Ciencia literatura y pintura en Ortega y Gasset En torno a la metafora

May 23, 2017 | Autor: R. Gutiérrez Simón | Categoría: Ortega y Gasset, Metaphor, Artes, Metafora, Vanguardia
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CIENCIA, LITERATURA Y PINTURA EN ORTEGA Y GASSET: EN TORNO A LA METÁFORA Rodolfo Gutiérrez Simón Universidad Complutense de Madrid Comunicación presentada en el XVIII Congreso de la Sociedad de Filosofía de Castilla-La Mancha (Facultad de Humanidades de Toledo, UCLM, 24 de febrero de 2017) Es bien conocido que uno de los principales objetivos de la filosofía de Ortega consiste en intentar superar la razón físico-natural que se impuso a lo largo de la modernidad en Europa. El filósofo madrileño era muy consciente de que esta razón físico-natural era la base de una ciencia sumamente efectiva y que prometía aún más avances a corto, medio y largo plazo; sin embargo, seguía dejando de lado las preguntas últimas (o primeras) que los seres humanos nos hacemos. A la luz de esa situación, Ortega se veía en curiosa tesitura: proporcionar un nuevo marco filosófico que, sin caer en el irracionalismo o el escepticismo tuviese en cuenta la vida. De este modo, el raciovitalismo no deja de ser una tendencia capaz de asimilar lo mejor de uno y otro polo, razón (fría, matemática, eficaz) y vida, vertebrándolos y proporcionando un nuevo paradigma que permitiera, permítaseme el juego de palabras, salvar la circunstancia. La propuesta raciovitalista de Ortega arroja, como consecuencia aceptada por él, una visión de la ciencia mucho más amplia que la existente hasta entonces; lo que voy a intentar hacer en estos minutos es mostrar, precisamente, qué significa “visión más amplia” de la ciencia. Para ello, hay destacaré dos características básicas de la visión orteguiana de la ciencia, apoyándome en terminología impropia, pero clara. En primer lugar, la concepción orteguiana de la ciencia tomaría en consideración lo que en un entorno popperiano (en puridad, reichembachiano) se denominaría “contexto de descubrimiento”; en segundo lugar, es una visión de la ciencia que ciertamente se aproxima a la poesía y la literatura, al menos en la medida en que comparten una herramienta común: la metáfora. Dada la temática del Congreso que aquí nos reúne, seré muy rápido al tratar el primer punto y me detendré algo más en el segundo.

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He dicho que Ortega considera parte del ámbito de la ciencia el “contexto de descubrimiento”. Esto es así en un doble sentido. En primer lugar, su propia filosofía –y muy especialmente su expresión más célebre, «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo» (OC I, 757)1- implica una aceptación de lo que Unamuno llamaría “el hombre de carne y hueso”. En este sentido, la ciencia es algo que hacen hombres y mujeres con su cara B allende el laboratorio: seres con pasiones, miedos y, muy especialmente, personas con intereses (que pueden ser, claro está, perfectamente legítimos). En cierta medida, esto sería relativo al científico individual; pero también en el plano colectivo hace su irrupción lo externo al mero contexto de justificación. En esta línea, Ortega hace una distinción muy interesante (y bastante conocida) entre “ideas” y “creencias”, según la cual las ideas las tenemos y en las creencias estamos. Las creencias, que a mi modo de ver guardan una evidente proximidad con los paradigmas de Thomas S. Kuhn2 (si bien los paradigmas kuhnianos están pensados para un ámbito concreto de aplicación: el restringido mundo de la ciencia, incluso de cada campo de cada disciplina; mientras las creencias orteguianas atañen la totalidad de la existencia); las creencias, decía, al igual que los paradigmas, cuentan entre sus características con una que resulta decisiva aquí, a saber: determinan a qué prestamos atención. Si las referimos al ámbito concreto de la ciencia, las creencias fundamentales de distintas épocas serán las que expliquen por qué, ante un mismo fenómeno, caben distintas explicaciones a las que se concede validez. Si nos interesamos por otros ámbitos, ocurrirá exactamente lo mismo: por ejemplo, si tratamos de explicarnos las características y el papel social de la mujer en distintas épocas, partiendo de distintos supuestos para explicar situaciones razonablemente similares, llegaremos a conclusiones claramente diferentes. Creo que con lo dicho tenemos un primer abordaje de la comprensión orteguiana de la ciencia. Sin embargo, es la segunda parte anunciada la que nos ha de interesar hoy, a saber: ¿en qué medida se asemeja la comprensión orteguiana del asunto a la poesía y, dicho de manera más amplia, a la literatura y el arte? Para 1

Cito a Ortega siguiendo la siguiente edición de sus obras: J. Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid: Taurus-Fundación José Ortega y Gasset, 2004-2010, 10 vols. Indico OC seguido del tomo en romanos y de la página en arábigos. 2 He trabajado la relación Ortega-Kuhn en el siguiente lugar: R. Gutiérrez Simón, «Ortega y Kuhn: filosofías paralelas en base a sus fuentes», en THÉMATA. Revista de filosofía, nº 54, julio-diciembre (2016), pp. 53-72.

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comprenderlo, y aunque resulte paradójico, lo primero que hay que hacer es rescatar lo que Ortega considera que es el gran acierto de la razón físicomatemática aplicada a la ciencia. Aquí el filósofo madrileño no es demasiado original: a su modo de ver, es Galileo el que da el salto cualitativo que permite a la ciencia convertirse en lo que hoy entendemos por tal. Así, es la matematización de los fenómenos físicos que el genio pisano llevó a cabo lo que conviene destacar. ¿Qué nos dice Ortega que hizo Galileo? Puede resultar curioso de entrada, pero tras una breve explicación no lo será tanto: Galileo es capaz de producir metáforas, o si se quiere, de comprender metafóricamente la realidad. En principio, vincular ciencia y metáfora suena hoy a grave herejía: la metáfora es, tópicamente, algo propio del mundo literario y artístico, pero no del científico; esa es la barrera que Ortega va a quebrar. Para “desfacer este entuerto”, y de paso para encauzar mi comunicación, voy a hacer dos cosas: primero, explicar cómo entiende Ortega la obra galileana; y segundo, y a partir de lo dicho, desarrollar la cuestión de la metáfora en su pensamiento. El primer punto, en definitiva, es bastante sencillo de entender. Según nuestro pensador, lo que Galileo hizo fue despojar a diversos elementos de la realidad de casi todas sus cualidades: el peso, el volumen, la fuerza de rozamiento que se genera al desplazarse verticalmente sobre una pendiente o a través del aire, etc. Con ello, logró algo decisivo: equiparar objetos muy diferentes en el mundo natural, en la medida en que todos ellos podían considerarse “puntos”. Dicho de otra manera, abstrajo aquél mínimo común que cualquier elemento físico tiene, de forma que tuviera sentido comparar unos con otros y ponerlos en relaciones diversas. Eso, justamente eso, es lo que Ortega llama metáfora. Veamos ahora cómo aplica el filósofo español esta idea al campo del arte, a fin de mostrar que el esquema se repite. Aunque aparece recurrentemente en su obra, la metáfora es trabajada por nuestro pensador en dos momentos fundamentales: en el célebre «Ensayo de estética a manera de prólogo» y, claro está, en La deshumanización del arte. Si nos atenemos a esta última obra, hay que notar que la metáfora es una suerte de herramienta para lograr lo que, de forma un tanto confusa para el lector, Ortega llama “deshumanización” del arte. Aunque sólo de pasada, hay que decir que no es (o no sólo es) arte deshumanizado aquél en el que no aparecen figuras humanas,

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sino el que no se basa en provocar efectos sentimentales en el espectador; lo que busca, dicho pronto y no del todo mal, no es emocionar al espectador (sacar lo humano de nosotros), sino poner en marcha su aparato intelectual: hay que esforzarse por entender el arte nuevo (entendiendo por tal, aunque no exclusivamente, el arte vanguardista de comienzos del siglo XX). Causa de ello es que este arte nuevo sea esencialmente impopular o, mejor dicho, antipopular: no se tarda históricamente en comprenderlo, sino que los autores buscarían premeditadamente que sus obras sólo fueran comprendidas (gusten o no) por una minoría selecta, algo que encaja dulcemente con algunas de las tesis orteguianas más conocidas. Dicho eso, y volviendo a la metáfora, Ortega la planteaba como una herramienta para crear obras de arte deshumanizadas. Cabe decir aquí que, en último extremo, en una obra de arte nuevo el objeto artístico no será un objeto que parezca otro metafóricamente, sino la metáfora misma, que no es sino «un objeto que reúne la doble condición de ser transparente y de que lo en él transparece no es otra cosa distinta sino él mismo» (OC I, p. 673). El ejemplo más conocido es el ciprés-llama del que nos habla en el «Ensayo de estética a manera de prólogo». En dicho texto, Ortega se refiere a un poeta levantino, llamado López Picó, que dice que el ciprés «és com l’espectre d’una flama morta». Y comenta el verso Ortega de la siguiente manera: «He ahí una sugestiva metáfora. ¿Cuál es en ella el objeto metafórico? No es el ciprés ni la llama ni el espectro: todo esto pertenece al orbe de las imágenes reales. El objeto nuevo que nos sale al encuentro es un “ciprésespectro de una llama”» (OC I, 273). El objeto metafórico, pues, es justamente lo que ambas cosas (ciprés y llama) tienen en común, elemento abstracto que intelectualmente sacamos de ambas… como ocurría con Galileo. En este caso, ese elemento común podría ser la linealidad vertical de la llama y del ciprés (OC I, 674). El ejemplo que acabo de comentar sería, por decirlo así, una metáfora plenamente alcanzada desde el punto de vista de Ortega. Sin embargo, dado que la deshumanización es un proceso o tendencia posible en el arte, es aceptable que las metáforas a veces no lleguen a ese extremo. En este sentido, serían metáforas aceptables (aunque no totales) las empleadas por ejemplo por Juan Gris en sus cuadros. Pensemos por ejemplo en su obra La guitarra: la metáfora queda

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particularmente clara si vemos que lo que él representa y una guitarra real comparten algo de forma evidente, las cuerdas: nos basta ese elemento para reconocer una guitarra que, de hecho, no está, y que resulta particularmente querido en la obra de este pintor (Guitarra con incrustaciones, Guitarra y partitura…). Lo mismo podríamos decir respecto a Picasso y su obra La guitarra, donde reconocemos que ésta aparece representada en la medida en que identificamos unos trastes que nos traen a presencia una guitarra deconstruída. A la luz de esta comprensión de la metáfora, creo que hoy podemos seguir sacándole bastante rendimiento, incluso más allá de lo que el propio Ortega hace. El ejemplo más claro que cabe poner tiene de nuevo que ver con cipreses. Así, recuperemos el verso formidable de Gerardo Diego, cuando dice del Ciprés de Silos: «Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas al cielo con tu lanza. / Chorro que a las estrellas casi alcanza / devanado a sí mismo en loco empeño». Como ocurría antes, es la verticalidad la que permite poner en relación a ciprés y surtidor o lanza; y de nuevo es el ciprés-lanza lo que la metáfora nos pone ante la mente, aunque el mundo físico carezca de un ser tal. En la misma línea, creo que cabe poner a funcionar este tipo de metáfora a propósito de la obra de Machado. Cuando el filósofo reseñó Campos de Castilla fue capaz de encontrar símbolos: guerreros y labriegos que aparecerían deconstruidos en la descripción que el autor nos hace de parajes castellanos; no reparó sin embargo, y bien podía haberlo hecho, en cómo el color del campo puede también utilizarse para fabricar metáforas (en “Orillas del Duero”, también perteneciente a Campos de Castilla, dice Machado: «Campillo amarillento / como tosco sayal de campesina…»). Tal cosa ocurre si atendemos a la obra pictórica de autores como Díaz Caneja o Fermín Aguayo, cuyos paisajes abstractos se reconocen como paisajes castellanos exactamente en la medida en que recogen las tonalidades propias de la tierra. Por cierto, y vaya esto como nota personal, son cuadros que a mí me resultan particularmente bellos, como bella me parece la planicie castellana; acaso porque, como dice Ortega en otro lugar3, si la belleza de Asturias (con su verdor) la puede reconocer y admirar cualquiera, la belleza de Castilla sólo resulta patente para una pupila entrenada en el tacto, la rojez y la planicie infinita, como

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En el artículo de El Espectador III llamado «De Madrid a Asturias o los dos paisajes», OC II, 377-390.

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ocurre a quien tiene que recorrer diariamente en tren el sur de la Comunidad de Madrid para ir a la Facultad en la Universidad Complutense. Antes de continuar, me gustaría abrir un pequeño inciso para romper una lanza a favor de los postulados de Ortega en torno al arte nuevo. La concepción orteguiana de dicho arte, que como sabemos reúne siete características fundamentales4, es por esencia aplicable a un tipo de expresión artística perecedera; es decir, Ortega no pretende que el arte nuevo sea algo así como un arte “definitivo” (en efecto, para nosotros hoy las vanguardias no son arte “nuevo”) y que los postulados que articula en torno a él sirvan para todo arte futuro o contemporáneo a su época (a la par que se produjeron las vanguardias seguía habiendo artistas de corte clásico). Sin embargo, las últimas derivas vanguardistas siguieron conservando los rasgos que Ortega atribuye a esta corriente. Para defender mi tesis de manera rápida, se me ocurren ejemplos divertidos pero muy claros: Naranjito, Cobi y Curro, o lo que es lo mismo, las mascotas de tres eventos que tuvieron lugar en nuestro país (Mundial de Fútbol de 1982, Juegos Olímpicos de Barcelona 1992 y Exposición Universal de Sevilla de 1992). Naranjito sería un caso muy poco depurado de “arte artístico”: no hay que esforzarse mucho para entender que lo que estamos viendo es una naranja antropomorfizada. Sin embargo, Cobi cumple de manera paradigmática el postulado de ser una representación de algo que parece lo menos posible ese algo. En este caso concreto, se trata de un perro de la raza pastor catalán; huelga decir que es difícil reconocer a un perro en la simpática figura y que su impopularidad inicial (en este caso, no del todo buscada por su creador, Mariscal) fue patente; de hecho, si fue calando en el público de mi generación fue por la asociación que se hace entre Cobi y un éxito rutilante de un evento deportivo. Más radical aún sería el caso de Curro: ¿qué es Curro? ¿Qué conjunción ecléctica de partes animales es? Dejaré en el aire la respuesta, pues con estos ejemplos sólo quería reivindicar la vigencia de las ideas orteguianas al respecto.

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Dice Ortega en La deshumanización del arte: «Si se analiza el nuevo estilo, se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende: 1.º, a la deshumanización del arte; 2.º, a evitar las formas vivas; 3.º, a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; 4.º, a considerar el arte como juego, y nada más; 5.º, a una esencial ironía; 6.º, a eludir toda falsedad, y, por tanto, a una escrupulosa realización. En fin, 7.º, el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna» (OC III, pp. 853-854).

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Volviendo al núcleo de mi intervención, y para finalizarla, debo señalar muy rápidamente qué interés tiene la relación y, por qué no decirlo así, el paralelismo que existe entre ciencia y arte en la obra de Ortega. En primer lugar, supone un empujón a la idea de que la obra orteguiana es estrictamente sistemática, algo que se ha puesto numerosas veces en duda por el hecho de que sus escritos no sean duros tratados ordenados en párrafos, epígrafes, etc. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, porque la forma que Ortega encuentra para transmitir sus ideas de la manera más eficaz es el ensayo, del que dice en Meditaciones del Quijote que es ciencia sin la prueba empírica. Las fronteras, pues, entre lo artístico (en este caso, lo literario) y lo puramente científico son absolutamente intermitentes. Y tercero, y más importante: que haya paralelismos metodológicos o procedimentales entre ciencia y arte/literatura permite que abordemos los problemas desde ambos polos. Esto es particularmente sugerente en la medida en que el arte ofrece soluciones que están vedadas a la ciencia: por ejemplo, es capaz de mostrar la vida viviéndose, el yo siendo; por usar la palabra puramente orteguiana, es capaz de mostrar la vida y el yo ejecutándose. La ciencia es incapaz de mostrarnos las entrañas de la vida (humana e individual, particularmente), sin que ello sea merma para su capacidad descriptiva. Aunque refiriéndose a otros asuntos, Ortega se pregunta en dos ocasiones: «Cuando vemos el cuerpo de un hombre, ¿vemos un cuerpo o vemos un hombre?»5; aunque claramente aquí estoy descontextualizando deliberadamente la breve cita, creo que expone con mucha claridad por dónde van las posibilidades que se abren desde esta armonía ciencialiteratura o ciencia-arte: la ciencia sabe mucho de cuerpos, el arte dice mucho de los hombres. Pero de cuerpos y de hombres habrá que hablar en otra ocasión.

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Cf. «Sobre la expresión, fenómeno cósmico», OC II, 680; y «Problemas del aspecto humano», OC III, 815.

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