Cinco notas sobre identidad y movilización. Diario Público, 2/4/2014

August 22, 2017 | Autor: Javier Franzé | Categoría: Political Theory, Contemporary History of Spain
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Descripción

Cinco notas sobre identidad y movilización Me ha parecido muy sugerente en el texto la idea de un nuevo “pacto social de participación”. Porque prioriza el cuidado de la legitimidad las fuerzas de izquierda sobre la pura unidad aritmética y electoral de las mismas. También porque apela a la emoción política y a la capacidad de soñar como elementos clave para esa movilización. ¿Cuándo y cómo se deterioró la capacidad movilizadora de la izquierda? Se puede pensar que cuando la socialdemocracia alemana abandonó el marxismo en 1959 — marcando el camino a otros partidos, como hizo el PSOE en 1979— y cuando el eurocomunismo renunció a la revolución en los ’70, no perdieron densidad teórica sino de movilización. Porque, como decía Sorel, el centro vital del marxismo era su capacidad de constituir a los trabajadores como clase al nombrarlos a través del mito de la huelga general, y no su presunta capacidad científica de descubrir que la lucha de clases era el motor de la historia. La izquierda, en esos dos momentos históricos, haciendo una lectura más fina de la situación política, se quedó sin embargo huérfana de mitos movilizadores. Perdió entonces algo clave para la acción política: la capacidad de crear actores. Hoy la socialdemocracia española no se ruboriza al hablar en nombre de la clase… media. El neoconservadurismo, en cambio, tuvo capacidad de crear el mito del mercado, que aglutinó actores tras la promesa del éxito individual. La derecha neofascista hizo lo propio convocando a un retorno al esplendor nacional que vendría de la mano de la recuperación de la Nación para “los nacionales”. A todo esto se le sumó, en España, el triunfo cultural de la Transición, que valiéndose del espectro de la Guerra Civil, identificó democracia con consenso. La izquierda española, habiendo hecho suya la democracia consensual y la aceptación del mercado, no tuvo más promesa que la “modernización” y, en momentos de crisis, “la renovación del liderazgo”. Para salir de esta inercia que conduce al agotamiento, la izquierda debe resignficar la democracia como antagonismo sobre el eje de la igualdad. Apoyándose en el pluralismo, valor compartido con la democracia consensual, debe mostrar que éste vive realmente cuando hay opciones, distintas visiones del mundo y de los problemas sociales. Debe mostrar que el pluralismo no es un paso previo al consenso, sino que es el motor vital de una sociedad democrática avanzada. Y que la frontera que la separa de otras opciones y visiones del mundo es su concepción de la igualdad política, social y económica. Sobre esta base, debe crear actores que luchen por la igualdad, no por la “modernización”. Pero para ello, la izquierda debe repensarse. Debe transformar ciertos rasgos de su identidad histórica: 1. Reemplazo de la política por la moral. Consiste en una visión más bien moral de la política, según la cual la izquierda representa el Bien y por ello finalmente se impondrá. La contracara de esto es detenerse en el juicio negativo de sus adversarios, quedando así reducida a la impotencia política. Si el juicio moral no sirve para pasar a la acción política, con lo que ésta tiene de una lucha que no se resuelve por la superioridad moral de uno, sino por la capacidad de hacer ver a los demás tal como ve uno, no se entra realmente en la arena política.

2. Reducción de la política a razón. La acción humana no se entiende a partir de la dicotomía racional-irracional. Las identidades políticas tampoco. La política es también emoción, imaginación, voluntad, recuerdo y sueños de futuro. Estos rasgos no están peleados con la razón, ni la obstaculizan. Son una argamasa indiscernible de rasgos “racionales” e “irracionales”. No hay identidades políticas más racionales que otras. No hay fines políticos demostrables científicamente: todos son construcciones de la cabeza y del corazón. Sobre todo de este último. 3. Separación de intereses y valores. Los valores no son instrumentos intercambiables para disimular o maquillar unos intereses reales. Esto no significa negar la existencia de intereses. Significa afirmar que los intereses se definen en el marco de unos valores, de una visión del mundo. Comprender esa visión del mundo es clave para disputarla. El mercado no logra hacer verosímiles sus promesas porque la humanidad es codiciosa, como afirman sus defensores, sino porque es capaz de construir sólidos imaginarios sociales en torno a valores como el individualismo, la competencia, el éxito, etc. Disputar los intereses sin disputar los imaginarios que los permiten es perder la lucha política antes de comenzarla. 4. El Poder como engaño. Que haya diferencias de poder no significa que alguien tenga todo el poder y el resto, ninguno. Ni que los desprovistos de poder sean engañados por los poderosos. No existe El Poder que, una vez arrebatado, liberará las potencialidades de esos oprimidos por él. Luchar por el poder es luchar por ganar el imaginario colectivo, no simplemente asaltar el Palacio de Invierno. La lucha por las representaciones comienza por una desidentificación con el relato hegemónico. Ese poder de recibir un “no” por respuesta lo arriesgan los poderosos cada vez que hablan. 5. La clase como único sujeto. La centralidad de la clase obrera en la tradición de la izquierda respondía a una visión economicista de la sociedad y de la historia. La integración de la clase obrera europea al consumo en el pacto keynesiano de la segunda posguerra no significó una traición a su presunta misión histórica. Mostró que las identidades políticas no vienen dadas por la economía, sino que se construyen políticamente. La política, en gran medida, consiste al fin en construir actores que luchen por unos valores.

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