CIORAN: LA FE EN EL CIANURO

September 16, 2017 | Autor: MonTse Álvarez | Categoría: Filosofia
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Descripción

«NO SE PUEDE DECIR NADA DE NADA». CIORAN: LA FE EN EL CIANURO
Montserrat Álvarez [email protected]

«Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro»
E. M. Cioran

LO PROFUNDO DE LAS SUPERFICIES: EL ESTILO
«¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué
buscamos la expresión y la forma…? ¿No sería más fecundo abandonarnos a
nuestra fluidez interior, sin ningún afán de objetivación…?», se preguntaba
en ese primer libro publicado ahora, en el 2014, hace exactamente ochenta
años, en aquella pública objetivación de su subjetividad titulada En las
cimas de la desesperación (1934), concreción exteriorizada e impresa de su
fluidez interior, libro acerca del suicidio que le ahorró suicidarse y al
cual, pues, sobrevivió si bien ya todos sus libros le sobreviven para
siempre Emil Cioran, ese pensador nacido en un condado transilvano como un
lívido y amargo vampiro de cine B, en la hoy rumana y antes húngara ciudad
de Rasinari, y reintegrado 84 años después a la nada de la que todo procede
y en la que todo se resuelve, a esa Nada que fue quizá lo único en lo que
logró creer (pero creer en la Nada, ¿es creer realmente en algo?).
Savater se sorprendía de que, siendo la única obsesión de Cioran la vanidad
de todo cuanto existe, no se hubiera cansado de escribirla en todas las
formas posibles ni nos hubiera cansado a los demás leerlas; para hacer
esto, decía Savater, «hay que ser un estilista del mayor calibre».
Ciertamente que sí, si entendemos por estilo no solo la capacidad de evitar
aliteraciones y rimas internas, cacofonías y hiatos (aunque también, por
supuesto), sino además un modo peculiar, propio, de darse la verdad en la
palabra. Porque Cioran tiene estilo, uno no hace a un lado sus libros una
vez leídos como si ya hubiera comprendido todo. Uno guarda sus frases, pues
ese darse de la verdad en la palabra es al mismo tiempo siempre un
sustraerse, algo que se muestra y que se hurta, que se obsequia y se
escatima, que se ofrece a la luz de la mirada y se repliega sobre sí en el
silencio y lo obscuro misterio y revelación, pues, de la palabra, dualidad
que recuerda a la de aquel que «sabe demasiado» y por eso mismo no lo dice
todo: la revelación está en lo que la palabra dice, pero lo inagotable es
lo que calla . Cioran aparece en general como un gran inapetente de la
vida, y por eso su discurso es el que está más próximo, en lo que cabe, al
silencio.

VIVIR ES CONTRADECIRSE
Pero, me dirán ustedes, agudísimos lectores, pese a su desdén por la
vanidad del mundo, Cioran escribió. Y no solamente escribió, sino que
encima publicó. Y no solamente no se suicidó nunca, para librarse de una
vez por todas del inconveniente de haber nacido, sino que alcanzó la
provecta edad de 84 inviernos, y, en resumidas cuentas, pues, infectado por
el veneno de la voluntad, cedió impúdicamente a la flagrante tentación de
existir. «No es posible decir nada de nada», afirma uno de sus aforismos;
pues entonces, me dirán ustedes, ¿por qué sencillamente no se quedó
callado? «"La verdad permanece oculta para aquel que está lleno de deseo y
de odio" cita Cioran a Buda, pero completa la frase con su propio y negro
humor: Es decir, para todo ser viviente». Existir, dice Cioran, «sería una
empresa totalmente impracticable si dejáramos de darle importancia a lo que
no la tiene»; y también: «Nadie como yo ha estado tan persuadido de la
futilidad de todo. Nadie tampoco ha tomado tan en serio tal cantidad de
cosas fútiles». Escribir, pensar, publicar, vivir, morir incluso, quizás
enloquecer, incluso amar, son las cosas más fútiles y las más importantes,
y Cioran, que negaba todo con sus pensamientos, lo afirmaba todo con sus
actos, no solo con el acto de escribir, sino con el de seguir hasta el
último suspiro obstinándose en la duración, o sea, con el acto de vivir
(«Lo que aún me apega a las cosas dice un aforismo suyo es una sed
heredada de antepasados que llevaron la curiosidad de existir hasta la
ignominia»); vivir, catástrofe irresistible; irresistible, pues, aunque su
mente la comprendía atroz y errónea, como él mismo dijo, «no hay negador
que no esté sediento de algún catastrófico sí».

EXPIAR LA INCONSCIENCIA
La cualidad magnética de las palabras de Cioran no reside en su capacidad
de revelarnos lo que desconocemos, lo que ignoramos, sino en que nunca nos
dicen más que lo que desde siempre ya sabíamos. Descreer del sentido y de
la relevancia de la vida y aferrarse a ella a pesar de eso es su
contradicción pero es también la nuestra, es la tensa, violenta, insoluble
paradoja que a todos, a fuer de humanos, nos forja y nos constituye. De
sobra sabemos todos que avanzamos sin parar hacia la agonía y la tumba y de
que nada que hagamos nos desviará jamás de esta dirección un ápice.
Intentamos demorarnos en el camino, como el niño que da rodeos antes de
entrar a la aborrecida escuela, y que trata de pensar en otras cosas y
distraerse de la angustia de saber lo que le espera allí adentro; y, como
ese niño, tal vez conseguimos por unos instantes apartar de nuestra mente
el inevitable destino, pero no lo podemos en verdad olvidar jamás del todo
ni dejar, por su causa, de sufrir. Y como ese niño, damos importancia a
cosas fútiles mientras nos dirigimos a la meta, pues, aunque no sufrir nos
sea imposible, podemos al menos engañarnos y creer que no sufrimos. Pero lo
que Cioran nos dice, esa verdad horrible que es la nuestra, la sabíamos ya
aunque vivamos tratando de no saberla: «Mi misión ha escrito él es sufrir
por todos aquellos que sufren sin saberlo. Tengo que pagar por ellos,
expiar su inconsciencia, la suerte de ignorar hasta qué punto son
desgraciados».

Y EXPIAR LA CONSCIENCIA
De ese sufrimiento, que es el peor de todos, el de la lucidez, he pensado
en ocasiones sé que es una idea horrible que, al borrar su mente como si
pasara un trapo por una pizarra, al apagar su inteligencia, la enfermedad
de Alzheimer lo liberó, como si se tratara de broma, a fin de cuentas, de
mal gusto, de una especie de falsa clemencia conveniente y ofensiva o de
una infame redención burlona. «¡Y pensar escribió en aquel primer libro,
publicado, hace ahora, en este 2014, ochenta años que hay gente a la que
la obsesión perversa de la muerte le impide dormir! Y añade esto, antes de
saber que se cumpliría su deseo: ¡Cuánto me gustaría perder toda
conciencia de mí mismo y de este mundo!»
Despojo. Si hasta el pensar era vano, fútil, absurdo, superfluo, también de
esa única riqueza el tiempo lo despojó. Escribió con la misma austeridad,
con la misma opaca sobriedad con las que vivió siempre y que, en nuestro
mundo de exhibición inútil, de insignificancias que proliferan, prestan una
rara, genuina distinción a la escueta figura con la que nos contempla desde
las fotografías que de él han quedado, a su seco y adusto perfil de ave. Él
se despojó de todas las pompas, de todos los engañosos «éxitos» que pudo
haberle ofrecido el destino, y el destino, a su vez, antes de matarlo, por
reciprocidad o por venganza, lo despojó a él, con el lúgubre fantasma del
Alzheimer que devora el entendimiento poco a poco, sin cesar, lo curó o lo
despojó de la insoportable lucidez de la consciencia, que fue quizás su
única vanidad y que ya es su gloria , pero también su incesante, su
solitaria condena.
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