Christoph Schönborn NAVIDAD, MITO Y REALIDAD. Meditaciones sobre la Encarnación. Traducción por Salvador Castellote

June 5, 2017 | Autor: S. Castellote Cub... | Categoría: Mitology, Antropología
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Descripción

Christoph Schönborn NAVIDAD, MITO Y REALIDAD. Meditaciones sobre la Encarnación

A Fr. Juan–Miguel Garrigues

ÍNDICE INTRODUCCIÓN “EL MITO SE HIZO REALIDAD” Encarnación y mito Mito y realidad ¿Y si fuera verdad...? HA BAJADO DEL CIELO NACIDO DE MARÍA, LA VIRGEN Una cuestión histórica, pero no sólo eso... Lenguaje simbólico de la Biblia Y SE HIZO HOMBRE Vida por el espíritu: Las raíces del Hombre Nuevo Divinización: La meta del Hombre Nuevo LOS ICONOS NAVIDEÑOS La Encarnación en el lenguaje de los iconos Un antiguo programa simbólico “Una gran luz...” Buey y asno “Pesebre” y gruta La Madre de Dios La escena del baño La cavilación de José

Advertencia a la segunda edición El tema de este pequeño libro no ha perdido nada de su actualidad. Lo que buscamos con nuestro intento –volver a descubrir cómo lo mítico se transforma y llega a su plenitud en lo cristiano, en la línea de los padres de la Iglesia, de Hugo Rahner y de C. S. Lewis– se nos presenta hoy, sin que esto hubiese sido pretendido desde el principio, como un respuesta al reto de Eugen Drewermann, que reduce cada vez más lo específico del Cristianismo a generalidades míticas. Nuestro tiempo nos exige, siempre con más urgencia, a escoger entre estos dos caminos: o encontrar, desde la fe, a Cristo, como camino y meta, o, desde el gnosticismo, buscar cada uno su propio yo. Viena, Festividad de Sta. María Magdalena 2 de julio de 1992

INTRODUCCIÓN A pesar del bullicio de los negocios y del activismo, no hay, entre las grandes fiestas de la Iglesia, ninguna que más fascine a tantos hombres, incluso a los que están alejados de ella, que la fiesta de la Navidad. Y no se diga que esto es una especie de vuelta al espíritu infantil, al que retornamos en medio de las dificultades de la vida adulta. ¿No será más bien al contrario? La Navidad fascina, porque todos nosotros, desde lejos o desde cerca, sospechamos, de alguna manera, que el nacimiento de este Niño algo tiene que ver con los más profundos anhelos y esperanzas humanas, que ni aún hoy hemos olvidado. El brillo espectacular del bullicio navideño sólo pretende derivar algo de este anhelo por los canales del negocio navideño. Se trata de un brillo prestado, y su éxito demuestra indirectamente no sólo la fuerza de ese anhelo por la venida de lo totalmente nuevo, del Redentor, sino, y sobre todo, que el mismo esplendor navideño sólo es un destello de la luz que ha comenzado a brillar con la Encarnación de Dios. Las siguientes cuatro meditaciones intentan ofrecer algo de este esplendor original. Después de una reflexión previa sobre lo mítico en nuestra fe, seguiremos con estas tres partes de nuestro Credo: “Bajó del cielo”; “Se encarnó de María Virgen, por obra del Espíritu Santo”; “Se hizo hombre”. La meditación final sobre el icono navideño quizás sea la parte más importante, pues el esplendor del misterio brilla muchas veces con más inmediatez en la imagen del artista que en la palabra del teólogo. Por eso, se podría empezar la lectura de este libro con esta meditación.

“EL MITO SE HIZO REALIDAD”

¿Quién puede hacerle creer a un hombre que esté en sus cabales que un Dios o un Hijo de Dios “ha bajado del cielo” , “ha tomado carne”, ha nacido de una virgen, y, después de un periplo dramático en su vida terrenal, “ha subido al cielo” de nuevo? ¿No será todo esto un puro mito? ¿Y podemos esperar que hoy se pueda dar por verdadera esta forma mítica de hablar? En el año 1977 apareció en Inglaterra un estudio, realizado por siete teólogos – bien conocidos, en parte– que llevaba como título, expresamente provocativo, “The Myth of God Incarnate” – “El mito del Dios encarnado”. En el prefacio, dan a conocer sus autores, de forma inequívoca, pero honesta, su intención de que hoy es algo inevitable hacer una profunda corrección a la doctrina cristiana: “La necesidad de ello surge de un conocimiento cada vez más exacto de los orígenes del cristianismo, lo que incluye el reconocimiento del hecho que Jesús fue un hombre, a quien Dios ‘ha confiado’ –como se dice en Hechos de los Apóstoles 2,72– una función especial en su plan de salvación, y que la posterior concepción, según la cual el Dios encarnado sería la segunda persona de la Santísima Trinidad hecha hombre, sólo es una manera de hablar poética o mitológica, por la que se nos daría a entender la importancia de Jesús. Reconocer todo esto es necesario en nombre de la verdad.”1 La corrección que se pretende es radical. Jesús es un hombre delegado por Dios; la encarnación, una expresión mítica, que nos dice que Jesús es importante; cae por tierra también por ello la aceptación de un Dios Trino, e, igualmente, la cuestión de la divinidad de Jesús. Y no porque hablar así sea falso; es verdad, pero con la verdad del mito: expresión plástica, forma de hablar simbólico–poética para denotar algo significativo. No es de extrañar que la obra de estos siete autores provocase una serie de discusiones. Nosotros vamos a intentar poner este debate como punto de partida de nuestra propias reflexiones, ya J. Hick (ed.), Wurde Gott Mensch? Der Mythos vom fleischgewordenen Gott (Gütersloh 1979) 7s. 1

que nos encontraremos con algunas cuestiones previas esenciales para nuestra tema. Encarnación y mito No constituye ninguna novedad el constatar que haya semejanzas entre las formas de hablar de la fe cristiana –un Hijo de Dios, que, para hacerse hombre, bajó del cielo, y que, después de realizar su misión, allá volverá– y los mitos de otras religiones, que nos hablan de descensos, de muertes y resurrecciones de dioses. Ya encontramos en autores primitivos cristianos indicaciones sobre este paralelismo, que, evidentemente, es considerado, a lo más, como un tipo de lo revelado en Cristo, y, las más de las veces, como una imitación de lo cristiano. La crítica histórica marcha desde el siglo XIX, generalmente, por caminos opuestos: ya no explica los mitos como plagios de la revelación bíblica, sino, al contrario, el lenguaje de la Biblia, en especial el del Nuevo Testamento, como expresión de determinados mitos extrabíblicos. La así llamada “Escuela histórico–religiosa” ha interpretado los antiguos cultos mistéricos como el “humus” del mito cristiano. En la iniciación de Eleusis, en la participación en la muerte, entierro y resurrección de Osiris, en el renacimiento del fiel Kybele por la unión con el dios muerto y resucitado, realizada en la sangre del toro, en todo ello se ha creído haber encontrado la “atmósfera espiritual”, a partir de la cual se podrían explicar el nacimiento del mito cristiano de la encarnación, muerte y resurrección del hijo del Dios celestial y la formación del rito cristiano de morir con Cristo y de resucitar con Cristo.2 Esta teoría histórico–religiosa sobre el mito ha encontrado la razón de su amplia resonancia sólo en el hecho de que R. Bultmann la relacionó con el problema de la “desmitologización”, haciéndola así parte de una revisión profunda de la evangelización y de la autoconciencia cristiana. Es así cómo la problemática del mito fue sacada de las estrecheces de una mera 2

19–54.

H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung (Zürich 31966)

cuestión histórica sobre las fuentes y se transformó en una cuestión fundamental sobre la función de la palabra mítica. Muy pronto hizo su aparición la crítica histórica sobre el origen histórico–religioso de la fe cristiana en la Encarnación. Tenemos hoy oportunidad de recordar esta crítica, pues se ha puesto rápidamente de moda derivar todo lo más que se pueda en el cristianismo de otros posibles o imposibles paralelismos existentes en otras religiones. Nada menos que Adolf von Harnack levantó ya enérgicamente su protesta contra esta mezcolanza de fuentes: Habría que superar “esa mitología comparada, que todo lo relaciona causalmente, que arranca de cuajo los firmes límites existentes, que sobrepasa, como si de un juego se tratara, abismos que antes separaban, y que teje combinaciones desde semejanzas superficiales”. “De esta manera – sigue diciendo– se puede hacer, con un simple golpe de magia, de Cristo el dios–sol, de los doce apóstoles, los doce meses; hacer que nos acordemos de todas las historias sobre el nacimiento de los dioses, cuando mentamos la historia del nacimiento de Cristo; meter en un saco todas las palomas mitológicas, porque hubo una paloma en el bautismo, y hacer una reata de burros famosos, que marche junto al jumento en la entrada en Jerusalén, y así, con la varita mágica de la ‘historia de la religión’, dejar felizmente de lado cualquier rasgo de espontaneidad.”3 Precisamente en lo que se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios, es la investigación histórica, que estudia escrupulosamente las fuentes, la que ha mostrado cada vez con más precisión que aquí apenas se puede contar con un (vago) influjo del mito iraní del redentor (Bultmann) ni con el culto mistérico helenístico. Más bien habría que relacionar el mundo conceptual y simbólico de la iglesia primitiva con el mundo de las creencias judías del Antiguo Testamento.4

3 4

Ibid. 25–30. Cfr. M. Hengel, Der Sohn Gottes (Tübingen 1974).

Pero con esto, aún no hemos dado ninguna respuesta a la pregunta sobre el mito. Es verdad que hoy se ve con más claridad que la imagen de Cristo y de la Iglesia primitiva está, en líneas generales, totalmente determinada por las configuraciones judías. La pregunta, pues, permanece y no es menos drástica: ¿No se seguirá tratando ciertamente de representaciones míticas, ya provengan del mundo griego o del judío? La cuestión genética nos conduce a la cuestión real; la cuestión sobre el origen histórico, a la cuestión sobre la verdad. No se trata sólo de si la forma de hablar sobre la Encarnación de Dios, vista históricamente, ha surgido de fuentes míticas, sino, sobre todo, si y cómo esta forma de hablar mítica es verdadera. Aquí se halla el punto del que surge el debate. De la cuestión sobre la verdad tratan también los siete autores ingleses, cuando consideran la encarnación como mito. John Hick, uno de ellos, define el mito así: “Un mito es una historia que se cuenta, pero que literalmente no es verdad; es una idea o una imagen, que se aplican respectivamente a una persona o a una cosa, pero que literalmente no es correcta, produciendo sólo en los oyentes una determinada actitud o disposición.”5 La cuestión sobre la verdad tiene aquí –a primera vista– una respuesta clara: La forma de hablar sobre la Encarnación es un mito, por lo tanto no es verdadera, literalmente hablando. Más bien es un lenguaje imaginativo, metafórico, simbólico, poético. ¿Se puede sostener esta oposición entre “verdadero literalmente” y “metafórico–imaginativo”? Intentemos a continuación aclararnos un poco esta cuestión, tomando como ejemplo el artículo del Credo “bajó del cielo”. Mito y realidad En los tiempos, no siempre muy gloriosos de los experimentos litúrgicos después del Concilio, un exegeta del Antiguo Testamento, imbuido por la liturgia, emprendió el intento 5

J. Hick, l. c., 188.

de hacer una traducción de los salmos para uso litúrgico, en la que se borraban todas las imágenes que presuntamente resultaban extrañas para el “hombre de hoy”. Ya no hay ni ciervos que buscan la fuente de agua viva, ni báculo, ni bastón del Señor que me protejan. Y aquello de “vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida” se transformó sencillamente en “poder estar siempre más cerca de Dios.” ¿Qué ha ocurrido? Las imágenes, poéticamente tan expresivas, de los Salmos han sido sustituidas por imágenes descoloridas y banales. Es una equivocación creer que nosotros podamos hablar sin imágenes y metáforas. Incluso el lenguaje científico está lleno de metáforas. ¿Quiere esto decir que todo lo que decimos con metáforas no “es literalmente cierto”? Si digo: “Los oyentes estaban como asombrados pendientes de sus labios”, ninguno de ustedes pensará que todo el auditorio pende “literalmente” de sus labios. Pero tampoco a nadie se le ocurrirá pensar que con esta frase se mente sólo una realidad subjetiva y no objetiva. Los oyentes están realmente fascinados y atienden al orador “como absortos”. La imagen “pender de los labios” lo que hace es subrayar precisamente la realidad del interés de los oyentes. Ahora bien, los siete autores piensan que la forma de hablar “verdadera literalmente” sólo tiene presente hechos objetivos, mientras que las formas míticas, metafóricas y simbólicas son únicamente expresión de posturas subjetivas y sentimentales. Pero esto es un supuesto insostenible. También la expresión simbólica, también el mito, menta realidades y no sólo posturas subjetivas y sentimientos. Lo que hacen es que mentan la realidad de una manera distinta a la de las expresiones “literales”, es decir, de una manera imaginativa. A cada paso nos encontramos hoy ante esta oposición: ¿Hay que entender la expresión “Jesús es el Hijo de Dios encarnado” literalmente, o simbólica y míticamente? ¿Ha nacido literalmente Jesús de María Virgen o en sentido metafórico? La respuesta de los siete ingleses es clara: “Que Jesús es el Hijo encarnado de Dios no es verdadero en sentido literal, porque

esta expresión no da ningún sentido literal, sino que es la aplicación a Jesús de una imaginación mitológica... que ofrece la posibilidad de explicar al mundo quién era Jesús.”6 Para encontrar una solución, que nos saque de este callejón sin salida, quisiera referirme a otro autor inglés, que ha reflexionado sobre el mito como muy pocos de nuestros coetáneos, y que, incluso como escritor, ha compuesto maravillosos mitos, y ha realizado su camino hacia la fe a través de estos mitos. Estoy pensando en C. S. Lewis (1898–1963). Cuando era un joven docente en Oxford –entonces un ateísta convencido– C. S. Lewis alababa la idea, como muchos de sus y nuestros coetáneos, de que el cristianismo es sencillamente una reproducción de viejos mitos. Como S. Freud, había leído también Lewis la inmensa obra de 12 tomos de J. G. Frazer “The Golden Bough” (1890–1915), quedando fascinado por la enorme cantidad de paralelismos histórico–religiosos que en ella se recogen sobre el “dios moribundo”. “Los mitos de Adonais, de Osiris, muertos y resucitados, renovando así la vida de la naturaleza y de sus adoradores, no son otra cosa que mitos o hierofanías vegetales, que significan simbólicamente un proceso natural, adaptándolo a la vida de los hombres. Cada año muere el grano, sembrado en la tierra como semilla, y de nuevo se yergue a una vida nueva y más rica; así también tiene el hombre que llegar a la vida por la muerte. Las narraciones de Jesús –así pensaba el joven Lewis– sólo eran otro mito de la vida vegetativa. ¿No es este Jesús el que dijo que el grano de trigo tiene que morir para dar fruto, el que tomó pan, esto es grano, en sus manos y dijo: ‘Esto es mi cuerpo’, el que un día después murió y al tercer día resucitó de entre los muertos; no es este Jesús otra divinidad–semilla, un rey–semilla, que entrega su vida por la vida del mundo? Pero, una tarde, oyó Lewis a otro convencido ateísta advertir en una conversación que los argumentos a favor de la historicidad de los evangelios eran extraordinariamente buenos: ‘Caso curioso. Todo el montaje de 6

Ibid.

Frazer sobre el dios moribundo – todo parece como si hubiese sucedido realmente una vez’.”7 En su autobiografía (“Surprised by Joy”) dice Lewis que este diálogo supuso un paso decisivo en su camino hacia la conversión. Desde niño se quedaba Lewis fascinado ante los mitos. Y ¿por qué le motivaban tan especialmente los mitos? Porque despiertan en el lector una ansia hacia algo que está más allá de su campo de acción. Fascinan los mitos, porque producen una catarsis, una conmoción y una iluminación, haciendo con ello que la conciencia se amplíe, pues por ellos nos trascendemos a nosotros mismos. No son, pues, los mitos locuras de poetas (como para Platón en “La República”), ni engaños demoníacos (como para algunos Padres de la Iglesia), ni mentiras de curas (como para muchos ilustrados), “sino destellos reales, en su forma más auténtica, aunque sin contraste, de la verdad divina sobre la capacidad imaginativa del hombre.”8 ¿No podría ser por esto mismo que los grandes mitos de los pueblos y la historia del Hijo de Dios, que por nosotros ha bajado del cielo, tengan algo en común, debido a que en la imaginación de los grandes maestros y forjadores de mitos paganos se encuentra algún resplandor de este tema, que según nuestra fe constituye el punto fundamental de toda la historia del cosmos: la Encarnación? La diferencia entre mito e historia cristiana no es sencillamente la de falso o verdadero; los mitos no son sencillamente falsos, por el hecho de ser mitos. C. S. Lewis ve la relación entre mito e historia cristiana más bien como la diferencia existente “entre un acontecimiento real, por una parte, y sueños y deseos difuminados precisamente de este mismo acontecimiento, por otra: “El corazón del Cristianismo es un mito, que, al mismo tiempo, es un hecho. El antiguo mito del dios moribundo desciende, sin dejar de ser mito, desde el cielo de la leyenda y de la 7 G. Kranz, C. S. Lewis. Studien zu Leben und Werk (Bonn 1974) 71. Cfr. R. Brague, “Gottes Meisterwerk. Geburt der Kunst aus der christlichen Mitte”, en IKZ Communio 11 (1982) 527-544. 8 C. S. Lewis, Wunder (Basel 21980) 157.

imaginación a la tierra de la historia. El mito sucede realmente en un momento determinado y en un lugar determinado; vamos desde un Adonis, un Osiris –que Dios sabe dónde y cuándo murieron–, a una persona histórica que fue crucificada bajo Poncio Pilatos. Y por ser el mito un hecho, no cesa, sin embargo, de ser mito: éste es el milagro.”9 C. S. Lewis nos anima a no tener miedo ante los paralelismos del Cristianismo. ¿No sería triste para el Cristianismo que, para mantener su verdad, se tuvieran que arrancar de él todas las ansias expectantes de esta verdad? Si el Cristianismo tiene que cumplir con todas “las ansias de los pueblos”, tendrá necesidad de no desechar lo que de ellas se dice en los mitos. Parece que Lewis está haciendo un programa de teología cuando dice: “No tenemos por qué avergonzarnos del brillo mítico que afecta a nuestra teología.” De este “brillo mítico”, siempre presente en nuestra teología, es de donde vive toda teología creativa. La “desmitologización”, como programa de una “teología de hoy”, pasa por alto el hecho de que la “secularización” de nuestro mundo sólo representa una porción y de que en la otra hay un polícromo mundo mítico, que se arropa con un vestido nuevo (el de la ciencia ficción, por ejemplo), pero en el que se tratan, en todos sus aspectos, los temas de los mitos, de los horrores y demonios, de los dioses y de los espíritus. “Si nuestra teología... no tiene tanto valor como la mitología, no seremos de ninguna manera capaces de llegar a comprender la poesía de los paganos; y, mucho menos, de superarla” –así se expresaba ya Johann Georg Hamann. No se trata de confrontar mito y realidad, reprimiendo la dimensión simbólica, el “brillo mítico” del mensaje cristiano, en favor de una comprensión menguada de la realidad. Y mucho menos se trata de disolver la realidad histórica del acontecimiento de la Encarnación y de la Resurrección en una “mera” significación simbólica, al estilo de la

C. S. Lewis, God in The Dock (Glasgow 1979) 44; trad. alemana: Gott auf der Anklagebank (Basel 1981). 9

gnosis. La historia de Cristo es más bien “el más alto mito”, porque en ella el mito se hace realidad.10 ¿Y si fuera verdad...? Vamos a orientarnos en la dirección indicada cuando, en las páginas siguientes, tratemos del sentido de las cuestiones sobre la encarnación de Dios. Intentaremos demostrar que la fuerza simbólica de las imágenes, tales como “bajado del cielo”, “nacido de la Virgen María”, “y hecho hombre”, radica precisamente en que aquí símbolo y realidad, mito y realidad coinciden. Pero antes de ponernos a andar por este camino, analicemos una última “cuestión previa”. En la obra citada de los siete autores ingleses aparece esta frase: “No es verdad, en sentido literal, que Jesús sea el Dios–Hijo encarnado, porque dicha expresión no da ningún sentido literal.” En esta frase aparece bien a las claras una postura que, según nos parece, es común a los autores de “The Myth of God Incarnate” como opción fundamental: que hablar de la encarnación de Dios fundamentalmente “no da ningún sentido literal”. Esta impresión la subrayan otras frases de los autores citados. Cito dos de ellas: 1.

2.

“Una humanidad concreta no puede ser, sin dejar de ser humanidad, ni la expresión, ni la encarnación, ni la última forma de Dios.”11 Lo que quiere decir – dicho con palabras más sencillas – que una encarnación de Dios es imposible, precisamente porque un Dios encarnado no sería realmente hombre. “Decir que Dios es una parte de su creación implica una contradicción lógica. O decir que una parte de

Ibid. M. Goulder (ed.), Incarantion and Myth. The Debate Continued (London 1979) 63. 10 11

esta creación puede ser Dios.”12 Lo que significa: El que la encarnación de Dios en este sentido implique que Dios mismo se hace criatura, es una contradicción en el mismo ser–Dios de Dios. Tendríamos que analizar más profundamente estas dos expresiones y poner de manifiesto más específicamente lo que quieren decir. Con todo, bastantes cosas nos quedan ya claras sobre ellas partiendo del mismo contexto: Para los citados autores, la idea de una real encarnación de Dios es un sinsentido tan grande como un “círculo cuadrado”. Su concepción del hombre es tan incompatible con la aceptación de la realidad de la encarnación como su idea de Dios. Se ha llegado a unos límites, que no pueden ser superados con argumentos. Si se dan por supuestos los principios aquí indicados, entonces la expresión cristiana de la “venida de Dios” sólo puede ser comprendida como mito, en el sentido de que “no es verdad literalmente”. En esta situación podríamos proponer esta pregunta –no en plan triunfalista, sino como una invitación–: “¿Y si fuera verdad...?” ¿Y si se ha hecho realidad lo que, como eco de un ansia inmensa y de una expectativa todavía tanteante, se dice en tantos mitos?

12

Ibid.

HA BAJADO DEL CIELO

¡Oh, si tú rasgases los cielos y bajases haciendo estremecer con tu presencia las montañas... para manifestar tu nombre a tus enemigos y hacer temblar a las naciones ante ti, realizando maravillas inesperadas de las que nadie jamás había sabido” (Is 63,19–64,3). El anónimo profeta del siglo VI, de quien procede este grito de esperanza y de expectación, pide la venida de Dios. Se acuerda de un acontecimiento, que para Israel era inolvidable: la salida de Egipto. Israel veía en la liberación de la esclavitud de Egipto el modelo de toda liberación. ¿No bajó Dios en aquella ocasión para salvar a su pueblo? En la visión de la zarza ardiendo, Dios habla a Moisés: “Yo he visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias. Voy a bajar a liberarlo de la mano de los egipcios, sacarlo de aquella tierra y hacerle subir a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,8). La “experiencia original” de la liberación de Egipto dio a Israel la certeza y la siempre nueva esperanza de que Dios no se avergüenza de bajar en medio de su pueblo para hacerlo subir al país de la promesa. Imágenes de una cercanía increíble se encuentran en los profetas: “Jahwé, tu Dios, está en medio de ti como un héroe victorioso. Se alegra por ti con suma alegría; te hace una nueva criatura en su amor; baila por ti, jubiloso, como en los días de fiesta” (Sof 3,17s). La teología judía tardía no se cansa de admirarse ante este descenso de Dios. Así se dice sobre el verso: “Y el Señor marchaba por delante de ellos... por la noche en una columna de fuego, para alumbrarles” (Ex 13,21): “R. José, el Galileo, decía: Si no fuera un versículo escrito de la Escritura, no podríamos hablar así: como un padre, que va delante de sus hijos con una antorcha, y como un señor que va delante de sus esclavos con una antorcha.”13 Ese Dios, cuya trascendencia subraya tan decididamente la fe de Israel, es, al R. Kuhn, Gottes Selbserniedrigung in der Theologie der Rabbinen (München 1968) 23. 13

mismo tiempo, el más cercano. Desciende, se empequeñece, se iguala a los hombres. A este morar de Dios entre su pueblo la teología judía lo denomina Schekinah: Su “vivienda”, su “cercanía gloriosa”. La “Schekinah” es diferente de Dios, pero es él mismo. Se hace hincapié en “que la morada de Dios (en su pueblo) fue la meta final del plan divino de la creación, que ya estaba determinada al principio de la creación.”14 A Dios se le ve totalmente desde esta su morada entre los hombres: Él “es morada entre los hombres.”15 La fe cristiana en la encarnación se encuentra en esta misma línea de la esperanza y expectativas judías veterotestamentarias: “Que Dios ha bajado del cielo por amor a su pueblo; que se ha buscado en la tierra el sitio más bajo y ha reducido su infinidad a un pequeño espacio en el mundo; que él renuncia a su honor, aceptando la pobreza y la humildad, ofreciendo a los hombres servicios de esclavo y, finalmente, tomando parte en el profundo dolor de su pueblo... Todo esto no sólo lo puede decir la fe judía, sino que también pertenece al fundamento de la confesión cristiana.”16 No obstante, existe una diferencia fundamental: En el judaísmo hay siempre y de forma necesaria un temor “a ver a Dios, persona única –como así siempre lo ha considerado el judaísmo– unido total y definitivamente a una vida humana, por la sencilla razón de que de esta manera parece peligrar su trascendencia. Dios toma algunos rasgos de una existencia terrena, pero él realmente nunca se ‘ha encarnado’ de manera definitiva e irrevocable ni ‘ha vivido así entre nosotros’ (Jn 1,14). Consiguientemente, jamás pudo experimentar el último acontecimiento serio de la vida terrena, cual es la muerte.”17 Es por ello que no faltan voces de rabinos que expresamente rechazan la última consecuencia de este “descenso”: Así el rabino José: “Realmente a la tierra... jamás ha descendido Dios”, pues, por corta que sea la distancia, Dios y el

Ibid. 64. Ibid. 69. 16 Ibid. 105. 17 Ibid. 108. 14 15

hombre nunca coincidirán.18 Según el mismo Rabino José, Dios se queda siempre a unos diez palmos sobre la tierra, es decir “Dios nunca ha bajado a la tierra totalmente, ni los hombres han ascendido completamente hacia él.”19 Podríamos, pues, con todo derecho, decir que la imagen del Dios veterotestamentario está caracterizada por una “inclinación a la encarnación”.20 Pero ésta siempre permanece en una cierta “inseguridad”. La cercanía de Dios, siempre experimentada de nuevo, pero también la experiencia de su retirada, el apartamiento de Dios, hacen que se abrigue constantemente la esperanza en que Dios more definitivamente entre su pueblo: vendrá un tiempo en que “mi morada estará entre vosotros, y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Ez 37,26; Cfr. Apoc 21,3). Esta definitiva morada de Dios entre los hombres es la gran promesa de la Antigua Alianza... Que Dios ha puesto definitivamente su tienda entre nosotros, ésta es la fe de los cristianos. En numerosas palabras del Antiguo Testamento se promete esta venida definitiva..., pero en el inverosímil nacimiento de Jesús se ve realizada.

Ibid. 72. Ibid. 72. 20 U. Mauer, Gottesbild und Menschwerdung (Tübingen 1971) 16. 18 19

NACIDO DE MARÍA LA VIRGEN

“Dios en la tierra, Dios entre los hombres, no en el fuego y en medio del sonido de trompetas, no en la montaña humeante... dando órdenes, sino en forma corporal, tratando con los suyos delicada y bondadosamente. Dios encarnado... para salvar a toda la humanidad, vuelto hacia nosotros por medio de su carne.” Basilio el Grande, del que proceden estas palabras de su sermón de Navidad, puede aquí celebrar el cumplimiento de la promesa veterotestamentaria en el nacimiento corporal de Jesús. El motivo (Ex 3,8) de que Dios baja para levantar a su pueblo lo encontramos aquí de nuevo. Pero lo nuevo es que el que baja para “levantar a la humanidad”, es el Hijo de Dios, la eterna palabra del Padre: “La palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros” (Jn 1,14); el Hijo, a quien “Dios ha enviado, al llegar la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4) es, según la fe cristiana, Dios, “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”, de manera que en el Kontakion de Navidad de Romanos se pueda decir: “Un niño pequeño – el Dios eterno”.21 Pero nos puede surgir de pronto un cierto malestar. Sueños son ciertamente bonitos, mientras sigan siendo sueños. ¿No será el mundo imaginativo de la Biblia, rico en imaginaciones míticas sobre la venida de Dios entre los hombres, tan atractivo precisamente porque se trata de imaginaciones? ¿Un nacimiento inverosímil de un galileo desconocido tiene que ser de pronto realmente aquello que se representa en esas imaginaciones? ¿“Un niño pequeño – el eterno Dios”? No es de extrañar que la razón se siga aquí negándose a admitirlo. Y, además, si este niño ha sido concebido por obra del Espíritu Santo, si ha nacido de María la Virgen... ¿no sería todo esto más hermoso y estaría más lleno de sentido si se interpretase como expresiones alegóricas y no se concibiese en ese sentido real que hoy resulta penoso y extraño al hombre actual?

K. Gamber, Ein kleines Kind – der ewige Gott. Bild und Botschaft von Christi Geburt (Regensburg 1980). 21

Karl Barth dijo una vez sobre el dogma del nacimiento virginal: “La Iglesia sabe muy bien lo que ha hecho, al poner este dogma como vigilante –por así decirlo– en la puerta que lleva al misterio de la Navidad.”22 Pues como un tal vigilante en la puerta de la encarnación queremos considerar nosotros en adelante el misterio del nacimiento de Cristo de la Virgen María. El realismo de ambos misterios lo tendremos como el supuesto de que ambos puedan desarrollar toda su plenitud simbólica de sentido. En primer lugar, nos acercaremos a la cuestión histórica, para tratar después el simbolismo teológico de “nacido de María, la Virgen. Una cuestión histórica, pero no sólo eso... La concepción de un hombre es algo muy íntimo. La madre habla de ello de otra manera a cuando nos informa sobre acontecimientos de la vida de sus hijos. Y si alguna vez se le ocurre decirle algo de aquello a su hijo o a su hija, lo hace con cuidado y con cierta vergüenza. La concepción de Jesús por obra del Espíritu no es algo que se pueda presentar en el mercado de las curiosidades públicas, como otra novedad cualquiera. Si intentamos hablar de ello nuestra manera de decir deberá acomodarse a la intimidad y a la forma escondida de este acontecimiento. Asimismo, resulta impropio indicar aquí que, ante tal magnitud de árboles exegéticos, no debemos perder de nuestra vista creyente y razonable el bosque. Si la concepción de Jesús por obra del Espíritu es un milagro real, sólo podremos haber tenido conocimiento de ello por dos caminos: O fue la misma María la que habló de ello, o a algún otro se le ha comunicado por medio de una cierta revelación. La otra posibilidad sería que no se trate de ninguna forma de acontecimiento histórico, sino de un constructum teológico, por el que se intente expresar la especial significación de Jesús. No hay duda de que la cuestión histórica es difícil. Sólo hablan del nacimiento virginal de Jesús Mateo y Lucas. Pablo ni lo menciona, y lo mismo Marcos. Se discute si Juan lo conoce o no. 22

K. Barth, Kirchliche Dogmatik, 1,2 (Zürich 1960) 198.

Ahora bien, en ningún sitio es negado expresamente. Los argumentos en pro y en contra se basan por ello en las diferentes maneras de interpretar este silencio.23 El argumentum ex silentio hay que usarlo con sumo cuidado. La tradición de la Iglesia postapostólica, sin embargo, no guarda silencio. Durante todo el siglo II disponemos de una enorme cantidad de testimonios que confiesan el nacimiento virginal. No puede haber duda de que la Iglesia del siglo II (mientras no se desvíe hacia la gnosis o a otras “herejías”) estaba convencida de la realidad de la concepción virginal. Podemos ofrecer aquí en su favor sólo los testimonios más importantes. En el Credo de la antigua Roma, que cada bautizando tenía que pronunciar, aparece el “natus est de Spiritu Sancto et Maria Virgine – nacido por obra del Espíritu Santo y de la Virgen María” como uno de los elementos esenciales de la confesión cristiana junto con la muerte y la resurrección de Jesús.24 “Está claro que en un Credo así no podían interpolarse doctrinas nuevas ni ajenas.”25 Y si esto es así en la segunda mitad del siglo II, el testimonio del obispo y mártir Ignacio de Antioquía nos retrotrae hasta el paso del siglo I al II. También en él aparece el nacimiento maravilloso de Cristo como uno de los elementos confesionales esenciales del Credo. Ignacio lo cuenta entre los “tres misterios que se manifiestan en alta voz, pero que se han realizado en el silencio de Dios”: “La virginidad de María, su concepción y la muerte del Señor” (Ef 19,1. Para Ignacio es “nuestro Señor verdaderamente de la estirpe de David, según la carne, Hijo de Dios, por la voluntad y la fuerza de Dios (cfr. Rom 1,3), verdaderamente nacido de una virgen..., verdaderamente escarnecido por nosotros en la carne bajo Poncio Pilatos y el cuarto príncipe Herodes (Esmirn. 1,1–2). Ignacio, que escribe hacia el A. Vögtle, Offene Fragen zur lukanischen Geburts– und Kindheitsgeschichte, in: ID., Das Evangelium und die Evangelien (Düsseldorf 1971). Cfr. J. McHuch, The Mother of Jesus in the New Testament (London 1975). 24 Willy Rordorf, “...qui natus est de Spiritu Sancto et Maria Virgine”, en Augustinianum 20 (1980) 545–557. 25 J. G. Machen, The Virgin Birth of Christ (London 1930) 4. 23

110, testifica que para Antioquía, su patria, pero también para las iglesias a las que se dirige (Asia Menor, Roma), la fe en la concepción virginal de Jesús no sólo tiene que establecerse en estos momentos, pues pertenece al acervo apostólico de la confesión de la fe. Este “artículo de fe” vale, además, como uno de los signos más evidentes de que Jesús fue realmente un hombre. Debería darnos qué pensar el que durante todo el siglo II el nacimiento virginal nunca fue aducido como argumento a favor de la divinidad de Jesús, sino siempre a favor de su verdadero ser hombre.26 ¿De dónde saca la Iglesia del siglo II su confesión del “misterio que se manifiesta en alta voz” de la virginidad de María? Quien piense que la Iglesia primitiva se lo encontró como un “theologumenon” que buscaba subrayar la importancia de Jesús, se encuentra necesariamente en situación de explicar porqué la Iglesia se inventó todo esto, que sólo podía significar que el mundo judío y pagano, que la rodeaba, encontraran en ello motivo de burla y de chanza. Nos será de gran ayuda investigar las reacciones no cristianas a la doctrina del nacimiento virginal. Sólo podemos ofrecer aquí unas cuantas escasas indicaciones. En el diálogo del mártir Justino, compuesto hacia 155, con el rabino Trifón, dice éste que también los judíos esperan al Mesías, pero como un “hombre de hombre”. A los cristianos les reprocha que también ellos cuentan historias, que son como los mitos de los griegos, tales como el mito de Perseo, nacido de Dana la virgen, “después de que Zeus se había manifestado bajo la figura de oro. Os tendríais que avergonzar de contar cosas así, como hacen los griegos. Mejor sería que afirmaseis de este Jesús que nació “hombre de hombre”27 La polémica pudo llegar a ser más dura. Ya a finales del siglo I debieron correr diversas historias que invirtieron el sentido de la concepción virginal de Jesús, por ejemplo, como un desliz de María con un soldado romano. 26 Ibid., Cfr. D. Edwards, The Virgin Birth in History and Faith (London 1943) 189-196 y H. Gese, Natus ex Virgine, en: Vom Sinai zum Zion (München 1974) 46. 27 Dial. 99,67.

La polémica por parte de autores paganos viene a parar a lo mismo. Celso, quien compone hacia 178 su escrito contra el cristianismo, retoma la polémica judía e ironiza sobre el enamoramiento de Dios con una desconocida muchacha judía. En parecido nivel se mueve generalmente la crítica pagana sobre este artículo de fe. El hecho de que el nacimiento virginal de Jesús se mantuvo incólume, a pesar de todos los ataques, demuestra lo poco que podía ser explicado partiendo de lo que era “plausible” en aquel tiempo. Y esto se evidencia más si tenemos en cuenta, al mismo tiempo, las discusiones intraeclesiales. En la Gnosis del siglo II el nacimiento virginal fue, en parte, negado, y, en parte, aceptado, pero comprendido siempre en el sentido de una negación de la encarnación real. El Logos habría pasado a través de María como por un canal o una caña. ¿Cómo es que la Iglesia, a pesar de burlas tan extendidas y de tan extendidas incomprensiones de esta fe, la mantuvo tan claramente? Quizás nos sirva la comparación con el otro “misterio que se anuncia en alta voz”, del que habla Ignacio de Antioquía: la muerte en cruz de Jesús. La muerte en cruz es algo tan escandaloso para todos los que tomaron parte en ella, tanto judíos como paganos, pero también para los cristianos mismos, que sólo el hecho histórico mismo podría ser motivo para intentar comprenderlo e interpretarlo y, después, incluso anunciarlo. El hecho es antes que la interpretación. Precisamente porque es tan difícil de explicar y tan escandaloso, aparece en el hecho mismo la urgencia de su interpretación. Nadie podría haber llegado a descubrir la cruz partiendo de modelos judíos o paganos. Sólo el hecho de que Jesús murió con escarnio en el árbol de la vergüenza ha hecho posible que pudiera verse en este terrible acontecimiento algún sentido, cuyas figuras típicas se encontraban ya en lo más profundo del Antiguo Testamento. Algo semejante creemos que ocurre con el nacimiento virginal. ¡No se “descubre” algo que provoca por todas partes burla e incomprensión! Nos parece más bien que la única interpretación

con sentido es ésta: El hecho de una tradición precristiana de tanta solidez como es la del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu es el punto de partida de todos los intentos de interpretar este hecho tan difícil de comprender e incluso de ser anunciado. Sólo esta actitud puede descubrir las relaciones con las promesas veterotestamentarias y mostrar claramente la íntima relación existente entre la vida de Jesús y su concepción por obra del Espíritu. ¿Acaso no aprueba la experiencia humana que es ésta la auténtica secuencia de acontecimientos? ¿No ocurre en nuestras experiencias vitales decisivas que, en primer lugar, hay hechos, acontecimientos, que, en una primera reflexión, no somos capaces de ordenarlos en un conjunto con sentido (un caso de muerte; un fracaso, un encuentro inesperado)? Pero, poco a poco, se descubre su sentido; lo que al principio se nos oponía transversalmente como una valla a nuestro propio plan de vida, puede transformarse en el símbolo de un nuevo sentido vital. Lo que a otros, que están lejos de nosotros, parece ser sólo un tropiezo sin sentido en el camino de la vida, puede para uno mismo desplegar un profundo simbolismo (estoy pensando personalmente en la importancia que tuvo en la vida de mi familia la huída de la patria): El hecho precede a la declaración de su sentido; la importancia reconocida, por el contrario, hace posible ver el hecho en un mayor conjunto de sentido, pudiendo incluso decir: Tenía que ser así, pues así es como tiene más sentido. Pero nadie afirmará que con esto se pudiera descubrir y construir el hecho mismo. Aplicándolo a nuestra pregunta: El nacimiento virginal es demasiado inesperado y extraño para que se pueda hacer de él un “theologumenon”. El hecho de la tradición de este acontecimiento tan misterioso es la ocasión para preguntarnos sobre su sentido. Por el contrario, este conjunto de sentido, que se abrió a la reflexión de la comunidad primitiva, extendió el campo de visión de manera que este acontecimiento aparecía totalmente de acuerdo con la “lógica” de la obra de Dios. Antes de acometer y de descifrar el contenido simbólico del nacimiento virginal, séame permitido presentarles una hipótesis

totalmente personal referente al proceso histórico de esta “apertura de sentido”. Me atrevo a ello confiando en que un tiempo que, como el nuestro, produce tantas hipótesis exegéticas, será lo bastante tolerante como para atender a una simple convicción de un laico in exegeticis – ¡sólo como hipótesis! ¿Cuándo podríamos poner el origen de la tradición comunitaria del nacimiento por obra del Espíritu? Me parece digno de reflexión que relacionemos los comienzos de esta tradición con la experiencia espiritual de la comunidad primitiva. Lucas refiere el “nacimiento” de la Iglesia en Pentecostés mediante claros paralelismos con respecto a la historia del nacimiento de Jesús. En ambos “casos” es la venida del Espíritu la que produce ese admirable nacimiento. Es evidente que en este juego de paralelismos hay un “constructum” teológico. Pero ¿no es menos evidente pensar, al contrario, que la experiencia espiritual de la comunidad primitiva en Jerusalén dio a los cristianos de la primera generación la posibilidad de comprender “desde dentro”, desde la propia experiencia espiritual, el significado del nacimiento por obra del Espíritu? ¿No se podría pensar –permítaseme continuar con mi hipótesis–que la experiencia de la iglesia primitiva se convirtió incluso para la misma María en el “lugar hermenéutico”, en el espacio experimental, en el que le fuera posible hablar del milagro de su propia concepción por obra del Espíritu? La experiencia espiritual de la iglesia primitiva fue vivida, sin duda ninguna, como un acontecimiento por el que se hacía transparente y claro el sentido de la figura de Jesús. ¿No está lleno de sentido aceptar que esta experiencia espiritual, en la que participó también María (He 1,14; 2,1), fue la que por primera vez dio a la comunidad primitiva el fundamento que necesitaban su experiencia y su capacidad de comprensión, para poder aceptar con sentido el anuncio del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu? ¡No está tan desquiciada esta hipótesis! Pensemos en que la experiencia de la iglesia primitiva tenía precisamente como signo indicativo no sólo la comprensión de Cristo, sino también la imitación de Cristo. Para Pablo, el bautizado vive lleno del espíritu

“en Cristo”; muerto con él, resucitado con él, vive “escondido con Cristo en Dios” (Col 3,3). Juan da un paso más: El bautizado ha nacido de nuevo y precisamente del espíritu (Cfr. Jn 3,5.8): este nacimiento no es “ni de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios” (Jn 1,13): “Llega a ser Hijo de Dios no por un nacimiento natural, y menos por un proceso natural, sino por un acontecimiento sobrenatural que sólo Dios podía realizar.”28 Un hombre nuevo, una “nueva criatura” (2Cor 5,17) sólo se llega a ser por medio de un nuevo nacimiento. Es verdad que algunos Padres de la Iglesia (Justino, Hipólito, Ireneo, Tertuliano) y algunos textos leen el versículo antes citado en singular: “Él, que no ha sido engendrado por la sangre... sino por Dios”, y han interpretado esta cita como testimonio a favor de la concepción de Jesús por obra del Espíritu. Aunque estas expresiones tengan un carácter secundario, demuestran, por lo menos, la profunda conciencia que la Iglesia primitiva tenía sobre la específica relación que había entre la experiencia espiritual de los cristianos por el Bautismo y el origen espiritual de la vida de Jesús: La realidad del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu de Dios se tornó de tal manera en garantía que incluso el “nacimiento de agua y de espíritu” (Jn 3,5) donaba realmente una nueva vida. En la defensa del nacimiento de un virgen, que el siglo II nos testimonia tan claramente, no se trata de una apologética ciega a favor de una curiosidad irracional, sino, y a la vez, del realismo de la encarnación de Dios y del realismo de la novedad de esta nueva forma de ser–hombre. Toda la fuerza de los símbolos y de las imágenes de este nuevo ser–hombre arraiga en la realidad de un comienzo nuevo por obra del espíritu. Lenguaje simbólico de la Biblia H. Gese, en un pequeño, pero motivador estudio, ha mostrado la profundamente arraigado que estaba en el Antiguo Testamento, a pesar de toda su novedad, el tema del nacimiento virginal. Sólo 28

R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium I (Freiburg 1965) 238.

vamos a poder mostrarles en esquema lo que Gese desarrolla extensamente. En los dos “evangelios de la infancia”, el de Lucas y el de Mateo, se trata de la interpretación del nacimiento de Jesús como la eclosión del escatológico vástago de David. El hijo prometido “será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1,32s). El vástago davídico prometido es, al mismo tiempo, “Hijo del Altísimo” e hijo de David. Esta curiosa “coexistencia de las dos genealogías: nacimiento divino y humano”29 caracteriza ya la teología veterotestamentaria del Rey David. En la entronización del nuevo rey se canta aquel salmo que en el Nuevo Testamento se dirige muchas veces a Cristo. “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2,7). Un curiosa “conclusión de paternidades divina y humana”.30 Ser rey de Sión, en el “lugar de reposo” de la presencia de Dios en su arca de la alianza, en el lugar de su propiedad, el que Dios se ha elegido para sí (Sal 132), todo esto quiere decir “ser hijo de Dios”, entendido en sentido real. El Hijo de Dios, que “ha nacido hoy” puede decir (en el Sal 2,6): “Ya tengo yo consagrado (de manera admirable) a mi rey en Sión, mi monte santo.”31 En la gran profecía de Isaías, que nos es tan familiar por la liturgia de la Navidad, se promete un nuevo vástago de David: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, el señorío reposará en su hombro.” Y con más claridad se insiste en que este nuevo comienzo “sucederá” en los oscuros tiempos del anonadamiento de Dios mismo. “Desde ahora y hasta siempre, el celo de Yawhé Sebaot hará eso” (Is 9,5s). Al mismo tiempo, hay aquí una fuerte confluencia del nacimiento físico con la entronización como nacimiento divino. Muy expresamente ocurre esto en la famosa profecía al rey Ajaz sobre el nacimiento del 29 H. Gese, Natus ex Virgine, en: Id., Vom Sinai zum Zion (München 1974) 134. 30 Ibid. 137. 31 Ibid. 139.

Emmanuel (Is 7,10–17). El verdadero vástago de David que aquí se promete (“He aquí que la doncella ha concebido y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel”) ya no es un hijo natural de la “casa de David” (v. 13), sino un nuevo rey que viene a escondidas y que llevará por nombre “Dios con nosotros.” A la casa de David, caída en la infidelidad, se le anuncia, por medio de esta promesa, su propio juicio (cfr. vv. 17ss). Por el contrario, la vista se vuelve hacia aquella alma, aquella joven doncella, que dará a luz al nuevo hijo de David. Y como la promesa no se realizase inmediatamente, la esperanza se fue orientando desde entonces cada vez más hacia un futuro totalmente nuevo y definitivo, que superaría todo lo existente. Aquí se dan cita cada vez con más coincidencia dos líneas de promesas: la promesa de que Dios mismo vendrá, bajará, como la otra vez en la liberación de Egipto..., no, de una manera totalmente nueva, grandiosa y definitiva, y la promesa de que Dios suscitará un vástago de la casa de David, que salvará a su pueblo y “será él mismo la paz” (Miq 5,4a). La Iglesia primitiva pudo retrospectivamente saber que estas dos líneas confluían definitivamente en el nacimiento de Jesús. En los sutiles símbolos y sugerencias veterotestamentarias sobre las “historias infantiles” (especialmente en Lucas) se pone claramente de manifiesto que el nacimiento de Jesús es “ya todo el Evangelio”,32 la buena nueva de la venida de Dios a este mundo. Lucas nos da a conocer en todo esto que María es “la puerta por la que entra la salvación de Dios”,33 al ver en María, por una parte, la “hija de Sión” y, por otra, el “arca de la alianza”. En el saludo del ángel: “chaire – alégrate” (Lc 1,28), se puede descubrir, con cierta seguridad, una referencia a la profecía de Sofonías (3,14–18): “Alégrate, hija de Sión, salta de gozo, Israel,... el Señor es el rey de Israel en medio de ti.” El saludo del ángel es el anuncio de la gran alegría mesiánica. Por medio de una 32 33

Ibid. 145. Ibid. 143s.

magnífica tipología, María es considerada como la Sión definitiva, como el lugar donde habita Dios entre los hombres: “No temas, Sión, Jahwé, tu Dios, está en medio de ti (literalmente: en tu regazo), como fuerte salvador” (Sof 3,16s; cfr. Lc 1,30s.).34 María es, pues, “la verdadera Sión en persona. Ella es el verdadero Israel... Ella es el ‘pueblo de Dios’, que da frutos por el poder gracioso de Dios.”35 María aparece también como la culminación tipológica del arca de la alianza. La visita de María a Isabel (Lc 1,39–44) está llena de referencias al traslado a Jerusalén por David del arca de la alianza (2Sam 6,2–11): ambas cosas suceden en la montaña de Judá; ambas producen alegría (alegría del pueblo de Jerusalén; alegría de Isabel y del niño); al baile alegre de David corresponde el salto del niño en el vientre de Isabel; finalmente, al grito de David: “¿Cómo voy a llevar a mi casa el arca de Yahwé?” la exclamación de Isabel “¿Y de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Lucas ve, por tanto, en María el arca de la alianza, en la que y por la que Dios hace su morada definitiva en medio de su pueblo. Una pequeña sugerencia sobre la última tipología: El simbolismo de la “habitación de Dios” en María, como Sión y arca de la alianza, se completa por la tienda de la alianza. La concepción por obra del espíritu nos la anuncia Lucas con palabras que claramente nos recuerdan la nube de la gloria de Dios que moraba sobre la tienda de la alianza (Ex 40,35). “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios.” (Lc 1,35). Con esto no hemos agotado ni mucho menos el rico simbolismo bíblico. La liturgia es el lugar ideal para introducirnos en este simbolismo. Pero para ello hace falta, evidentemente, una sensibilidad por los símbolos, de cuya inexistencia se habla hoy con tanta frecuencia. Nosotros pensamos, sin embargo, de otra 34 R. Laurentin, Struktur und Theologie der Kindheitsgeschichte (Stuttgart 1967) 75-82. 35 J. Ratzinger, Die Tochter Zion (Einsiedeln 41990) 41.

lukanischen

manera. Son precisamente estos símbolos de la tipología bíblica, tan fuertes y profundos, los que hoy más que nunca nos impactan, porque conmueven las profundas añoranzas del hombre, haciendo posible su manifestación expresiva. Por ello, deberíamos también atrevernos a volver a aprender y a usar esta simbología bíblica.

Y SE HIZO HOMBRE

En esta meditación vamos a tratar dos puntos históricos del tema Encarnación: 1. Como continuación de la meditación “Nacido de la Virgen” nos preguntaremos qué importancia ha tenido la concepción por obra del espíritu para la comprensión de lo nuevo en la humanidad de Cristo. 2. Para obtener una visión general nos preguntaremos, por fin, sobre la última razón de la encarnación. Vida por el espíritu: Las raíces del Hombre Nuevo El lenguaje simbólico de la Biblia sobre el Hijo concebido por María nos dice: Él es la “morada de Dios” entre los hombres. Dios mismo es el “rey de Israel en medio de ti” (Sof 3,14). Y, sin embargo, es un hijo del hombre, con toda su humanidad tan improbable como indudable. También los profetas estaban llenos de espíritu, sobrecogidos por el espíritu, algunos ya “desde el vientre de su madre” (Lc 1,15), como Juan Bautista. Pero la concepción de Jesús por obra del espíritu dice algo más: Este niño ha sido “todo él hecho por Dios en sus orígenes”;36 él no está lleno de espíritu, sino que el espíritu de Dios determina lo más hondo de su ser y de su existencia. Ésta es la expresión decisiva de la doctrina sobre el nacimiento virginal. Intentemos explicarlo mejor. La venida de Dios la describen los anuncios proféticos del Antiguo Testamento, cada vez con más claridad, como una venida que todo lo renueva (Cfr. Is 43,19). La predicación de Jesús, su vida pública, sus signos, todo fue experimentado como algo maravillosamente nuevo. (cfr. Mc 1,22.27; 2,12). La Iglesia primitiva comprendió, sobre todo, su muerte y su resurrección como el comienzo de la renovación escatológica (cfr. 2Cor 5,17; Apoc 21,1, entre otros) ¿Y qué era eso nuevo? ¿Acaso no dice con cierto escepticismo el predicador: “Lo que fue, eso será; lo que se 36

H. Schürmann, Das Lukasevangelium I (Freiburg 1969) 53.

hizo, eso se hará; nada nuevo hay bajo el sol” (Qo 1,9)? ¿Y no tendrán razón los que, en son de burla, afirman que con Cristo nada ha cambiado en el mundo? “¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que murieron los Padres, todo sigue como al principio de la creación” (2 Pe 3,4). En este momento es cuando la concepción espiritual de Cristo alcanza toda su grandeza: Aquí hay un hombre, cuya existencia es nueva desde sus raíces. En medio de un mundo en el que lo nuevo sucede a lo viejo, envejeciéndose, hay un nuevo ser– hombre, una vida humana, cuya concepción no sólo no lleva en sí misma el germen de la muerte, sino que proviene enteramente de lo nuevo de Dios. La Biblia sabe que ningún hombre nacerá sin que aparezca su nombre en una historia del pecado, la que heredará y transmitirá en herencia (esto es precisamente lo que se muestra en el árbol genealógico de Jesús en el evangelio de Mateo): “Mira que en culpa ya nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). ¿Nos podemos imaginar una existencia humana que desde sus mismos orígenes esté libre de culpa? ¿Una vida, que desde sus raíces, sea santa y sin pecado? Esto es precisamente lo que nos dice la concepción de Jesús por obra del espíritu. ¿Existencia sin pecado? Se suele oír con frecuencia que el hecho de que Cristo esté libre de pecado perjudica su verdadera humanidad. En el trasfondo de esta afirmación hay un total desconocimiento de lo que es el pecado. Si el pecado significa un No a Dios, un no, que tiene también como consecuencia una ruptura con el prójimo, entonces el pecado es real y concretamente el germen de la muerte (Cfr. Rom 5,12). Una existencia sin pecado significa más bien: ser un hombre abierto a Dios y al prójimo. Ahora vemos toda la trascendencia de la fe en el nacimiento virginal: De la nueva concepción de Jesús se sigue una nueva vida. Su existencia, obra del espíritu, hace posible un nuevo ser del hombre, que, desde sus raíces está abierto sin límite a Dios, de tal manera que Dios es siempre para él Abbá, Padre. Su vida, desde su origen espiritual, es también la razón más profunda de que el hombre se comunique de manera increíble con los otros hombres.

Aquí hay un hombre, de cuyo encuentro surge la salvación; aquí ha aparecido un hombre, que no deja heridos tras de sí. Ser hombre sin herir. ¿No se puede comprender así el ser hombre por obra del espíritu? ¿No es esto precisamente lo contrario de la humanidad pecadora, que siempre hiere, aun cuando está aliada con el bien? Un nuevo ser–hombre: totalmente abierto al Padre, totalmente abierto a los hermanos. La muerte, consecuencia del pecado, no tiene ya poder sobre esta vida. Y con todo, es particularmente sensible al dolor: Quien, desde las fuentes más profundas de su existencia, está abierto, se encuentra “indefenso” ante la dureza del mal y del pecado. Si buscamos la razón más profunda de la apertura de Jesús en la obra del espíritu sobre su existencia, llegaremos a buscar también en ella la razón de su muerte. Su camino hacia la muerte no fue el resultado natural de su nacimiento, así como nuestro nacimiento nos conduce a la muerte. Él se enfrentó a la muerte, porque su vida nunca estuvo centrada en sí mismo. Abierto a todos, la culpa de todos, cayó sobre él, el que más dispuesto estaba: “¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! – así interpreta Mateo la disponibilidad de Jesús a la luz del siervo de Dios (Is 53,4; Mt 8,17). Y el círculo queda así completo. Porque él ha sido concebido por obra del Espíritu Santo, y nacido del sí ilimitado de María, por eso es también su muerte un morir “para nosotros” (1Cor 15,3); por eso no pudo la muerte mantener ningún poder sobre él (Apoc 2,27), pues, desde el momento de su concepción, no encontró ella espacio alguno en esa vida, que era obra del espíritu. En el Credo confesamos estos misterios: Concepción virginal y nacimiento de Jesús de María virgen; muerto por nosotros y por nuestra salvación; resurrección y glorificación eterna. Lo que nos parece ser una serie inconexa de afirmaciones, se nos manifiesta –si profundizamos en el nexus mysteriorum, en el nexo de los misterios, miramos debajo de la alfombra, y nos apercibimos de sus innumerables conexiones– como un cuadro lleno de una gran coherencia y equilibrio. Ahora bien, todo

depende de si nos atrevemos a ser lo suficientemente sencillos para creer en la realidad de estos misterios. Sólo desde esta fe comienzan a ser trasparentes. Divinización: la meta del Hombre Nuevo El Prefacio de la fiesta de Navidad señala como último fin de la encarnación la “divinización” del hombre: “Hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos.” El motivo del “admirable intercambio” recorre toda la liturgia navideña: “Haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo, que ha asumida nuestra naturaleza humana”; o el 29 de diciembre en la oración del ofertorio: “Acepta, Señor, estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un admirable intercambio, pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste, esperamos merecerte a ti mismo como premio.” Desde los comienzos de la teología cristiana, siempre se ha aducido como razón de la encarnación el que “Dios se hizo hombre, para que el hombre llegase a ser Dios.” En Ángel Silesio encontramos ya este tema: “Sí, pensad, que Dios me torno, y llega Él en miseria, para que yo entre en su reino, y llegar a ser Él pueda.”37

37

Al ser traducción libre de una poesía la reproducimos en su idioma

original: “Ja, denk’t doch, Gott werde ich und kommt ins Elend her, Auf daß ich komm’in’s Reich, und möge werden Er.” Tercer libro, 20.

Contra esta forma de imaginarnos nuestro fin se levantan hoy protestas, en parte, muy enérgicas. El psicoanalista H. E. Richter reduce toda la crisis de la civilización tecnológica a un “complejo de Dios”, epidémicamente extendido en Occidente, es decir, a un deseo exagerado por conseguir el poder de Dios, que todo lo quiere dominar y es, al mismo tiempo, incapaz de sufrir, de con-sufrir y de renunciar por solidaridad. El filósofo E. Topisch elimina todos los caminos míticos y políticos que llevan a la divinización y propone esta escéptica pegunta: “Y si en definitiva el hombre se hace Dios, ¿qué gana con ello?” El teólogo Hans Küng ha generalizado la pregunta: “¿Acaso se le ocurre hoy a un hombre en sus cabales querer ser Dios? Este escepticismo puede ser comprendido como una reacción a los peligros que ha conjurado una exagerada autovaloración del hombre; pretende ser, por ello, una advertencia a que nos hagamos más humildes, a que aceptemos los fracasos y fallos; de no hacerlo así, la supervivencia de la humanidad parece amenazada cada vez más. La llamada a la renuncia, a las ansias de ser como Dios se hace, con todo, problemática, si, como alternativa a ella, se nos ofrece únicamente la entrega de toda “ansia hacia el totalmente otro” (M. Horkheimer). La humildad en una existencia transitoria, la renuncia a toda ansia a ir más allá de la finitud y de la mortalidad, no puede ser la solución, y no se ve cómo esta forma de humillación pueda motivar a los hombres a la solidaridad, la disponibilidad y la simpatía. La manera cristiana de imaginarse el fin último como la divinización del hombre no camina por la senda de la autodivinización. Más bien es el remedio contra el “complejo de Dios”, contra la necesidad forzada de querer ser uno mismo como Dios; es la solución a una imagen de Dios, que proyecta, desenfocándola, la propia impotencia en una despótica omnipotencia de Dios. El motivo navideño de un “maravilloso intercambio” nos muestra la dirección en la que hay que buscar cristianamente la “divinización” del hombre. En Pablo queda el tema formulado como indicativo del camino a seguir: “Conocéis bien la

generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico por vosotros, se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Cor 8,9). El camino cristiano hacia la divinización sólo puede, por tanto, ser éste: el que hace al hombre semejante a Dios en su “autodespojamiento” (Cfr. Fil 2,7), por el que nos enriquece. El objetivo de la encarnación de Dios es la divinización del hombre. El camino que conduce a esa meta no puede ser otro que el que el Hijo de Dios ha hecho, al hacerse hombre. Gregorio Nacianceno formula así este motivo paulino: “Dios toma la pobreza de mi carne para que yo reciba la riqueza de su divinidad.”38 En el icono navideño, al que he dedicado la siguiente y última meditación, aparece en el mismo centro este intercambio o, como Lutero lo llama, este “dichoso intercambio”. Todo se medita con el lenguaje del símbolo: cómo Dios, al hacerse hombre, toma mi pobre carne, y cómo yo recibo de su pobreza la riqueza de su vida divina.

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Or. 32, PG 36,325C.

LOS ICONOS NAVIDEÑOS

La encarnación en el lenguaje de los iconos A nuestro actual ámbito cultural no le resultan ni extraños ni desconocidos los iconos, como obras de arte dotadas de una especial simbología. La fascinación que ejercen sobre nosotros es tanto más admirable cuanto que la significación y el “lenguaje” de los iconos, las más de las veces, nos es desconocida. Al contrario de las realistas representaciones navideñas del arte occidental, que afectan más a nuestros sentimientos, los iconos navideños tienen una eficacia misteriosa y cultual. Quizás sea esta característica la que nos los hace tan atractivos. Los intentos explicativos de los iconos navideños que siguen no quieren sin más “aclarar” lo que la imagen significa, sino dejar hablar a su propio lenguaje a través de algunas indicaciones histórico–culturales y, especialmente, a través de los textos litúrgicos. Un antiguo programa simbólico Los cinco iconos navideños que ofrecemos en este librito pertenecen a un espacio de tiempo que abarca unos mil años. En ellos, desde el más antiguo de los tres, (fig. 2. Siglo VI) hasta el más moderno (fig. 1. Siglo XVI), se ponen de manifiesto ciertos elementos compositivos, que se encuentran en sorprendente contraposición a las imágenes navideñas del occidente, tal y como nos son conocidas desde la Alta Edad Media: María y José no están de rodillas orando ante el Niño; el Niño no yace ni en un pesebre ni en un establo. En vez de esto, María, grandiosa, yace, las más de las veces, en el centro de la composición, sobre una especie de colchón en forma de cama; su mirada no se dirige hacia el Niño; José se encuentra sentado aparte, algo lejos de María y del Niño, caviloso y mirando hacia otra parte; el Niño, por último, yace en una gruta, sobre una mesa en forma de altar y muy envuelto en pañales atados. A esto se añade, casi siempre, las dos parteras que bañan al Niño: De esto último apenas nos informa nada el arte occidental. Por el contrario, reconoce este arte muy bien a los ángeles, a los pastores y a los magos que vienen de Oriente. Pero incluso en esto, el ordenamiento plástico del programa simbólico

de Oriente nos parece extraño. Como extraña es también la admirable consistencia de este programa. Nuestra actual manera de ver el arte quiere ver en ello un signo de un fuerte tradicionalismo, incapaz de crear nada nuevo. Nos hace falta una sensibilidad cuidadosa y abierta para superar estos prejuicios. La fidelidad estricta al modelo iconográfico es cualquier otra cosa menos una burda copia de lo mismo. Los artistas, muy al contrario, buscan nuevas maneras de representar el mismo gran misterio. Sólo a los que los iconos les resulten familiares, descubrirán lo nuevo y propio de cada uno de ellos, y lo poco que el programa iconográfico limita la libertad del artista. La característica propia de este programa la comprenderemos en seguida si la relacionamos con lo que la Iglesia ha enseñado sobre la persona y la misión de Cristo, sobre todo, a partir de los primeros grandes concilios. Los iconos navideños están compuestos alrededor del misterio de la encarnación. Son una confesión de la verdadera encarnación de Dios, pero no de forma abstracta, como dando lecciones, sino en el lenguaje intuitivo de la expresión simbólica. “Una gran luz...” Los iconos navideños no representan históricamente la noche del nacimiento de Jesús, en Belén, sino, simbólicamente, la oscuridad del mundo, en el que rompe la luz de la gran esperanza. De aquí viene ese sutil juego entre luz y tiniebla: Sobre la oscura gruta está la “luz brillante que viene de lo alto”, que –según el cántico de Zacarías– ilumina a aquellos que “se hallan sentados en tinieblas y sombra de muerte” (Lc 1,78s). La estrella sobre el icono navideño “condensa” de alguna manera la plenitud iconográfica de la luz, que desde lo alto, se derrama sobre todo el cuadro. La estrella significa, sin duda alguna, y en primer lugar, aquella que habían visto los magos de Oriente. En ocasiones, los magos la señalan con sus gestos (fig. 4 y 5). Pero si lo consideramos todo esto más profundamente, veremos que la estrella es el mismo Cristo. Así lo interpreta Ambrosio de Milán: “La estrella es visible

a los sabios; invisible allí donde Herodes mora; donde Cristo está volverá a lucir y nos indicará el camino. Esta estrella es, pues, camino, el camino que es Cristo, porque Cristo es estrella en el misterio de la encarnación; pues ‘de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel’ (Num 24,17). Es decir, allí donde Cristo está, allí esta también la estrella. Él es la ‘estrella radiante del alba’ (Apoc 22,16). Con su propia luz se identifica.”39 Esta luz alumbra realmente en la tierra. Por eso, está la estrella en comunicación con el Niño, a través de uno o varios rayos de luz (fig. 4): “¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahwé sobre ti ha amanecido! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra..., mas sobre ti amanece Yahwé y su gloria sobre ti aparece” (Is 60,1s.; Hab 3,4).”40 Buey y asno Ambos animales junto al pesebre nos resultan familiares en nuestras imágenes navideñas de occidente. Pertenecen al acervo más antiguo de las representaciones del nacimiento de Cristo. ¿Cómo damos con estos animales si los evangelistas ni siquiera los mencionan? El buey y el asno nos recuerdan que la iconografía cristiana representan algunas escenas que no se toman de los cuatro evangelios canónicos, sino de la exuberante fantasía de los apócrifos. Maestros de la Iglesia y teólogos han dado lugar a una dura, pero con frecuencia inútil, controversia sobre estos escritos. Los artistas, por el contrario, les han dado a estas historias apócrifas incluso carta de naturaleza permanente, pues estos evangelios apócrifos hacen frecuentemente una “teología narrativa”, que se acomoda muy bien al lenguaje simbólico de la Biblia. Así dice el “apócrifo del Pseudo–Mateo” (c. 14): “Al tercer día, después del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, salió la 39 40

76.

Lukaskommentar II, 45. C. Schiller, Ikonographie der christlichen Kunst (Gütersloh 11966)

santísima María de la gruta, se dirigió a un establo y colocó a su Niño en un pesebre y un buey y un asno lo adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías, diciendo: ‘Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo’ (Is 1,3). Así es cómo inclusos los animales, el buey y el asno, lo adoraron continuamente mientras estuvo entre ellos. Así se cumplió lo que había anunciado el profeta Habacuc, diciendo: ‘Serás reconocido entre dos animales’ (Hab 3,2: LXX).” Se dice que este texto (siglo V) y la representación simbólica radican en una vieja tradición, según la cual estos textos proféticos están referidos a Cristo. Pero más importante que esto es lo que en este cuadro se dice: que este Niño es “el Señor del cielo y de la tierra”. Ángeles, hombres e incluso animales se inclinan adorando a su Creador que se ha hecho criatura. No es necesario, por otra parte, que siempre haya un asno. En los iconos rusos está sustituido por un caballo (fig. 5), quizás debido esto a la predilección que tienen los rusos por los caballos (símbolo de la vida; los iconos rusos nos ofrecen extraordinarias representaciones equinas), por lo que les conceden una especial significación.41 “Pesebre” y gruta El evangelista Lucas nos habla de un “pesebre” (Lc 2,7.12), en el que María había colocado al recién nacido. Nuestras representaciones icónicas nos muestran más bien una construcción en forma de un elevado altar de piedra o rodeado de un muro. ¿Será esto para decirnos que este Niño, ya desde el principio, está destinado a caminar por la senda que lleva a la cruz? Por ello se habla del “pesebre de la cruz”,42 poniendo en profunda relación la encarnación y la cruz. El mismo evangelio de Juan interpreta la 41 Cfr. W. Solouchin, Schwarze Ikonen. Ich entdecke das verborgene Rußland (Salzburg 1978) 191-194. 42 G. Drobot, Icône de la Nativité (Abbaye de Bellefontaine 21975); Col. Spiritualité Orientale, Nº 15) 253.

encarnación como pan, como la “eucaristización” de la palabra.43 Una peregrina del siglo IV recoge esta idea cuando saluda el lugar del nacimiento de Cristo: “Dios te salve, Belén, ‘lugar del pan’, donde nació el pan que del cielo ha bajado (Cfr. Jn 6,41).”44 Esta interpretación queda reafirmada por el hecho de que el Niño aparece siempre envuelto en pañales bien atados (cfr. fig. 4); nos llama en esto la atención su paralelismo con las representaciones de la sepultura. María, que coloca a su Hijo en el pesebre, realiza aquí –así podríamos decirlo– el gesto de ofrecimiento en la sepultura. Lo que a nosotros nos parece como un simbolismo atrevido, la liturgia de la iglesia oriental lo considera como algo evidente: los ritos de preparación para la sepultura de la liturgia bizantina destacan claramente esta relación; los textos que la acompañan explican la preparación de los dones eucarísticos, partiendo de los misterios en los que Cristo se entregó por nosotros en su cuerpo: su nacimiento y su muerte.45 ¿No se refiere también la gruta, en último término, a esta relación? La tumba de Cristo, incluso la gruta del Hades (cfr. los iconos de la resurrección), en la que yace Adán –la humanidad caída– está previamente explicada por la gruta del nacimiento. “Gloria en el cielo al Dios Trino, por el que apareció entre nosotros su complacencia para redimirnos – como el nuevo Adán que ama a los hombres– de la maldición uránica.” Así se reza en el libro de las horas de la fiesta de Navidad de la Iglesia oriental.46 ¿No se reducirá excesivamente esta imagen al espacio de una alegoría arbitraria? Todo lo contrario. Esta forma de tipología teológica es significativa para el lenguaje de los iconos: en ella se 43

Intento traducir así la expresión alemana: Eucharistiewerdung des

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W. Nyssen, Frühchristliches Byzanz (Trier 51978; Reihe „Sophia“ t.

Wortes. 2) 83.

45 P. Plank, “Die Weihnachtsikone der byzantinischen Orthodoxie”, en: Der Christliche Osten 33 (1978) 153-158. Aquí 156. 46 K. Onasch, Das Weihnachtsfest im orthodoxen Kirchenjahr. Liturgie und Ikonographie (Berlin 1958) 175-178.

traduce alegóricamente lo que de forma general se formula en el Credo: “Por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y se hizo carne...” El icono no se interesa por lo anecdótico, sino por lo típico. El altar en forma de pesebre y la oscuridad de la gruta del nacimiento dicen con gran claridad lo que significa el nacimiento de este Niño. Ya en su encarnación Cristo descendió a los infiernos, en donde yacía “Adán”, esto es, la humanidad que vivía en “sombras de muerte”. ¿Hay acaso una manera más simbólica de expresar la alegría sobre el nacimiento de Cristo que con la imagen del Niño rodeado de luz en la gruta oscura de la montaña (fig. 1)? La Madre de Dios Lo que más asombra al observador occidental en los iconos navideños de la Iglesia oriental es que en ellos María y no el Niño es la que se encuentra en el centro y que, además, María está generalmente de espaldas al Niño. Esto no tiene, sin embargo, nada que ver con un exagerado culto a María; su sentido estriba más bien en el mismo programa simbólico propio de los iconos navideños. Al referirse el icono cristológico a la confesión de la encarnación de la palabra eterna, el icono navideño se comprende como una consideración sobre el “cómo” de la encarnación. El icono navideño de la escuela de Rublew (fig. 5) es el que con más claridad lo explica esto. La Madre de Dios (a la Iglesia oriental le gusta hablar de María con este título) se presenta, grandiosa, en el centro del cuadro. Su postura expresa claramente la extenuación del parto. La realidad de su maternidad queda si cabe aún más subrayada por el hecho de que su seno está exactamente en el medio del cuadro. El icono retoma, con su lenguaje simbólico, aquellas palabras de la mujer que en medio del pueblo gritó: “Bendito el vientre que te llevó” (Lc 11,27). El icono pone de manifiesto así una clara confesión del nacimiento real de Cristo y, con ello, de su real humanidad. Asimismo, la representación de María subraya también la otra parte: “Tú, oh Madre de Dios, has engendrado en tu seno a la Palabra, al Dios infinito, que por nosotros los hombres ha tomado

nuestra naturaleza.” Así se expresa un himno mariano bizantino.47 La maternidad de María está en el centro del icono, porque así la admiración sobre la real encarnación de la Palabra de Dios recibe toda su expresión simbólica. Por ello, la iconografía subraya ambas cosas: la maternidad humana, pero también la inefable dignidad de María. Señal de esta dignidad es el vestido purpúreo y, a veces, azul real, de la Madre de Dios. El paralelismo litúrgico indica que el tema de la maternidad de María también experimenta ocasionalmente una duplicación, al interpretarse en relación con María y su seno maternal la montaña y la gruta del nacimiento. La liturgia bizantina, con referencia a las palabras proféticas veterotestamentarias (Dan 2,34), contempla a María como el monte santo del que nace el mismo Dios. “Alégrate, María, Madre virgen, monte santo, edén, paraíso del que ha nacido Cristo Dios.”48 Y aún más claramente: “Un niñito ha nacido del monte de la Virgen, la palabra para la renovación de los pueblos.”49 Estas relaciones simbólicas y tipológicas nos indican que los iconos no nos dicen las cosas sentimentalmente, sino que quieren descubrir la profundidad simbólica de la historia. La historia debe transparentarse en su sentido más profundo. La escena del baño Este anexo pictórico está muy claro incluso cuando los pintores parecen contar sólo anécdotas (fig. 1). Así en las dos escenas que tienen lugar abajo en el cuadro, totalmente en tierra, en el “suelo de la realidad”: el baño del Niño y la cavilación de José. La escena del baño tiene su origen en los evangelios apócrifos, que nos hablan de dos parteras, diciéndonos incluso sus nombres: Zelomi y Salomé. La iconografía les confía a ellas sólo la tarea de bañar al recién nacido, lo que hacen ellas a conciencia,

K. Kirchhoff, Hymnen der Ostkirche (Münster 21960) 120. K. Onasch, ibid. 179. 49 Ibid. 182. 47 48

comprobando incluso una de ellas si la temperatura del agua es la adecuada. La cavilación de José Si el baño del Niño Jesús muestra la inequívoca realidad de su humanidad, en la escena de José se nos presenta el misterio de su concepción por el Espíritu y el de su divinidad. La extraña figura con vestido velloso, que generalmente se encuentra junto a José, ha sido interpretada de diversas maneras: como uno de los pastores, que vienen a adorar al Niño; como el profeta Isaías, que disipa las dudas y cavilaciones de José, recordándole su promesa sobre la virgen que dará a luz (Is 7,14); o como el tentador, que agobia a José con sus preguntas críticas. La liturgia de la Iglesia oriental no se arredra al dramatizar dialogando las dudas de José y la respuesta de María. Un himno (tropar) del libro de las horas de Navidad es la más exacta interpretación de los gestos con los que María, en la fig. 2, habla dirigiéndose a José: “Cuando José, oh Virgen, herido y triste estaba, le hablaste tú así, camino de Belén: ¿Por qué te afliges, José, al verme como estoy en cinta? ¿No conoces el misterio que hay en mí, que a todos hará estremecer? Acepta el milagro y no temas ya más en adelante. Pues por gracia vino Dios a la tierra en mi seno virginal y se hizo hombre. Por su benevolencia lo contemplarás cuando haya nacido, y, lleno de alegría, lo adorarás

como a tu creador. A él, a quien los ángeles cantan sin cesar y lo honran junto con el Padre y el Espíritu Santo.”50 Al fin de estas consideraciones puede ser que alguien se reconozca en seguida en las preguntas y dudas, en el temor de José, y que tenga la impresión de que está sentado a un lado de la escena, como él, caviloso y lleno de preguntas y como expulsado de una historia en la que parece no tener sitio alguno. Si tal le sucediera, le diré que ha comprendido sorprendentemente bien el lenguaje del icono. La figura cavilosa de José explica claramente algo que es típico en el icono: el icono no representa un mundo cerrado, al que el observador accede como algo extraño. Es más bien un cuadro abierto en el que el observador tiene su sitio como un actor más, integrado en el acontecimiento. El icono no pretende representar un suceso pasado como algo ya acabado y cerrado, sino invitar al observador a que tome parte en el presente vivo del acontecimiento. En José estamos nosotros representados, rogándosenos a que declinemos nuestras dudas y a que nos demos cuenta de lo inefable de la encarnación de Dios. Para quien siga esta invitación, el icono navideño dejará de ser una mera obra de arte como otras. Se encontrará en el icono con el mismo acontecimiento de la Navidad y podrá decir con la liturgia bizantina: “Un misterio estoy viendo, extraño e incomprensible. La gruta es el cielo, y la Virgen el trono de querubes. El pesebre es el ámbito F. Jockwig, “Die liturgischen Texte zur Feier des Weihnachtsfestes im bizantinisschen Ritus“, en Der Christliche Osten 33 (1978) 148-153. 50

en el que yace aquel, a quien el espacio no limita, Cristo, Dios, a quien ensalzamos con nuestro cántico de alabanza.”

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