué con el sentido común hiciéronle esta vez aceptar la oferta. Dispuesto al trabajo y de muy buen talante, Don Porqué continuó con lo que siempre había sabido hacer. Nadie le reprochaba nada esta vez. Al contrario, lo respetaban, si bien no entendían el sentido productivo de aquella persona tan ensimismada, pero que siempre conservaba el buen humor. Lo admiraban varios allí por la sapiencia al comienzo, y después por la virtud de su sencillez. Al cabo de cierto tiempo, la prosperidad que siempre lo había acompañado fue bien recibida por el resto, con los brazos abiertos a las novedades de sus técnicas y las simplificaciones de su esencia. Nada era tardado o desesperado con Don Porqué. En poco tiempo todos vivieron la armonía emanada por un ser que detestaba las complicaciones protocolarias y que llegó para facilitar el trabajo de los otros. No lo hacía por amor al prójimo y él lo sabía, ni era recibir metálico su mayor motivo. Con tal poder de síntesis del tiempo, aquel ente de aura callada y a la vez segura de sí misma, mostró el ejemplo del orden. También impuso la calidez. Esto fue su mayor logro al quitarle esfuerzo innecesario a la vida de todos, y al poner como estandarte su interés sin ambición por los demás. Sólo así comprendieron que la Luna estaba en el firmamento porque así tenía que ser, o bien, que dejaría de estarlo porque así también tendría que ser. Según él, en ello radicaba la naturalidad de los objetos, aún los sometidos al arbitrio del devenir azaroso que parecía conocer Don Porqué. Grandes amigos y entrañables momentos habría de encarar él, como aquella ocasión de sorpresas al año siguiente, cuando encontró un canasto lleno de mazapanes que degustó acompañado por gente entrañable como Doña Verbena, esa mujer que aprendió la importancia de las personas y que terminó por admitir con gran gratitud la llegada de catorce jóvenes ávidos de ejercer su propio conocimiento colaborando con todos y teniendo como mentor y muy querido amigo a Don Porqué. Muy lejos quedaron los entripados inspirados por otros Dones que terminarían solos, en la obscuridad del orgullo. Muy lejos quedaba también la soledad por incomprensión en vista del amor fraternal que evocaba su presencia. 20 de Septiembre de 2012

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LOS ESPEJOS NO MIENTEN Una vergüenza que no se siente. Se miró en el espejo mientras caminaba y eludió casi como acto reflejo una mirada que le pertenecía, pero que no deseaba confrontar. Una mirada cándida, que no le mostraría sus pasiones futuras, sus desamparos inciertos, o cualquiera de sus múltiples reacciones ante la hostilidad de la vida. No podía ser. Y a pesar de tal blancura y docilidad de ojos diáfanos por mocedad, no soportaba mirarse. No lo soportaba. Vaciló unos instantes, fugaces, para aclarar su mente, en la soledad de una habitación que no le pertenecía y resolvió en regresar unos pasos hacia aquel aparato proyectando el vacío del tiempo. Eso era su escasa experiencia, un vacío del tiempo. Sólo así comprendió que, efectivamente, ese vacío causaba el recalcitrar de su cuerpo entero frente a su propia imagen; el recalcitrar de su propia ilusión. Sólo ilusión, pues se estimaba ser de un modo, aunque resultaba ser de otro. Mirando fijamente alcanzó a descubrir que prefería acercarse lo más posible, tan sólo para apreciarse definitivamente en su completa perspectiva. Viendo a tan poca distancia sus globos oculares, las pupilas se dilataron y la sequedad acudió sin piedad para producir el ardor, como una imagen de fuego que no se veía, pero que estaba allí, en sus ojos. Se alejó un poco para llorar ese dolor minúsculo y retomar la brillantez acuosa y salada, aséptica, de su visión. Un pequeño llanto de nada. Entonces apreció su nariz de gota simpática. Una gotita fina, especialmente digna, llena de presunción. Presunción por siempre. La curiosidad fue invadiendo poco a poco los terrenos que el temor pretendía conquistar. Volteó hacia arriba y hacia abajo, y a todas partes de las tierras vírgenes de su propio rostro. A todas partes. Descubría lunares sobre estepas de piel, manchas morenas sobre mesetas de color uniforme, poros de diversos tipos, vellosidades de finuras obvias, y a cada paso profundo de su observación todo parecía interesarle más y más. Dejó de preocuparle el tiempo. Dejó de atender a la intemperie voraz. Su contemplación eterna fue provocada por un éxtasis sin precedentes, con el cual lograba compaginar sus ánimos con sus sonrisas, sus frustraciones con el juguete de unas cejas que tomaban la forma del ceño fruncido, y sus sorpresas con las arrugas que desaparecían en un santiamén al pasar de nuevo a las sonrisas. Se admiraba. Había antes visto los cuadros de retratos y los cuadros de paisajes, pero nada le generaba tanta expectación y duda como aquel espectáculo ofrecido por algo que no concebía y que era su propio rostro. Con ello sintió desilusión. Una muy enorme. Sabía que le sería imposible mirarse con sus propios ojos tal y como miraba en carne y hueso a las personas que más quería, su gente. Sabía que sólo podía entretenerse con aquella función de increíbles artificios a través de un trozo de cristal que nada tenía que ver con la carne y el hueso del resto del mundo. Y sabía que las decepciones que antes había sorteado eran nada en comparación con aquella cosa tan triste para sí. Buscó consuelo. Tomó con sus manos esa piel y esos poros, y la grasa sobre la piel y los poros. Tomó con las yemas dactilares los párpados y con unos dedos cerró uno de ellos mientras su otro ojo le apreciaba cerrado. Nada más suave y dulce que ello, un párpado. Tomó también sus pestañas y las pasó una por una cual si fuesen las cuerdas de un arpa. Sus cejas, sus labios, sus fosas, todo se sentía. Logrando empatar la imagen visual con la imagen al tacto, la sinestesia le ofreció lo que la naturaleza no le pudo otorgar, si bien irreal, un gusto del cual no quiso asegurar nada tan sólo por aliviar la desazón al comienzo. Llegó la calma. Finalmente, despertó del trance por hacerse de satisfacción plena y sin más que hacer, siguió el curso que había interrumpido antes. No lograba creer lo que su narcisismo le hizo apreciar y gozar, pues no se trataba de su belleza o de su fealdad, conceptos vanos éstos, sino de su verdad, la que le hizo abrir los ojos a su yo sin límites, el único que tenía y del que no cesaba de 23

recordar con admiración. Una verdad que cambiaría el rumbo de su destino por querer mostrársela a su gente. No sentía vergüenza por nada gracias a esa verdad (tal y como otras verdades nos hacen sentir) y siguió sin pensar en aquel miedo que tenía, pero que se esfumó. Y solo quedó el espejo, reflejando eternamente cada paso del tiempo. 26 de Diciembre de 2012

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EL ESCAPE IMPOSIBLE Apreciar el haz, luego el envés, para terminar prefiriendo al primero. Una campañilla tintineaba consistentemente, como si de una emergencia se tratase. Realmente de una urgencia se trataba: no había sonado en dos semanas. Se extrañaba su presencia de alguna forma. Aquella campanita consiguió reunir a la comunidad. La mañana de julio en que la situación que parecía incontenible mostraba lo indispensable que eran algunas personas para este mundo. Visión anónima · Caminaba por la acera con el fiel propósito de pagar. Pagar lo debido, las multas y aun el futuro. Lo que deseaba era simplemente que lo abandonasen los estruendosos gritos del espectro al que llamaba esposa, aquellos que frustraban la felicidad de los ancianos jubilados en el piso de arriba, o que arremetían contra el sueño de la joven del cuartucho de a lado, donde vivía con su hijo y su marido, el que trabajaba por las noches y dormía durante los días tan sólo para llevar el gasto corriente. Un gasto que los sometía a estar juntos: efectos de la conveniencia. Aquellos gritos lograron cumplir su objetivo para que el Señor hiciera a un lado la desidia, tan común en los ciudadanos, y tomara cartas en el asunto de acudir a las oficinas burocráticas. De aquellas se recibían los sobres que la Señora abría con furia y obsesión, adjudicándose el papel de mujer regañona y emitiendo un mensaje a todas luces exigente, aunque lo dicho no fuese del todo claro para su esposo, con quien había tenido una hija y un hijo, estos ya alejados del hogar paterno. Cada uno de ellos vivía lo que quería vivir. Cada uno tenía guardadas las nostalgias respectivas. Y cada uno llevaba el signo de una tolerancia que enmascaraba la ira tan cobarde de sus progenitores. Sólo faltaba tiempo para hacerla explotar. En la fila de pagos, el Señor recordó las palabras de su esposa, aunque poco tardó en olvidarlas porque su mente las sustituía con el sentimiento de escozor interno e inacabable que le inspiraba el mensaje. Así, procurando afianzar mejores recuerdos y evocar mejores días que aquellos tan aciagos para él, observó a su alrededor. Vio de paso tres cosas que lo hicieron atender notablemente. La primera, una puerta. No tenía letrero de qué fuese la habitación resguardada por ella. Tampoco se veía que alguien entrase o saliese de allí. Simplemente estaba, tan blanca como rectangular era posible en aquél ambiente viciado, lleno de desgracias a punto de sucumbir al desastre. La segunda, una hilera de asientos soldados a una barra de hierro, pintada de negro junto con las marcas de la soldadura. En aquella secuencia de sillas simples, plásticas, más naranjas que las naranjas de un naranjo bien nutrido, se encontraban sentadas cinco señoras o cuatro; la cantidad no le importó en lo más mínimo. Cada una morena por el sol y por la herencia de una piel idéntica a la de sus respectivos padres. Cada una sosteniendo algo. Cada una pensando, o pretendiendo pensar, distintas cosas a la vez. Y cada una abanicándose el calor insoportable de aquel mediodía de verano. La tercera, la ventanilla de pagos. Aquél era el sitio propicio para hacer surgir una inmensa cantidad de quejas y enojos. Un ámbito de catarsis maniática, donde las cosas nunca están en su lugar, y donde la ineptitud parece a los ojos de todos la ley más respetada por quienes se encuentran del otro lado. «El otro lado». El Señor fue aprehendido por aquellas palabras que cruzaron fugazmente su cabeza, como si una ráfaga de viento lo hubiese levantado del suelo desde la raíz siendo él un árbol otoñal. 25

Pensando sobre lo que había al otro lado de la ventanilla y al otro lado de la puerta y, más aún, al otro lado de los rostros de aquellas mujeres tan distintas, pero también tan similares, divagó tanto como el tiempo le permitió esparcirse, hasta el instante previo a su turno. Llegado éste, sintió un ligero cambio de ambiente. Uno frío y seco, digno de respirarse en él. Cerca de las ventanillas había una máquina de acondicionamiento de aire, aparato que explicaba la aberración entre la zona de abanicamiento y la zona de pago. «El dinero lo puede todo», pensó el Señor. Nervioso e irritado, bailó un poco sobre sus pies esperando a que la pantalla alumbrada por siete segmentos rojos señalase su número y emitiese un sonido que a la larga se tornaría traumante, un pitido que en su diseño inicial pretendió ser amable, pero que en la cotidianidad de su ocurrir se implantaba como la peor pesadilla de todas para aquellos detrás de las ventanillas. Esto no era difícil de imaginarse, pues con una hora de espera y de estar escuchando la señal del nuevo turno la desesperación invadía la mente. Quizá no sería tan intempestiva dicha invasión para los burócratas, siempre detrás de los cristales, dado que ellos gozaban de amortiguadores de la impaciencia (como la unidad de acondicionamiento antes mencionada), pero al paso de los días sería imposible soportar tal desazón inminente. Pagó. Fue un trámite absurdamente sencillo que hizo cuestionarse al Señor el porqué de la lentitud de una fila que hacía una hora lucía interminable. Tardó escasos dos minutos. Entonces recordó la explicación que un amigo le dio sobre el origen de la tardanza en las filas de la burocracia: «La gente es desordenada. Nunca tienen sus documentos como debe de ser, como se pide en cientos de letreros a lo largo de las oficinas. ¡Hasta se anuncian por televisión! Por eso siempre el retraso en aquellos sitios. Y luego si se ponen a pelear con la gente...» Resuelto el tema, lo olvidó por completo. Estaba aliviado. Había cumplido con sus obligaciones y tenía la sensación de un nuevo comienzo. Sin embargo, la novedad se le desmoronó al pensar en las horas que perdería cada mes por tratar de pagar, siempre frente a la ventanilla, intentando soportar la impaciencia o escabulléndose de ella por medio de su abstracción en otras tres cosas. Él prefería perder el dinero antes que perder el tiempo. A pesar de ello, se sintió liberado de las presiones de su Señora y caminó sin prisa, pero con la rapidez suficiente para determinar las decisiones que todo peatón debe de tomar prudente y conscientemente. Abordó el tren. Poco antes de su llegada se escuchó un claxon, tratando de expresar «¡Qué nadie intente siquiera asomarse! ¡Va a llegar el tren!» cuando la realidad era que cada una o dos semanas alguien se suicidaba. Ya era un hábito arraigado en los conductores de trenes el hacerlo sonar. Un hábito que resultaba innecesario, pues un viento tibio siempre se anticipaba incluso al sonido estridente del claxon, anunciando de maneras más eficientes y calladas la llegada de aquel armatoste. Silencio y calma hacían falta en aquel lugar. Muchas veces, la gente no escuchaba a su interlocutor, un amigo, un familiar, o un enemigo incluso, porque las ruedas del tren no cesaban de rasgar los rieles tan oxidados por incontables días de lluvia e incontables días de sangre de gente ajena al mundo. Gente solitaria. A veces, no era suficiente el volumen del móvil para alcanzar a atrapar las palabras del hermano diciendo «Te veo allá, ya voy» a causa del rechinido interminable del metal contra el metal, y del viento cada vez más intenso al paso del tren. El Señor, después de entrar al quinto vagón de una hilera de nueve, giró la cabeza con el propósito de encontrar un asiento, pero su intento fue vano. Se consoló con la idea de que estaría sentado mucho tiempo en su cómodo sillón, donde la vergüenza le arremetía de golpe cuando miraba los programas de televisión donde un modelo estaba sentado a lado de un médico y ambos promovían la actividad física para conservar una vida sana y duradera. Quizá era la muerte de su padre la que atacaba la vergüenza y lo plantaba en lo corriente de su aspecto sin más sentimiento que la conformidad con su propio cuerpo.

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Sólo se ponía de pie para lo más indispensable: la comida, el baño, la ducha y el sueño. En ciertas ocasiones, ignoraba la ducha, y el sueño le tomaba por sorpresa en el sillón, pero todo lo demás acudía a efectuarlo en su debido lugar a su debida hora. Sin embargo, la Señora no se encontraba contenta. Esperando más de su marido, hizo uso de su capacidad de fastidio para hacer que su esposo se levantase de aquél sillón por situaciones menos indispensables. Y aquella tarde, le gritó «¡Despiértate huevón!, ¡qué la campana está sonando!». Alterado en su sueño, saltó de golpe y como un autómata para sucumbir a los designios de su mujer. Tomó la bolsa, y con cierto enfado cerró la puerta. Tomó las llaves, que las llevaba todo el tiempo en el bolsillo derecho de su pantalón, y abrió la puerta principal, la que cubría el patio de las miradas inesperadas y que era exterior a la puerta que antes hizo patente su molestia. Cerró por segunda vez, pero con menos ímpetu porque no estaba enojado con la puerta, y para tratar de evitar alguna discusión mayor con su esposa. Caminó tres, cuatro, cinco, ..., ciento cincuenta pasos, hasta llegar al camión pestilente, repleto de moscas, donde tres hombres acomodaban las bolsas que arrojaban dentro el resto de los vecinos. Cada uno tenía el rostro manchado de negro, como si fuese aceite de motor. Cada uno contemplaba a los demás en su afán de admirarlos a la vez que provocarles miedo. Y cada uno ejercía su propia función: abrir las bolsas, distribuir los restos del mejor modo posible y observar con un ligero «Gracias» aguardentoso que las personas dejasen la propina adecuada. Una tarea por persona. El Señor introdujo la bolsa en el camión sin querer tocar o mirar a ninguno de los tres hombres. Dejó en una latita al costado derecho del mismo una moneda de la menor denominación con la que él contaba. Finalmente, dio la vuelta para alejarse de tanta inmundicia y comenzaron a invadirlo las ideas ponzoñosas que tanto escamoteaba, pues su moral escrupulosa (la que tenía para él) le prohibía pensarlas. Esa moral le hacía, por ejemplo, recalcitrar al entrar en otra casa como visita. Esa moral le indicaba que no debía mirar nada por todas sus partes, hasta en sus últimos rincones; no debía notarse que le interesaba lo ajeno, no fuera a pensarse mal de él. Y fue esa moral la que le “dijo” «No es cierto que la gente se reúna sólo por la basura» porque él tenía la esperanza de que no sólo las campanitas de mensajes concretos, bien conocidos por todos, armaban una sociedad. Sin embargo, ese anhelo se esfumó al comenzar a observar a cada uno de sus vecinos en todos sus errores. Nada se le olvidaba. Entonces, simplemente se dirigió hacia su casa, con la cabeza baja para no seguir mirando, ni coincidir con nadie y así no emitir un hipócrita saludo de «Buenas tardes» con una estúpida sonrisa, y abrió la puerta donde todo lo que le acontecía a diario seguiría de la misma forma. Donde tampoco podía escapar de sus temores. 9 de Enero de 2013

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SOBERBIA INDIVIDUAL Ella replicó: –¡Dios no existe! Sin inmutarse, la respuesta de su novio fue clara: –No me importa. Al final ya veremos quién tiene la razón. Transcurrían así las últimas charlas entre ellos, una pareja donde ninguno rebasaba los treinta años y donde ambos esforzábanse por implantar mutuamente sus creencias desde lo más intrincado de las vísceras. Aquello se había tornado tan común que comenzó a ser casi la única forma de comunicación, lo cual tenía consecuencias estragantes a lo largo (y a lo ancho quizá) de la cotidianidad. Cierta era la introversión dominante en ella y la extroversión contrapuesta de él, sin embargo ella podía valerse de los artificios más exasperados y exasperantes, levantamientos de voz que siempre terminaban como gritos, así como él podía simplemente ignorarla de por vida, o así solía hacerlo pretender. Sus discusiones, muy fuera del círculo debatiente, obviaban la excentricidad con que fluían pues ninguno ganaba nunca nada. Vivían juntos desde la época de la graduación, ya una Ingeniero Químico Industrial, ya el otro Licenciado en Derecho. Se conocieron por contacto de cualquier amigo, como una casualidad más, y lograron habituarse de alguna forma a sus cuerpos, a sus caricias, a sus besos, y a todo lo romántico de los primeros cuatro años en el pequeño apartamento de la calle de la Misericordia, en un edificio gris como tantos otros en la ciudad. La calle era peligrosa por las noches, con borrachos al acecho del sexo y drogadictos al tanto de las carteras ajenas con una pistola escondida en el abrigo de invierno o el chaleco de verano. Eso lo contaban las vecinas a sus hijos para que éstos no vivieran en la vagancia ya que podían acabar en la inmundicia. Especialmente Mariana y Aarón, cuyos nombres merecen mención si el mismo de la calle que caminaban ha debido ser convocado, se emanciparon de sus hogares paternos tardíamente respecto a cómo lo hicieron sus respectivos padres, e incluso respecto a algunos de sus primos, pero no por ello lo hicieron sin determinación. Porque claramente Mariana se hundía en la aprensión cuando le gritaban «¡Mamacita!, ¡estás bien buena!» y Aarón tenía que escamotear la elevación de su propia sangre cuando algún pandillero le empujaba al encontrarse frente a frente caminando por la acera. Tanto Aarón como Mariana soportaban con entereza las cargas brutales del destino sólo por mantenerse en el orgullo del amor y sus malas decisiones. Malas según todos y según nadie. Ya Aarón en una de las charlas ominosas con Mariana refirió «Todo mundo piensa que erré al estar contigo. ¡Quizá lo esté confirmando ahora!» Mariana lo creyó así, a pesar de que en verdad sólo la madre de Aarón en cierta ocasión opinó en privado a su hijo «Deberían pensarlo sólo un poco más. ¡Son tan jóvenes!» Sus miedos los desvirtuaban, desapareciendo paulatinamente el encanto prodigioso del enamoramiento. Mariana trabajaba como analista en un laboratorio donde llegaban a diario muestras de tantas cosas concebibles y variadas. Cosas diversas porque la empresa era de consultoría, amén nada fijo. El novio litigaba en casos sencillos, unos por allí y otros por allá, entre amigos y recomendadores de amplia experiencia en juzgados y despachos. Él, al contrario de Mariana no parecía tener nada definitivo, si bien ella era una empleada más y él resultaba ser más independiente, con mayores oportunidades por su gran movilidad. Al comienzo esto no les importó mucho y siguieron sus vidas, con el sexo que iba adquiriendo un carácter monótono siempre a la misma hora, en la misma obscuridad; o con las comidas planeadas en común una en la mañana y la cena por la tardenoche; o 28

con las mismas prendas y los mismos aromas desquiciando el atractivo que mutuamente sentían al principio, pero que al final terminó siendo una serie de estropicios involuntarios e insignificantes a la vista de otros, sin embargo las peores molestias en la introspectiva de su relación. Mariana se quejó de ser ella quien sostenía el hogar casi por completo. Aarón, en defensa, le restregó sin suavidad, más bien con rudeza, su marcada presunción y falta de tolerancia. Siendo ofensas que en realidad no ofendían al otro, pues eran de las primeras planteadas, Mariana y Aarón terminaron confundidos y haciendo el amor una vez más, sin pensar en el placer o sin recordar que habían sentido orgasmo alguno. A la mañana siguiente se reunieron a desayunar, pero ese simple acto resultó ser una afrenta tan frustrante tras lo ocurrido la noche anterior que ni siquiera voltearon a verse con sus tazas de café con leche tomadas por la oreja levantando la mano izquierda y con el pan dulce cargándolo la derecha, alimentos fugaces y suficientes previos al almuerzo que compraban rumbo a sus labores diarias. Lo que temía la madre de Aarón no era sólo sobre la juventud de la pareja, sino sobre su ignorancia: –No se conocen, hijo, entiende, necesitan más tiempo. –Mamá, Mariana es buena. Buena en verdad. Nos iremos conociendo, que para eso viviremos juntos. –Las cosas no son tan simples Aarón. Al cabo de un tiempo Mariana y tú querrán vivir en libertad, la que ustedes mismos van a obstruir. –¡Claro que no!, es todo lo contrario. ¡Vivimos nuestra libertad! La señora no pudo objetar más, pero tampoco quedó realmente convencida. Sólo rogaba a Dios, justo antes de dormir en la compañía de su marido, igual Aarón porque el hijo era primogénito, que no estuviese cometiendo un grave equívoco su adorado querubín. Ese Dios que no cabía en la cabeza de Mariana, la misma que dudaba de la existencia del corazón. De allí que sus diferencias continuasen por la parte religiosa: –Amor, yo no quiero boda de blanco. ¡Lo sagrado me da asco! –¡No me digas que por el civil es mejor! La ley del hombre por encima de la ley de Dios. Así no llegaremos a ninguna parte. –¡No llegamos a nada por tu falta de conciencia! Si dejases de hablar sólo con tu dichoso Dios ya tendríamos algo más que ese mugroso carro de segunda mano. ¡Siempre esperando tus milagros! –Pues sí, espero el milagro de que al menos dejes de lado tu soberbia. –Ahora soberbia. ¡Válgame! Si el necio eres tú por andar con el cuento chino de que algún día conseguirás un empleo de verdad y no puras miserias. No terminaba Mariana toda su letanía cuando Aarón se indignó al borde de la ira y abandonó la mesa sin cenar del todo la leche ni del todo el pan. Mariana, nuevamente extrañada permaneció en su lugar cuestionando si realmente funcionaría aquello del matrimonio con Aarón. Recogió después la mesa, y devoró en tres bocados el resto del pan que su novio dejó a la deriva de un plato de porcelana falsa, más bien de poliacrilato de metilo verdadero. Pasó otra noche en la que más decididamente no desearon la carne con lascivia y no tuvieron relaciones por primera vez en mucho tiempo. A la mañana siguiente, Aarón mostraba haber resentido la falta de cariño tan constante como hasta entonces lo tuvieron y con mal humor le dijo a Mariana: –¿Por qué diablos te comiste el pan que dejé? ¿Acaso pensaste en mí? ¡Ya se te está haciendo costumbre! A lo que Mariana interpeló: 29

–¡Vaya! ¡Ahora sí hablando del Diablo! Pues sí, me lo comí porque se me antojó, ¿y qué? De todas formas te largaste muy grosero. ¡Tú no querías ese pan! Entonces Aarón, con patetismo y furia, salió del apartamento sin desayunar. Mariana siguió con la rutina, pero con el resquemor de haber herido de alguna forma a su novio. Aarón reflexionó más sin querer que por voluntad (si es que voluntad alguna existe en la realidad) sobre las palabras dichas, ofensivas y absurdas, contra Mariana. Así fue como él lo percibió y por tal motivo, de regreso del juzgado donde un caso más se le iba de las manos, compró un ramo de flores para Mariana. Ella, asimismo, trataba de formular alguna disculpa por no sabía qué, pero alguna con tal de contentar a Aarón y seguir la vida en paz. Entre muestra y muestra de agua contaminada con cromo y acero de calidad dudosa, se decidió por asumir que Aarón llegaría más tranquilo del trabajo y aprovechando eso actuaría como si nada hubiese ocurrido; ni su orgullo ni el de Aarón se verían comprometidos más allá de lo que ya se encontraban lastimados. No obstante, cuál fue la sorpresa de ambos cuando él llegó con el ramo de flores en la mano derecha y ella, continuando con el plan de restarle importancia a lo acaecido, lo aceptó sin la mayor muestra de aprecio que el escueto y sucinto «Gracias» que alcanzó a pronunciar. Aarón creyó de esta forma que Mariana seguía molesta. Ella, equivocando también la perspectiva, vio en Aarón a un irresponsable que en lugar de gastar el dinero en cosas productivas lo dirigía a comprar adornos inútiles. A pesar de todo esto, callaron porque la sorpresa los había tomado antes. Y en el silencio la reconciliación se hizo posible, mas no así la solución a sus problemas que se aunaban cada vez más a otros tantos, como una bola que se hace grande al rodar sobre la nieve; primero las diferencias religiosas y después los conflictos de la comunicación, donde el uno sobreentendía las intenciones del otro sin atreverse a hablar nada, o bien, sin atreverse a soportar con fortaleza las frases aproximadamente ciertas del otro, pues ella pudo haber dicho «Sólo no hubieses gastado en el ramo, que hace falta el dinero» mientras que él pudo haber admitido «Es cierto, pero sólo esta vez lo ameritaba porque te amo» y así hubiesen resuelto el drama que los aquejaba. El monstruo oculto, profundamente escondido, de las diferencias culturales (lo que cada uno creía) los convertía en personas potencialmente violentas continuando sus disputas de levedad casi bélica; dos bombas de tiempo que terminarían gritándose a las dos semanas por olvidar Aarón pagar el recibo del servicio de agua como se lo había encargado ella. Sin ese pago les cobrarían una multa; era el último día antes del vencimiento. Mariana le reclamó ya fuera de sus casillas: –Parece ser que crees el dinero se da en los árboles. ¡Ya trabaja en serio! ¡Por favor, las deudas se están juntando y tú no ayudas en nada! Aarón fastidiado contestó: –No tuve tiempo porque SÍ estaba trabajando. Lo que ocurre es que no comprendes lo difícil de los casos; tu trabajo nada más es agitar frasquitos mientras que el mío es lidiar con la gente y sus problemas de verdad. ¡Hasta un mono haría lo que tú! Los ánimos llegaron hasta este punto a su límite. Mariana no soportó más y las ganas de golpear algo la hicieron arremeter en contra de Aarón con la palma bien abierta directa y rápidamente hacia su mejilla izquierda. Atolondrado, pero consciente de su rabia, Aarón la miró de un modo horrible, cargado de odio, y finalmente, en lo mudo de la escena, abandonó el apartamento dirigiéndose a la casa de sus padres. Mariana lloró de la desesperación. Los veintisiete años con que contaban cada uno, dicha sea parte de su escándalo como para poder referir ahora sus edades, no les permitieron burlar la incomprensión y la impaciencia con que entendían las obras del otro; se llenaron por eso de 30

cobardía y prefirieron no continuar en el proyecto del amor. Aarón esperaba que Mariana cambiase; Mariana contaba con que Aarón cambiaría. Luego, en vista de que nadie torcía su brazo sacrificándolo por el otro, porque darlo a torcer realmente no resultaba suficiente para sanarlo todo más allá de los golpes que casi nunca hubo sino por esa bofetada de la discordia, jamás volvieron a estar bajo el mismo techo, ni siquiera porque Aarón regresase por su ropa y sus libros; ni siquiera porque Dios los hiciera coincidir. La madre de Aarón no quiso insistir en lo que cuatro años antes había vaticinado sin manifestarlo con palabras diáfanas. Se remitió únicamente a consolar en la medida de lo posible el dolor de su hijo. El padre de Aarón no objetó la estancia del joven en la casa: entendía que él necesitaba ayuda. Mariana buscó otro apartamento compartido con una compañera del trabajo. Como ésta no tenía realmente interés en Mariana, ambas se mantuvieron al margen de la cotidianidad emergente. Ambos se extrañaron, sin duda, pero el mundo no se rige por este tipo de cuestiones sino por algo más importante llamado confianza, de lo cual evidentemente carecían en la reciprocidad. Y no es que Mariana dudase de la honradez de Aarón o viceversa, pero el no poder apoyarse en lo que el otro considerara la verdad les pulverizó las ilusiones. Sin posibilidad al reparo, lo único que los mantendría vivos y con la esperanza de algo mejor era la confianza que tenían en sí mismos, es decir, su soberbia individual. 27 de Enero de 2013

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EL AGOBIO DE NUESTROS PLACERES Es posible que José Luis lo haya rechazado al comienzo; él nunca fue alguien especialmente paciente ni tolerante, pero al final sospecho que terminó teniéndole afecto, aunque éste sentimiento fuese tan débil como fatuo. A veces yo también perdía la paciencia y realmente llegaba a detestarlo. Jamás alcancé a comprenderlo al grado que José Luis lo hizo. Sé esto a pesar de las esporádicas ocasiones donde empaté con sus charlas: José Luis preguntando y él respondiendo sin medida ni congoja. No podía ser al contrario, es decir, José Luis contestando, porque él no resultaba igualmente ególatra que nuestro amigo. Según él decía, teníamos esa relación cada uno respectivamente porque él «lo había decidido así». Esas palabras me molestaban de sobremanera. Ignoro si José Luis pensaría lo mismo. Podría suponer que sí, pues solía salir de sus casillas rápidamente. Era muy extraño ver cómo se contenía para no ahorcarlo o brindarle un soberano puñetazo en el rostro. En verdad él nos provocaba demasiado disgusto; esto a cada uno por separado. Y aún así he llegado a extrañarlo. No pongo en duda que José Luis lo sienta de forma parecida. Digo, nuestro amigo tenía su ser agradable. Recuerdo la única vez en que me escuchó. No elaboró ningún juicio, sino que muy distintamente a como yo lo esperaba, lleno de su respiración parsimoniosa, en lugar de decir quién tenía la culpa expresó con toda su empatía, eso sí, que «eran problemas de comunicación». Quizá todos los tuvimos para con él y él para con todos nosotros. Y ahora alcanzo a recordar el valor propio que decíase tener y que no concordaba con la eterna aprensión dibujada en su cuerpo. Sus manos sudaban, encorvaba la espalda, bajaba la vista y luego escondía sus manos ya cubiertas de sudor en los bolsillos del abrigo que siempre vestía. Siempre, cabe decirlo, uno distinto y bien combinado... En alguna ocasión muy particular José Luis y yo coincidimos sin estar presente nuestro amigo. Entonces, sin aquella influencia sobrecogedora charlamos de él, pues no había evidencia en aquel instante de que compartiéramos algo más. Comenzó José Luis diciendo: –No lo he visto, tú sabes, a tu amigo. Tardé dos segundos en comprender lo que quiso decir, porque la referencia a mi amigo no la esperaba. Después sonreí y simulando un despertar sacudiendo levemente la cabeza, respondí: –Lo siento, de momento no te entendí. Él, José, me aclaró que ese recurso retórico, hablar de lo mío siendo que era nuestro lo había aprendido de su amigo. Me llevé con ese comentario la impresión de estar frente a un fanático de él, un admirador. No obstante, el resto de la conversación me quitó la venda de los ojos y una vez más comprendí las verdaderas intenciones de su discurso. –No quiero encontrármelo. –¿Por qué lo dices? –No lo soporto, tú me entiendes, me abruma. –Sinceramente, no, no entiendo. Ignorando aparentemente mi respuesta, prosiguió: –Siempre dándose aires de sabio. Detesto la instrucción eterna a la cual nos somete. Lo he visto, e 32

igual te molesta. –Realmente no me incomoda, pero en ciertas ocasiones desearía cambiar el tema de conversación... Interrumpiéndome con premura, dijo: –Cierto, el eterno tema, Ciencia y Arte. No se cansa de filosofar y uno siempre intentando comprender lo estúpidos que somos en el resto del mundo. –Jamás me he sentido estúpido con él. –Quizá no, pero antes me habías dicho que no soportabas el conflicto sobre la verdad que él planteaba. –Eso... Me saca de quicio. Uno jamás tiene razón de nada, pero al final él termina teniéndola, ja, ja. Sí, es una cuestión, como estaba diciendo, desquiciante. –Lo peor fue cuando llegó a decir que yo no podía garantizar la existencia de las cosas a cada instante... En ese momento quien interrumpió súbitamente fui yo, y dije: –El problema cuántico. Sí, es complicado asimilarlo. –Que si no percibo, o como él dice, si no mido, no puedo garantizar que las cosas existen. Que sólo pueden existir con garantía suficiente de ello si mido. Y aún así, si la medición es imprecisa, ¡las cosas sólo existen con ese rango de imprecisión! –Así es. –Y yo le digo que eso es estúpido. ¿Eso tiene en lo cotidiano influencia? ¡No!, porque si voy a darle un golpe en el hocico y él tiene los malditos ojos cerrados, no por ello deja de existir mi intención de golpearlo. –Pero él no podría garantizar nada sobre tu intención. –Mejor. Así no se daría cuenta sino al momento. Pero de que le dolería, le dolería, ja, ja. –Le dolería hasta el instante en que él pueda percibir tu golpe, mientras no. Después de un silencio de interpretación hecho por José Luis e inspirado por mí, cambió su mirada pensativa a otra más acusativa. –Ya no quiero saber nada de corrientes. –¿Literarias? –Exacto. Me hartan sus libros. Leyendo cada vez a un premio Nobel distinto. ¡Quiere ser como ellos!, pero no les llega a los talones en nada. Apuesto a que esas personas no son tan presumidas como él. –Quizá él no diga lo que dice por presunción, sino por admiración. –Lo dudo. Es un fanático. No hay día, de verdad, un sólo día en que no hable de «Cien años de soledad». ¡Me fastidia que el pinche libro esté en cada conversación! ¿No puede hablar de otro? ¿Es acaso la gran cosa? –El libro es muy bueno, sin duda. –¿Pero al grado del fanatismo? –Para él sí. Tu amigo tiene a veces perspectivas interesantes del libro. Le gusta mucho, eso es cierto. –A veces creo que es maricón. –¿De verdad? ¿Y eso por qué? –No le he conocido novia. Luego dice que está perdidamente enamorado de A... El pendejo cree que algún día ella le dará el sí, ja, ja. ¡Si ya le dijo que no! No sé qué más espera. Por eso creo que él es maricón: decepciones como esa vuelven a tipos como él contra las mujeres. Y tanta poesía, tanto 33

arte, tanta reclusión... Eso no es normal. –Según él, así lo prefiere. Él es feliz así. –No lo sé. Sospecho que tiene una perversión escondida. Sólo es cuestión de tiempo para que aflore. –Yo no podría decir que sí, pero tampoco podría decir que no. –La última puntada con la que salió hace unos días: que todo en el Universo ya está determinado, que sólo nos corresponde entender nuestro destino. ¡Vaya barbaridad! –En eso concuerdo contigo. Que no tenemos poder de decisión me parece absurdo. Y aún así me ha hecho dudar con la paradoja de Sartre. –Siempre sale con el comentario «Siento que vivo en una película»... Me parece patético. –No creo que su intención sea molestar, sino simplemente comunicarse. –Pues entonces odio su comunicación. Él es muy egoísta. Siempre hablando de sus cosas y jamás escuchando lo que uno tiene que decir. Y cuando al fin lo hace, no apoya, digo, siempre llevando la contraria. Recuerdo cuando le hablé de mi novia. Le dije que ella quería tener sexo conmigo, pero no en un hotel, sino en un lugar más privado. ¿Sabes qué me contestó? Me dijo que era buena idea, pues a ella quizá no le gustaba la inmundicia de ese tipo de lugares donde la podían grabar en el acto. Yo le dije que pensaba grabarla, que siempre lo hacía con todas y el gay de tu amigo se indignó. ¡Maldita nena de mierda! –Quizá yo tampoco estaría de acuerdo. –Es verdad. No es algo que presuma a todo el mundo. Pensé de inmediato dos cosas. La primera, que el granuja de José Luis era un bastardo. La segunda, que quizá él estuviese mintiendo. De alguna forma me identificaba con nuestro amigo porque teníamos gustos muy semejantes. Incluso yo tampoco tenía novia. Aún así, José Luis tenía mucha razón en el fanatismo extraño de él. Es más, sigo creyendo que él lo entendía mucho mejor que yo. El punto es que yo comprendía las palabras e ideas expuestas por él, sin embargo a muchas de ellas he llegado por cuenta propia. En cambio José Luis, muy a pesar de su ser retrógrada y troglodita, había logrado escuchar y asumir las palabras de su amigo. Claro, ambos despreciábamos el egoísmo que le caracterizaba. No era capaz de regalar nada en las fechas relevantes: cumpleaños, día de Madres, Navidad... Menos era capaz de aceptar un regalo sin pensar que fuese hecho por conveniencia. Ya él mismo pensaba que todos ofrecían presentes con el fin de someter a los demás a su propia voluntad a la vez que nadie lo hacía por un verdadero sentido del afecto. ¿Qué sabía él de mis preferencias al dar y recibir? ¿Acaso él era quién para juzgar así los deseos de los demás? Él decía que se había enamorado de A... porque le había mostrado la influencia del egoísmo en nuestras vidas, mejor dicho, en las vidas de todas las personas. Igualmente expresaba lo textual de la frase dicha por A... y que había cambiado su vida: «Si vas a regalar algo, regálalo y ya.» Después continuaba diciendo cómo fue el resto de la conversación: –No esperes nada a cambio. –Mmh... Yo espero gratitud por parte de quien recibe mi presente. –No, no esperes nada a cambio. Si vas a dar un regalo es porque tienes verdadera intención de darlo, pero no porque esperes siquiera que te den las gracias. De alguna forma A... me parecía más razonable que él. Creo que él llevó a un extremo inconcebible las palabras de A... He llegado a compadecerme de él porque A... simplemente lo ignoró. Decía él que esa charla tan reveladora lo había hecho enamorarse perdidamente de ella. Nunca pensó en que A... no deseaba complicarse la existencia con una persona como él. Más aún, nadie de nosotros solíamos querer complicarnos la existencia con su mera compañía, hablando siempre de lo mismo. Así fue hasta el día en que calló. Ese día no lo presentimos porque él no daba muestras de antojársele tal situación. Menos cuando fue él quien me impactó con la declaración aquella sobre su 34

perversión insoportable: –Tengo la suficiente confianza para decírtelo. Sé que no me juzgarás mal. –No tienes que decírmelo si no te sientes seguro de ello. –¡Oh!, vaya que lo estoy. Es sólo un poco de aprensión... Ocurre la... Espera, digo, fue... –Insisto, no deberías expresarlo. Veo que aún te cuesta. No es forzoso que lo hagas. –No es si quiero o no, sino el hecho de necesitar a alguien que me ayude. No confío en mi madre para ello y José Luis me enviaría a la chingada sin temor al reparo. –¿Cómo estás tan seguro de que yo te podré ayudar? –Porque te lo pido. Si no lo haces será tu decisión, yo te estoy pidiendo ayuda a ti y a nadie más. ¿Entiendes? –Comprendo. Sólo no quiero meterme en problemas yo. Expresamente no quería ayudarle en nada; ¿para qué tener más responsabilidades? Menos si son ajenas. Pero él estaba decidido a que sería yo y nadie más quien recibiría la noticia de su perversión, la que en aquellos instantes ignoraba. Quizá deseaba hacerme sufrir... –Te lo diré. Recuerdas la ocasión en que la chica del video era golpeada por su novio mientras éste la violaba. Te indignó, lo sé. Incluso terminaste odiando a David por mostrárnoslo. –Es cierto. –No lo dije, pero a mí me excitó. Sentí un placer muy intenso... Fue algo anormal, aunque interesante. –¿Y esperas que no sea severo contigo? –No, puesto que ya me lo esperaba. Sólo te pido tu paciencia. Mi sadismo es algo nuevo que conforme pasa el tiempo no me permite vivir. Me hallo atrapado en el horror del dolor y el gozo que me genera. –Tú lo gozas porque tú lo decides así. –No lo decido así. Me ha tocado vivirlo así. –No me explico por qué pides ayuda si al final vas a salir con esas idioteces. –Porque no sé qué hacer. –Pues déjate ya de pendejadas y comienza a ser razonable. El mundo no es un sitio fácil para nadie y si aunado a ello te complicas la existencia con cosas por el estilo, seguro que terminarás lejos de todo y de todos. Supongo que eso es lo que esperas. –No es así. –¿No? Deberías ver tu cara de satisfacción. Incluso contienes tu risa. –¡No es verdad! –¡Claro que sí!, te estoy viendo. Se te contraen las mejillas y muerdes la punta de tu lengua sin piedad. –Lamento que no me apoyes... Después, José Luis intentaría devolverlo al mundo de los vivos sin mucho éxito. –Lo único que lamento es no poder llevarme nada de él. No tengo el valor para asumir que ya no está. –No José, no es eso. Recuerda lo que él te explicó. Estás viviendo la negación de su muerte. Con el tiempo buscarás a un culpable y te arrojarás sobre él. Luego, desahogados tus ánimos, intentarás ganar algo de la pérdida, en este caso, de su muerte. Pasado esto, seguirá siéndote difícil acostumbrarte a la nueva idea, pero llegará el día en que todo retorne a un estado de normalidad. A veces lo extrañarás, pero irá convirtiéndose en un recuerdo cada vez menos encarnado, más bien 35

nostálgico. Es quizá todo ello lo que en mi caso ocurrió. Tal vez así tenía que ocurrir. Estas líneas refieren lo que no hice, la culpa que no deseé ni deseo asumir. Él se murió. Yo no. A él lo extrañaremos. A mí me corresponde extrañarlo. Si dudé que él cometiera semejante estupidez fue porque lo consideraba alguien sapiente. No tenía yo porqué saber sobre sus antecedentes y consecuentes mentales. No. Él murió y yo sigo aquí. Lamentar el pasado es inútil y, por consiguiente, absurdo. Sólo quiero quedarme con una cuestión en la cabeza, una realmente sórdida y profana tras su decisión: ¿Acaso él vivió un calvario? Porque hay ocasiones en que él, o bien, su recuerdo, me incita a figurarme todo lo contrario, esto es, que él era un hombre feliz. Quizá lo era y no pudo con la carga enorme de su felicidad porque simplemente nadie se lo permitió, ni ser feliz abiertamente ni compartir su felicidad; «...so much desire, when there is nowhere I can turn to, to offer this desire» Y nadie, ni José Luis ni yo, ni nadie, supimos comprenderlo en sus satisfacciones, por hartantes que fuesen. En verdad, nadie supimos cómo ser felices junto con él, para que él lograse desprenderse de sus «cochinadas». Sospecho que nos percibió así, a todos nosotros, siempre buscando, solos y muy ajenos (a él o a quienquiera) el agobio de nuestros placeres. 4 de Febrero de 2013

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HERMANOS EN LA AMISTAD –¡La gente es muy sucia! –No, la gente no es sucia. –No diga que la gente no es sucia, ¡claro que lo es! Fíjese bien hermana, fíjese bien. ¿Ya vio cómo se besan esos dos? ¡Son unos puercos! –Hermana, que ellos ejerzan su amor no significa nada más que eso. ¡Es usted muy escrupulosa! –Tengo escrúpulos, sí, porque sigo fielmente lo que la Santa Biblia dice. La conozco de memoria y sé que usted también recuerda con toda claridad lo que dice la «Ley de Santidad» en el Levítico dieciocho veintidós. –La «Ley de Santidad» fue escrita hace mucho tiempo. Ahora todo es diferente. No significa que esté de acuerdo, pero créame hermana, hoy tienen el derecho nos guste o no. ¡Yo jamás atentaría en contra de ellos! También son hijos de Dios. –¡Son hijos del Averno! –¡No diga eso, por favor! –Lo merecen. –Pero usted, con su investidura, no debe invocar así como así a las tinieblas. ¡No sea imprudente! –Tiene razón, discúlpeme. Pero ellos me hacen hervir la sangre con sus porquerías y sus ejecuciones abominables. –¡Ya, ya!, no siga pensando en eso. Mejor caminemos hacia otra parte. Así se tranquilizará. Entonces, las dos hermanas caminaron. Rezaron por la expiación de sus almas tras hablar sobre lo prohibido, lo profano, y continuaron su recorrido hacia el edificio de provisiones. Los «sucios» no se percataron de la presencia de las «carmelitas». Cada par estaba en su propio asunto: las religiosas rogando a un Dios misericordioso en aquella ocasión para que salvara sus almas, y los novios gozando de su romance lleno de aires progresistas. –¡Míralas! ¡Malditos pingüinos! –¡Cállate idiota!, que te van a oír. –¿Qué? ¿Acaso les tienes miedo? –No, pero tampoco grito a los cuatro vientos cualquier frase irreverente que se me venga a la cabeza. ¡Parece que tienes caca allí, en el cerebro! –¡Caca!, ja, ja, ja. Sólo digo lo que pienso. Las viejas aquellas se tragan todo el dinero de las limosnas y se emborrachan con el «santo» rompope. ¿Y qué me dices, aparte, de los padres? Siempre con el vino de consagrar, siempre. Yo me pregunto cómo le hacen para no trastabillar a la mera hora. –¡Te digo que te calles! ¡Nos vas a meter en problemas! ¿Qué no ves a las personas? ¡Se van a enojar! –¡Pues que se enojen! Tengo libertad de expresión. –¡Pues libérate con tu abuela, que yo no me arriesgaré a que te escuchen y vean que voy caminando contigo! ¡Cabrón! Primo con primo terminaron cada uno por su parte. Primo con primo se hicieron rabiar. Las monjas no escucharon nada de la discusión, pues continuaban abstraídas por la salvación de sus almas. Tampoco nadie de los presentes alcanzó a escuchar alguna de las frases que, a pesar de ser emitidas con potencia de dicción, fueron agotadas en lo bajo del volumen que el primo escrupuloso impuso al comienzo y que fue consecuentado en susurros agresivos e impetuosos en el ánimo por el primo cobardón. Porque eso sí, él no se atrevía a decirles cara a cara a las monjas, sentadas durante unos minutos comunitarios en el banco de la «Alameda», lo que inspiraban sus hábitos de 37

«pingüino», o sus hábitos de convicción. –¡Hazte a un lado! –¿Por qué? –Porque ahí anda un «hippioso». –¿Y luego qué? –Que ésos se «drogan». Fuman mota todo el tiempo, son unos desobligados que no se ponen a trabajar, unos mantenidos. ¡Si tan sólo yo fuese su madre...! –Pero no lo eres. –¡Claro que no! Afortunadamente. Yo jamás tendría hijos como ellos. No. Mi hijo jamás se metería en aquellos asuntos. ¡Yo misma le cuido las amistades! –Mejor ni digas; mejor ni digas. Más rápido cae un hablador que un cojo. –¡Cállate estúpido! No sabes lo que dices. –Nomás digo... –Pues no digas nada. ¡Impertinente! –Escúchame. A mí también me preocupa tu hijo. ¡Caray, es mi sobrino! Por lo mismo te prevengo en todo lo que pueda ocurrir. Él no está exento de nada. El mal está en todas partes e incluso muchas veces no lo podemos evitar o eludir. Por eso cuida tus palabras, porque no sabemos si tu hijo pueda llegar a sufrir algún día una calamidad semejante. –¿Y tú qué sabes? ¿Eh? Yo sé cómo educo a mi hijo y si no te gusta, pues consíguete el tuyo. Ya estás bastante grandecito como para buscarte una mujer y casarte. –¿Y si no quiero, qué? –Nada; nada. Ya ves qué se siente que le digan a uno que está haciendo mal las cosas. Cada quien sabe, que no se te olvide; cada quien. –Al menos yo no paso a criticar a cualquiera que se encuentre sentado por ahí. –Yo nada más dije lo que vi, a un «hippioso» bueno para nada. –Te repito, mejor piensa en tu hijo. –Y yo te repito, imbécil: ¡déjate de tus mariconadas y ya cásate de una buena vez! Acto seguido, la familia se fracturó por algún tiempo. Sin embargo, poseían cierta piedad dentro de sus soberbias y volvieron a citarse en alguna otra ocasión, con el niño, el sobrino, o sin él de por medio; ellos no lo sabían y nadie más lo habría tenido que saber. A diferencia de las hermanas y a diferencia de los muchachos, los primos, sí hubo quién escuchase la conversación de este hombre y de esta mujer no tan dispares en educaciones, pero tan dispares en sus formas de juzgar. –¿Qué será tener un hermano, o una hermana? Jamás lo sabré. Sólo espero que los que son hermanos o hermanas no discutan más. ¿Qué será discutir a causa de las diferencias con la gente más querida? –Eres muy idealista. –Bueno, no espero decir de mi propia boca ni de mis propios pensamientos que todo el mundo se vaya al Infierno. –¿De qué va tan «lastimera» diatriba? –Escuché a unos hermanos, mujer y hombre, que discutían, si bien entendí, por sus diferencias. Ella llamaba a alguien «hippioso», y él se molestó por la acción juzgadora. Entonces, la atacó mencionando de una forma un tanto non grata a su hijo. Explícitamente, él le dijo que «cuidara muy bien a su hijo, porque ella no podía asegurarse del destino del niño». –No encuentro nada de conmovedor en todo ello. –Ocurre que la atacó mencionando a su sobrino. ¡Eso me resulta verdaderamente sorprendente! –No deberías de sorprenderte tanto, amigo mío. Así somos las personas. Nos atacamos y ya. Luego, 38

continuamos con nuestras vidas. –¿Así, tan campantes? –Así tan campantes. Si nosotros no caemos en eso, y vaya que te quiero mucho, casi como un hermano, si no es que como un hermano, es porque nos toleramos. –No estoy tan seguro de que jamás nos ocurra algo parecido. Pero me conformo con la idea de que, igualmente, te quiero como si fueses mi hermano, aunque no sepa realmente de qué se trata tanto parentesco. Acuérdate, tampoco tengo primos. Y mis padres ya están muertos. Sólo me quedas tú. No obstante, nunca podría asegurar si te quiero como se supone se debe querer a un hermano o a una hermana. –A veces es mejor tener amigos que hermanos. Créeme. Tú eres mi apoyo desde que te conozco. Sin ti, no sé cómo habría salido de muchas. Y quiero mucho a mis hermanas, pero tú, tú eres el hermano que nunca tuve. Has de cuenta, pues, como ya te lo he dicho siempre, que tener un hermano es algo así como tú y como yo somos en nuestra amistad. Un lazo irrompible por estar ligado más allá de la sangre. –Suena poético, pero ciertamente no me convences. Jamás lo has logrado. Sigo y seguiré con la misma duda hasta el final de mis días. –Te aseguro que cuando llegue el final de tus días, o bien ya estaré muerto yo, o bien será tu final y podrás darte cuenta de que somos hermanos desde el primer día en que nos conocimos. Es más, quizá si me llega la muerte antes que a ti, también podrás sentirlo así. –¿Sabes? No tengo familia. No lo quise así. Y si no deseo vivir con nadie o casarme, aparte de que ya estoy viejo para eso, no creo que pueda tolerar mi soledad junto a alguien más. Tampoco creo que alguien más, salvo tú, llegue a comprender mi soledad sin caer en el vicio de los juicios imperdonables. –Te agradezco lo dicho. Eso quiere decir que siempre he de ser de tu familia. –Tal parece amigo mío, tal parece... Después de un abrazo y de una despedida tan habituales como las prendas de las mujeres antárticas, las «pingüinos» según diríase antes, se alejaron sin alejarse. No voltearon a verse de nuevo porque el destino los voltearía sin que ellos se desgastasen por esfuerzo alguno. Ambos lo sabían. E igualmente confiaban el uno en el otro de manera incuestionable. El uno podía tomar decisiones por el otro como si se tratase de una misma persona que decidía por y para sí misma. Esto les tomó tiempo, pero al final la incipiente evolución a través de los días de su relación les acercó las facultades fraternales de las que tanto se enorgullecieron aquel día donde unas vidas siguieron juzgando a otras vidas por igual. Todos hermanos de palabra, como las religiosas, o de convivencia, como los primos, o de sangre como el hombre y la mujer conversando entorno al sobrino que también era hijo. Pero nunca tan hermanos como aquellos tolerantes, tolerables y tolerados durante los días de dicha y de desdicha. Hermanos de sentimiento: hermanos por adopción. Hombre con hombre que nunca serían una «abominación», sino hombre con hombre de manera apostólica, aunque nada romana. Muy semejantes a Jesús, el Dios, eran «carne de su carne» mutua, carnales en la amistad. Consanguíneos dado un «Espíritu Santo» que los unía sin que éste existiera. Consanguíneos más que por divinidades invisibles, por los consejos sin escisión atroz. Consejos que en su falta de juicio se convertirían en las conversaciones más entrañables, llenas de anécdotas y verdades. O falsedades que resultaban verdaderas en la gratitud omitida por el «Gracias», pero admitida por el «abrazo». Abrazos de admiración, y abrazos sólo por ser abrazos. Abrazos de fidelidad: abrazos de unos hermanos en la amistad. 15 de Marzo de 2013 39

SE LLAMA PREVENCIÓN Rondará la imagen de su ojo las entrañas de los pensamientos que, inevitables, le recordarán día a día lo abrumador de toda aquella certeza, igualmente inevitable. Un ojo de proporciones perdidas. La fecha: dos, tres, cuatro, ..., algunos años harán. Perdidas con la piel cicatrizada y sin pestañas de un rostro que en su debido momento carecerá del amparo neutral ante el ácido imperdonable. Él olvidará la furia de aquellos fluidos despiadados: si no queman, mejor escrito, descomponen, entonces condenan. Aunque en su caso la quemarán y condenarán a una fealdad tolerable, e incluso prescindible, sin embargo de todas formas catastrófica y lamentable. Él no se perdonará jamás haber mezclado ambas transparencias tan de golpe; la transparencia del agua y la transparencia protónica: la transparencia del sulfato de hidrógeno diluido, ácido sulfúrico transparente. Él habrá vertido en un vaso de precipitados, PYREX según decía la receta, sin haber olvidado servirse de sus guantes eso sí, el sulfúrico. Se hallará muy lejos de la campana de extracción de gases. Tan lejos y no se imaginará nada sobre lo que después ocurrirá. Antes «bromeará» con otro diciéndole «Luego estos PYREX ni son PYREX. El otro día metí un matraz bola a la tarja y se quebró luego luego. Ahora me lo están cobrando, pero ya veré si lo pago o no. ¡Es que están demasiado caros!». A lo que este otro preguntará «¿Estaba muy caliente, o qué?». La contestación será «Pues sí. Era la del ciclohexano.» Entonces el otro cuestionará «¿Y por qué si estaba caliente lo pasaste al agua fría?» Y la respuesta será, sin más, «¡Porque ya me quería ir!» El otro se incorporará a su mesa de trabajo entre detestando e intentando restarle importancia a aquellas palabras de insipidez atroz. No se imaginará tampoco la tragedia que a todos resultará incómoda por el resto de sus días entre muros de gente repetitiva durante una generación a lo largo y ancho de dos, dos y medio, y tres años posteriores. Batas blancas y la Bata mayor, un doctor por doctorado. ¡Si tan sólo estuviere un doctor por mérito médico al alcance de la mano! No, para el caso será al alcance del ojo. La mayor de las Batas hablará; la mayor de las Batas terminará de hablar. A esas alturas todos habrían de saber qué hacer y cómo comportarse. Unas alturas imprecisas, pero supuestas sólo para eludir algunos aspectos entre ociosos y aburridores. Esto será, que no hablará de toxicidades o de peligros, sino de rutinas operativas: rutinas en su rutina de trabajo. Nadie les habría explicado gran parte de los procedimientos. Nadie los habría considerado gente adulta, sino gente (si es que a gente llegarían) insulsa, boba. Así pues, las alturas que habrán de suponerse serán terrenos bajos, fértiles, sin embargo mal trabajados para los hechos más fundamentales. «La seguridad ante todo» lucirá como la peor falacia. Una falacia anunciada de vez en vez por la Bata mayor de allí, o de más allá, de burocracias que jamás vestirían una bata. Increíblemente, pero cierto, no todas las Batas conocerían desde sus alturas las premisas de un laboratorio seguro: trabajar vapores en la campana con el cristal tan bajo como para evitar cualquier proyección, trabajar con guantes no solubles en casi nada (de nitrilo) desde siempre y para siempre, trabajar con la bata tan larga como las rodillas aguarden a ser cubiertas, trabajar con las gafas de acrílico, ¡con las gafas!... Nadie se habría percatado de tantas omisiones. Batas menores que desconocerán el proverbio «jamás des de beber agua a un ácido», o que ignorarán (no por voluntad verdaderamente propia) la existencia de un interruptor que activaría el pequeño pero suficiente ventilador depurador de aires toxificados por el oficio. Batas menores que se definirán incrédulos ante lo cancerígeno del benceno, o del tolueno, o de cualquier contenido líquido con fenilos amenazadores: nitrobencenos o ácidos bencensulfónicos, por qué no.

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Entre toda esa orgía de impiedades contra el cuerpo, se generará el accidente, trago amargo y funesto para un ojo lacerado negligentemente, para ojos observadores y temerosos de su propia vulnerabilidad, y para un par de ojos que aparte de su vulnerabilidad reflejarán culpa; «Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa» y jamás la culpa ajena, es decir, jamás la culpa mayor en bata. Para el ojo afectado será una culpa inexplicable. Sí explicable por sus carentes previsiones, pero no por sus secuencias cinematográficas detalle a detalle. Porque el ojo afectado quisiere saber cómo o por qué. Cómo habrá llegado a tal punto. Por qué. Son las cosas que siempre ocurren, o sea ocurren sólo así, sustentadas en pasados inmediatamente catastróficos al convertirse en partes del presente. Cómo será: la Bata menor, el «PYREX que no es PYREX», se granjeará con aquellas transparencias, agua y ácido sulfúrico. La Bata menor tendrá conciencia de mayor comodidad fuera de la campana de extracción. La Bata menor cargará con el envase ambarino dos, tres, cuatro,... veinte pasos, hasta reposarlo sobre la superficie gris de acero inoxidable. La Bata menor destapará el envase ambarino, dejando abandonada la tapa negra, de polipropileno o algo similar, y también el envase con el contenido que ya estará emanando sus vapores, muestra de la saturación de la solución. Se colocará los guantes más próximo a una incipiente luz solar proveniente del amanecer, aunque más alejado del peligro latente. Llenará un PYREX, vaso, y se hará confirmar, como ya se ha mencionado, por su opinión, «PYREX que no es PYREX». El contenido será agua corriente, salida del grifo, cuando hubiere de ser agua destilada y desionizada. Llamará, cosa que lamentará más tarde, al ojo inicialmente sano que pasará a ser el ojo afectado. Lo hará para conversar, únicamente por distraerse entre coquetería prefabricada y sonrisas esperadas. El ojo femenino mantendrá su piel lisa y limpiamente humectada, maquillada, por unos segundos más. Él verterá la transparencia sulfúrica en otro PYREX vacío. El ojo coqueto asomará su curiosidad y a continuación la mano del «PYREX que no es PYREX» verterá sin la mayor aprensión apropiada el contenido disolvente hacia el otro PYREX, el ácido. Entonces, la alegría armoniosa se esfumará repentinamente. El agua arremeterá en sus veinte o veinticinco mililitros contra otros treinta o cuarenta mililitros de ácido sulfúrico ya excitado, atronador. Tanto que el trueno se despachará salpicado directamente al párpado del ojo sorprendido y maquillado en sus veinte o treinta gotas de inesperado horror. Tres mililitros desdichados. Las manos del ojo, no sabiendo qué hacer, se arrojarán sobre la sorpresa y arruinarán más lo que hubiere podido ser menos. El «PYREX que no es PYREX» preguntará una y otra vez, estupidizado por su propia estupidez, qué es lo que habrá ocurrido. Un minuto más de preguntas y de una mano cubriendo un ojo que jamás volverá a ver será el acabóse. Una tercera persona se aproximará a la escena acongojadora y con la congoja en la boca hablará de urgencia por un no sé qué, pero de incumbencia para la Bata mayor, el doctor que no sería médico. «¡Ah!» el gemido y «¡Ah!» el frío del lavaojos tardío. Un chorro de agua potable que diluirá lo diluible. Sin saber qué más hacer, todos callarán. Dos, tres minutos de silencio aterrador. El «PYREX que no es PYREX» notará sus orejas calientes, la cabeza que dará vuelta y una incontenible intención de vomitar. Consciente de la ausencia de un sanitario inmediato, aprovechará la tarja que a su izquierda le ofrecerá una paz efímera, sin embargo relajante. Ansiedad por culpa, vomitada. Una pasta de carbonato de sodio y un ungüento serán paliativos al «¡Ah!», el ardor inconfundible de los ácidos sobre la piel. Será acompañado el ojo lacerado a la enfermería. Todos se dirigirán con cierta rapidez, dos, tres, cuatro, plantas y luego dos, tres, cuatro, ..., trescientos pasos hasta llegar al puesto con el doctor que sí será médico. En la espera, un breve interrogatorio y la dirección prescrita y urgente al hospital más cercano especializado en Oftalmología. Travesía tras travesía en la grisácea vida que le restará al ojo dañado. Se lo habrá restablecido, al ojo, dos días después con un parche y la mínima esperanza de una poca visibilidad restante. El «PYREX que no es PYREX» será requerido por lo que sabría y poco ayudará. O bien, sólo ayudará a embarrarlo más en su culpa.

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Pasarán los días y el ojo, ya sin el parche de gasa y algodón, efectivamente sólo verá gris. El ojo izquierdo, el ojo sano, se desorientará y tropezará de vez en vez, pero funcionará con normalidad al cabo de unos meses. Ni el ojo izquierdo ni el ojo derecho querrán culpar al «PYREX que no es PYREX», a pesar de que sus padres a ello la incitaran. No procedieron estos señores legalmente porque ella, su hija, les revelará la omisión de los lentes de seguridad. De igual forma, todo ello perderá sentido: el ojo ya no vería sino la luz en forma grisácea y la obscuridad en forma negruzca y también grisácea. El «PYREX que no es PYREX» se suspenderá un periodo completo para ganarse en la pérdida otra oportunidad. Porque él perderá el ánimo y dejará de ser plenamente feliz. Por los pasillos se encontrará, aunque ya no pertenecerá a su grupo escolar, al ojo que antes sería coqueto y que después no sería nada más. Si bien, el ojo izquierdo no lo culpará más por la pérdida del derecho, el «PYREX que no es PYREX» jamás quedará conforme y cada noche y cada día, cada segundo dos o tres, cuatro o cinco, ..., una eternidad inconmensurable, seguirá en su «Por mi culpa, por mi culpa» hasta terminar también quemado de los ojos por el ácido de la amargura. Lamentará la belleza borrada por su borrador imprudente impuesto sobre ambos ojos, tan femeninos, siendo que el derecho sería el único cicatrizado. Por su parte, el ojo derecho tal no lo «vería» así: su amor propio y seguridad irán más allá de bellezas banales. Harán dos, tres, cuatro, ... algunos años de una culpa sin fin. Una bola de ignorancias y descuidos que desenmarañada por el ácido de precauciones sutiles, cruciales, se descompondrán en verdades recalcitrantes para todos. Ya lo sabrán y se ha mencionado, entre el «No debí verter el agua así» y el «¡Quién diablos no les explicó las normas de laboratorio!». Pero, ¿qué es el futuro escrito cuando sólo se trata de una adivinanza?; o no hay tal adivinanza en el destino ineludible. O será eludible toda aquella adivinanza feliz o infeliz. Dicen «accidente es el acto peligroso aunado a la persona peligrosa». Y si la adivinanza es el peligro, nadie puede develar el significado del accidente. El futuro no es soportable o insoportable. No existe. Sin embargo, a cualquiera le causaría dolor una fotografía de éste, al igual que las fotografías del pasado, o peor. Miedo a lo que debería ser desconocido y se ha tornado del dominio presente. La culpa por el futuro que lleva a ejecutar o no tal o cual cosa. A intentar socavar tal o cual designio profético; la profecía justificada. Entonces léase que el ojo acidulado vivirá a la par del izquierdo mientras la adivinanza sea cierta y se confíe en ella. La culpa del futuro socavando peligros, o la culpa del futuro incitando al riesgo. Riesgo que aguarda en objetos o en personas, o lo mismo somos objetos y personas. Rondarán imágenes y se agotarán las calmas. Sin calma por un susto desde lo inexistente. Certezas extrañas, hipotéticas, que más allá de lo trágico suponen lo armonioso. Prevención, se llama prevención. 18 de Marzo de 2013

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VOLUNTAD CAUTIVA Para Rodolfo, porque es una gran persona. Roberto prometió no sé qué y no sé por qué. Roberto cree en sus promesas. Quisiera recordar la primera de tantas. Recién lo conocí ni él ni yo éramos nadie. Entonces coincidimos unas veces algunos minutos, otras veces horas enteras. Entre algunos y enteras las charlas y charlas ocasionalmente se tornaron, aunadas, en motivo de amistad perpetua. Confesiones inmensas y valles cubiertos de voces pasadas y voces conocidas formaron un acervo fraternal que habría, al final de cuentas, de convertirnos en alguien, fuese al menos para él o para mí. Contando libros de memorias con memorias contadas de dichos libros, Roberto animóse a proclamar su primera promesa, o mejor dicho, su primer y único juramento: –Escúchame. Te prometo, Juan, te juro que yo, Roberto Rivas Marmolejo, jamás te olvidaré. –¿Qué te ocurre? –Es sólo que ahora no eres mi amigo: eres mi hermano. –Bien, pero no tienes porqué hacer tanta ceremonia. –No deprecies lo que digo. En verdad te considero mi hermano. –Ven, acércate. Al momento quien se acercó a Roberto fui yo; le tomé del hombro izquierdo. Luego, di un paso hacia adelante y le dije al oído «Roberto, ya éramos hermanos desde que nacimos.» Nos separamos para tener perspectiva el uno del otro. Reforzando la escena, nos abrazamos. Quizá pudiese creer de favorables las palabras de Roberto, sin embargo debí escucharlo mejor. Es más, no debí revelarle años y años de toda mi vida. Excedido en toda proporción informativa, Roberto ya no juraría palabras en vano, mas las promesas no se hicieron esperar. Una de las confesiones fue acerca de mi primera mujer. Roberto la conoció tiempo después de haberle contado las circunstancias de nuestra relación, antes de su juramento. Le gustó, sin duda. Roberto paseaba sus ojos por arriba, y luego por debajo, a un costado, al otro, y mientras me di la vuelta para recuperar el sombrero de ella, él comenzó a acariciarla según él sabía acariciarlas, o sea por encima de la ropa. Rápidamente el viento había soplado sobre nuestras cabezas. Nosotros, mi hermano y yo, como varones «de hoy día» en aquel entonces, teníamos las cabezas descubiertas. Pero ella, como hembra de «ayer día» en estos días donde mi relato sólo impresiona a pocos porque ya todos lo conocen sin haberlo escrito anteriormente en ninguna de mis intenciones escritoras, llevaba un sombrero adornado con naturaleza muerta y cuya sombra era limitada. Así que el aire soplado por quienquiera de los dioses hizo volar en dirección del sur al artificio estético que de nada servía sino para admirar la moda de aquella mi primera mujer. Como su primer hombre y caballero que según debía yo de representar, corrí para capturar el sombrero. Dos, tres, cuatro, ..., cien metros me alejé hasta alcanzar el objeto casual. Luego, como el viento siguiera soplando, me cubrí la frente con el antebrazo izquierdo, cerré los ojos un poco más de lo usual para que mis pestañas retuviesen todo polvo cegador en vista de que iba en contracorriente al viento que lo promovía, y sin previo aviso llegué al sitio donde antes reposaba sobre una manta de día de campo ella, mi primera mujer, y luego se dejaba manosear por el astuto de Roberto. Al ver que me acercaba, ambos se liberaron la una del otro no con presteza, sino con gradualidad. De esta forma trataron de despistar mis sentidos. «No hay necesidad de hacerlo», me dije. Ella ya no era mi mujer y yo, desde los años en que viví enloquecido por su sensualidad, no tenía por qué celarla. Aún así ellos se separaron antes de que yo les dijese «¡Vaya! Entonces ya se conocieron». Le devolví sin escándalos 43

innecesarios de reclamos acechadores el sombrero volátil. Ella agradeció la atención y, como no teníamos más por lo cual continuar junto a ella, nos despedimos. Roberto la besó cual Casanova en el palmo de la mano derecha. Yo me limité a besarle la mejilla izquierda y a abrazarla. Lo que yo haya contado o no a Roberto no debería escribirlo aquí. Los caballeros no tienen memoria. Sin embargo, como Roberto me infundía una confianza tremenda la memoria me volvió de un modo realmente inocente y, sin aprensiones o dudas, sin titubeos, me di a la tarea de relatar la conquista de la tierna Camila, que a sus quince años se entregó toda a mí por acción de la lujuria que cualquiera puede experimentar a esa edad, en mi caso a los diecisiete años en que seguía siendo virgen y me decidí a reconocer los deseos que venían desde lo más profundo del instinto. A Roberto particularmente le fascinaban mis relatos de entrega y desenfreno con otras mujeres. Le infundían calor y vida, algo como una forma de resurrección. Él tenía veintiún años cuando yo tenía veinte y comenzamos a decirnos los “nunca antes dicho”. No obstante, yo sí dije la verdad, mientras que él no dijo nada con lo cual yo pudiese defenderme. Grave error. Pero en su momento no lo noté, porque realmente me emocionaba la idea de brindar todos mis secretos a un desconocido al que iba, según yo en aquellos días, conociendo. Lo que ocurrió con Camila, repito, no me ofendió, pero sería el primero de tantos y tantos intentos de Roberto por destrozarme. Como vio en mí indiferencia, él continuó hurgando sin que yo alcanzase a descifrar algún interés particularmente dañino hacia mí. Otra de las tantas revelaciones que ofrecí a Roberto fue el odio que tenía por mi padre. Él se encuentra tres metros bajo tierra desde que tengo veintitrés. Él nunca me quiso. Y como tal, un padre odiando a su hijo, me he de suponer que yo no era realmente su hijo. Mi madre no soportaba que yo hablase peste alguna de Juan, mi padre, por lo cual a nadie de nuestras amistades pude haber revelado nada entorno a dichos sentimientos que a pesar de reconocerlos sinceramente, me generaban culpa. Cuando conocí a Roberto me presenté como Juan C., el hijo de Juan C. Roberto me contestó que él era Roberto Rivas, hijo de Roberto Rivas. Tal acto de imitación me simpatizó mucho, pues me sentí frente a mí mismo, como si alguien me estuviese reconociendo en todas mis facciones y perversiones. Entonces me decidí a hablar francamente de todo aquello que nadie supiese yo pensaba. Por tal motivo verdaderamente cándido Roberto supo en la segunda ocasión en que nos encontramos sentados frente a frente, bebiendo yo un café y él también un café, mi odio decidido a Juan. Roberto no se sorprendió y eso tampoco me sorprendió a mí. Él de alguna forma actuaba como mi reflejo y por ello quizá aparentaba conocer todo de mí sin que yo se lo contase. No obstante tenía un gran deseo por hablar con él así como uno habla consigo mismo en la soledad. Alguien que me comprendía en todo: un regalo del destino. Roberto me dijo en un acto de independencia como individuo y no como mi hermano «Con razón te presentaste como su hijo. Lo odias tanto que le perteneces.» En aquel instante Roberto me rescataba de una esclavitud con la cual había cargado años y años de pereza por un pasado horripilante llamado «Juan». Sin saber cómo demostrar mi agradecimiento, le ofrecí a Roberto ir a mi casa, donde mi madre, Elena T. de C., nos recibiría, según yo, con los brazos abiertos. Roberto me dijo que no quería abusar de mi confianza. Toda una mentira sospecho ahora, pero en su momento lo creí sincero. Le dije que no había nada de abusivo en él, que yo era quien lo invitaba francamente. Entonces sin más opción, Roberto me acompañó. Llegamos a la casa de mi madre, que era mi casa. También vivían allí mi hermana menor, Elena C., y mi primo Eugenio C. Él se encontraba en la casa por un par de años hasta que él terminase sus estudios universitarios. Luego, se enlistaría en el ejército. Al menos así nos describía sus planes. Mis tíos, Leonor de C. y Eugenio C., se mostraban conformes con tal planificación. Pero el mismo Eugenio me reveló sus verdaderas intenciones a las cuales por alguna razón atroz no me opuse:

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–¿Sabes?, Elena es muy linda. Está muy bien educada. –Pues así son nuestros padres. No podrías esperar menos. –Elena necesita un hombre. No siempre podrá mantenerlos tu padre. Juan está envejeciendo cada vez más primo. Tu madre, la oigo, se queja de la impotencia de Juan, de sus achaques... –¡Déjate de burradas! –Tú mismo ya lo sabes. No tienes por qué avergonzarte. Yo no he de contar nada a nadie. Pero déjame decirte algo, Elena es muy linda para ir a ofrecer sus escasas energías a la fábrica. Las costureras no ganan nada y se mueren de hambre si no consiguen alguien quien las mantenga. En cambio yo... –¿Tú qué? ¿Pretendes llevarte a mi hermana para cumplir todos tus deseos asquerosos? –No Juan, nada de eso. Elena es preciosa y no permitiría que nada le llegase a ocurrir. A pesar de ello he de admitir que sí, me encantaría complacerme en algunas ocasiones... –¡Degenerado! –Baja la voz primo, bájala. Lo único que deseo para Elena es una vida mejor. Tu padre dentro de poco morirá y tú tendrás que decidir su destino. –Elena jamás te querría para nada. Además, tú no sabes el tiempo que aguante Juan. ¿O qué? ¿Piensas matarlo? –No, no. Es mi tío. Pero no hace falta ser adivino para darse uno cuenta de la endeble salud de tu padre. Elena me quiere. Ella confía en mí y «yo en ella». –¡Cretino! –Por favor Juan. Llegará el momento en que aparte de tu primo sea tu cuñado. Entonces dime lo que quieras. Por ahora sólo he de notificarte que deseo Elena sea feliz. Tú no te opondrías, ¿o sí? –¡Lárgate! ¡Lárgate de esta casa! –No puedo. Sigo estudiando. Cuando termine me llevaré a Elena. Ambos seremos felices. Ojalá no me des demasiada guerra para oponerte a nuestra dicha. Terminó aquella frase y me dio un puñetazo en el estómago. Me dejó sin aliento por un par de minutos. De haberme opuesto realmente a los deseos de Eugenio, hubiese dicho cualquier cosa a quienquisiera, pero no me atreví. Sólo hasta la llegada de Roberto él actuó por mí. Llegamos a mi casa y como invitado de honor, Roberto. Se encontraba mi madre allí, terminando de cocinar. Era sábado, un par de horas después del mediodía. Mi hermana Elena había salido con unas amigas que la invitaron a la función de las dos y media donde presentarían «Una vida en secreto». De las películas más baratas. Ya la hemos visto exhibida más de una vez, y la seguimos viendo no por gusto, sino por disimular nuestra pobreza. Elena, mi madre, detestaba esa película. No claudica en decir que «Es totalmente ridículo morirse por un perro. ¡Por un perro!» Roberto ya estaba al tanto de esto. Cuando arribamos él se presentó cortésmente. Mi madre correspondió y en privado me reprendió por llevar amigos a la casa sin previo aviso. Que la comida no alcanzaba y que ahora tendría que quitarles a todos parte de su ración porque el «muchachito» no tenía consideración por la familia. Me disculpe por mi torpeza e intentado solucionar la situación, me ofrecí a comprar algo después, que yo lo pagaba. Mi madre me dijo que no, que ya lo dejara así. Salí a ver qué hacía Roberto. Miraba las fotografías colgadas en la pared y las colocadas en las dos mesitas donde los floreros se acompañaban de sonrisas pasadas de unos niños en cuya inocencia no se dejaba translucir el futuro. Las flores eran plásticas y por lo mismo, inmortales. Le dije a Eugenio que en unos minutos estaba la comida. Él no se inquietó y me respondió que no había problema, pues no tenía hambre. Mi madre nos llamó a la mesa y acudimos sin demora porque ya nos encontrábamos antojados de comida por el aroma tan exquisito despedido por la sartén. Serví agua para él, agua para mí y nada para Elena, mi madre, porque ella no nos acompañaría. Siempre que ella servía la comida, lo cual era siempre que no se encontraba enferma, no se sentaba 45

a la mesa con todos, sino que se servía aparte, después de encontrarnos todos satisfechos. Ninguna de las dos Elenas era gorda. Al contrario, pienso yo estaban desnutridas. Sin embargo, a los casi sesenta años de Elena, mi madre, intuyo que su delgadez se debe a los malos hábitos adquiridos a lo largo de los años en que ella nos había servido de comer tanto a mí como a mi hermana y a mi padre, y más recientemente a mi primo. Porque en el hecho de servir y volver a servir la doble ración que siempre pedía Juan, mi padre, misma que la obligaba a repartir el gasto de comida entre cinco, o bien con mi primo entre seis, ella perdía toda noción del apetito. Al final del ritual alimenticio, Elena no quería saber nada de comida pero tenía que ingerir algo para mantenerse viva. Entonces se obligaba a masticar y sorber lo masticable y sorbible hasta que, por un acto de intolerancia a todo lo comestible, no terminaba de comer siquiera una tercera parte de lo que todos habíamos comido, excepto Juan, que comía doble ración. Eso no representaba en absoluto un ahorro, porque en lugar de guardar las sobras, las desechaba para que nadie nos diésemos cuenta de su anorexia. No sé cuándo es que los demás se percataron de ello. En lo concerniente a mí, supe de su enfermedad, misma que no era considerada enfermedad porque no la habíamos evidenciado, un día en que por alguna razón apetecí un poco de agua después de comer. Todos ya nos encontrábamos frente al televisor y ella, como de costumbre, supuestamente comía en la cocina. Entré de improviso y mi madre, con toda discreción lenta y gradual, así como Camila y Roberto en el parque, para no sorprenderme, tiraba la comida a la basura. Tenía en aquella época catorce años. Roberto se servía muy bien de los cubiertos. Aquel día la orden fue de albóndigas con spaghetti alrededor. Mientras masticábamos la carne molida y aspirábamos los spaghetti, mi madre cuestionó la procedencia de Roberto. Antes de que yo pudiese contestar, él lo hizo: –Soy de Santa Bárbara Vieja. –Cerca del Museo Popular, ¿cierto? –Así es señora. Está usted muy bien enterada. –Ja, ja, ja. Tantos años hacen a una conocer incluso lo inescrutable. –Apuesto a que sí. Podría preguntarle cualquier cosa de la ciudad y usted, no es por decir que tenga mucha edad puesto que no se le nota, podría contestar grandes enigmas para mí. –¡No, si lo años sí pasan! Ya no me siento como antes. Ahora me duele todo. Cuando yo tenía la edad de mi hija Elena, ¿cuándo iba a padecer por el frío o por el calor? –No diga eso señora, usted sigue luciendo muy bien. –Gracias joven. Roberto ¿verdad? –Así es señora. Roberto Rivas Marmolejo. Mi madre, halagada y muy sonriente, se metió a la cocina a esperar su turno de hacer no sé qué muy bien, pero hacer algo finalmente. No preguntó nada sobre el oficio de guarda-cadáveres que ejercía Roberto en el depósito de cadáveres de la policía municipal. ¡El susto que hubiese presentado mi madre! Ella es muy supersticiosa. Antes hubiese preferido hacerle una limpia que servirle de comer a Roberto. Le hubiese pasado el cilantro, el perejil y un huevo por todo su cuerpo para alejar a tantos espíritus acarreados por él y sus prendas en busca de un soplo de vida. Pero Roberto ya sabía cómo evitar hablar de aquel asunto tan tenebroso para la mayoría de las personas y acudía a sus tácticas de seducción con tal de desviar las conversaciones a charlas más agradables. Al cabo de unos minutos llegó a la casa Eugenio. Al vernos sentados y comiendo en la mesa, Eugenio se disgustó tanto que no saludó siquiera. Rápidamente se dirigió al interior para servirse un vaso con agua, saludar a su «adorable» tía, y abandonar el ámbito para quedarse en la habitación que tenía asignada desde que llegó con nosotros. Roberto entendió todo y no intentó provocar a Eugenio saludándolo innecesariamente. Terminamos de comer. Roberto me ayudó a recoger los platos. Mi madre, encantada por las adulaciones de Roberto, dijo «Deja, deja, tú eres 46

invitado. No tienes por qué recoger los platos, deja que lo haga Juan.» Roberto contestó «Nada de eso señora, para eso tengo mis dos manos. Puedo ayudar a su hijo, que es mi amigo aparte.» Mi madre volvió a quedar encantada. Salimos de ese espacio estrecho donde todos los conflictos domésticos convergían y eran atañidos a mi madre, y tomamos asiento en la sala. No terminábamos de instalarnos cuando llegó mi padre. Odiándome como siempre, me ignoró. Sin embargo, para recalcar su odio, no ignoró a Roberto. Se acercó y preguntó «¿Quién eres?» Roberto contestó su nombre y su función «Soy Roberto Rivas Marmolejo, amigo de su hijo Juan.» Mi padre, conforme, asintió y se alejó hacia la cocina para que le sirvieran de comer. Acto seguido, mi primo Eugenio salió para acompañar y hacerse acompañar durante la comida por su tío. Seguimos conversando Roberto y yo, ellos siguieron comiendo y pasados casi tres cuartos de hora llegó mi hermana. Al verla entrar, Roberto se puso de pie. Elena se aproximó y en vista de las circunstancias también me puse de pie y dije «Elena, te presento a un amigo, Roberto.» Él tendió su mano y dijo «Roberto Rivas Marmolejo» Mi hermana actuó en consecuencia y también se dispuso a saludar a mi amigo diciendo «Encantada. Elena C.» Se miraron por unos segundos más y luego, como marcan las normas de civilidad, se soltaron las manos. Él la siguió con una mirada furtiva mientras ella se dirigía sinceramente encantada hacia el comedor y luego a la cocina. Retomamos nuestra conversación, pero Roberto se encontraba algo distraído. Salieron los hombres del habitáculo de la alimentación. Mi padre se sentó en otro sillón, aparte de nuestras reacciones. Mi primo Eugenio se dirigió con cargos de furia a su habitación. Ya no conversamos más. Roberto quería irse y yo también quería que se fuera: no deseaba que continuase presenciando más miseria. Entonces nos introdujimos al comedor y anuncié la partida de Roberto. Mi madre salió de la cocina y se despidió después de limpiarse las manos con el trapo de franela roja que cada tres meses remendaba. Luego, sin que mi hermana se pusiera de pie y sin interrumpir mucho su comida, Roberto acercóse para estrechar la mano con ella. Le avisé a mi padre nuestra partida, pero él no volteó. Acompañé a Roberto a la parada del transporte. Él me dijo «Tu hermana es hermosa» Yo le dije «Acuérdate de Eugenio. Él es su futuro marido.» Roberto pensó un poco y después de reflexionar se disponía a decirme algo, pero vimos que se acercaba el transporte. Entonces sólo alcanzó a afirmar «Ya verás que las cosas cambian. Ya verás». Hoy que recuerdo lo acaecido, no me explicó cómo llegamos hasta este punto. Mejor dicho, no me explico cómo llegué hasta este punto. Intentaré retomar algunas ideas que he logrado deducir sobre las actitudes de cada quien, sin por ello estar muy seguro al respecto. Tiempo después de aquella peculiar visita, Roberto comenzó a visitarme. O al menos eso creo. Porque realmente siempre llegaba a las siete de la tarde entre semana, justo cuando Elena acababa de llegar del colegio. Justo cuando toda la familia acababa de comer. Justo cuando mi madre se encontraba lavando los trastos surgidos de tan imperiosa necesidad de alimentarnos. Se introducía desde que tocaba a la puerta. Toc, toc, toc, toc, toc, ..., toc, toc. Luego, mi padre que ya sabía de quién se trataba se aproximaba a abrir. Recibía con gusto a Roberto. Siempre con los brazos abiertos. También mi madre y mi hermana se hallaban encantadas por su presencia. El único que no congeniaba con tanta alegría era Eugenio, que se escondía en su habitación. Como sólo era un huésped temporal, no se le obligaba a recibir a la amistad de la familia. En cuanto a mí, ya ni nos saludábamos porque ya nos lo sabíamos todo de memoria. Yo sacaba de una caja algunas historietas y él compartía otras tantas que llevaba al interior de la chaqueta que siempre tenía que vestir: por trabajar con los muertos era muy susceptible a cualquier tipo de enfermedad. Reíamos a veces y disfrutábamos de la compañía mutua. Claro, al menos eso creía yo. Luego se aproximaba Elena a observar lo que hacíamos sobre la mesa del comedor. Llevaba una labor de costura. Unas miradas más y ya mi hermana se sonrojaba. Yo me hacía el tonto. Roberto también se hacía el tonto. Para entonces él y yo entendíamos el plan: él le robaría a Eugenio toda posibilidad de estar con Elena. Todo era cuestión de tiempo. Los meses transcurrieron con toda tranquilidad y paz. Nunca había experimentado tanto 47

alivio en mi propia casa, donde más que comodidad sufría de miseria, siempre miseria. En aquellos días incluso mi padre llegó a dirigirme de vez en vez algunas palabras. No obstante, para que el plan funcionara todo aquello tenía que terminar. Roberto y yo lo sabíamos. Sin embargo, él nunca me comentó nada entorno al final de aquellos días de tanta felicidad y dicha en mi corazón y en el corazón de toda mi familia, excepto claro de mi estorboso primo Eugenio. Roberto decidió que era tiempo suficiente para hacer de mi hermana su mujer. Con ello conseguiría tenerla a sus pies y, efectivamente, Eugenio perdería toda posibilidad. Nada más criminal que un plan así consentido por mí, su hermano, pero igual yo consideraba a Roberto mejor opción para Elena que Eugenio. Así que él, Roberto, valiéndose de todos mis secretos, algunos tan estrechamente ligados a Elena, otros revelados exclusivamente para la conquista de Elena, o sea que eran secretos de ella, la hizo su mujer a mis veinte años de edad, o diecisiete años de mi hermana. Al poco tiempo, Eugenio salió de su habitación exclusivamente para golpear a Roberto. En la trifulca, mi padre salió golpeado por su sobrino, yo terminé amoratado por Eugenio y Roberto escapó. No volvió a la casa por Elena, mucho menos por mí. Las tensiones se tornaron más extensas y me terminaron culpando de forma implícita por la gran tragedia que constituyó la huída de Roberto, nuestro estimadísimo amigo. Al mes, mi padre me corrió de la casa. ¿Quién más podía ayudarme en tales circunstancias si no era Roberto? Entonces lo busqué irremediablemente. Y como el que busca, encuentra, Roberto me acogió bien en su cuarto de habitación, aunque eso sí, a hurtadillas porque no se le permitía cohabitar con nadie, fuese hombre o mujer, ni aún por una paga extra. Le conté todo a mi amigo y él no tuvo más que admitirme en su vida por tiempo indefinido. Comí de él, y también vestí de él. Dormí en el suelo porque no había dónde más. De aquellas ominosas noches conservo mi padecimiento en la espalda. Roberto dejó de alegrarse mucho por mi presencia. Porque cada vez que llegaba del trabajo, o supuestamente del trabajo, lo hacía a muy altas horas de la noche. Y cuando llegaba me miraba con menos aprecio que obligación. Yo sabía que él podía fácilmente deslindarse de mí y también arrojarme a la calle, pero él no lo hacía por amor a Elena. Me tenía como un arma para el nuevo acercamiento. No tenía qué hacerlo, pues necesitado ya estaba y además lo seguía estimando, pero comenzó a torturarme con todo lo que él sabía de mí: culpas, desilusiones, amarguras y desventuras, todo lo utilizó para mantenerme allí, sin mucha gracia de la antigua dicha que habíamos vivido en las visitas que él hacía a mi casa. Al comienzo no me sentía tan mal, pero conforme los días avanzaron, él insistió mucho en uno de mis puntos más débiles: A... Con ella era imposible fallar, al menos conmigo. A... era el amor de mi vida. Aún lo sigue siendo. He tenido que intentar olvidarla más por salud mental que por placer. Porque recordarla me genera el mayor de los placeres. Pero uno no puede estar viviendo con los recuerdos, así que la he dejado por la paz. Apenas la recuerdo por alguna circunstancia, la borro de mis pensamientos ejecutando alguna otra actividad. Por aquel entonces, cuando llegué a vivir con Roberto, yo había abandonado la Universidad. ¡Ah, cómo extraño la Universidad! Allí la conocí, por supuesto, a A... Le conté, también por supuesto, entre otras cosas, mi patética historia con A... a Roberto. Una historia que él habría de aprovechar para esclavizarme a su dominio y mantenerme en su casa durante un año y siete meses sin salir un solo instante. Además, no podía ejecutar el menor ruido, porque las personas se enterarían de mi presencia y Roberto terminaría también en la calle. Cortaba la energía eléctrica cuando él se retiraba a «trabajar» mientras que yo estaba impuesto a la luz solar. No tenía nada qué hacer allí, así que comencé a escudriñar en el archivero abollado que tenía en su habitación hasta encontrar las revistas y cuadernos que Roberto conservaba ordenados en dos columnas dentro del segundo cajón. El mueble era gris y lo había conseguido en una repartición que en las oficinas gubernamentales se hizo. Un día en aquellos casi dos años llegó de una rifa de las que se organizaban anualmente. En aquella ocasión había conseguido un saco y una silla acojinada en el respaldo y en el asiento. Disfruté 48

mucho aquella adquisición porque logré dormir en algo más decente que el suelo, aunque fuese sentado. Cuando entré en su habitación y encontré las revistas y los cuadernos, hojeé el contenido de los que estaban en la parte superior. Eran revistas eróticas y los cuadernos, diarios de experiencias en el depósito donde él trabajaba. Descubrí que Roberto era necrófilo y que, como bien dice la palabra, hacía suyos a los cadáveres. Sorprendentemente, no sólo ejercía con los cadáveres de mujeres sino también con los de hombres, todos de muy diversas procedencias. Las revistas, lucubro, lo acompañaban en sus fantasías. Temiendo algo peor, guardé los cuadernos y sólo conseguí estimularme con las revistas. Y tuve el tiempo suficiente para hojearlas todas, una por una, página por página. Día tras día perseguía la luz cerca de la ventana que se entrometía afortunadamente por el tragaluz de la habitación. Me gustaba el tomo tres del año veintisiete de «Penthouse». También me reconocí con la edición cincuenta y seis de «Private». Nunca antes había tenido tanta libertad sexual como en aquellos días. Sólo fue cuando Roberto llegó un día demasiado temprano que de costumbre cuando me fue vedada con llave su habitación. No me dijo nada cuando me encontró semidesnudo exclamando no recuerdo qué barbaridades encima de su cama, mientras con mis manos ejercía la debida labor placentera. Solamente se quedó mirándome, esperando a que me percatase de su presencia. Cuando volteé a mirarlo, me asusté y levanté del piso el pantalón. Introduje mis piernas en él, lo abotoné y subí la cremallera rápidamente. Luego, con su rostro pleno de seriedad, me dijo «Déjalas. Yo las ordeno.» Así lo hice. Dejé las revistas encima de su cama y me retiré a lavarme las manos. Mis ánimos se modificaron súbitamente y no me sentía bien. Tenía náuseas y no deseaba confrontar a Roberto fuera del baño. Espere unos minutos, no recuerdo cuántos, y fue cuando Roberto llamó a la puerta para decirme que quería entrar. Salí y él entró. Y cuando él volvió a salir me encontró de pie, sin saber qué hacer. Entonces, no sé si para tranquilizarme, me dijo «Vamos a cenar». Comenzó a cocinar algo y comimos. Luego bebimos leche, café no porque el café causa insomnio, y repartió un pan que había comprado después del trabajo. No hablamos de lo ocurrido, sino de Elena: –Te alegraría saber que Elena ya se graduó del bachillerato. –¿En serio? Sí, de verdad me alegra. –Ellas, tu madre y tu hermana, esperaban verte, pero les dije que te encontrabas indispuesto. –Me hubieras avisado y yo hubiese acudido contigo a la ceremonia. –No. Tu padre se hubiese disgustado tanto que te hubiese golpeado. –No importa. Él ya no me importa en absoluto. –Déjalo así. Ya pasó la ceremonia. No puedes revertir el tiempo para verlas a ambas. –Las extraño mucho. –Lo sé. Pero debes estar aquí. No puedes salir así porque sí. Los vecinos se enterarían de tu presencia. –Entonces, ¿qué hago? Aquí me aburro mucho... –No sé. Medita. Dicho esto Roberto no me dejó continuar. Se levantó de la mesa y recogió su taza y su plato con las migajas de pan que quedaron obligadamente. Al ver que también yo había concluido, hizo lo propio con mi taza y mi plato. Roberto apagó las luces y se encerró en su habitación. Yo, me dispuse en mi silla a reposar la mente y el estómago. Al día siguiente desperté cuando él ya se iba a trabajar. Me había servido de desayunar y entonces deduje que él había sido lo que en verdad me había despertado. Comí y él recogió los trastos para dejarlos en la cocina. La cerró con llave al igual que su dormitorio y me dejó solo en la sala. A partir de eso, sólo comía dos veces a diario. Curiosamente él no cerraba con llave la puerta de la entrada, ni yo había intentado violar su cerrojo. Aunque cabe 49

decirlo, él comenzó a mostrarse más enérgico conmigo, sobretodo aquella ocasión en que la tentación casi me gana. Otro día de ocio me hizo pensar muchas cosas. En mi madre, en mi hermana, también en el odio que sentía por mi padre, en Roberto, cómo lo conocí. Él se presentó como Roberto Rivas Marmolejo. Lo que yo no sabía, y terminaría averiguando meses más tarde, era la relación de noviazgo que sostenía con A... Entonces, mi hermana quedaba relegada al papel de amante. Lo supe aun después de cuando por segunda vez me vi tentado a salir de aquel ámbito. La primera coincidió nuevamente con la pronta e inesperada llegada de Roberto. Él me dijo «¿A dónde?» y yo le respondí «A por ti.» No confiando más en mis expectativas respecto a él y sus recomendaciones y órdenes, puesto que era su casa, comenzó a cerrar con llave también la puerta de la entrada al apartamento. Por lo tanto, yo no podía salir. ¿De dónde resurgió esa intención por volver al mundo exterior? De A... Recordándola y no logrando sosegar mi corazón, no pensé en nada más y me acerqué a la puerta de entrada. La forcé con cierta desesperación desaforada y viendo que no surtían efecto mis fuerzas, me rendí sentándome con la clásica posición de flor de loto frente a la puerta. Ensayé nuevamente y no obtuve resultado alguno. Por tercera vez hice la puerta hacia atrás y hacia adelante y fue cuando la señora Genoveva, según se presentó, acercóse para preguntarme qué hacía allí encerrado, que quién era. Le contesté que era un inquilino de Roberto. Ella se extrañó porque no estaba permitido para ese cuarto tener acompañantes. Le respondí que estaba al tanto de la situación, pero que él me había acogido con cierto favor porque era mi muy querido amigo y porque no tenía dónde vivir. Quedando ella al tanto de las noticias, sacó de su bolso, según alcancé a escuchar y después logré observar, el juego de llaves de todo el edificio. Entonces pudimos hablar frente a frente: –Gracias. –No, de qué. Dígame, ¿por qué estaba encerrado? –No..., no lo sé. –Usted, ¿de dónde viene? –No lo sé. –¿Sabe?, permítame invitarlo una taza de té. ¿Le parece? –Me parece abuelita. Le dije «abuelita» porque era una anciana muy gentil. La señora Genoveva era la dueña del edificio, por lo cual contaba con las llaves de cada apartamento. Ella vivía en la planta baja, pero había subido al piso de mi amigo Roberto porque visitaba de vez en vez a la señora del apartamento contiguo a donde yo me encontraba. –Dime, hijo, ¿cuánto tiempo llevas viviendo aquí? –No lo sé. Estoy esperando a que llegue Roberto. –Roberto tardará en llegar. Siempre llega tarde. ¿Tienes familia? –Familia. Mi padre me odia. –¡Ah!, entiendo. Entonces Roberto te ha acogido. –Sí, con todo el favor que ello conlleva. –Bien. Hijo, tengo que decírtelo: estabas secuestrado. –No, eso no. Yo estaba por mi voluntad allí. Usted misma lo vio, quise salir cuando lo desee y consideré necesario. –Pero, estabas encerrado bajo llave. Eso no es de alguien libre, sino de alguien secuestrado. –No. Roberto es mi amigo y jamás me secuestraría. –¡Ay! Lo que no sé es cómo pudiste estar escondido por tanto tiempo sin que yo me diese cuenta. Ahora tendré que dar parte a la policía y me voy a meter en muchos problemas. –¿La policía? No, Roberto no me ha hecho nada. Simplemente yo vivía allí. Él me da de comer y me 50

deja dormir en la silla que tiene. ¡Es muy cómoda! –¡Ay, ay, ay! Hijo, bebe tu té. Bebe. Debes estar exhausto. –Gracias abuelita. En efecto, Roberto me había mantenido secuestrado por un año y siete meses. Yo no lo creí así porque en verdad quería a Roberto. El psiquiatra me explicó que padecí el síndrome de Estocolmo. Ahora lo entiendo. Pero en esos instantes, frente a la señora Genoveva, no lo percibí. Como tampoco alcancé a percibir la constante tortura que ejercía Roberto hacia mí. Él me hizo creer que lo necesitaba más que a nadie en el mundo. Durante el proceso judicial en su contra vi que A... lo visitaba. Aún yo creí que él la había llamado para consolarme en la pérdida; en realidad ella se estaba haciendo cargo de muchos de los trámites que a él concernían. Yo seguía bajo la custodia policial. Cuando mi familia se enteró del asunto, mi padre se suicidó. Según dijo mi madre, no podía creer lo que había hecho en contra de su hijo. No creí esas palabras. Realmente sospecho que él murió porque no podía soportar el proceso de «su» Roberto. Elena me visitó en la clínica psiquiátrica. Me abrazó como nunca lo había hecho. Me dijo que pensaba casarse con él, Roberto, pero que esto ahora es imposible. Ella me explicó que A... pretendía junto con él hacerse del mucho o poco dinero con el que ellos contaban. Que A... era su novia y que ella, mi hermana, estaba siendo engañada con la idea de que su hermano Juan sólo podía estar en contacto a través de Roberto. No creyéndolo aún, le dije que no se preocupara, que Roberto saldría pronto y que A... no tenía nada que ver conmigo sino por el recóndito pasado en el que estuve enamorado de ella. Entonces Elena me dijo «Quítate la venda de los ojos. A... ni siquiera sabe quién eres. Quítate la venda de los ojos. Roberto es un delincuente sin escrúpulos. Si no te quitas la venda de los ojos, nos perderás Juan, nos perderás a mí y a nuestra madre. Ya perdiste a nuestro padre. ¿Qué más quieres?» Estuve en silencio y luego, sin más, pregunté por Eugenio. Elena me aclaró que él había ingresado al ejército. Eso me tranquilizó, porque enseguida vi reflejada mi tranquilidad en el alivio de la expresión de Elena. Otro día vi a mi madre. Lloró mucho y casi no me dijo nada. En virtud de la ausencia de palabras, no logré entender ni aprehender nada de aquella visita. La señora Genoveva es una gran persona. Hoy soy empleado de ella: me ha puesto a cargo de la administración del edificio. No está mal y puedo vivir en el apartamento con más luz del segundo piso del establecimiento. La visito todos los días para beber un poco de té. Ella es muy importante para mí, porque es quien más me ha comprendido. Tolera que, por ejemplo, siga diciéndole a Roberto «mi amigo». Para mí es inevitable. No obstante, ya no lo creo más mi amigo. Así como con A..., él es un resabio de un pasado ominoso que si bien jamás olvidaré, y no lo pretendo así porque si no estas líneas de tan dolorosa historia no existirían, sí pretendo superar. Mi vida no está en sí resuelta, pero al menos hoy cuento con la certeza de ser libre. Libre a pesar de que casi nunca salgo de mi apartamento. Sin embargo, sé que nadie puede cerrar bajo llave no sólo la puerta de éste, sino cualquiera de las puertas de mi conciencia o de mi voluntad. 28 de Marzo de 2013

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LA CONCIENCIA ESCLAVIZANTE Para Ángeles. Una gran impresión reposó sobre las manos de piedra. El papel, largo, eterno cual oficio estaba listo para ser firmado. Manos de piedra, uñas viciadas con el afán de la guitarra. Seguía la pluma los dedos arriba y abajo, a un lado, vueltas y piruetas, hasta terminar con un trazo tajante por debajo de toda la algarabía anterior a éste. Dedos gruesos, llenos de piedra, sangre de piedra: el hombre susceptible a un ataque cardiaco. Hipertenso y recalcitrante. Necio, macizo, se insiste, como una roca. La mujer frente a él simplemente atendía y esperaba. La impresión larga, el oficio con aquella línea remarcada al final no se firmaría solo. Para mala fortuna de la mujer, ella tenía que escuchar aburridas diatribas sobre esto y aquello, que si fumar o no fumar, o si cantar o no cantar. El tipo se decidió a firmar para «no quitarle más el tiempo» y que, sin embargo, la charla había sido muy amena. Ella pensó «Las charlas a solas siempre son amenas» y no dijo nada. Aquel documento era increíble, pues la retenía quieta y sensata si deseaba obtener el garabato en tinta garabateada por el garabateador pesado de piedra. Roca hipertensa o roca amena. Ya con el documento sometido al trazo indeleble, ella aconsejó al hombre que se comprara un espejo. Él, en vista de lo ameno de la charla, no se tomó a mal el comentario, al contrario, lo consideró un halago: él quedaba como un galán que de ser vanidoso tendría que hacer uso de un espejo para adularse eternamente. Agradecido, la tomó por la yema del índice, el medio y el anular, sujetó la parte contraria de estas yemas y, con la delicadeza propia de las rocas, acercó el palmo terso y cálido hacia su boca áspera tan sólo para besarlo. Después desistió de tanta galanura gótica de gárgola y fingió compostura su alteza marmolística. Ella insistía en sus pensamientos, «Las charlas frente al espejo siempre son amenas». Abandonó, la mujer, el ámbito aforado hasta los sesos de humo. Chimeneas de alquitrán aspirado: tabaco enrollado. Felizmente guardó en su carpeta profesional el documento constatando de fe, letra y firma la anulación de la sentencia. Cárcel es sentencia, y entre presos, el sentenciado. Ella, en calidad de abogada, acudió con su cliente para especificarle la absolución y el procedimiento alrededor de la misma. Sin saber cómo agradecerle, mucho menos cómo pagarle, el sentenciado y luego absuelto se ofreció como esclavo a la mujer. Mientras la idea conservase su atractivo, realmente era impracticable. No obstante, ella se daría por bien servida con un poco de diversión y le contestó que sí lo admitiría como su esclavo una vez él pusiese un pie fuera del claustro. Él abandonó a los celadores, empañando su aprisionamiento por una esclavitud libre, avasalladora. Ella, en calidad de ama, le impuso una cadena en la muñeca izquierda y quedaría prendado a ella como un perro acongojado. Pero habría de pensarse que la cadena no tendría porque inquietar a la ama si sólo era un divertimento al margen de los deseos de su cliente. Al fin y al cabo él era quien ansiaba pagar de forma alguna la condena que no se le cobraría detrás de las rejas. Por ello la abogada escogió sólo una cadena leve, para llevar de paseo a las mascotas caninas sin temor a la asfixia. Él no la abandonaría sino por la voluntad de su ama. Cuando salió del área de retención eran las dos de la mañana más tres minutos. Negra madrugada, densa, pero inspiradora: llena de seducción. Con el reflejo obscuro de todo el Universo sobre la camioneta roja, ella partió hacia el apartamento que rentaba, acompañada por su nueva adquisición. Como todo perro, al interior del apartamento, fue liberado por segunda ocasión en la noche el hombre y su plena sumisión. Ya sin la cadena de por medio, él mantendríase quieto, obediente, justo 52

en el sillón sin recargarse sobre alguno de los tres o cuatro cojines, no los había contado, recubriendo el respaldo sólido del mueble. –¿Quieres que te sirva un café? –Si así lo deseas, así beberé. –El juez me concedió tu libertad. Adivina cómo lo hice. –No logro imaginarlo. –Fue sencillo. Sólo hizo falta un poco de sensualidad y, eso sí, muchísima paciencia. –Te debo la vida, abogada. –No me lo agradezcas. Acuérdate de que eres mi esclavo. –¿Puedo preguntarte algo? –Habla. –¿Por qué lo hiciste? –¿Qué? ¿Tu absolución? –Sí. –Porque yo no pierdo. –Perdiste en honradez, ¿no crees? –Pero gané un esclavo. Después de ver en ella una sonrisa de satisfacción pícara, él prosiguió: –¿Qué tengo que hacer? –Lo que yo te diga, ordene y exija. Según yo, eso hace un esclavo. –Y cuando no exijas nada, ¿qué hago entonces? –Nada. Como los perros que se encuentran a las órdenes del amo. –Pero me voy a aburrir. –Entonces haz como los perros en determinado caso: salta, corre, muerde los cojines... ¿Por qué no lo intentas? –Porque, dado que nunca he visto un perro en acción, sino muy a lo lejos, ignorándolo por completo en su existencia canina, te pregunto a ti que todo lo sabes, ¡oh ama!, ¿qué hacen los perros en estos casos de ignorancia sobre sus instintos? –Lo mismo que harías tú si tuvieses un poco de dignidad y te asumieses como lo que eres pero deseas regularmente evitar. Eres humano y, en consecuencia, deberías actuar como tal. El ama tenía la última palabra. El expresidiario abandonó al día siguiente aquel apartamento, buscaría a su hermana, un trabajo y luego una vida. Buscaría tener una identidad. En fin, buscaría su dignidad, no más porque el ama lo hubiese ordenado, pero porque él como humano podría estar sometido a ella, la abogada, o a su propia conciencia. Finalmente, las dos actuaban parecido. 31 de Marzo de 2013

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LA PRESENCIA INDIFERENTE El tiempo de Tomasa había llegado. Tiempo acotado, de confines tajantes: tiempo de fin y para recordarse (si hubiese alguien para hacerlo) el comienzo. Su hijo Evaristo, el único, tenía que romper con aquel tiempo de manera definitiva, para simplemente no voltear nunca más hacia atrás, eludiendo la retrospectiva de su vergüenza. Tomasa, como la más anciana en aquella vecindad, siempre, desde que tenía ese bastón, sin titubeos, sin tambalearse, caminaba de aquí para allá, haciendo a veces esto y otras aquello, hasta terminar una rutina itinerante pero sin sentido, donde Evaristo seguía constituyendo el fin último. Él, por su parte, víctima de aquella inercia, continuó yendo y viniendo, tal palo tal astilla, entre la madera y la viruta, y nuevamente la madera y el cepillo. Él anhelando la vieja época donde ideales había muchos, pero las voluntades, comoquiera que así lo viviese, escaseaban. Porque Evaristo a sus cincuenta y seis años, con una diferencia de veintiocho, muerta Tomasa a los ochenta y cuatro poco después del Miércoles de ceniza, uno lluvioso ciertamente, no contaba con la supuesta solvencia que cualquier ingeniero podría presumir, siguiendo detrás o envuelto por la madera o la viruta que manteníalo a él y a su madre sin hambre, pero que jamás resultaba suficiente. Tomasa, cuando Evaristo tenía veintidós, confiaba en que su hijo hubiese podido ejercer y mantenerla a ella y mantenerse a él dignamente, o sea como ella ambicionaba: un automóvil, Evaristo conduciendo, investido con un eterno traje sastre, ella presuntuosa, y cualesquiera ilusiones que alguien pobre, de ascendencia pobre, pobre de pasado porque sólo en la pobreza se ignoran las estirpes poco importantes, parientes poco más que pobres, también miserables, pudiese desear. Los anhelos de Tomasa cada año, después de que Evaristo obtuvo un título «nobiliario», como ella se refería a la nobleza escolar, porque Evaristo sabía de todo un poco y algo más, pero no conseguía ni ejercer ese tanto de saberes ni que otros por él dieran quintos y pesos completos de salario vuelto sueldo, se desvanecían claramente. Evaristo, a pesar de soñar y compartir los sueños de su madre, aunándolo, por qué no, mujeres y galantería desenfrenada, no había sido educado con la ambición de «ser» y no sólo «creer» o soñar; Evaristo no entendió que el cordón umbilical se vence siempre y cuando el bebé quiera nacer y como él fuese un bebé muy adulto, no necesariamente él había nacido y, por consiguiente, jamás había parido Tomasa el engendro que no concebía apartarse del seno amamantándole, no deseaba buscar la dignidad anhelada y, según la vigencia legal, si el trabajo es la principal fuente de dignidad día a día, justicia tiempo por tiempo y peso por peso, que reciba cada quien su merecido, Evaristo no quería trabajar. Tanta indefinición de carácter, ser quien anhela pero no ser quien está en los anhelos, implicaba un desperdicio de tiempo. Veintiocho, veintinueve, treinta años y Tomasa veía, sin desearlo así, cada vez más próxima la resignación de un futuro sombrío, certero, donde ella con sus cincuenta y seis, cincuenta y siete o cincuenta y ocho años seguiría amamantando todo tipo de moral torcida esculpida por Evaristo, moral donde el trabajo perdía concretitud a través de su indiferencia y latencia, frente al televisor, y tomándose el tiempo necesario para jamás convertirse en hombre. Era evidente que la fuerza centrípeta de aquel barrio perdido hacíalo susceptible a residir eternamente sobre el respaldo de su pereza y la pereza de su eventualidad escasa y buscada escasa. Evaristo no concedía tregua al sillón donde la comodidad hacía avanzar la decrepitud de un hombre sin consideración por su madre. Igual le daba que ella fuese cada vez más anciana y no contaba con la vergüenza suficiente para decirse a sí mismo «Tengo que mantener a mi madre». De alguna forma, la rebeldía de su adultez, o la adolescencia tardía que en la Universidad todos adquieren, hacíalo pensar que algún día él no importaría más, ni su madre, ni nadie ni nada y los hechos de la 54

cotidianidad lo habrían de aproximar cada vez más a su muerte o a la compasión de alguien menos deprimido que él. Sin embargo, no fue así como sucedió. Porque a los treinta y un años de Evaristo, Tomasa añadió inicialmente una leve sugerencia y después una diatriba completa en contra de su hijo. «¡Bueno para nada, ya ponte a trabajar!» alcanzaron a escuchar los vecinos. Evaristo, no vislumbraba las quejas ni la culpa. No quería saber nada de ella ni de nadie. Sabía que su madre, por muy anciana y mañosa que fuese tornándose no lo sacaría de allí aunque fuese con policías. No tendría Tomasa las agallas para arrojar a su hijo contra la hoguera del mal, o del bien: ni siquiera Evaristo pretendía diferenciar nada sobre dichas palabras cargadas de moral. Fue cuando Tomasa comenzó a padecer el climaterio. Y del climaterio para una mujer hipertensa, las soberbias arremetidas de la presión arterial. Mareos incontenibles, cansancios insoportables, caídas sobre la cama e idas y venidas entre la lucidez y la muerte. La carga patológica que no había interesado hasta aquellos instantes al cada vez más adulto Evaristo hizo que él volteara a analizar la vulnerabilidad no de Tomasa, sino de él mismo. Sin Tomasa, él no sería nadie. Nadie estaría dispuesto a mantenerlo de por vida. Nadie lo aceptaría como una carga que poco consume porque en la simplicidad de los días hasta los ratones consumen el queso abandonado sobre la mesa y el dueño del queso persigue al ratón hasta matarlo. Mucho menos el mismo dueño del queso aceptaría que alguien como Evaristo llegase a entrometerse en su dinero para quitarle siquiera poco menos que lo de un ratón. La frase «el muerto y el arrimado a los tres días apestan» resonaba sobre las imágenes sonorizadas que Evaristo planteábase. Un no sabía quién que le decía que no lo soportaba más. Entonces, en congraciación con su madre, para que ella no terminase dentro de los bochornos y exaltaciones fortuitas corriéndolo verdaderamente de la casa, Evaristo se decidió a abandonar aquella latencia perezosa y poco dignificante según decía «la ley» para convertirse en parte del movimiento trabajador. Cuál sería su sorpresa cuando al salir de la obscuridad del hogar, tan cálido pero en aquellos días desquiciante, el mundo se veía totalmente diferente a como él lo conocía antes de terminar sus estudios, motivo único por el cual salía diariamente a la calle, y luego nada. Lo conocía miserable. Luego, estaría emanando miseria de la miseria procedente del pasado. Un alcantarillado que en las lagunas mentales de la cotidianidad de la cual antes apenas era consciente recordaba como sucio, para entonces, en el futuro que él llamaba presente, se presentaría más que sucio, inmundo, generando inundaciones o demostrando fugas de agua de no se sabía dónde provenían y por qué autoridad alguna hacía nada para evitarlo: por qué vecinos cualesquisierase no hacían nada por solucionarlo. Evaristo así lo pensó sin retomar por unos segundos el alcantarillado de su vida, tan estragado, según todos lo veían, como el alcantarillado público. Evaristo nunca creyó en las leyes, ni en la democracia, ni en nada ni nadie. Estancado en el pasado, Evaristo así lo siguió creyendo, sin matices, sin apreciaciones suavizadas o perspectivas cuestionables. Había comenzado a envejecer desde los años veinte de su corta vida. Necio, aferrado a lo que él conocía, siguió observando y encontró en la esquina de su casa un centro de prostitución. Cuando él estudiaba aquél establecimiento era menos vulgar: las prostitutas no salían ni de día ni de noche. Para el entonces futuro, pululaban éstas por toda la calle. Sí, parecía que el mundo de Evaristo se derrumbaba a la par que Evaristo mismo perdía la batalla contra la soledad. Decidió entrar al ámbito como alguna vez lo hizo para aventurarse con sus antiguos amigos, los que tenía en sus recuerdos, muy presentes, sin considerar él que lo tenían arrumbado en el olvido por eludir tanta desgracia que emanaba a flor de piel. Desgracia llama desgracia. Pero Evaristo no lo pensó como tal, pues después de todo la desgracia se justifica en la egolatría. El ámbito ya no lucía tan desdichado después de todo. Aquí y allá Evaristo veía bailar el alcohol, bailar a las mujeres de sórdidas vidas y sórdidos clientes, y 55

bailar a su cuerpo, estimulado, porque «Rubí» se presentaba desnuda ante él. Entre tanto, pensó «Al menos no todo anda tan mal. No salen sin ropa a la calle...» Lo que él no sabía era que durante las noches sí lo hacían. Su madre las aborrecía y él ingresó a tal ámbito inmediatamente redescubría al mundo que se plantaba ante sus ojos. También recordó su virginidad. Virgen por nunca haber experimentado el erotismo. Virgen porque jamás había trabajado. Entre tanta virginidad a la cual se encontraba destinado, Evaristo decidió a romper con al menos una de las dos formas. Y como él no tuviese dinero para romper con la virginidad por erotismo, se decidió por conseguir un trabajo. Y «la ley» no valía nada en aquél ámbito de drogadicción y esclavitud. Esclavitud por las drogas, las prostitutas drogadas. Evaristo no batalló mucho pues lo conocían. Bernardo, el viejo, lo invitó a pasar cuando Evaristo ya se disponía a preguntar en la barra por el encargado del ámbito. Bernardo le dijo claramente «Te quedas si así lo quieres. Te vas mientras yo te lo permita.» Y con tal contrato de palabra, tan sucinto como determinante, Evaristo quedó admitido. Podría pensarse que le vendía la mismísima alma al Diablo. Pero Bernardo no era tanto «El Diablo», sino un demoniecillo de cuarta categoría. Entonces la llegada de Evaristo se limitó a unos pocos siete meses. Durante aquél tiempo, Evaristo sirvió de guardaespaldas para Bernardo, «El Padre». Un apelativo común en la delicuencia, como que todos aspiran al liderazgo y poder que sólo un padre, padre de la sangre vieja y eterna, puede poseer. Bernardo contaba con el dinero suficiente, las armas suficientes, y las influencias suficientes para hacerse pasar por un «Padre». Evaristo no puso en duda aquello, pero después de tanto tiempo sumido y latente sobre el sillón de la sala donde vivía con su madre, él ya no contaba con más cambios a futuro. Era incluso sorprendente observarlo «trabajar». El hecho era que, pasó de un estado de miseria a otro, lo que nada tenía que ver con la tan prometida dignidad que «la ley» definía sobre el trabajo. Tampoco era que Evaristo trabajase de acuerdo a «la ley», pero para fines prácticos así le llamaba a su actividad de guardaespaldas. De igual forma, cuando Tomasa le preguntaba qué hacía fuera todo el día, Evaristo le contestaba que trabajaba. Tomasa, sabiendo que no todo podía ser maravilloso, no se disponía a preguntar por más, pues Evaristo saldría con alguna estupidez. Entonces las cosas así quedarían dentro de su casa: Evaristo trabajaba durante el día y solamente eso. La paga no era mala, pero una vez allí lo castraron también por contrato. O bien, con mayor precisión, tenía Evaristo prohibido, al igual que todos los empleados, el tener algo qué ver con alguna de las «muchachas». No objetó nada, pues al final, por los años de latencia, Evaristo había asumido la costumbre de no excitarse demasiado no sólo con las mujeres, sino con nada que pudiese emocionar a las personas. Así, Evaristo no se sorprendería cuando la primera riña se presentase para él en aquel sitio. Tampoco se sorprendería de las constantes amenazas que llegaban para Bernardo por tal o cual conflicto menor. Al final, Bernardo mantenía sus negocios bajo control. Evaristo llegó a ser un empleado muy útil dadas las circunstancias que él vivía. Alguien que no reclama, que no aspira a más, y que puede vivir sin desear notablemente una «muchacha». Alguien que jamás lo delataría, no por fidelidad, sino por indiferencia. La gente como Bernardo buscaba a los que eran como Evaristo. Y mientras al hijo único de Tomasa le fuese pagado lo debido, como Bernardo en ese sentido siempre había sido justo, entonces el orden y la seguridad del dueño no peligrarían hasta cierto punto y hasta cierto día en que los representantes judiciales de «la ley» fuesen puestos al tanto del negocio. Un negocio demasiado jugoso como para que ellos no recibiesen las dádivas necesarias, ellos que preservaban el orden a gran escala, profesionales de la justicia y, sobre todo, salvaguardas de la soberanía y la libertad. Todo aquello demostrado en la libertad de poseer a las «muchachas» junto con la materia prima necesaria para tales fines. La justicia garantizada para el correcto cobro que un espacio como aquel tuviese que ejercer. Porque un ámbito así, según los judiciales, era necesario para el control de la población. Control de las pasiones y los fluidos derivados de dichas pasiones. Por eso ellos se presentaban a avisar que debían pagar por los servicios de la Seguridad Pública. Bernardo quedó inconforme, pero nadie con 56

un revólver en la cabeza y la suficiente voluntad para vivir puede oponerse a nada. Evaristo, estando allí o no, tendría que saber lo ocurrido. Ahora tendría que servir de intermediario en el pago de los «servicios». Dentro del pago, más adelante, los judiciales exigirían la posesión de algunas «muchachas». Esto dolió en el orgullo de Bernardo que nuevamente no pudo oponerse, entonces por algún otro recurso de tortura mental. Las «muchachas» al servicio de los judiciales se convertían para Bernardo en mercancía maltratada. No soportaba más tal situación. Menos porque «la ley» respaldaba los actos de injusticia y desorden, esto último lo aborrecía Bernardo de sobremanera, que se cometían en su contra. Evaristo vivió todo aquello con la misma indiferencia y suficiencia que en su recién llegada. Suficiencia para el trabajo. Él sólo se encargaba de los asuntos con los clientes convencionales, de dirigir a las «muchachas» al matadero judicial y a las entregas de dinero al servicio del Estado. Evaristo se había convertido, si bien no en un salvador, sí en un empleado de confianza que, sin contrato escrito, obedecía como si hubiese firmado con tinta desde siempre y para siempre conservando su indiferencia reservada. Bernardo pensó en muchas posibilidades: se asociaría con «Las Chinches» para evitarse más problemas, o se mudaría al barrio de «Los Panteoneros», donde «El Jefe» le debía un favor de sangre. No obstante, él sabía que por muy lejos que llegase, los judiciales lo encontrarían, si no los de aquel entonces, otros. No podía cerrar porque su reputación lo precedía. Tampoco podía romper los negocios con sus proveedores de drogas. Las «muchachas» se habían adaptado y sería difícil cambiar de residencia para conseguir nuevamente una camada de servidoras eficientes y complacientes. Evaristo, que de sus estudios conservaba algo de lucidez le sugirió, tras escuchar la diatriba en forma de monólogo que representaba Bernardo, que se infiltrara de alguna forma con los judiciales. Que a la larga los tendría tan presionados como ellos en esos instantes lo presionaban a él. Poco a poco cederían a sus peticiones por «amistad». A Bernardo le pareció excelente idea y, viendo que Bernardo era alguien decente, sin antecedentes registrados y con una carrera profesional a cuestas, decidió que Evaristo fuese sus manos, brazos y pies entre los uniformados. Evaristo se enfrascó al día siguiente con una solicitud de trabajo, como tantas, y viendo la decencia con que contaba este hombre los judiciales le negaron la estadía. Pero Evaristo demostró conocer perfectamente los pros y los contras de los cada cuales en su barrio y entre ellos los policías. Entonces, sin más, derogaron el rechazo para convertirlo en uno más de ellos. Evaristo no se ofendería por tal referencia, «uno más», porque a él no le interesaban, a diferencia de su madre, los «títulos nobiliarios» reconociendo sus dotes y aportes, sino que él era ejecutivo, efectivo, representando lo que deseaba sin la necesidad de un papel. Apenas llevó su Certificado de nacimiento, su Cartilla de servicio militar y todo asunto quedaba arreglado. No se atrevió a presumir, como lo pretendía Bernardo, su carrera profesional, que nada tenía de carrera pues no había ejercido nunca lo estudiado, además de que el ámbito no se prestaba para presunciones semejantes. Aprendió, como sabía él aprender, a disparar un arma, luego dos, y al final progresó con la suficiente rapidez para ser admitido en un cuerpo local de vigilancia. Su labor: cobrar. Esto lo dominaba de haber estado con Bernardo y hacer pagar aún a los más endeudados. Así que cobraba en los recónditos pasajes de la «Colonia de los Zapateros» donde en tres ocasiones lo amenazaron por ser tan exigente y en esas mismas tres ocasiones los sometió sin mover un solo dedo, sino partiendo de lo que sabía de ellos: Bernardo se lo advirtió antes, que allí tenían pleitos con «Los Carniceros». Así, avisó antes de que lo tomasen entre sus brazos y dijo «Los Carniceros van a venir, así que ni me toquen, ¿eh?, ni me toquen.» Jamás «Los Carniceros» sabrían de la existencia de un tal Evaristo, o de un tal «Judicial Domínguez», pero el solo escuchar estas palabras hicieron recalcitrar a todos los encargados del burdel en la zona y desistieron de su vano intento por someter al nuevo cobrador. Aún considerando aquellos logros, Evaristo se mantuvo humilde, sin presumirlo y completamente indiferente al contexto. Mejor se adaptaba a él y su madre ya no sospechaba nada porque su hijo 57

trabajaba con los policías, decentemente. O eso ella suponía, pues Evaristo hacía mucho tiempo que nada refería sobre su vida a Tomasa, su madre. Evaristo era discreto, sin embargo comenzaron a investigarlo para amarrarlo al igual que él podía someter con las puras palabras al cobrar. Entonces dieron con Bernardo. No obstante, sin registros no existe evidencia y comoquiera que lo que se sabía a pesar de ser cierto jamás se concretó con un contrato formal, Evaristo podía seguir caminando con toda justificación por los pasillos de las oficinas judiciales, pues «la ley» así lo marcaba, que «nadie podía ser despedido injustificadamente». Evaristo asistía siempre con la «Judicial Martínez» y el «Judicial Gutiérrez». Sin embargo, bien podía encargarse él por su cuenta, sin la penosa necesidad de llevar testigos a los eventos del trabajo. Evidentemente, la policía podía convertirse en un sitio más eficaz para el cobro regular (aunque no regularizado) de los prostíbulos y sitios de ventas ilegales, pero la burocracia se justificaba lo suficiente con «la ley». Evaristo ni siquiera se preocuparía por la existencia de la tal «ley» porque las admisiones y rechazos en las mafias no dependía de los escritos, apenas de las palabras, y todo en mayor sentido de la indiferencia que todos tuviesen al «hacerse de la vista gorda». En cierta ocasión lo enviaron a una misión de averiguación. Se resolvería un delito de orden común, un robo a casa-habitación. De antemano sabía que se trataba de «Los Nenes» o de «Los Lacras». Entonces, al preguntar con voz imponente y con palabras apuntando a la altisonancia, la dueña del hogar se sorprendió tanto que poco faltó para que ardiera en un llanto incontenible. Evaristo se percató del error; no estaba tratando con «Las Chinches» o «Los Carniceros», éstos últimos que ni siquiera lo conocían, sino con un ama de casa común y nada corriente. Moduló su voz y retomó su retórica universitaria. Preguntó con una pose de compasión y comprensión, y fue así que entre el modo de actuación y el valor de lo robado logró estimar correctamente, sin dejar traslucir esto, que habían sido «Los Lacras» los responsables del robo. «Los Nenes» apenas despuntaban y si bien estaban ya entre los primeros, aún seguían estando «verdes». En cambio, «Los Lacras» tenían técnicas más elaboradas. Evaristo se dirigió al prostíbulo donde «Los Lacras», especialmente su jefe, se encontraban. Encontró Evaristo a «El Joyero», es decir, el jefe. Ya el nombre señalaba las ambiciones del hombre. Y Evaristo abrió la conversación: –Sabes por qué vengo. –¿Te felicito? –Cállate estúpido. Ten cuidado con lo que haces. No te podemos encubrir tan fácil todo el tiempo. –Tenía que hacerlo. A veces se deben correr riesgos. –Pues «córrelos» en otro barrio, pero no con los ricachones. –Entonces ¿qué? ¿Me vas a arrestar? –Cuidado, mucho cuidado. No respondo por mis jefes. –No me amenaces «Eva», ya sabes quiénes somos. –Y tú sabes también quiénes somos «Joyita». Que no se te olvide de lo que somos capaces, si no, pregúntale al «Pepe». –Ja, ja, ja, tú ni siquiera existías para mí cuando lo del «Pepe». –Pues como no existiera en aquel entonces, no me obligues a revivírtelo. ¿Entendido? –¡Uy!, te tengo tanto miedo. –Dame a un hombre. Tu robo cuesta caro. –Llévate a «La Mula». Él está muy nuevo como para que a alguien le duela. Además, participó en el robo. Se llevaron aprehendida a «La Mula». Así de eficientes eran las palabras del «Judicial Domínguez». No había más «ley» que la aprovechable. Los abogados terminaban, en casos como el de «La Mula», o bien accediendo a pagar «el bono», o bien refundiendo a sus clientes en la cárcel. En ocasiones 58

muy diversas, a lo largo de los años que Evaristo se mantuvo en el puesto, logró consolidar la paz que necesitaba su «socio» Bernardo. Socio moral, pues de ganancias no recibía nada. En ningún caso disfrutaba de las dádivas, apenas recibía el sueldo con el cual mantenía a su madre que ya no trabajaba por debilidad y enfermedad. La inscribió, para ahorrarse los gastos médicos, en la Seguridad Social. Él, fue inscrito por la burocracia sin preguntársele, desde el comienzo. De cualquier forma jamás requirió de tales servicios y cuando llegó a necesitarlos se encontraba demasiado viejo y lejos de la «justicia judicial». Evaristo seguía siendo el mismo hombre eficiente, sin quejas ni demandas sindicales como las ejercidas por ciertos grupos. Él no se esforzaba para robar del dinero «limpio», ni tampoco se esforzaba por robar del dinero sucio. Simplemente, no robaba a sus jefes. Esto lo hizo ser promovido con gran rapidez. No llegaría a ser jefe, pero sí lograría a sospecharse de que era las dos manos de éstos, y no sólo sus «manos derechas». Pero Evaristo no era las manos de nadie, sino víctima de su indiferencia, un destino deprimente y patético, plagado de sinsabores y sin miedos. Sin ambiciones. Jamás nadie lo sabría así, apenas lo leería correctamente Bernardo en la actitud de Evaristo, de lo cual además se aprovecharía, y así llegó a ganarse enemigos sin merecerlos: él, se insiste, jamás robaba a sus jefes ni a sus compañeros policías. Nunca hubo más paz entre los delincuentes que tras la llegada y el ejemplo de la «escuela de cobro» fundada, sin quererlo, por Evaristo. Apenas y se reportaban homicidios en las zonas donde Evaristo cobraba. Sabía él jugar con los miedos de cada uno de los grupos e individuos, siempre con premura acertada, hasta aquel ominoso instante, para él, en que los antiguos cobradores de Bernardo le tendieron una trampa. Así como él, Bernardo, había incluido a un infiltrado en el cuerpo de la policía, los policías enemigos antiguos introdujeron a algún principiante entre los trabajadores de Bernardo. La misión: confundirlo. Entre dimes y diretes hartar hasta el agobio al viejo con el cuento mítico de siempre que habría de convertirse primero en sospecha y luego en dogma de fe, diciendo que Evaristo estaba planeando destruirlo y que desde el comienzo había trabajado para los «judiciales». Bernardo así lo pensó pues no lograba concebir en ciertos momentos el tan rotundo éxito que tenía Evaristo con los policías. No todos los días alguien llega a sorpresivamente ascender en su puesto y menos en las mafias de ese tipo. Bernardo pensó que la absoluta indiferencia de Evaristo era precisamente para despistarlo y hacerlo confiar. Se lamentaba por haber tenido un gesto compasivo para alguien que sigilosamente se lo ganó de corazón. Evaristo llegó a visitarlo, por el gusto de verlo después de llegar del trabajo a su casa. Evaristo no había cambiado. No se tentaba a servirse una de las «muchachas» en alguno de los cuartos del fondo, de la izquierda o de la derecha. Se dirigió a con Bernardo y éste lo señaló sin piedad. Lo estaba, por vez primera, amenazando de muerte con un arma. Bernardo le notificó por qué lo iba a matar. Evaristo disparó sin preguntar por más. Bernardo cayó con ímpetu y Evaristo se alejó. Regresó de nuevo al edificio de Seguridad Pública y narró lo sucedido. No paraba de repetir, como dejando entrever que de alguna forma jamás había faltado a «la ley», que lo había hecho en su nombre. «Fue en defensa propia, en el nombre de la ley. No me pueden hacer nada, ¿verdad?» y nadie le respondía. La paz se había roto. Antes de dos días lo despidieron. Y el resto cayó por su propio peso. Lo aprehendieron sus antiguos enemigos y nadie se atrevió a defenderlo. Apenas su madre supo lo ocurrido, fue a visitarlo a la «Detención preventiva». Ella no podía ayudarlo en absoluto, por lo cual Tomasa partió a su casa a reposar la pena. No le habían retirado la Seguridad Social, por lo cual continuó con su rutina, visitando al médico, viviendo al día con la única modificación: dispuso de los ahorros que llevaba haciendo desde que no trabajaba. Los había hecho a expensas de Evaristo y, como ella no necesitara tanto, lo administró hasta la salida de su hijo de la «Detención». Los jefes de Evaristo no pretendían defenderlo, pues no querían colgarse la culpa del animal que rompió la paz entre las pandillas. Fue entonces que, recobrando la cordura plagada siempre de indiferencia, Evaristo dejó de lado el problema y se negó a hablar. Y cuando lo intentaban torturar, los judiciales eran sus conocidos. Entonces nadie se atrevía realmente a tocarlo. 59

Sus enemigos no podían hacerle nada tampoco: aquel acto los delataría pues Evaristo era alguien que, sorpresivamente en el cuerpo de policías, todos querían. Tras casi un año de discusión sobre qué hacer con Evaristo, todos los jefes llegaron al consenso: lo dejarían en libertad. Y se olvidaron de que alguna vez existió Evaristo, el «judicial» que llegó a imponer la paz. La indiferencia de Evaristo lo hizo llegar directamente a su casa y pretender arrojarse al abismo en el que antes de todo se encontraba. Contaba entonces con casi cincuenta años. «La ley» seguía valiendo lo mismo antes que después. Ni siquiera ésta había regido su liberación ni su aprehensión. Así como nunca se regía nada entre la burocracia y la corrupción de los grupos al interior del cuerpo policial. La paz no llegó por «la ley», sino por su sentido común, el manejo astuto del miedo y, por si fuese poco, jamás ejerció el «título nobiliario». Sin embargo, gracias a «la ley» su madre contaba con la Seguridad Social. Aquello no era suficiente. Tomasa necesitaba comer, no se dijera calzar y vestir. Por lo tanto, Evaristo no podía ejercer como tal su propósito inicial, de aprestarse a la vida ociosa y latente que antes había concebido. Si Tomasa no le dijo nada fue porque aún contaba con parte de los ahorros. Y cuando ya pretendía decirle algo, simplemente Evaristo se encontraba nuevamente trabajando. Tan indiferente a la vida, la nueva causa para que él se dedicase a alguna actividad fue la costumbre. El trabajo, lo había descubierto Evaristo, esclaviza eternamente. Una vez comenzado a hacer, se sigue trabajando y no se permite el descanso porque, al menos en su indiferencia, algo más se lo solicitaba. El ocio y latencia que el suponía ejercer en aquella segunda ocasión eran el resultado de querer descansar de una vida entre riesgos y juegos de «leyes» menos efectivas que sus propias palabras, votos y decisiones. Tomó un trozo de madera y comenzó a tallarlo con la vieja cuchilla que Tomasa había comprado al vecino del cuarto de arriba. Y como no le bastase sólo aquella herramienta, tomó el cepillo oxidado que encontró Tomasa un día de pepena intensa. Evaristo aún lo recordaba, siendo que eso había ocurrido a sus seis años de edad. Al final, el trozo de madera quedó hecho un marco para fotografía, garigoleado y las canaladuras donde sería fijada la fotografía bien definidas. Colocó su obra sobre el muro del patio que se encontraba enfrente de su casa. La vecina Elena lo compró. Evaristo continúo con el negocio, en ocasiones comprando la madera y en otras empleando aquella recogida por Tomasa en los días de pepena, cuando ella en su necedad, aunque ya no trabajaba como sirvienta en la casa donde vivían «Los Doctores», se permitía la recolección de algo de valor en los tiraderos públicos. Otros comenzaron a encargarle trabajos más sofisticados y grandiosos. Camas, mesas y un sinfín de artefactos que él mismo fue aprendiendo, como todo, a construir. La madera entonces se la proporcionaban sus propios clientes. Así continuó durante seis años restantes en que su madre, Tomasa, siguió viva. Ella misma llevaba un bastón confeccionado por su hijo, Evaristo, el hombre que vivió lo que nadie ha vivido ni vivirá en adelante, quien proclamó sin palabras una paz impensable, quien con su detención sofocó el sistema de corrupción y tortura que parecía insofocable, quien aprendió la verdadera dignidad del trabajo, quien recibió su «título nobiliario» sin ejercerlo definitivamente. Evaristo demostró en su época y en todas las épocas lo estragada que se encontraba «la ley», aquella que solía someter a las burocracias, ocultando las enemistades y amistades entre grupos aliados e individuos de la coerción. Evaristo demostró que la Justicia y la Libertad suelen ser más astutas que el propio sistema escrito, con sus contratos y subordinaciones a las cuales él siempre se presentó indiferente. 12 de Abril de 2013

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EL SABIO CONSEJO Todos somos salvajes. (Recordando «Where the wild things are», de Maurice Sendak) · Para Iliana, cuyo recuerdo evoca inocencia. La ansiedad invadía ocasionalmente de manera estomacal, ocasionalmente de manera urinaria. Esperando las indicaciones, el niño no sabía qué hacer con todo eso que no lo hacía llorar pero lo destinaba al desasosiego de su conciencia. Más era la conciencia de estar desasosegado la que él no alcanzaba a comprender, así como había tantas, demasiadas circunstancias que en la infancia él no lograba comprender ni concebir. Entonces guardábase la necesidad por cagar u orinar en lo más recóndito y comenzaba a bailotear. Pero bailoteando no lograba conseguir sino la atención de quienes no debían percatarse de lo que en su interior se desataba. Le preguntaba Carmen «¿Quieres ir al baño?» y él contestaba «No». Siendo juez de una paradoja evidente, Carmen insistió «Entonces, ¿por qué bailas?» Él no supo qué contestar y se remitió a insistir que no deseaba ir al baño. Una vez dicho esto, y por no darle motivos a Carmen para continuar su interrogatorio, docenas de preguntas todas ellas equivalentes a la primera, desistió de su bailoteo. Así, Carmen logró calmar su curiosidad y no preguntó más. Sin embargo, detener la exteriorización de la inquietud de su compañero no implicaba que esta última desapareciera. Más aún, simplemente se relajó, pero no lo abandonó como no habría de hacerlo cada mañana durante los próximos siete años. Sólo hasta que ingresara al ámbito y tomara asiento él podía apaciguarse consigo mismo, es decir, con su cuerpo. Julieta hubiese sido recordada tiempo después por muchos de los pequeños como una modelo de pasarela. Pero sólo en la subconsciencia, porque Julieta era tímida e incesantemente silenciosa; no ofrecía argumentos necesarios para que alguien la tomase en cuenta para la aprehensión del pasado. Aún así, como los pequeños eran pequeños, la toleraban y respetaban porque no habían alcanzado a comprender las nociones de rechazo contra aquellos mayores, los que resuelven problemas en vista de su incapacidad e inexperiencia. Esto no cambiaría con los años, o sea los pequeños que se convertirían en su mayoría en adultos seguirían demostrando su hipocresía por conveniencia. Eso que no cambiaba los hacía, efectivamente, más humanos. Julieta, tan preciosa como muda, apuntó sobre la sonoridad del aire «Álvarez». Y Álvarez denucióse «Presente». Nuevamente apuntó Julieta «Avendaño». Y Avendaño denuncióse al igual que Álvarez «Presente». Todo el alfabeto, desde la A hasta la Z, la que terminaba con «Zúñiga», denuncióse uno por uno. Todos excepto «Torres» que no se encontraba. Fue una fortuna para él, quien antes bailoteaba su ansiedad matutina, pues «Torres» le era insoportable. Carmen era, al contrario, su salvación. «Torres» se encontraba adelante. Carmen se encontraba un asiento detrás de él. Si «Torres» le encimaba un trozo de aguacate, o el aguacate completo sobre las notas de «Ciencias Naturales», Carmen le ofrecía una solución siempre coherente a todos sus problemas inmediatos. Tan sencilla ésta, que él no lograba vislumbrarla, más por sus prejuicios que por sus capacidades. Él demostraba el asco hacia un aguacate ajeno. Carmen tomaba con un poco de papel la bola verde magullada, se levantaba y dirigía al bote de desechos y regresaba diciéndole «Ya». El resto del problema quedaba en manos de la víctima. Porque el aguacate dejaba su mancha sobre la nota que se refería al mar. Verde sobre el blanco que debería ser coloreado como el agua difractando los rayos solares. Así que 61

él, con toda la voluntad de artista que no sabía poseía se hizo del ingenio para sustituir la marca del delito por el dibujo de una tortuga, su animal favorito. Así, al finalizar, la tortuga ocultaba la mancha. Pero el aguacate no es precisamente noble, por lo tanto su grasa se infiltró debajo de aquella página hasta el anverso. Cuando el tiempo de la revisión se anunció, Julieta reprendió sin indagaciones la temeridad del niño por incluir aquella mancha en su repertorio de notas. Él intentó explicarle el crimen que Torres cometió, pero ella no le permitió discutir. Simplemente él, el artista de la tortuga, era muy sucio al realizar sus notas. La decepción no hizo mella esencial en el pequeño hasta que su madre lo cuestionó por esa «porquería». Él le explicó toda la historia sin tintes especialmente vengativos, sino justicieros para sí, pues en problemas se encontraba sin duda, y su madre lo cuestionó «¿Y no le dijiste a la maestra?» Él dijo que sí, pero que no le había hecho caso. Su madre, resignada a las soluciones parciales e indiferentes, sin ambición, de su hijo, lo dejó así. No siempre la justicia era para él. De hecho, no en pocas ocasiones los senderos del destino lo colocaban en el predicamento de explicar lo que sin averiguaciones era pensado sobre él. Esta situación también hacía humanos a todos a su alrededor. Otro día, «Torres» sí asistió. Pelafustán como era, «Torres» no gozaba mucho de inquietar a su víctima en otra ocasión, sino en general a cualquiera que así lo permitiese. La ocasión del aguacate no constituía en lo mínimo aquello máximo realizable por «Torres». Las niñas, tan damitas como suelen ser, aborrecían lo que «Torres» decía sobre ellas. Sin embargo, «Torres» no era el único capacitado para generar malestares. «Flores» estropeaba todo a su paso. Era el más alto de los compañeros del pequeño ansioso. Éste último aspiraba en cierta medida la estatura de aquel gigantón al final de la fila. Los niños eran bastante curiosos. No llegaban a la pubertad con sus nueve años a cuestas y ya se emocionaban con las perspectivas sexuales. La niña «Díaz» ponía de manifiesto que conocía el nombre «pene». Lo hizo así con otras tres amiguitas y las cuatro en conjunto le dijeron a la víctima del aguacate de «Torres», «Ya sabemos cómo se llama lo que tienen los niños. ¡Se llama pene!» Rieron de manera increíblemente desaforada para una palabra que al pequeño no causaba impresión alguna. Efectivamente, él sabía que tenía un pene y que por tal motivo era varón. Años más tarde, lejos de la adolescencia, él hubiese pensado «Es lógico, tengo pene y por ello se me considera varón». Sin embargo, en aquellos años él «era varón» y no «se le consideraba varón» porque tenía pene. La niña «Díaz» siguió ahogada en la carcajada sin fin con sus amiguitas. Él no se inmutó. Su madre habíale explicado de qué iba el dimorfismo sexual, aunque quizá no con esa expresión, dimorfismo, pero sí con la explicación que los padres otorgan a los niños: «los niños tienen pene y la niñas tienen vagina». Más tarde, y como todos los días en el recuento de lo acaecido, él refirió a su madre lo dicho por la niña «Díaz». Toda una anécdota para la madre, tan experta de forma innata en la educación de sus hijos, pero también comenzó a reír, aunque no con el desafuero de la niña «Díaz». Rió más por aprensión ante lo inesperado de la experiencia. Y le dijo a su hijo «Pero tú ya sabías lo que quería decir; ya te lo había explicado.» Él dijo que sí, que no entendía por qué se rieron. Sinceramente no lo entendía el pequeño. Su madre le explicó que esos temas no eran algo de lo cual todo el mundo hablase, que era algo muy privado. Él asintió, pero como en muchas de las ocasiones que así terminaba las conversaciones con su madre, realmente no comprendía el mensaje entorno a la privacidad de la palabra «pene». Jamás alcanzaría a desarrollar el pequeño el pudor suficiente para evitarse decir tal palabra. Más aún, en los años cuando «se le consideraría varón» y no «sería varón», a él le disgustaba el uso del «pilín» o el «pajarito» para reemplazar el nombre técnico del «pene». De todas formas, él no prestó más atención al tema. No la misma que, otro día, lo agobiaría al punto de una responsabilidad desafortunada el que Carmen lo hubiese encontrado resolviendo su ansiedad masturbándose. Él no se percató de lo que estaba haciendo. Simplemente lo hacía porque no terminó el apunte, ya se lo iban a revisar, no sabía él qué hacer, y la única forma que había encontrado para desahogarse sin 62

excretar aquello que le generaba asco era excitándose y remitiéndose al placer. Extrañamente, él no entendía lo que hacía por la reducción al instinto que poseía en sus manos. Pero al ponerse de pie porque algo le aquejaba Carmen lo observó con inquietud. Nuevamente, y como en aquella primera mañana, le preguntó a su amigo «¿Quieres ir al baño?» Él le contestó que no. Ella insistió «Entonces, ¿por qué te estás agarrando?» La vergüenza de quien era hizo que él quitara la mano de la región genital un poco sorprendido, y demasiado cohibido. Le dijo a Carmen que no, no quería ir al baño. Carmen sospechó, pero no preguntó más. Nuevamente, la evidencia había desaparecido. La sarta de equívocos instintivos y sexuales entre los niños del ámbito no era ni mucho menos algo poco habitual. Tampoco era algo con poca inocencia. Realmente los niños no pretendían evocar sus deseos más perversos, pues ni siquiera los tenían, sino que deseaban comprender el porqué de tantas sensaciones irresolubles. Así, el jugueteo agresivo con los lápices de colores diversos expresaba el desahogo de una aburrición constante y una creatividad no encausada. Y el robo de los estragos en esa guerra donde los lápices por poco dejaban tuertos a varios constituía el deseo por poseer mucho, mucho más, siempre más y más allá de los confines de su saciedad: la señal temprana de las adicciones a cualesquiera pasiones. En ese lugar, no había religión, pues Julieta se encontraba fuera. Sin ella, la libertad mas instintiva renacía como en los tiempos donde «López» mordía las cobijas en busca del sabor salado de las telas sudadas con el influjo acalorado de su madre o su padre, con quienes dormía hasta que los deseos de sus progenitores los orientaron a tomar la decisión de construirle una habitación aparte al niño. Una libertad como aquella de la niña «Díaz» disfrutando de mirar a su primo, «Díaz» igual pero siete años mayor. El mismo de quien estaría enamorada hasta el reconocimiento de su propia infancia y la supuesta idiotez que ello conllevaba. La misma libertad que el niño «Torres» desconocía al jugar con sus primos, todos ellos mayores que él, y lo empujaban de aquí para allá hasta rechazarlo del modo más infame que a un niño se le puede rechazar. O la misma libertad que el siempre ansioso niño víctima de un aguacate experimentaba en su soledad, de aquí para allá sin nadie diciéndole qué ni cómo, pues su abuelo le otorgó las llaves de su inocencia, mientras el viejo elaboraba los deberes que le eran encargados al niño. Para todos los pequeños, los días más lejanos no existían más. Y como no existiesen, el dibujo de una tortuga representaba una indiferencia por la vida, latencia surgida de la domesticación por los deberes. O la palabra «pene» hacía las veces de amor que no debía existir por un primo atractivo. O el aguacate sobre la libreta de notas de la torpe víctima retomaba la misantropía maleducada de una crueldad de primos. Toda esa cotidianidad de hechos existía ante la vista gorda de Julieta, curiosamente tan menuda y atractiva. Su jefa la había llamado para charlar de su grupo. Los niños eran demasiado inquietos y generaban demasiados problemas. Ni siquiera los más silenciosos comprendían un conjunto de seres capaces de una poca de inocencia. Eso según ella. No obstante, ni Julieta ni la jefa de Julieta, ni nadie en todo ese mundo de adultos imbéciles reconocía el valor más inocente entre sus pequeños. La inocencia definida por los adultos obedecía a los prejuicios de un estereotipo. Un niño que no constituye ningún escándalo. El niño que en su introversión es el más «bueno» de todos. Ninguno de los pequeños alumnos de Julieta carecía de inocencia. Por el contrario, cada uno expresaba lo que eran sus vidas de la manera que podían y sólo porque su inocencia así los hacía actuar. Otro día, en ocasión de la primavera, los niños comenzaron a declararse ante las niñas. La niña «Díaz» era de las más asediadas. Igualmente la niña «Ávila» y en general todas las niñas cuya complexión fuese delgada. Él, la víctima ansiosa, el amigo de Carmen, fue de los primeros en admirar la fabulosa imagen de la niña «Ávila». Acercóse a su oído, con la inocencia que alguien a los nueve años puede representar, y le dijo «¿Quieres ser mi novia?» La niña «Ávila» contestó que lo pensaría. Ese acto liberador, la catarsis magnífica, constituiría el eje de las idílicas ilusiones del pequeño para el resto de su infancia. Eso mucho antes de que la niña «Ávila» le dijera que sí y tres días después le dijese que no. Eso mucho antes de que su madre lo hiciese sentir avergonzado por 63

un hecho que para él lucía natural. Porque a él no le interesaba la niña «Ávila», sino las circunstancias placenteras que implicaba el decir «¿Quieres ser mi novia?» Así lo mismo para el niño «Cárdenas» que también se declaró a la niña «Ávila» con los emparedados elaborados por su madre supuestamente para él. El niño «Cárdenas» no había de constituir un enemigo. Más porque las declaraciones se diferenciaban por algunas semanas. Y aunque quien pega primero, pega dos veces, el amigo de Carmen no pegó más intensamente que el niño «Cárdenas». Sí, la inocencia remarcaba a los niños. Así lo percibiría el amigo de Carmen algunos años más allá de aquellos estropicios infantiles, con el reemplazo de Carmen, la joven «Paz». Ella entraría en un conflicto equivocado donde tanto su madre como ella se enamorarían del mismo hombre. La primera por confusión, falta de identidad, y la segunda por el mismo motivo. La razón obviada sobre el refrán, de tal palo, tal astilla. Pero en aquellos años de afectos cortamente elaborados, vagamente admirables y lejanamente consumables, defectos semejantes a los de la joven «Paz» no serían observados. No era por indefinición de su personalidad que los niños se buscasen los unos a las otras, sino por un plan de naturaleza. Aprecio por la estética de una niña con las trenzas quietas, de cabellos brillantes. Aprecio por el halago que los niños hiciesen de la primera. O aprecio por quién sabía qué, pero siempre algo que el instinto les llamaba a ejercer. Carmen no quedó ni herida ni alucinada por el acto de valor que su amigo consiguió. Más aún, él tampoco se alejó de Carmen, pues su amiga le atraía por la confianza de que era ella y nadie más que ella. No era amor, pues el amor que él experimentaría llegaría años más tarde, cuando A..., según él se llamaba ella, le provocaba una perdida del control total apenas ella asomaba su imagen. En cambio Carmen simplemente se reducía de una forma cándida y feliz a la niña con quien podía contar en el caso de cualquier eventualidad. No era obligación tampoco asumida como con Roberto Rivas años más tarde, donde los favores se convertían en moneda de cambio. Carmen era más el apoyo que él concebía sin temor a equivocarse, simplemente porque era ella sin intereses ni preocupaciones por alguna falta de comprensión hacia él. Claro, así no lo expresaba él, sino que hablaba con Carmen para decirle que los Reyes Magos le habían llevado un trenecillo. El mismo que se suponía sustituiría era el vehículo anaranjado llamado Metropolitano y acortado Metro. Asimismo, Carmen le revelaría que su papá le había regalado una muñeca Barbie. Los dos eran felices entonces, cumplidas las revelaciones perspectivas del hogar a la escuela. No tenían envidia el uno del otro y la vida continuaría de tal forma mientras los años no se convirtiesen en el pretexto de una infamia atroz. Sin embargo, así fue. El tiempo y la inocencia vista como «el peor de los grupos» llevó a desintegrar la maraña de niños inquietos, tan ávidos de aprender de la vida lo que ni sus padres ni sus maestros, ni nadie frente al televisor o en la calle podía mostrarles. Él, el amigo de Carmen, y Carmen también, acudían a las clases de natación. Otros cinco niños los acompañaban y el maestro igual. Los niños conversaban sobre el frío que se sentía al entrar al agua. Antes él tenía miedo porque la presión le oprimía por vez primera el pecho y no le permitía respirar con los pocos pero significativos pascales que ese acto tan burdo constituía, sumergirse en el agua. Carmen, por el contrario, se manejó cual pez en el agua: ella había ingresado mucho antes a otros cursos de nado. Pasados los meses, ambos se encontraban en condición de conversar sobre lo mismo, aunque no de llevarse igual en el transcurso de la alberca clorina. Porque ella se alejaba con la fluidez de los años mientras que él apenas reconocía un estilo y ya le exigían que realizase otro tipo de manotazos y pataleos. La torpeza se reducía en los juegos. Carmen no tenía grandes pulmones. Él, en contraste, se manejaba con unos pulmones de capacidad volumétrica masculina. Así, cuando las apneas se convertían en el juego predilecto, él salía quizá no vencedor entre todos, pero vencedor si competía con su amiga. No era necesario efectuar comparaciones entre ellos mismos. Como amigos de infancia que eran, simplemente se decían que les gustaba mucho el juego de las apneas y que uno llegaba a la segunda raya y la otra llegaba poco antes de la segunda. Así 64

quedaban los hechos, muy lejos de los ruidos de compañeros perversos que los orillaban a ellos mismos a la degeneración. Así era la hora de natación, pues se desprendía del ruido de los descubrimientos que la niña «Díaz» hacía de palabras de su madre entorno al falo, o bien del horror de un aguacate impregnado en la albura de una insignificante hoja de papel. Durante esos minutos acuáticos, él avanzaba reptando detrás de Carmen porque ella era más rápida. Luego, intentó aprender a mover las ancas. Pero las ancas de alguien no dotado de manera innata para el esfuerzo físico no se mueven de inmediato. Carmen le explicó cómo moverlas, al igual que el maestro de nado, pero él siguió sin comprender de qué se trataba. Entonces continuó reptando, como ya sabía hacerlo, sin la técnica precisa pero al fin y al cabo manoteando y pataleando como cualquiera que aprende a reptar sobre el agua. Luego, salieron los siete niños del agua. En aquel momento, él y Carmen sería conscientes de la realidad: volverían al hoyo de inocencia animal. Ellos gustaban más del pequeño estanque donde la inocencia no era animal, sino estilizada. Ambos tenían los cabellos húmedos y llegaron juntos adonde sus compañeros esperaban formados en las filas del grupo que eran. Se separaron como ellos sabían hacerlo, él con los niños y Carmen con las niñas. Más excitados esta vez, los niños que no asistían al curso de nado ineludiblemente terminaban sudados y apestando exasperantemente. No era un aroma de chivo, como refería erróneamente Julieta, sino un aroma de sudores tras la corretiza que la niña «Díaz» practicó para atrapar al niño «López», el mismo que practicó su propia corretiza para atrapar al niño «Álvarez», el mismo que practicó su propia corretiza para atrapar a alguien más que también seguiría la consecución del juego hasta un final suspendido de tajo por el maestro de Educación Física. Para entonces, el pequeño «Cárdenas» ya tenía las rodillas abolladas y la niña «Téllez» no conservaba nada del peinado que su madre había armado para ella en la mañana antes de llegar al colegio. Luego, comenzó la clase pero los niños se encontraban inquietos, más de lo usual. Entonces, Julieta se rindió ante el devaneo de gritos y voces que no lograba callar. No sabiendo qué hacer, con todo y la aprensión que pedir ayuda le causaba, perdió más los estribos por los niños que por su personalidad endeble y solicitó la ayuda de una colega. Salió y regresó con Lourdes, una educadora severa. Los niños la vieron entrar y dejaron de hablar o gritar. Entonces Lourdes dijo «¿Qué les pasa? La maestra Julieta quiere dar su clase pero no puede porque ustedes no se callan. Ya hicieron destrozos allá afuera y todavía llegan a hacer destrozos adentro. Ya. No es justo que Julieta se enoje todo el tiempo porque no obedecen o porque no se están quietos en sus lugares, como debe ser. Ya, por favor.» Los niños callaron, efectivamente, pero más por la dureza en la voz de Lourdes que por el mensaje reflexivo al que ella invitara. Julieta le dio las gracias a su colega, pero Lourdes, donde los niños no la viesen, le dijo que ella debía de aprender o si no la correrían de allí. Que no era posible que ella no pudiese conservar el control de su grupo. Julieta regresó al interior del salón y los niños hablaron poco, luego más y finalmente lo usual. El amigo de Carmen y Carmen no se dirigieron la palabra ante la tensión, aunque ellos mismos eran conscientes de que nos les correspondía la culpa que le achacaban al grupo completo. Lourdes se refería a unos «destrozos allá afuera», pero ninguno de ellos dos sabía de qué se trataba, pues sí se encontraban afuera, pero no con los demás, sino nadando. Claridades tan ausentes como ésa contribuyeron en cierta medida a que los niños equivocaran su perspectiva de la justicia. Las madres de los niños, a su vez, acusaron a Julieta de ser «mala maestra». Como la palabra «mala» se impregna más rápido que cualquier otra palabra en aquellos de espíritu medieval, la trifulca en la junta donde reunieron a todos los padres de ese grupo terminó por separar a los niños para el año siguiente. Desde allí, todos se comportaron en la medida de sus posibilidades. Julieta, esperando el final y no volver jamás a vivir una experiencia semejante. Los niños, en cambio, más quietos vieron algunos de sus miedos hacerlos callar. Eso en el curso de las dos semanas siguientes al altercado con Julieta. Pasado ese periodo de tiempo, las risas volvieron 65

como un signo más de inocencia, donde a los niños les importaba menos el futuro que disfrutar del presente. La última alternativa, tan boba como interesante para el resto de los niños fue la corrección que hizo Julieta al estilo de caminar que tenía Carmen. La víctima de un aguacate, el torpe nadador y ansioso por excelencia, parecía tener problemas siempre, una vida llena de conflictos en comparación con ella, su amiga Carmen. No obstante, Carmen caminaba como avión siempre que giraba, fuese hacia la izquierda o hacia la derecha. A nadie le importaba aquella manía mientras Carmen estuviese mucho más plantada en la sensatez inocente que el resto de sus compañeros, pequeños demoniecillos para todos los demás adultos. Pero en la víspera de la separación, Julieta notó que Carmen hacía lo mismo que un avión al girar. Entonces le dijo «Carmen, ¿por qué caminas así?» Carmen se extrañó. Entonces la pequeña preguntó «¿Cómo?» Julieta le contestó «Así, como avioncito». El grupo quedó paralizado unos segundos observando la corrección de Carmen, un acto fuera de lo común pues a ella nadie la corregía. Su amigo la observó con la razón que tenía Julieta: no era la primera vez que él se hacía la misma pregunta «¿Por qué caminará así?» Entonces Julieta hizo caminar a Carmen de vuelta a su lugar para que desde allí iniciase de nuevo el trayecto de antes, pero sin ser un avión. Carmen no lo resistió y volvió a ser un aeroplano. Julieta la volvió a corregir y Carmen insistió en ser un avión. Fue hasta que Julieta hizo como ejemplo lo que Carmen hacía cuando todo quedó completamente claro entre las dos. Carmen partió desde su lugar, desaceleró, pero sin detenerse, dio la vuelta con los brazos quietos, ya no en forma de alas, y recorrió el trecho faltante hasta donde Julieta se hallaba. Todo un triunfo fue aquél, pues alguien en ese lugar era al menos corregible. Pero Carmen y su amigo, una sencilla y el otro complicado, una simpática y el otro inseguro, una experta y el otro aprendiz, poseían cada uno talentos que de no haber sido por las ineficiencias de sus padres y maestros hubiesen derivado en algo más que la corrección de avión a niña, o de aguacate a estudiante. Él admiraba la Naturaleza de las cosas obvias y más aún de aquellas que nada tenían de obvio. Ella conocía la perfección de los cantos y la maravilla de la sincronía corporal. Él reconocía su propia esencia con la presencia de la gente pacífica. Ella se reconocía con las charlas amenas. Quizá en algún instante del futuro ellos se extrañaron mutuamente, pero la soledad de la infancia, oculta por los estragos de otras soledades con las cuales debían compartir el aire, los había acostumbrado a la desatención. Él ingresaría a un grupo donde sus compañeros gozarían de una inocencia más civilizada, engreída. Ella, tendría la fortuna de ser tan feliz como él. Aún se recordarían y quizá en algún arranque del destino él pudiese tener otro aguacate para que ella le diera su sabio consejo. 15 de Abril de 2013

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EXAMEN Hizo a un lado su brazo. No hacía falta un telescopio para ver toda la verdad. Más de uno la vio. Entonces ni el bien ni el mal existían, apenas aquella verdad descarada. Todos eran víctimas del olvido ominoso e injusto, pero fueron iluminados por la salvación de aquel redentor misericordioso. Entonces ningún dios existía, apenas aquella humanidad descarada. Todos eran inocentes y siguieron siéndolo: no tenían culpa de nada pues su dios había hecho a un lado su brazo. 8 de Mayo de 2013

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LA CAJA APRENSIVA TEP Una jirafa estira el cuello para alcanzar las hojas. Un león bosteza. Las cebras, lejos, beben agua. Todas rayadas, pero inconfundibles entre sí. Ningún animal le importa al rinoceronte que se encuentra firme en sus cuatro patas, atento a los sonidos, disfrutando de su ceguera luminosa. La oreja derecha es un radar. La oreja izquierda remplaza al radar derecho. Ambos radares enfocan el sonido: los ronquidos del león, las crujientes patas de la jirafa y cada sorbo de deliciosa saciedad, las cebras sin sed. El rinoceronte tiene una gruesa piel. Es su armadura. Rígido, latente, el animal correría al menor signo de invasión. Daría muerte al invasor embistiéndolo. Tieso, soberbio, el animal espera el transcurso del tiempo. La soledad no da tregua: había que defenderla a costa de todo. Abandonan el río y se escabullen del león que aún sigue dormido. La caja aprensiva, gris, se inquieta, pero ve que son las cebras, lentas y suspicaces. Baja la aprensión. El rinoceronte se echa a dormir. 8 de Mayo de 2013

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SEGÚN EL OSO A mi primer escritor Que el oso me había dicho que no me fiara de amigos como él. Eso le dije. Entre tanto, aún recuerdo como el oso, el de verdad, el que nos amenzó con su mirada y su hocico, sus ojos llenos de rabia, podría asegurar que eran de odio, me lamío hasta saciar su hambre de miedo mientras yo fingía estar muerto, recostado en el suelo. Aguantando la respiración. Y mi amigo observándolo todo creyendo que el oso me hablaba sus consejos al oído. Sólo alguien como él, que me dejó al amparo del equilibrio con un empujón, sólo alguien como él, que no fue capaz de acompañarme y confrontar al oso, juntos, sólo alguien como él, encaramándose a ese árbol a la mitad del bosque, sólo alguien como él sería capaz de pensar algo así. ¡Cuánto me hubiese gustado que alguien estuviese allí! Nada más por mera casualidad, como testigo de la “amistad”. Observando aquel individuo el sudor de mi rostro escondiéndose para que el oso me creyera la actuación. Un oso tan tonto. Un amigo tan tonto. Y un espectador inexistente, quizá tan asustado como todos los hombres allí. O quizá tan tonto para no ayudarnos: porque sería otro amigo como aquel del cual, según el oso, no me debía fiar. 26 de Mayo de 2013

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CORAZÓN DE MÁRMOL Ayer vi el amanecer. Era hermoso. Salía del horizonte, con ocho minutos de adelanto, de Oriente a Occidente. Se veía tan luminoso como los egipcios lo vieron, al dios Ra. Pero no lo sentí igual, pues yo lo esperaba con ansia, mientras que ellos muy probablemente lo esperaban con devoción. Yo tenía frío, y viendo el amanecer sólo conservaba la esperanza de que el calor me invadiera. Un calor distinto al calor de las tardes, pues ese calor quema demasiado sobre la piel. Ahí es cuando no espero con ansia tal calor solar, sino que espero llegar a mi casa para beber una poca de agua. Aquel día vi el amanecer y el calor tardaba tanto en llegar que sentía congelarse mi trasero a pesar del pantalón de mezclilla protegiendo mi cuerpo desde el ombligo hasta los tobillos. En adelante, los calcetines y los zapatos hacían su parte. El pantalón de mezclilla era gris. Los calcetines azules y los zapatos eran zapatos tenis blancos. Observé que las agujetas de los zapatos estaban llenas de suciedad, toda ésta también gris, y con restos de tierra, restos de árboles y restos de mi propia suciedad en las manos cuando anudé lo que se debía anudar. No quería que salieran volando mis zapatos. No me gusta quedar en ridículo. El Sol llegó, pero yo no era lagartija. Por consiguiente, mi trasero siguió enfriándose, calentando el asiento de mármol sin poderlo calentar del todo. Éste también tenía frío. No soporté más y me puse de pie. Caminé para mover la sangre de mis venas, para que entrase por ellas y generase fricción. Para que mi trasero no quedase tieso como el mármol que lo enfriaba. Fui a no sé dónde y no sé por qué. Entre tanta irracionalidad olvidé que debía seguir al Sol para calentarme, sobre todo el trasero. Pasé por la sombra, más hacia el Oriente y continué con el tiriteo que no se había detenido desde que busqué algún lugar donde sentarme. Vi el amanecer porque desperté muy temprano, tratando de eludir mis problemas, pues así los concebía, como problemas. Dicen que mi hermana grita demasiado. Yo jamás la he oído gritar. Dicen que ayer mi hermana le gritó demasiado a mi madre porque no le permitió no sé qué y no sé por qué. Tampoco me interesa y tampoco alcanzo a comprender toda esa incomodidad que se genera cuando está mi hermana gritando, y a quienes veo se quedan con los labios inmóviles, con sus rostros solicitando compasión y helados hasta los huesos. Nadie se mueve y la resequedad de sus bocas igual reina por todo el imperio de sus gargantas. Afortunadamente, como yo no comprendo toda esa incomodidad, no sufro con tanta frecuencia de esa resequedad ni de esa inmovilidad. No obstante, el miedo siempre ha existido porque no sé lo que puede ocurrir cuando mi hermana grita: en cierta ocasión arrojó una botella de vidrio contra mi madre, quien terminó con la frente abierta y el corazón de mármol, es decir, frío. Un corazón que enfría los del resto del mundo. Ayer vi el amanecer porque mi hermana le gritó a mi madre, porque tuve miedo de lo que pudiese ocurrir después, y porque tenía el corazón frío. Esperando que el Sol me calentase, el mármol me enfrió el trasero al igual que el corazón de mi madre enfría los corazones del mundo. Nunca he sabido quién me dejó con esa familia. Mi madre dice que fue Dios con su infinita sabiduría. Mis amigos dicen que Dios no existe. Mi hermana sigue gritando y se olvida de que estamos todos allí. Ellos se quedan con los labios resecos, porque mi hermana al gritar es como el mármol que enfría, como el corazón de mi madre que amarga. Los gritos de mi hermana se roban el valor de la gente y su volumen se incrementa con gran tesón. Pero yo no percibo tanto ese rapto, porque no lo entiendo. Solamente observo que todos se quedan inmóviles como el mármol, y yo sólo tengo miedo. Angustia de que otra botella de vidrio caiga sobre la frente de alguien más y terminé descalabrándolo hasta dejarlo en la inconsciencia. Las botellas me han robado la tranquilidad tal y como el mármol se robaba el calor de mi trasero. Así terminé viendo el amanecer, intentando mover la sangre de mi espíritu y recobrar así la tranquilidad del mismo, tal y como busqué calentar mi 70

trasero moviendo la sangre de mi cuerpo y generar el calor perdido. La mezclilla de mi espíritu eran los muros de mi habitación. Por difícil que parezca creerlo, yo suelo dormir entre cinco paredes, un prisma pentagonal como ninguno. Las paredes son tan rígidas como la mezclilla, tan grises como la mezclilla de mi pantalón al ver el amanecer, y tan cálidas como la mezclilla que a pesar de sus virtudes no alcanzó a aislar mi trasero de la frialdad del mármol donde estuve sentado. Las paredes del prisma pentagonal no alcanzaban en ocasiones a proteger mi espíritu del enfriamiento paulatino, el mismo que se formaba cuando mi madre escuchaba los gritos de mi hermana, los que aún no alcanzo a comprender. Ver el amanecer me ha restado las esperanzas y he caminado para recuperarlas. Caminé no sé hacia dónde y no sé por qué, tan sólo para calentar mi trasero, el que por obra del mármol estuvo frío, tal y como mi espíritu, el que buscó salir temprano de la casa para ver al dios Ra. Pero no encontraba dónde sentarme, así que tomé de asiento el bloque de mármol que los constructores dejaron sobre el césped del parque incipiente. No había ni columpios ni resbaladillas, a lo más unos cuantos árboles y ese bloque que formaría parte del nuevo centro comercial. Antes los niños salían de la escuela y corrían para alcanzar el mejor puesto entre los columpios, el primer lugar en la fila de la resbaladilla, o para colgarse de los árboles frondosos durante la primavera y el verano. Cuando llegaba el otoño también subían a los árboles, pero los niños no podían esconderse los unos de los otros. El invierno congelaba todo como si fuera mármol y los niños preferían en ocasiones guardarse al interior de sus casas, donde otras madres les congelarían el espíritu, o donde ellas fuesen el amanecer para eludir la escasa diversión que en el exterior se podía encontrar. Durante la Navidad, Dios existía incluso para los no creyentes, porque el pueblo se reunía en el festival, las luces alumbraban las calles del centro y todos se abrazaban en busca del calor que se robaba el aire frío como el mármol que congelaba mi trasero el día de ayer, cuando abandoné el excepcional prisma pentagonal donde dos paredes miden lo mismo, otras dos miden casi lo mismo, y una se encuentra de manera diagonal y mide mucho menos que las otras cuatro. El invierno pasado, despertaba a las ocho de la mañana para cambiar de investidura. Primero levantaba temeroso el suéter con el cual dormía. Después, levantaba todavía con temor la playera del pijama falso. Entonces veía que los vellos de mis brazos se erizaban y el temor se acentuaba porque sabía que retiraría la otra playera, blanca, de mi cuerpo para dar paso a la playera azul obscuro, el regalo de mi hermana hace dos años cuando cumplí otro año más. Era especialmente para protegerme del frío. Los vellos seguían estirados sobre mis dos brazos, y el temor no cesaba esperando que el mismo ritual ocurriera del ombligo a los tobillos. Cuando retiraba de mi cuerpo el pantalón del pijama falso, alcanzaba a observar que mi pene se encontraba erecto pese al aire de mármol que me perseguía. Jugaba con él un poco, pero sentía que miraban mi trasero y que lo enfriaban con cierta perversión desconocida hasta aquel instante del invierno hace un año. Pero nadie miraba mi trasero. De todas formas, cogí otro pantalón de mezclilla, azul claro, para cubrirme del temor y del frío. Coloqué el cinturón negro a través de los orificios previstos, y vacilé en agacharme para buscar los zapatos que calzaría; tras un segundo de reflexión inintencionada, sin pensarlo así lo hice. La hebilla se impregnó como un trozo de mármol en mi ombligo y sentí que el temor había pasado porque la piel calentaba rápidamente el metal. Los zapatos se escondían en la obscuridad y me obligaron a arrastrarme como por nadie me he arrastrado en la vida, hasta que mis largos brazos hicieron las veces de pinzas y tomaron por cualquier costado a cada ejemplar del par. Mis rodillas se estaban convirtiendo en mármol y temí por ellas. Imaginé que cuando fuese viejo no me responderían, tratando de quejarse por el hechizo de metamorfosis al mármol que no me atreví a evitar cincuenta años atrás. Calcé los zapatos, busqué un suéter completamente negro y salí de la mezclilla espiritual de mi habitación, la que nunca fue suficiente para olvidar los gritos que dicen emite mi hermana, y la amargura de mi madre. Hace un año también busqué ver el amanecer, 71

también me senté sobre un bloque de mármol, el mismo que tomé por asiento el día de ayer, e intenté eludir el enfriamiento de mi trasero de la misma forma. Retiraron los columpios, las resbaladillas y los bancos, tan sólo para que la gente se fuera acostumbrando al paisaje desolado. Lo cierto es que el mismo empataba con la búsqueda que hacía para eludir los problemas, porque lo eran, donde no sabía qué haría y por cuánto tiempo. Simplemente no podía entender cuánto más soportaría los gritos de mi hermana, los que me resultaban incomprensibles, así como el corazón de mármol de mi madre. Hoy he vuelto a buscar el mismo bloque de mármol y allí ha seguido desde hace un año y un día exactamente. Nuevamente me ha enfriado el trasero porque nuevamente mi hermana se ha atrevido a agitar una botella en su mano, aunque no la ha arrojado como en aquella ocasión en que le partió la piel de la frente a mi madre. Intentando retomar la cordura espiritual, también he caminado sin saber hacia dónde ni por qué. Y al final, cuando el reloj, aquel artefacto de correas plásticas ajustadas a mi muñeca y carátula con manecillas, indica las siete de la mañana, regreso con la insatisfacción de no lograr calentarme en ningún sentido. Entro a mi habitación en silencio. Todos siguen dormidos aún. Me oculto debajo de las cobijas. Eran las dos de la mañana, según el reloj, cuando terminó la discusión. La familia continúa exhausta. Así me mantengo, con el pijama falso puesto desde la búsqueda del cálido amanecer. Dormito durante una hora. Al despertar noto que mi cuerpo se ha calentado milagrosamente. Y como cada día surge el miedo que no logro evitar, miedo al aire de mármol que me estira los vellos, que me enfría el trasero, que me debería encoger el pene, que me impide buscar los zapatos tenis que utilizaré, y que me hace pensar en cuando sea anciano. Hoy es día de festival, pero a diferencia del año pasado decido no ir. No pretendo vivir la hipocresía de andar con la familia que no existe, donde mi madre amarga a todos con su corazón de mármol, ése que me genera temor, tan parecido al temor matutino al retirarme las prendas del pijama falso. Tampoco pretendo observar una vez más que mi hermana infunde temor a todos los integrantes de la familia. Prefiero que ellos se queden con sus gargantas resecas, en toda su imperialidad impotente. Prefiero que el mármol de sus corazones no me invada desde la mezclilla del prisma pentagonal donde me protejo, donde surge la ansiedad y donde ningún calor generado ha de resultar suficiente. En verano, el temor desaparece. En verano conservo la costumbre de huir a las cinco de la mañana en busca del mismo bloque de mármol donde observo la llegada cada vez más adelantada del Sol. Pero nunca me ha ganado. Siempre he alcanzado a mirar su salida desde el Oriente y hacia el Occidente. Tampoco me gana la voluntad y siempre abandono el mármol para que mi trasero no siga congelándose por el frío de la noche. No obstante, a las ocho de la mañana no tengo miedo por retirarme las prendas del pijama falso. Tampoco hay festival y, por lo tanto, no tengo que decidir entre ir o no ir, cuando la única respuesta que estoy dispuesto a dar es que no. Los niños se han divertido en estos últimos días sin parque yendo unos a las casas de los otros. Ahora repudian la ausencia de los columpios y las resbaladillas, pero al crecer todos irán al centro comercial para comprar la felicidad inimaginable, para encontrarse con gente conocida o desconocida, y para ni siquiera toparse con el recuerdo de la existencia de una infancia adorable. Y los hermanos menores de esos adolescentes que hoy son niños, también se visitarán los unos a las casas de los otros. Las madres no se darán abasto y los llevarán a la feria de la ciudad, a unos varios kilómetros de aquí. De alguna forma son como yo, que intento eludir lo que a la vista de algunos no es un problema, pero que realmente significa algo. Así lo piensan, que no hay problemas, porque no puedo decirles la verdad. Los niños me importan porque tengo un hermano que es nueve años menor que yo, que no sabe nada de los problemas, pero que ha ido aprendiendo lo que es la tristeza: le han robado el amanecer de un parque donde se reunía con sus amigos a hacer fila para la resbaladilla. Como mi madre no es atenta, mi hermano prefiere no invitar a nadie a la casa. Como mi hermana es 72

conflictiva, ni siquiera se le ocurre a mi hermano el pedir permiso para visitar a algún amigo. Yo tampoco tengo tales libertades, pero me escabullo con más astucia que el «enano». Me he visto tentado a invitarlo a ver la salida del dios Ra, pero no creo que él quiera vencer sus miedos. Tampoco creo que le agrade la idea de enfriarse el trasero, luego calentarlo, y durante el invierno impregnarse los estirados vellos de los brazos con temor al aire de mármol a las ocho de la mañana. Él me cuenta sus temores a su manera. Me dice que no le gusta ver a nuestra hermana gritando como loca. Pero ella no está loca, sino enferma. Yo quisiera abandonar definitivamente la mezclilla del prisma pentagonal, con tal de perseguir al dios Ra y que me de calor durante una mañana eterna. Decía el cuento que el hombre más sabio del mundo respondió que la vuelta al mundo se llevaría a cabo en un día de perseguir al Sol siempre en la misma posición. Entonces preferiría darle la vuelta al mundo toda la vida, con tal de olvidar que mi hermana grita, que no la comprendo, que los labios y la garganta no se me resecan; que mi madre algún día amargará por completo el trasero de mi espíritu. Pero no puedo abandonar al «enano», ni tampoco puedo abandonar a mi hermana, pues está enferma. Por consiguiente, tampoco puedo abandonar a mi madre, porque también está enferma, contagiada por mi hermana. El encantamiento de la botella ha sido el más fatídico de todos. Nos ha relegado a un estado de latencia perpetua, donde todos hacemos lo mismo cada día, sin cesar y sin excepción. Mi hermana gritando, mi madre amargando con su corazón de mármol, mi hermano siendo infeliz, y yo enfriando mi trasero, rebuscando el calor de mi sangre, ensuciando mi pijama falso, pijama de mezclilla con la ropa del día anterior, y después, durante los inviernos, temiendo aún por el frío de la hebilla metálica y el aire que no logra encoger mi pudor. Sólo espero que los constructores no tarden en llegar. Eso hará que abandone el vicio interminable de sentarme sobre el bloque de mármol y arruine mi cadera para cuando llegue a ser anciano. Cuando ella me reclame con gritos de dolor la falta de consideración que tuve con ella. Me quejaré de las reumas y recordaré todo el mármol familiar contra el cual fui azotado. Si retiran el bloque de mármol, o si lo ocultan, para comenzar la construcción del centro comercial, me decidiré de una vez por todas a perseguir al dios Ra durante todos los días del resto de mi vida. Entonces sí invitaré a mi hermano, porque el viaje será igual de ligero para ambos. Un día es un día y nada más. Si hemos soportado los días más aciagos, podríamos soportar la constante calidez. Mañana, si no llegan los constructores mientras mi hermana se encuentre gritando, volveré a acudir al mismo bloque de mármol, gris, como el pantalón que en ocasiones tomo a las ocho de la mañana. Nuevamente haré caso omiso a la invitación que tengo planteada para mi hermano, de abandonar un poco la casa y observar el amanecer, que a diario es hermoso. Sin embargo, hay algo que no cambiará jamás. Porque seguiré sin entender el miedo que produce la resequedad en mi familia, la mujer del corazón amargo, el sabor del mármol, la temperatura del mármol, y mi hermano abandonado por los miembros al interior de su casa. No lo comprenderé por más que siga al Sol. Soy sordomudo de nacimiento y sólo pueden decirme que mi hermana grita todos los días a la misma hora porque sigue drogándose. Justo derribaron los árboles y los juegos para llevarse toda la inocencia del pueblo. Hoy es día de invierno y sigo recordando cómo salieron las ratas para primero regalar esa piedra apestosa a los jóvenes del barrio, y después venderla. Mi hermana no tenía más dinero que sus ahorros. Y no pude escuchar que le gritaba a mi madre para conseguir el dinero. Tuve que leerlo de los dedos lastimeros de mi hermano, temblando de miedo, con la boca reseca y esperando a que algo (o nada) ocurriera. Entonces, obnubilada por la enfermedad, mi hermana arrojó la botella de vidrio a la cabeza de mi madre. Tocó su frente y la agrietó. Corrió un leve chorro de sangre, mas el impacto hizo que ella dudara en levantarse o seguir recostada sobre el suelo. No obteniendo respuesta de nadie, porque mi madre estaba casi inconsciente, porque mi hermano tenía la garganta paralizada y reseca, y porque yo simplemente estaba mudo de nacimiento, mi hermana salió apurada de la casa. Entonces reaccioné, pues mi sordera no me ha impedido correr. Alcancé a 73

observar hacia dónde se dirigía. Tomó el camino que a diario tomo para observar el hermoso amanecer a veces adelantado y otras veces retrasado. Un hombre se cubría con el capuchón de la sudadera. Se protegía no del frío, sino para conservar su anonimato. Mi hermana le dio una cantidad de dinero y recibió a cambio una piedra de aspecto semejante al mármol. La detuve una vez que el tipo anónimo se fue corriendo tras los árboles que antes existían. Ella me reconoció e intentó inútilmente levantar el bloque de mármol donde a diario me siento. Entonces la tomé de los brazos, por la espalda, y me dijo algo, porque lo sentí vibrar en mi pecho, pero no lo comprendí. Cada vez quedan menos árboles y cada vez sigo persiguiendo a mi hermana cuando sale después de gritarle a mi madre, que le da cierta cantidad de dinero. No importa si es primavera, o si es invierno, o si se trata de la quinta estación del año, así como puede ser increíble la quinta pared de mi habitación, yo la persigo y la vigilo. Me dice algo que no comprendo, pero lo siento. No la oigo y gracias a mi sordera tampoco tengo miedo. Pero no logro evitar que la droga la vuelva más violenta, más fuerte, y menos mi hermana. El mármol que introduce por su boca le llega al corazón, lo enfría y lo amarga. Me sorprende que no se atragante. Entonces mi impotencia vuelve a yacer a las cinco de la mañana sobre el bloque donde se lleva a cabo la transacción. La misma enfermedad que invade el interior de mi hermana menor, también es la misma que se presenta en mi trasero al congelarse todo éste. No alcanzo a entender cómo no logro detenerla. Entonces vuelvo a eludir mis problemas, vaya que sí lo son. Espero que el Sol vuelva a salir. Espero la calidez que he olvidado, que quisiera perseguir todos y cada uno de los días de mi vida, junto como mi hermano. Veo el amanecer y sigue siendo hermoso, pero no me han quedado esperanzas porque mi hermana se drogará todos los días hasta que el centro comercial sea levantado y ella se encuentre muerta. No alcanzo a comprender el miedo, pero siento temor al desnudarme. Ni siquiera el jugueteo con mi pudor impulsa una sonrisa fuera de mí. El cansancio y la sordera me abaten. Pero tengo que repetir la misma rutina todos los días, como todos en este pueblo. Como los niños que se visitan los unos a los otros, tal y como mi hermano no puede hacerlo. Como las madres que son felices, tal y como no lo es desde hace mucho tiempo mi madre. La vergüenza no me permite salir al festival: nunca me ha gustado hacer el ridículo. Porque sé no llegarán todos juntos, sólo mi hermano y mi madre. La derrota, por el día de hoy, será que no logré perseguir a mi hermana, que de todas formas seguirá en el mismo bloque de mármol, donde quizá tomará asiento, donde se le enfriará el trasero y todo lo que se llame corazón. 3 de Junio de 2013

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EN LA CALLE Por Herta Müller Para Dolores CABELLERA CASTAÑA Vieron una cabellera castaña. La cabellera tenía ojos, y los ojos pupilas verdes. Los ojos de la cabellera me sonrieron y en reciprocidad los míos les sonrieron igual. Al hacerlo, mi cabellera, que es de color negro, como la selva nocturna, no pudo más que hablar y preguntar. La cabellera castaña contestaba a las preguntas de mi cabellera pues no la comprometían. Cada uno de mis cabellos pensó lo mismo y entre sí se respondieron las mismas preguntas de introspección. Quizá cada uno de los cabellos de esa cabellera castaña también se respondían entre sí varias preguntas que de vez en vez a todas las cabelleras suelen ocurrírseles. Sin embargo, mis cabellos junto con sus ojos igualmente negros en su tono silvestre, pensaron lo impensable: que la cabellera junto con sus ojos verdes podían abrazarlos durante largas tardes con sus largos brazos y enormes manos que por el momento solamente los saludaban. La voz de mi cabellera se enredó tanto al preguntar como al despedirse. Nuestras cabelleras habían sido presentadas. MÁQUINA DE VIENTO El viento fue empujado del túnel hacia nuestras vidas. Las refrescó o las enfrió, eso dependiendo de sus estados anímicos. Con el viento avanzaron otras vidas empujadas por la misma máquina empujando el viento a través del túnel. Dentro de ella, también había viento gracias al ventilador cuya finalidad era refrescar mi vida hasta enfriarla por completo. Seguí contento, pero el viento me recordó algunas desgracias. Mis recuerdos me llevaron a otras desgracias, y así sucesivamente. Siempre se podía ser, según dicha sucesión, a cada hora un poco más desgraciado. La máquina se detuvo y el viento fuera de ella, pero generado por ésta, también hizo alto entre toda la gente que consiguió refrescar los ardores y congelar los temples. Todas las personas que ingresaron a la máquina lo hicieron con libertad plena. Quienes salieron, lo hicieron interrumpidos por quienes entraron. No hallé escrituras bíblicas que profetizaran esa desigualdad. Me hice hombre sin libertad plena a la siguiente estación. DEDOS AMIGOS Leí lo que otros dedos narraban. Entonces los dedos se hallaban durmiendo. Comenzaron mis falanges a articular una breve historia con un breve consejo a la postre, y terminaron leyendo el texto inicial con cierta dificultad: mis falanges leen lento y en aquella ocasión tenían prisa. Dentro de poco dormirían; no podían evitarlo. En parte por su naturaleza dormilona y en parte por su naturaleza obediente. La instrucción gozaba de claridad: «No tardes mucho». Mis falanges respondieron que no. Que no tardarían demasiado en dormir. Los dedos a los que respondían mis falanges eran dedos amigos. Las respuestas entre éstos y mis falanges diferían por un día, aproximadamente. Los dedos, amigos de mis falanges, vivían a siete horas en avión, a un mes en barco como polizones, y a doscientos años de historia antigua entre conquistadores y vencidos. Los dedos dormían mientras mis falanges cenaban leche y pan. Los dedos despertaban mientras mis falanges dormían. Ellos le contestaban a mis falanges lo escrito y enviado, «Enviar». Diecisiete horas después mis falanges discutieron nuevamente con los dedos 75

amigos. Los dedos y mis falanges esperaban conocerse algún día en persona. OÍDOS POSTIZOS Antes de dormir, un par de oídos postizos le hablaba a mis oídos de carne y hueso. Yo no estaba capacitado para escuchar a los fotones. No tenía sentido que los oídos postizos no me hablasen tan de cerca. En ocasiones cantaban cosas muy lindas y en otras hablaban con voces ajenas, prestadas. Solía buscar que ese par de oídos plásticos estimularan al par de oídos hechos por quién sabía qué dios. El estímulo podía ser tan ecléctico como diversidad de voces había en cada cuadrante. Estos cambios respondían a necesidades que se modificaban sin piedad. Los oídos de carne y hueso preferían lo rocoso, lo independiente, lo electrónico y un poco menos lo disparatado. Casi todas las voces ajenas eran de gente blanca. Mis oídos eran morenos. Casi nunca hacían hablar a Bob Marley con su voz en préstamo. ITERACIÓN EJERCIDA Juré que fue la bufanda la que se enredó en mi cuello y no yo quien enredó la bufanda alrededor. No me creyeron. No lo hicieron porque me encontraron llorando. Lloré porque me asusté: cuando la bufanda se enredó sentí un calambre que paralizó mi cuerpo entero. Aprendí que el miedo es un calambre invadiendo hasta la última gota de sangre. Desanudé la bufanda como pude y retomé el control de la situación. Del susto, sólo pude repetir imparablemente una palabra intrínseca a toda la vida: «Algo». Cuando el ritmo incierto de la palabra disminuyó, rompí en un llanto tan inacabable como la iteración antes ejercida. Esa noche yo no lograba conciliar el sueño de tan sólo pensar en el miedo. No fui yo, fue la bufanda. Luego, la música ocultó el miedo y dormí, sin recordar, ni siquiera soñar, que tampoco fui yo quien tomó la navaja de afeitar, etc. Al día siguiente no tuve rostro para nada ni para nadie. Aún ocultaba los resabios de cicatrices a la altura de mis muñecas. · Descubrí el sonido de «La Bruja negra». Necesitaba escuchar el tamborileo de mi propia culpa. 19 de Junio de 2013

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TESTIGO DEL CONTEXTO Mamá les encargó la olla a presión. Mamá confiaba en ellos. Aún confía mamá, pero ella no sabe qué hicieron durante su ausencia. Yo tampoco sabía lo que ellos habían hecho ese día, sin embargo, mi hermano tuvo a bien decírmelo. Tarde o temprano yo lo sabría y por tal motivo dedidió él que sería conveniente que yo supiera la verdad dicha por su propia boca: –¡Nos estabas espiando! –¡Sí!, porque no confío en ustedes. –Y, ¿desde cuándo estás grabando? ¿Conservas todos los videos? –Eso no te incumbe. –¡Nos estabas grabando! ¡Claro que me incumbe! –Tienes algo que ocultar, ¿o no? Se hizo un silencio lleno de incertidumbre, y cuando pensaba retirarme, mi hermano me detuvo: –Espera. Si vas a ver lo que hemos hecho, al menos no se lo muestres a mamá. –No pensaba hacerlo. –Tengo que explicarte algo. –No lo hagas. Si está grabado, tarde o temprano lo sabré. –Tengo que hacerlo. Si lo ves, así lo requiere. –De acuerdo, habla. Mi hermano calló por unos segundos, esperando sus palabras a tomar vuelo, como si él intentara prolongar el plazo hacia lo ineludible. Cuando el dale, dale de la piñata con sus dulces palabras terminó, abrió la boca, inspiro y expiro, volvió a inspirar aunque brevemente y comenzó diciendo «Fue por amor». Luego prosiguió. –No me resistí y besé su mejilla. Cada vez que nos encontrábamos cerca surgía en mí el deseo de hacerlo. No sabía si era por amor. Pero volteó a mirarme, yo con la sangre, el corazón y los venas a tope, y me tomó la mano. Entonces comprendí que sí fue por amor. –No te preocupes. No se lo diré a nadie. Sólo tengo un consejo para ti, y es que no prolongues lo de ambos si no piensas revelarlo. –No sé qué hacer, hermana. Es amor, lo sé, pero tengo miedo. –¿Miedo? ¿A qué? –A los juicios de los demás. –Eso no debería ser un problema. Cuando hay amor, los juicios salen sobrando. –No sabemos qué hacer. No, no sabe qué hacer. En realidad fui yo quien tomó su mano. Al hacerlo, no se opuso, creo más porque yo se la estrujaba. Cuando solté su mano, no dijo nada. Ni «sí» ni «no». –¿«Sí» o «no» a qué? –Realmente no dijo nada. Pero ha seguido viniendo y me sigue tratando como antes. Yo no puedo soportarlo. Pienso que pretende tentarme. –Me parece que estás pensando en falso. Creo que sigue viniendo por compromiso. De alguna forma, así quedó con mamá, para ayudarla. Y no hace más escándalo porque es prudente. No valdría la pena discutir por algo que apenas tiene pasado, y que en ningún caso tiene futuro. –¡Pero sigue siendo amable conmigo! ¡Es muy dulce! 77

–Así es con todos, no sólo contigo. No seguimos conversando porque se escuchó el cerrojo abriéndose. Era mamá llegando de hacer las compras. Cuando terminen las vacaciones, dejará de venir la tentación de mi hermano. Él ha recobrado la cordura, pero me ha pedido una copia del video cuando dio su patético beso. También me ha pedido las fotografías más nítidas que tuviera de su tentación a solas o de ambos. Digo, a pesar de estas peticiones, que mi hermano ha recobrado la cordura porque se ha hecho consciente de lo platónico de su situación. Le he compartido las fotografías y el video por compasión: para que no extrañe tanto ni el lindo gesto ni el lindo rostro. Yo no buscaba descubrirlo en nada. Instalé la cámara porque estaba al acecho de un ladronzuelo robando sistemáticamente parte de mi reserva de búlgaros. El ladronzuelo era mi madre. Y mi hermano descubrió la cámara porque la ladronzuela les encargó a él y a su tentación que limpiaran las alacenas, que hurgaran entre aquello caduco y aquello vigente. No le dije a mi hermano que había instalado la cámara, eso porque no confiaba ni en él ni en su tentación. Mi hermano ha confesado sus culpas, y su tentación ha pasado desapercibida en términos de mi cotidianidad. Sin embargo, sigo sin confiar en ellos, es decir, en la tentación de mi hermano, en mi hermano y en mi madre. Todos guardarán secretos en lugar de asumir que no los juzgaré por nada. No confío en nadie porque sé que ellos serían capaces de caer en la tentación; son la tentación. No confío porque ven en mí a un enemigo en lugar que a una hija complaciente o que a una hermana incondicional. Mamá les encargó la olla a presión. Y yo soy la testigo del contexto entorno a la misma. 20 de Julio de 2013

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EL ESTILO DEL DIABLO Para Paulina La paleta era roja, de caramelo, y estaba en su boca. Sus labios también se habían teñido de rojo, y su lengua, y su saliva, y aun el aliento a cerezas que exhalaba con cada frase se encontraba así entintado. Si su aliento hubiese sido límpido, hubiera estado teñido de un color transparente. La paleta era roja, era de caramelo, y se encontraba luego en la boca amiga de aquella ya teñida de un escarlata infantil. Poco a poco pasó a teñirse cada exhalación con esa misma tintura. Y teniendo ambos pigmentadas su bocas de igual forma, la paleta ya no existía, ya no estaba en la boca de nadie y hacía parecer que algo compartía la pareja más allá de la cándida oferta de un caramelo ensalivado una vez de una forma, y luego de otra. Algunos vieron en ese gesto una nada inocente insinuación. Compartir saliva a través de una paleta era lo más cercano a compartir saliva por un beso francés. Y los besos franceses significaban, significan, y muy probablemente signifiquen en el futuro exclusivamente pasión. A sorbos o a lengüetazos, pero un beso francés inspira entrega, ya lo esculpió Rodin, ya lo filmó Fellini. Entonces se asumía que compartían una pasión a través de la paleta, de los mismos colores, y de los mismos sabores y alientos expirados. No obstante, para tentar al Diablo hace falta ser más perverso que él. Ella le compartió su paleta, él la aceptó, y si ella pretendió alguna insinuación en forma seductora, él entendió cuál era el juego y lo disfrutó sin encandilarse como el resto de los hombres. Esto ocurrió mientras ellos se encontraban de pie, frente a frente, enfrente de todos sobre el descanso de la escalera. Pero sabían aun dentro del juego que dicha posición resultaba peligrosa: nunca faltan hombres “hábiles” que empujen “accidentalmente” al prójimo y lo eliminen. Descendieron uno, dos, tres, ..., siete peldaños hasta llegar al final del camino, a la planta baja. Ahí mismo decidieron qué más hacer, hacia dónde dirigirse, si alejarse la una del otro –y también, necesariamente, el uno de la otra– o no. El acto de seducción –o de tentación– se convirtió en costumbre, después en ritual, y por último en compromiso. No obstante, comprometer al Diablo es imposible: el Diablo no le rinde cuentas a ningún hombre. Entonces ambos se acompañaban por un motivo más allá de lo ineludible. Él la esperaba salir de la oficina y ella se hacía esperar. Ella ansiaba salir, en parte porque el ámbito viciado de vapores imperativos se torna siempre, al final del día, insoportable, y en parte porque el Diablo no suele dejar esperando a la tentación. Si los dichos y refranes existen es por él, Satanás, puesto que es quien más disciplina tiene por esencia propia, debiendo cumplir su «No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy». Después de todo, para conseguir lo que desea necesita actuar. Ambos caminaban sobre el pasillo hasta la recepción, luego hasta la entrada que para entonces ya era salida, y finalmente hasta la acera de una calle como todas, gris y muy ordinaria. Ellos mismos compartían esa ordinariedad con la acera del mundo mientras siguiesen el mismo juego desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde. Día con día el juego pasó del encanto a la sumisión, lo cual no quisieron ni pidieron, ni mucho menos tuvieron la intención. El Diablo se torna metódico pues de todas formas él también es susceptible al tiempo. Las calles avanzaban bajo los pies de la pareja, ella en tacones altos y él en tacones más o menos falsos. Cuando el suelo cesó de moverse, se encontraban en la esquina. El cruce les ofrecía un tiempo de espera en ciertas ocasiones, o un tiempo de veloz avance en otras de ellas. Él la esperaba a ella. 79

Ella seguía el paso de él. Y encontraron, siendo metódicos en la tentación, una solución infalible para empatar los ritmos: se tomaban de la mano. Él de costado a los vehículos, a la izquierda, y ella de costado a los otros vehículos –éstos avanzando– a la derecha. Una vez que el cruce cesó de moverse bajo sus pies, él volvía a ser más viril en su impulsivo andar, y ella nunca había perdido la correspondiente cadencia femenina. Él la rodeaba discretamente para retomar la posición a la derecha de la acera, la destinada para los caballeros. Ya nadie gritaba «¡Agua va!» para que ellos anduvieran por las calles urbanas, grises y ordinarias como gesto protector ante la orina del desatino, pero él mantenía la costumbre porque el Diablo metódico seguía paseándose ante el arcaico reto de esquivar el agua que iba. Pero el Diablo sabía que dicho hábito no existía: lo hacía para hacer evidente de a poco la miseria de los ancestros. Siguió avanzando el suelo bajo los pies de la pareja. Y junto con el suelo también las miradas iban siendo distintas y se iban quedando atrás, al igual que los edificios y al igual que el tiempo recientemente pasado, pero siempre revivible en la ordinariedad del hormigón. Sin embargo, a la mitad del avance del destino aparecía el apetito. Porque algo es cierto, el Diablo de sólo disolver paletas se muere de hambre. La vida gris del exterior se escondía ante la brillantez del alumbrado artificial al interior, ante la blancura de los manteles, ante el sonoro tintineo de los cubiertos, sí, pero el Diablo, que siempre es metódico, permitía que hubiera evidencia del estatismo cotidiano: el diálogo con el mesero siempre era idéntico. –¡Mesero!, queremos ordenar. –Sí, permítanme. –¡Mesero!, queremos ordenar. –Sí, la carta. –¡Mesero!... –¿Sí? –¿Tiene guisado de res? –No, sólo pollo. –Entonces, caldo de pollo con arroz y, aparte, la ensalada de papa. –Hoy no hay arroz. –Entonces que sean frijoles a lado de la ensalada. –¿Y la señorita? –¿Qué apeteces? –Lo mismo que tú. –Y de beber, de favor, dos vasos de agua. Una vez servida la orden, la conversación avanzaba partiendo desde un comienzo que inexplicablemente aparecía, como si del origen del Universo se tratase. Un día él preguntó «¿Cuántas paletas quedan» y ella contestó «No tengo idea». Y aquello sonaba como si el Diablo anduviese sin rumbo. A cada bocado surgía un nuevo juicio, un nuevo prejuicio, el morbo por alguna situación y él admitía todo de ella porque ella siempre tenía la razón. Y en verdad la tenía. Él se limitaba a la añadidura de experiencias que infinitesimalmente iban construyendo el anecdotario de ambos. Así, las ocurrencias se improvisaban comenzando con «Una vez» o con el más elaborado «En cierta ocasión», y eran terminadas por la opinión de ella que él tendría para confirmar de buena, de mala, y la mayoría de las veces de simpática por medio de una sonrisa tan auténtica como ensayada instintivamente. Ciertamente esa sonrisa no era fingida, ni la de él ni la de ella, pero era precedida por una práctica al estilo del Diablo. 80

Un día así hablaron ambos: –Tu jefe me hizo recordar lo maldito que he sido. Una vez dejé de dirigirle la palabra a G..., y ella me preguntó qué ocurría, porqué la trataba así, que si éramos novios o no. Le contesté que ella me había preguntado si quería ser su novio, y que yo le había respondido que sí, pero que no le había confirmado que en verdad lo fuésemos. –¡Ja!, te excediste. –Quizá, de hecho, sí, pero fue justo. Después de todo, desde el comienzo supe que me atenía a su liviandad. Otros me advirtieron sobre eso, que la habían visto con uno, o con otro, qué más daba, de todas formas yo lo sabía. Sólo jugué al mismo juego que ella, sólo que, quizá, de una forma sutil y audaz. –Le dolió, sin duda, ¡ja! –No era la intención, pero así es ella. No puedo hacer nada al respecto y menos porque eso ya es solamente pasado. –Tu jefe es un maldito, pero es un estúpido. Él no sería capaz de hacer lo que tú hiciste. Él no piensa en lo que hace. –Por mi parte, que él haga lo que quiera. Con el jefe sólo tengo que ver lo del trabajo. Y, en dado caso de que intente afectarte, entonces me afectaría a mí..., pero no es capaz de hacerte nada. Ya lo dijiste, él es un estúpido. –A tu jefe yo sólo le hablo para el trabajo. Soy amable, pero no soy gentil. No se me antoja ser gentil con él. –¿Y con quién sí? –Contigo, con mi familia. ¿Con quiénes más? –Gracias. Yo sólo soy gentil contigo. De alguna forma, como nadie me obliga a nada contigo, ni siquiera tú misma, puedo ser gentil. La gentileza requiere de hombres libres. –¿Tú me habías dicho que la libertad no existía? –Sí. –Entonces ya no entiendo. –Es simple: mi destino es ser gentil, y para ello debo de creer que soy libre. Mi destino es olvidarme por unos instantes de que no poseo libertad. Quisiera convencerte de lo mismo, de que tú actúas según el destino. –A veces lo haces, pero siempre me pregunto las cosas y... no sé, prefiero escucharte a ti aclararlas. –Ja, ja, ja, sí, por eso estamos aquí. Ambos eran los comensales más lentos. Los meseros detestaban a los comensales dilatados, pero a ninguno le importaba lo que opinaran a través de las torceduras de boca y de ojos: ellos pagaban, tenían derecho a consumir el tiempo a su antojo, tanto como la comida, y los meseros sólo debían recibir la orden, servirla y entregar la cuenta. Una vez cumplida esta otra parte del ritual, la pareja se encontraba nuevamente sobre la acera siempre móvil, de vuelta a la ordinariedad gris de la calle. La conversación sobre la mesa podía alcanzar la intimidad que pueden alcanzar los secretos al ser exhibidos. En la calle, los transeúntes siempre escuchaban con agusada atención, los secretos apelaban al morbo y no podía terminarse cómodamente lo ya comenzado durante la comida. Pero el Diablo no tiene prejuicios. Entonces él comenzaba a observar temas más perversos y ella no se intimidaba, al contrario, seguía la corriente ya fuera con ejemplos o, de todas las veces las menos, con propuestas igualmente pecaminosas. Él era la mente traviesa y ella la mano pecadora. Si él enunciaba «mango», ella lo guiaba hacia un inusitado puesto de mangos para satisfacer la gula. Si él enunciaba «cerveza», ella contaba alguna 81

barbaridad cometida por J... durante la última reunión, a la que jamás asistió él: las reuniones eran un asunto incómodo por su amplia pereza por la gente. Él era amable, pero jamás gentil, excepto con ella. Si él enunciaba «el placer de los hombres», ella lo instruía con testimonios lascivos y él le confirmaba con alguna otra frase que inquietaba a la anciana que los escuchaba mientras el semáforo no cambiaba del rojo al verde. Pero ellos no esperaban esta vez para cruzar, sino para que algún taxi se detuviera y que ella pudiera abordarlo. El vehículo se hacía presente. Él abría la puerta. Ella ingresaba con quietud pero con presteza. Él cerraba la puerta de un modo semejante a como ella había ingresado. El vehículo avanzaba y, antes de hacerse éste invisible, ella agitaba la mano en señal de adiós y él la agitaba en señal de hasta pronto. Al día siguiente se volverían a encontrar. Y en los fines de semana ambos sabrían mutuamente de su existencia, ambos contarían con los teléfonos portátiles listos el uno para el otro, o para otros, esto no importaba. El Diablo puede estar aquí o allá, jugando con las piezas de un ajedrez empatado desde el comienzo, o con los dados de un Dios que no sabe jugar al azar, o con las almas de algunos cándidos incautos. Era válido extrañarse, sí, pues de cualquier forma algo compartían y algo ya se habían robado entre sí sin siquiera percibirlo. Pero no eran válidas las reglas, esclavizando el uno a la otra, o visceversa, puesto que ambos eran gentiles, ambos seguían su destino, y ambos, por separado y cada quien a su manera, juzgaban la vida con la misma espontaneidad de las atenciones y los halagos. 8 de Noviembre de 2013

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TIERNA COMPRENSIÓN –¿Y hasta cuando cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? –le preguntó. [...] –Toda la vida –dijo. Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera.

Esperamos sentados en la parada de autobuses. No soporto dejarte y regreso a tu lado. Nos vamos alejando desde que soltamos nuestras manos. Así estamos los segundos, aún tomados de la mano y nos abrazamos. Tu cabello me estorba y mi boca parece comerlo; lo veo y está seco. Cubres mi espalda con tus manos, con tus brazos y entonces nos estrujamos porque sabemos lo que es extrañar. «Te quiero», respondo. «Te quiero», me dices. Nos estrujamos sin saber cuánto tiempo duraríamos así. Volvemos a estar enlazados por los dedos de una tierna comprensión. Estamos caminando, tú a mi ritmo porque mi ritmo es el tuyo. Desciendes del autobús mientras te ayudo a no caer, simbólicamente, tomando tu antebrazo izquierdo. Voy descendiendo escalón por escalón, uno a la vez, tan lento como puedo para no suicidarme al tropezar por accidente, y tan rápido por el ansia de tenerte frente a mí. Decimos alguna última palabra de la conversación y nos soltamos. Ni siquiera al dejar el asiento nos hemos apartado. Sentados, estamos unidos. Te doy un consejo que es más bien tentador. Platicamos de aquellas inquietudes que la juventud nos plantea. Te escucho hasta que la angustia llega. Parece que no alcanzan las palabras para resumir lo que quisieras decir y te apresuras a hablar. No deseo lastimarte ni abusar de mi fuerza y procuro sujetarme a tu mano quizá más que sujetarla. Suelo distraerme bajo la conciencia de tu mano sensible. Describiste de nuevo el recorrido posible para visitarte. Recuerdo que podría visitar a mi querida amiga porque ella me dijo el recorrido posible y cómo visitarla. Veo el lugar donde dices que vives. «¡Ahí vivo! ¡Mira!», me avisas con encanto en tus ademanes y tu voz. Intentas abrir la ventanilla de arriba, la más fácil de abrir, y recuerdo que suelo olvidar algunas cosas como que el aire caliente es menos denso y asciende. Intento abrir la ventanilla inferior que se encuentra atorada. Parece que tú siempre los has tenido presentes. Caigo en la cuenta del intenso calor y de que el agitado movimiento del camión no cesa. Confirmo que casi es invierno y por ende hace frío con calor de bochorno. Me indicas que el calor se ha acumulado y que produce bochorno porque hace frío: ya es otoño; es casi invierno. Te sigo escuchando y sonrío porque estoy contento y para que intuyas que sigo al pendiente de tu voz. Tras un breve silencio, te ilustro que antes prefería más un nombre que otro de los míos, al igual que con mi absurdo apellido, pero que al cabo del tiempo aprendí que es mi nombre completo el único que tengo y comencé a apreciarlo sin valorarlo por partes. Hago notar que «de» sólo es un nexo, que no declinamos y por ello necesitamos de palabras como ésa, carentes de significado, porque sin ellas nuestras expresiones son incomprensibles: no significan nada. Te preguntas qué es, 83

si preposición o qué, la palabra «de». Estás de acuerdo en que hay nombres así, donde se unen dos de ellos para formar uno solo. Recuerdo para ti la conversación que tuve con tu amigo Rodolfo, que también es mi amigo, donde según él tenía dos nombres y según yo, por ese «de», sólo uno, además de que sus padres coincidían conmigo. Que prefierirías el materno a cambio del paterno pero que en tu caso, por ser mujer, no se heredaría, lo cual da exactamente lo mismo. No te gusta tu apellido paterno y dices que tu madre tuvo a bien aclararte que para cambiarse el nombre se requiere hacer un juicio fastidioso. Es tu nombre muy hermoso y lo refiero en mis pensamientos. Reniegas por no contar con dos nombres como todo el mundo y reclamas por el pasado, ya ineludible, como si tu madre estuviera entre nosotros. Noto e intento olvidar la transpiración de nuestras manos y caigo en el nerviosismo por tenerte frente a mí, aunque mantengo la calma inmediatamente: la edad me trae bastante certeza. Me fascina oírte. Repito, por haberlo recordado, que tu abuela tenía ciento y tantos años. Cuentas los años de tu madre, de tu padre, de tu hermano y, al final, de tu centenaria abuela. Me parece más estable la relación con tu familia por parte tuya que con mi familia por parte mía, aunque intento explicarte que, en pocas palabras, amo a mi hermana. Dices que tu padre es así, que tu madre te consiente, que tu hermano es muy listo, que antes peleaban él y tú pero ya no más, y que tus tíos y primos son asado. Confirmas tu paradero y el tiempo para el encuentro con tu familia. Contestas el teléfono portátil y yo no sé quién es, pero en casa he aprendido a deducir de quién se trata a partir de la conversación. No sabes que recibirás una llamada y por ello me vas dando tu parecer sobre la Navidad que se aproxima. Que no engordamos, pues somos jóvenes, con tanto chocolate, te digo. Ríes. «Como cerditos», aclaro e imito el chillido del animal. Que engordaremos por comer tanto chocolate, dices. Guardo la basura en mi mochila. Nos volvemos a tomar las manos. Recuerdas que quizá sea mejor mi manera de comer dicha golosina. Comemos al mismo tiempo, tú desprendiendo sólo un extremo del empaque y yo desbaratándolo todo. Nos soltamos las manos. Me convence tu argumento. Dices que, como antes te había explicado, te regalé parte de mis chocolates para que los compartieras con quien tú quisieras y que en dado caso me compartías uno de vuelta. Te insisto que los chocolates son tuyos, que no me los devuelvas. Me ofreces una barra de panecillo chocolatado de las que antes te regalé. Hago caso y me prevengo de ese chicle y pienso que eres como un ángel de la guarda. Me previenes del chicle pegado en el suelo, al que tu pie se adhirió y supiste, después, liberar, y cuya existencia yo había olvidado. Nos recorremos un lugar en los asientos, tú más cerca de la ventana y yo mé acerco a tu corazón. El joven ha abandonado el camión. Esperamos a que el joven deje su lugar y podamos recorrernos. Nos hacemos a un lado porque el joven va a dejar su asiento. Vamos tomados de la mano, tú de mi izquierda y, por supuesto, yo de tu derecha. Que tuviera cuidado, que no deseabas yo saliera volando, me dices con tu característica simpatía. En el momento justo de intentar tomar asiento, la brusquedad del vehículo nos hace perder el equilibrio levemente. Nos causa confusión el conductor y terminamos pagando cada uno su pasaje. Abordamos al cuarto camión, es decir, después de haber dejado pasar otros tres. Esperamos sentados en la parada de autobuses. No soporto dejarte y regreso a tu lado. 23 de Diciembre de 2013

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SIN MÁS POR EL MOMENTO Warum schweige ich, verschweige zu lange […] Günter Grass Was gesagt werden muss

Desde que te conozco nunca te he escrito una carta. Nuestra comunicación a distancia siempre fue por teléfono. Si no fuera por el tiempo, porque realmente he despertado extrañándote, no estaría aquí, frente al monitor, intentando mostrarte una nueva faceta, quizá, de las que en persona conociste, o bien, quizá sólo recordarás todo aquello que siempre intuía te fastidiaba. Eso no me avergüenza en absoluto. Eso tampoco me sorprendió: al tiempo en que nos conocimos ya había vivido lo suficiente por parte de otras personas, ya sabía qué les agradaba y desagradaba, en general, al encontrarse conmigo y, lo que es más, sabía cómo comportarme para desagradarte en ocasiones y, luego, que me concibieras como uno de tus más fieles confidentes. Como en aquel día cuando rompimos los tabúes, yo te confesé uno de mis amores prohibidos y tú, en reciprocidad un tanto espontánea, natural, pero al fin y al cabo extraña, me confesaste que te gustaba ejercer en tríos y, más aún, cogerte a los hombres. Pero no es la forma de restaurar la vieja amistad que teníamos. Prefiero retomar a la gente que tanto admirábamos, como por ejemplo, ese profesor de Literatura que terminaste detestando a raíz de la confrontación que tuvo contigo. Aún recuerdo la pregunta, «¿Qué define esencialmente al modernismo?», y tu cara de preocupación infantil ahí, enfrente de todos, cara a cara al pizarrón, luego al profesor, luego al pizarrón... Si tan sólo me hubieses preguntado lo que habíamos hecho la clase anterior te hubieras ahorrado ese disgusto e incluso hubieses terminado amando a tu profesor. Acuérdate, nos dijo que una vez uno de sus alumnos le declaró su amor, que le gustaba mucho su forma de ser, tan varonil. No sé qué tanto creer de lo que él comentó. Según él, le dijo a su alumno que, primero, lo respetara, pues era su profesor antes que nada. Y luego sintió compasión por el muchacho: –No quise reprenderlo más. El chamaco tenía los pantalones para decírmelo. Si uno está temblando y nervioso al decirle a una mujer «¡Me-me-gus-tas-mu-cho!», entonces para decírselo a un hombre debe ser “¡cañón!”. Escondió la palabra «cabrón» en la frase, pero en su momento no lo noté. Sólo hasta que aprendí a usar el doble sentido entendí su preocupación por ser vulgar sin serlo, empleando eufemismos para las palabras que verdaderamente deseaba hacer entrever. Eso sí, has de coincidir conmigo, Benito Pantoja Bravo, el anciano de sesenta y tres años que entonces decía se jubilaría en poco tiempo y que, sin embargo, jamás lo hizo hasta donde supimos, siempre fue muy respetuoso de sus alumnos. Casi siempre. No puedo sentir la misma aversión que tú hacia ese hombre. De alguna forma él tenía razón: fuiste un burro. Era sólo cuestión de que leyeras el resumen sobre el modernismo para saber que Rubén Darío era uno de sus escritores preferidos. Así lo recordábamos, en otras ocasiones, como el profesor que decía «Los hombres verdaderamente importantes sólo aparecen ¡en los libros!», y de 85

repente exclamaba golpeando sobre la mesa para despertar a cualquiera que estuviera aburrido en su clase. Yo solía escribir poemas mientras los demás tomaban apuntes. Sabes, por supuesto, como muchos de mis profesores lo supieron y por ello me odiraron, que cuando soy alumno no suelo tomar notas, que todo yace en mi memoria o, en su caso, sólo tomo notas de lo más importante. No digo que en las clases de Pantoja nada fuera importante, al contrario, pero sus métodos conductistas eran tan sofisticados, tan ejercitados a través de toda su trayectoria docente, que yo terminaba aprendiendo sin la necesidad de escribir nada al respecto, sólo escuchando lo que ese hombre decía: esperando que no me fuera a sorprender con una pregunta repentina. A nadie le gusta que le llamen burro y menos a gritos. ¿Recuerdas qué tipo de música le gustaba? Yo no logro aclarar en mi mente si en algún momento de alguna clase, o si en alguna tarea siquiera, nos lo hizo saber. Como jamás escribí nada, sólo recuerdo lo que fotográficamente conservo en algo más parecido a una alucinación que a un hecho contundente. Muchos vivieron una especie de síndrome de Estocolmo, no, más bien un troquelado al estilo Konrad Lorentz, porque el hombre les había revelado algo así como las claves del mundo. Quizá eso fue cierto para varios, pero según tengo entendido nunca logró hacer eso contigo. Hemos de ser sinceros: él esperaba de ti que salieras del país, no que te quedaras a soportar las desventuras. Que hicieras como la mayoría de sus antiguos y exitosos estudiantes, que viajaras a París, u Holanda, y que finalmente terminaras el doctorado, pero nunca que te quedaras a vivir aquí, en la mediocridad. Así te manifesté hace algunos años mi opinión, muy similar: que este país era de “dos tercios”. Que la gente viviendo aquí era tan mediocre, tan falta de crítica y criterio, que su propia mediocridad no llegaba a ser de un medio, ni tampoco de un medio y la mitad del otro medio, sino de dos tercios. Pero tú sigues aferrado a que el destino te está atando adonde quiera que permanezcas atado. Como tú lo prefieras, está bien. Después de todo, así lo has de querer. Extraño tus opiniones tan burlescas, irónicas, tan pecaminosas y a la vez tan semejantes a mí. Tendrás que ser agradecido. De no haber sido por mí, jamás hubieras logrado desatar esa carga de ideas extrañas, extravagantes, para darlas a conocer al mundo y así lograr lo que tanto anhelabas: quedarte aquí. Nunca entendimos porqué deseabas refugiarte del mundo, no, de las sociedades. Nunca supe porqué te causaba tanto dolor enfrentarte a un grupo. Sin embargo, ya me habías comentado que en el colegio te habían retado tus compañeros y que, finalmente, los hiciste tus enemigos de un solo tanto. Te conocí años después, cuando ya nadie deseaba atormentarte, pero tampoco le interesabas mucho a la gente. Menos aún a Andrea. Para estos fines, la llamaré Viridiana, porque, según lo dijiste, ella detestaba ese nombre y ella no es de mi aprecio. Entonces, Viridiana terminó odiándote, pero que llamabas su atención y, en fin, jamás entendí porqué la amabas pero nada hacías por reconciliarte con ella. A veces consideré que te enamoraste dados los diecinueve años en que tenías las hormonas hechas mariposas, porque su aspecto era feminoide, es decir, no era plenamente femenino aunque sí hermoso, y por un sentido masoquista: me dijiste que su mirada era de efectivo odio. Pero a pesar de ello siempre la defendiste: la llamaban «La Simpson», o bien, la «simp-sonrisa», y sólo para hacerte notar le decías al resto del mundo «¿Y cómo quieres que tenga sonrisa si la llamas así?», creyendo que con hacerlo lograbas ganarte un trozo de su corazón hecho mármol. Le dijiste que la amabas, motivo que a la mayoría de las personas nos parece insuficiente para haberse separado. Eso es incompresible, eran amigos ustedes, quizá tú el único amigo varón que ella tenía en la clase, y ella tu única amiga. Sin embargo, y regresando a lo que inicialmente era mi intención recordar, me llamó la atención una situación objetiva que siempre referiste de ella: –¿Quieres el disco o no? 86

–Si vas a regalar algo sólo regálalo y ya. No tienes que esperar nada cambio. –El agradecimiento. –Ni siquiera el agradecimiento. –Bien, toma el disco. Viridiana guardó el disco, según me contaste, en una de las tantas bolsas de su mochila. No sé porqué recuerdo tanto esos detalles. Tal vez me llamaron tanto la atención por la forma en que los relataste, impresionantemente sutil, sin amor, sin odio, sin dolor, sino simplemente siendo objetivo. Que le estabas regalando un disco que ella misma ya tenía, que ella no te había advertido aun cuando tú se lo preguntaste días antes. De todas formas, si querías regalarle el disco no tenías porqué esperar siquiera el agradecimiento de ella. Y que a partir de ese evento te enamoraste de Viridiana, por su elevada humanidad y sentido coherente de la vida. Insistiré en lo siguiente: a los diecinueve años las personas se convierten en adultos, algunas hormonas aparecen, otras desaparecen y, como tiene que ocurrir en todos los casos, hacerse adulto exige tomar las riendas de la vida y, si se logra, convertirse después en hombres y mujeres. Pero en ese tiempo ni siquiera tenías idea de qué deseabas, ni sabías que habrías de encontrarte con la horma de tu zapato, ni que ella sería, eso no puedo ni asegurarlo ni negarlo, la mayor de tus alegrías y de tus tristezas. Me preguntaba qué ocurriría con el mundo si nadie esperase nada a cambio de dar un regalo. Si cada Navidad llegase Papá Noel y sin tener que esperar carta alguna o, lo que es más, sin tener que esperar que los niños tuviesen en el transcurso del año tal o cual comportamiento, seguramente todos los niños del mundo serían iguales ante sus ojos, y sabemos que esto es ante los ojos de sus padres. Por lo tanto, los padres de esos niños dejarían de comparar a sus hijos respecto a otros, reales o imaginarios, patrones idealizados sobre lo que el niño perfecto debe llevar a cabo para poder recibir un poco de amor al menos una vez al año. Aunque siendo consiguientes con el argumento anterior, los padres no le darían amor a sus hijos sólo una vez al año, sino toda la vida, sólo porque son sus hijos, y no lo estarían negociando con la celebración de una persona, de traje rojo y de obesidad mórbida, que ni siquiera existe. Si cada cumpleaños le fueran otorgados los regalos a una persona sin esperar siquiera que ésta se alegre de la forma más fingida, manifestando el real sentir ante la decepción de aquello que no deseaba, la gente comenzaría a tomar en cuenta las conversaciones del diario, lo que cada quien añora y admira, y si, por ejemplo, a un hombre que sólo goza de observar el cielo nocturno le fuera regalado un telescopio, muy probablemente sería la persona más alegre de ese día, y de todos los días, tomando el telescopio con tanto cariño y veneración, que jamás se olvidaría de quiénes lo quisieron, en qué fecha de cumpleaños, por el resto de la eternidad y tal vez sin necesitar celebrar algún otro cumpleaños. O algo aún más retador: si esa persona no admirase los cielos, sino la libertad de la tierra, de los vientos, de cada idea, de cada planta, seguramente con dejarlo vivir en la soledad de dicha Naturaleza, sin ninguna otra exigencia, sería suficiente. Pero las personas suelen festejar regalando sin saber si el festejado necesita o no el regalo, si es alérgico al regalo o no, tan sólo para resolver la culpa que ellos mismos tienen de no haber celebrado nada ni de haberle comprado algo valioso en alguna barata de tienda. No obstante, hay quienes entienden que un regalo puede presentarse en cualquier instante, cuando uno menos lo espera, sólo por decir «Te quiero». Por lo que concierne a mi trato con Viridiana durante la Universidad, y aunque me desagrada –como a todos a quienes les desagradó en esos años– por “payasa”, nunca tuve problemas con ella. Era una compañera de equipo seria, profesional, y como amiga nunca la busqué, pero tampoco llegó a faltarme al respeto. En verdad su idea suena atractiva, aunque tendría que ser puesta a prueba por más de una persona, y sin rechistar por las consecuencias que pueda atraer. Porque hemos de tomar en cuenta que la gente prefiere vivir en la mentira de un regalo aparentemente atractivo que 87

entender la verdad de una inversión torpe para alguien a quien no conocen. Sí, la gente prefiere las mentiras. Tan sólo mis padres vivieron juntos por llevar a cabo una apariencia y, a pesar de haberse divorciado, siguieron durmiendo en la misma cama, siguieron teniendo relaciones sexuales, siguieron diciéndose «Te quiero» y, al cabo de unos días, volvían a odiarse, a decir que el otro era impotente, que ella era una frígida, que afortunadamente ya se encontraban divorciados y todas las frases que fui escuchando en toda la vida compartida con ellos. Por eso prefiero la verdad, además de que es un don que nos proporciona la Naturaleza. Reconozco aquellos días en lo cuales compartíamos confidencias. Cuando me dijiste toda la pornografía que veías en un día, cuando yo te dije los términos que había aprendido, las posiciones animalescas que uno podía encontrarse frente al monitor intentando desvelar, desanudar y volver anudar, por dónde comenzaban los pies de ella o por dónde terminaban los pies de él, pero no de ese joven modelo salido de Inglaterra, sino de ese otro estadounidense, y no de ese pálido polaco ni tampoco de la segunda mujer morena que tenían todos enfrente, lamiéndose todos no se sabía qué, y luciéndose todos en la tremenda orgía. También comentaste en cierta ocasión que los tabúes surgían cuando se tenía siquiera una poca de autoridad para prohibir incluso lo más insignificante. Que por eso eran imperdonables los años de fanatismo religioso en que la Iglesia, tanto la institucional como la gente ignorante que conformaba el rebaño del Señor, hicieron de la traslación de la Tierra un motivo de herejía. Que odies a estos fanáticos no es conflicto mío, pero estoy de acuerdo en no conservar como herejías lo que bien puede o debe ser conocido por todo el mundo. Como la crítica que hizo un viejo Günter Grass al decir lo que tenía que decirse, admitiendo, lo que yo mismo reitero, que Israel era un peligro para la paz mundial por el potencial de armamento nuclear promovido por Alemania con tal de esconder la culpa que aún les corroía por un holocausto herencia del pasado, lo que ya debería ser sólo un motivo de la Historia y no la eterna flagelación. Eso no querría decir que Günter Grass se olvidara de lo que hicieron u omitieron sus amigos, sus vecinos, quizá él mismo durante la guerra, pero si a uno le recuerdan las culpas permanentemente, más aún las que no le corresponden a uno, como ocurre con las nuevas generaciones de alemanes, y así como lo manifestó tu profesora de alemán, sería equivalente a pellizcarles el brazo, arrancarles la piel, pisotearlos hasta el cansancio y, después de tanto, hacer lo mismo que hizo Hitler, que en su caso fue restregarles la culpa de ser judíos a quienes sólo eran lo que podían ser. No he de escribirte con rabia, pues, después de todo, esto ya lo hemos conversado, asimilado, reiterado e incluso hecho mofa. Es por ello que preferiría comentarte de la verdadera impresión (ésta como una de las pocas verdades aún sin revelar) que me dejó el conocer a J..., esa chica atractiva que tanto te agradaba y que, ahora lo sé, es tu prometida. Siempre me pareció que ella era una joven tipo «Simpson», más femenina, y nada logré sospechar con tu inexistente sociabilidad, pero al ver que te cubría los ojos y jugaba contigo, que se expresaba con bastante alegría, que esperaba a que intentaras adivinar quién era, y, finalmente, al descubrirte los ojos y verse mutuamente, sentí la necesidad de alejarme para dejarlos en la tranquilidad de ustedes mismos. Imágenes como esa me permiten desprenderme tan fácilmente de los conflictos, creer que la vida aún tiene motivos para seguir vivo, porque a partir de la Filosofía uno encuentra regularmente que el hombre es el lobo del hombre, que la lengua es la patria, que no es deseable la patria, sino la eternizada «frátria» de Fernando Pessoa, y que el conocimiento codificado es la última opción para los desposeídos y los perseguidos. Personas como J..., que te hicieran sonreír, siempre las preferí, aunque J... no deseara ser mi amiga, ni yo tampoco de ella, pero con que fuera el amor de tu vida me bastaba. Recuerdo la ocasión cuando sentados sobre la acera que siempre tomamos de banco para esperar a que llegara tu padre, me comentaste: –¿Sabes?, quisiera que los instantes con J... fueran interminables. Que fuesen al derecho y al revés, 88

que existieran en un eterno “for”. Quisiera programar la vida con ella utilizando ese comando, y de una vez por todas no incluir la condición de salida y que ésta no se convirtiera en un error sino en el mayor acierto de mi vida. No entendí tus palabras hasta el día en que un amigo informático casualmente me explicó que “for” era un comando de computadora para repetir una instrucción hasta donde uno condicionara a la máquina y que, si no se establecía esta condición, la vida del programa se eternizaría, y comprendí que así de absurdo tendría que ser el amor. Hechos por el estilo me hacen volver al recuerdo de Pantoja cuando en su pizarrón escribió, como todos los días, la tarea, la que teníamos que investigar porque de lo contrario nos diría que éramos estúpidos, o más precisamente, que «El chamaco es estúpido, y si sigue sin estudiar va a ser un “looser”. Y si tiene hijos, ellos serán “looser-citos”». Pero no siempre actuaba de ese modo y no lo recuerdo por eso, sino por las distintas concepciones que tenía de lo ordinario de la existencia. En la tarea que según me encontraba por describir, se hallaban signos filosóficos que marcaron nuestra existencia. Frases como «Definición de línea recta» no pueden dejarse pasar de largo cuando se estudia lógica formal. Menos aún frases como «Teorema de Gödel» que terminan traduciéndose en el retorno a la ignorancia eterna con la cual Sócrates caracterizó a los hombres. Tal vez Sócrates lo hizo de esta forma no por mostrarnos a los hombres que teníamos que aprender más y más, no, que teníamos que parir más y más conocimiento, sino para enviarle una indirecta a su insoportable esposa y decirle qué tan ignorante era al no reconocer en la Filosofía, no, en la Mayéutica, las claves de la vida. Siempre te burlaste de esa expresión, «parir conocimiento». Sé que lo hacías para restarle solemnidad a las referencias que yo ofrecía acerca de Sócrates, pero ni siquiera lo hacía yo por estar completamente de acuerdo con él. Siempre confié en que su método deductivo era tan simple como magnífico y sucinto, pero nunca he creído, creo que tampoco tú lo has creído así, que el conocimiento yazga en nosotros y que debamos extirpárnoslo metódicamente, sino que el conocimiento radica en la Naturaleza, en sus evidencias y realidades, en todas sus ideas posibles, y que con las herramientas tan diligentemente ofrecidas por el Universo es posible encontrar la verdad. Sean tal vez ambas perspectivas correctas y complementarias. Aunque, en ocasiones, y nunca me cansé de repetírtelo, uno llega al punto en que el hacer tabú a la palabra «tabú» podría no encontrar un origen, aunque tenga sentido dicha expresión y acto; ignorar su origen no radicaría en un defecto de la Mayéutica ni de la palabra «tabú», sino en que ni tú ni yo somos dioses para conocer esa clase de misterios y que esa clase de divinidades ni siquiera existen. Que antes creías en Dios y que desde los trece años ya no crees en él. Que antes eras heterosexual y que ahora eres bisexual, que eso no te impedía amar a J... como lo hacías, y que definiste toda tu vida en la época de las incertidumbres adolescentes tan sólo para retar al resto del mundo y decirle «¡Oigan!, tengo trece años, pero la inteligencia me ha llevado a la sabiduría de los treinta». Nada de ello me sorprendió. Siempre vi en ti a alguien no extraordinario, no peculiar, no asombroso, no sabio ni inteligente, sino a un amigo. Por tal motivo fue que hace años te relaté la historia de mi primer beso. Como es una historia que disfruto mucho recordar, me tomaré la libertad de escribirla aunque esta carta estaría dirigida exclusivamente para ti y con otra intención. Dice así: Érase una vez un chico de quince años que conoció a una joven de quince años. La joven era mayor que él por veintiún días, y él había nacido en un día veintiocho. La joven se llamaba Liliana. Y aunque la historia del primer beso sea una historia de amor, en su caso fue también una historia de rebeldía. Ella tenía suficiente libertad para ir a la escuela, disfrutar del año perdido por haberlo reprobado, y él la había conocido en la escuela sin considerar que ella sólo buscaba un noviecillo cualquiera, un amor típico y sin sentido. Así pasaron los meses, transcurrieron los días, se 89

adelantaron los relojes, amaneció y todo se vio más obscuro, se citaron un sábado donde se tomaron de la mano, ella de la izquierda y él de la derecha, y finalmente se besaron porque se encontraban excitados, porque era primavera, y porque la mirada de Liliana se encontraba desafiando de él la inocencia. Porque ella había tenido novios y un primer beso anteriormente, y él jamás había tenido qué ver nada con nadie, apenas se encandilaba con una niña y ya quería declararse a otra, pero jamás se decidía, y porque la vida lo hizo, como antes se mencionó, ser el menor, y a ella ser veintiún días mayor. Siempre dijiste que la historia te hacía reír por sus frases tan realistas como irónicas y simples, pero siempre estuve seguro de que te hacía reír más el haberte identificado con lo que me hubo ocurrido y que a ti jamás te sucedió. Sólo hasta que conociste a J... dejaste de ser virgen por la boca. Te volviste alguien deslenguado, y si yo fui quien te enseñó a perderle el miedo a los tabúes, seguramente tú fuiste en aquella época mi maestro. Sé, o más bien así lo intuyo, que dejaste de ser virgen de las gónadas también por obra y gracia de J..., a quien será la última vez que tomaré como ejemplo de diabólica siendo seductora porque ahora es tu prometida. Antes yo también me asumía como el Diablo. Luego, tú dijiste que eras Satanás y que juntos hacíamos arder el Infierno. Captaste la esencia del juego de la tentación y te gustaba que yo le dijera al oído a las personas los secretos que más los conmovían. «¡Hey!, tú», muy quedo, «¿Ya la viste? El amor de tu vida, podría ser ella, tan sensual y excitante». O bien, algo más simple, más inocente, pero igualmente tentador: –Ahí viene. –¿Seguro? –Sí. Y que todo el salón saltara los bancos, diera mil vueltas inciertas, se agitaran como abejas en un panal, que los amigos que no pertenecían a ese grupo salieran corriendo y que, finalmente, la seriedad y la convincente decepción con que fue dicho el «Ahí viene» terminaran por no cumplirse al cabo de dos horas de una clase frustrada porque el profesor faltó dado tal o cual motivo, una excusa siempre dispensable con tal de que no fuese a reprobarnos. Eso jamás nos hubiera ocurrido con Pantoja, recuérdalo, cómo decía «Yo siempre llego al salón mucho antes, porque yo soy el profesor y debo ser más responsable que ustedes», y era cierto. Él nunca faltó a clase alguna. Que el vivía muy lejos, en el pueblo de M... y que llegaba a la escuela a las cinco y media de la mañana porque desde las cuatro se encontraba bañado y listo para trabajar. Que él pretendía ser el mejor profesor del país. Eso, dada la evidencia que tengo al momento, también fue cierto. ¿Sigue vivo Pantoja? Quisiera que alguien contestara esa pregunta. Si tienes algún conocido de entre los nuestros que lo sepa, que te lo comuniquen y tú me notificas la respuesta. Yo no lo sé desde que me hallo veinte kilómetros a la deriva del mar en la plataforma petrolera y que sólo salgo de aquí para las vacaciones que tomo por fuerza en la costa porque en cualquier momento, si es preciso, puedo ser requerido. Me estoy tomando este tiempo para escribirte la carta, para recordar lo que siempre quise recordar, pero que por alguna u otra causa no lograba sacar a la luz de nuestras conversaciones. Aún recuerdo los consejos que Pantoja nos decía para tener una memoria sobresaliente. Que debíamos practicar siempre, intentar recordarlo todo, que saliendo del cine uno reflexionara sobre cuáles eran los nombres de los personajes, de los actores en la vida real, de la trama completa; que al leer un libro pudiéramos hacer un resumen mental de todo lo que el escritor quiso dar a entender. Que leyéramos. Después de eso llegaste con tu aparatejo del año diciéndome que habías conseguido un juego muy útil para ejercitar la memoria. Lo consideré absurdo y no me retracto de ello. Siempre he tenido una memoria privilegiada: suelo recordar lo que quiero recordar. Es de herencia, lo que no admite mi madre, no por parte suya sino por parte de mi padre. Porque sería demasiada poca 90

casualidad que entre ellos sepan cosas que de la nada aprenden, así como suele ocurrirme y que, en contraste, todos lo de la familia de mi madre suelan ser de una memoria ordinaria porque no suelen denotar las lecturas que han hecho recientemente ni las noticias más extrañas que uno se pueda encontrar. Esto no quiere decir que la capacidad de raciocinio, la cual es un talento más valioso, se la deba a la herencia –nadie en ninguna parte de mi familia entiende nada de lógica–. Tú mismo antes lo expresabas: Que el viejo Pantoja citó a Einstein el día en que falté a clases, «Cualquier imbécil puede saber; el asunto el entender». Te pediría perdón por la forma en que me expreso hacia ti, a veces tan simpático, otras veces empático, y la mayor parte del tiempo tan crítico que llego a ser hiriente. Lo haría, pero eso implica renegar sobre lo que soy, y, después de todo, no soy el Pedro que va a clavar a mi propio mesías en la cruz negándome tres veces. Ahora bien, no todo en nuestras conversaciones solía ser desagradable. Recuerdo tus dibujos. No eran las tan comunes animaciones japonesas de quien sabía qué caricaturas de ojos enormes y exorbitantemente grandes tetas, sino dibujos reales, que no eran copia de ningunos otros, pero que seguían un estilo especialmente ensayado. Aún conservo el pescado que diseñaste en tu cuaderno de notas. No querías entregarme la hoja porque tenía un apunte importante, intenté convencerte con el argumento «Cualquier cuaderno imbécil puede saber; el asunto es entender» y como no me satisficiste con el deseo de un bosquejo que, según tú, ideaste sólo por distraerte del inepto profesor de Historia, robé la hoja sin que te dieras cuenta en el momento, y sin que te importara mucho porque el apunte no decía más que tres palabras, otras letras más y un corazón encerrándolo todo: «Te amo ---, atte. J...» Tal vez me odiarás de ahora en adelante, o me pedirás que te envíe esa hoja del corazón para poder presumirla en el día de tu boda como un detalle más al estilo tuyo. Así que, en dado caso, yo llevaré la imagen a tu boda, yo la presumiré y exaltaré no sólo el amor con que tu prometida te veía desde entonces, sino que resaltaré la calidad artística que desde entonces mostrabas y que de no haber sido por mí jamás hubieras descubierto tu carrera como pintor. Quizá estés confundido por el párrafo anterior: una vez abierto el sobre, observarás que el diseño te lo he enviado sin que tú me lo hayas pedido, pero de cualquier forma te he manifestado lo que al comienzo pensé que harías y que yo deseaba hacer. Armar ficciones, lo sabes bien, es mi talento. Por eso no estoy en la plataforma petrolera, sino encerrado en el cuarto donde alguna vez te invité a convivir. Aquí no destilamos alguna vez petróleo en las torres de interminables platos de fraccionamiento, sino alcohol. Terminaste, según tú, ebrio por segunda vez en tu vida, pero a mi parecer tú nunca habías tomado una sola gota de sidra. Era año nuevo. Estaba yo tan triste que te llamé por teléfono. Todavía vivíamos en la misma ciudad, acuérdate, todavía no te mudabas. Me invitaste a tu casa, pero te dije que no, que tenía miedo de salir a la calle. Que me visitaras tú a mí. Entonces me trataste de convencer de que ello era imposible porque era día de año nuevo y no podías abandonar a tu familia. Colgué el teléfono. Algo que ese día no te comenté pero que ahora aprovecho para hacerlo ver: estaba triste porque yo creía que mi madre no me amaba, ni mi hermana, ni nadie en esta vida. Después colgué el teléfono por haber pensado que ni siquiera mi mejor amigo era capaz de visitarme y que ningún amor como los tuyos, J... y Viridiana, me ayudarían: yo no tenía el amor de nadie. En otras palabras, me había descubierto solo. No obstante, llegaste con dos botellas de ron y bebimos como nunca lo habías hecho tú, como tampoco nunca lo había hecho yo. Fue nuestra primera borrachera. Ahora que te vas a casar quisiera decirte que desde entonces eres como mi hermano, no sólo mi mejor amigo. Te agradezco que me hallas propuesto para ser tu padrino, pero no creo que alguien tan triste como yo, tan desolado y dependiente de personas que no son ni siquiera de mi familia tenga la capacidad moral de decirle a todos los que ahí estarán reunidos que estoy feliz por tu felicidad cuando ni siquiera 91

puedo estar feliz por mi propia persona. Aún así iré, me disfrazaré de pingüino, pero no como las monjas sino como los hombres de frac, bailaré, me divertiré, sonreiré hasta el cansancio. Conversaré con alguna amiga que tú me presentarás. Al día siguiente habremos de acompañarte para tu luna de miel al aeropuerto de quien sabe qué ciudad, donde partirás todavía más lejos hacia otra ciudad europea y nunca habré de cesar en mi tristeza porque todo puede actuarse perfectamente, porque las sonrisas pueden formarse con seis años de ortodoncia medieval, porque los trajes se compran en las tiendas departamentales que tanto aborrezco, y porque cualquier poema que le dedique a la pareja tendrá las rimas más hermosas, quizá, y J... dirá que es algo extraordinario conocer a personas como yo, pero mientras no logre estar en paz en mi sino, mientras me halle inscrito en el “for” de la indolencia, sólo podré presenciar cómo regresas de Berlín más alegre, sin poder calzar las botas suecas de tu baile alegre, tan sólido, porque soy incapaz de vestirme con otros trajes a los que no me acostumbraría jamás y con los cuáles no sabría qué hacer. Si no fuera porque te vas a casar, no habría despertado con el ánimo de extrañarte, ya no joven como éramos entonces, sino hombre como se esperaría en estos tiempos. He tomado los diccionarios más gordos y las novelas de mi vida, porque te escribiría con especial entusiasmo, sin embargo terminé escribiendo de corrido, sólo interrumpido por los espasmos de una tos decembrina, como cada diciembre en la friolera citadina, y vuelvo a hacerme consciente de que no estás aquí, sino allá, no en el extranjero como Pantoja lo hubiera esperado: como cualquiera de nosotros lo hubiéramos previsto; y te encuentras feliz porque J... te ha correspondido, porque me he atrevido a mencionar a Viridiana a sabiendas de que no te afectaría, y nos has invitado a varios a tu boda (todos te queremos y amamos). Sin pretender obnubilarte de alegre que estás con mi negrura maldita, sólo te pido que comprendas que yo me quedé siendo un inmaduro, creyéndome Satanás y por ello escribiendo y escuchando en todo lo perverso. Sólo sigue leyendo, sigue leyendo y toparás en algún instante con la pared del final, con el espíritu tranquilo de quien sólo sabe por ser imbécil y no entender a los demás. Tampoco ha sido mi intención llamarte imbécil, sino mi amigo, quien yo quisiera que no comprendiera ninguna de esta palabras llenas de melancolía. Confirmo que iré a tu boda. Opté por escribirte en vista de que he cancelado la línea de teléfono desde hace un par de días. Quería que la última noticia recibida por teléfono fuese tan alegre como la consumación de tu noviazgo, el paso al compromiso. Entonces, te visitaré quizá un día antes, quizá unas horas antes, no lo sé, para fungir como padrino. Sin más, por el momento, que el destino, me despido. 27 de Diciembre de 2013

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EL ALMANAQUE DE LOS SUEÑOS

HIELO DE LUZ Aún sigo girando. El giro es como de un leve respiro, lento, cíclico, y casi siempre imperceptible. Asimismo, sólo en ocasiones alguien se dispone a medirlo. Aún sigo girando mientras la velocidad de la Luna no sea tan grandiosa y nuestro destino transcurra a tasas razonables. El destino, por cierto, en este Universo, en principio, es irreversible. Aún sigo girando y sigue viéndose el espejo del Sol. Tengo por derecho de nacimiento un espejo del Sol y lo comparto con mis amigos, con mis enemigos, y vemos que se enrojece cuando juntos le hacemos sombra, aunque ni mis amigos ni mis enemigos lo deseen. Pero el Sol es tan grande e imponente que, además de ser Apolo, atraviesa nuestro aire con su luz y convierte a la Luna en naranja. También comparto ese espejo con la gente que no me conoce y, por derecho de réplica, también les soy desconocido. Aún sigo girando y como siga viéndose el espejo, sigue viéndose la oscuridad del Universo que aun plagado de estrellas no tiene por destino ser visible. Sólo vemos lo visible y el resto lo imaginamos a diario. Ni siquiera cuando el galvanómetro muestra subidas y bajadas me encuentro ante lo visible. Ni siquiera ante el traqueteo intermitente del contador Geiger se manifiesta en mis ojos la marea radiactiva. Sólo puedo imaginar –quizá correctamente– que una «cosa» atraviesa el alambre cargado e induce la matraca aunada a la aguja puntual. Aún sigo girando y el cielo va dejando de ser imaginario. Entonces suena el estruendo que pretendo evitar desde la inconciencia. Mis manos lo programan y mis manos le dicen «¡Basta!». Cuando esto ocurre, una corriente de aire frío se aproxima adonde aún hay obscuridad aunque afuera sigamos girando. Aunque ahí mismo se siga girando. Nadie puede escapar de ese giro sin un casco como escafandra. El frío corrompe mi piel y me convierto en gallina. Porque soy un cobarde y prefiero levantar la obscuridad haciendo cubrir mi cabeza y esperar a que su calidez me envuelva. Sin embargo, sigo siendo un gallina y le temo a mis propias imposiciones. Así que levanto la obscuridad, me hielo de luz y enciendo la otra luz, puesto que aún sigo girando y aún sigue viéndose el espejo del Sol.

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ASIENTO 28 No deseaba romper con el silencio, cómodo. Sin embargo, el freno del tren era el freno de la calma y así, más por necesidad que por una intención fundada, él optó por disculparse con su vecino de enfrente, tras casi haber derramado el expresso sobre su ropa, sobre su pantalón. La mancha no sería notoria: el pantalón era negro. Aún así, las manchas yacen más en la conciencia que en la visión, y por ello insistió en disculparse por aquello que hubiese ocurrido en un caso más trágico. Eso según su perspectiva, pues en realidad el vecino decía, con verdadera calma, sin enojo, «No se apure, no ocurrió nada», y seguía con la frase hasta el punto en que la amistad entre los dos hombres pudiera constituirse por la eterna solicitud y la eterna disculpa por algo que no había que disculpar. No obstante, las amistades no se fundan así. Quien no deseaba romper el silencio lo retomó, más por cansancio y por no proseguir con la humillación innecesaria –humillación porque así lo apreciaba aquél–. Ya roto el silencio comenzó el vecino una conversación donde él únicamente hablaba, y donde el hombre del silencio era el único que oía atentamente, apenas logrando descifrar el significado de tan curioso monólogo: –¿Sabe?, la soledad es ineludible. Por ejemplo, una piedra está sola porque no siente nada. Y si lo siente, no lo sabemos porque ella no habla. Y si hablase, quizá nos mentiría. Y si no mintiera, de todas formas no la comprenderíamos porque incluso empleando nuestra lengua nos describiría su forma de sentir, que no podemos garantizar sea la misma que la nuestra. Y, ¿sabe?, me siento como esa piedra. Dudo que me entienda. Y si me entiende, dudo que sepa lo que siento, o sea, que sienta igual que yo a la soledad. Es muy probable que nunca lo haya reflexionado, pero no importa, ya estoy acostumbrado a eso. De vez en vez converso con la gente, como usted ahora mismo, más por mantener mi salud mental que por una imperante urgencia. Es más un gran esfuerzo, pero no me lo tome a mal, usted es un señor muy agradable. ¡Ah!, ya recuerdo, hoy me vi al espejo, en la mañana, como todos, supongo que usted lo hace, y conseguí, naturalmente, observar mi reflejo. Aunque, si veo un vidrio, intentando ver mi reflejo, lo percibo tenuemente, y tenuemente a alguien más. Sí, a alguien más... Detuvo el monólogo por un breve instante, como intentando reflexionar sobre algo, para lograr aprehenderlo, sin saber en realidad qué era aquello, luego viajando a una región de su mente que no era inmediatamente accesible. Así, sin desear romper ese nuevo silencio, parecido a una añoranza eterna, el hombre del silencio anterior, ahora también del posterior, no se atrevió a intervenir sobre algo que, como declaraba el monologador, no entendería aunque ambos se expresaban con la misma lengua. Despertando del trance, el hombre solitario reanudó el diálogo donde él hablaba, el otro escuchaba, y que finalmente seguiría siendo monólogo: –Así son mis amigos, mis conocidos, y la gente amable como usted. Es decir, son como el reflejo de un cristal. Parcialmente me veo reflejado en ellos, en ustedes, pero no del todo, porque lo traslúcido del cristal de una ventana, sí, con más frecuencia de una ventana, evita que yo pueda aprehender por completo mi reflejo. En contraste, lo transparente de la ventana suele mostrarme a alguien más, alguien ajeno, alguien que no es como yo y que es como el resto del mundo. Entonces no alcanzo a comprender quien soy yo entre todas las personas, porque no me reflejan nada, apenas algo que pretendo entender pero que jamás consigo sujetar. Pero no es una ilusión; es real. No, porque la siento, incluso de las piedras. Veo el cristal de la ventana y existe un paisaje momentáneo, luego yo, luego el paisaje, y así sucesivamente, de no ser por la realidad cotidiana que me desprende de la ventana: el frío, el calor, o una mano que interrumpe mi soledad placentera. Lo gozo, sí, porque mi 94

reflejo, es decir, la metáfora de quien soy en realidad, no me puede traicionar. Yo no soy capaz de traicionarme, y, por ello, puedo ser (y lo soy) mi mejor y único amigo. Cualquier otro reflejo sí lo haría. Incluso la piedra, tan inerte y sin sentir nada, según supongo, incluso ella podría golpearme y matarme de una sola vez. Entonces uno comienza a sentirse frágil, perseguido no, pero frágil, y el mundo, más aún, el Universo, comienza a ser irrelevante y prescindible. De tan prescindible que comienzo a desear la muerte, donde supongo que nada más hay, donde el sentir carece de sentido y así no puedo sentir ni placer ni dolor, nada, ni siquiera traición. Como supongo que se siente una piedra, o una silla también, ambas fuera de toda queja o voluntad. Una total entrega. Como un árbol, aunque éste tiene cierta forma de egoísmo porque consume el aire para sí, pero igualmente se entrega, casi como la tierra. Sí, quisiera ser un árbol y, en contraste, me siento más como un rinoceronte. ¡Tan bello animal! Esquivo. Irritado por una especie de vergüenza ajena, el hombre del silencio se disponía a intervenir la conversación, que en realidad era monólogo, y confortar al hombre solitario por no sabía exactamente qué, pero por algo. Sin embargo, cayendo en la cuenta del silencio repentino tras la palabra «Esquivo», y como hombre del silencio, conservó también este tercer silencio dejando al hombre solitario ensimismado cual rinoceronte que se sentía. Entonces el hombre del silencio consiguió pensar, hilvanar algunos detalles de la breve exposición del hombre solitario, y sólo pudo comprender que este hombre era extraño, que efectivamente no lo entendía totalmente, pero que, en virtud de la inteligencia, alguna profunda lucidez contaría en su mente, sobretodo por tan espléndidas metáforas, según su perspectiva, acerca de la soledad: el espejo, la piedra, los cristales. Queriendo conocerlo un poco más, intentaba conversar de alguna forma con el vecino, pero no hallaba el motivo crucial diciéndole de tajo y por una buena vez algo inteligible ante tan prolijo señor. Pasado un par de minutos y no encontrando lo que buscaba, desistió. Luego, casi sin esperarlo, sin concebirlo voluntariamente, sin percibirlo, cayó en un sueño leve pero firme sobre una de las ventanas del tren, por supuesto, la correspondiente al asiento 28.

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ACERTIJO Soy el acertijo de un sentimiento, la adivinanza de hombres ignotos que, mutuamente, me ignoran e ignoro, que adivinando conozco supuestos. Voy dando claves sabiendo escondidas estas certezas que cargo conmigo: sea lo que siento o que haya comprendido, lucen distantes las mentes amigas. Haya aprendido del mundo moderno la cibernética como esperanza, mas solitario yo siempre me tengo pues entre aquellos de plena confianza son quienes lúcidos han, los secretos, todos, abierto desde lontananza.

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VIDA Y LUGAR Para lograr escuchar tu voz, tengo que esperar a la hora antes de dormir y prolongar la vigilia hasta la hora después de dormir. Es decir, hasta la hora después de dormirse todos en esta casa. Dicha espera no es infundada: cada uno de los habitantes hace un ruido y debo hacerme silencio generando mis respectivos ruidos, por lo general música. Ocasionalmente la música está en español, más veces en inglés, las menos en alemán o en francés. Caetano Veloso es el único que escucho en portugués. Amiga, el ruido me interrumpe toda la vida. Anhelo transformar el infinito del amor en la infinitud del espacio y del tiempo, pero la metáfora es atravesada por el estruendo de la simplicidad. Mis oídos buscan el ritmo, y fácilmente lo encuentran cuando nadie está despierto, más aún cuando nadie está aquí, pero dicha métrica es tan frágil como las membranas de grafeno. Quizá dichas membranas sean contundentes, pero son incipientes –al día de hoy– y, como tales, cualquiera las puede destruir. El antiguo vicio de utilizar audífonos (cascos) para eludir tanta sonoridad inútil ha generado nuevos problemas: ha roto ya no sólo la membrana del silencio puro –el que no es falsamente creado por otro tipo de ruidos, más agradables que los ajenos–, sino también ha roto la membrana de la sonoridad pura y, finalmente, escucho un zumbido que de ahora en adelante será uno de mis fieles compañeros. Sin embargo, dicho zumbido no es tan molesto como la verdadera interrupción de las palabras ajenas, las de las personas en esta casa o las personas que escucho en las canciones, las palabras que se confunden con las propias, las que se ubican en mi mente. No duermo bien por ello. Tiendo a dejar el trabajo hasta muy entrada la noche, con tal de aprovechar al máximo el silencio, el silencio, el silencio de paz y calma. No obstante, el cansancio me agobia y sólo tengo, a lo más, dos horas de cordura, una media hora de cabeceos y versos surrealistas, y un cuarto de hora de incomodidad por caer sobre el escritorio en lugar de la confortable cama. Así, no es mi deseo compartirte una fotografía de estos días, mía por supuesto, porque es fácilmente apreciable el cansancio de mis ojos, con ojeras que amoratan los párpados inferiores. Este sueño también genera depresión: me aburro con facilidad, me irrito por la impotencia de no escribir, no escribir, no escribir más y con inteligencia, coherentemente. Recurro, en momentos, a la Matemática para adquirir un poco de cordura. Las ecuaciones tienen un alma de exactitud indiscutible –aunque indemostrable– que me dan la confianza de no caer en el abismo de la tempestad, los ruidos, siempre los ruidos ajenos. Si tan solo en mis sueños pudiera escribir. Pero en ellos también la gente habla, e intentan asustarme con tal o cual increpación, etcétera, así son los sueños. Por estos días he soñado más que de costumbre, nuevamente a causa de los problemas que yo mismo he generado por no querer dormir sin haber tenido producción literaria. Las herramientas de trabajo del poeta son la pluma, el lápiz, la goma, el sacapuntas, el papel –una hoja tamaño carta–, o bien, el ordenador en sustitución de las anteriores. Pero también lo es el silencio, que el ordenador pretende sustituir –porque así lo pretendo yo– con los reproductores de música, sin embargo no es suficiente. Nunca es suficiente el ruido para destituir otros ruidos y generar el silencio. Es algo como «ojo por ojo, y al final todos terminaremos ciegos», pero implementado a los ruidos: «ruido por ruido, y al final todos quedamos sordos». Necesito el silencio para escuchar la sonoridad precisa de mi voz –estridente– y hacer un cálculo, una medición del ritmo, muy a la manera en que mi cerebro lo entiende y en que yo le doy vida y lugar.

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BAISER Londres no es París. De tal forma que prefiero el comedor antes que la cafetería, el dormitorio antes que la sala-comedor, y tu presencia antes que cualquier otra opción en este planeta. Habiendo por siempre tantas opciones en el Universo, es que tengo anhelo de ti permanentemente. Por siempre. Entonces aceptaría –como ya lo hicimos antes– beber un café que no me agrada, y agregar –como ya he elegido antes– azúcar en la cantidad que no me gusta, y sentir el viento de una canícula que infecta todo lo que se come, con tal de observarte una vez más. Así, como aquel día, uno que no había sido destinado como los anteriores ni que será el preludio certero –según yo– para los posteriores. La conversación que tuvimos fue en francés, tras una solicitud que no fue tal cosa. Porque nos encontrábamos solos, mejor dicho, a solas, y nunca había sentido –sentir es medir con la vida– el amor. No tuve forma de saber si aquello lo era, pero cabe decirse que me vi sobrepasado porque en la eternidad de tu compañía, el milagro, estaba más allá de mis formas de sentir, tan primitivas como jóvenes. Sólo alcanzo a adivinar que los pasos anteriores a la conversación, que llevarte del brazo con mi brazo –aunque fuiste tú quien así lo propuso sin decir una sola palabra–, que lucirnos como uno mismo en la presunción de lo que éramos, que levantarnos de nuestros asientos sin saber realmente porque lo hacíamos, y porque sabíamos lo que estaba ocurriendo en el instante de la confesión, sólo alcanzo a adivinar que todo ello era amor. Me vi rebasado por el corazón, por el alma, por el espíritu, como sea que reciba el nombre dicha entidad mental, y sin más, de repente y como una sorpresa ocurrió el siguiente poema: Soudain, à tes lèvres je me suis rapproché. Par une étrange inspiration de ma force ajuste elle en démontrant certitude, donc mes doigts sur ton visage, étaient enchantés. Amicale ta réponse m'a réellement touché; avec tendresse la surprise tu bien admets: douceur, ta bouche, qui m'a transformé en proie, et je deviens ton bref maître et ton esclave. Cette vie qui est faible je voudrais perpétuer, et aussi tout cela où je serai réincarné, en étant étendu toujours sur cet instant. Mais implique ma mortalité comme humain dans les souvenirs les details chercher du jour où nous sommes devenus immortels. Le 12 Juin, 2014 Para hacer posible dicha eternidad, imagino que te encuentro como en aquella ocasión, en la parada del autobús, esperando su salida, y ni siquiera sé cuándo es que comencé a seguirte ni cuando comenzaste a saber de mí. Porque minutos antes habíamos descendido del mismo autobús, y transcurrió una aventura en su interior, otra vez tomando tu mano, otra vez sabiendo un poco más de ti, otra vez tomando testimonio en la memoria –quizá anotando mentalmente las palabras cual 98

poema– y sin saberlo llegamos al mismo sitio, donde abordamos el autobús, donde estuvimos esperándolo, antes tú, luego yo, pero juntos desde siempre, y nuevamente ya habíamos descendido del mismo autobús donde podría transcurrir la vida eternamente, días y noches completos hasta agotarme de tenerme cada vez más inmortal. Tú me infundes vida, y vives conmigo la vida, y mientras más transcurre el tiempo hallo lejos a la muerte, no obstante la vejez. El relato de una fraternidad que se convirtió en pasión queda en la irreversibilidad del Universo, en las estrellas que jamás nos encontrarán vivos, y que de alguna otra forma, sin conocerte, ni siquiera existiendo tú o yo, o ambos, podrían encontrarnos o no. Porque estoy vivo, y amor, porque he estado contigo, ahora sé que el Universo quería que estuviéramos juntos, o tendría que ser otra naturaleza la que acogiera todas las leyes con otro único propósito de tenerse diferente y jamás habernos conocido, y jamás conocernos, y jamás existir, ni haber existido. No obstante, el espacio y el tiempo se curvan para aguardar a conocernos, y morir juntos, y seguir en la eternidad irreversible, o que nada más sea eterno pero siempre concebible por un pasado remoto, de otro Universo que es el nuestro según otros universos ajenos, ni pasados ni futuros, y quizá siempre hayamos estado mutuos, y sólo faltaba esperar sin que el tiempo significase demasiado.

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LA VOZ QUE YACE CONSIGO Tiempo después, el dios de Abrahán –el que dicho hombre se agenció– quiso poner a prueba su fe y lo llamó: –Abrahán. –Aquí estoy. –Toma a tu hijo, al único que tienes y al que amas, no Ismael, no, Isaac, y vete a la región M. Ahí lo sacrificarás en un cerro que yo te indicaré, porque así lo dispongo: entiende que es para mí. Se levantó Abrahán de madrugada, ensilló su burro, llamó a dos sirvientes para que lo acompañaran, y, por supuesto, tomo al objeto del sacrificio. Partió leña y realizó otros menesteres necesarios para el holocausto. Así, tras días de recorrido –quizá tres con sus respectivas noches– divisó desde lejos la región M, tan ignota de nombre como la inspiración le indicase a Abrahán que aquél era realmente el lugar esperado. Entonces dijo a los sirvientes, «Quédense aquí con el burro. El niño y yo nos vamos allá arriba a adorar, y luego volveremos con ustedes.» Así dispusieron su hijo –no Ismael, sino Issac– y él los menesteres de un sacrificio donde el menester más importante ni siquiera sabía que lo era. Y Abrahán mintió sin mentir cuando su hijo le preguntó por el objeto de sacrificio: «mi dios proveerá el cordero.» Al llegar al lugar indicado, una inspiración dictada por la fe del dios de Abrahán, se levantó el altar. Así, sin más, escuchando una voz que lo obligaba a mentir, una voz que lo obligaba al rito primitivo del sacrificio humano, escuchando a un dios, su dios, que yacía sólo en la mente esquizoide de él mismo, así estuvo a punto de degollar a Isaac, mientras extrañamente el objeto de sacrificio yacía dormido sobre el altar: Abrahán tuvo que lanzarle una piedra a su hijo para desmayarlo. Sin embargo, Abrahán no logró el cometido de la voz invisible de un dios que él mismo se dio a la tarea de escoger (o inventar). Y pensó: «Esto es absurdo.» Desató a su hijo, limpió la sangre de la frente del muchacho, y mientras hacía tan dispendiosa tarea se juró a sí mismo que a pesar de las voces gritando «¡Sacrifica a tu hijo!», a pesar de su propia debilidad humana ante una enfermedad del espíritu –enfermedad mental se llama hoy día– y a pesar de cualquier increpación atentando contra su pueblo –la nación multitudinaria prometida de Jacob, su nieto– el sacrificio en contra de los hijos, y de los hijos de los hijos, y así el sacrificio en contra de cualquier ser humano estaría prohibido y se convertiría en un tabú por los siglos de los siglos. Repuesto el hijo, desapareciendo momentáneamente no sólo la voz del dios de Abrahán, sino también la voz de Satanás, la que en verdad había hablado en el sueño con Abrahán –en realidad era la misma voz la de uno y la del otro, porque procedían ambas de la misma enfermedad–, le explicó a su hijo, sin pena alguna, mintiendo, que alguien intentó asaltarlos y que lo ahuyentó, no obstante había alcanzado dicho hombre a golpearlo con una piedra. Isaac confiaba en Abrahán. Abrahán le había heredado el padecimiento esquizoide a todos los hombres levíticos de la gran nación de Jacob, su nieto, y todos creerían en el mismo dios porque todos serían capaces de alcanzar a oír su voz, de confiar supersticiosamente en él, y también en Satanás, y de vez en vez se les escucharía, como ahora, hablar en voz alta o en voz baja con nadie, aunque ellos afirman que es la voz que yace consigo.

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FRASES ADIVINADAS Vuelve a sentirse el calor de la obscuridad. Con su cobijo, también vuelve a sentirse el silencio poético. Y así, una voluntad donde nadie ni nada interfieren, aunque lo deseen. Si el poema existe, en el verdadero escritor, en el verdadero poema, es sólo por el poema en sí, «dar por dar sin esperar nada a cambio», y jamás porque sea un deseo la fama, o el poder, o alguna clase de ambición inmerecida: el silencio poético no tiene valor calculable por no ser de este mundo, sino del mundo de las frases adivinadas (Harry Martinson), o de deidades subyacentes que metafóricas se convierten en santos. Vuelve a sentirse el calor de la obscuridad y el tiempo se repite, una y otra vez, sobre las mismas ideas y las mismas carencias: los mismos deseos: Tengo confianza en el libro que conteniendo palabras, todas, subyacen poemas que están ocultos; mas nada ha de lograr impedirnos a quienes métrica y ritmo sirven al darle algún orden, con la certeza en conceptos, que un universo de voces diga, valiente, sus trinos. Tengo confianza en el libro pues se haya escrito y compuesto breve, una corta poesía donde delatan sus versos alguien que se ha definido. 29 de Julio de 2014 [para toda la obra]

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VOLUNTAD EN ACTOS FIJOS Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.» Génesis 1,26 Cuando la esposa del hombre enfermó, nadie sospechó nada sobre el devenir. Luego, cuando la esposa del hombre murió, éste lloró, dejó de llorar, y con sus hijos también siguió sin sospechar, como el resto del mundo, qué ocurriría en el futuro. Fue entonces que el Escritor del Destino dispuso el transcurso del tiempo en el orden más coherente posible hasta que la gente comenzara a intuir que el hombre no se moría, que se mantenía joven cuando debiera ser un anciano, y que sus hijos seguían la misma pauta biológica. La esposa del hombre era gentil mujer, amable incluso cuando no se suponía que debiera serlo, condescendiente cuando la adversidad no permitía que nadie lo fuera. Y todo ello tenía sin cuidado al Escritor del Destino, quien sólo dispuso para ella tales actitudes porque así las creyó convenientes en el universo donde cualquiera pudiera rogar y nadie lo pudiera conocer. Similarmente, el esposo también tenía sus propias actitudes, y los hijos pensamientos de una voluntad que creían les pertenecía, no obstante sin que alguno pudiera conocer en los primeros años su propia inmortalidad. Habiendo notado la gente de su entorno que la familia no se moría, aun pasados los años, aun pasadas las pestes, el Escritor del Destino dispuso una persecución. Huyeron padre e hijos adonde nadie pudo seguirlos, no por falta de constancia, sino por un olvido al que son susceptibles todas las modas. «Ya se fue» es la respuesta cuando una araña ha escapado, y eso mismo ocurrió con la familia, que dejó pasar tres generaciones, cuatro, cinco, las suficientes antes de perder la paciencia. Así, el hijo sintió el apremio de formar su propia familia, quizá su propio sino. El joven anciano volvió atrás, como si la constancia no se hubiera suspendido en el olvido al que son susceptibles las modas, y siguió más atrás en el tiempo, ignorando que era un anciano de apariencia joven, de fortaleza intacta. Encontró en lo reversible de aquel universo a una mujer lo más parecida posible a su madre, y la desposó. Entonces, no pudiendo detener la inversión a que lo hubo sometido el Escritor del Destino, volvió a la época en que su padre, su hermana y él fueron perseguidos, y comenzaron otras personas la cacería jamás olvidada y vuelta de moda por el hijo inmortal del hombre que era también inmortal. Sólo que a diferencia de su padre, él no pudo escapar el día en que lo emboscaron entre seis, siete, ocho personas, quizá todo un pueblo. Dio indicaciones a su esposa, advirtiéndole que no volverían a verse. Aquella carta, un breve pergamino, decía, entre formas de un temor romántico, que huyera la familia al lugar tan lejano donde el olvido parece borrar las constancias, para encontrarse con el suegro. Prevenida y presurosa, siguió su camino mientras el esposo servía de carnada contra la furia de un pueblo que no pretendía tardarse en fulminar a aquella breve estirpe. Y fue en el camino que el Escritor del Destino la hizo olvidar esa culpa por el abandono del ser amado, justo donde la falta de memoria la hizo desistir de aquella constancia. Sin que nadie los persiguiera, los nietos y la nuera del hombre cuya esposa fue gentil y condescendiente llegaron adonde éste se encontraba. Se presentaron, anunció ella la mala nueva, y antes de llorar –como lo había dispuesto el Escritor del Destino– supusieron que el hijo (o hermano) había muerto, dejándoles una infundada claridad respecto a una pregunta que siempre se 102

plantearon, «¿Somos inmortales al asesinato?», porque sabían que lo eran a la enfermedad, no obstante ignorando si lo eran al homicidio. Equilibradas las emociones, tomaron todos un sitio de aquella remota lejanía, es decir, los que habitaban ahí volvieron adonde ya estaban y los que recién llegaron comenzaron a habitar ahí. Luego, como si la inversión de las cosas llevase inexplicablemente adonde comenzaron, el Escritor del Destino volvió a disponer que la única mujer mortal del sitio padeciera alguna peste y al cabo de cierto tiempo muriera debido a la misma. Y como antes ocurrió, fue llorada, dejaron de llorarla, y nadie pudo sospechar lo que el devenir contendría. Pasó el tiempo, y los nietos fueron hombres en edad para buscar hacer una familia, y aunque no les fuese implantada dicha esperanza porque pareciera imposible concebirla en las circunstancias que les correspondía vivir, el Escritor del Destino había dispuesto que todos ellos tuvieran implantada una búsqueda casi instintiva por preservar una especie que era eterna, pensando aún con la inconciencia de quienes son mortales. Por ello comenzaron las riñas entre el abuelo y los jóvenes hombres. Uno de ellos, más sensato, aguardó a que el Escritor del Destino tomara alguna determinación, incluso sin conocerlo y sin saber que la misma existía aun si no la aguardara. No obstante, el hermano más impulsivo creyó decidir –porque ciertamente todo estaba ya dispuesto, cualquier acto, cualquier creencia, por el Escritor– retar al abuelo y mostrarle de una vez por todas que del relato de su madre no podía concluirse nada, que ninguno vio ni vivió en carne propia la muerte de su padre, y que eran los miembros de aquella familia inmortales incluso al suicidio. Se enfrascó la hija del primer inmortal en una lucha donde intentó arrebatar el cuchillo al sobrino nieto, luego el abuelo se sumó a la trifulca, y entre todo el alboroto intentando eludir la muerte lograron conseguir un homicidio inevitable. Así, cuando sintieron que una fuerza de las tres que discutían cuerpo a cuerpo se debilitaba, las otras dos desistieron. Entonces encontraron la sangre derramada por el suelo, era la tía abuela, era la hija, que había regresado a la inversión de las cosas, muriendo otro de los inmortales de aquella breve estirpe, otro de los hijos del primer inmortal, sólo de esta forma confirmando lo que antes fue una infundada claridad. Regresó el nieto sensato de andar buscando algo y encontró que su tía abuela, también la de su hermano, estaba muerta, tendida sobre el suelo, y que ninguno de los hombres ahí se movía. Preguntó el recién llegado qué había ocurrido y sólo recibió el silencio. Y como parecía ser el sino de todos ellos, nadie lloró sino hasta comprobar, en directo, lo que antes fue una pregunta con respuesta infundada: «¿Somos inmortales al asesinato?» Vagaron bastante tiempo por aquella región, y se vieron los rostros diariamente porque no había más adonde ir, ni más cosas que sentir, porque temían a la muerte que a nadie olvidaba, ni siquiera en aquella región alejada de linchamientos. Y viendo el Escritor del Destino que todo ello era un callejón sin salida, que esas personas estaban acorraladas por el miedo a salir, y sin hacer nada, por el miedo a yacer, borró la conciencia de cada uno, cambiando la realidad de todo aquello, sin mucha tardanza, comenzando a escribir otra cosa, algo diferente, algo con algún final quizá, falso en la falsedad misma por tratarse de ficción pura, no sin antes disponer por última vez el siguiente rezo dedicado a él mismo, enunciado por el hombre que era una abuelo inmortal a la enfermedad, mortal al homicidio –aunque sin saberlo con plena certeza, porque nunca antes había muerto ni después habría de morir–, preguntándose lo que desde el primer día nunca pudo contestar: Te ruego sin conocerte que me expliques por qué ruego, 103

por qué escuchando el pasado mis voces dicen un verso sin que pudiera evitarlo, sin que pudiera entenderlo: ruego poder conocerme. He pensado en mis adentros que tenemos parecido, que a ti soy muy semejante, porque no hayas conocido otra forma de encontrarme más entero por mi sino que en tu imagen de perfecto. Empero también concibo fue la forma que me diste la ilusión que tú quisieres algún día en ti revivirse, el anhelo que sintieres por cumplirse en lo imposible de mi existir ficticio. Sólo puedo en mí sentirte, desde mí quizá aprehenderte; sólo sepa adivinarte desde siempre y para siempre mientras pueda condenarme a vivir eternamente o quizá contigo irme. Y entre tanta adivinanza pretendo que sepas todo, de menos poder decirme las razones en mis modos, o siquiera si persiguen mis razones sólo un poco de tu lógica lejana. Así termino el poema, creyendo tener voluntad en todos mis actos fijos, en donde se pueda ocultar de mi evidente destino tu poder y tu libertad, y la misión que yo sienta. 28 de Octubre de 2014

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LOCURA DE ALMANAQUE ·

VOLUNTAD PROPIA «Era una piedra en el agua, seca por dentro» Ella usó mi cabeza como un revólver. Soda Stereo

Nunca sé cómo explicar que “mi” voluntad, no porque me pertenezca o porque yo la posea, sino porque ella me persigue y acosa, no se vende. No puedo intercambiarla porque así mi voluntad no lo quiere. Alguna vez intenté negociarla, y aunque estuve dedicándome a hacer lo que otros me decían que hiciera, no lo hacía porque ellos lo dijeran, sino porque mi voluntad decía que hiciera caso a aquellas personas. Y fue por ella que dejé de venderla, aunque seguí haciendo lo que otros decían que hiciera: ellos me pagaban y yo sólo hacía lo que hacía porque la voluntad lo ordenaba. La plata, un metal que mi voluntad y yo –porque ella quiere– apreciamos, sólo era el comienzo, la tentación seguida, aunque al final ella decidía y yo sólo actuaba en consecuencia. Cuando Andrea se presentó, pidió a cambio de estar eternamente conmigo que le cediera mi voluntad. Por más que quise, por más que tuve el deseo de cortar los hilos que estaban atándome a ella, mientras uno se destensaba ya otros veintiocho estaban anudando la carga, como si mis intentos de emancipación pudieran contarse únicamente con todos los números naturales, y los intentos de la voluntad para someterme sólo pudieran contarse con todos los números reales. Era la voluntad misma la que ordenaba que yo intentara desatarla de mí. Y por tal motivo terminé olvidando a Andrea. Pienso que la voluntad de Andrea (no Andrea misma) también así lo quiso. Cuando Paulina se presentó, la voluntad me dijo «Ámala y adórala hasta el fin.» Aprendida la lección, sabiendo que sufría más intentando cortar la carga de la voluntad, no hice más que eso, amar y adorar a Paulina, siempre porque la voluntad me pedía que sufriera al alejarme de ella. Justamente es la voluntad que está diciéndome «Escribe “Escribe esto” y escribe “escribe aquello”», y yo lo hago. No puedo impedirlo: el querer impedirlo es también una orden de la voluntad que siempre está acosándome. Y deberíase ver que yo carezco de sentido del humor: me dice que ría porque ella lo quiere, que me enoje porque ella lo quiere, y yo sólo finjo o no finjo (porque la voluntad quiere) que estoy ríendo o molesto. Cuando intento dar a entender que la voluntad me somete, nadie lo comprende porque casi somos ella y yo uno mismo, y parece que ella es parte de mí. No es así: ella y yo estamos aliados, y pensamos de la misma forma, y nos gusta lo mismo, y odiamos lo mismo, no obstante, eso es porque yo la obedezco, siguiéndola en aquello que me dice que piense, guste u odie. Soy tan inevitablemente fiel esclavo de ella que no sé lo que es la libertad. La voluntad me dice «No sepas qué es la libertad», y yo cumplo; la voluntad me dice «Intenta saber 105

qué es la libertad», y cumplo. La voluntad es incapaz de decirme «Sé libre», porque yo sería incapaz de cumplir, porque ella nunca ha pretendido darme una orden que yo no pueda llevar a cabo: porque sabe que sin ella, muero, y sin mí, muere. Tampoco empleo (la voluntad no lo quiere así) este pensamiento que subyace obscuro, para no asumir las consecuencias de mis actos. Al contrario, la voluntad persecutora dice que asuma tales o cuales consecuencias, o que no asuma cuales o tales consecuencias, y de inmediato, como si la Teoría de la Relatividad tuviese falla alguna, hago exactamente lo solicitado. No puedo deslindarme, simplemente porque la voluntad me pide que así sea, aunque ella nunca reciba la culpa de nada, o la reciba porque ella ordena que la haga recibir alguno de los “pagos”. Pienso –porque la voluntad me dice que lo piense– que en la muerte efectivamente seré libre, es decir, que sabré lo que es no tener voluntad propia.

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IRREFRENABLE «Vivo sin vivir en mí Y tan alta vida espero Que muero porque no muero.» Vivo sin vivir en mí. Santa Teresa de Jesús

Cuando desperté aquella mañana, más bien madrugada, los oídos postizos cantaban. Entonces los retiré para alcanzar el silencio. No obstante, como nunca antes había ocurrido, seguían cantando ya no los oídos postizos, sino mis oídos de verdad. Sonaba Interpol, con volumen alto, pero nada en mí, ningún cable, ningún implante, ni siquiera mi voz, estaba activado para hacer sonar canciones, con notable orden alfabético, cabe decir. · Nos vimos en la cafetería donde a través de los jueves nos habíamos buscado, y no pude soportar el llanto una vez sintiendo las manos de sus dedos (así se sienten las cosas con este tipo de sordera) tan cerca y tan lejos de las manos de mis palmas. Pedimos nuestras bebidas, pero cada quien la propia, ella un café así, y yo un café asado que terminó siendo un americano. · Andrea · Había olvidado lo que era sentirla, besarla con locura. · Seguí escuchando voces en el mutismo de mis oídos, «I am ready, I am ready for the floor...» y, con cierto agrado por tratarse de mi repertorio preferido, fui tomando parte del día a día. Sin embargo, no lograba atinar del todo las palabras de la gente que se refería a mí. Mientras alguien decía «¡Hola!», sonaba en mis oídos (no en mi cabeza) «My heart will never feel, will never see, will never know...» · Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio · Luego, cuando Andrea volvió a ignorarme, simultáneamente distinguí «¡Oh!, mi corazón se vuelve delator...» Más tarde, encontrando a Paulina, escuchaba «Is this love, is this love, is this love what I'm feeling?...», sin permitirme prestar plena atención a la peculiar forma con que ella decía que decía que estaba diciendo que pensaba lo que decía que decía que estaba diciendo. A pesar de la interrupción auditiva, aquel día terminó como solían terminar los días anteriores. · Comoquiera, pensando en la gente querida, la gente detestada, la gente por querer y otros asuntos pendientes, fui vencido por el cansancio, hasta la mañana siguiente (mejor dicho, hasta la madrugada de aquel día) en que la música no había cesado, ahora despertando con dos canciones al mismo tiempo: porque frecuentemente alguna melodía invade mis pensamientos desde la inconciencia, y determina el estado de ánimo con que he de continuar las próximas horas; entonces yacían en mí tanto la canción habitual como la canción de mi parcial sordera ruidosa. · Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio · Pensé, con cierto dejo de decepción, que nada importaría si cambiase el repertorio en la memoria de los oídos postizos, porque antes había demostrado –aproximadamente– que no existía relación entre éstos y el que yo creía eterno canto 107

de mis oídos de verdad. · Pensé, en casa nuevamente, que retirando la memoria electrónica de los oídos postizos podría suspender los sonidos en mis oídos verdaderos. · Andrea · Canciones que si bien no eran agobiantes, tampoco eran útiles mientras en realidad sólo anhelaba un poco de silencio. Intenté lo dicho, y no ocurrió nada como yo esperaba: la música seguía conmigo. Regresé la memoria al sitio original y después de cepillar mis dientes, tras haber tomado la cena, me dispuse a escribir algún poema, como que tengo arraigada esa costumbre semejante a los niños que leen un cuento antes de dormir. · Sólo así, entre la podredumbre de los sonidos, con la repetición de fin incierto, cada palabra dicha, cada acto ejercido, cada beso de amor y cada beso en desamor; cada recuerdo en general, retornaba cuando menos lo esperaba, cuando menos lo requería. Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio (también así se sienten las “cosas” con este tipo de sordera), y sólo por aquella primera vez quedé condenado para todo lo que dure mi “locura” a escuchar con qué ansiedad consentí ahorcarme con una bufanda, luego no, y luego el siguiente narrador viene a decir que el anterior me hizo escuchar que Y. Kusama persigue puntos; yo frases relatando mi vida · Andrea· ... · Imposible fue hilvanar las ideas porque otros pensamientos de cantautores ajenos a mi soledad (¿existe la soledad ajena?) interferían. Siempre he de leer en voz alta los poemas que escribo, sin embargo, en tales circunstancias encontré por vez primera un real inconveniente a la sordera de silencio que no sé porqué me perseguía. Recordé que los ciegos de Saramago no podían dormir por el mar de leche que veían tanto de día como de noche, y reflexioné sobre el insomnio que sufría: estaba casi seguro de que no podía conciliar el sueño no tanto por el ruido, como cuando algún vecino se encuentra de fiesta a altas horas de la obscuridad, sino por no haber concebido la rima. · Cuando mis soyozos se desprendieron descarnadamente, cuando no pude evitar decirle «¡Estoy loco!», cuando no pude cesar de perder el control, ella acarició mi espalda, me abrazó, y me prometió toda la ayuda que necesitara. Una esperanza yacía en mí, creyendo que sólo un poco de afecto rompería con el encantamiento de las interminables voces, no obstante, sólo me distrajo, sin terminar con la sordera que apenas permitía traslucir las voces amadas, las que sonaban de verdad. · Comoquiera, pensando en la gente querida, la gente detestada, la gente por querer y otros asuntos pendientes, fui vencido por el cansancio, hasta la mañana siguiente (mejor dicho, hasta la madrugada de aquel día) en que la música no había cesado · Andrea ·, ahora despertando con dos canciones al mismo tiempo: porque frecuentemente alguna melodía invade mis pensamientos desde la inconciencia, y determina el estado de ánimo con que he de continuar las próximas horas; entonces yacían en mí tanto la canción habitual como la canción de mi parcial sordera ruidosa. Pensé, con cierto dejo de decepción, que nada importaría si cambiase el repertorio en la memoria de los oídos postizos, porque antes había demostrado –aproximadamente– que no existía relación entre 108

éstos y el que yo creía eterno canto de mis oídos de verdad. · Porque no tomé siesta alguna, porque el insomnio pretendía recorrer el horario de sueño, porque el malhumor es demasiado fatigante, caí dormido sin siquiera cenar, sin siquiera pensar en Saramago · Andrea · nuevamente, sin siquiera pensar que no había pensado en Saramago nuevamente, sin siquiera pensar que ni siquiera había pensado que ni siquiera había pensado en Saramago nuevamente, etc., y sin anhelar rima alguna. · Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio · Quizá la carga de la batería de mis oídos de verdad estaba agotada, porque a la mañana (o madrugada) siguiente no se escuchaba el interminable borboteo de los cantantes y compositores, sino algo más terrible (según yo): una voz –que yo no evocara– relatando frase por frase cada una de las cosas que hube realizado desde el día en que hubo comenzado la sordera sin mutismo. · Por tal motivo seguí con la rutina, de malhumor, ya que en la mente sonaba «Allá en la fuente, había un chorrito; se hacía grandote, se hacía chiquito...», mientras que en la otra locura escuchaba «Veo las cosas como son. Vamos de fuego en fuego hipnotizándonos...» El malestar era originado porque ninguna de las canciones me resultaba agradable del todo y por la simultaneidad con que concidieron. · Cuál fue mi sorpresa, que al despertar en la última de las mañanas (madrugadas) siguientes me percaté de haber estado soñando lo que hasta ahora he vuelto a vivir, y que después de esta frase volveré a creer que había soñado. · Así, no saludé a nadie que no me saludara primero, ni intercambié palabras con Andrea –porque de hecho nunca las intercambiamos–, ni con Paulina tantas como ella y yo hubiéramos deseado. · Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio · Ya tarde, pasadas las actividades diarias y los convencionalismos ficticios, los amores inalcanzables y las amistades traicioneras, en el transporte público, sólo escuchaba una canción, y en la mente la interminable zozobra por una placentera repetición que es causa de la zozobra por una placentera repetición que es causa de la zozobra, etc. · Justamente es la voluntad que está diciéndome «Escribe “Escribe esto” y escribe “escribe aquello”», y yo lo hago. No puedo impedirlo: el querer impedirlo es también una orden de la voluntad que siempre está acosándome. · Andrea · Y deberíase ver que yo carezco de sentido del humor: me dice que ría porque ella lo quiere, que me enoje porque ella lo quiere, y yo sólo finjo o no finjo (porque la voluntad quiere) que estoy ríendo o molesto. Cuando intento dar a entender que la voluntad me somete, nadie lo comprende porque casi somos ella y yo uno mismo, y parece que ella es parte de mí. ·

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Porque no tomé siesta alguna, porque el insomnio pretendía recorrer el horario de sueño, porque el malhumor es demasiado fatigante, caí dormido sin siquiera cenar, sin siquiera pensar en Saramago nuevamente, sin siquiera pensar que no había pensado en Saramago nuevamente, sin siquiera pensar que ni siquiera había pensado que ni siquiera había pensado en Saramago nuevamente, etc., y sin anhelar rima alguna. Quizá la carga de la batería de mis oídos de verdad estaba agotada, porque a la mañana (o madrugada) siguiente no se escuchaba el interminable borboteo de los cantantes y compositores, sino algo más terrible (según yo): una voz –que yo no evocara– relatando frase por frase cada una de las cosas que hube realizado desde el día en que hubo comenzado la sordera sin mutismo. · Habré de explicar porqué tal situación era menos llevadera que la anterior: si algo hice, lo escuchaba en palabras mientras realizaba más cosas. Luego, cuando la narración alcanzó el punto en que hubo comenzado la, digamos, lectura de ella misma, se juntaban dos especies de lecturas: una diciendo todo desde el principio –como parte de la primera narración– y otra diciendo lo que la primera estaba diciendo, es decir, si en una lectura escuchaba «Porque no tomé siesta alguna...», en otra escuchaba · Andrea · «Escuchaba (el narrador ignorado refiriéndose a mí) «Porque no tomé siesta alguna...»...», y terminé escuchando una carga insoportable de relatos que decían lo mismo, o lo que había escuchado, o que narraban que yo · Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio · había escuchado que yo había escuchado lo que había hecho, y semejantes. · Habré de explicar porqué tal situación era menos llevadera que la anterior: si algo hice, lo escuchaba en palabras mientras realizaba más cosas. Luego, cuando la narración alcanzó el punto en que hubo comenzado la, digamos, lectura de ella misma, se juntaban dos especies de lecturas: una diciendo todo desde el principio –como parte de la primera narración– y otra diciendo lo que la primera estaba diciendo, es decir, si en una lectura escuchaba «Porque no tomé siesta alguna...», en otra escuchaba «Escuchaba (el narrador ignorado refiriéndose a mí) «Porque no tomé siesta alguna...»...», y terminé escuchando una carga insoportable de relatos que decían lo mismo, o lo que había escuchado, o que narraban que yo había escuchado que yo había escuchado lo que había hecho, y semejantes. · Pensé, en casa nuevamente, que retirando la memoria electrónica de los oídos postizos podría suspender los sonidos en mis oídos verdaderos. Canciones que si bien no eran agobiantes, tampoco eran útiles mientras en realidad sólo anhelaba un poco de silencio. Intenté lo dicho, y no ocurrió nada como yo esperaba: la música seguía conmigo. Regresé la memoria al sitio original y después de cepillar mis dientes, tras haber tomado la cena, me dispuse a escribir algún poema, como que tengo arraigada esa costumbre semejante a los niños que leen un cuento antes de dormir. · Sentía que, de alguna forma, la “infinitud” de las canciones sin interrupción era tan grande como la de todos los números naturales; aparte, la “infinitud” de las narraciones, una encima de la otra y así sucesivamente, era tan grande como la de todos los números reales. · Luego, cuando la narración alcanzó el punto en que hubo comenzado la, digamos, lectura de ella misma, se juntaban dos 110

especies de lecturas · Al primer día, sólo escuchaba una voz (que no era la mía); al segundo día, dos voces; al cuarto día, tres voces; y exponencialmente en el tiempo las voces fueron acumulándose, · Ocasionalmente llegué a pensar en el suicidio · hasta que logré distinguir veintiocho voces simultáneas, y decidí platicar todo lo ocurrido con Paulina. · ...luego uno vuelve a recordar lo que distintas voces dicen, lo que mis oídos de verdad se empeñan en conservar. Por ejemplo, que Fernanda no es nada y, sin embargo, significa “algo”, y que ella no sabe que alguna vez, por esa (maldita) única vez en que el suicidio fue contemplado, todo se ha ido al traste y lo recuerdo cada día de mi vida, como a Gabriel García Márquez tras haber terminado de leer «Cien años de soledad» a las dos de la mañana (no madrugada aún) del diecisiete de diciembre de dos mil once, habiendo comenzado la lectura el ¿ocho de diciembre?, un día posterior a haber terminado de leer · Andrea · «El amor en los tiempos del cólera», tras una enorme pausa que etc. · Nos vimos en la cafetería donde a través de los jueves nos habíamos buscado, y no pude soportar el llanto una vez sintiendo las manos de sus dedos (así se sienten las cosas con este tipo de sordera) tan cerca y tan lejos de las manos de mis palmas. Pedimos nuestras bebidas, pero cada quien la propia, ella un café así, y yo un café asado que terminó siendo un espresso. Había olvidado lo que era sentir, medir con la vida. · Todos vamos a morir, y allá terminarán todas nuestras cotizaciones y estimaciones. El valor de la plata radica en que es un metal duradero, fiel metáfora del «sudor de la frente». La Poesía es invaluable, porque es trascendental. El dinero es quizá como la vida: vale aquello que deseamos que valga. · Cuando mis soyozos se desprendieron descarnadamente, cuando no pude evitar decirle «¡Estoy loco!», cuando no pude cesar de perder el control, ella acarició mi espalda, me abrazó, y me prometió toda la ayuda que necesitara. Una esperanza yacía en mí, creyendo que sólo un poco de afecto rompería con el encantamiento de las interminables voces, no obstante, sólo me distrajo, sin terminar con la sordera que apenas permitía traslucir las voces amadas, las que sonaban de verdad. Por la noche vislumbré la solución a mis problemas: inicialmente, con la resignación de quedar sordo por el resto de mi vida. Luego, decidí vivir lo que deseaba escuchar en los interminables relatos que iban teselándose uno con otro, luego empalmándose uno tras otro, hasta terminar de vez en vez con mi cordura. Entonces comencé la redacción irrefrenable de los poemas que habrían de acompañarme para siempre, quizá incluso después de la muerte (¿qué es la muerte?, ¿quién dice?) · Recordé que los ciegos de Saramago no podían dormir por el mar de leche que veían tanto de día como de noche, y reflexioné sobre el insomnio que sufría: estaba casi seguro de que no podía conciliar el sueño no tanto por el ruido, como cuando algún vecino se encuentra de fiesta a altas horas de la obscuridad, sino por no haber concebido la rima. · Comencé a amar a Paulina, a adorarla, quizá aún escuchando que los interminables narradores (que eran el mismo simultáneamente) preguntaban «Is this love what I'm feeling?», · Ocasionalmente llegué a pensar en 111

el suicidio · no obstante creyendo que podría vivir con ella quizá todas las vidas pasadas y futuras, semejantes en cantidad al número de colecciones hechas a partir de la colección de todos los números reales. · Habré de explicar porqué tal situación era menos llevadera que la anterior: si algo hice, lo escuchaba en palabras mientras realizaba más cosas. Luego, cuando la narración alcanzó el punto en que hubo comenzado la, digamos, lectura de ella misma, se juntaban dos especies de lecturas: una diciendo todo desde el principio –como parte de la primera narración– y otra diciendo lo que la primera estaba diciendo, es decir, si en una lectura escuchaba «Porque no tomé siesta alguna...», en otra escuchaba «Escuchaba (el narrador ignorado refiriéndose a mí) «Porque no tomé siesta alguna...»...», y terminé escuchando una carga insoportable de relatos que decían lo mismo, o lo que había escuchado, o que narraban que yo había escuchado que yo había escuchado lo que había hecho, y semejantes. · Cuál fue mi sorpresa, que al despertar en la última de las mañanas (madrugadas) siguientes me percaté de haber estado soñando lo que hasta ahora he vuelto a vivir, y que después de esta frase volveré a creer que había soñado.

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UNA ONZA DE LIBERTAD «¿Amarme? ¿Quién creyera? Habla con la misma voz que nada dice si eres una música que calma. Yo oigo, ignoro, estoy feliz.» Tu voz habla amorosa. F. Pessoa

Pensé en dejar de pensar en Fernanda. Como de la nada terminó la despedida, al final nos abrazamos, antes dio ella unos pasos hacia atrás, yo también hacia atrás, y comenzamos a despedirnos, «¡Nos vemos!» Reí. Sabía qué estaban pensando, qué pensaban los demás, que los demás no sabían que yo sabía lo que ellos pensaban, y comencé a adivinar lo que todos pensaban simultáneamente. Parecía, antes del acto de adivinación que habría de realizar, que nadie sabía nada. Todos lo sabían todo. Terminé por deducir que ella se desquitó, quizá, porque la otra ella requería venganza, entonces los había ayudado a lo que yo sabía que posiblemente los demás sabían que ocurría, pero que nadie se atrevería a decir. Siendo como soy, ni siquiera yo intentaría debelar todo lo que sabía acerca de ellos. –Son cosas personales –él dijo entre escalofríos cuando no la vimos. Y confirmé lo que ya sabía, que Fernanda lo sabía desde el comienzo. Pensé que la onza libertad se encontraba en trescientos pesos antes de decirle a Fernanda que era como la plata. –Fernanda, eres como la plata –dije. Como de la nada terminó el saludo, al final nos abrazamos, antes dio ella unos pasos hacia atrás, yo también hacia atrás, y comenzamos a saludarnos, «¡Hola!» Todos vamos a morir, y allá terminarán todas nuestras cotizaciones y estimaciones. El valor de la plata radica en que es un metal duradero, fiel metáfora del «sudor de la frente». La Poesía es invaluable, porque es trascendental. El dinero es quizá como la vida: vale aquello que deseamos que valga. 14 de Diciembre de 2014 [Para toda la obra]

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ADMIRABLE Decidí llamarlo así para evitar sentirme cohibido: –Don Ordinario, ¿cómo consiguió ser un hombre tan exitoso, que hoy es considerado una de las personalidades más influyentes, de los más poderosos? –Todo ha sido a base de esfuerzo. He luchado para levantar la empresa familiar, desarrollando e innovando nuestros productos. El ser constante y permanecer en el mercado ha sido un objetivo clave para el éxito. –En esta época de crisis, ¿qué recomienda Don Ordinario para hacer frente a las vicisitudes? –Trabajar. Aprendí de mis padres y he aprendido de la vida que el trabajo es la única forma para salir de la adversidad, porque las dificultades serán, más que retos a vencer, oportunidades por aprovechar. –¿Cómo se describiría Don Ordinario? ¿Quizá como un ejemplo para las generaciones futuras? ¿Qué podría recomendarles a los jóvenes de hoy? –Que estudien y lleven a cabo todos sus sueños. Nada es imposible, como ya he dicho, con esfuerzo y dedicación. –¿Qué espera Don Ordinario en el futuro? –Están en puerta muchos proyectos, algunos a punto de salir al mercado y otros que siguen un curso propio. En la vida de un hombre el futuro debe pensarse a conciencia; innovar y crear el mundo, y no al contrario. Don Ordinario hizo un gesto y un ademán con la mano derecha: ¿es suficiente? –Agradezco mucho el breve tiempo que Don Ordinario nos ha concedido, y ha de saber que sus consejos serán útiles para los jóvenes que buscan emprender sus sueños. –No hay nada que agradecer. Pensé en Don Ordinario, tan exitoso, y en aquella entrevista. Sentí que había cambiado mi vida, tensado alguna fibra en mi interior, un hombre que recibe solo a pocas personas y que dedicó unos instantes a responder mis preguntas. Creí que era yo alguien importante. A todos les presumí la entrevista, porque estaba orondo de haber conocido a alguien como Don Ordinario, tan único. Y así, Don Porqué leyó la entrevista: –Conozco la historia de aquel hombre, que compró una de esas cosas hoy tan ordinarias, en su momento extraordinarias, tuvo la brillante idea de venderlas en masa, convenció a algunos de lo importante de su producto, que se popularizó con el don de las cosas que adquieren fama con inexplicable rapidez, tanto que las ventas superaron las expectativas incluso de él mismo, un millonario inesperado. –¿Y qué piensa de mi entrevista? –Leo que faltaron algunas preguntas, aunque realmente todas las que podrían ser de mi interés fueron contestadas por él hace muchos años en sus primeras entrevistas. –¿Qué tipo de preguntas? –Otras que él no hubiera contestado antes.

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No he logrado encontrar las preguntas faltantes. También supongo que Don Porqué, fracasado, tiene envidia de Don Ordinario, tan exitoso. De cualquier forma, nadie podrá quitarme haber conocido a ese hombre tan admirable. 11 de Abril de 2015

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POEMAS

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IMAGEN Me doy porque no me doy, pues no doy al que no ves, ni éste en esto o al revés, porque adentro solo soy. Digo entonces que si soy vas e intuyes lo que crees, luego entonces no me lees cuando en tanto lo que doy no radica en lo que soy mas en ello que entrevés tarde acaso que después ya no sigo donde estoy, ni persigo a lo que doy viendo así que ya lo di, mientras tanto solo fui lo ignorado cuando voy paso a paso en lo que soy, fiel imagen en que ves al revés que solo crees yo me doy cuando me doy. Del 24 al 25 de Junio de 2015

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QUERERTE Tengo que escogerte para cogerte y aparte contemplarte al desnudarte, pues pretendo tocarte si al gozarte consigo que te vengas al correrte. De tanto me imagino al recorrerte y asimismo al besarte y masticarte, que si puedo chuparte, darte y darte, siguiese con las ganas de morderte, con ganas de tenerte, y más mamarte, buscando tus gemidos, y al perderte yacer en el frotismo de tu parte, juzgando que no puedo contenerte si ya no sé con qué he de masturbarte; si ya no sé si está de más quererte. Del 3 al 11 de julio de 2015 de las ¿08.40? a las 22.24

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FIDUCIARIO «El oro es dinero, todo lo demás es crédito» John Pierpont Morgan ¿De quién es el deseo de pagar lo que debe? ¿Quién da la garantía de que el pago es en breve? No concibo trofeo la divisa en lo leve, ni en papel la valía ni la nube que bebe la cifra en que yo veo que el banquero se atreve a decir con porfía que es dinero que mueve. Sigue así el devaneo al comprar tanta deuda sin hacerte respaldo de un valor que no prueba: Ni tanta nada creo ni soy quien se confía de que el pago sea en breve, con cierta garantía. 4 de Agosto de 2015 De las ¿14.00? a las 18.04

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FE Nos dieron a creer con fe ciega los milagros de dioses ignotos, los hitos de un hombre legendario, y el don del dinero fiduciario. Por la especulación se impusieron los doctores teólogos y santos, los testigos de ánimo ficticio, y el mágico mundo crediticio. Nos venden aquello que persisten del génesis bueno con su diablo, de la cruel y fugaz resurrección; de que es el oro sólo tradición. No obstante, también está el que piensa que al paso firme en tanta realidad se aviva idealismo verdadero, fantástica apuesta que prefiero, no aquesta del ángel sustituto ni aquella de dios tan reemplazable, menos deuda impresa en las divisas: no aspiro a ser alguien defraudable. Del 4 al 6 de Agosto de 2015 De las ¿20.00? a las 00.26

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RECONCILIACIÓN Por mí no será olvido lo que sé de quien eres, ni tampoco motivo de perpetua impugnación; lleve acaso conocerte a brindarme precaución tal que atento intuya la intención que mintieres. Tenga en mí la ventaja, la que ignoro que quieres; yo doy todo de todo con audaz resignación, muy valiente si encuentro el ser cobarde mi ambición, distinguiendo el engaño entre aquello que prefieres. Conozco siendo víctima el error en tu ocasión, bastantes circunstancias que indignas impusieres, luego aparto las ansias de un futuro latente, porque solo en el presente distingo la pasión de que en cierta forma siempre o nunca me sirvieres: no pretendo haya forma con la cual me lamente. 7 de Agosto de 2015 De las ¿01.00? a las 20.22

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DANZA Y BAJEZA Busco, quiero, el reflejo eterno: voces de una llama en tu piel cálida, vista y tacto en tus senos con firmeza, miel. Dulce y enervante crisálida, que luces distante. Y este infierno grotesco en la saciedad escuálida procede más y más de la tibieza, de donde inquieta, mi cara pálida, ya ensaya su rubor frente a tu cuello, ya anhela succionarte con potencia la carne que se impone con fiereza. De repente, pienso dejarte un sello, marca de macho que denota urgencia, rígida en su forma: danza y bajeza. De 17 al 18 de Agosto de 2015, de las ¿16.20? a las 00.53

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ORGULLO Que suela dar solución no viendo lo complejo tampoco significa no frunza el entrecejo sin sufrir en la ambición de aquello que entretejo pensando que replica la imagen de pendejo. Tanto afán de perdición me priva del consejo que adentro solo aplica vergüenza a mi reflejo, y evitando contrición del toque tan perplejo de aquel que testifica mi torpe andar, no dejo de intentar la evolución voraz frente al espejo buscando lo que implica no hacerse al disparejo. Del 20 al 21 de agosto de 2015 De las ¿22.10? a las 00.26

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INCONSCIENTE Agua en polvo, la nube que en el aire flotando va y persigue un destino sin afán reflejando todo el dar que detuve, la intención, anhelando del poder con que atino la intuición alejando lo que a tono contuve de una vida, rimando, de este ser que adivino todo está imaginando, suponiendo a que tuve divertido, mamando, parte aparte al vecino, de costumbre, jugando, lo que sube y que sube consiguiendo, bajando, la neblina hasta un pino, polvo en agua volando. 8 de Septiembre de 2015 De las ¿19.40? a las 23.53

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QUERIENDO SIN QUERER Quisiera querer querer, viviendo la simpleza, las ordinarias cosas sin muestra de torpeza, de mi forma en el querer, temiendo en la nobleza de imágenes hermosas el sólo hallar tristeza, porque viva sin querer, queriendo en mi rareza la falsa unión de prosas que abundan con firmeza lo que sea querer querer, doblando en la crudeza de las mañanas rosas donde al pecar vileza dispusiese del querer la presencia en la bajeza pensando en tan grandiosas misiones con rudeza. 26 de Septiembre de 2015 10.13

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VIAJERA Que a la muerte viajera le pidiera favores esta alma pasajera: corregirse en errores que en clase cometiera recordando colores de una frase cualquiera traducida en horrores que declinar quisiera como aquella en labores venciendo lisonjera los mayores amores. Y a la muerte viajera dijera «no demores, pues si alemán supiera te dignase mil flores.» Pero no es compañera la que siembre temores, para aquél que la viera de palabras menores. 25 de Octubre de 2015 14.40

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