Claudia Hernández: Escritura y precariedad

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Descripción

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Claudia Hernández: Escritura y precariedad* Ignacio Sarmiento Tulane University

La guerra civil salvadoreña (1980-1992) debe ser entendida como una catástrofe. Catástrofe no exclusivamente en su sentido tradicional y coloquial, sino más bien, desde su potencial teórico como concepto. Un buen punto de inicio sería quizás su propia etimología. La palabra catástrofe viene del griego katastrophe, y en su sentido original implica "poner patas para arriba", "dar vuelta". En el siglo XVI, y en el marco de la producción dramática, esta palabra adquirió la connotación de "una inversión con respecto a lo esperado". En otras palabras, en su sentido original, la idea de catástrofe hace alusión a un fracaso en las expectativas. A un desenlace que jamás fue o pudo ser anticipado. Sin embargo, podemos ir un poco más allá y pensar este concepto desde su visión más actual. Si bien el concepto de catástrofe ha tenido a monopolizarse dentro del plano de los desastres naturales, lo cierto es que en las últimas décadas ha sido un concepto que ha cobrado una relativa fuerza en el marco de la reflexión con respecto a la violencia y genocidios que han tenido lugar tanto en América Latina como en el resto del mundo a partir del siglo XX. La catástrofe, en la crítica más reciente, ha pasado a considerarse como catástrofe por el sentido. Como la destrucción absoluta de la posibilidad de encontrar una respuesta aceptable a la pregunta "¿por qué todo esto?". En el marco de la reflexión crítica, donde la literatura juega sin duda un rol central, esta crisis en el sentido ha traído consigo una interrogación mucho más compleja. Ha significado un cuestionamiento radical y profundo sobre la lengua como capacidad de comunicación y de transmisión, y a su vez, como herramienta y camino revolucionario. Este punto ha sido tratado en los últimos años extensamente, entre otros, por Sergio Villalobos-Ruminot, quien señala: *

Texto leído en LASA 2015. 27-30 de Mayo, San Juan, Puerto Rico.

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Una suerte de desconfianza generalizada en el poder de la lengua para narrar la historia sería el síntoma definitivo de una literatura marcada y orientada por la destrucción generalizada de la imaginación política burguesa y su horizonte republicano. Entre genocidios y globalizaciones, la literatura regional habría quedado imposibilitada de repetir su épica de la redención, cuestión que la llevaría, en un giro que podemos llamar materialista y escéptico, a cuestionar no sólo su pasado militante y radical, sino la misma relación entre el dolor de la historia acontecida y la lengua a disposición para narrarla. (132)

Este sería a mi juicio el problema esencial. El enfrentarnos a una literatura que no sólo adolece de una lengua en la cual confiar como vehículo cognoscitivo y de transmisión efectiva de un mensaje, sino también, una literatura que es consciente de su propia relación precaria con el lenguaje. El responsable de esta crisis de sentido, o catástrofe, en el caso salvadoreño, es sin dudas el conflicto bélico en el que se sumergió el país por casi doce años. La composición catastrófica de la guerra civil salvadoreña viene dada, por un lado, por la falla redentora de su promesa revolucionaria, pero a su vez, como manifestación de la derrota de un proyecto liberador que careció de catalización durante las décadas anteriores. Catástrofe entonces como desenlace trágico de la promesa teleológica de la revolución, pero a su vez, y quizás más importante, catástrofe de sentido, de la lengua y de la condición de posibilidad de justicia. La catástrofe de la que aquí hablo, a su vez, es la ruptura con todo tipo de proyecto nacional o (re)fundacional. Es la posibilidad de pensar, como bien ha señalado Gareth Williams, a través del agotamiento de las luchas hegemónicas y contra hegemónicas que han surgido en torno al Estado (15).

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Dentro del marco salvadoreño, y si se quiere centroamericano, la autora que ha logrado llevar más lejos la reflexión y problematización de la sociedad post-catastrófica ha sido sin duda Claudia Hernández. Lo que exploraré en los próximos minutos, será precisamente la evaluación de las posibilidades de reflexión y pensamiento que nos abre la obra de Claudia Hernández en un momento marcado por el carácter espectral de la guerra y por las profundas transformaciones políticas, sociales, culturales y económicas que comenzaron a tener lugar con posterioridad a la firma de los acuerdos de paz. Mi hipótesis de trabajo es a la vez sencilla, pero de límites poco precisos. Lo que aquí propongo es que lo que encontramos en la producción de Claudia Hernández es una escritura orientada hacia la precariedad. La noción de precariedad, en el marco de su producción literaria, se posicionaría como un concepto medular a la hora de pensar el escenario postcatastrófico. La precariedad sería otra forma de entender las ruinas de la catástrofe, ruinas que ya no son vistas como meros espectáculos contemplativos, sino más bien, es una noción que nos hace reflexionar críticamente en torno al impacto global de la catástrofe. En términos más específicos, debe entenderse esta noción de precariedad en un sentido doble. Por un lado, como una escritura en la cual el lenguaje como tal ha sido privado de su potencial redentor y revolucionario en su sentido moderno y tradicional, y en el cual, a su vez, el estatuto cognoscitivo del lenguaje ha caído en un total descrédito. Este carácter afásico de la lengua en la obra de Hernández es, quizás, su elemento más importante. Al mismo tiempo, debemos concebir esta precariedad como una reflexión sobre la precarización de la vida de los sujetos en un marco neoliberal de postguerra, sensación y percepción que resulta transversal en la obra de la autora. En el caso de la escritura de Hernández, podemos encontrar fácilmente una relación inestable en el marco de lo que comúnmente denominamos como referencialidad. Debido a lo anterior, es frecuente que las primeras aproximaciones a la autora generen una sensación de extrañeza, de no ser capaces de identificar claramente lo que tenemos al frente. Si una primera

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lectura nos hace pensar que estamos ante un relato fantástico, una relectura nos hace pensar que es una parodia, o una crítica, o una caricaturización, en incluso, como ha propuesto no sin cierta razón Helena Ramos -pese a que rescate un dudoso binarismo- un cruce confuso y ambiguo entre los "real" y lo "ficcional" ("Claudia dice")1. No obstante lo anterior, creo que existe en la escritura de Hernández una total falta de aspiración mimética (algo que fue sin duda uno de los principales motores de la literatura producida antes y durante el conflicto armado) y de representación mágica. Su obra y su escritura nos arrojan a un espacio donde la representación se presenta como una imposibilidad, y donde lo único que nos queda es precariedad. Vidas precarias narradas en un lenguaje precario que nos impulsa a pensar las posibilidades de esta literatura desde una nueva perspectiva política. La precariedad nos conduce ineludiblemente hacia un camino de destrucción. De desconfianza absoluta en las formas tradicionales de desenvolver todo tipo de proyecto político. La escritura de Hernández nos lleva a un terreno de desolación y desamparo por parte de la lengua. Nos enfrenta a un agotamiento de la posibilidad del lenguaje para representar una realidad dada sobre la cual debamos actuar. En este sentido, la escritura de Hernández representa el golpe definitivo a la aspiración testimonial que posicionó a Centroamérica en el escenario académico, principalmente norteamericano, en las décadas de los ochenta2. No hay un llamado revolucionario sencillamente porque no ya no se confía en la revolución como posibilidad. Es una escritura consciente del proyecto modernizador que ha terminado por desencadenar la catástrofe. 1

El principal punto al que se refiere Ramos es a la brutal semejanza entre el cuento "Manual del hijo muerto" y una

entrevista hecha por la propia Ramos a Aurora Argüello, quien, habría recompuesto el cuerpo despedazado de su hijo guerrillero. 2

En un ya clásico libro de Zimmerman y Beverly, los autores señalaron a principios de los años noventa que el

testimonio representaba "the dominant contemporary form of narrative in Central America" (172).

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Siguiendo lo anterior, es importante distinguir esta propuesta de la escritura de la precariedad, junto con sus implicancias políticas, de lo que se llamó durante muchos años como "literatura del desencanto". Esta idea comenzó a circular a los pocos años de firmados los acuerdos de paz de la mano de figuras como Miguel Huezo (La casa en llamas), y si bien en un primer momento pudo explicar ciertos elementos que tuvieron lugar en las primeras obras de la llamada "postguerra", lo cierto es que es una idea que nos resulta insuficiente para pensar la producción más reciente. Principalmente porque lo que caracteriza a la literatura de los últimos años no es su sentido de "desencanto" con respecto al proyecto político revolucionario del FMLN, sino más bien, la percepción del agotamiento total de la política tradicional y del proyecto modernizador. No hay desencanto, ni mucho menos nostalgia, en su sentido tradicional, por un pasado o un proyecto anterior. Esto sin duda trae consecuencias más amplias, puesto que, como la misma Hernández nos evidencia a través de su obra, la precarización se orienta hacia un desmantelamiento de los proyectos nacionales y comunitarios, fundacionales y refundacionales, que se vieron en pugna durante los últimos siglos, y que hoy buscan las formas de rearticularse para mantener las formas tradicionales de dominación. La precariedad en la escritura de Hernández nos recuerda constantemente la catástrofe y hace que esta no se difumine en el tiempo ni en los discursos de la esfera pública. La catástrofe salvadoreña, es necesario decirlo, ha sido una catástrofe que ha intentado ocultarse y hacerse desaparecer silenciosamente dentro de la esfera discursiva general. La firma de los acuerdos de paz en 1992 prometía ser un instante de refundación nacional. Era, como lo dejaron muy en claro tanto el presidente Alfredo Cristiani como el líder del FMLN Shafik Handal, el momento de crear un nuevo consenso nacional. La aceptación definitiva de un nuevo pacto social. De este modo, los otrora líderes del conflicto armado comenzaron la construcción discursiva del cenotafio de la catástrofe. Cenotafio en tanto tumba sin cuerpo. Sin los cuerpos materiales de decenas de miles de

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asesinados, y sin la presencia espectral de la catástrofe que continúa acechando a El Salvador por más que se le intente ocultar. La obra de Hernández trae consigo, como me imagino se anticipa, la resistencia de este nuevo consenso por medio de una escritura orientada hacia el disenso o desacuerdo, entendio en la clave de Rancière. A su vez, la catástrofe que se inicia, simbólicamente, en 1980, parece no terminar de acontecer. Se perpetúa por medio de la repetición constante de la aceptación de las directrices de la pseudo-tecnocracia neoliberal que ha prometido, fallidamente -no podía ser de otra forma- la reunificación nacional por medio del mercado. La instauración de las políticas neoliberales a partir de la segunda mitad de los años noventa, y que alcanzó indudablemente su punto más alto en la dolarización de la economía el 1 de enero del año 2001, ha sido probablemente el último, y quizás más potente, esfuerzo por reinstalar el sentido dentro de la comunidad social y política tradicional. Lo anterior ocurre principalmente porque la instauración de estas políticas surgen como un proyecto político unificado entre la derecha y el FMLN. Es por esto que Ricardo Roque acierta completamente al señalar que el verdadero ganador de la guerra, que dentro del discurso tradicional terminó "sin vencedores ni vencidos", no fue otro que el capital (172). Es en este contexto donde resulta esencial una escritura como la de Hernández, puesto que nos recuerda la presencia espectral y latente de la catástrofe como acontecimiento. De la crisis de sentido instaurada por la violencia radical contra la propia comunidad en nombre de sí misma, y por supuesto, reinstala la necesidad de rechazar el nuevo consenso refundacional en el que se cimentó la firma de los acuerdos de paz. E, igualmente importante, nos recuerda la imposibilidad del duelo en un escenario en el cual los propios líderes del proyecto revolucionario han sido los principales artífices de construir cenotafios anónimos a modo de homenaje. Por otro lado, el problema de la precariedad en Hernández nos hace ineludiblemente preguntarnos por el trabajo del duelo en el marco de la postguerra. Precariedad y duelo son

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conceptos que se entrelazan fácilmente, y es quizás Judith Butler quien mejor ha explorado esta relación en los últimos años. En un libro del 2004, titulado precisamente Vidas precarias, la autora, siguiendo a Levinas, se aproxima a lo que ella denomina como "vidas precarias". Esta precariedad de la vida viene dada precisamente por la capacidad de ponerle fin a estas en la más absoluta impunidad. Una vida precaria, en otros términos, es aquella que puede ser arrebatada por un otro sin temor a algún tipo de represalia o respuesta. Al enfrentar esta situación, señala Levinas citado por Butler, el sujeto enfrenta una decisión ética en la cual debe decidir si aprovecha la oportunidad del asesinato impune, o bien, respeta la vida de la persona que tiene al frente. Tomándose de este punto inicial, Butler lleva la reflexión al terreno en el cual un determinado sujeto es privado de toda humanidad (que en el sentido más amplio expuesto por Levinas implicaría la ausencia de un rostro), y por ende, se convierte en una vida precaria no por la posibilidad de ser asesinado, sino más bien, por la imposibilidad, o mejor dicho la no-necesidad, de llevar a cabo un trabajo de duelo ante la muerte de aquel individuo. Los muertos sin rostro (en un sentido ético levinasiano), como los que nos presenta largamente Hernández en su obra, son aquellos sujetos sobre los cuales el duelo como imposibilidad opera reiterada y constantemente. Una vida precaria es aquella que es tomada sin arrepentimiento ni culpa, es una vida que no vale nada, sobre la que no existe sentido alguno. Precisamente debido a esto, se convierten en vidas que, al desaparecer, parecieran perder incluso la posibilidad de ser dolidas. Una vida precaria es privada de toda noción de humanidad. Es expulsada de la comunidad de los vivos rompiendo toda conexión anterior con ella, y por ende, se transforma solamente en un cadáver anónimo que deambula por el mundo, de forma presencial o espectral, sometido a las inclemencias de los vivos que le niegan su descanso eterno. Quizás uno de los mejores ejemplos de lo anterior lo encontramos en el conocido cuento "Hechos de un buen ciudadano" (partes I y II), publicado dentro del volumen Medio día de fronteras

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(2002) y luego reeditado en el 2006 como De fronteras. En este relato, un personaje anónimo se encuentra un cadáver al interior de su cocina y comienza una búsqueda desesperadas para intentar dar con el paradero de los familiares para que el cuerpo pueda ser sepultado. Lo que me interesa profundizar en este cuento es en lo nos dice con respecto a las vidas precarias de las que hablaba hace un momento. En primer lugar, resulta a todas luces evidente de que estamos ante un cadáver de una mujer que ha sido asesinada. Este cuerpo, que yace torturado y desangrado en el piso de una cocina de un hombre común y corriente, se constituirá en el símbolo de la precariedad de la vida en el interior de este relato. Si volvemos a la decisión ética de Levinas traída a colación por Butler, veremos que lo que nos presenta el texto de Hernández es precisamente la decisión no-ética del asesinato impune. Si hay una sensación que el texto nos transmite de forma muy efectiva es la absoluta falta de posibilidad de justicia ante el asesinato. El homicidio es cometido por alguien que sabe que puede hacerlo en la más absoluta impunidad y sin temor alguno a represalias de ningún tipo. Todos los personajes parecen ser conscientes de esto, y precisamente por esto es que ninguno de ellos intenta llevar a cabo ningún tipo de indagatoria con respecto al asesinato en sí. De este modo, el intento desesperado del protagonista por encontrar a los familiares de la mujer asesinada radica precisamente en su responsabilidad ética de reconocer la precariedad de la vida que ha sido arrebatada. Tanto el narrador como el resto de los protagonistas del cuento son plenamente conscientes de la precariedad de la vida de todos ellos. Cualquiera puede ser asesinado sin ningún peligro para los verdugos. La precarización de los sujetos y sus vidas es algo que se presenta en el cuento como una suerte de telón de fondo que se encuentra por sobre todos los individuos y por sobre el propio Estado. Esto se evidencia muy bien en el momento en que el narrador recibe un llamado de la oficina de salubridad donde le indican los correctos procedimientos que debe seguir para la conservación del cuerpo y lo advierten de que él será responsable en caso de que se desate una

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epidemia de cadáveres. Así, vemos que la responsabilidad sobre las muertes de las personas queda diluida en una nebulosa en la cual aquel que encuentra un cadáver adquiere la responsabilidad sobre éste, dejando completamente libre de todo cuestionamiento al autor del crimen. En la segunda parte del cuento, una multitud de cadáveres entran en escena, y aparecen en diversas casas del vecindario. Una vez más, no hay preguntas ni cuestionamientos con respecto a las causas de muerte. Todos aquellos que han encontrado un cadáver en su casa se han unido para intentar informar a los familiares, sin que exista en ningún momento la posibilidad de una investigación que intente esclarecer los asesinatos. La multiplicación de los cadáveres en la segunda parte del cuento viene a ser la confirmación definitiva de la precariedad de los sujetos en la narrativa de Hernández. En contraste con lo que pudo haber sido una excepción, la segunda parte nos marca una tendencia, un hábito, la repetición de un acontecimiento que amenaza con perder su importancia singular dentro de su iterabilidad permanente. La forma en cómo termina la segunda parte del cuento es algo que también reafirma lo anteriormente señalado. Recordémoslo brevemente: una vez que una parte importante de las personas que han encontrado cadáveres en sus casas logran finalmente hallar a los dueños, el narrador-protagonista se ofrece a cuidar los cadáveres en su casa y las personas restantes se retiran. Posteriormente, procede a trozar y cocinar los cuerpos, y los reparte como alimento entre los mendigos y vagabundos de la ciudad sin revelar jamás el origen de la comida. Por esta acción, es reconocido y felicitado públicamente tanto por la autoridad como por el resto de su comunidad. La operación que realiza Hernández para cerrar este relato es sin duda muy atractiva. En primer lugar, el protagonista desiste de todo intento de encontrar a los familiares de las víctimas, y procede a deshumanizarlas por segunda vez. Al despojarlos de su rostro, para utilizar la metáfora levinasiana, el narrador los reduce a su condición de precariedad absoluta, los convierte en puro cuerpo. Al cocinarlos, el protagonista decide que aquellas son vidas que no valen la pena lo

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suficiente para continuar con los esfuerzos. Asume la absoluta precariedad de aquellos sujetos, y decide él también privarlos de su condición humana, y de paso, impide para siempre cualquier tipo de trabajo del duelo. Sin embargo, mediante este segundo acto de deshumanización, y por lo tanto de precarización, el narrador acude en auxilio de otras vidas precarias. Esta vez, no estamos sólo ante individuos cuya vida esté marcada por su precariedad en términos de posibilidad de muerte impune, sino a su vez, cuyas condiciones materiales de vida son también precarias. La inclusión de estos sujetos marginales en el cuento es de gran utilidad dentro de la consolidación de una atmósfera de precariedad que resulta, a mi juicio, transversal en la obra de Hernández. Lo que esta relación entre los sujetos que reciben la comida, el narrador, y los cadáveres anónimos marca, es la retroalimentación constante entre las diversas condiciones de precariedad que inunda la vida de estos sujetos. La única posibilidad de sobrevivencia de los mendigos del cuento radica en la condición precaria de la vida de otros sujetos, y a su vez, la consciencia de la precariedad de todos los personajes que posee el narrador de la historia. Así, pareciera no existir un afuera de la precariedad al interior de este relato. Todos los personajes están insertos dentro de ella y es precisamente desde allí donde está obligados a circular y desenvolverse, intentando mantener su condición de humanidad en un espacio en el cual la negación de esta se constituye en un todo que inunda todos los aspectos del relato. Para comenzar a cerrar, quisiera volver sobre los puntos centrales de esta presentación. En primer lugar, es importante dejar en claro la condición de precariedad que la literatura de Hernández, junto a la de muchos otros autores, marca entre lenguaje y referencialidad. Esta desconfianza en la posibilidad de testimoniar una realidad determinada, que por muchas décadas marcó el horizonte productivo en Centroamérica, ha sido completamente abandonada para posicionarse en un umbral de desconfianza no sólo de la lengua, sino también, de todo un proyecto nacional y modernizador. Todo esto, no viene a ser otra cosa que una consecuencia de lo que aquí hemos denominado como

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el estatuto catastrófico de la guerra civil. La literatura de Hernández no se hace parte de un determinado proyecto político. No confía en el rol tradicional de la literatura como un elemento fundamental en los procesos de construcción nacional. Muy por el contrario, la escritura de la autora salvadoreña nos posiciona dentro de una perspectiva crítica en la cual se busca desarticular aquellos intentos de refundación social y comunitaria que trajo consigo la guerra civil, y con mayor fuerza, la postguerra. La producción literaria de Hernández, a su vez, nos pone sobre la mesa de forma ineludible la problemática del trabajo del duelo en su sentido más amplio. Duelo por el sentido de la literatura, duelo por la promesa de redención, duelo por la posibilidad de justicia, y por supuesto, duelo por las decenas de miles de víctimas anónimas que espectralmente acechan su producción literaria. La precariedad, en esta línea, es una invitación a adentrarnos en una reflexión profunda no sólo por el estatuto de la literatura en las primeras décadas del siglo XXI, sino también, como forma de reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la política en un escenario de agotamiento de todo tipo de promesa redentora.

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Obras citadas Beverly, John y Marc Zimmerman. Literature and Politics in the Central American Revolutions.

Texas:

University of Texas Press, 1990. Butler, Judith. Precarious Life. The powers of Mourning and Violence. Londres / Nueva York: Verso, 2004. Hernández, Claudia. "Hechos de un buen ciudadano". De fronteras. Guatemala: Editorial Piedra santa, 2006. pp. 15-20. Huezo, Miguel. La casa en llamas: La cultura salvadoreña a finales del siglo XX. San Salvador. Ediciones Arcoiris, 1996. Ramos, Helena. "Claudia dice que no se olvida de las estrellas". Caratula. Revista Cultural Centroamericana. 17 (2007). Web. Roque, Ricardo. “Duelo y memoria. Sobre la narrativa de posguerra en El Salvador”. Niños de un planeta extraño. El Salvador: Editorial Universidad Don Bosco, 2012. pp. 172-183. Villalobos, Sergio. "Literatura y destrucción: Aproximación a la narrativa centroamericana actual". Revista Iberoamericana LXXIX.242 (2013): 131-148. Williams, Gareth. The Other Side of the Popular: Neoliberalism and Subalternity in Latin America. Durham: Duke University Press, 2002.

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