Cesar Zumeta. Biografia intelectual

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Descripción

Biblioteca Biográfica Venezolana

César Zumeta

1810 Bicentenario de la Independencia de Venezuela 2010

César Zumeta (1863-1955)

Luis Ricardo Dávila

BIBLIOTECA BIOGRÁFICA VENEZOLANA Director: Simón Alberto Consalvi Asistente Editorial: Edgardo Mondolfi Gudat Consejo Asesor Ramón J. Velásquez Eugenio Montejo Carlos Hernández Delfino Edgardo Mondolfi Gudat Simón Alberto Consalvi C.A. Editora El Nacional Presidente Editor: Miguel Henrique Otero Presidente Ejecutivo: Manuel Sucre Editor Adjunto: Sergio Dahbar Asesor Editorial: Simón Alberto Consalvi Gerente de Arte: Jaime Cruz Gerencia Unidad de Nuevos Productos: Tatiana Iurkovic Gerencia de Desarrollo de Nuevos Productos: Haisha Wahnón Coordinación de Nuevos Productos: Astrid Martínez Yosira Sequera Diseño Gráfico y realización de portada: 72 DPI Fotografías: FALTA Impresión: Editorial Arte Distribución: El Nacional Las entidades patrocinantes de la Biblioteca Biográfica Venezolana, Banco del Caribe y C.A. Editora El Nacional, no se hacen responsables de los puntos de vista expresados por los autores. Depósito legal: FALTA ISBN: 980-6518-56-X (O.C.) ISBN: FALTA

Conversación con el lector La Biblioteca Biográfica Venezolana es un proyecto de largo alcance, destinado a llenar un gran vacío en cuanto se refiere al conocimiento de innumerables personajes, bien se trate de actores políticos, intelectuales, artistas, científicos, o aquellos que desde diferentes posiciones se han perfilado a lo largo de nuestra historia. Este proyecto ha sido posible por la alianza cultural convenida entre el Banco del Caribe y el diario El Nacional, y el cual se inscribe dentro de las celebraciones del bicentenario de la Independencia de Venezuela, 1810-2010. Es un tiempo propicio, por consiguiente, para intentar una colección que incorpore al mayor número de venezolanos y que sus vidas sean tratadas y difundidas de manera adecuada. Tanto el estilo de los autores a cargo de la colección, como la diversidad de los personajes que abarca, permite un ejercicio de interpretación de las distintas épocas, concebido todo ello en estilo accesible, tratado desde una perspectiva actual. Al propiciar una colección con las particulares características que reviste la Biblioteca Biográfica Venezolana, el Banco del Caribe y el diario El Nacional buscan situar en el mapa las claves permanentes de lo que somos como nación. Se trata, en otras palabras, de asumir lo que un gran escritor, Augusto Mijares, definió como lo “afirmativo venezolano”. Al hacerlo, confiamos en lo mucho que esta iniciativa pueda significar como aporte a la cultura y al conocimiento de nuestra historia, en correspondencia con la preocupación permanente de ambas empresas en el ejercicio de su responsabilidad social. Miguel Ignacio Purroy

Miguel Henrique Otero

Presidente del Banco del Caribe

Presidente Editor de El Nacional

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“Compleja y grande es la obra del biógrafo”. C. Z., 1898

La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence. Esto es válido no sólo para el mundo físico, con mayor determinación también lo es para el mundo intelectual. Así, la obra demoledora, por crítica; y reconstructora, por comprensiva, de César Zumeta no puede apreciarse debidamente, sino representándose la política, la sensibilidad literaria y la moral del fin del siglo XIX venezolano e hispanoamericano y la imagen que la sociedad se forjaba entonces de temas como el orden y el caos, la decadencia y el progreso, la república y la autocracia. Hoy, las ideas de Zumeta –tenidas cincuenta años atrás por apología y justificación de tiranías caudillistas– han comenzado a circular en el lenguaje y la perspectiva de una nueva época; hasta tal punto parecen tan evidentes algunos de los temas por él concebidos: el imperialismo, la debilidad republicana en Hispanoamérica, la educación popular como base del progreso social, la “revolución del trabajo”, la defensa económica del continente, que en realidad requiere más esfuerzo abstraerse a ellos que repensarlos y adoptarlos.

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Precisamente por la circunstancia de que nuestro siglo XX y ahora el comienzo del XXI no pueden ya comprender por qué el siglo XIX se opuso con tanto tesón a las grandes rémoras heredadas, primero, de la colonia, y luego, del proceso independentista; y a la política de las grandes potencias mundiales, precisamente por eso, decimos que se hace necesario examinar retrospectivamente las actitudes psicológicas, políticas, morales y literarias de aquella generación de intelectuales que actuaron y pensaron entre el último tercio del siglo XIX y primeras décadas del XX, para así retomar nuevamente temas que aún no han sido resueltos enteramente ni en lo nacional ni en lo continental. César Zumeta, entre aquellos intelectuales de su tiempo, destaca como hombre múltiple en la producción de ideas y en los conocimientos. Filósofo, moralista, sociólogo, polemista y crítico literario. Hombre de alta cultura y pulida sensibilidad es, además, periodista de combate y diplomático; venciendo limitaciones se paseó por la historia y la literatura del mundo sin sacrificar la elegancia de la forma, ni la riqueza de los tonos y sus matices (“les nuances” de Verlaine a quien oyó con especial atención). La complejidad y belleza de sus recursos expresivos hará que un Rubén Darío señale que “como hombre de letras, merece un renombre superior al que ha logrado por su labor sociológica”. Es también Zumeta un hombre fuente, aquel desde donde se abren cauces. Raro será el hispanoamericano de letras o de pensamiento que no conozca alguna página suya. Los que ignoran sus Primeras páginas (1892), acaso hayan leído Escrituras y lecturas (1899). Puede no haberse oído hablar de sus polémicas periodísticas contra la dictadura de Guzmán Blanco, a través de El Anunciador (1883) o contra Andueza Palacio, en El Pueblo (1890), o contra Joaquín Crespo en La Opinión Nacional (1891) o en El Tiempo (1892); pero, ¿quién desconoce enteramente sus colaboraciones en El Cojo Ilustrado (1896-1914) o su Continente Enfermo (1899)? Digo enteramente, porque aún ignorado, por ejemplo, este denso opúsculo, de seguro se han leído algunos fragmentos del mismo por la enorme influencia que tuvo en lo hispanoamericano, además de que, de tiempo en tiempo, diarios y

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revistas reproducen, partes de tan importante escrito como para obsequiar a sus lectores con las posturas ante una problemática que no desampara nuestra política y nuestra propia condición histórica. Y, a pesar de esto, el nombre de Zumeta nunca fue muy popular en Venezuela. ¿Por qué? Acaso porque su estilo no abunda en el soneto complaciente a que siempre han estado acostumbradas nuestras letras criollas. La ausencia de vocales, consonantes y adjetivos adulatorios con tono de villancico, no han repercutido nunca en la región más transparente de las ideas, mucho menos en la de los conceptos y el pensamiento. Regiones poco frecuentadas por el común de los lectores o por los candidatos a gobernantes que, naturalmente, nada tienen que hacer con aquella sociología y filosofía del hombre y los procesos criollos que nos permiten pensar nuestro mundo para precisamente poder situarnos en el mundo. Aunque fue un hombre público, infatigable periodista de armas tomar cuyo enigma y magia son aún hoy motivo de admiración e indagación, nunca lo siguieron bullangueros admiradores. Por el contrario, su círculo de amistades siempre fue muy reducido, incluidos sus compañeros de generación (Luis López Méndez, Lisandro Alvarado, Gil Fortoul, Luis Razetti, Blanco Fombona). Es que el hombre de pluma y pensamiento es rara avis. Como en general no existen semejantes especímenes ni en Venezuela ni en América, su periplo existencial ha pasado desapercibido. Pero el nombre de César Zumeta, aún sin mucha difusión, conservado bajo sombra, como los nombres de un Fermín Toro o de un Cecilio Acosta, son útiles hoy más que nunca a la Venezuela pensadora. El nombre de Zumeta, como el de los otros, pertenece a ciudadanos íntegros, a paladines del ideal, a escritores de primera, a pensadores de fuerza mayor, de allí la resistencia que vencieron a través de su obra, quienes supieron ver, en medio de alborotos anárquicos, entre politiqueros sin escrúpulos, agiotistas sin decoro y arribistas sin pudor, la raíz y el rostro de los grandes problemas que aún hoy nos acosan. Habría que coincidir con Rafael Angel Insausti, acaso el más destacado de sus apóstoles junto a Luis Beltrán Guerre-

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ro, en que fue de la estirpe de Juan Vicente González, Fermín Toro y Cecilio Acosta en punto a la mordacidad y la fuerza del uno, y en la elegancia, la facultad persuasiva y la preocupación universalista de los otros. Fueron, todos ellos, los gestores intelectuales de un orden para sociedades todavía sin coherencia. Portadores de altas virtudes éticas, se dedicaron al apostolado encendido, a crear y dirigir la opinión. En el torbellino de sociedades en formación, de donde surgía de todo: pueblos, moral, improvisados proyectos, instituciones, leyes y en especial fortunas malhabidas, surgió también esta estirpe que hizo el papel de faro advirtiendo sobre tendencias y peligros. Vidas de cristal, por su transparencia y nobleza, desde donde se presagia ya el vasto horizonte del siglo XX. Estamos convencidos de que no basta producir ilustres personajes, es necesario merecerlos, honrarlos y para esto qué mejor que estudiarlos, que hurgar en su drama psicológico y político para mantener vivo el fuego de sus nombres. Es verdad que la obra de Zumeta es dispersa, inorgánica y difícil de obtener; es verdad que su nombre es más celebre que su obra. Editada en los más diversos lugares de la geografía americana y europea, muchos de sus escritos recopilados después de su muerte están compuestos de pocos libros que no nos han llegado, ni quizás nos llegarán nunca, y de muchos artículos de prensa y revistas difíciles de alcanzar; pero también es verdad que se han hecho grandes esfuerzos por recopilar la obra dispersa y hacerla accesible al gran público. Hoy en día, casi todos los venezolanos y americanos, aunque lo conocemos mal, nos sentimos orgullosos de contar entre los próceres de nuestras letras a este intelectual. Su influencia, la influencia de su estilo, si no la de su ética y claridad analítica, es patente al través de las generaciones. Seguir la huella de la pluma que escribió La Ley del Cabestro (1902), “diagnóstico de nuestras endemias sociales y políticas” o aquellas feroces campañas ideológicas de La Semana (1906-1908), a las que Luis Correa las puso –en la historia del periodismo hispanoamericano– en parangón con El Revisor de Irisarri y Las Catilinarias de Montalvo, siempre es fascinante como proyecto biográfico. Un hombre de esta clase

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encuentra pocos biógrafos. A ciencia cierta, ¿qué conocen las nuevas generaciones del carácter y de la vida de Zumeta? Nada, casi nada, bien poco. Su verdadera vida, los detalles de su carácter, los temas de su escritura nos son casi desconocidos a todos. De allí la necesidad de esta biografía, antes que un almácigo de falsas leyendas florezca sobre su tumba y desfigure su fisonomía intelectual y vital. Sus admiradores no vamos a deber este compromiso a las generaciones futuras.

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Los trazos de la aurora

“Soy un hombre parco y modesto”. C. Z.

César Zumeta vivió noventa y dos años. Nació en Caracas un día de San José de 1863 y murió en París el 28 de agosto de 1955. Días tumultuosos fueron aquellos que acompañaron su nacimiento, cuando rojos y amarillos se mataban en nombre de la federación y el centralismo. Venezuela salía de una larga guerra civil, conocida con el nombre de Guerra Federal, una coyuntural fusión de los bandos conservador y liberal les llevó a las armas, como siempre, por el asalto al poder; en esta ocasión para dar al traste con dos lustros de dominio monaguista. La retórica justificadora de aquella lucha empleaba los más variados argumentos de naturaleza ideológica, política y jurídica. El vocabulario criollo se inflaba con términos tales como: Libertad y orden, regeneración de la patria, oligarquía, autocracia, progreso y paz, voluntad nacional, república, prensa libre, pueblo soberano, federalismo, rehabilitación y concordia. Del universo mental que estos vocablos sugerían será heredero Zumeta.

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Su nacimiento ocurre dos meses antes de la firma del Tratado de Coche; convenio suscrito entre federales y conservadores, con el fin de realizar la pacificación del país. Bautizado José César de los Dolores, fue hijo expósito a piedad, su crianza estuvo a cargo de la señora Tomasa Zumeta de Foxerost. En la Caracas provincial de aquellos días, prejuiciada y oscurantista, no faltaron los comentarios de que aquel era hijo del mismísimo Antonio Guzmán Blanco. Algo que no despertaría curiosidad en Zumeta, “Nunca supe, ni quise saberlo, quién había sido mi padre. Supongo que era persona de recursos porque esporádicamente nos remitía unas onzas de oro”. Perteneció a la misma generación de algunos de los grandes de las letras y la cultura nacional: Luis López Méndez, Lisandro Alvarado, José Gil Fortoul, Luis Razetti, Manuel Clemente Urbaneja, Gonzalo Picón Febres. En el campo de la cultura americana fue coetáneo y amigo de los más grandes. Diez años menor que José Martí; cuatro mayor que Rubén Darío; nueve años más que José Enrique Rodó; y tres menos que el colombiano José María Vargas Vila. Sin embargo, fue el más longevo; su existencia se prolongó más que la de todos ellos. Lo que le permitió ser testigo de excepción de las grandes transformaciones que sufrió no sólo la vida mundial, sino la propia vida interna de Venezuela. De su infancia no hay mucha información, pero en general se estima la pasó en La Guaira, primer puerto de Venezuela, donde su madre adoptiva realizaba actividades menores. A pesar de una existencia no muy esclarecida, la evocación a la figura materna nunca se hizo esperar: “Mi madre trabajaba como lavandera, en mi pueblo, para educarme”, declaraba el propio Zumeta a Laureano Vallenilla Lanz (h) en escarceos sobre su historia personal. En aquella suerte de villorrio, de calles rectas y estrechas, algunas bordeando las colinas de frondosos bosques que buscaban alcanzar la vista del majestuoso mar, con poco tráfico y no más de cincuenta casas, pocas tiendas y menos escuelas, hizo sus estudios primarios. Los peatones andaban sin prisa, como si el tiempo estuviese detenido, sin premura para llegar a algún destino, más no así ocurría con el religioso del lugar. A quien como siempre le

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estaba encomendada la educación de los niños mejor dotados: “El cura me enseñó primeras letras y rudimentos del latín”. Sorprendía la vivacidad y talento del pequeño. Pero, además, de aprender a contar sílabas y desentrañar consonantes, el niño Zumeta tuvo la fortuna, entre otras, de aprender desde muy joven el alemán gracias a los buenos oficios del Dr. Knoohe, médico del Hospital San Juan de Dios. La adolescencia sería de penuria, pero a pesar de esto su educación secundaria la realizó en el colegio Santa María en Caracas. El mismo que sucedió el 2 de octubre de 1859 el colegio El Salvador del Mundo de Juan Vicente González. Allí trabajó bajo la tutoría de Agustín Aveledo, Luis Sanojo, Manuel María Urbaneja y Elías Rodríguez (“eminentes ciudadanos por el saber y el carácter”). Allí, “en esa madre de los espíritus”, continuó puliendo su talento con el uso de los manuales de estudio más frescos y mejor adaptados a la inteligencia juvenil del momento. En materia de la lengua nativa, utilizó el Compendio de Gramática Castellana de Juan Vicente González. Escrito en forma de diálogo, por su sencillez y calidad estaba al alcance de todos. La geografía la siguió por el Compendio que de esta asignatura realizó Agustín Codazzi, el mismo que levantó el mapa del país en 1840. La religión la estudio según el Catecismo razonado, histórico y dogmático de Manuel Antonio Carreño y Manual María Urbaneja, adaptado a la disciplina y las costumbres de las diócesis de Venezuela. Con el primero de estos autores también compartió su celebérrimo Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, para el uso de la juventud de ambos sexos, suerte de cartilla cívica dirigida a constituir la salud de la República y el honor de sus ciudadanos. En los estudios de lengua inglesa y lengua alemana utilizó el para entonces novedoso Libro Primario de ambas adaptado por Adolfo Ernst del método de A.T. Ahn, de reciente aparición en la Caracas de 1874. En materia de historia patria, donde se condensaban los rasgos de los más grandes venezolanos, se adoptó en el colegio Santa María el Manual de Historia de Venezuela, redactado por Felipe Tejera y utilizado por los más veteranos servidores de la causa de la historia y de las letras.

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Esta formación daría el aliento necesario para el desarrollo del pensamiento y la moral a cualquier joven medianamente aventajado. Bien aprovechadas estas enseñanzas en espíritus que no tuviesen la mirada vendada por los temores del patriotismo o del dogma religioso, se convertirían en los mejores instrumentos para llevar luz a la inteligencia, de manera de permitirle crear, difundir y esparcir ideas apacibles o temidas según el temperamento de cada quien. La suerte y el destino, siempre acechantes, juntaron súbitamente sus pasos. En la oportunidad de una visita del presidente Guzmán Blanco al lugar donde vivía Zumeta le fue comisionado pronunciar el discurso de bienvenida al Caudillo Civilizador. El joven, quien contaba con unos catorce años, ya con fama de escribir versos, se desempeñó bastante bien. Concluidas sus palabras en medio del olor a pólvora y banderitas de papel agitadas por el viento, el homenajeado le dijo, luego de felicitarle: “tienes talento y voy a darte una beca para que estudies en Europa”. Así navegó poco después el adelantado joven hasta el viejo continente por primera vez, ubicándose por corto tiempo en Alemania –escuela de aprendizaje por antonomasia y patria de la filosofía moderna– con todas las ilusiones, con todos los entusiasmos. Se formó en el conocimiento de las lenguas vivas y el estudio de los clásicos le puso en contacto con disciplinas como el arte, la literatura y la poesía. Hasta qué punto, un soneto a Guzmán, un favor concedido decidieron un destino personal, es asunto que no debe obviarse. Su viaje a Europa le equipó con una sólida formación y una amplia cultura que, sin duda alguna, contribuyó a expandir sus genuinas habilidades líricas e intelectuales, aprendió a sentir la misteriosa llama que hace pensar y realizar cosas hermosas. No había en Venezuela educación literaria, aquella que pudiese hacer más bello el gusto, más puro el sentido común, la lengua más culta. Esto lo adquirió Zumeta en Europa, gustaba de las literaturas latina, francesa, alemana e inglesa, deleitadas en sus lenguas de origen. El resultado de esta sólida y fecunda formación fue una obra de la mayor importancia para la historia literaria y la del pensamiento político venezolano y americano.

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Acaso, aún resonaba en el país el eco de aquel adagio que por los días del nacimiento de Zumeta lanzara a los cuatro vientos el proteico Juan Vicente González: ¡Que crezcan nuestros jóvenes poetas! ¡Que nos extasíen y transporten! La lira es un instrumento alado. Los bellos versos se escapan de toda censura; ellos se exhalan como sonidos o perfumes. De entre esos jóvenes que se ensayan saldrán poetas…

De nuevo en el país a comienzo del gobierno del Quinquenio (1880), aquella dádiva no garantizó la ciega adhesión de Zumeta a la causa del liberalismo amarillo. Ingresa, luego, a la Universidad Central de Venezuela a cursar estudios de Derecho, entrando en contacto con el influjo positivista del momento –eran los discípulos de Adolf Ernst y de Rafael Villavicencio– bajo el patronato del “Ilustre Americano”. No sin cierta ironía, sus primeras salidas a la plaza pública y sus primeras armas intelectuales las emplearía contra el régimen de su benefactor a través del periodismo político. Fue éste la pasión vital de Zumeta. Periodista nato, su alcance fue de alta resonancia, pues en aquel tiempo tanto editoriales como artículos de prensa eran sucesos dignos de ser comentados en tertulias y corrillos del enredado mundo venezolano. Si el tono era muy crítico, las consecuencias tampoco se hacían esperar. Al autor le esperaba la cárcel o el destierro. Este fue, justamente, su caso. Luego de fundar en Caracas en 1883, junto a Telésforo Silva Miranda, el periódico El Anunciador, se inicia en el periodismo político de oposición oponiéndose a la dictadura perpetua de Guzmán. Sus páginas eran recorridas no precisamente por insípidos anuncios, como para justificar su nombre, sino por novedosas posiciones políticas en contra del gobierno. De esta manera una nueva generación aparecía reclamando su puesto en la conducción de los negocios públicos, emprendiéndose una propaganda revolucionaria no sólo en este diario sino también en otros como La Pluma Libre (1883)

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y, posteriormente, El Yunque (1887). Se presagiaban, así, los días finales de un régimen obstinado en perpetuarse. Lo que le lleva a escribir agrios conceptos, “respetuosos pero decididos”, contra su otrora “ilustre protector” y su gobierno. Claramente, Zumeta se alineaba en la reacción anti-guzmancista de aquel entonces. Haciendo profesión de fe liberal –escribe Ramón J. Velásquez– desenmascaraba a un caudillo que decía representar el mismo credo, pero cuyas prácticas diarias en el poder eran negación y escarnio del liberalismo. Semejante decisión no sería en vano, protestar contra las demasías de la autocracia guzmancista le permitiría resolver un hondo conflicto de conciencia “entre el deber cívico y la gratitud”; signo de afirmación, presencia y protesta de una generación frente a los males y vicios nacionales. Estos fines y cualidades los dejaba muy claro el propio Zumeta al escribir lo que sería la mejor explicación de los pasos por venir: “Toda generación, al tocar a las puertas de la vida pública, debe tener un objetivo”. Este no podría ser otro que reafirmar “la razón de los principios”, sembrar la doctrina antes que la adulación como única forma de acabar con la política personalista que tanto daño estaba haciendo a la joven república. Las consecuencias no se harían esperar: la cárcel, la pérdida de sus estudios y hasta cierto punto del rumbo de la vida. En ese mismo año 1883, en plenas fiestas celebratorias del nacimiento del Libertador, sale desterrado a Colombia donde la política se movía entre gramáticos y oradores, adeptos todos a la libertad política y el civilismo. Llega a Bogotá y allí se confirma Zumeta en la doctrina liberal, caldeado por el verbo de sus apóstoles y atraído por aquella “constelación radical”, de la que no se separaría nunca más. Regresa a Venezuela en 1885, bajo el gobierno de Joaquín Crespo, cuando es encarcelado de nuevo. Volverán los duros días del destierro. En esta oportunidad el lugar será los Estados Unidos. Llega, entre la expectativa y el temor; en sus alforjas guarda una gran curiosidad: cómo serán las cosas en aquella tierra de libertades donde los abusos y atentados de los gobiernos son conjurados por el apego a la ley, la

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acción de los tribunales y el voto del pueblo. Su corta experiencia periodística le sirve para encontrar el pan en los días duros y comenzar a pregonar nuevos ideales en un novedoso y privilegiado auditorio: forma parte del equipo de redacción de un vocero del pensamiento en español: La América (1884-1889), editado en Nueva York por Santiago Pérez. Inmediatamente se vinculó a un círculo de colaboradores y amigos donde destacaban el cubano José Martí y su coterráneo Juan Antonio Pérez Bonalde, desterrado desde hacía tiempo en la cosmópolis del norte, a quien llamó con motivo de su muerte (1892), “soñador que cruzó cantando por la existencia”. Sirvió, también, durante estos largos cinco años como traductor en el prestigioso New York Times. Oficio que le haría decir: “soy traductor y no escritor, como la gente cree”.

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Escritor de combate

“(…) al cabo la conducta es mera resultante del temperamento y del medio”. C. Z.

Variadas y por veces difíciles de esclarecer son las etapas de la vida y la obra de este inquieto venezolano. Cuando a los veinte años sale desterrado de Caracas, después de seguir estudios universitarios incompletos, y aspira a vencer el sentimiento de ingratitud anteponiendo el deber ciudadano y la inclinación política, acaso dos o tres grandes ideas constituyen la razón de su vida. Lo inmediato es cavilar e interrogar su propia esfinge, aclarar el horizonte de aquel joven parco y honesto, quien ya toma decididas posiciones políticas por sentir que la vida criolla no parecía estar bien encaminada. Y es que entre las inquietudes de su tiempo, no sólo se contempla el florecimiento de un nuevo pensamiento, nueva literatura y sociología, nueva expresión y nueva mirada a los problemas nacionales y continentales, sino también se dibuja el perfil de un nuevo hombre. Acaso Zumeta veía reflejada su propia vida en ese perfil. Sus ansias líricas y críticas habrían de canalizarse en una ideología auténticamente liberal que le permi-

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tiese no vacilar ante el pasado y, al mismo tiempo, mirar agudamente al porvenir. La experiencia de estos dos tempranos destierros (1883, 1885) le había hecho recibir lecciones de consagración, de fidelidad a un ideal, a un alto objeto moral, a un culto artístico y humano, ciertamente encantador. Aprendió que no se podía vivir aislado, resplandeciente de fervor, sin expresar y compartir aquel fuego secreto. Para eso era necesario pensar en el espacio idóneo donde dar el combate necesario. No habría otro más propicio que la escritura. Fuese en el periodismo, en la lírica o en el ensayo, la escritura era el medio para aquellos espíritus que, como el de Zumeta, no estaban dispuestos a inclinarse ante el viento reinante. Más allá del “imperio de la pose” (Rubén Darío), donde la crítica se fundamenta en los intereses de la administración del periódico e incluso es comprada –pagando generosamente las colaboraciones– por esa misma administración, Zumeta, talento fuerte e independiente, tiende más bien a crear sus propias empresas periodísticas. Sus posiciones son dignas y de tono veraz. Así como alzó sus lanzas contra el guzmancismo, de la misma manera atacó las pretensiones continuistas de Rojas Paúl. Y en esto de la subvención de periódicos y editoriales, no escatimó esfuerzos en hacer públicos sus ataques. En carta política dirigida a Rojas Paúl, fechada en La Guaira el 10 de julio de 1891, refiriéndose al tema le escribe: “Como esa prensa obedece a las insinuaciones de usted, como es usted quien la inspira y quien en parte la sostiene, juzgo inútil dirigirme a ella, que nada significa en el asunto […] y le hablo a usted que es el origen de esta contumelia con que intentan afrentarme”. Se convierte, así, en esos veinticinco años que van entre 1883 y 1908 en un escritor de combate, escritor que no se corrompe ante el poder en su puesto en los diarios. Fuera de la influencia oficial, busca en su espacio de escritura preservar una cierta dignidad mental, uniendo la obra a la vida. Muchas de estas cosas iban nutriendo y de ellas aprendía el joven Zumeta cuando salió al destierro apenas finalizando la adolescencia, pero dotado ya de un sólido nido de ideas y principios que le equipó

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con una vitalidad más vigorosa que los rencores y resentimientos. En la mentalidad que guió esa vida, como el mismo lo escribe: “no caben ismos personales ni partidarios; liberal, jamás se unió a ese partido para suscribir sus errores, absolver a quienes traicionaron los principios, ni adscribirse a hombre alguno”.

Política venezolana, “una delirante insensatez” “…hasta el día presente he demostrado que tengo el valor de mis convicciones”. C. Z., 1891

La reacción anti-guzmancista hace que surjan nuevas fuerzas en el seno de la causa liberal amarilla, jugando a la incertidumbre, pues insegura e incierta era la situación política del país. Guzmán Blanco continuaba nervioso en París observando los acontecimientos y girando instrucciones a sus más cercanos colaboradores ya que: “es evidente que Crespo está lanzado en la revolución”. A pesar del ocaso de su poder, el otrora Ilustre Americano, Regenerador de la patria, pretendía preservar su vanidosa fórmula autocrática: gobernar desde París, obedecer en Venezuela. Y para esto debía contar en la Presidencia de la República con un eficiente y obediente colaborador. El 5 de julio de 1888, es elevado a la primera magistratura nacional el doctor Juan Pablo Rojas Paúl, fiel colaborador de la causa liberal amarilla, quien en su discurso ante el Congreso anunciará el comienzo de la “vida puramente civil” en el país. Tratando de adaptarse desde el comienzo al estilo político de su antecesor, se pensaba que el nuevo Presidente sería un simple eco de sus intereses. Al ser designado por la Convención del Partido Liberal, en febrero de 1888, telegrafió a Guzmán Blanco: “… estoy incondicionalmente a sus órdenes”. Luego, en julio, una vez juramentado, simularía su compromiso personal y ratificaba su adhesión al jefe en tono respetuoso: “Al fin ha triunfado usted. Nunca me faltó la fe. Estoy ya en el Capitolio

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enteramente a sus órdenes”. El destinatario de tan lacónico mensaje sólo se limitó a aconsejarle a ser: “no presidente de círculo, sino presidente nacional”, así como recordarle “reintegrar todos los círculos liberales e incorporar todo el que, sean cual fueran sus antecedentes, quiera servir”. Pero, más pronto que tarde todo cambiaría. El bienio de Rojas Paúl marcó más bien el final de la influencia de Guzmán Blanco en la política criolla –ha escrito Ramón J. Velázquez– acelerando el proceso de desintegración de la estructura que mantuvo el partido liberal amarillo entre 1870 y 1886. A pesar de ser civil, Rojas Paúl imitó con relativo éxito las prácticas de sus mentores caudillos militares para quedarse en el poder más allá de un brevísimo bienio. Muy pronto ocurrió lo usual en la política venezolana, aquella “ley de la patada histórica” a que haría alusión cincuenta años más tarde Rómulo Betancourt. Vino la sublevación de Rojas Paúl contra el tutelaje de su mentor. Si ya estoy en el poder, he urdido los hilos necesarios para lograr diversos apoyos, he logrado los pactos suficientes con los más peligrosos rivales, Crespo entre ellos, entonces, ¿por qué no he de propiciar la continuación de mi mandato?, han debido ser las preguntas claves que no desamparaban al doctor Rojas Paúl. Además, su permanencia en la presidencia podría convertirse en maniobra que permitiría crear las condiciones para quebrantar la grandeza guzmancista, fortaleciendo la reacción en su contra y anarquizando el partido liberal en varios bandos para su propio provecho personal. Con la reacción contra Guzmán Blanco triunfante, la caída de sus estatuas y retratos en plazas y oficinas públicas, ocurrida en octubre de 1889, el fervor por el viejo caudillo, “jefe director del gran Partido Liberal”, se viene al suelo tanto desde el punto de vista simbólico como de su apoyo político. Entonces ya no habrá margen para que intelectuales de las nuevas generaciones como César Zumeta utilicen su desenfadada pluma política, dirijan diarios y redacten los más sesudos editoriales y escritos, síntesis de sus más sentidas convicciones y alta expresión del movimiento intelectual de aquel tiempo fascinante y

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decisivo. Vierte, entonces, Zumeta la abundancia de su espíritu inquieto y crítico como buscando superar la crisis de ideas y de formas. Había regresado al país de su segundo destierro en enero de 1890, en plena efervescencia política por la sucesión y desde entonces habría muchas tareas por cumplir. Lo primero sería cerrar filas con la reacción anti-guzmancista. Lo cual ya había ocurrido en sus Apuntes para la historia, escritos en El Despertar de Caracas, el 27 de junio de 1889. Allí, haciendo uso del antiguo recurso retórico: vox populi, vox Dei, que equipara la voz popular con la voz de Dios, resaltaba lo que se comentaba en los corrillos de la pequeña ciudad: el viejo caudillo liberal y amarillo había enloquecido. “El pueblo previó bien –escribe Zumeta– Guzmán Blanco está loco. Sus dos últimos folletos, encaminados el uno a probar que Páez no fue Páez, y el otro a formar el plan de fundar una oficina de sufragio universal, como quien establece un estanco de tabaco, son deplorable y conclusiva evidencia de que está rematadamente loco. Una delirante insensatez es la sola explicación…” Aprovecha enseguida para glosar algunas de las páginas de ambos folletos, las cuales eran dignas de ser leídas dondequiera para que repudiándolas pudiera el pueblo venezolano engrandecer su dignidad. Al presagiar Zumeta un nuevo amanecer para la nación y el ocaso para siempre del sol de abril, al igual que esa “pesadilla inicua de las glorias del Ilustre Americano”, encuentra razones suficientes para incluir una devastadora representación del caudillo liberal: Guzmán Blanco representa el ignominioso cohecho de Coche, el terrorismo sangriento del septenio, la autocracia de veinte años, el peculado, la prosperidad material y el encenagamiento moral de Venezuela y, por último, la desmembración, acaso la venta del territorio de la patria.

Las grandezas de Guzmán convertidas en tropelías por la pluma de Zumeta muestran ya el perfil de una nueva escritura en la prosa política nacional. Escritura de combate, donde los párrafos se hacen más

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incisivos, las metáforas abandonan el ingrediente retórico y oratorio de los viejos escritores, evitando el uso de esmaltados arcaísmos. Ahora los tropos de un estilo como el de Zumeta exhiben aderezos estéticos que encienden pasiones e introducen la rapidez sintética. En materia de estilo, ya Martí lo había escrito en 1894: “César Zumeta, crítico sagaz y estilista de mérito y color, amigo de lo grande y de lo joven”. Más adelante, en 1900, le tocaría al uruguayo Rodó decir: “Le admiro a usted como escritor y como pensador”. Al decir de Julio Cejador y Fracuca, su prosa adquiría un cierto aire de intemporalidad que hacía de él un “prosista fácil, esmerado, brillante, límpido y suelto, de cincelado estilo”. En la historia de las letras nacionales, sin lugar a dudas, como lo resaltaba con gran atino Ramón J. Velásquez en 1955, estuvo entre los mejores, “… nadie ha igualado a Zumeta en el arte de la síntesis. Compendiar un texto en una frase, un juicio en tres vocablos, definir una situación en una palabra, manteniendo siempre la misma pureza, altura y brillo, es hazaña sin par en el mundo de nuestros escritores”. Hay más sobre esta nueva escritura. En el ámbito nacional también Uslar Pietri compartió el juicio de Velásquez cuando escribió que en sus escritos: “refleja un espíritu abierto, una inteligencia penetrante y un don de precisión y elegancia en la lengua que es propio de un gran maestro”. El estilo hacía al hombre y el hombre carga con su estilo como se verá enseguida. El año 1890 en Venezuela prometía ser de grandes expectativas en materia política. En la medida en que se acercaba el fin del bienio presidencial, aumentaba el apetito de quienes solapadamente pretendían continuar en el poder. De manera que era el año de comenzar a urdir las componendas, de exaltar la imperiosa necesidad de que “Yo” permanezca en nombre de los manidos altos intereses nacionales. Ya sabemos que tanto estos intereses como el llamado “reclamo nacional”, en medio de un juego de intrigas y felonías, no son más que la fórmula de que se han valido los intrigantes y felones en la corta historia nacional. Ya desde 1889, Rojas Paúl se había pronunciado favorablemente por una reforma constitucional. Quedaba por saber el conteni-

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do de la misma; pero antes habría que deslindarse definitivamente del guzmancismo. El primer día de enero de 1890, en su alocución de año nuevo, dibujaba el primer mandatario un fresco del sacrosanto liberalismo amarillo como una dictadura corruptora y absolutista que contaminó la sociedad durante veinticinco años. De las cenizas del pasado pretendía edificar su nuevo liderazgo. Pero, el punto más importante en materia electoral se expresó así: “Ya no hay imposición de caudillajes, ni coacciones de autoridad, ni se siente en la atmósfera el peso abrumador de una voluntad única”. Se vislumbraba, entonces, la vía de la reforma constitucional, tal como la había presentado el propio Rojas Paúl desde septiembre del año anterior, proponiendo la elección de los poderes públicos por el voto universal, directo y secreto, el regreso a los períodos presidenciales de cuatro años, entre otras cosas. La reforma constitucional no se logró aprobar antes de la elección del nuevo presidente. La oportunidad para Rojas Paúl de mantenerse en el ejercicio del poder ejecutivo, vía la fórmula “interinaria”, mientras se llevaba a cabo la nueva organización del Estado, se desvaneció. El propio Zumeta había apoyado desde Estados Unidos esta fórmula: “Reprobando con la nación entera el continuismo, yo acepté la interinaria”. El sucesor para el período 1890-1892 fue el doctor y general Raimundo Andueza Palacio, de quien había escrito Rojas Paúl a finales de 1887: “figura pavorosa, tipo de felón cínico”.

“Crítica del juicio histórico” “Aún hoy desconoce el señor Guinán la ley histórica que viene cumpliéndose en Venezuela … el ciclo ordinario de las dominaciones personales se ha cumplido”. C. Z., 1891

Luego de colaborar en La Libertad –donde se encargó de la crónica del periódico– hasta febrero de 1890 y ocasionalmente en El Partido Democrático a lo largo del mismo año, Zumeta fue poco a poco me-

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tiéndose en el debate político in situ. En 1891 publicó en Valencia el doctor Francisco González Guinán, ferviente guzmancista, político e historiador de la tumultuosa Venezuela de aquellos días, su “Historia del gobierno del doctor Juan Pablo Rojas Paúl, presidente de los Estados Unidos de Venezuela en el período constitucional de 1888 a 1890”. Suerte de recuento de lo inmediato, salió a menos de un año de haberse finalizado el período constitucional, cuando las pasiones estaban aún caldeadas y los actores en la cima de la pirámide política, la obra se convirtió en un apasionado alegato de un hombre de partido contra la considerada “traición” de Rojas Paúl. Simulando ser un análisis sereno y ecuánime de los acontecimientos, el autor le llamó “historia”. Zumeta salió al paso, entre los primeros, desde La Victoria el 20 de mayo de 1891, con sus Notas a la obra del señor F. González Guinán, publicadas en folleto; primero, en los talleres de la tipografía de la Opinión Nacional, y luego, en el propio periódico La Opinión Nacional de Caracas, en los números del 19, 20 y 25 de junio de 1891: “Ese libro no es una historia”, sentenció firmemente. Las razones vendrían por sí mismas: “El que se limita a la pura enunciación de los hechos es simplemente cronista. El historiador exhibe las fuerzas en choque de donde los hechos se originan y expone la serie completa de circunstancias sin las cuales queda indistinta y confusa la fisonomía de los sucesos, la verdadera significación de las épocas. El que calla la verdad, como más de una vez lo hace el autor, no es historiador sino propagandista parcial que solo obedece a las inspiraciones de su bandería”. El argumento era no sólo impecable, sino ejemplar. Atreverse en aquel hervidero de pasiones a pensar la historia no como maravillosa biografía, mucho menos como apología, ataque o defensa, sino como fuerza social (“fuerzas en choque”) reguladora de las circunstancias, de los hechos y del tiempo, no era empresa de poca monta. Acaso de escasa influencia, esta novedosa visión pasaría casi inadvertida en una cultura en la que dominaba más la historia como contemplación, alarde y espectáculo; historia de biografías más que de hechos, como todavía lo reclamará Picón-Salas en 1933.

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“La ambición, ¡pérfida consejera!”, fue la máxima que inspiró al combativo periodista para condenar las frustradas componendas continuistas de Rojas Paúl y su séquito, de la que no hace mucha mención González Guinán en su “historia”. Zumeta sí las ve, y no sólo las ve sino que sabrá medir con mucha precisión el peligro que las mismas significaron para la nación. Todo comenzaba con la “usurpación” atribuida a Rojas Paúl para aparecer por un instante como un ciudadano eximio, revestido con la toga inmaculada de un nuevo y legítimo poder. Esto ocurre en el ocaso del guzmancismo, luego de derribadas las estatuas y en la desbandada de la oligarquía liberal amarilla. Posteriormente, cuando se acercaban los días finales de un poder usurpado, Rojas Paúl aparecía cubierto de gloria, sacrificándose, como siempre, por el deber y la honra, se conceptuaba casi que heroico; sólo máscara, los intereses eran otros. Zumeta los detecta sin ambages, se trataba de: “El hombre que al finalizar el año de 1889 arriesgó la suerte de la República por usurpar el poder …, el inventor del continuismo y la interinaria, ése es quien pretende hoy sorprender a los venezolanos y los azuza a las armas…” González Guinán tampoco vio estas cosas. Prefirió cerrar sus ojos ante lo que Zumeta considera las traiciones de Rojas. Así las cosas, ¿cómo llamar historia lo narrado? Privaba más el deber político, que la razón histórica. En cada una de sus páginas, entre cada una de sus líneas, “hay un grave error intencional y persistente, el de reservar el título de partido liberal al guzmancismo”. Y allí Zumeta no cede, considerado verdadero representante del liberalismo venezolano y americano, se bate contra el “incondicionalismo” que brota de cada uno de los juicios de González Guinán: “Cuando en días no lejanos, sea liquidada esta época, será puesto en claro que el siniestro agitador de hoy [Rojas Paúl] ha sido fatal para la República […] entonces no le maldecirá un sectario en representación de un hombre, González Guinán a nombre de Guzmán Blanco, sino la historia a nombre de la libertad, del decoro y de la honra de Venezuela”.

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“Las imposiciones del patriotismo” “… todos los verdaderos representantes del liberalismo venezolano, descansaremos sólo cuando le sea devuelto al pueblo el voto directo y secreto…” C. Z., 1891

Cuando Zumeta regresó al país en enero de 1890, el advenimiento de la era constitucional parecía asegurado con la probable elección de Andueza Palacio, lo cual en su entender: “confirmaba el triunfo pacífico de la oposición contra Guzmán Blanco y el predominio del liberalismo”. Sus notas a la obra de González no pasarían inadvertidas, por el contrario, de inmediato sublevaron la pasión en la prensa. Ante los primeros ataques, más a la persona que a los argumentos, Zumeta decide dirigirse desde su antiguo villorrio, La Guaira, directamente a Rojas Paúl en “Carta política” fechada el 10 de julio de 1891. Inútil responder a los ataques desde los diarios La Guillotina y El Carácter si nada significaban en el asunto, quienes allí escribían “apenas representaban el papel de los infantes desdentados que Tiberio hacía poner en su baño”. Y continuaba: “Señor, ¡cuánto ha bajado usted! ¡Adonde ha descendido! Hasta el orgullo nacional se duele de que quien ocupó tan alto puesto en la magistratura y en la historia insista con tan lamentable tenacidad”. Las acusaciones contra Zumeta de haber defendido el continuismo y la interinaria desde Nueva York, para contrastar sus ataques contra Rojas Paúl, fueron considerados: “una infamia, señor, cuyo vilipendio recae sobre usted únicamente, que yo jamás acudiré a las piscinas a donde … acuden los leprosos. Si lapido a los enemigos de la honra de la patria es porque puedo arrojar la piedra”. El lenguaje de frases corteses hacia Rojas Paúl que había caracterizado la prosa de Zumeta en El Pueblo, cambió radicalmente con motivo de la polémica con González Guinán y los juicios de aquel en relación con el gobierno de Rojas. Harto engañado se sentía Zumeta por aquel respeto

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rendido al ex-magistrado y presidente de la república, por haberle reconocido en algún instante “en calidad de centro y director del partido rehabilitador”. El periodismo político de combate continuó durante todo ese año de 1891 desde varias trincheras: La Opinión Nacional, El Pueblo, El Partido Democrático, entre otros diarios. Mientras tanto, Andueza Palacio confirmado Presidente de la República pareciera asegurar la continuidad constitucional y el giro civil y predominantemente liberal de una estructura de poder básicamente militarista. De regreso al país, el nuevo gobernante y amigo invitó a Zumeta “a ser el exponente de ese doble triunfo […] el triunfo pacífico de la oposición contra Guzmán Blanco y el predominio del liberalismo”, en las páginas de la prensa. Como no podía ser de otra manera asumió la dirección de El Pueblo, donde el intelectual se desempeñó por brevísimo tiempo. Cuatro meses después, un dictamen del Ministerio del Interior se pronunció por la prisión y expulsión de cuatro periodistas extranjeros por sus opiniones adversas al gobierno. Zumeta alzó su voz ante el Presidente y el Ministro señalando que jamás defendería la violación de la “libertad de la prensa”. A pesar de haber sido postulado por el propio Andueza Palacio para ser electo miembro del Congreso, abandonó un seguro porvenir, volviendo al exilio. A finales de 1891 se embarcó para Nueva York en el mismo vapor que conducía a los periodistas expulsados. El exilio sería corto. Regresó en 1892 en plena contienda electoral. Como siempre, no faltarían las componendas continuistas con Andueza a la cabeza quien se había auto proclamado “El conductor de la gran Revolución Liberal Rehabilitadora”. Zumeta protestó enérgicamente con la pluma y con la voz contra el plan continuista; abogó “por un acuerdo entre la oposición y el gobierno”. Pero cuando la revolución llamada legalista de Joaquín Crespo y su llegada al poder manu militari en octubre de ese año se hizo inminente, declaró que prefería “la transitoria dictadura civil de Andueza a la dictadura militar de Crespo”. Salió de nuevo al extranjero, al “Norte helado”, esta vez por casi una década.

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Siempre le sedujo un empeño por conquistar auditorio americano y difundir mensaje. Es que el momento exigía a aquellos hombres de América llegar a una acción común, a una propaganda colectiva, donde cada uno pusiera lo mejor de sus esfuerzos. Había prédica valedera y brillante, quedaba entonces lograr la adhesión de los que más valían, había que hacer “cura de almas” entre la juventud, lograr la unidad en un alma nueva de hombres de raíz y rostro. Junto a ese periodismo de combate donde estaba presente el nuevo espíritu del mundo americano, encajaba perfectamente la actividad editorial. Zumeta no escatimará esfuerzos en lanzarse en la aventura. Además que había que inventar para ganarse el pan en el duro y frío destierro. En 1894 crea en Nueva York la Casa Editorial Hispanoamericana haciendo “un llamamiento a todas las fuerzas vivas de la América pensadora y literaria, a fin de lograr que cada uno de nuestros pueblos … sea abierto a las corrientes del pensamiento americano”. La iniciativa es saludada de inmediato efusiva y esperanzadoramente por José Martí quien desde las páginas de su periódico Patria escribió en septiembre de 1894: “Aparece en Nueva York una ‘Casa Editorial’ … que tiene a su cabeza a todo un americano: a César Zumeta. Él, con el arte de Europa tiene la originalidad de América, que está en valerse de la finura aprendida para criarnos en las entrañas lo propio, y sacarnos de ella lo que nos lo atrofie o lo pudra. César Zumeta … es el alma de la empresa”. La empresa subsistió con altos y bajos. Los días que vendrían en 1895 fueron duros, entre ellos el fracaso de la independencia de Cuba, con el triste pero heroico final de Martí. El resto del mismo año Zumeta continúa de lleno en las columnas de Hispano-América; para luego pasar a Europa. Corrieron largos años, hasta 1901, en la dura lucha por la vida. Encontró en la escritura y en el periodismo, acaso también en la edición, el medio para la penosa subsistencia. Condiciones que no fueron óbice para acrecentar su advertencia del peligro que corría la soberanía de las naciones hispanoamericanas por el “desorden de nuestra vida pública”.

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“Copia la realidad y serás original”. C. Z., 1885

Aquel gesto de Zumeta no constituye estrictamente una ruptura dentro de sus propias posiciones y convicciones sino una ampliación de los límites de las mismas. Con el exilio voluntario no eludía su compromiso político y social, por el contrario, más le comprometía pues ahora sería observador de una realidad más abarcadora. Al fin de cuentas ser liberal en Venezuela y en el resto de América implicaba responsabilidades semejantes: eludir la tiranía y las revoluciones caudillistas que impedían más que facilitaban el desarrollo cultural y la libertad personal. Zumeta tiende a apreciar la belleza que identifica con bien y verdad; mezcla política y deber, ética y estética a la luz de los valores universales de libertad, igualdad y fraternidad. Esto le llevó generalmente a enfrentarse con algunos figurones de la política venezolana e hispanoamericana, descalificándoles como tiranos a la primera oportunidad. “Todo un escritor y todo un hombre”, ha escrito Rafael Angel Insausti de él. Sin embargo, le reprocha “En libro fue siempre reacio a prodigarse. Los que publicó llegó a considerarlos frivolidad juvenil, merece-

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dora de olvido o execración”. Enrique Anderson Imbert, por su parte, va más al grano: “malgastó en el periodismo su complejo talento y, siendo más capaz que otros, dejó menos obra”. Uslar Pietri se queja amargamente, señalando que le faltó –así como a otros escritores nacionales– “acometividad para enfrentar la circunstancia y hasta un cierto sentido de la importancia de escribir”. Estos juicios buscan encontrar lo que acaso Zumeta nunca se propuso: escribir obra de sociólogo, de historiador o de economista, aquella que mejor se plasma en libros. “Priva ahora la superstición del libro”, escribió con elegancia Luis Beltrán Guerrero. Mientras esto le piden sus apologistas y críticos, el hombre fiel a las circunstancias de su tiempo se dedicó a ser un “publicista experto”, un estratega, un prosador alerta, intérprete apasionado de la realidad americana, de su drama, de su dignidad e inquietudes. Lo que le llevaría inevitablemente a centrar su talento y atención en el fenómeno político y social en todas sus aristas. De allí, entonces, que aparezcan en su obra la literatura y los ideales cívicos identificados con estético entusiasmo. Su lírica se fraguó al ritmo de la utilidad, pronta al compromiso tanto intransigente como hermoso. Luego de un desasido repaso a la obra de Zumeta, acaso queda uno con la sensación de haber dicho lo que tenía que decir.

“¡Pardon, messieurs!” “La Imprenta y la América, ese binomio de la democracia moderna, eran ya patrimonio de la humanidad”. C. Z., 1886

En 1892, las prensas de la Casa Editorial de la Opinión Nacional, en Caracas, dan a luz las Primeras páginas de César Zumeta. Componen, este su primer libro, algunos escritos dispersos en diarios, revistas y en el “fondo de las gavetas” de variadas temáticas, que abarca el período que va entre 1884 y 1891; es decir, entre los días de su primer destierro y el regreso al país, aquellas páginas veinteañeras donde solapa-

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damente se dibuja la parábola de una vida. Acaso una circunstancia especial como era la presentación del libro, desnudara ese carácter “parco y modesto” que ya se veía fraguar en el escritor. Con gran humor e ironía fue el propio Zumeta, bajo el seudónimo de Alberto E. Escobar, quien sería el presentador de sus primeras páginas. Bajo la imaginaria excusa en primera persona de “cómo no he de juzgar yo a mi amigo”, lo cual no deja de expresar un cierto rasgo de juvenil timidez, remata esa suerte de alter ego: “con quien estoy ligado por el mismo estrechísimo parentesco que unía a Fígaro con Larra”. Les ligaba, pues, el parentesco del seudónimo con el que se le confería la rara cualidad de hablar en presente y, simultáneamente, en primera y tercera persona a los lectores de todos los tiempos. Era el primero de sus seudónimos, luego vendrían otros. Cómo no “arrojar del buque esa carga importuna de menudencias y pecadillos” cuando se escribió lleno de entusiasmo y la musa asistió esa entrañable ligereza de los primeros pasos intelectuales. Sin mayores pretensiones literarias, el joven Zumeta es autocrítico, en ese divertido ejercicio de dialogar consigo mismo a través de una presentación alegórica, y formula una objeción: “el carácter somero y fragmentado de estos artículos”. Limitación que pasa inmediatamente a justificar porque “todos ellos han sido escritos en medio de la afanosa agitación de la lucha por la vida, robando los minutos a la diaria y ruda labor de quien por arma de combate sólo tiene una pluma”. Porque esas ideas apenas estaban enunciadas, esbozadas como si no se hubiese tenido ni el tiempo ni la calma necesarias para completar el cuadro, al autor no le quedó otra que escribir elegantemente: “¡PARDON MESSIEURS!”. El contenido será tan variado como variadas son las ilusiones de la vida joven: abarcan desde una cierta narrativa con dejos de fina ironía (Un funeral, Crepúsculo, Las beatas,), las crónicas de la gran ciudad (Juan, Desde el puente de Brooklyn, Los que bajan, Anotaciones, Día de difuntos, Una limosna), la evocación romántica (Mercedes, A una dama), evocaciones alegóricas a sí mismo (Don Jaime, Los amores de

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Luis), hasta algunas páginas de memorias, “voces íntimas” las llamará el propio autor (Ecos, La Ola, Dos delirios, Delirio de un pobrete) quien se complace: … en darles forma a esas pobres notas perdidas y echarlas a rodar al capricho de la brisa que, como a hojas caídas, sabrá llevarlas a donde va la hoja de rosa y la hoja de laurel.

No podían faltar en estas Primeras páginas las evocaciones geográficas de su tierra venezolana (Los Morros de San Juan), las notas necrológicas con motivo del final de ciertos personajes (El padre Damién) o para amigos desaparecidos, como aquellas finas líneas dedicadas a Silva Miranda, compañero de lides contra Guzmán en los recientes tiempos de El Anunciador, germen fecundo que, junto con La Pluma Libre, El Delpinismo y El Yunque, había permitido expresar “la nueva generación de lidiadores. A ellos les debemos el despertar del civismo y la tendencia a la dignificación de la prensa venezolana”. No deja de ser interesante, para mejor comprender el estilo del periodismo de combate que practicara Zumeta, algunas divagaciones sobre el libelo y el libelista. De este último escribiría: “Hijo del amor a una idea, surge de las grandes convulsiones populares nervioso y valiente […] su voz es un reto, su frase el insulto apocalíptico, su lógica fulminante, la acusación y el desdén. Araña, muerde, destroza al contrario y lo arroja desnudo y ensangrentado al pueblo enfurecido”. Mientras que al libelo le define como: “la única faz literaria de la injuria, la más difícil y más sublime de las formas de la elocuencia. La palabra que flagela es más vibrante y duradera que la que persuade o acaricia”. Las consecuencias de estas elucubraciones no podían ser más evocadoras: Vuestros apóstrofes sangrientos son el pasquín divinizado. Insultad ¡oh genios! Si la expresión de vuestra rabia es un Napoleón le petit.

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Acaso siguiendo ese modelo, el 1 de marzo de 1894 publicará Zumeta en Hispano-América (Nueva York), precisamente, la refutación a un “libelo oligarca” escrito por Domingo Olavarría. Donde destaca la palabra que flagela y vibra: “La oligarquía vive del escándalo y lo promueve artificialmente […] astuto y vergonzante, como parido en celda de monasterio o en trastienda de judío arruinado”. Lugar especial en las Primeras páginas ocupan las disquisiciones de carácter general sobre aspectos de la vida moderna (Alcohólica, 1887) donde trata un tema recurrente en Zumeta, aquel del héroe. En especial la forma del héroe moderno: “Y en estos nuevos héroes como en los antiguos la fuerza profética es la misma, la fantasía”. Tampoco faltarían los prólogos y “fragmentos” de obras poéticas (las de José Antonio Maitín, por ejemplo), donde las más variadas metáforas destilaban ese destello siempre presente en el estilo de Zumeta (“La mañana no parecía sino un bostezo perezoso de la noche. Todo estaba envuelto en un velo blanco, espeso y húmedo que medio ocultaba las figuras y pesaba sobre la ciudad como vaho sepulcral”). Por supuesto que la crónica política estaría también presente, en especial, aquella que hacía referencia a las nuevas expresiones de los movimientos sociales de aquel entre siglo en el mundo norteamericano, del cual Zumeta era un espectador más que comprometido, privilegiado. El motivo podía ser cualquiera, por ejemplo, los comentarios sobre una revista de reciente aparición y a propósito de esto resaltar algo fundamental: “La cuestión obrera es una de las manifestaciones políticas del desconcierto que reina en los espíritus”. Las menudencias y pecadillos podrían llegar hasta cerrar el volumen con las más sentidas poesías plenas de un cierto romanticismo (A ella) o de un denso contenido social (Las turbas) que develaban cuán sensible eran el alma y la pluma del autor: Abajo moran y su vida amargan la secretas torturas, de aquel que nunca recibió en su frente el ósculo de luz de las alturas.

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Notas críticas “¿En dónde comienza la perversión de la verdad por el egoísmo, por la ignorancia, o la pasión noble o rastrera? Nadie lo sabe”. C. Z., 1908

Fue dado también Zumeta a verter sobre las páginas de diarios y revistas notas críticas sobre diferentes publicaciones. Con preciso carácter de inmediatez, por lo general redactaba sus apreciaciones en el mismo año en que aparecían las obras, no escapaban al escritor las grietas que siempre mostraban las mismas. En el arte de la crítica, también exhibía Zumeta sus destrezas. Tomemos aquellas notas escritas en el brevísimo lapso de tres años (1895-1898) para mostrar al lector el más precioso trazado de ciertas líneas para uso de historiadores, políticos y biógrafos venezolanos. En 1895, comisionado por el Presidente de Venezuela, general Joaquín Crespo, el doctor e historiador Laureano Villanueva publica en Caracas Vida del Gran Mariscal de Ayacucho para conmemorar el primer centenario del prócer cumanés. Obra que genera inmediatos comentarios por parte de Zumeta; a la par de elogios al encargado de la biografía (“hombre de criterio liberal e ilustrado”). La descripción de los más variados escenarios, al igual que la presentación de los personajes, en que se movió Sucre parecen acertados. “Páginas magistrales” son las dedicadas con criterio desembarazado a la descripción de la vida, batallas y demás acciones de guerra emprendidas por Sucre. Sin embargo, Zumeta registrará un grave problema de juicio por parte de Villanueva cada vez que aparece en la semblanza la sombra de Bolívar. Entonces, la medida con que se interpreta perturba el sano juicio y desequilibra la narración. Cuando se llega al párrafo que merece la crítica de Villanueva (“Bolívar no cabe en los moldes de la humanidad. Los demás hombres pueden ser juzgados y comparados entre sí […] Él no. Él es único, incomparable, magnífico de fuerza sobrenatural

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por encima de los hombres y de la historia”), la observación de Zumeta es lapidaria: “América tiene una limitación: la gloria de Bolívar. Su grandeza constituye fuero único y extrahumano. Juzgarlo es desacato, discutirlo es negra e inconcebible ingratitud”. Con esa limitación, Zumeta declara la incompetencia del biógrafo para el desempeño de su cometido de historiador. No se puede hacer historia partiendo de juicios semejantes. Nada de sobrenatural, de incomparable, de genio. Bolívar fue un general, fue un caudillo, fue un dictador, “y es así como la historia debe estudiarlo”. Su genialidad es otra cosa. Se deriva de su obra, de los medios de que dispuso, de los obstáculos que venció, de su abnegación y solidez; pero no como un valor en sí. De allí que la fórmula espetada por Zumeta suene más realista: “Divinizándolo es insignificante: humano es sencillamente grandioso”. De todas maneras, nobleza obliga, y por estas deficiencias no se podía desconocer el valor de la obra del biógrafo. ¿Qué ocurría? Simplemente que “el doctor Villanueva rehuyó desgraciadamente el examen de estas cosas y nos ha privado de un trabajo que, siendo de su pluma, habría sido elocuente, imparcial y justiciero”. Dos años más tarde, en 1897, se publicó Bolívar y Piar. Episodios históricos (1816-1830) de L. Duarte Level. Zumeta acometió su lectura con el ánimo del crítico que pretende ver la fibra interna de la obra. La reseña apareció en el número 130 de El Cojo Ilustrado el 15 de mayo de 1897. Como en las anteriores lecturas, comienza subrayando criterios generales: “en los trabajos históricos especialmente es a la autenticidad de los hechos expuestos y a la justeza de las conclusiones deducidas a lo que debe atenerse el lector”. Esto haría Zumeta en lo sucesivo. Pero se percata de que el tema, por reciente, aún apasiona y quien escribe es tan estimado que resultan inútiles estos criterios. Duarte Level llega a construir una identidad con el tema. Así, la criatura resulta ser imagen y semejanza de su creador: “Bolívar y Piar tienen la fisonomía de Duarte Level”. La fibra íntima de la obra no tiene mayores aportes que los de agrupar hábilmente los datos que andan por ahí dispersos “y el de desentrañar con rara sagacidad la clave que

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encierran, arroja él cruda luz sobre esos panoramas históricos tan oscurecidos por la timidez, o la adulación, o por falsa noción de patriotismo”. A Zumeta le asalta la conciencia de dar cuenta del libro pues el tema merece necesaria atención; más aún cuando es pertinente darles luces a los lectores sobre el trágico episodio que flota en torno a la sombra de Piar. Su ambición, si bien generosa y patriótica, tenía el sello de lo personal. Le faltaba, en consecuencia, la estupenda amplitud de los ideales supremos, adolecía de la cegadora reverberación del genio. El problema entre Bolívar y Piar no era un problema de odio, sino que cada uno conceptuaba al otro como nocivo para la salud de la patria. “Una de las dos pretensiones debía prevalecer”, ha escrito Zumeta. Los vericuetos de tanta omnipotencia son expuestos y explicados con meridiana claridad por Duarte Level. Más todavía, su examen respondía a una necesidad urgente para la salud de la república: “No hay duda en que el tomo lejos de pasar inadvertido provocará controversia y aun polémica”. El 25 de noviembre de 1898 aparece en El Monitor Liberal de Caracas, un escrito de Zumeta sobre el libro Médicos venezolanos del doctor José Manuel de los Ríos. Pretendía el autor hacer las biografías de los más eminentes galenos venezolanos (Vargas, Michelena, Acosta y Parra). La oportunidad es propicia para que Zumeta exalte las bondades de construir una biografía de los grandes hombres de la nación: “Enriquecer la literatura venezolana con las biografías de los venezolanos eminentes es no sólo obra meritoria, sino oportuna y necesaria”. Así se contribuiría a acopiar, ordenar y completar la memoria histórica de un país en formación. Pero al entrar en la materia del libro examinado, su crítico se percata de que su contenido no son más que “biografías en blanco”. Se perdió el sentido originario de la obra, de presentar las historias de vida, el análisis de la influencia de los biografiados en su dominio específico. Lo que hace De los Ríos, por lo contrario, es una suerte de apología de los personajes elegidos. No hay examen, sino himno. Aplaude y no estudia, agrega Zumeta. La ocasión era propicia para dictar cátedra al

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respecto: “Compleja y grande es la obra del biógrafo. El fondo del cuadro es la historia de la época en que el personaje aparecerá, y ha de ser descrita con tal verdad que se sienta el deseo y se reconozca la necesidad de que comparezca en ese escenario la luz que ha de disipar las sombras del paisaje. Delínease entonces la personalidad, se la mira avanzar demoliendo para construir sobre las ruinas de lo viejo el edificio del porvenir, y cuando el actor desaparece la escena ha cambiado y queda en pie la obra”. Lamentablemente para las letras venezolanas, la obra de José Manuel de los Ríos no responde a ninguno de esos principios. A pesar de tratar a varones sabios y justos, su verdadera fisonomía no quedaba plasmada sino como “biografías en blanco”.

“Sensaciones fugaces” “Sereno, erecto, inflexible, incorruptible, él es el verbo de la conciencia popular, oscura y formidable”. C. Z., 1899

Sus pocos libros podrían interpretarse como compendio o summa de su propia lírica, de su afición a las letras. En 1899, de nuevo urgido por amigos que suponían sus páginas dignas de ser reunidas y publicadas, sale desde su exilio de Nueva York, su segunda obra: Escrituras y lecturas. Ahora no será necesario el autoprólogo. En el camino la pluma se ha hecho más diestra y aguda, ha ido sembrando amistades. Una de ellas, el temible prosador político colombiano, José María Vargas Vila, también en el exilio y quien le abrió las columnas de Hispano-América (Nueva York, 1894); y luego las de La Revista (París, 1901) y Némesis (Nueva York, 1903), será el encargado de escribir Las notas al margen de un libro de César Zumeta. Enseguida muestra su fascinación por la “prosa tersa, lapidaria y casta” que llena cada una de sus páginas. Lo que no impide que la personalidad de quien las escribió contraste con tanto amor, con tanta serenidad y ensueño, tanta belleza. Palpitaban también

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otras cosas: “es un revolucionario, una alma fuerte quien la ha escrito. Se diría una águila que cantara. El sueño de un león enamorado”. Al contrario de sus Primeras páginas, el tono de esta segunda obra es más bien lírico. El contenido se reviste de literatura, se saben decir las cosas. Se divide en dos grandes partes: “Escrituras”, donde el autor anota sobre el papel las más variadas sensaciones íntimas; y unas “Lecturas”, suerte de crónicas fugaces escritas a propósito de obras y autores (Blanco Fombona, Leopardi, los Goncourt, M. Pierre Louys). En ambas partes, palpitan esa alma y esa pluma, perpetuamente inquietas y altivas. Es un alma de poeta. Uno no puede más que sorprenderse de ver como el soplo que inspira una escritura como la de Zumeta se mueva tan bien entre la expresión artística, con su calma misteriosa, sus serenas metáforas y la irreductible rebeldía, acariciada por sueños revolucionarios, deseos liberadores, radicales ideas y doctrinas. Frente a la frase literaria de refinado estilo, existe la frase política en resuelto combate. Zumeta, como los grandes de su tiempo, se sirve de la literatura para propagar sus ideas; esto es, coloca la literatura al servicio del pensamiento y de las doctrinas: “¡Noble empeño de almas soñadoras!”, como lo expresara Vargas Vila. Sus “Escrituras” contienen tres partes: “Alas de quimera”, donde el ensueño, el encanto sugestivo y profundo dominan la prosa (“Las flores que ayer ostentaste en tu seno… rugosas hoy y amarillentas, las arrojas. ¡Marchitas flores de ayer!”), con esa llama de misterio que nunca abandona la sutil imaginación (“Es amor quien colora los majestuosos rostros”). En la segunda parte, “Musas y mugeres”, acaso siga presente la evocación que traza las líneas de una personalidad (“Tengo un amigo que de la vida sólo ama el ensueño… Él mira con soberbio desdén la frívola galantería que el incontable vulgo confunde con el amor, y tiene por este sentimiento el más religioso respeto”). De igual manera, no se abandonan aquellas figuras de lo eterno universal siempre presentes en el arte (“¡Salve, oh virgen! De incógnito paseas por la historia, y eterna serás como la griega Afrodita”), pasando a la evocación de la figura femenina: “¡Ave fémina!… Un instante apenas duró el vértigo

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que me despeñó hasta ti. ¡Ah! odiarte es honrarte”. En estos ejercicios literarios de Zumeta se ve, pues, que la poesía no es extraña a la prosa. Y que prosadores de elegante pluma como la suya pueden ser poetas. Se rematan estas Escrituras, finalmente, con una tercera parte, “Negativos”, donde se reconoce una mayor rudeza en ciertas condiciones humanas, muy humanas. En el “Esbirro” se lee: “cuando te conocí, ya habías recorrido todos los caminos de la infamia”. El realismo se acentúa progresivamente, como en el “Jornalero”, “Prócer de la venalidad, agobiado por toda suerte de degradaciones, va por la vida el periodista de alquiler”. Alientan en la pluma de Zumeta experiencias y pasiones expresadas con implacable lucidez, como en “Refractario” que comienza: “Es el verbo de la conciencia popular, oscura y formidable… Rebelde como el arcángel vencido… su dios es el dios Luzbel y el dios de Prometeo: la libertad”. La ironía no podía faltar en estas escrituras de Zumeta, en especial aquella que refería los bajos instintos políticos, expresados con duro lenguaje. En “Tartufo”, por ejemplo, se escribe, “retoño de un viejo tronco fanático y conservador, o espuma de la hez, como planta rastrera se apega al árbol que se encumbra, y trepa y medra”. La metáfora se usa para presentar con gran transparencia el perfil íntimo del político criollo, que ha tocado de cerca la experiencia del escritor: “Un día el amo o el partido fían en él. El reptil llega a la cima. Entonces Tartufo traiciona al amo, al partido, al pueblo”. Surgir para desaparecer, sin pena ni gloria, pues otro día el pueblo despierta de la torpe pesadilla “y ni hace memoria de él. Ni siquiera lo desprecia”. Perteneciente a un pueblo que comenzaba a tejer su fibra heroica, Zumeta no podía pasar por alto otra figura que él coloca entre los “Negativos”, la evocación del “Libertador”, sin exagerar su amor por éste, por el contrario le trata con un cierto desdén que le da su toque realista, humano: “La gloria no le atrae, ni le deslumbra: él es superior a ella”. Le asigna los valores que contribuyen a difundir y cimentar los del propio escritor: “Ama la libertad: toda la libertad, la suya y la ajena”. El toque final no hace sino presagiar, abrir futuro, negar presente: “No ha venido aún el libertador”.

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“No ya el antagonismo de nación sino que el de raza también se borra de la conciencia de los hombres”. C. Z., 1896

El mundo interior de Zumeta se enriquecía sobre suelo firme. Pasados ya los treinta años, habiendo doblado el cabo de las tormentas, “la funesta edad de amargos desengaños”, su formación era excepcional. Su prolongado exilio lo vivió entre Nueva York y Europa (Italia, Francia y Bélgica), pensando, escribiendo, observando, trabajando para periódicos o fundando y dirigiendo revistas literarias que se convirtieran en tribunas de los nuevos ideales. Se fue moldeando como testigo de los más fascinantes problemas que exhibía el mundo moderno. Comprendiendo su destino, profundizó en el estudio sólido de las costumbres, comparaba las legislaciones entre sí, escudriñaba los sentimientos que empezaban a florecer agitando esa cambiante realidad. Sus escritos revelaban el afán que él mismo se imponía en tan colosal tarea. Su equipaje intelectual le ayudaba en estas lides. Sabía comunicar sus impresiones –ya lo había demostrado– con densa pericia. Poco a poco se iba convirtiendo en diestro sembrador de ideas útiles, defen-

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sor de valores fundamentales (“la santa libertad”, “el imperio de la ley”). Además, conocía a fondo las principales lenguas de Europa, su historia y su literatura. Lo que le permitía saber insinuarse, penetrar en las tinieblas y vivir en la luz.

En punto a pensamiento Menudo vigor el de aquellas facultades intelectuales. Tenía el vigor necesario como para no hacer vana la obra colectiva de aquello nuevo de la América morena e ingenua, que aún rezaba a Jesucristo y aún hablaba español. De que era un digno representante de aquellos nuevos, darán cuenta muchos de sus escritos sobre sociología, política, literatura, historia y sobre el arte. Entre sus páginas sociológicas, Zumeta escribió en El Partido Liberal de Caracas, del 7 de agosto de 1895, un corto ensayo: “Del suicidio”, poco comentado y, sin embargo, de un denso contenido que se adelantaba a los temas de su tiempo en casi un siglo. Es el tema del “derecho a fugarse de la vida” (lo que en el lenguaje de nuestros días se llamaría la eutanasia). La disquisición no es ligera: entre la queja del fardo de vivir y el deseo más fácil de realizar que es el morir, media un abismo ético. Resuelto fácilmente por la poesía (la metáfora del “cadáver insepulto”), complicado enormemente por la moral y las costumbres. Cuando la vida se convierte “en perpetua prisión”, cómo cumplir con nuestro deber de libertarnos. El punto de Zumeta oscila entre la naturaleza animal del hombre y la piedad para evitar el sufrimiento: “el yo según la naturaleza, y el yo según la sociedad”. Cuando el cuerpo rompe su equilibrio, cuando los males se hacen incurables, cuando el ser es mordido por el dolor, de qué vale la lenta agonía de la existencia. Todo se hace inútil. Entonces, no queda sino una salida: Abreviar el trance, irse cuanto antes del lecho a la fosa, anticiparse al proceso metódico de la descomposición es obra buena y piadosa porque nos apresuramos a devolverle a la tierra la forma gastada, el saco de estiércol, y avivamos con nuestro combustible la hoguera de la vida.

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Un año más tarde, en octubre de 1896, anuncia El Cojo Ilustrado que Zumeta –radicado en Bruselas– hará la “labor de agente” para beneplácito de sus suscriptores. Será su misión “interpretar y poner en evidencia los sentimientos, costumbres y adelantos de europeos y americanos”. Con la mente en Europa y el corazón en América, comienza su labor “a vuela pluma”. En uno de sus escritos (“Del patriotismo”) para la prestigiosa revista caraqueña, de extraño nombre, polemiza a propósito de un artículo de Tolstoi, contra el sentimiento de amor a la patria, y otro de Clemenceau, en defensa del mismo. El tema le agrada a Zumeta. Más todavía, le parece que aun cuando su importancia es de suyo “teórica, comporta trascendentales consecuencias prácticas de segura aunque lejana aplicación”. Pues no estaba tan errado. Los conflictos de comienzos del nuevo siglo se dirimirían con este sentimiento puesto en escena y ocupando un importantísimo lugar en la misma. Despierta, pues, curiosidad en Zumeta el que estos “dos claros ingenios nutridos con la médula del león del pensamiento occidental”, uno eslavo, el otro francés, vacilasen ante tamaña cuestión. La verdad está siempre en el centro y nunca en los extremos. Allí coloca Zumeta su argumentación: “Es el patriotismo el que ha hecho la historia, y va errado Tolstoi cuando niega el papel capital que ese sentimiento ha representado y representa en los anales del género humano, como va descaminado Clemenceau cuando afirma que el patriotismo es la tabla de salvación de los pueblos modernos”. Habría que buscar un término medio –en general, “odiado por los espíritus fuertes”– donde situar la discusión para hacerla útil. Bajar las ambiciones entre los pueblos (la rapiña, el odio, la ocupación, la indecorosa esclavitud), contribuiría a despojar el patriotismo de esas bajas pasiones hacia el otro que puede llegar a acompañarle. Ese patriotismo de odio genera “un sentimiento de exclusión que le viene estrecho al espíritu moderno”, puntualiza Zumeta. El mundo se movería ineludiblemente entre el cosmopolitismo y el patriotismo. El ajuste en ese movimiento –conservando el inmutable amor al suelo nati-

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vo– lo daría la amplitud política, la profundización de la civilización y el ímpetu misterioso de la libertad y la fraternidad. En sus propias palabras, el patriotismo así se expresaría: “llevando en el corazón el culto a la tierra y a la raza suyas, y al cinto la espada defensora de los derechos del hombre a fin de extender el imperio de la santa libertad por todo el ámbito de la gran patria humana”. Su colaboración de casi veinte años con el Cojo Ilustrado incluye básicamente obra literaria, críticas desde diversas lecturas, divagaciones filosóficas y metafísicas, por ejemplo, sobre la “esclavitud moderna” o “sobre la propiedad intelectual”, elogios biográficos, sus “Marginales (a vuela pluma o sus cartas de amor)” con sus variados y agudos temas, el plagio en el campo literario, entre otros. Por veces se transcriben en la prestigiosa revista algunas de sus conferencias y evocaciones históricas varias sobre una realidad donde lo ético y su expresión estética iban de la mano. Fue un hombre ilustrado a quien en consecuencia le sería pertinente un espacio de expresión ilustrada como la revista de marras. El mismo año 1896, publicaba en Caracas José Gil Fortoul, compañero de generación y de inquietudes intelectuales, El hombre y la historia. Ensayo de sociología venezolana, obra considerada por la prensa como de “pensamiento severo y fuerte”. Uno de los valores de la misma, aparte, por supuesto, de su carácter pionero en el tema, es el condensar los principales rasgos de la escuela científica y filosófica que había predominado en la Universidad de Caracas bajo el influjo del positivismo. Sus dos primeros capítulos darían cuenta de esta influencia: el uno dedicado a “La raza” y el otro a “El medio físico”. Allí se dan las pautas doctrinarias que han de regir la interpretación histórica contenida en el resto de la obra. Las respuestas a una obra de este calibre no se harían esperar. Zumeta primero, como de costumbre, elabora su reacción. Casi de inmediato, luego de su publicación, apenas transcurrido el lapso necesario para devorar cada una de sus páginas, aparece en El Revisor de Caracas un escrito suyo donde se analizan los principales argumen-

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tos. La disposición teórica de la obra y ese empeño manifiesto en su introducción de colocarse en campo neutral, no podía más que agradarle. Completamente convencido, como ya se ha visto, de que el espíritu de partido exaltado por pérfidos ataques “ha envenenado la discusión histórica” en el país, el crítico admite considerar cada una de las hipótesis. Muy pronto comenzarán las dificultades. En especial cuando comienzan a correr a lo largo de las páginas los juicios nunca comprobados. Uno de estos: la coexistencia en nuestra historia política de dos partidos, liberal el uno, conservador el otro, en lucha continua desde los comienzos de la república, es considerada por Zumeta como “una verdadera aberración”. Del lado de la sociedad que sufrió los avatares políticos, no se podía ni luchar por una aberración, tampoco morir por una hipótesis falsa. Se define, entonces, que sería lo científico: “desentrañar las causas que bajo esa aparente inconsecuencia y entre esa verdadera confusión de hombres y nombres movieron la masa […] se apoderaron durante más de sesenta años de su conciencia, la impulsaron por un rumbo y le señalaron un ideal”. Esta sería la recta senda por donde Zumeta, a la par que analizaba, procuraba mirar la historia de Venezuela. Más que bandos liberal y conservador, la división sustancial del país corría por otra parte: “las condiciones sociales y políticas dividían al país en dos clases: una, reducida, apta para las funciones gubernativas, la otra, numerosísima, apta sólo para ser gobernada. El antagonismo de razas, que sí existía en lo social, no se extendía con implacable severidad a lo político, ya que hombres de color figuraron en los congresos y en ciertas esferas oficiales, aunque no las más altas, o por sus luces, o por su importancia militar o por su hacienda, pero siempre excepcionalmente”. Las clases eran colocadas, así, por encima de las ideologías. La masa estaba frente a la clase. Pero las clases lograron incorporar a la masa dentro de su política. Esto ocurrió a través de la agitación liberal y del periodismo de combate. “La propaganda de El Venezolano fue la que hizo explosión en

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1859 y triunfó en 1864. La federación fue un cambio radical de la sociedad venezolana”. Pero a pesar de ello, prevaleció la insurrección siempre armada y la agitación política por encima de la propaganda cívica. Lo cual condujo a un estado de anarquía que naturalmente terminó en la dictadura de Guzmán Blanco a partir de 1870. El giro lógico de Zumeta para explicar lo que a partir de esta época ocurrió es luminoso: “El predominio de una clase social era definitivamente imposible, y las aspiraciones de esa clase se confundieron ineludiblemente con las de la masa”. Fin supremo de toda política, la inclusión social y política de las mayorías dominadas dentro del proyecto y los intereses de la minoría dominante. Durante los largos años del guzmancismo, pero en especial desde 1874 con las reformas institucionales en marcha, se definieron otros enemigos comunes, desplazando el campo de lucha desde el de las clases hacia otros enemigos, supuestamente “comunes”, tales como el personalismo, la anarquía, el caos. Surgieron nuevos materiales que fraguarían nuevas aspiraciones nacionales: “el establecimiento de gobiernos impersonales y el imperio de la ley”. Zumeta tiene muy presente en su análisis, algo que por veces olvida Gil Fortoul, “el instinto democrático fue en Venezuela más vivo y plástico que en el resto de América y bastó una palabra, una señal para despertarlo”. El problema de liberales y conservadores seguía más la lógica inclusión/exclusión que la de las definiciones ideológicas o doctrinarias. Así lo señala Zumeta en palabras evocadoras por didácticas: “Gobiernos liberales han sido los que se han apoyado en la mayoría y le han dado mayor participación en el manejo de la cosa pública hasta llegar a la igualdad democrática obtenida en 1864 y reafirmada en 1870. Gobiernos conservadores han sido los que se apoyaban especialmente en una clase social directora denominada oligarca, y han juzgado aventura peligrosa la extensión de hecho de los derechos políticos de la masa popular”.

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“El continente enfermo” “¿Peligra la independencia de las Repúblicas de la América intertropical? Ominosos presagios lo anuncian y no hay indicio de que los pueblos amenazados se apresten a conjurar la catástrofe”. C. Z., 1899

Llegó el año 1899, en las postrimerías de un largo y dramático siglo, annus mirabilis no sólo para Venezuela y América, sino en especial para César Zumeta. En marzo aparece publicado en Nueva York, en forma de folleto, El continente enfermo cuando la Gran Bretaña, precisamente, le seccionaba a Venezuela un pedazo de la Guayana Esequiba. La oportunidad de este opúsculo le hace notable. No se trataba de ese escritor latinoamericano que enfermaba al Continente cada vez que tenía problemas con el gobierno de su país. Se trataba del estudio sobre el estado de las repúblicas hispanoamericanas a la luz de una nueva fase en la historia de las relaciones internacionales, como lo era la expansión y penetración de las grandes potencias mundiales en busca de nuevos mercados y de un nuevo equilibrio político. La obra era incisiva, generó gran aceptación a lo largo y ancho del continente americano. De ella diría Rubén Darío: “ocasionó la publicación de un libro de alto mérito del señor Francisco Bulnes, mexicano”. Hizo y movió a hacer. En efecto, más tarde durante el mismo año, Bulnes –escritor de gran prestigio en su México natal– publicaba El porvenir de las naciones latinoamericanas, donde partiendo del peligro que se cernía sobre las repúblicas de origen español, tema central de Zumeta, elaboraba una mirada prospectiva sobre el destino de las mismas en los comienzos del siglo que se acercaba. El peruano Francisco García Calderón dejó testimonio en La creación de un continente (1912): “César Zumeta es el precursor de estos excelentes críticos. Inició la reacción contra la antigua indiferencia”. Es que en cada lugar de su periplo vital Zumeta había sabido crear relaciones de compañerismo y amistad con

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intelectuales que compartían angustias semejantes, particularmente en Europa y en Estados Unidos, donde se publicó este ensayo que consolidó su reconocimiento continental. En marzo de 1900, cuando Zumeta dirigía América en París, le escribe José Enrique Rodó desde Montevideo, acusando recibo de sus dos libros que fueron: “no revelación de su alto talento, para mi espíritu, pues ya le conocía y admiraba, pero sí confirmación del juicio formado por anteriores lecturas, realzada por el placer de unir desde ahora a la admiración la amistad”. Ya se ha visto que Zumeta observó el estado del mundo y, en particular, el de las sociedades americanas, trabajó y reflexionó en sus crónicas sobre su estado social y político, sobre su grado de modernidad y progreso, así como sobre el estadio de su cultura para enfrentar los nuevos desafíos mundiales. Asimilaba con facilidad las influencias más diversas de lugares y de personas. No sólo su relación con Venezuela fue crítica y compleja, también lo fue con otros países. Si bien admitía un cierto estadio de progreso alcanzado por estas sociedades, no escatimaba en criticar sus deficiencias, en especial, en lo que atañe a la vida civil y el orden político, criticó en ellas todo lo que consideraba vulgar e inmoral. Vivió, por lo general, en grandes ciudades (Nueva York, París, Roma, Bruselas), islas de modernidad en un período de importantes cambios políticos y económicos que enriquecerían su reflexión. Ya desde 1898 había cambiado la historia de los países de lengua hispana. Estados Unidos se perfilaba como un poder amenazante para la región y la reacción no se hizo esperar: “Históricamente la era inaugurada para nuestra América con la victoria de Ayacucho ha sido cerrada con las jornadas de Manila y de Santiago”. Zumeta adquiere una nueva conciencia de la temporalidad. Estados Unidos declara poseer a Filipinas por “derecho de conquista”; de igual manera se anexa Puerto Rico y establece un protectorado sobre Cuba (1899). Todo lo cual tendría una gran repercusión. Se rompía la tradición democrática, gran fuerza moral de la República del Norte, pasando a incorporarse esta nación al grupo de las potencias colonizadoras. Percibe a Hispanoamérica como una sociedad arrastrada por la vorágine del mundo en cir-

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cunstancias históricas graves, ante las cuales no había generado aún sus anticuerpos, comprometiendo su futuro. Acaso el mundo hispánico se mostraba indefenso ante la amenaza del imperialismo norteamericano. En la breve guerra de tres meses entre España y Estados Unidos, en 1898, la primera no sólo pierde sus colonias. Más allá de esto significar el final del colonialismo español, la derrota fue tan rápida y absoluta (“El triunfo de Calibán” lo llamó Rubén Darío), visto el poder militar de la potencia del norte, que se comprende estar a merced de un inmenso apetito expansionista: “El criterio democrático americano –ha escrito Zumeta– ha sido sustituido con el criterio monárquico europeo; y el resto de la América queda a la merced de las fuerzas complejas y múltiples que pone en juego el nuevo orden de cosas”. Las repercusiones de la derrota de España fueron inmensas (“crisis de conciencia”) sobre las nuevas generaciones de la Península y de Hispanoamérica. Surgirá como intérpretes de la crisis la “generación del 98 española” (Ganivet, Unamuno, Azorín). Del otro lado del Atlántico, hay una reconciliación con lo hispánico, surgen entonces: el modernismo americano (Rubén Darío); el “Arielismo” del uruguayo José E. Rodó (1900); posiciones anti-imperialistas y americanistas como las del argentino Manuel Ugarte, autor de la Nación Latino Americana, o como las del colombiano José María Vargas Vila presentes siempre en su múltiple obra. En este fin de siglo en Nuestra América mueren definitivamente los viejos ideales. La influencia de Zumeta hará camino en esa transición. Su metáfora la comparte posteriormente el boliviano Alcides Arguedas quien llamó al suyo Pueblo enfermo (1909). Sobre el mismo tema también escribiría el argentino Carlos Octavio Bunge (1903) usando la celebrada metáfora de José Martí: Nuestra América. ¿Cuánto le debe el pensamiento hispanoamericano a César Zumeta por su temprana explicación de los mecanismos del imperialismo de fines del siglo XIX? Esta es una cuestión que no se tiene clara y que, por el contrario, ha sido oscurecida –en especial en Venezuela– por la ignorancia acerca de su obra. Lo cierto es que en El continente enfermo queda esbozada una teoría del imperialismo moderno avant la

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lettre. Le tocará más bien a la poesía, siempre atenta a las llamas misteriosas que encienden la realidad, reflejar esa influencia, cuando en 1904 Darío hace su defensa poética del mundo hispanoamericano en A Roosevelt, deja colar este verso de clara luz y mejor belleza: “Eres los Estados Unidos, / Eres el futuro invasor (…) / Los Estados Unidos son potentes y grandes. / Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor / que pasa por las vértebras enormes de Los Andes. / Si clamáis se oye como el rugir del león”. Claramente se observan, un lustro después, el germinar y el contagio de las ideas de Zumeta. La lógica de su teoría imperialista se mueve en dos niveles. El económico, acaso el más importante, parte de un porvenir de los países hispanoamericanos, irrevocablemente adscritos al mundo industrial y sometidos a su influencia, lo que es expuesto en estos términos por Zumeta: Las necesidades del progreso moderno les imponen a los grandes Estados industriales, como condición de mantenimiento de su poderío, el deber de activar la producción de las materias primas de que sus industrias se alimentan, y el de estimular al propio tiempo, el comercio de sus productos.

El político, por su parte, se refiere a un nuevo equilibrio por parte de las grandes potencias. Se multiplicaban las negociaciones para repartirse el mundo. Uno de los repartos más importantes se refiere al “dominio de la América Tropical”. Al prevalecer este criterio tanto en Europa como en la América del Norte (“La política imperialista de la Casa Blanca”), “la ley de las naciones no es tomada en serio sino entre las potencias cuyas fuerzas se equilibran”. Ante semejante cuadro, se cerraba toda una era histórica no sólo para Venezuela, sino en general para la América Latina. ¿Cuál sería la estrategia entendida en tono ético como “deber”? La respuesta es inminente: Armar y defender estas naciones: “el deber inmediato es armarnos”. La posiciones serían de una clara defensiva:

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Si nuestras Repúblicas están pobres de caudal, de población y de orden, y los que codician su imperio están pletóricos de sangre y de tesoro; si la conquista está a la orden del día y la ocasión de intentarla a costa nuestra es propicia, justo es pensar que ante semejante perspectiva los gobiernos y los pueblos de América deben apercibirse a la defensa.

Mostraba Zumeta ser uno de esos estrategas de “telescopio”, capaz de correr el velo a las leyes del desarrollo económico y político, de presagiar la mudanza que ocurría en la política internacional, de precisar el sentido de la nueva diplomacia del “águila norteamericano”. Llegaban otros tiempos y otras exigencias. Una de ellas era estudiar por cuáles medios se había de conservar la independencia hispanoamericana, interpretando el papel a cumplir por el continente en términos adecuados a la nueva correlación de fuerzas mundiales. Dos eran los “deberes” que la cruda realidad imponía, internamente: “la explotación de la riqueza pública para los fines del desenvolvimiento nacional, y la solución pacífica o violenta, cuando los medios pacíficos hubieren fallado, de los problemas de la política interna”. En cuanto a la política exterior: Aparte la celebración de tratados de comercio y amistad y la fijación de fronteras, el deber primordial era acordarse entre sí las repúblicas de América, en el sentido de obtener una definitiva interpretación y promulgación de la doctrina Monroe, a fin de incorporarla a nuestro derecho público y hacerla perder su carácter exclusivamente norteamericano por virtud del cual constituía […] una limitación de la soberanía de las demás repúblicas del continente.

El siglo concluía sin que se hubiesen cumplido estos deberes. El carácter de ambas políticas había sido la imprevisión. Peor aún, alertaba Zumeta: “Ni los gobiernos ni los partidos ni la prensa se han propuesto con alta seriedad un plan viable, una propaganda eficaz. Cada vez que el pensamiento ha surgido en las esferas oficiales han faltado aquel calor de convicción, aquella energía de propósito que, propagándose

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por contagio, determinan los grandes movimientos populares”. No quedaba duda, la hora crítica había llegado para la América hispana. A nueve décadas de vida independiente, la historia la sorprendía desapercibida a la defensa. Luego de hacer un recorrido por las diferentes realidades internacionales, de elaborar un certero balance de lo que habían sido las prioridades hispanoamericanas, luego de desmontar los mitos y vicios básicos de las mismas, de evaluar en qué sentido se movían los nuevos intereses planetarios y, sobre todo, observando la prisa con que se movía aquel mundo, la conclusión de Zumeta no se prestaba a duda alguna, sus palabras daban sentido a la metáfora de la enfermedad del continente: El deber inmediato es armarnos […] Los fuertes conspiran contra nuestra independencia y el continente está enfermo de debilidad. El hierro fortifica. Armémonos. Con esta sola previsión podemos alejar el peligro, y aun conjurarlo. Es de nosotros mismos de quien depende nuestra suerte.

“Un gran silencio se hizo sobre la Tierra” “y recordarles que la historia no mide el poder que esclaviza, sino por la grandeza de la resistencia que libera”. C. Z., 1899

El tema era lo suficientemente importante como para sólo ser tratado en aquel opúsculo. Su labor periodística de aquellos intensos años, fuese desde la revista América (1900), en París, desde las páginas de El Cojo Ilustrado, en Caracas; o, posteriormente, desde sus “notas editoriales” en El Americano (1904), de Nueva York, o en sus feroces campañas de La Semana (1906-1908) en la misma ciudad, la preocupación es constante. Luego de largos años de silencio sobre la preocupación continental, presente en aquella primera generación republicana (Echeverría, Gutiérrez, Bello, Alberdi, Sarmiento, Lastarria, Hostos, Montal-

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vo, Toro) era necesario retomar la elaboración de una sociología americana. Que el silencio nunca se tomara como indiferencia. Las cosas eran lo suficientemente graves como para no preocuparse por el inquietante porvenir. No sólo se trataba de la ambición “yanqui”, también se trataba –acaso con más urgente gravedad– del reconocimiento de los vicios y energías hispanoamericanas, de las debilidades internas y de la dispersión de sus naciones. En Venezuela, oprimida por la “gran concentración legalista” de Crespo quien ya había permanecido desde 1892 cinco años en el poder, sólo preocupada por la sucesión electoral del trono, ante el embate de una nueva corriente liberal nacionalista y de un líder de ascendencia popular, José Manuel Hernández, acaso ninguno de sus publicistas ni siquiera se detuvo a pensar cuánto significaba la situación internacional en ciernes. El planteamiento de Zumeta quizás nada decía a las pasiones de aquel momento. Pero las cosas iban en serio. Afirmada la soberanía republicana, quedaba aún por resolver el problema de la organización institucional y el del orden político interno de las diferentes naciones, así como su articulación al sistema capitalista internacional. Sus escritos nunca olvidaban su país. En su prosa se hacía sentir la preocupación por la identidad histórica de Venezuela y, en general, por lo que él llamaba la “América Tropical”. La preocupación y el análisis se concentraban en los términos de la solución de los problemas internos que no eran pocos. El tema se recogía sin cortapisas para analizarlo con intenciones objetivas, siempre con sabor a polémica, respecto a las grandes potencias extranjeras. La expansión imperialista, el futuro de los Estados soberanos estaban a la orden del día. No podía ser de otra manera. Observando el juego político europeo del último tercio del siglo XIX –la acción invasora de Bismarck, la proclamación del Imperio Alemán en Versalles en enero de 1871, la dominación de la diplomacia europea por parte del “Canciller Imperial” hasta 1890, la resistente oposición a las revoluciones liberal-nacionales, la anexión de Sur África, la política británica en el Medio Oriente, entre otras situaciones– Zumeta fue capaz de definir un nuevo ciclo

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en la historia de Europa que iba de Napoleón a Bismarck: “nunca antes fueron cumplidas en la historia leyes dinámicas, que por fatal paralelismo rigen en lo moral, como en este último tercio de siglo que abrió el gran soldado Corso y cierra el gran Canciller Pomeriano”. Los nuevos agrupamientos de intereses, los nuevos equilibrios de fuerza, rectificarían las fronteras europeas, “un gran silencio se hizo sobre la Tierra”, y se inició gracias a la astuta voluntad de un hombre “esta gran cruzada colonizadora que va expandiendo en el extremo oriente y en el África a la civilización europea”. La interrogante vital concerniente a la América Tropical no podía ser otra: “¿Por cuáles medios hemos de conservar nuestra Independencia?”. Los deberes de los Estados independientes y soberanos latinoamericanos ya esbozados en El continente enfermo se imponían, no como catálogo de buenos deseos sino para ser convertidos en políticas, partiendo de un balance realista de lo que había sido el continente en el transcurso del siglo. El resultado sería todo un pliego de cargos, formulados con acento crítico, sobre su debilidad frente al invasor extranjero. La conclusión del balance no podría ser más reveladora: “El siglo agoniza sin que hayamos llenado esos deberes. El carácter de nuestra política interna y externa ha sido la imprevisión”. Zumeta advertía que la semilla de la servidumbre se sembraba en los propios suelos patrios (“ceguedad de las facciones”, “codicias de los déspotas de turno”). Las consecuencias eran fulminantes. El despotismo, el caos, la anarquía caudillista significan “la ausencia de patria que nos debilita frente al imperialismo”. Estos “pedazos de Continente enfermo”, concluye Zumeta, “si persisten en pelear con barones feudales, en lugar de pactar, de su suerte no culpen a los Estados Unidos”. Lo más fascinante de estas elaboraciones intelectuales era el intento de encontrar internamente las causas de la debilidad internacional, al igual que ese impulso que invitaba a trascender la era de la independencia en tanto experiencia histórica fundamental, compartida por los países latinoamericanos. Casi un siglo después del gesto heroico se afirma, “nuestra salvaje soberbia de independencia” no era sufi-

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ciente para constituir la identidad interna y preparar sus sociedades para la defensa externa. Además, su desarrollo histórico revelaba “nuestros extravíos”. Se estaba a punto de convertirse en “factorías de estas colosales agrupaciones cínicamente despóticas”. La fuerza del argumento de Zumeta era, en cierto sentido, fatalista: “no es un pueblo el que peligra, sino un continente y una raza”. Es que las evidencias no dibujaban un mejor cuadro. La voracidad con que actuó Inglaterra en África y en Asia o aquella mostrada por Estados Unidos con la anexión de Texas, con Cuba, con Filipinas o con Puerto Rico (luego vendrían Hawai, Nicaragua y Panamá), demandaban un sentido de unidad y previsión que no se veía, y, por tanto, era la única forma de defender el destino de estas naciones de su propia suerte, convertir su debilidad en fortaleza. Este recurso a la fuerza, a la necesidad de fortificar las naciones de Hispanoamérica, como elemento de unidad y defensa, no sólo es un llamado a formar los ejércitos nacionales o a la adquisición de armas. Algo más importante que aparece en el argumento es el de la fuerza medida por la capacidad de resistencia que estas débiles naciones pudiesen oponer a las potencias extranjeras. Ante la ley de la conquista, los débiles no se podían reservar sólo “la gloria del heroísmo”. Había que ser dignos de llevar el “nombre de nación; de sus tradiciones de gloria y del respeto de las gentes”. Se mezclaban de esta forma lo ético y lo político: “recuérdese que no es fuerza material la que necesitamos, sino la energía moral necesaria para constituir Patria”. Los componentes serían “Paz y Libertad”. Las situaciones de anarquía y faccionalismo podrían sobrevenir en “cualquier crisis de la vida nacional” para socavar las bases de la República, “porque las facciones habían quebrado el resorte moral que liga a los nacidos en un mismo suelo”. Estabilidad política era, en consecuencia, causa de prosperidad material y ética, base de Estados fuertes y capaces de resguardar su patrimonio alejando cualquier excusa que pudiera justificar “la intervención del Norte”. A propósito de Puerto Rico, Zumeta observa un cambio en el “método del imperialismo”, su táctica ha dejado de

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ser la anexión o el expansionismo por la fuerza. Ahora se trata de la “mediatización” de los territorios, “de forma que las apariencias de la soberanía le queden a esos pueblos (los países del Caribe), pero la influencia predominante resida en la Metrópoli, conforme a un plan colonial jamás antes ensayado”.

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“La patria no es una entidad geográfica, sino la tradición del esfuerzo común por la libertad de todos y por la libertad de cada uno, y cuando esa tradición se rompe la patria se desvanece”. C. Z., 1904

Mientras tanto en Venezuela las cosas no habían cambiado mucho desde su partida. El caudillismo como sistema seguía apropiado del escenario del poder. Cada uno de aquellos hombres de a caballo, de barba hirsuta y mirada perdida en el horizonte de sus propias ambiciones disimula sus apetencias de dominación, pero las tensiones reales presentes en el entramado político nacional eran difíciles de disimular. Por mucho simulacro, por mucha causa y revolución que se esgrimiese nada se había podido resolver que calmara apetitos y traiciones. Al general Joaquín Crespo le había sucedido en el poder, mediante elecciones fraudulentas realizadas a fines de 1897, otro liberal de la mayor confianza suya, el merideño Ignacio Andrade. Parecía que el continuismo era inevitable entre aquellos hombres de espada y machete. Enseguida se alzó la otra punta seca del gran cue-

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ro liberal. Los denominados nacionalistas se fueron a las armas. El 16 de abril de 1898, dos meses después de haber asumido el poder Andrade, muere el general Joaquín Crespo en el sitio de la Mata Carmelera, en pleno campo de batalla, adonde había ido a enfrentar precisamente al nuevo líder liberal-nacionalista, José Manuel Hernández, verdadero triunfador de aquellas elecciones, hombre de carisma y ascendencia popular, sublevado contra el recién constituido gobierno aspiraba de cierta manera a la extinción de las prácticas cesaristas. Desaparecida aquella espada militar, custodia de la legalidad, el liberalismo amarillo comienza a hacer aguas. Así lo describe Zumeta: “La muerte del general Joaquín Crespo dejó al país en acefalía. Había muerto el caudillo y el pueblo no había aprendido el nombre de un nuevo jefe, centro y director”. El gobierno de Andrade se sume en profunda crisis que no aguantará más de un largo año, luego de una permanente inestabilidad tras alzamiento, desconfianzas y traiciones.

“Entrar en el carril de la civilización” “El derecho de palabra es una investidura, es indeclinable función social, que vengo aquí a ejercer en la hora en que cada silencio es una deserción, y cada protesta no formulada una complicidad cobarde”. C. Z., 1903

De eso se trataba, enaltecer la república para que entrase en ese carril, el único conveniente. El 22 de octubre de 1899 entregará el poder a Cipriano Castro, quien, luego de la aventura armada de “los sesenta”, bautizada con el nombre de “Revolución Liberal Restauradora”, llega a Caracas apoyado por sectores de un ejército de caudillos y prósperos grupos económicos regionales. Para no cambiar mucho el escenario mental, su incursión se justificaba en términos legalistas: la in-

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constitucionalidad del gobierno recién depuesto. Se promete gobernar con “nuevos hombres, nuevos ideales y nuevos procedimientos”. Las circunstancias le van dando la razón a Zumeta. El país se debatía en una guerra de insurgencia personalista sin fin. Más aún, el caudillismo se va convirtiendo en una suerte de endemia social, en la que la violencia y el caos privan sobre lo institucional, las leyes se desgarran en manos de la violencia. Así termina un siglo y se va perfilando el comienzo del otro, al son de ese eterno “corso e ricorso” de la permanente crisis republicana; experiencia harto conocida desde 1810. El 21 de diciembre de 1900, aún en París, Zumeta se interroga desde las páginas de la revista América, dirigida por él mismo, sobre si es posible resolver “el problema iberoamericano sin el concurso de la Europa mediterránea”. A la inestabilidad de su constitución política y del orden público se le añade la escasez de población y de capitales, lo que ha sumido a estos países en profunda crisis. De no mejorarse estos males, se enfrentaría el peligro de la intervención extranjera. En cuanto a Venezuela, escribe: “rudamente amenazada, puede aún salvarla el establecimiento en Caracas de un Banco Latinoamericano” que venga en su ayuda, aportando migración y producción en los mismos términos en que lo ofrecía esa suerte de Santa Alianza conformada por capitalistas alemanes y norteamericanos. Sólo los americanos se podrían ocupar del porvenir de aquellos pueblos de origen latino. De no llegarse a esta colaboración, la alternativa era puesta en grave e irónica metáfora: “La América española será botín de los humanitarios libertadores de Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Texas y Hawai”. El presagio de tanta fragilidad encontraba, no obstante, signos alentadores en relación a lo que estaba sucediendo en Caracas. Un poco antes de estas reflexiones, el primer día de mayo de 1900, a escasos siete meses del nuevo régimen, Zumeta abrirá un compás de optimismo, acaso por la novedad de la personalidad del Restaurador. Entre los elementos de la situación venezolana: “El señor general Castro ha demostrado poseer la energía requerida para dominar las facciones y

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cuanto debe esperar el patriotismo es que le sea dable salir del período de represión, hecho inevitable por la obstinación conservadora”. Quizás se esperaba mucho, demasiado, del régimen liberal restaurador. Detener las revueltas conjurando el odio entre adversarios, administrar con cabalidad la renta pública para vencer el peculado, saber conciliar a complejos enemigos, colocar el predominio de la ley por sobre el de las personas, restaurar el prestigio del liberalismo sin complicar mucho las cosas so pretexto de la “causa” o la “revolución”, no eran cosas fáciles por mucha energía que demostrase tener el nuevo “Jefe Supremo”. Zumeta conocía mejor que nadie los antecedentes de la accidentada república. Vivió el deslumbramiento guzmancista, sufrió las debilidades de esos “dos o tres hombres flacos de ánimo o de entusiasmo” para imponer la ley en las crisis decisivas, hubo de apartarse por demasiado filosa de la espada de Crespo. ¿Qué esperar entonces del nuevo mandatario? Aparentemente, mucho habría que esperar del general Castro. Lo primero, carácter e integridad. Se le reclamaba una combinación de rasgos interesantes que ya presagiaban nuevos tiempos y nuevo arquetipo: “temperamento dictatorial con alma de repúblico”. Y la comparación se nutría de la mera experiencia histórica, como si le estuviese permitido armar un mosaico con los mejores colores de la historia vivida y de la experiencia de otros: Un Guzmán Blanco que al propio tiempo sea Vargas; alguien que aspire a emular el tipo excelso de Sucre, la más pura y alta gloria de América. Guardando las distancias que impone la perspectiva histórica, México ha encontrado ese desiderátum en Porfirio Díaz.

En junio de 1901, Zumeta viaja a Venezuela por asuntos relacionados con su fiel esposa Margarita Arismendi. Acaso tan optimista salutación al poder, hace que Castro por medio del ministro de Relaciones Exteriores, Eduardo Blanco (1900-1901) le ofrezca dirigir la Agencia Especial de Venezuela en Nueva York. Zumeta pasa a formar parte del gobierno liberal y restaurador. Acepta, y con esto evita vincularse di-

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rectamente con la política interna. Tan largo exilio le habría encogido el ánimo de entrar de nuevo en la política criolla. Pero también sintió que podría ser más útil desempeñando una misión diplomática en el extranjero. En este cargo permanece hasta enero de 1902, cuando el nuevo ministro de la misma cartera, Jacinto Regino Pachano (noviembre 1901-abril 1902) le sorprende con el nombramiento de cónsul general en Inglaterra “que jamás solicité”; además el gobierno Liberal Restaurador le otorga las credenciales de senador por el estado Bermúdez, “que no tenía por qué esperar”. Ciertamente de haber permanecido largo tiempo en la diplomacia le hubiese tocado a Zumeta atender uno de los períodos más difíciles en materia de las relaciones internacionales venezolanas, entre otros episodios: el conflicto con Colombia (1901) y los reclamos económicos presentados por Inglaterra, Alemania e Italia que llevaron al bloqueo de las costas en diciembre de 1902, cuando las negociaciones de protocolos, arbitrajes y tratados multilaterales estuvieron a la orden del día. Pero no ocurrió así. Renunció al consulado tres meses después, en protesta contra “la franca regresión a la barbarie determinada por las dictaduras militares interrumpidas por revoluciones”. A todas estas, se había celebrado una Asamblea Constituyente en 1901 que promulgando una nueva Constitución permitía convocar un Congreso Nacional ante el cual se juramentó Castro como Presidente Constitucional de la República el veintinueve de febrero de 1902. Se legalizaba así una nueva farsa política muy a la usanza caudillesca con la anuencia de un nuevo y mimetizado Poder Legislativo. Con motivo del alzamiento en enero del 1902 de Manuel Antonio Matos y su revolución “Libertadora”, Zumeta protestó indignado vistos los compromisos contraídos por aquel con un banco alemán (Disconto Gesellschafft), “al tener noticias de manejos que ponían en peligro el honor y la soberanía de la patria, acusé al culpable ante el país y ante el mundo”. El lenguaje de la protesta fue contundente y dejaba un cierto aire de claridad identitaria de su autor: “Escritor, ciudadano de Venezuela y de América, acusé a un mercader que proyectaba la

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deshonra de Venezuela y la de América”. Las frases no quedarían así, con precisión y elegancia expresaba su J’accuse, evocando aquella figura universal del intelectual comprometido tal como la había encarnado Emile Zola en la Francia de 1898: “Traidor fue el jefe de la revolución ‘libertadora’ cuando llegó a las costas venezolanas en son guerrero. El señor Matos … es traidor a la patria y al liberalismo a cuya sombra y con cuya divisa adquirió los millones que posee”. Quedaban claras y deslindadas las posiciones de Zumeta en relación con la última asonada revolucionaria de aquel tormentoso tiempo. Pero, además, se había incurrido en delito contra la América toda. Traicionar la doctrina Monroe, promulgada en 1823 en resguardo de los intereses políticos de los Estados Unidos, primero, hecha luego extensiva a toda la América Tropical, era por decir lo menos una torpeza: “Matos fue, mitad conscientemente por su sordidez, mitad inconscientemente por su estupidez, el instrumento de esa política de Berlín”. La traición de Matos fue tan baja, en la opinión de Zumeta, que había que rasgar la página escrita con miras a proyectarla en la historia. Por mucha repugnancia había que apelar a los más ingratos sentimientos para quien aspira a permanecer: el silencio y el olvido. “El jefe de la revolución libertadora es, ante mi criterio, tema indecoroso”. Zumeta había renunciado en 1902 a su colaboración con el flamante gobierno restaurador en protesta por la política interna “faccionalista y dictatorial” asumida por Castro. Luego del bloqueo de diciembre de 1902, ya fuera del gobierno, alzó su voz y encrespó la pluma para protestar contra “los infames protocolos de Washington”, suscritos por el gobierno como corolario del conflicto con los países europeos. Zumeta se pronunció enérgicamente, como era su estilo cuando de intereses patrios se trataba, “contra el espeluznante espectáculo del Ejecutivo de rodillas ante Mr. Bowen”, quien ejercía el cargo de ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Venezuela, llamado por el gobierno para intervenir en aquel conflicto representando a la República en “cuanto tienda al término pacífico del asunto”. En aquella comedia no queda a Zumeta otra cosa que declarar que el gobierno

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o el pueblo tendrían que hacer la revolución que “reconstituyera y pacificara la República”. Sale de nuevo del país, rumbo a Estados Unidos. No tuvo oportunidad de volver a la prensa sino en Némesis (Nueva York, 1903), El Americano (Nueva York, 1904) y La Semana (Nueva York, 1906).

“La ley del cabestro” “Corre la pluma fácil cuando la emoción la mueve. Pero la indiferencia y el asco son actitudes silenciosas del espíritu, y sus gestos no caben en la frase escrita”. C. Z., 1903

Escrito en Liverpool en junio de 1902, este alegato histórico sobre la regresión observada en la vida pública venezolana, fue publicado en folleto en Nueva York casi inmediatamente. Las circunstancias recientes obligaban a resumir la historia del país: “ha resuelto darse por sistema de gobierno una dictadura militar interrumpida por revoluciones”. Aquella constante dejaba de estar vinculada a la cultura o a las costumbres; tampoco resistía a la explicación coyuntural de períodos turbulentos en su desarrollo. El juicio de Zumeta miraba más lejos, se trataba de preservar la visión realista de las cosas: “es una franca regresión vertiginosa a la barbarie caracterizada por la cuasi absoluta desaparición de las virtudes cívicas”. Vemos, pues, un notable desencanto de aquellos atributos vistos en el Jefe Supremo en 1899. Sólo dos años bastarían para ver que todo seguía igual o peor. No deja de ser interesante llamar la atención sobre la metáfora que acompañaba aquella ley de la evolución histórica: el cabestro. Primero, se trataba de un término eminentemente rural de muy antiguo linaje. Llevar su significado a una sociedad que se suponía en tránsito a la modernidad contenía ya un poderoso contraste. Una sociedad asegurada por la cabeza con una cuerda que le permitiera ir adelante

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evocaba un claro retroceso. Esta fatídica metáfora era la ley impuesta al pueblo que por cierto no había hecho la felicidad del país. Así lo asentía Zumeta: “Hemos vuelto caras hacia la colonia de donde salimos y corremos desaforadamente a la ignominia de un nuevo coloniaje”. Más todavía, podría decirse que los gobernantes no habían cumplido sino el papel de cabestreros, dejarse llevar y en el mejor de los casos conducir toda una sociedad por la cabeza, mas no por y con la inteligencia. Todos cumplieron, sin excepción, el papel de amos y señores, huéspedes más o menos fugaces de la Casa de Gobierno. Nada sabían, pocos supieron, de libertad, de deberes, de derechos, de garantías, de la res publica. Las consecuencias de semejante situación no podían más que alarmar a un espíritu sensible que veía, leía y observaba con desinteresada fruición: De entre todos esos países Venezuela es, sin embargo, el único que presenta señales claras de disolución del cuerpo social y político. Ya es más difícil ir más allá en el camino de la anarquía: la agricultura, el comercio, la escasa industria, el crédito, hasta la esperanza del bien, todo se ha aniquilado.

Zumeta retoma en su opúsculo aquel punto ya discutido con Gil Fortoul, a propósito de su afirmación de que las denominaciones de liberal y conservador habían sido “simplemente una farsa”. Considerado por Zumeta “criterio anticientífico”, pasa a examinar, como para dar asidero histórico a su argumento, la crisis de 1846 y las de 1858 a 1874, desde un doble punto de vista: la evolución del pueblo y aquella más compleja de los partidos políticos. En relación al primero, escribió: “El pueblo era el soberano, pero como ese pueblo no existía en el sentido cívico, hubo que gobernar por él, y, aun cuando altos ideales fueron proclamados, la Federación resultó, como era fatal que resultara, una mentira inicua”. La razón era muy simple vista a distancia: Nunca se creó la célula federal par excellence: el municipio. La Federación se fue en discursos altisonantes, en el encumbramiento de un nombre vacío de contenido. Se le llamó así

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porque el enemigo se empecinaba en hablar de centralismo. Esa era la palabra cínica esgrimida en momentos de angustia programática e ideológica. La federación venezolana no dejo de ser la falsa ilusión de estados soberanos sometidos telegráficamente a una ración del situado constitucional. En lo concerniente a los partidos, nunca llegaron éstos a representar realmente los intereses y aspiraciones de la masa popular. En especial, debido a la terquedad autoritaria de los gobernantes conservadores de 1846 de no permitir un avenimiento con el caudillo liberal, cuya propaganda clamaba por una más directa participación del pueblo en los negocios públicos. En dos palabras: “se impidió la marcha pacífica hacia el liberalismo”. Las consecuencias no fueron triviales. Por una parte la masa se enfrentó a la clase directora. Pero, por otra parte, quizás lo más grave: “se detuvo por más de un cuarto de siglo el desenvolvimiento ordenado del país y de sus instituciones”. Puesto el conflicto político y social en esta perspectiva, Zumeta responde con razón al argumento de Gil Fortoul: “No se desangran las naciones durante sucesivas décadas por una mera farsa, sino por contrapuestos ideales e intereses”. Otro aspecto que contribuía a desenmarañar la crisis venezolana era la consideración del militarismo. El régimen liberal se había entronizado bajo la absurda existencia de un “cesarismo demagógico”. Un hombre y una oligarquía reinaban con menosprecio de toda ley. La cínica ductilidad cortesana de la alta y baja burocracia consentía la existencia de una suerte de Imperator. No obstante, el advenimiento de un dictador culto como Guzmán Blanco limpió la clase gobernante, en especial de su talante militarista. Se instaló la escuela cívica, se implantaron las doctrinas liberales, el país disfrutó de una relativa paz que perfiló un prometedor progreso. “El militarismo agonizaba”, escribirá con gran ánimo la pluma de Zumeta. Dos sucesivos ensayos de gobiernos civiles eran buen presagio. Y llegó la catástrofe de 1892:

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Entonces, a pretexto de legalismo, espaldas vueltas a toda transacción pacífica, se consumó el crimen de la guerra, y en unos cuantos meses el fusil deshizo la obra lenta de los años. Volvió el soberano al solio. La legalidad fue representada por uno de esos gobiernos de la fuerza y por la fuerza, hijos legítimos de la revolución y representación cabal del pueblo.

Lo que vendría era un intento de sustituir el orden civil y la perfecta legalidad de las instituciones por la fuerza de las armas. La virtud regeneradora del máuser sumió de nuevo al país en una sangrienta ilusión que era, precisamente, lo que hacía pensar a Zumeta el peligro de la independencia nacional. El nacionalismo fracasaría porque, si bien intentó en su programa extinguir las prácticas cesaristas, no supo instaurar y mantener la propaganda civilista. Igual ocurriría con la restauración de Cipriano Castro. Pudiendo ejercer su influencia, por la novedad que sugería el nuevo gobierno, al servicio de la paz y de una vigorosa campaña cívica y civilista, no lo hizo. Una vez más los actos de su gobierno no correspondían con los ideales nacionales. El problema radicaba o bien en la incapacidad de los partidos a avenirse en las crisis graves, o bien por la carencia de verdaderos hombres de Estado o por la honda corrupción del mundo político venezolano. Esto, continuaba La Ley del Cabestro, determinó el período de desintegración en que estamos; precipitó la bancarrota de la agricultura, del comercio y el fisco; la extinción de la industria; la militarización de un partido que tendía al civilismo, la inevitabilidad de la dictadura, y la innoble reflorescencia de toda suerte de macheteros sobre el fango ensangrentado de la anarquía.

El cuadro era sombrío pero no sin solución. Las propuestas de Zumeta giran en torno a ese ideario ya mostrado desde sus años mozos y del que nunca se separaría. Por el contrario, la terca realidad iría contribuyendo a refinarlo, a adaptarlo a cada una de nuestras circunstancias históricas y sociales. Para la coyuntura restauradora se había de insistir en: el mantenimiento de la paz y lograr la “revolución del tra-

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bajo”. Lo primero es en sí mismo harto complejo. Exige varias cosas. Una de ellas sería el establecimiento de una suerte de modus vivendi entre los partidos que garantizara un clima de paz e inclusión social del llamado “soberano”. Lo segundo sería complemento y condición para hacer permanente la convivencia pacífica. La revolución del trabajo no requería sino aplicación del capital y del esfuerzo a fin de producir. Aumentar la producción nacional sería el objeto de esta noble revolución. Ella nos ahorraría tener que recurrir siempre al capital extranjero, que no emigraba sino cuando se le garantizaba la estabilidad del orden. En condiciones anárquicas, este capital se tornaba más bien: “… ruinoso en lo económico, corruptor en lo político y peligroso en nuestras relaciones internacionales”. Mediante una intensiva y extensiva educación cívica, que incluyese la substitución del reclutamiento por el sufragio, Zumeta propone ir sembrando una nueva cultura política donde el voto de la masa sea sinónimo de defensa de la patria, que entienda a la regeneración de la sociedad como obra del tesón de los gobernados y no sólo de los gobernantes. Los agentes de semejante aspiraciones no podrían ser otros que los intelectuales y la juventud universitaria. A ellos correspondería la vanguardia. Es su convicción que el cesarismo no podría sobrevivir a semejante cultura civilizadora: “El municipio autónomo surgiría como primer indicio de la gestación de la conciencia popular, y lenta, pero indefectiblemente, llegaríamos a la República”. Traslucen estas palabras la ausencia republicana luego de décadas de creer que éramos una república. Acaso, “cien revoluciones en setenta años de vida independiente prueban que la violencia no cura nuestros males, sino los agrava, y ha de apelarse a otros medios”. La lección requería de su puesta en práctica inmediata; única manera de lograr la redención para Venezuela. El pensamiento contenido en esta pieza de Zumeta era cristalino, pero harto problemática su eficacia. Quedaba por ver la orientación y el sentido de los futuros desarrollos.

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Ahora, a la paz o al desastre “Los caudillos vencen; son los hombres de Estado los que pacifican. El deber de la hora presente no es vencer sino pacificar”. C. Z., 1903

Esta ruptura con el régimen restaurador y el regreso a su privilegiado puesto en el periodismo de combate, le permitirá a Zumeta perfeccionar los principales argumentos contenidos tanto en El continente enfermo como en La ley del cabestro: el significado de las guerras para la República, el papel del tirano y las luchas de bandos: “producimos tiranos y los soportamos durante toda una generación, los merecemos”. Esto lo hará desde la gran cosmópolis neoyorquina en Némesis (1903), El Americano (1904) y desde sus campañas de La Semana (1906-1908). El contexto general sería el mismo, aquel de un mundo dominado por la expansión sin precedentes de nuevas fuerzas económicas y militares. Un clima político como el producido por caudillos al estilo de Cipriano Castro era fatal, no sólo debilitaba el país frente a estas fuerzas sino que demostraba que no se poseía la facultad para el gobierno propio. Se llegaba, incluso, al extremo de que fueran los mismos gobernantes quienes solicitasen la intervención norteamericana para mantenerse en el poder, “los infames… solicitan que extiendan sobre su patria un protectorado más o menos ambiguo y vergonzante”. En otro sentido, este clima político interno le hacía volver a su argumento sobre la inexistencia de la patria, porque bajo la tiranía y dentro del servilismo lo primero que se extingue junto con la vergüenza en los hombres es el alma nacional, el espíritu de patria. Los colombianos, los venezolanos, los dominicanos de hoy no tenemos Patria sino una ficción de nacionalidad que subsiste con el consentimiento de los fuertes.

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De esta afirmación formaba parte su estrategia de “constituir patria”. Zumeta insiste más en la idea de patria que en la de nación, a la cual se refiere con menos frecuencia y en términos más generales. Interroguemos, sin embargo, la idea de patria y patriotismo en algunos de sus textos. No hay una definición explícita, pero sí hay una mención constante a los elementos constitutivos de la patria: 1.- “Conciencia colectiva”; 2.- “Apego a hábitos, costumbres, gentes y paisajes”; 3.- “Garantía de la propiedad individual, leyes estables y respetadas”; 4.- Pero sobre todas las cosas el gran componente político de la patria sería la libertad–”la patria no es una entidad geográfica, sino la tradición del esfuerzo común por la libertad de todos y por la libertad de cada uno”. Adicionalmente, la patria también tiene, para Zumeta, una vertiente ideal, subjetiva, conectada vitalmente con un pasado heroico, la cual dejará deslizar con palabras por lo demás elocuentes, “Mi Venezuela, mi patria, yo la llevo conmigo en mi pecho, en mi cerebro, en mi dolor y mi protesta. Esa es digna y es altiva y puede venerar la memoria de sus próceres”. La patria compuesta por un sentimiento de pertenencia a un colectivo, por un apego a tradiciones y lugares, por derechos y deberes compartidos, y por libertades, habría también de nutrirse de una cierta subjetividad en que el fondo histórico-heroico era fundamental. El patriotismo, la actitud que acompaña este sentimiento, será su resultado: “El patriotismo no es superstición que exalta poseídos en un instante de obcecación fanática, sino una conciencia manifiesta en acto cívico en cada momento de la vida nacional”. El sentido principal de la vida y de los escritos de Zumeta en estos años 1903-1908 es evangelizar acerca de la necesidad de reconstruir la vida nacional de los países de la “América Tropical” como mecanismo de unidad y defensa, “a fin de conjurar el peligro” de la política expansionista de los Estados Unidos. Tan importante como oponer resistencia al imperialismo europeo o norteamericano, sería poner fin a las actitudes nacionales de “barbarie” y “anarquía” de manera de au-

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mentar las reservas morales y la fortaleza política frente al extranjero. El peligro no sería tanto el “Destino Manifiesto” del Norte hacia el Sur, o las pretensiones imperiales inglesas y alemanas, sino la inacción de la parte latina de América. Contrario a lo que podría aparecer en la superficie, el pensamiento de Zumeta no es “anti-yanqui” a ultranza. Mal podría serlo para un escritor que disfrutó, para acendrar en su propia conciencia, el escenario liberal que brindaba “el Norte helado”. Si bien hay una insistente crítica hacia los gobiernos de tradición imperialista, a las políticas expansionistas desde Monroe, Polk, Buchanan y Webster hasta Mc Kinley, Roosevelt y Taft, también se tiene clara la necesidad de redimir el sentido de la vida cívica y democrática no sólo en Venezuela, sino en general en toda Hispanoamérica. Así se ingresaría con ventajas en el nuevo orden político internacional para bien de las sociedades y de su progreso. En punto a esa revolución del trabajo propuesta anteriormente, el camino sugerido por Zumeta es aquel que permita “el establecimiento de un orden cualquiera que garantice la propiedad y brinde confianza al capital nacional y extranjero”. Esta sería la actitud que él mismo ayudaría a convertir en política de Estado en Venezuela una vez ocurrido “el milagro de diciembre” en 1908. En las nuevas condiciones, bajo los positivos auspicios de un “tirano bueno” se vendría a conjurar el peligro de los infames dictadores que habían acosado a Venezuela, porque “ellos, no los Estados Unidos, eran los responsables de la vergüenza de nuestra América Tropical”.

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“Dirija usted esa revolución, General, y no sólo acabará con la enemiga sino que salva usted al país de un desbordamiento de pasiones que puede arrasar el edificio social […] Se necesita la fuerza y la generosidad de usted para realizarla, porque la obra toda es de disciplina voluntaria, de unión y de tacto”. C. Z., 1918

Brandy y democracia No deja de ser interesante considerar el encanto que el general Gómez ejerció sobre aquellos conspicuos representantes de la generación que participó en la reacción anti-guzmancista y anti-militarista en el entresiglo, que mantuvo posiciones civilistas y propuestas políticas y sociales de avanzada, sustancialmente distintas a la orientación militarista y autoritaria que tomó su gobierno, en particular, luego de 1914, cuando el anillo de hierro de la dictadura se había cerrado por completo en nombre de la manida “voluntad de los pueblos”. Zumeta se encontraba a la cabeza de estos admiradores. El mismo que había sido un ferviente defensor de la democracia, de la igualdad social y de las bondades del sufragio. Aquel que se había rasgado las vestiduras

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vitales en defensa de la creación de partidos civilistas, menospreciando el personalismo que no había hecho la felicidad de Venezuela y aupando las virtudes civilizadoras y ciudadanas. Aquella pluma de la Ley del cabestro que al observar cómo un despotismo bárbaro sucedía a otro despotismo, se preguntaba si el mal no era endémico, disponiéndose a desenmarañar su fatalidad. Hemos dibujado su silueta de avanzada en ese cuarto de siglo donde no descansaron ni la pluma ni el intelecto en la prédica de su ideario de reivindicaciones políticas necesarias y posibles, fuera de las cuales todas las catástrofes eran válidas, inclusive, la pérdida de la vacilante soberanía nacional. ¿Cómo aquel intelectual quien había adversado los últimos gobiernos de Guzmán Blanco, luego a civiles continuistas como Rojas Paúl y Andueza Palacios, quien sintió horror por la filosa espada militarista y salvadora de Crespo, y quien finalmente aborreció la política y las estridencias de Castro, se había abierto a colaborar con Juan Vicente Gómez Chacón, apoyando su continuismo ad mortem? ¿Qué encontró, entonces, ese mismo Zumeta en una personalidad y voluntad de poder tan enigmática y dictatorial como la del general Gómez? ¿Acaso ese mesianismo congénito en los venezolanos, desde el propio nacimiento de la república, se había apoderado de Zumeta como lo haría con las generaciones venideras? ¿Habría llegado la hora del “despotismo esclarecido” para transformar la nación? Más allá de estas dudas, inclusive en el terreno estrictamente político, las actitudes del gobierno gomecista contrastaban con las convicciones del intelectual. Recordemos cómo el 4 de septiembre de 1909 aparece, junto a Rufino Blanco Fombona, José Ladislao Andara, Pedro Manuel Arcaya y Manuel Díaz Rodríguez, intentando echar las bases –como lo apuntó el primero en su diario personal– de un “nuevo partido político, radical, civilista, civilizador…”; que sirviese de dique, sobre todo, a la “barbarie militar y militarista de Gómez y compañía”. A lo mejor se trataba de no seguir perdiendo miserablemente el tiempo, ni de hacérselo perder a Venezuela. Continuar de destierro en destierro, de periódico en periódico; vivir del libelo y la denuncia no era

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el remedio a los males criollos. Zumeta era de inteligencia suficientemente fina como para saber que en un país como Venezuela los intelectuales vivirían acosados por los ignorantes quienes manejaban a su antojo los hilos del poder. Si a esta generación se le había dado la oportunidad de crearle sentido a la causa de diciembre, por qué no aprovecharla y actuar o recomendar acciones; de otra manera, se estaba destinado a desaparecer como grupo social. Acaso en ejercicio de autenticidad estas inquietudes le acompañaron siempre. Hacia 1929 reflexionaba críticamente en voz alta sobre estas cuestiones: El General Gómez es un mal necesario. Es mejor que la guerra civil. Hacía falta un despotismo prolongado para pacificar el país. Lamentablemente ese régimen duro, inflexible, no ha sido aprovechado para cumplir obra de progreso efectivo, ni siquiera en materia de ornato. Caracas sigue siendo la misma aldea de fines del pasado siglo. Contamos con una población estacionaria, la misma de hace veinte años. No se ha impulsado la inmigración y nada se ha hecho en materia de instrucción pública. En cambio se han implantado monopolios odiosos y la crueldad del gobierno es infinita. Sin embargo, no considero que una revolución armada resuelva el problema.

Podría uno conceder el beneficio del pensamiento y decir que las etiquetas poco importarían en casos tan crónicos como la eterna crisis venezolana. Era secundario que el régimen fuese autocrático o tiránico, dictatorial o militarista, lo importante es que permitía crear las condiciones para un mañana mejor. A Gómez le rodeaba gente con sus mismos defectos y sin sus virtudes de campesino ordenado y sobrio, pero lo cierto es que fue capaz de imponer por la fuerza la paz necesaria, condición, que junto a la explotación del petróleo, encaminó al país por la senda del progreso y la cultura. Si bien no curó completamente los males de la república, sí mantuvo en orden la estructura. Lo cual era ya ganancia para el futuro. Un mediocre no se hubiese mantenido veintisiete años en el poder; tampoco hubiera abierto el camino para cumplir un proceso radical de transformación como el que se vería en los años siguientes. Zumeta repitió incansablemente

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que Venezuela no tenía problemas sino necesidades. El gomecismo supo resumir no sólo las necesidades sino también las aspiraciones de las masas venezolanas, y acondicionó al país para que el venezolano pudiese trabajar, comer, vestirse, educarse, curarse, pero, en especial, vivir en paz. Y esa paz conseguida durante el gomecismo, sería para Zumeta ganancia pura, en una sutil mezcla donde ética y azar se confunden, sería lo que permitió que Venezuela estuviese “… entre los pueblos más juiciosos de nuestra América”.

“De aquí me quita Dios” “Hoy, General, comenzó una nueva era de la historia. Nada contendrá el nuevo orden social. Contra este género de explosivos toda presión y rigor son inútiles. Las masas ebrias de fanatismo no se desarman sino ante quien se anticipe a ampararlas dentro de lo realizable y práctico”. C. Z., 1914

Aquella energía máxima de Cipriano Castro que no habían podido quebrantar ni las guerras contra el “fiero caudillaje”, ni las conjuras internas, ni los bloqueos de las potencias extranjeras, cedió ante la ininterrumpida y cruel enfermedad. “El riñón supurando” como lo imagina Picón-Salas y el trono esperando sustituto. Ni por un instante podía quedar vacío el trono en una crítica situación como la que acabamos de ver. El despejado cielo caraqueño de finales de 1908 comenzaba a anunciar la llegada de diciembre y del frío. Castro asomado a las ventanas de su alcoba de Villa Zoila se resistía a realizar aquel viaje de salud. Algunos rebaños de nubes aisladas y sombrías aún presentes evocaban mal presagio. Pero, ¿a qué dudar del compadrísimo Juan Vicente por más indescifrable que fuese? ¿Quién mejor que él para cuidar ese trono tiznado de liberal y restaurador que tanto había costado mantener? ¿Sus rudos amigos del cuartel del Mamey o del castillo de San Carlos serían capaces de estar bien vigilantes y defender la causa?

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Preguntas que no le dejaban pegar el ojo en aquellas noches y madrugadas de “gallos” y “paradas”. Entre presagios, depresión y febril dolor pasaron los últimos días del Restaurador antes de embarcarse para Europa en el vapor francés Guadaloupe que zarparía de La Guaira el 24 de noviembre. Ya en altamar, en menos de tres semanas se habían puesto en escena los mecanismos de la traición. El 19 de diciembre se consuma la misma. Es que Castro se había echado demasiados enemigos internos y externos como para que su viaje de salud transcurriera plácidamente. Juan Vicente Gómez, Vicepresidente de la República, encargado del poder por ausencia temporal de su titular, pasa a asumirle desconociendo a su antecesor, en “virtud de un título legal”. Inmediatamente constituye un nuevo gobierno de “carácter nacional”, buscando: “hacer efectivas las garantías constitucionales, practicar la libertad en el seno del orden, respetar la soberanía de los Estados, amparar las industrias contra odiosas confabulaciones, buscar solución para todas las contiendas internacionales”. Arreglaba, pues, las cosas que había desarreglado su compadre. Por sobre todas las cosas, ni a Gómez ni a sus más cercanos colaboradores se les olvidaría incluir entre sus ofertas aquella necesidad clamada por una sociedad postrada: “Vivir vida de paz y armonía y dejar que sólo la ley impere con su indiscutible soberanía”. Se colocaba, así, rápidamente el telón de fondo de la puesta en escena de otro drama venezolano. Algunas de las palabras que presentaban al nuevo gobierno hacían eco de conceptos emitidos por Zumeta. Se trataba de anhelos compartidos, ya presentes en el imaginario de la nueva era por venir. El componente legal del discurso no podía quedar por fuera. Que no se conciban derechos sin deberes, los primeros se ejercerían “con la moderación que reclama la austera democracia”. Que no se confundan libertad y libertinaje, se buscaba matizar cualquier tipo de pasión desbordada, pues éstas “son el contrasentido de la civilización y que la mejor fórmula de la República es la que se encierra entre la modestia y el ardiente patriotismo”.

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El Congreso de 1909 –integrado por los mismos hombres que habían aclamado a Castro en 1901– nombra a Gómez, Presidente Provisional, introduce una enmienda a la Constitución y un año después lo elige Presidente de la República para el período 1910-1914. De forma de anticiparse a cualquier argumentación legal por parte del antiguo “Aclamado de los pueblos” se le siguió causa por dos presuntos delitos: abuso de poder y haber ordenado el asesinato del general Antonio Paredes, último caudillo del liberalismo amarillo, según se deducía de algunos papeles encontrados en su escritorio de Miraflores. Con estos amaños leguleyos y políticos, se había puesto a funcionar un engranaje perfecto. Juan Vicente Gómez quedaba absuelto del peor de los delitos, la traición; y ni siquiera parecía haber dado un golpe de Estado. El poderoso “hilo de la legalidad” parecía haberle indicado bien el camino a través del laberinto de la política venezolana. Tal sería la emoción de esa encarnación criolla de San Isidro Labrador, considerado como agricultor y criador ejemplar, que ante el primer círculo de adulantes, allegados y negociantes que ya empezaba a rodearle dijo: “de aquí me quita Dios”. Vaya su palabra por delante, pues. Así sería. Sonó la hora de encaminar el país por nuevos rumbos. Zumeta regresa a mediados de diciembre de 1908 y es llamado a colaborar con la nueva causa. Ya antes, tan temprano como el 3 de diciembre de 1908, le había escrito desde Nueva York al nuevo caudillo alertándole: “Le digo que entramos en una nueva era; que es indispensable suavizar lo rudo de nuestras leyes y las prácticas favorecedoras de los privilegios y […] atenuar hasta donde sea posible el rigor contra el adversario político, para entrar de lleno en el período de trabajo, cooperación y garantías”. El horizonte estaba abierto para pastorear esperanzas. Aquellas que el escritor de combate ya había vertido desde hacía tiempo a lo largo del cielo y el suelo americano. Algunas de sus ideas ya aparecen en el “Programa de Diciembre” y otros documentos iniciales del nuevo régimen. Entre marzo y abril de 1909 redacta el mensaje del nuevo Presidente de la República, Juan Vicente Gómez, leído ante el Congreso Nacional el 29 de mayo del mismo año, “usted ordenó que se me

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confiara la preparación de aquel Mensaje”. El lenguaje es brillante por claro y contundente. Ironía aparte, el argumento legal sería la más clara pieza justificatoria, el estilo desnudaba la pluma de Zumeta: “desde el día nunca ambicionado por mí, en que la Ley me llamó a presidir el Ejecutivo Federal, he buscado en la estricta afirmación de los derechos y garantías acordadas por nuestros Códigos a nacionales y extranjeros, atraerle al Gobierno el concurso espontáneo de la opinión pública, y, al País, la simpatía y el respeto de las Naciones”. Se trataba de un gobierno de carácter nacional que buscaba incluir lo que el régimen depuesto se había empeñado en excluir. Ante cualquier intento de subsistencia, se llama a “la inmediata extinción del absolutismo como forma de gobierno, el restablecimiento de un régimen genuinamente democrático”. En el consabido llamado que el Poder Ejecutivo le hace a los congresantes para encaminar legislativamente al país, se proyectan sus conceptos sobre la construcción de una verdadera estructura federal del Estado: “Vuestra misión es, por consiguiente, encerrar dentro de ese inquebrantable marco, formas suficientemente amplias que, respetando las primitivas entidades, permitan su libre agrupación sin necesidad de reformar el Pacto; que pongan el modelo de elección de los varios Poderes al nivel de nuestra presente cultura democrática”. Estos lineamientos evocaban aquellas autonomías federales sobre las que bastante había predicado Zumeta. La oportunidad era muy grande como para que faltasen los ingredientes básicos que pusieran a andar la revolución del trabajo, a saber: un plan de leyes agrarias, mineras, de colonización, de crédito y fiscales. Esto nos haría pertenecer a aquel selecto grupo de pueblos laboriosos, libres y prósperos. Y no cabría la menor duda del honor que a los legisladores correspondería: Bendecirán vuestros nombres las generaciones futuras si, conciliando los huraños recelos del capital venezolano con las necesidades urgentísimas de la Nación, dictáis una ley bajo cuyos auspicios se inauguren en Venezuela esas salvadoras instituciones de crédito.

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Llama la atención en cuanto a su claridad la mirada que hace Zumeta a la personalidad de Juan Vicente Gómez. Escribir en tercera persona para que se hable en primera persona nunca ha sido empresa fácil. Esto lo complicaba el poco trato que se había tenido con el nuevo Jefe. Sin embargo, el perfil descrito, ensayado y corregido primero por éste, sin duda alguna, da certero en el blanco de las esperanzas nacionales. El arquetipo dibujado complementaba la revolución del trabajo; además se trataba de la mitología que la nación requería y la sociedad aceptaba para su cohesión: Hombre de trabajo, admirador de toda forma de progreso y de cultura, yo sé que es el trabajo quien salva y eleva a los hombres y los pueblos por las virtudes varoniles y eficaces que infunde, y en nombre de la Patria os invito, e invito a mis compatriotas todos, a buscar, arrepentidos de las viejas culpas, en esa fuente de salud y de fuerza, el remedio a nuestros males y el engrandecimiento de Venezuela.

Hay en este retrato escrito de Gómez la conjunción de varios elementos, arquetipos todos del fondo del sentir venezolano: Evocación de una figura patriota, la imagen del hombre de buena fe y una suerte de figura patricia y sobria inspirada por el nuevo Jefe de la causa nacional. Pocas veces con palabras tan lúcidas y firmes se había expresado un pensamiento sobre el proceso social y político de Venezuela. Muchas de las páginas de Zumeta, escritas en forma de apuntes y notas periodísticas, de “brevedad punzante y aforística”, ha escrito Picón-Salas, al son de la lucha por la vida, del ir y venir por el mundo, valen más como indagación y análisis que los portentosos y extensos tratados de otros intelectuales. Luego de veinticinco años de escritura periodística (1883-1908) –en que la preocupación estética por la forma y la ideología iban a la par– le tocó, como a pocos otros venezolanos, la enorme fortuna de poder influir sobre las circunstancias nacionales, poder actuar para modificarlas de acuerdo a su doctrina. Su paso por la administración Gómez le abría las condiciones para la gran pregunta de inmensa responsabilidad: ¿Qué hacer entonces? No cabía la

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duda. Pasar de la etapa “de la ataraxia de los sacros mármoles” a la acción posible. Durante su colaboración con el régimen de Gómez, como alto funcionario y diplomático, Zumeta produciría elegantes piezas oficiales (discursos de encargo o informes diplomáticos, memorandos y cartas políticas bajo la forma de juicios y consejos) o disertaciones académicas en las que vertía la densa materia sobre la que había pensado para uso de las generaciones futuras, pero abandonará aquel periodismo de combate que tanto había contribuido a alumbrar el horizonte de los días más oscuros. Uno de sus más agudos apóstoles, el escritor Luis Beltrán Guerrero, lo puso en estos términos: “Zumeta hizo obra de periodista, pero no obra periodística”.

“Leprosería moral” “De entre todas las tareas de la pluma es la más ingrata la de censurar al vencido, especialmente si fue atroz la conducta del censurado”. C. Z., 1911

Pasaron tres años, desde la caída de Cipriano Castro, para que Zumeta se decidiera a ajustar cuentas con su figura y su gobierno. Se añadirían juicios demoledores a aquellos ya expresados en 1904 en “El Tiranicidio”; o en la carta dirigida a éste en 1905; o en la serie de notas editoriales dedicadas en La Semana entre 1906 y 1908 al gobierno de El Cabito. En 1911 aparece en Nueva York un libro de setenta y cuatro páginas publicado bajo el seudónimo de José María Peinado, Leprosería moral. Algunos escritores de aquel momento, Rufino Blanco Fombona y Pedro César Dominici, atribuyeron su autoría a Zumeta y Delfín A. Aguilera. A pesar de no haber antes incurrido en el uso de estilo tan corrosivo como el de esta obra, la misma recuerda aquellas divagaciones de juventud sobre el libelo y el libelista que presentáramos páginas atrás. Sus frases mejor concebidas eran una suerte de insulto apocalíptico. La razón que irritaría a sus autores fue la amenaza de

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Castro de una invasión a Venezuela el 5 de julio de ese mismo año: “El Divino Mulato había prometido a las nostálgicas huríes de su harem resucitar de entre los muertos y luego con sus niños familiares ir a interrumpir las fiestas del Centenario”. De verbo nervioso y valiente, las frases de la Leprosería moral, cuyo título revela un espectro del contenido, son de una lógica fulminante, la acusación y el desdén no desamparan ninguna línea, mucho menos sus cortos párrafos. Con la pluma y el amor a una cierta idea de Venezuela se araña, se muerde, se destroza a Castro y a toda su plana mayor de colaboradores y “felicitadores”, arrojándolos desnudos y ensangrentados al juicio de la historia. En prosa enfurecida se amuela el filo que ha de dejar al descubierto la nuez de su gestión: Todas las mentiras con que durante nueve años vivió engañando al mundo por medio de periódicos venales, están desvanecidas: el héroe invicto resultó un aventurero vulgar encumbrado sin mérito alguno por la caprichosa fortuna, y cuando ésta lo abandonó, el enano corrompido y vicioso quedó siendo el mismo enano charlatán de enantes; poseedor eso sí, de una cuantiosa mal habida riqueza, machada de infamia y de sangre.

Acaso convencido Zumeta de que la palabra que flagela era más vibrante y duradera que la que persuade, analiza o acaricia, no descansa en enrostrarle al otrora Restaurador el sacrificio al decoro y a la dignidad de Venezuela que representaron sus años a la cabeza del poder. Los títulos de cada una de las secciones del libro de marras son dardos sangrientos, “el pasquín divinizado”, expresión de la rabia frente a la farsa liberal-restauradora ahora llevada al paroxismo de una cierta literatura panfletaria: “El doctor Cipriano Cook”, “La leyenda cipriana”, “El enano de la venta”, “Cipriano caco”. Entre los episodios que más irritó a Zumeta estaba el del Bloqueo de 1902 y la actitud de Castro para hacerse de apoyos internos y externos que fortalecieran su debilidad política. Ya vimos que este capítulo fue motivo de ruptura entre ambos. A manera de denuncia de este “hecho innoble, fruto del contubernio inmoral de la fuerza y la alevosía”, los autores elaboran

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un día a día de los actos y las palabras del caudillo bajo títulos tan crudos como: “Castro farsante” (1901-1902), “Castro abyecto” (19011902). La plana de colaboradores también recibe lo suyo, además, se define lo único que el caudillo aceptaba como lealtad, dejarle hablar, dejar que su empalagoso verbo cautivara a quien estaba al frente de su mirada: … tiene siempre en los labios la palabra traidor: la prodiga con su habitual locuacidad, con aquella charlatanería suya que hizo decir a un individuo a quien concedió una audiencia: no me dejó hablar, en vez de darme una audiencia me dio una conferencia.

Remedios criollos para males criollos “El hombre público no es sino una función a cuya actividad debe cooperarse mientras pueda ser útil a los intereses nacionales, y debe estorbarse o suprimirse desde que sea nociva a la colectividad”. C. Z., 1907

¿En dónde comienza la perversión de la verdad por el egoísmo, por la ignorancia, o la pasión noble o rastrera? Nadie lo sabe. La calumnia es tan audaz, tiene tal don de ubicuidad, ejerce tan invencible atracción al género humano, que algunas de las más negras reputaciones de la historia y de la vida diaria son convertidas en esa lengua triangular de tres vértices: mentira, vileza y cobardía. Al margen de estas elucubraciones sobre el significado de la Leprosería moral en la historia de las apasionadas letras patrias, y situados en la punta visible del iceberg, acaso en descargo del propio Zumeta, hay que decir que ese 1911 no fue sólo de profilaxis de la moral pública a través de la palabra y el pasquín de ensordecedora prosa. El 19 de abril se reunió en Caracas el Primer Congreso de Municipalidades venezolanas. La ocasión era propicia: los cien años de los sucesos ocurridos aquel otro 19 de abril de 1811. Si antes habían sido los

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rebeldes caraqueños, ahora les correspondía a los intelectuales del país convocar esta reunión de corte moderno y perfil constructivo. Entre quienes asistieron a este congreso se encontraban los venezolanos más notables de aquel momento: Pedro M. Arcaya, Luis Razetti, Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, José Austria, Eduardo Calcaño, Monseñor Navarro, Muñoz Rueda, Eloy González, Pedro Emilio Coll, Laureano Vallenilla Lanz, entre otros. Es que el grito de la independencia de aquel abril debía ser compensado por una profunda y desinteresada discusión sobre los problemas de la sociedad, entre ellos los de aquella casi inexistente célula constitutiva: el municipio. Se requería su fortalecimiento en aras de entrar con buen pie al tiempo histórico en ciernes. Ya contábamos con el fracaso de la Federación, entre otras causas porque el pueblo que era el soberano no tenía forma de organizar su vida común. A pesar de las posturas políticas y sociales y de los altos ideales federales, el gobierno de la Federación resultó, como era fatal que resultara, una mentira inicua. Es que faltaba lo básico: “No existe la célula federal: el municipio”. Todo eso habría que tenerlo en cuenta, para algo serviría ese útil ejercicio del espíritu que es la historia. A la cabeza de la organización del Congreso de Municipalidades estaría Francisco Linares Alcántara (hijo), primer Ministro de Relaciones Interiores del gomecismo. Sin embargo, el alma y motor de esta reunión fue Zumeta. Nombrado por el general Gómez el 14 de diciembre de 1910 encargado de organizar y dirigir las actividades de la Comisión Preparatoria, en sólo cuatro meses se le debió no sólo la idea sino también su realización; y lo que fue más importante en términos históricos, se encargó de la recopilación y publicación de las actas y conclusiones en 1913. Con este congreso se trataba de traer a la discusión nacional una de las grandes preocupaciones manifestadas constantemente por Zumeta: la debilidad municipal y la necesidad de evaluarle y fortalecerle para hacer de éste la unidad fundamental del sistema federal de gobierno, preservando las autonomías regionales y así llegar a un régimen de igualdades democráticas. La experiencia de los cincuenta años

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anteriores dejaba claro que las grandes soluciones nacionales no podían nacer por la voluntad de un hombre o de un grupo de hombres, sino por la condensación de opinión, por la convicción colectiva de la existencia de un problema y de su voluntad para lanzarse a su solución. Con el Congreso de Municipalidades se trataba, ante todo, de sensibilizar para despertar el espíritu público; de aprovechar una conmemoración como la del centenario de la república, para reunir a los más notables expertos y representantes de los diferentes ramos del gobierno comunal, semilla de una eficaz civilización, condición de la paz nacional; de realizar una procedente evaluación de los recursos y las necesidades de la región, así como de dar respuesta al clamor de sanear y modificar las condiciones de la economía municipal. A tal fin, se dividió la reunión en seis comisiones que cubrían cada uno de los aspectos de la vida municipal: Sanidad y Régimen Hospitalario; Rentas, Ejidos y Estadística; Obras y Comunicaciones; Judicial y Régimen Penitenciario; Escolar y, finalmente, Registro Civil. En cada una de ellas participaron representantes de los estados, distritos y municipios del país. El resultado fue el diagnóstico de las principales problemáticas y deficiencias de cada una de estas áreas y las recomendaciones pertinentes a fin de solventarlas. En las actas y conclusiones aparecen las más diversas propuestas: desde la formación de códigos nacionales o sus reformas en aquellas áreas donde fuese necesario –en materia de salud, Judicial o de registro civil, por ejemplo– hasta recomendaciones para adoptar nuevas reglas como la formación de la renta municipal, construcción con este ingreso de acueductos, viviendas y obras municipales variadas, así como la elaboración de “reglamentos de vida” que facilitasen la convivencia. Al evaluar el estado de la educación municipal, se recomendaba la elaboración de un censo escolar que diera cuenta de las necesidades y deficiencias en materia de maestros, de higiene, de edificaciones y la adecuación de los estudios a las necesidades prácticas de los estudiantes y de las comunidades. La perspicacia social y el avanzado estado de sus ideas y creencias hacen de Zumeta uno de los participantes más notables. Sus propues-

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tas no dejaban de estar a la altura de los tiempos, por veces adelantándose a ellos. Insiste, por ejemplo, en instituir la sociedad conyugal de hecho: “considerar como marido y mujer a las parejas que hayan vivido maritalmente durante cierto lapso, y nos acercaremos más a la verdad de este medio social”. Este propósito realista, jurídicamente revolucionario y pertinente socialmente se adelantaba en medio siglo a un problema discutido con profusión a partir de 1930, que continuó a lo largo de la década de 1940, incorporado, por fin, al Código Civil – tal como lo había propuesto Zumeta– cincuenta años más tarde, en 1961. De la misma manera, acaso basado en su propio periplo existencial, propone “legalizar la filiación natural uterina”. Los hijos extramatrimoniales afectaban, según él, “las dos terceras partes de los nacidos en el país”. Su postura alerta contra este flagelo: “Pareciera que es ya tiempo de que la sociedad venezolana, si mantiene el principio de la monogamia y la institución del matrimonio, oponga el mayor número de obstáculos y desventajas a la poligamia y a los productos de uniones libres concubinarias fortuitas”. Y por si esto fuera poco, remata con este corolario como para reforzar su argumento y alertar sobre males sociales comunes: “La consagración de la igualdad de fueros civiles del hijo matrimonial y del ocasional es en Venezuela, a mi juicio, un estímulo a la prostitución y al concubinato”. En materia de generar mayor igualdad social, Zumeta plantea la posibilidad de un impuesto territorial de manera que el propietario de tierras pudiese contribuir con las rentas distritales y municipales. Este impuesto se calcularía proporcionalmente a la producción del fundo. En materia de educación para la vida civil, Zumeta se opone bajo protesta a la obligatoriedad de ejercicios militares en las escuelas. De acuerdo a aquella vieja idea por él expresada en la Ley del cabestro de reemplazar el reclutamiento por el sufragio, Zumeta vuelve en este congreso por los mismos fueros sugiriendo que en lugar de los ejercicios militares en las escuelas se implementen las prácticas electorales. Es este el principio de la República Escolar que contribuiría con creces a la revolución del trabajo, único principio capaz de rege-

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nerar la sociedad. Tal era el ambiente intelectual de este Congreso de Municipalidades. El municipio autónomo surgiría como un primer indicio de la gestación de la conciencia popular y, lenta, pero indefectiblemente, se llegaría a la verdadera República precisamente en el primer centenario de sus primeros pasos. No estuvieron exentos ni el talento ni la pluma de Zumeta de pronunciar piezas oratorias grandilocuentes, en especial cuando las circunstancias eran propicias. Ese mismo año festivo de 1911, el 10 de julio, luego de clausurados con gran expectativa el Congreso de Municipalidades y la celebración del centenario, le correspondió pronunciar un discurso sobre el héroe haitiano, Alejandro Petión, frente al mismísimo Presidente de la República, miembros de su gobierno y aquellos diplomáticos acreditados en el país, “representantes de naciones libres de la Tierra”. Congregados frente al Ávila, una de esas mañanas asoleadas que confunden el valle caraqueño con la sólida y robusta montaña, Zumeta exaltaría la deuda no sólo de Venezuela con el antillano ejemplar, sino a nombre de la “España Americana”. En prodigioso lenguaje llamando a la unión y a la dignidad fraterna, se exaltaron muchas de las gestas del héroe haitiano, en especial, aquellas que le vinculaban a Bolívar y a la libertad americana, como aquel imperecedero encargo de hacer que en América sólo hubiera “una clase de hombres: todos ciudadanos”. Había llegado el momento: Estamos aquí reunidos porque los plazos se cumplen; porque en este recuento de gloria, la República por ministerio de su actual gobierno reconoce agotado el plazo de lo que le debemos, a nombre de la república Americana, a Alejandro Petión.

Otro de sus discursos memorables será el que dedicase dos años después, el 14 de octubre de 1913, en elogio del doctor Cristóbal Mendoza. Aquel héroe civil, como le gustaban a Zumeta, abogado y culminante trujillano quien estuvo en los días clave de la Independencia donde le llamaba la dignidad cívica. Se había jugado la vida por la unión y la alianza entre las distintas provincias para hacer de la Capi-

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tanía General de Venezuela un solo cuerpo fuerte y decidido a enfrentar y triunfar en los nuevos retos. Fue Secretario de la Junta Patriótica y nunca reconoció –en palabras de Zumeta– más supremacía que la del Congreso General de Venezuela. Es a este tipo de venezolanos a quienes Zumeta le gusta rendir su mejor prosa; al mismo, a quien le dejaría Bolívar el solemne encargo: “Yo iré delante libertando, usted me seguirá, organizando”. Acaso Zumeta se miraba en el ejemplo de este tipo de venezolanos a quienes nunca les empalagó el poder sino el servicio público. Ante ese modelo de vidas, al escritor no le quedaba otra que lanzar lo mejor de su inteligencia y estilo, para elogiar la digna obra: … porque Cristóbal Mendoza representa el conjunto de virtudes cuya práctica sustenta los imperios y sin las cuales decaen y se extinguen los Estados. Los padres de naciones son grandes de la historia que desfilan […] y van adelante conquistando más allá del bien y del mal, hasta confundirse con los mismos dioses […] son la espada de la arcana justicia.

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“… Venezuela posee aún, a pesar de cuanto por destruirlos han hecho malos hijos o errados, los elementos requeridos para triunfar de los azares que la amagan, y que se conjuran todos con sólo cumplir la obligación de respetarse y bastarse”. C. Z., 1918

Más allá del plano de los homenajes por el lenguaje, de las frases laudatorias esculpidas con admiración patriótica, había otros planos donde moverse de no menor fascinación y utilidad. Si bien Zumeta había asistido –junto con Díaz Rodríguez– en septiembre de 1910 como representante de Venezuela en la conmemoración del Centenario de la Independencia de Argentina, a cuyo paso por Montevideo ambos se reunirían con otro de los maestros de América, José Enrique Rodó, no será sino luego de su actuación a lo largo de 1911 cuando entrará de lleno en la carrera de funcionario público bajo el régimen de la regeneración nacional. El año siguiente, en 1912, se desempeñará como Ministro de Relaciones Exteriores. Cargo que ocupará durante meses, para luego pasar, en 1913, a ejercer el cargo de Ministro de Relaciones Interiores en el que permanecería hasta finales de 1914, siendo susti-

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tuido por Pedro M. Arcaya. El 24 de enero de este año, Zumeta da un primer paso para proteger el tesoro histórico de la nación a través de un Decreto Ejecutivo que prohibe y reglamenta la salida del país de documentos y objetos históricos. Esto lo conjugó con su gran interés por organizar el Archivo Nacional, servicio fundamental para darle raíz y rostro a la memoria de la nación. Había llegado, pues, el momento de ser útil a los intereses nacionales y, en especial, a aquellos de la causa de diciembre, cuyo jefe máximo considera apropiado que Zumeta los represente mediante el servicio diplomático. El mundo estaba en guerra y contar con una inteligencia como la suya en el terreno de observación sería de alto interés nacional. Desde allí se podrían advertir las características fundamentales del nuevo tiempo que comenzaba a vivir el mundo. En enero de 1915 sale en misión diplomática, vía Curazao y San Juan, a Nueva York, donde permanecerá hasta 1921.

“General, comienza la más tremenda Guerra Económica” “El papel reservado a Venezuela en la era que se abre para el mundo, será duro y triste. Si lo realizamos, nuestro provenir sería envidiable”. C. Z., 1918

Le tocará, entre otras misiones, asesorar al gobierno en relación con la posición a adoptar por Venezuela durante la guerra mundial de 1914-1918, igualmente tendrá un lugar muy importante en el diseño de la estrategia económica en el mundo de la posguerra. El país había sido presionado, tanto por los aliados como por los alemanes, para que tomase partido en la contienda. Su posición geográfica estratégica era importante para ambos bandos. Esto empeoraba en la medida en que la guerra amenazaba con extenderse hasta América y la posición de los Estados Unidos era de romper con Alemania. Algunos otros

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países de la América del Sur, con Brasil a la cabeza, se preparaban a seguir esta política. La recomendación de Zumeta el 5 de febrero de 1917 era hábil y mantenía su fuerza en la consideración de los intereses del país: “Si tenemos en cuenta que nuestra única fuerza está en nuestra perfecta neutralidad, y que al abandonarla comprometemos intereses nacionales de primera importancia, y nuestra libertad de acción en lo porvenir, creo, general, que no le conviene a Venezuela sino reafirmar su carácter de neutral y, a lo sumo, protestar contra los perjuicios que a nuestro comercio exterior le ocasionan los estorbos puestos a la libre navegación de los mares por los grandes beligerantes”. Esta reserva por parte de Venezuela en relación con el conflicto adquiría sentido por los altos intereses económicos que influían internamente. Las relaciones comerciales y políticas con Estados Unidos eran estrechas, pero también se hacía sentir la importante presencia de las casas comerciales alemanas en el financiamiento y comercialización del principal rubro de exportación: el café. Además, había que añadir lo que ya era convicción en Zumeta, la necesidad de expansión imperialista del vecino del Norte, cuyo crecimiento no se detendría por más neutral que se fuese. La política de neutralidad, la cual era apoyada por Gómez, se traducía en patriotismo, por estar de acuerdo con los altos intereses nacionales, tanto económicos como políticos. Y frases más adelante termina Zumeta: “Son tan graves las consecuencias de la actitud que asumamos, que usted excusará que le someta mi opinión, inspirada usted lo sabe, en el bien del país y de la causa”. El país se mantuvo neutral durante el conflicto. El 11 de noviembre de 1918 los plenipotenciarios alemanes firman el armisticio que significó el final de esta primera guerra mundial del siglo XX. Un nuevo mapa político y social tiñe al mundo. La realidad de la preguerra no sería la misma después de ésta. En adelante, los Estados, los gobiernos y las naciones habrían de tomar conciencia de tal situación. Zumeta, por su parte, ya olfateaba desde el propio comienzo del conflicto bélico –así lo escribiría en El Universal caraqueño del primero de agosto de 1914– que lo único que “de esta guerra importa es lo que vendrá

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después de ella”. Las metáforas que acompañaban el escrito eran además de hermosas, sugestivas: “Se trata de un duelo entre la púrpura de los reyes y la blusa del obrero. Triunfará la blusa”. Tan pensadas y elaboradas habían sido estas frases que luego, cuatro años después, el 27 de octubre de 1918, en carta a Gómez desde Nueva York, las cita de memoria. Con el pleno convencimiento de haber mirado bien, le quiere probar al caudillo ansioso de noticias que tenía tiempo pensando y observando estas cosas. No era que los sucesos inspirasen sus cartas políticas, sino que confirmaban lo comunicado. Lo que el Jefe de la causa tendría que retener es que “comenzó una nueva era en la historia. Nada contendrá el nuevo orden social. Contra este género de explosivos toda presión y rigor son inútiles. Las masas ebrias de fanatismo no se desarman sino ante quien se anticipe a ampararlas dentro de lo realizable y práctico”. Ese era el sentido de semejantes consejas y admoniciones: anticipar. Todo estaba dicho. Zumeta ponía en bandeja de plata la ocasión de anticipar y, con esto, “de borrar la obra de un siglo entero de injusticias”. Lo que ya comienza a dibujar este lenguaje es lo que vendrá. A Venezuela le esperaba un vertiginoso futuro; “no hay manera de eximirse de esta lucha”. La recomposición del mundo industrial necesitaba con voracidad nuevas fuentes de energía. Los países a los que la naturaleza había gratificado con las mismas quedaban en la delantera o al menos en terreno favorable. De las habilidades de los gobiernos dependería el resto. El divino petróleo, ese codiciado combustible, había dejado de ser tesoro escondido en las entrañas de la tierra venezolana para brotar a su superficie y estar a la disposición de quien le necesitase. En las riberas del Zulia ya habían reventado los primeros brotes con profecía de abundancia. Eso sí, habría que precisar condiciones, evaluar posibilidades y, en especial, valorar lo que más conviniese en ese nuevo mundo recién estrenándose. El gobierno gomecista no se cansaría de solicitar a sus más conspicuos representantes diplomáticos las mejores luces. Desde que Gómez asienta su poder absoluto, “Gómez Único”, luego de 1914, aquello con-

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siderado como “lo práctico y beneficioso para la nación” va convirtiéndose en política de Estado. Se hablaba con profusión de resguardar cuidadosamente “los supremos intereses de la nación”. Zumeta le añadirá otro postulado muy adecuado al mundo en gestación: “la defensa económica de Venezuela”. Entre 1918 y 1921 no cesa de enviar cartas políticas y estratégicas, al igual que “Exposiciones” que orientaban la acción del gobierno.

“Política de petróleo” “Yo creo que por sobre todas las pasiones de los hombres hay una Voluntad Suprema que cuida el destino de los pueblos y a ella debemos confiar nuestra suerte”. Juan Vicente Gómez a César Zumeta 13 de marzo de 1916

Coincidiendo con el final de la guerra, Gómez le solicita al diplomático la redacción de un informe acerca del panorama económico. La reacción fue inmediata, el 19 de octubre de 1918, Zumeta advierte sobre los nuevos rumbos, las características de la nueva política internacional, las previsiones que tomaban las grandes potencias y la posición que al respecto debía sostener Venezuela “en defensa propia”. Con relación al capital extranjero, se insiste en que su entrada al país es “deseable y útil”, siempre y cuando se realice por las “vías francas de la competencia y el crédito” y no por aquellas del monopolio y el privilegio que fueron práctica común durante el “viejo régimen político”. La utilidad de este capital se mediría, en las nuevas circunstancias, por la capacidad de la nación para organizar su régimen económico de manera tal que las actividades extranjeras contribuyeran positivamente al erario con el pago de impuestos públicos, derechos aduaneros y contribuciones municipales. Para tal fin, la posición de los venezolanos tendría que ser de “voluntaria sumisión a rigurosas

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disciplinas de ahorro, cooperación, estudio y esfuerzo que nos aseguran vida económica independiente y próspera”. Habrían de aprovecharse las transformaciones ocurridas en las grandes potencias por las urgencias de la guerra. ¿Cómo lograrlo? La posición estratégica sería doble: primero, la adaptación: “Como los fines y medios discernidos por los países mejor preparados resultan ser los más lógicos y eficaces, sólo tendremos que adaptarlos a las peculiares necesidades nacionales”. Segundo, la colaboración de intereses para satisfacer estas necesidades. Se requería entonces: “… recordar que, si bien estas son distintas de las de aquellas naciones, sus intereses y los nuestros no son contrarios, ni menos irreconciliables, sino antes bien, complementarios”. De tres filos estaba construido el destino nacional: anticipación a lo que de seguro vendría, adaptación a las nuevas reglas del complejo tablero internacional y colaboración con los grandes poderes mundiales. Zumeta ayudaba a anticipar, trabajaba por la adaptación de la nación a las nuevas circunstancias mundiales e incitaba a colaborar con los intereses de las grandes potencias que eran los propios del país, vistos como complementarios que al unirse se llegaba a la estrategia final: “la solución en cada caso estará en exigir y dar beneficio equivalente, sin que el trato recíproco perjudique u oprima a unos ni a otros”. Todo lo cual requería del soporte institucional. Un proceso de organización, ya en marcha, de la legislación económica, de lo relacionado con medios de comunicación y transporte, con la cultura del ahorro y el crédito, y, sobre todo –hacía especial énfasis Zumeta–, con “lo más fundamental, la educación de nuestro pueblo”. En eso consistía la estrategia de la defensa económica, para lo cual se tendrían que organizar todos los recursos y potencialidades de la nación (“la política en el mundo será casi exclusivamente económica”, señalaba), pero no en agresiva oposición a los intereses extranjeros, sino de mutuo acuerdo y conforme a las nuevas reglas que exigía el momento histórico. La legislación petrolera para regular institucionalmente la nueva riqueza era clave en esta estrategia. Zumeta no perdía el tiempo. Siem-

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pre desde Nueva York escribe al Presidente Gómez el 27 de enero de 1920, señalando: “entre los asuntos que preparo” está la elaboración de una “Ley sobre concesiones de petróleo” y, a tal fin, solicita información a distintas fuentes. Dos meses más tarde, el 13 de marzo, se dirige de nuevo a Gómez para informarle que está estudiando “las más importantes disposiciones de la ley dictada el 25 de febrero último por el Congreso de los Estados Unidos […] acerca de concesiones de petróleo”. La sugerencia derivada de este hecho no se prestaba a dudas, era necesario –a su juicio– remitirse a las condiciones legales existentes en Estados Unidos para facilitar las cosas nacionalmente. Las frases fueron precisas: Espero, General, que sea posible calcar nuestra Ley sobre ésta, en defensa de tan importantes intereses nacionales y sin herir sino antes bien atraer el capital extranjero bien intencionado. Será siempre orgullo para mí haber colaborado a esta obra de Ud. que acabará de poner a salvo esa inmensa riqueza, tan íntimamente ligada al inmediato porvenir y prosperidad de la República”.

Se llegaba de esta manera a recoger no sólo las ideas predicadas tiempo atrás por Zumeta, sino también aquellos planteamientos programáticos enunciados desde los primeros días de la causa de diciembre: atracción del capital extranjero, modernización de la economía, construcción de vías de comunicación, conformar el mercado interno, pacificación política, en fin, crear las condiciones necesarias para modernizar el país, bandera fundamental de la llamada “Rehabilitación Nacional”. Quedaba resuelta, de paso sea dicho, la posición de la nación frente a las grandes potencias y al capital extranjero. Esta identidad de la nación se va constituyendo no como negación, sino como afirmación de relaciones de colaboración con las actividades del capital, “sin herir sino antes bien atraer el capital extranjero bien intencionado”, escribiría Zumeta. Sin embargo, no había que descuidar ninguna arista, ¿cómo encontrar un criterio para medir sus buenas o malas intenciones?

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El manejo de la cuestión petrolera, desde esta perspectiva, reportaría grandes beneficios. Sobre esto ya no tendría la menor duda el presidente Gómez, al menos después de 1921, cuando en otra de las “Exposiciones” que le mantenían al tanto de la situación política nacional e internacional, se le informa detalladamente sobre la importancia del petróleo y sobre los intereses de cada una de las compañías interesadas en invertir en Venezuela. Zumeta sugiere una “política de petróleo, pues la importancia de este mineral es tal que aún las más sólidas alianzas entre naciones le están subordinadas”. Entre intuitivos y analíticos, sus consejos iban al fondo de la cuestión y sobre esto daría prueba el transcurrir de la historia posterior. La lógica de su argumento se resume en una sola frase: “la nación que controle este recurso combustible verá la riqueza del resto del mundo afluir hacia ella”. Sus viejas y estridentes críticas al imperialismo no eran incompatibles con los intereses de aquel momento tanto de Estados Unidos como de Venezuela. El concierto internacional se había desplazado y allí éste jugaría con ventaja. Pero, eso sí, la ventaja dependía de cómo se actuaba internamente, de la imagen que se proyectaba y de las políticas adoptadas. Zumeta hablaba claro a Gómez, de eso dependería el resto. Contra el desorden que pudieran propiciar otras fuerzas políticas en la América del Sur, Washington tenía que convencerse de la estabilidad y el orden ofrecido por el gobierno venezolano. Y para ello, para conjurar cualquier escenario contrario, “se necesita la fuerza y la generosidad de Ud. para realizarla, porque la obra toda es de disciplina voluntaria, de unión y de tacto. Hago votos porque Ud. medite estas cosas, que más que del cerebro me salen del corazón, y que su admirable buen sentido las resuelva en bien del país, de Ud. y nosotros los que de veras correremos su misma suerte”. Las cosas, sin embargo, andaban bien encaminadas. Con el inicio del nuevo período constitucional en 1922, la paz y el orden internos parecían garantizados. Tanto interna como externamente el destino de Venezuela se ligaba cada vez más a aquel Jefe que lo había salvado de la anarquía y lo venía conduciendo por el camino de la paz y la prosperidad. La evidencia de

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estas condiciones se las comunicaría Zumeta a éste el 3 de marzo de 1922 en estos términos: El hecho de que grandes compañías de Europa y Estados Unidos se hayan acordado para emprender la explotación intensa del petróleo venezolano, precisamente al iniciarse el período presidido por usted es nueva prueba de la alta confianza que inspira usted al capital extranjero”.

A manera premonitoria de lo que después se daría en llamar “sembrar el petróleo”, Zumeta concluía sobre el destino deseable para los beneficios de la novedosa industria: “Ojalá el movimiento de tan grandes caudales en el país impulse al mismo tiempo y facilite el desarrollo de los cultivos y de la cría, para que cuando pase la fiebre minera, que nunca ha sido permanente, deje bien ensanchados el surco y el hato, que son minas mucho más ricas, ciertas y durables que las subterráneas”. Había más, no obstante, le era totalmente claro cómo el petróleo afectaría el liderazgo nacional a pesar de creer que Gómez era ese renovador anhelado por el país. Lo que se estaba gestando –social y políticamente– a la luz de la nueva industria no podría afrontarse con las actitudes y gestos de la causa de diciembre: “La aparición del petróleo provocará el desplazamiento de los caudillos campesinos e ignaros para encumbrar a un nuevo tipo de líder […] yo no lo veré”.

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“Con los años se dará cuenta de que el mayor delito en Venezuela es el caer en desgracia política. El día que salí definitivamente del Ministerio de Relaciones Interiores no estaba allí, para despedirme, sino Moreno, el portero”. C. Z., 1935

La vida de Zumeta hablaba por sí misma. Toda ella se había convertido en una larga costumbre de sacrificio por el bien de los venezolanos. Además, uno no podría –a estas alturas de su existencia (1929), cuando contaba con seis largas décadas de fértil labor– más que conmoverse de su propia eficacia, de su propia y desinteresada dedicación. Su labor iba dejando huella en su inmediata posteridad. No sería fácil borrar de la memoria su obra esparcida por el vasto terruño, que incluía toda la América Tropical, como a él le gustaba llamarla. ¿Cuál efecto útil habría de tener la biografía de aquella existencia? En la medida en que transcurría su paso por el mundo, su vida se haría más elocuente. Y no precisamente en el papel de funcionario público, hacia lo cual era más bien alérgico. En una oportunidad le señalaba a un amigo: “Los ministerios son entre nosotros para los brutos, a quienes

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llaman sus congéneres discretos, serios o ponderados. El general Gómez me hizo Ministro pero se arrepintió”. Aquella escritura diaria, torrencial, cesará a partir de la década de 1910. Desde entonces va dejando de escribir sobre temas americanos, sean de literatura, de política o de historia. Los temas de política venezolana los deja sólo para ocasiones especiales. Las páginas sociológicas o históricas las continúa desarrollando en los discursos diplomáticos formales, en actos solemnes de tipo académico, en sus elocuentes intervenciones oficiales. Sus acertados, entendidos y agudos comentarios sobre libros se diluyen en otros géneros expresivos. Su verbo y su acción no se habían consagrado sólo al periodismo de combate o al servicio público. Al lado de las elucubraciones de tipo político o las teorizaciones de corte social; junto a los temas venezolanos, o a los americanos; frente a las páginas de sociología, de historia o de filosofía, de literatura o de arte, en Zumeta se agitaba una gran pasión: la preocupación por elaborar, por sugerir programas y proyectos por él considerados como de alta utilidad social porque tocaban aspectos neurálgicos de la economía y de la estructura social. Desde aquella propuesta para la colonización de Guayana y la navegación de sus ríos, hecha desde París al presidente Castro el 25 de marzo de 1900, hasta su análisis de los problemas ligados a la explotación del asfalto o aquellas derivaciones que tendrían los protocolos de Washington adoptados luego del bloqueo de 1902 o el proyecto de fraccionamiento de la Patria que él veía – de continuar el caos y la anarquía como forma de gobierno– en la política imperialista del inicio del siglo. Desde todos estos momentos, y de seguro, desde antes, hay en sus planteamientos material de alta densidad, utilísimos a los fines de conducir a Venezuela por las sendas de la civilización y el progreso que ya exhibían otros pueblos. No le fue extraño sugerir temas tan importantes como el desarrollo de la moderna agricultura en las zonas tropicales, reglamentaciones como la pesquera, aquella de la garantía de la calidad de los productos alimenticios importados o la del tráfico de pasajeros, al igual que la propuesta de

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un plan para coordinar el desarrollo de la industria petrolera venezolana con un gran impulso simultáneo de la agricultura y la cría. En otro orden, siempre mantendría alerta al gobierno en materia de relaciones con organismos internacionales, la Organización Internacional del Trabajo o la Organización de Sindicatos de Obreros. Algunos de sus proyectos fueron llevados a la práctica, especialmente por el gobierno de Gómez, acaso los más importantes quedaron como señal de buena voluntad. En materias tan cruciales como abrir caminos, construir redes ferroviarias o favorecer la inmigración fue más o menos escuchado. En especial en esta última materia. Era claro el beneficio de “atraer expertos, capitales y brazos a los trópicos americanos, para el desarrollo de la agricultura y la cría en nuestra zona”. Todo esto representaría mucho más para el progreso de la nación que cualquier intentona armada, o la adulación y la reforma constitucional a la conveniencia del Jefe. De otras propuestas, como el seguro obrero –eficaz antecedente del seguro social obligatorio sólo implementado en 1940 por el gobierno de Medina Angarita– la terca realidad se encargaría de ponerlas en marcha años después. Es un pesar que la mayoría de proyectos y propuestas no haya corrido la suerte de su implementación, particularmente aquellos de fibra social: los sistemas de créditos cooperativos para los agricultores, siguiendo el ejemplo alemán, lo que permitiría el saneamiento y aumento de la población del país, que según él estaba despoblado, así como la protección social del trabajador agrícola y aquel de los campos petroleros. Eran estos, proyectos de alto efecto político, pues se le salía al paso a la propaganda y agitación socialista, pero, hay que decir que de un cierto tipo de política, acaso aquella reñida con la idea y práctica militar, la que controlaba las protestas obreras incrementando el bienestar cívico y mental de las masas, la que otorgaba derechos. A eso se refería exactamente Zumeta cuando en 1918 exhortaba a Gómez en estos términos: “Dirija usted esa revolución, General, y no sólo acabará con la enemiga, sino que salvará usted al país de un desbordamiento de pasiones que puede arrasar el edificio social”.

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“Muy respetado jefe y amigo” “… en el ambiente de paz creado por usted en Venezuela, en donde ya nadie se ocupa sino de asegurar por el trabajo su propio bienestar y el del país”. C. Z., 1926

Desde enero de 1921, cuando las consecuencias económicas de la paz se decidían en Europa, pasa al servicio diplomático de la República. Es nombrado inspector general de consulados de los Estados Unidos de Venezuela, con jurisdicción en Francia, España, Suiza, Austria e Italia, cargo que alterna con el de attaché cultural en la legación de Venezuela en la Haya. Regresaba a París –“cuartel general de amigos y enemigos, además buen campo de propaganda, en razón de acudir aquí capitalistas importantes de varios países”– donde permanecería hasta septiembre de 1924 cuando es acreditado como ministro plenipotenciario en la legación diplomática de Venezuela en Roma aprovechando la vacante dejada allí por el escritor Manuel Díaz Rodríguez. A Zumeta ya le eran familiares sus misiones externas como comisionado especial. Las había tenido bajo Castro; ahora también se repetían con Gómez, por ejemplo, aquella encomendada en abril de 1920 “para estudiar las condiciones del comercio y de la navegación entre Venezuela y Holanda, Dinamarca, Suecia, Noruega y Finlandia”. Su traslado desde Nueva York en 1919 obedecía a razones muy precisas y más sustanciales. Una de ellas era emprender la reforma del sistema consular del país en Europa. “Es tal el daño que causa al país un mal sistema consular y tantos y grandes los bienes que reporta uno bueno, que sería de importancia capital completar la organización de este ramo, cosa ésta, que jamás ha podido completarse en Venezuela”, le escribía el 9 de junio de 1921 a Gómez. Había que trascender esa vieja práctica premoderna, muy propia del caudillismo decimonónico, de considerar los consulados como “agencias de vigilancia” o puestos buenos para “premiar o agradar amigos, sin considerar casi nunca la competencia

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de éstos”. En los tiempos modernos, con condiciones comerciales más complejas y exigencias políticas de alto nivel, se requería de agencias consulares exclusivamente comerciales y económicas, “destinadas en especial a informarse e informar acercas de cuantas oportunidades ofrezcan los mercados y capitales extranjeros al desarrollo de la riqueza venezolana y acerca del modo de aprovecharlas”. Los consulados se convertirían en instrumento perfecto y productivo de propaganda comercial. Se necesitaba, en consecuencia, de funcionarios administrativos entrenados en estas lides. Es esta, bajo la forma de la sugerencia sana y útil, una primera aproximación para implementar en el país la carrera diplomática, “obra completamente indispensable”. El servicio de espionaje político podría ser asignado a agentes especiales tanto en el exterior como internamente. La propuesta se complementaba con reiteradas diligencias para la introducción de la aviación en Venezuela como medio de observación y ataque. En punto a espionaje, se sugería prestar ayuda en materia de formación técnica a Europa. Las opciones eran varias, de hecho, Zumeta sugiere enviar a jóvenes de aptitudes a estudiar a la única Escuela de Policía Científica con sede en Roma; o enviar al mismo tiempo a otros jóvenes a estudiar nuevas técnicas, como el detector de identidad descubierto en el Laboratorio de Policía de la ciudad de Lyon; al igual que aprender los métodos de precisar falsificaciones recién puesto en práctica; o entrenarse en los principios de la policía secreta desarrollados en Estados Unidos. Todos éstos útiles y fáciles estudios no sólo establecerían los “fundamentos de una institución sabia contra el crimen, el contrabando y las conspiraciones, sino lazos de amistad e inteligencia con la policía de otros países”. Por supuesto que en materia de intereses petroleros, Zumeta siempre estará alerta para indagar, observar e informar. En relación con los lotes reservados al gobierno en las concesiones petroleras por la Ley de Hidrocarburos de 1920, de manera de guardarlos para necesidades futuras de la industria, las comunicaciones o la defensa nacional, contrariando todo propósito de negociarlos, Zumeta opinaría precisamente lo contrario. Ya había observado cómo operaba esta industria

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en Estados Unidos, ahora tenía la oportunidad de enterarse de las operaciones de algunas compañías europeas. Fundado en el sentido común, ese sentido que por veces detiene intereses políticamente egoístas, con la salvedad de no tener “ningún interés amonedable” en la materia, opina –en carta a Gómez fechada el 5 de junio de 1921– que las divisiones practicadas por la Ley en el terreno, no las hace la naturaleza en los depósitos abajo, en los depósitos de aceite. En la medida en que se explotaba un pozo, el otro pozo reservado a algunos metros se iría agotando así no se le explotara. En el mejor de los casos, llegado el momento de ofertarlo, las compañías no ofrecerían mayor cosa, pues de estos no saldría “sino olor al petróleo que había”. En consecuencia, se adelantaba una propuesta luego implementada en la Ley de Hidrocarburos de 1922: vender esos lotes de reserva, “honradamente, en pública subasta, adjudicados al mejor postor”. Lo que redundaría en beneficios al país y ventajas al tesoro, aquellas “que con tanta falta de patriotismo se borraron del proyecto de ley vigente”. Sus labores diplomáticas son compartidas con otras funciones. Como las de informar sobre movimientos sediciosos de enemigos del gobierno observados en los diferentes países europeos. Labor que adquiría mayor importancia cuando se trataba de conocer sus fuentes de financiamiento. A partir de 1920 cuando la política giraba en torno al negocio petrolero, habría que ser cuidadoso con los manejos de las compañías, en especial de aquellas compañías petroleras rivales de las ya asentadas en el país. Podrían los conspiradores utilizarles ofreciendo favorecer a unos grupos contra otros, en caso de llegar al poder, para conseguir dinero y aun influencia capaces de disfrazar el comercio clandestino de armas. “Por desgracia hay mucho hombre sin escrúpulos en la alta finanza y la grande industria europea y americana y mucho desalmado y aventurero por nuestras fronteras. El Catatumbo, el Delta, quizás la Guayana son ricos en petróleo y no sabemos si ellos han logrado algún dato positivo sobre yacimientos ignorados y estén explotándolos con truanes acaudalados”, alertaba Zumeta a Gómez en correspondencia del 23 de enero de 1921.

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En materia de asistencia a reuniones internacionales, nunca faltaría su presencia a las más importantes realizadas tanto en Europa como allende el Océano. Entre 1923 y 1924 asistiría en representación de Venezuela a dos conferencias internacionales de la mayor importancia. La primera fue en Santiago de Chile el 25 de marzo. Se trataba de la Quinta Conferencia Internacional Americana, donde a Zumeta le tocó desempeñar el cargo de vicepresidente de la Comisión de Comunicaciones. Las notas leídas en el salón de honor de la Universidad de Chile fueron publicadas por Cultura Venezolana en 1924, en su número 54 de enero-febrero. Desde aquellas notas Zumeta dará cuenta de un tema fundamental para los tiempos modernos como lo era la posibilidad técnica de la comunicación, la aún no asimilada magia del telégrafo, por ejemplo, su uso y contenido. Sus palabras establecían una correlación todavía hoy de vibrante actualidad: “Es corriente atribuir la atrofia de los órganos de nuestro sistema nervioso continental a la dificultad de las comunicaciones; pero quizás sea más demostrable la tesis contraria de que la inexistencia del comercio de ideas causa la escasez de medios de intercambio, al servicio de las necesidades comunes de este grupo de naciones”. En sus alforjas de viajero útil, Zumeta traía al extremo sur de América el mensaje de la necesidad de la cooperación intelectual, aprovechando las novedades tecnológicas y la mudanza de los ejes de la historia que ya comenzaban a cruzar el Atlántico, unión que a pesar de iniciarse en las altas esferas del pensamiento, entre los doctos y cultos, se iría extendiendo gradualmente a las masas, sentando “al mismo tiempo bases de fraternidad entre los pueblos”. La segunda fue la Conferencia Internacional de Emigración e Inmigración reunida en Roma en mayo de 1924, en la que Zumeta formó parte de la delegación venezolana; y donde le tocó redactar –junto a José Loreto Arismendi– un excelente trabajo consignando los problemas de la emigración y la inmigración en los comienzos de la tercera década del siglo XX. En este no dejaría de identificar los intereses dominantes en el desarrollo de esta conferencia: los gobiernos europeos,

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la alta banca y los grandes intereses industriales empeñados en lograr mediante la inmigración un poderoso avance “en su penetración económica, que viene a ser la conquista pacífica por medio de capitales y empresa directa o indirectamente monopolizadoras”. De igual manera se señalaba en el mismo informe del 3 de junio de 1924 que mediante el programa propuesto se buscaba “cambiar el libre movimiento de la emigración espontánea hacia América, en una vasta empresa de explotación de los territorios sudamericanos, colonizándolos con sus emigrantes al amparo de concesiones especiales que constituyen privilegios a sus capitales y obreros”. Tampoco le sería ajeno al versátil diplomático informar y reflexionar sobre cualquier tipo de manifestación pública por parte de movimientos de izquierda, tanto europeos como aquellos vinculados a Latinoamérica. El 25 de julio de 1925 le escribe a Gómez desde Ginebra, a propósito de la celebración en Barcelona de España de un Primer Congreso de la Federación Latinoamericana del Trabajo. El comentario se refiere a varios puntos del programa. La Federación, abarcando también a este último país, lo que la convertía en Iberoamericana, se constituía en agrupaciones o ligas de trabajadores para defenderse “contra la tiranía burguesa y la extremista”. Se complementaba esa defensa con el apoyo a los inmigrantes, con las luchas por reivindicaciones frente a los patronos y a los gobiernos y el sostenimiento del derecho a huelga. Era el duelo entre la púrpura de los reyes y la blusa del obrero presagiada ya en 1914, y puesta en marcha a través de acontecimientos como éste. Quedaba por saber si triunfaría la blusa. Lo cierto es que la materia del programa del Congreso se ajustaba a los tiempos y a las necesidades. Se hablaba de igualar a los trabajadores del campo con los industriales, de exigir condiciones higiénicas en el trabajo, del monto de los salarios y del horario de trabajo, de las condiciones de trabajo de los empleados públicos, subalternos del Estado, su jerarquía y estabilidad. Llamaba la atención Zumeta sobre el carácter internacional de este tipo de organizaciones que supeditaba las luchas nacionales a los in-

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tereses europeos y americanos. Era un punto de partida para ir creando conciencia internacional en las clases laboriosas, sin lugar a dudas, pero también había que cuidarse de que con el pretexto de patria y patriotismo se exageren “supuestas conveniencias nacionales, para mejor oprimir y explotar a los trabajadores nacionales”. El estudio del estado de la cuestión obrera en Venezuela no era ajeno al congreso. Esta materia se extendía con la voracidad con que influenciaba al mundo el desarrollo del industrialismo. De manera que era un ola indetenible. Lo más cauto era preparar condiciones para matizar su llegada a la arena nacional. Este es el sentido de la sugerencia de Zumeta: “Acaso lo indicado es una prudente, pero muy activa propaganda en el país, en el sentido de educar al obrero enseñándole hasta que punto es contrario a su bien y al del país asociarse a estas propagandas extranjeras”.

En la sociedad de las naciones “Sigo a presentar credenciales a Berna y a desempeñar la misión con que de nuevo me honra su bondad y su confianza en la Sociedad de las Naciones”. C. Z., agosto, 1927

Zumeta permanece en Roma hasta comienzos de 1927. Luego, desde septiembre del mismo año, es acreditado como delegado de Venezuela ante la Sociedad de las Naciones, con sede en Ginebra (Suiza). El traslado debió recordarle la balada que su amigo Darío le dedicara a Leopoldo Díaz, en 1898, con motivo de su traslado como Cónsul a Ginebra: “Partir a Suiza, ¡qué hermosa cosa! / El mar, el barco que se desliza; / La pasajera ligera, hermosa; / Una aventura que se eterniza … / Qué hermosa cosa, partir a Suiza”. La frecuencia de los informes al presidente Gómez desde esa hermosa cosa disminuyeron. Acostumbrado a que se le tuviese al tanto de los más mínimos detalles ocurridos en las diferentes delegaciones diplomáticas venezolanas especial-

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mente en Europa y los Estados Unidos, curiosamente el Ministro de Relaciones Exteriores no se daba por informado de menudencias del tipo otorgamiento de pasaportes, visas, planes de viajes de extranjeros, comunicadas al primer mandatario, Gómez debió extrañar la esclarecedora correspondencia de Zumeta. Más bien desde Suiza y aprovechando las influencias de éste en la Cancillería francesa (con una musa por cancillera), consiguió se le acordara al general Gómez la distinción de la Gran Cruz de la Legión de Honor –a la que una camarilla adversa se había opuesto ante el gobierno de Francia– en marzo de 1928, en plena efervescencia del país con motivo de los sucesos estudiantiles de febrero. Por cierto, que correspondió a Zumeta hacer en Europa la propaganda adversa a los desórdenes de Caracas, garantizando la estabilidad política del país y desmintiendo cualquier información contraria. Su consigna como vanguardia del régimen gomecista, sistema que había terminado agradándole, fue: “Presente y a las órdenes”. Además, se trataba de hacer frente al sistema de propaganda soviético que aupaba el surgimiento de movimientos revolucionarios en el mundo, viendo con agrado el que América Latina hubiese entrado en un período de mayor actividad. Entre marzo y abril de ese año 1928, Zumeta estuvo muy activo tanto en reuniones con Asociaciones Antibolchevistas como en las diferentes agencia noticiosas transmitiendo comunicados por parte de las diferentes legaciones venezolanas en Europa, desmontando las mentiras fabricadas en un intento por restablecer una verdad que no tendría gran resonancia, al menos en el interior del país. En el fondo se trataba de una estrategia bolchevique por captar juventud para la internacionalización de su revolución, como lo hace saber en carta fechada en París el 27 de noviembre de 1928: “… los estudiantes latinoamericanos en las Universidades europeas son desde hace algún tiempo objeto de la atención especial de los bolchevistas. Es de lamentarse que no se haya tratado hasta ahora de alertarlos, explicándoles el verdadero objeto de la acción bolchevista dirigida contra sus respectivos gobiernos”.

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El ambiente del nuevo cargo no le era extraño. Había asistido en 1922 y 1923 a la tercera y cuarta asambleas como delegado por Venezuela, acompañado de Gil Fortoul, Caracciolo Parra Pérez y el joven Alberto Adriani. En ese ambiente tenso y esperanzador de la Sociedad de las Naciones, del que se esperaba matizara los grandes problemas políticos que afectaban a la humanidad, Zumeta logró codearse con algunas de las mejores inteligencias, “esgrimistas verbales de réplica rápida”, como les llamó Uslar Pietri, oradores de la más fina, sinuosa y altisonante palabra, como aquella de los nuevos líderes del fascismo italiano. Fue allí que le tocó en noviembre de 1930 presidir con la serena actitud propia de él, su Consejo –en alarde de aquella modestia y parquedad que siempre le había caracterizado, decía que era éste “un honor alfabético”– organismo supremo de esta Sociedad bien intencionada, pero ya algo menguada para aquel entonces. De acuerdo a quienes le vieron allí actuar, “se limitó a hacer su papel con extraordinario tacto y prudencia”. En ese mismo mes le correspondió pronunciar su discurso de apertura de las sesiones del año 1930-1931. Creada en 1919, era aquel el año undécimo de la Sociedad de las Naciones. Motivo propicio para hacer, como gustaba a Zumeta, un recuento histórico de lo inmediato. Nada nuevo se le podía pedir a la institución, a lo sumo la demanda histórica debía congregarse en exigir la exploración más profunda de los grandes temas reclamados y abocarse resueltamente a las soluciones que garantizaban el progreso internacional. Estas eran harto conocidas: organización jurídica de la paz, desarme, concierto económico, lucha contra los flagelos que azotaban la humanidad. Se inclinaba el orador con gran fuerza, la que le daba la potestad de presidir, porque la Asamblea estudiara y resolviera estas cuestiones “con firme voluntad de triunfo”. Uno de los puntos más ásperos era el del desarme, única manera de prevenir futuras guerras, y junto a éste el del concierto económico con los deudores de guerra. La palabra al respecto habría de ser sutil como la seda y tersa como el agua de manera que todos los pueblos,

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hasta los más toscos intereses entendieran la utilidad del punto. Zumeta no desperdiciaría metáfora alguna para dirigirse a ese selecto auditorio: No sólo los que quisieran ajustar el ritmo de la vida internacional al de sus propias esperanzas, sino también impaciencias tan generosas como avisadas aspiran a mayor progreso en la reducción de los armamentos, a una más precisa ejecución del programa de la conferencia económica, al coronamiento de los trabajos emprendidos para prevenir la guerra”.

La mayoría de los programas definidos desde 1919 se habían adelantado pero no resuelto, ni mucho menos agotado. Se requería trabajar al respecto, pero no ocultar, mucho menos callar las deficiencias: “Inútil fuera callar, por lo demás, que subsisten por el mundo inquietudes y hasta ansiedades”. Al hacer el balance de los doce últimos meses de la Sociedad, Zumeta no se haría cómplice de “este pasivo de retardos y de incertidumbres”. Trabajo, fe y el sentimiento vivaz de las responsabilidades harían que en las sesiones que se iniciaban ese noviembre de un comienzo de década se empeñara más la gratitud de los pueblos. El hombro de aquella institución de paz era el que soportaba el desacuerdo, cuando este parecía inevitable “interviene en nuestros debates aquel nuevo espíritu internacional, creado por ella, que, por concesiones mutuas, apaciguamientos y reconciliaciones, realiza el acuerdo bienhechor y necesario”. Siendo Zumeta un representante de un Estado de la América Latina, no podía dejar de hacer referencia a ello. Bolívar, primero, habría de mencionarse en el discurso, especialmente cuando se conmemoraba el primer centenario de su desaparición física. Para un venezolano, a pesar del frío heroísmo que caracterizó al orador, era inexcusable no mencionarle como un precursor de la materia tratada. Así, pues, resultaba que “con la precisa intuición del genio” se había previsto en 1824 la obra misma de esta institución. Más todavía, el Congreso de Panamá habría sido para los pueblos americanos un adelanto de esta

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Sociedad de Naciones. El llamado final de este americano del mundo no podía ser más que bolivariano, acaso hubiese sido inaceptable que no lo fuese. Poniendo la solidaridad como móvil, el discurso se vuelca vertiginosamente hacia la primera persona: “Yo vengo a deciros mi fe americana, mi fe bolivariana en el logro de esta empresa en donde lo que se juega es la civilización que esta Asamblea representa y cuya fuerza es el espíritu de la Sociedad de las Naciones: la unión de todas las energías constructivas, morales y técnicas, de esa civilización al servicio de la paz, que es la plenitud del derecho”.

De tantas tristezas, de dolores tantos… “Paz y trabajo tiene que ser el lema de la civilización contemporánea”. C. Z., 1922

Regresaría a Venezuela por última vez a fines de 1931. El tres de junio del año siguiente, Zumeta es recibido como miembro de número en la Academia de la Historia. Su discurso –“La instrucción popular como matriz para la formación de ciudadanos”– fue publicado a manera de folleto el mismo año por la Tipografía Americana de Caracas. Venía a ocupar el sillón G antes ocupado por otro “civilista y poeta”, Andrés Mata, incorporado el 14 de julio de 1918 junto a un grupo de doce académicos que debían llenar las vacantes existentes. El tema de su disertación fue trazar una panorámica de la formación de la escuela cívica desde la época colonial. Aquella donde los vecinos de la pequeña comarca que era la Provincia de Venezuela venían a aprender a leer, escribir y contar. La enseñanza secundaria por su parte se colmaba en cada convento, donde se estudiaba la filosofía, la moral, la teología, la gramática y la retórica. Orientación casi destinada a rematar en cualesquiera de las órdenes religiosas existentes: “Los conventos en la Colonia inician a algunos de los criollos que luego la emancipan. Con cíclicas curvas hace la vida caminos rectos”.

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La narración del orador se iba complicando en la medida en que miraba el estado de la escuela popular. Es que “en la tecnología absolutista y en la colonial, pueblo significa precisamente el conjunto de los no iniciados o no iniciables”, se afirma no sin amarga convicción. Era justamente en torno a esta escuela gratuita, popular y obligatoria donde se exhibía el hiato entre la Europa sojuzgadora en nombre de la fuerza y esa América liberadora en nombre del derecho. Los orígenes venezolanos, o mejor, la distancia inexorable de la provincia de Venezuela a la República de Venezuela, pasaba por una reflexión sobre la escuela, la educación, la conquista y colonización, “como incontrastable instrumento de redención y fuente de igualdad y libertad civiles”. Eso se proponía hacer el nuevo académico, inclinando la balanza críticamente contra España. La pregunta de rigor y postura honda era: “¿Quién, ni a qué título habría de reclamarse ufano de la baraja de codicia y burocracia que, infiel al mandante y a la majestad del encargo, empequeñeció, hasta disiparlo, el imperio que vino a dilatar?”. Como nunca el hombre nace ciudadano, sino que hay que adiestrarle a serlo, a eso se dedicaron los padres de la nación luego de 1811. Corrieron por toda la geografía los decretos creadores de escuelas primarias, gratuitas para los pobres, obligatorias para los renuentes. Zumeta se referirá a las principales constituciones o estatutos provinciales: “Pero no era hora de forjar la patria en la escuela. La fatalidad de la época no quiso que trescientos años de calma fueran bastantes, e impuso por quince años más, cátedra y ejercicio de exterminio”. Como hasta 1830 la escuela primaria no prospera, luego se hacía improrrogable un plan para dotar cada provincia de planteles elementales y colegios. Así se libró una tenaz campaña porque se reconociese la prioridad de la enseñanza primaria. Los hombres de 1840 como los de 1811 continuaban preocupados por “adiestrar nuestro pueblo en el manejo del mayor instrumento de progreso, de independencia individual y de riqueza de la comunidad, que es la maestría en artes, oficios y medios de trabajo”. Así fue pasando revista a la historia de esa Venezuela que surgió extenuada y gloriosa, gobernada por una prédica siem-

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pre incumplida de que el trabajo no envilece. Zumeta le daría sonido a ese rasgo: “Armar al menestral con el alfabeto y la técnica de su oficio, esto es, darle la aptitud de valerse y de valer en sentido cultural”. Discurrió el pensador paulatinamente, una vez ganadas las miradas apasionadas y los oídos agudizados por el tamaño de las verdades que estaban sus pares académicos viendo y oyendo. Lo que seguía era la descripción viva, densa, de aquel gran esfuerzo emprendido desde 1838, con la creación de la Dirección de Instrucción Pública, por difundir la escuela y la disciplina del trabajo. Manera única de resolver el acertijo del argentino Sarmiento, también tocado por el mismo empeño: “¿Pobreza o guerra?”. El obligado punto de llegada de este razonamiento sería el decreto de Guzmán Blanco, del 27 de junio de 1870, instaurando “la instrucción primaria universal –señalaba el documento– en atención a que es la base de todo conocimiento ulterior y de toda perfección moral; obligatoria, gratuita y preferente”. En magistral síntesis se señala con voz grave y mirada adusta: la independencia política alcanzada en 1821, nos dio patria; pero no pueblo libre [ …] la grey, por entre las tinieblas de la ignorancia del alfabeto, siguió jadeando bajo la doble carga de la fanática incomprensión a que la traían condenada la servidumbre y las supersticiones de la selva americana y africana… hubo que crear los elementos de la nacionalidad entre perpetuos combates que nos diezmaban […] y hubo que marchar bajo los encontrados fuegos, hacia la república, por la escuela, que es la sola y definitiva liberadora.

Por muy nobles que sonasen estas palabras, con todo y sus muy patrióticas y crudas metáforas, con todo y sus veraces giros oratorios, preparados menos para convencer que para llamar a la reflexión sobre aspectos modeladores de la conciencia de la nacionalidad, el razonamiento de Zumeta agitó algunas plumas que también habían tratado el asunto, acaso desde una visión distinta. Mientras que Luis Correa, encargado de contestar sus palabras, le llamó el “Condestable de nuestras letras, como lo fue de las letras francesas aquel irónico y sutil

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espíritu que se llamó Barbey d’Aurevilly”; Mario Briceño Iragorry, entre los primeros en objetar sus juicios, defendiendo la obra de la Colonia, elabora una “Respuesta a Don César Zumeta”, el 11 de agosto de 1932, calificando su discurso como consecuencia de sus antecedentes políticos liberales y anticlericales, que lo hacen ver la educación colonial excluyente y de carácter meramente religioso. Desde una postura más bien evolucionista, Briceño Iragorry considera que la conclusión de Zumeta no está ajustada a la realidad: “no existe el hiato catastrófico que, con su gran talento y su aguda habilidad dialéctica, defendió César Zumeta”. Para aquel la república fue una continuación de la Colonia y ésta engendró la misma revolución de independencia. El fundamento de semejante aserto eran sus Tapices de historia patria. Esquema de una morfología de la cultura colonial, obra que aparecería al año siguiente, en 1933. “Errores puede haber en el discurso de mis “Tapices”, escribía Briceño Iragorry, más no en la conclusión del tema: la Colonia preparó la República por un complejo proceso de cultura (política, económica, instrucción)”. En el fondo, la disertación de Zumeta había revivido el viejo dilema de la leyenda dorada y la leyenda negra de la historia colonial. Pero, más a fondo, según Briceño Iragorry, lo que desvelaban algunas finas afirmaciones de Zumeta era algo más que dos leyendas prejuiciadas: la poca conciencia histórica que privaba entre algunos pensadores venezolanos: “Cuando el gran Zumeta dijo en fino lenguaje de malabarista que existe un hiato o una pausa entre la Colonia y la república semejante del que separa del Antiguo al Nuevo Testamento, no estaba haciendo en verdad una teoría de nuestra historia, sino una frase que condensa a maravilla el estado de conciencia a-histórica que hasta entonces influía en el estudio de nuestro pasado”. Y remata frases más abajo, precisando que lo que existía era un: “grupo de espíritus que no habían logrado desvestir sus juicios de mohosos prejuicios anti-españoles […] exhibiéndose como hombres progresistas, por medio de juicios denigrativos del pasado hispánico de nuestra nación. Negados a entender la causación histórica, desconocieron trescientos años de historia”.

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La batería intelectual de Briceño Iragorry apuntaba, sin duda, al determinismo y el psico-sociologismo positivista, cuyos intelectuales fueron los primeros en iniciar una obra revisionista del pasado histórico venezolano. Acaso tenía razón éste cuando entendía la metáfora del “hiato” o la “pausa” acuñada por Zumeta de mero precio literario, pero se limitaba cuando le señalaba de haber tejido un pensamiento de contenido “a-histórico”. Valga precisar que fue esta tesis de Zumeta la que motivó la publicación casi inmediata (1933) de los Tapices de Briceño Iragorry, ya mencionados. Donde se resume la visión e importancia de la Colonia de esta manera: “No sólo los varones de la Independencia, sino también los heroicos conquistadores deben ser vistos como Padres de la Patria”. A fin de cuentas, las leyendas negra y dorada se expresaban para enfrentarse en otro terreno más sociologizante: el materialismo positivista y el espiritualismo cristiano; “diferentes ideologías que nos poseen”, escribiría Briceño Iragorry. Los instrumentales de ambos serían falsos o correctos en la medida en que hubiese generosidad en las discusiones. Gesto que no perdieron ambos interlocutores, especialmente este último, quien nunca ocultó sus deseos de “tocar algunos de los puntos salientes de la crítica con blandas ortigas con que nos honra el ilustre colega Zumeta”.

Última vuelta a la patria “Mi Venezuela, mi patria, yo la llevo conmigo en mi pecho, en mi cerebro, en mi dolor y en mi protesta”. C. Z., 1904

Dos meses después de su regreso al país, a comienzos de 1932, es electo senador por el estado Lara. El 19 de abril le corresponderá presidir la Cámara del Senado, compuesta por treinta y cuatro miembros y ocho comisiones de trabajo, durante el período legislativo 1932-1933. El propio Zumeta integraría la Comisión de Relaciones Interiores, donde ya en la hora menguada intentaría volver a tomarle el pulso a la

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república, sin grandes sobresaltos. Ya habían transcurrido cinco lustros de dominación gomecista bajo los auspicios de la paz inconmovible que –según el discurso oficial– tantos días de esplendor y progreso había dado al país. De verdad que Venezuela sufría hondas transformaciones. ¿Qué mejor oportunidad para dar cuenta de ellas que el momento del discurso inaugural de las sesiones ordinarias de la Cámara del Senado? En lenguaje comedido y con serena postura, Zumeta no dudará en anticipar la celebración el año siguiente del cuarto de siglo de la Causa de Diciembre, calificada con gran eufemismo como “la más fecunda revolución consumada en la República desde la jornada final de Carabobo”. Como no podía esperarse otra cosa, el flamante senador haría un sumario de la evolución política nacional, en ese doloroso esfuerzo por escalar estadios de progreso y bienestar. Reconocía intervalos de reacción saludable pero no suficientes para mantener a raya lo que el consideraba como vital: “la triple evolución escolar, social y económica”, que sería garantía para la instauración de un ambiente cívico “indispensable a la vida democrática”. Pero, habían llegado tiempos mejores. “La alterna oligarquía de los partidos”, para Zumeta, fórmula nefasta que sumió al país en un descenso continuo, encontró su freno en 1908, cuando en un ambiente de “bancarrota del orden, el crédito y la autoridad del Estado, resonó una alta palabra decisiva, anunciadora de que estaban a salvo el decoro y el prestigio de la Magistratura”. Comenzaba, pues, un nuevo régimen al que Zumeta mismo parecía sentirse orgulloso de pertenecer. Allanados los conflictos iniciales de rigor, se podría expresar urbi et orbi que el interés nacional estaba por encima de los intereses de los partidos. Lo que siguió fue el restablecimiento de las energías nacionales y reinó aquella paz: “la única digna de tal nombre, porque no tiene por base la fuerza armada, sino la de la libre y firme disposición de los ciudadanos a mantenerla inviolable”. Puestas las cosas de esta manera, el pueblo venezolano habría logrado ajustarse, como en país alguno, al estímulo y personalidad encarnada en aquel momento en Juan

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Vicente Gómez Chacón. A la hora de la valoración histórica había que ser cauto, Zumeta lo sabía mejor que nadie, de allí el giro verbal matizado: “Veinticinco años pueden no dar cabal proyección histórica de una época; pero sí de la obra, la significación y la entidad moral del hombre que la llene”. No obstante, no cabría duda de que fue por él y sólo por él, por su espada, por su voluntad y por sus firmes previsiones, “precisas y videntes que desató y encauzó esta fecundísima revolución de Paz, Unión y Trabajo que reincorporó a Venezuela al siglo y al progreso”. Las palabras de Zumeta, ante sus colegas legisladores y ante el mismísimo presidente Gómez, recién reelecto en 1931 por “el reiterado sufragio unánime del querer de los venezolanos”, reverberadas por el prestigio y la elocuencia que siempre le habían acompañado, no podían menos que bosquejar los lineamiento de una obra, exaltar la significación de unas ejecutorias y gritar al mundo cuanto se había avanzado en labor esencial de civilización, desde aquel diecinueve de diciembre de un 1908. Las sesiones del Congreso Nacional durante aquel año se pasaron sin grandes sobresaltos legislativos. Zumeta aguantó su alta investidura con una cierta inercia. No parecía estar tan cómodo como antes lo había mostrado en otras funciones. Acaso el cuerpo comenzaba a quejarse a sus setenta años. Durante la primera quincena de octubre del mismo año 1932, se ausenta de nuevo a Europa por doble propósito: asistir como delegado de Venezuela ante la decimotercera Asamblea de la Sociedad de las Naciones, en Ginebra, y luego a someterse a una operación quirúrgica y al tratamiento consiguiente. Regresará al país a comienzos de 1933, para dirigir los últimos momentos de las sesiones del senado. Mientras tanto la situación en Europa se había vuelto a tensar. No era improbable una crisis violenta en el Viejo Continente. Al menos estos fueron los presagios que Zumeta se había traído entre su equipaje mental, algunas de estas novedades circulaban en los corrillos diplomáticos de Ginebra. El advenimiento de Hitler a la jefatura del gobierno alemán hacía pensar no sólo que Alemania deseaba la

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guerra sino, lo que era peor, que estaba preparada para hacerla. Era lamentable que el futuro del mundo estuviese supeditado a las decisiones de un agitador de masas. Toda la gimnasia retórica del desarme, del concierto económico, de los deseos de paz se desvanecían con gran prisa. En todo caso había que matizar lo siniestro del horizonte, era éste un deber del razonamiento diplomático donde Zumeta se movía muy bien. Así le expresa a su invariable interlocutor: “No es hora de profetizar, pero es de tal gravedad que creo mi deber comunicarle estas impresiones al amigo y al jefe”. Desde antes de entregar la Presidencia de la Cámara del Senado, Zumeta regresa a Europa, primero a Ginebra y luego al Palais d’Orsay en París investido con el cargo de delegado permanente ante la Sociedad de las Naciones. Acaso persuadido de que no había balance posible en sus cuentas con el país, pero sin desertar a su preocupación venezolana, no regresará nunca jamás. Su testimonio al regresar a Europa muestra más bien la desesperanza que no expresa en sus discursos o escritos: “Aquel es el mismo país de mi juventud, física y espiritualmente. Creo que en materia educacional hemos retrocedido, más bien. Sospecho que contamos con menos escuelas que en la época de Guzmán Blanco. No solamente el General Gómez no ha preparado su sucesión sino que la sucesión no se ha preparado para sucederle. El gobierno no se ocupa de renovarse, anquilosado por veinte años de dictadura. No hay perspectivas para la juventud ni en la administración pública ni en actividades privadas. Los universitarios son forzosamente oposicionistas y las precarias condiciones del medio los conducen a todos los extremismos […] La explotación del aceite pesado, sin embargo, va a cambiar la fisonomía de la República. Quizás nuestro próximo Caudillo sea un líder de los obreros petroleros, ya que se ha cerrado el ciclo de los generales guerrilleros. Puede que surja también un militar académico, preparado en la sombra. En síntesis, el porvenir es oscuro”.

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“Lobos entre sí y ovejas ante el amo. ¡Manada! pura manada de lobos disciplinada por un mono. En esas selvas el tiranicidio sería un crimen inútil, y el vago instinto de su irredimible servilismo hace sacra ante la manada la persona del mono que está fustigándolos. ¡Oh, sí!, realmente, sólo los pueblos dignos tienen ese horrendo derecho de matar tiranos”. C. Z., 1904

Son tan dignos y tienen un tono tan veraz estos últimos discursos, actuaciones y testimonios de Zumeta que acaso anunciaban ya una retirada del escenario público; mas no de la vida. Aún se sentía en plenitud física. La desaparición de su amigo Laureano Vallenilla Lanz, en París el 16 de noviembre de 1936, tuvo para él gran impacto, su significado le hizo decir: “La muerte me ha olvidado, y no quiero que me recuerde”. En Venezuela había llegado el final tan preciado para algunos, tan nefasto para otros, el final del gomecismo y, junto a éste, el año 1936 con todo y sus expectativas. Luego de una férrea dictadura de casi tres décadas, había que reinventar la política, asu-

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mir nuevas formas de vivir en sociedad. A Zumeta se le hacía claro el período de convulsiones que le esperaba al país. Con tres millones de casi analfabetos, desnutridos, desnudos y enfermos las cosas no resultarían nada fáciles ni al gobernante ni a los dirigentes de turno. El designio positivista le haría pensar que el voto, la legalidad y la libertad eran “lujo para burgueses bien alimentados […] la democracia no se funda sobre paredes de paja”, solía decir a sus amigos. Quedaba como siempre la espera para construir, edificar, crear. Estas serían nuestras primeras necesidades para combatir el simplismo mental del pueblo y de sus dirigentes. Más todavía, en la nueva etapa por la que atravesaba el país y el mundo, la historia ya no podría ser dirigida por algunas cabezas ilustres, ahora era torrente sin cauce, las masas en las calles eran superiores a todo arbitrio mesiánico, a todo cálculo personal. Zumeta había logrado relacionarse en Francia con dirigentes de nuevo cuño que comenzaban a agitar a los vientos políticas inéditas. En el mismo año 1936 se constituye el Frente Popular en ese país, inspirado por un amigo de Zumeta, León Blum, quien llegó a ser presidente del Consejo de Ministros. En su concepto, era uno de los políticos franceses mejor preparados de aquel momento. A pesar de Zumeta reconocerle grandes virtudes como crítico literario, polemista, filósofo y orador, considera que algunas de sus decisiones políticas eran erróneas. Una de ellas, el establecimiento de la semana de cuarenta horas de trabajo, en momentos en que el Tercer Reich aumentaba la jornada de labor constituía, a su juicio, un estímulo para los belicistas germanos. En fin, lo que estaba ocurriendo serviría de tema para quienes gustaban desentrañar la lógica de los procesos colectivos, o para nutrir aquellos elementos de desengaño, angustia o simple curiosidad por intuir el rumbo del mundo. Zumeta tenía 73 años, vividos casi todos en Europa, y ahora parecía estar solo en París con el único poder que le otorgaba su historia vivida, frío destino y provisorio cuartel general de las ideas democráticas. Si es demasiado tolerante con lo que va observando es porque el rato final que

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le tocará allí vivir sería una suerte de descanso de tanta pasión caliente del pueblo del trópico. Al cabo, el final del gomecismo sería para Zumeta cual pequeño oasis personal, entre tantas intrigas, desalientos y peligros vividos en sus últimos años. En esos largos años de bancarrota no sólo del carácter sino de la vida entera, una cantidad de incógnitas, de caminos sin salida, de reflexiones sin conclusión de seguro le acompañaron. La falta de una educación para la libertad –se entrecruzaba en el cerebro de aquel hombre que ya comenzaba a ser César para dejar de ser Zumeta– es el primer obstáculo que encontrarán los nuevos dirigentes en la marcha de la sociedad hacia la democracia. Primero había que resolver un cúmulo de atavismos, acaso después se vería luz en la oscuridad. Los sucesos de Venezuela aquel 1936 entusiasman a don César. Le recuerdan los tiempos agitados de su juventud. Mientras tanto fue sustituido en su cargo ante la Sociedad de las Naciones por un antiguo protegido suyo, Manuel Arocha. Poco o nada le importó. Le interesaba tener noticias del movimiento popular, quiénes le conducían, hacia dónde se dirigían las masas. Una vez restablecida las garantías constitucionales por López Contreras, luego de las jornadas de febrero del mismo año, comenta: “Lo que conviene ahora es saber cuándo el pueblo le va a dar garantías al gobierno”. Su opinión sobre este nuevo gobernante es muy pobre, en su concepto era un militar de las nuevas generaciones que había crecido a la sombra, de “muy limitada preparación intelectual”. Esto se descubría en sus primeros decretos y en otra medidas oficiales. En cuanto al Programa de Febrero que había impactado a más de uno, sirviendo de elemento conciliador, opinó: “Es un censo apresurado de necesidades venezolanas, sin orden ni concierto, una obra digna de estadistas de botiquín”.

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Un hombre de buena voluntad “El poeta no expresa sino sugiere en el verso la idea o la sensación que externa… La noche al fin, poeta”. C. Z., 1932

Aquel pensador de faz risueña era tímido y reservado. Prestaba mucho cuidado a sus palabras y sus acciones; era perfectamente cortés frente a amigos y desconocidos. Evidentemente que su lejanía física, que no mental, de su país le hizo temer la vida venezolana. Ahora en el crepúsculo de su existencia, acaso convenía que su destino le hubiese tomado por sorpresa fuera de la patria. Su verdadera inclinación era por una existencia sosegada y modesta, preferiblemente en uno de sus rincones europeos ya amados y andados por él desde los tempranos días de la juventud. Como lo retrata Uslar Pietri, quien fuese su asistente a finales de los 20, “era refinadamente lento y sutil, lo que lo hacía parecer perezoso… Se sentía indefenso ante la fuerza y prefería esquivar la lucha”. Un hombre de aquella allure, era un hombre amigo de ejercer el diálogo sin prisa, de elevarse en la escala de lo sensible y darle a su estilo que es la piel de la vida la concisión y transparencia que animó su escritura. Intelectual de ese tamaño no podría ser más que un hombre de buena voluntad para combatir en la defensa de lo que creía, voluntad para persistir en la esperanza de ser útil, afán de situarse del lado de los oprimidos. Lejos de convenirle estar del lado del rico para inspirar un poco al respeto, solía decir: “nosotros los pobres olemos mal”. Hacer la patria para Zumeta era recogerla en su dispersión, aprender de los errores del pasado, crear entre tantas generaciones beligerantes una posibilidad de acuerdo. Si por sobre su propósito crítico y constructivo el lector encontrara en la obra de Zumeta otro valor, sería el de buscar a través de la mirada histórica la herencia moral y estética de Venezuela. Y esto no a través de la erudición muerta, detes-

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tada por Zumeta, sino del bullicio del intelecto, de la esperanza y del destino de su pueblo. La historia –ya lo dijo Spengler y, entre nosotros, lo repitió Picón-Salas– no es sino la proyección o la interrogación en el pasado de los problemas que nos inquietan en el presente.

“L’amore intellettuale” “Todo hombre de pensamiento tiene que ejercer una función social, que consiste precisamente en presentarle al pueblo con pertinaz constancia los altos fines a que debe aspirar”. C. Z., 1900

Desde cualquier lugar donde le tocase estar, bajo las brisas de la bahía de Nueva York, junto a los pueblos anglo-sajones y germanos, en el heterogéneo mundo heredero de Roma o en la civilizada Francia, casi todos santuarios de libertad, llevaron a los ecos la palabra de civilización y de paz del ahora ya ilustre anciano. ¡Cincuenta años! largos y preciosos de vida intelectual ininterrumpida. Y a tal punto habían cambiado las corrientes de la historia que durante sus dos décadas finales ha debido sentirse como aturdido. Tantas cosas aún ocurrirían como los días de tan extremada tensión mundial entre 1940 y 1950, que provocarían su asombro. Con razón el final de la existencia lo vivió como difícil ascetismo. Inteligencia formada con los destellos de los últimos románticos y las esperanzas de los primeros positivistas criollos, nunca cayó Zumeta en honda crisis de conciencia por la contradicción irresoluble entre sus ideales intelectuales de avanzada y la cruda y primitiva vida política nacional. No se plegó para convertirse en turiferario del caudillo de turno, tampoco combatió inútilmente para vivir como un perpetuo exiliado. No puede decirse de él que puso su mejor prosa a la orden de los caprichos del Jefe. Le escribía profusamente proponiendo, informando, pensando en torno al interés nacional. Razonó, actuó, colabo-

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ró, fue útil en momentos de gran trance para la vida nacional. No hay duda, su relación con el régimen gomecista le incomodaba. No estaba de acuerdo con aquello, pero era la única realidad política existente para crear condiciones adecuadas a la vida nacional, y lo continuaría siendo por mucho tiempo. “Las altas posiciones oficiales no son para los mejores. El intelectual venezolano es un perseguido de todos los gobiernos y debe mantenerse en la oscuridad para sobrevivir. A veces, por casualidad, le arrojan el mendrugo de un consulado o de una función diplomática y se lo enrostran toda la vida como un crimen… Los plumarios, como se nos califica despectivamente, somos locos, perversos, amargados y peligrosos”. Acaso este testimonio suyo retrate de cuerpo entero su relación con el gomecismo. Ejerció poco tiempo altas posiciones oficiales. Quizás no le gustó mucho a Gómez tenerlo dentro del país, lo prefería fuera, donde sería notablemente útil. A Zumeta tampoco le agradaría permanecer “entre Generales y Doctores serios, de chaleco y leontina de cochanos…” En sus últimos días hablaba casi con indiferencia de su breve paso por el gabinete de Gómez, cuando lo hacía era para referir una que otra anécdota Quedó pobre después de una larga colaboración de veintisiete años con la causa gomecista, pobre a conciencia, pues nunca trató de traficar ni con las ideas ni con las posiciones diplomáticas. Sólo se limitó a exponerlas, a presentarlas al Jefe y amigo, a defenderlas en cualquier auditorio. Es que veía en la vida intelectual una función de alto contenido social, suerte de propaganda colectiva donde todos pusieran los mejores esfuerzos: “La lucha por las ideas basta a nuestro propósito, y es dentro de ella que cumple a todos llenar el deber cívico que nos impone la hora en cada una de nuestras patrias americanas”. Así le hablaba el tribuno, el hombre público, a los jóvenes de América en momentos en que escribía con acritud y firmeza sobre los desmanes de las grandes potencias. Había que limpiar el establo mental del continente a fin de que fuesen posibles los hombres nuevos y los nuevos procedimientos. A tal fin qué mejor que entenderse de la política sin entregar el campo sino por el contrario dirigirlo. “Abstenerse

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es complicarse. Los nombres de los intelectuales de América honran los faustos civiles del continente. Intelectuales fueron los precursores y prohombres del liberalismo patrio”, escribía con gran convicción. No dejaban sus palabras, sin embargo, de expresar la difícil condición del intelectual en una sociedad como la hispanoamericana. Ciertamente no había audiencia, ni rigor en el concepto como para crear una fuerte tradición intelectual. Pero esta difícil condición también era el reflejo de una situación social sin estabilidad. De allí que la estabilidad del gomecismo no pudiera más que cautivarle. Se establecían jerarquías, funciones definidas que iban desdibujando lo que tenía que ser un intelectual, para que la cultura dejara de ser mero adorno o actitud despreciada. En todo caso y antes que cualquier otra cosa, el trabajo intelectual significaría para Zumeta deber cívico y función social.

Silueta final “Nada recuerda tanto el rostro emaciado de un asceta como la demacración de la faz de Libertino”. C. Z., 1911

Lo que quedó de Zumeta en la memoria venezolana fue una gran silueta y una vasta obra que gracias al tesón y la clarividencia histórica de hombres que supieron comprender las confidencias de la vocación heroica de escritor en nuestro país, Ramón J. Velásquez, primero y principal, quien, junto a otros como Rafael Angel Insausti, Luis Beltrán Guerrero, Alberto Zérega Fombona, Santiago Key Ayala, hicieron que silueta y obra dejaran de ser peregrinas para convertirlas en obra recopilada, de cuerpo entero, ordenada para uso de la generaciones futuras, como en efecto se ha servido esta misma biografía. Es que para tener un cabal conocimiento de la historia intelectual venezolana y de su evolución social es indispensable rastrear el testimonio no sólo de los que se quedaron para vivir y combatir, sino también el de tantos que se fueron en medio de los vaivenes de nuestra

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historia para desde afuera combatir con pasión e inteligencia la accidentada política criolla. Zumeta perteneció a esta última estirpe. La condición fragmentaria de la obra fue la marca de nuestras principales figuras intelectuales de ese tormentoso tiempo que va entre el fin del guzmancismo y el final del gomecismo. Tormenta que de seguro incide sobre la obra de un destino individual. En todo caso, esa obra fuese discontinua o fragmentaria guardará proporción con su inmensa capacidad intelectual y con su excelente instrumento de expresión que fue su pensamiento, concisión y belleza al decir. Ese escritor privilegiado que conocía como pocos las zonas oscuras del ser humano; cosmopolita y brillante expositor, estilista literario cuya laboriosa prosa le situó en el olimpo de las letras americanas, vivió sus últimos años entre 1940-1955 solo y casi abandonado. Poco se sabe de él en este tiempo. Como no sean las continuas mudanzas de modestos cuartos de hoteles, entre París, San Sebastián y Nueva York, o a pequeños apartamentos de la Rive Gauche parisina, donde pudiera ir con sus papeles, donde pudiera recibir sus contados amigos para compartir recuerdos y alegrías con su siempre fiel compañera Margarita Arismendi. “En Venezuela, mandando, o si no fuera de ella”, solía decir. Así se comprende su rechazo al regreso. Mientras pudo, vivió de los recursos que le proporcionaba una pequeña reserva monetaria de su esposa que él llamaba con gracia “la pelota de Margarita”. Pero ya en la ancianidad y con el cuerpo resentido llegó a encontrarse en difícil situación económica. Sus recursos disminuyeron al correr de los años, requería costosa atención médica. Su inseparable amigo hasta los días finales, albacea intelectual, a quien legó su precioso archivo personal, Alberto Zérega Fombona, hubo de interceder ante el gobierno de Pérez Jiménez a través de quien fuera su discípulo en París, Laureano Vallenilla Planchart, en aquel momento ocupando alto cargo en el régimen. De inmediato habló con el Presidente de la República, exaltando la rara calidad de gran venezolano del ya anciano Zumeta: “A través de él, la patria ha brillado en conferencias internacionales. Desempeñó una vez, a pesar de representar a una peque-

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ña potencia, el honroso cargo de Presidente del Consejo de la Sociedad de Naciones. No podemos abandonarlo a los noventa y tantos años”. La reacción del mandatario fue inmediata, autorizando para acordarle una pensión de cuatro mil bolívares mensuales. Recursos con los que pudo llegar hasta el final de su existencia. Cansó el lecho hasta morir en París en 1955. Un veintiocho de agosto de ese año bisiesto fue velado por muy poca gente y enterrado al día siguiente en el Cementerio del Pére Lachaise, acatando su voluntad porque no quería que lo embalsamaran. Mientras descendía la urna, Venezuela era llamada a la reflexión. “Su estilo tiene tanta intensidad personal, tanto mérito rítmico y de elocuencia como el de nuestros mayores artistas del verbo” decía visiblemente emocionado Jesús Semprum en conferencia en la Asociación General de Estudiantes, en abril de 1911. A espíritu de semejante calibre, dotado de una ilustración clásica y universal, conocedor de la historia de su país como pocos, no le correspondió una gran influencia directa y eficaz por el pensamiento y la obra sobre las generaciones venideras. Más bien se le sometió al ostracismo por razones, digamos, de tipo ideológico. En su patria venezolana no queda ningún recuerdo de su huella terrestre. Él tiene derecho a que no se guarde silencio sobre su nombre y su obra. Si estas páginas que desplegaron el periplo de su vida logran quebrar ese silencio, despertar interés por su desinteresada y constructora actividad en beneficio del progreso de nuestra América y de su Venezuela, acaso hayan valido la pena. Digamos como él mismo lo expresara a un amigo en una de sus últimas cartas que se conozcan: ¡Cuántos soles, cuántas lunas pasaron de entonces acá! Con tal no haya pasado el recuerdo que, al imán del acaso, despierta y vuelve a la vida, tras la niebla de los ayeres, el recuerdo inmanente. Ansioso aguardo…

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Bibliografía 133

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______. (1911). Discursos, Tipografía El Cojo, Caracas. ______. (1913). Elogio del Doctor Cristóbal Mendoza, Caracas. ______. (1918). “La defensa económica de Venezuela”. Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, Nos 17-18, (marzo-junio, 1962), Caracas. ______. (1920). “Misiones laicas en América”, Cultura Venezolana, año II, No 10, enero, Caracas. ______. (1924). “Notas leídas en el Salón de Honor de la Universidad de Chile”, Cultura Venezolana, año VII, No 54, enero-febrero, Caracas. • Zumeta y el Seguro Social Obligatorio, (1925). Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, No 69, (julio-diciembre 1971), Caracas. • Zumeta, César, (1930). “En la Sociedad de las Naciones”, Cultura Venezolana, año XIII, No 107, noviembre, Caracas. ______. (1932). Discursos pronunciados en las sesiones del Congreso Nacional de 1932, Editorial Suramericana, Caracas. ______. (1932). “Discurso inaugural correspondiente a las sesiones del año 1932”, Diario de Debates de la Cámara del Senado, I, 1, Tipografía Americana, Caracas. ______. (1932). “La instrucción popular como matriz para la formación de ciudadanos”, Discurso de Recepción como Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia, Tipografía Americana, Caracas. ______. (1951). Notas Críticas, Cuadernos Literarios de la Asociación de Escritores de Venezuela, No 57, Caracas. ______. (1961). El Continente Enfermo, (compilación, prólogo y notas de Rafael Angel Insausti), Secretaría General de la Presidencia de la República, Colección “Rescate”, Caracas.

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• Mundo, El, (1908), La Habana. • Nemésis, (1903), Nueva York. • Nuevo Diario, El, (1917), Caracas. • Opinión Nacional, La, (1891), Caracas. • Partido Democrático, El, (1890), Caracas. • Partido Liberal, El, (1895), Caracas. • Patria, La, (1899), México. • Prensa, La, (1916), Nueva York. (Sección Notas Editoriales) • Primera Piedra, La, (1895), Valencia-España. • Pueblo, El, (1890), Caracas. • Radical, El, (1890), Caracas. • Revisor, El, (1896), Caracas. • Revista, La, (1901), París. • Revista Universal Ilustrada, La, (1888), Caracas. • Sagitario, (1911), Caracas. • Semana, La, (1906-1908), Nueva York.

Hemerografía 143

• Tiempo, El, (1896-1899), Caracas. (Bajo el seudónimo de Junius1 ). • Unión Ibero-Americana, (1900-1903), Madrid. • Universal, El, (1891), Caracas. • Universal, El, (1914), Caracas.

1. Otros seudónimos empleados por Zumeta fueron: Fígaro, Ignotus, Blumentha, José María Peinado, Alberto E. Escobar y Luis Avila. Las fechas entre paréntesis corresponden al momento cuando él escribió o donde aparecen materiales suyos, y no a la duración de los boletines, periódicos y revistas.

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Biblioteca Biográfica Venezolana Títulos publicados 1. Joaquín Crespo / Ramón J. Velásquez / Tomo I y Tomo II 2. José Gregorio Hernández / María Matilde Suárez 3. Aquiles Nazoa / lldemaro Torres 4. Raúl Leoni / Rafael Arráiz Lucca 5. Isaías Medina Angarita / Antonio García Ponce 6. José Tomás Boves / Edgardo Mondolfi Gudat 7. El Cardenal Quintero / Miguel Ángel Burelli Rivas 8. Andrés Eloy Blanco / Alfonso Ramírez 9. Renny Ottolina / Carlos Alarico Gómez 10. Juan Pablo Rojas Paúl / Edgar C. Otálvora 11. Simón Rodríguez / Rafael Fernández Heres 12. Manuel Antonio Carreño / Mirla Alcibíades 13. Rómulo Betancourt / María Teresa Romero 14. Esteban Gil Borges / Elsa Cardozo 15. Rafael de Nogales Méndez / Mirela Quero de Trinca 16. Juan Pablo Pérez Alfonzo / Eduardo Mayobre 17. Teresa Carreño / Violeta Rojo 18. Eleazar López Contreras / Clemy Machado de Acedo 19. Antonio José de Sucre / Alberto Silva Aristeguieta 20. Ramón Ignacio Méndez / Manuel Donís Ríos 21. Leoncio Martínez / Juan Carlos Palenzuela 22. Ignacio Andrade / David Ruiz Chataing 23. Teresa de la Parra / María Fernanda Palacios 24. Cecilio Acosta / Rafael Cartay Angulo 25. Francisco de Miranda / Inés Quintero Próximos José Tadeo Monagas / Carlos Alarico Gómez Arturo Uslar Pietri / Rafael Arráiz Lucca Daniel Florencio O’Leary / Edgardo Mondolfi Gudat Morella Muñoz / Ildemaro Torres

Este volumen de la Biblioteca Biográfica Venezolana se terminó de imprimir el mes de abril de 2006, en los talleres de Editorial Arte, Caracas, Venezuela. En su diseño se utilizaron caracteres light, negra, cursiva y condensada de la familia tipográfica Swift y Frutiger, tamaños 8.5, 10.5, 11 y 12 puntos. En su impresión se usó papel Ensocreamy 55 grs.

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