Celebrar la vida como “Pueblo de Dios en marcha”.

July 18, 2017 | Autor: Pablo Guerrero | Categoría: Liturgy, Pastoral Theology
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Descripción

Celebrar la vida como “Pueblo de Dios en marcha”. Pablo Guerrero Rodríguez S.J.

El servicio de la Palabra de Dios y la acción caritativa convergen en la celebración litúrgica, sobre todo en la Eucaristía. En ella se proclama la palabra y se motiva el compromiso. El Concilio lo ha dicho con una frase densa y feliz: «La liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» [SC 10]. La celebración dominical de la Eucaristía es el encuentro privilegiado en el que la comunidad cristiana accede a esta fuente y a esta cumbre. (Renovar nuestras comunidades cristianas. Carta pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria. CuaresmaPascua, 2005, n.75)

Comienzo con dos aclaraciones. La primera es que me voy a centrar en las personas sobre las que recae la responsabilidad última de la preparación litúrgica concreta: sacerdotes, ministros, miembros del comité de liturgia, etc. Por supuesto que no pretendo restar importancia al conjunto de las personas que participan en la liturgia, se trata más bien de una opción que surge de la necesidad de circunscribirme al limitado espacio de un artículo. De todos modos, como es lógico, habrá continuas referencias a los participantes de nuestras asambleas. Segunda aclaración: voy a enfocar mi atención en la celebración de la eucaristía aunque, evidentemente, buena parte de lo dicho se puede aplicar a otras celebraciones. Hay quienes, no sin cierto pesimismo, describen la situación actual de la Iglesia en los países de “cristianos viejos” como un redil del que se han ido noventa y nueve ovejas y a la que queda la aburrimos con nuestras homilías. Se trata de una descripción injusta que simplifica lo que ocurre pero, tras la exageración (más o menos humorística), existe un rastro de verdad. Lo que hacemos y decimos en no pocas ocasiones ha perdido fuerza, capacidad de significación y capacidad de incidir en la vida concreta de las personas (dicho sea de paso, estos tres elementos constituyen piezas básicas de la liturgia). Y todo esto ¿por qué?

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Siete “enemigos” de la liturgia Quizá sería más amable hablar de deficiencias, de ausencias y de descuidos. En todo caso se trata de siete aspectos que vacían nuestras liturgias de su fuerza, de su significado y de su capacidad para celebrar la vida. Elementos que, de una u otra manera, contribuyen a introducir un peligroso dualismo entre la liturgia y la vida. Como señala el Concilio (SC 9), la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, no se basta a sí misma, requiere la evangelización, la catequesis, la conversión constante, la práctica de la vida cristiana, el apostolado, el testimonio. Creo que es un ejercicio útil comenzar por los elementos que atacan la calidad de nuestras celebraciones ya que ésta “ejerce gran influencia en todos los que participan en ellas. Celebraciones flojas, descuidadas, apresuradas, llenas de palabra, no preparadas o anodinas debilitan la fe de todos los presentes. Celebraciones vigorosas, gozosas, cuidadosamente preparadas y bien ejecutadas contribuyen a robustecer la fe y el amor de los participantes. Las buenas celebraciones son signos de nuestra fe y pueden fortalecer la de todos los que participan en ellas”1. Ignorancia Sin duda un primer enemigo, es la ignorancia. No conocer las posibilidades de la liturgia puede hacernos caer en una suerte de “liturgia de mínimos” o en una sucesión de excesos difícilmente justificables. Ignorancia que hace que no sea aprovechada toda la riqueza de la liturgia; ignorancia que, por otro lado, puede hacer desaparecer la creatividad. Puede tener muchas causas, la prepotencia de quien cree que ya se lo sabe todo, la desidia de quién lleva años sin leer un libro, la ingenuidad (y también comodidad) de aceptar acríticamente lo que otros “dicen que dice” la Iglesia, la falta de contrastar opiniones, prácticas, etc. El Concilio nos recuerda que "la Iglesia procura que los cristianos no asistan a la Eucaristía como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente" (SC 48). Habría que preguntarse con honestidad si ayudamos a los cristianos a comprender. Ignorancia que, en ocasiones extremas, raya lo herético (si bien, en la mayoría de los casos no nos encontramos con herejías propiamente dichas sino con auténticas tonterías más o menos piadosas, más o menos “de derechas” o “de izquierdas”). Dos ejemplos reales escuchados directamente en sendas homilías por quien esto escribe y que lo relata tal cual. Primera “perla”: “La Virgen María estaba tan comprometida por el plan redentor de Dios que si los judíos no hubieran crucificado a Cristo ella misma lo hubiera clavado en la cruz”. Segunda “perla”: “La Virgen María es muy importante en la Iglesia, pero cualquier sacerdote es más importante que ella ya que la Virgen bajó a Cristo a la Tierra sólo una vez y el sacerdote lo hace siempre que celebra la eucaristía”. Sobran comentarios. La ignorancia a veces aparece enmascarada en consideraciones piadosas y a veces en prácticas progresistas. Pero al fin y al cabo ignorancia es. La ignorancia no sólo hay que buscarla en el elemento clerical. En muchos casos, a los laicos se les mantiene en una especie de minoría de edad y no se les permite formarse (a veces ellos mismos son los que no quieren)… Sería iluminador realizar, entre los asistentes a una celebración eucarística, una encuesta sobre lo que significan los signos. Una pregunta reveladora sería preguntar cuántas de las personas presentes saben que el altar no es simplemente una mesa donde colocamos lo que necesitamos para celebrar la eucaristía sino que durante la celebración el altar es símbolo de Cristo y debe ser venerado como tal. Se hace cada vez más necesario suscitar en los laicos la necesidad de formación, y también en muchos sacerdotes. Se trata, ni más ni menos, de tomarnos todos en serio lo que el Concilio nos recordó. 1

D. Smolarski, Cómo no decir la misa, Barcelona, 1992, p. 14.

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Panfilia El pánfilo (pan - fileo) es el que ama todo, el que todo le parece bien, el que está contento con todo, el que quiere quedar bien con todo el mundo. Pero todo le parece tan bien que le falta sentido crítico2. Y ahí radica el peligro. Porque no se trata de acceder a la última novedad, a la última ocurrencia, a la última genialidad… Preparar una liturgia viva, actualizada, creativa no consiste en promover una suerte de “lo que vosotros veáis”. La alternativa al sacerdote (o al equipo de liturgia) intransigente y “dueño” del templo no puede ser la del sacerdote (o equipo de liturgia) que acepte acríticamente las sugerencias más peregrinas. Entre no cambiar ni una coma y cambiarlo todo a capricho de unos pocos, caben sanos términos medios. No todo da igual. Desde luego la panfilia no resuelve las posibles carencias de la liturgia, ni resuelve la tensión entre creatividad y fidelidad. Es preciso promover el sentido crítico que precisa de un conocimiento profundo de la liturgia y su significado. Pereza Constituye una amenaza real. La pereza hace que nos olvidemos que la liturgia es trabajo, es tarea, es compromiso, supone también esfuerzo. No es un trabajo físicamente agotador, pero lleva su tiempo. Y es que “el tiempo no perdona lo que sin tiempo se hace”. La pereza nos lleva a no trabajar, a no dedicar tiempo, a no arriesgarnos a ser creativos. Nos lleva a vivir de rentas (o de páginas web y revistas de homilética) a vivir del trabajo de otros. ¡Cuántas homilías y preparación de liturgias nacen de navegar por Internet! ¡Cuántos predicadores leen sus homilías -y cuántos comités de liturgia leen sus moniciones- en páginas amarillentas! En el Sínodo que acaba de finalizar, el tema del descenso en la calidad de las homilías ha aparecido en varias ocasiones. Por supuesto que es bueno consultar lo que otros hacen y lo que hemos preparado en otras ocasiones. Pero esa consulta no puede tener como objetivo “cortar y copiar”. Esas consultas nos deberían de servir a todos para preparar y cuidar mejor nuestras liturgias.

Clericalismo Este peligro consiste en pensar que la liturgia es tarea exclusiva del clero. El sacerdote es dueño y señor de la celebración. Clericalismo de los “conservadores” cuando, por ejemplo, no se permite que nadie suba al presbiterio y, menos aun si es mujer. Cuando se convierte a la celebración de la eucaristía en una suerte de tarea de profesionales en la que nadie tiene entrada si no es para ser “monaguillo”. Cuando la homilía, en lugar de estar centrada en la Palabra de Dios, se convierte en una serie de meras consideraciones piadosas y/o moralizantes. Cuando la forma se impone al fondo. Pero también existe un clericalismo “progresista”. Es el de quien se cree que puede reinventar la liturgia a su antojo. El de quien improvisa las plegarias eucarísticas creyendo que eso supera a la formulación que la Iglesia ha ido dando al canon de la eucaristía a lo largo de su historia, es decir, a lo largo de la vida de la Iglesia. El de quien prescinde de las formas, negándoles su importancia. Tanto el uno como el otro privan al Pueblo de Dios de un derecho que le pertenece, el derecho a una liturgia fiel, creativa y viva, expresión auténtica de la fe de Iglesia. No pensemos sólo en el clero al hablar de clericalismo; de la misma forma que no sólo son varones los que tienen mentalidad y comportamiento machistas. Son numerosos los ejemplos en los que vemos este peligro. Curas que nunca dan la paz, curas que “obligan” a darse la mano para rezar el padrenuestro. Sacerdotes que riñen si se comulga 2

Cfr. F. SEGURA, «Contemplación para alcanzar humor»: Razón y Fe 1.052 (1986).

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en la mano, sacerdotes que ponen mala cara si se comulga en la boca. Curas-estrella que se sienten propietarios y no servidores. Sacerdotes que se comportan como si creyeran que lo más importante de la eucaristía es “su” homilía. Ministros que no admiten sugerencias ni, mucho menos, la crítica. Ministros que hacen pasar su opinión personal (ya sean de una tendencia u otra) por doctrina de la Iglesia. Sacerdotes que convierten la homilía en soflama, en mitin. Ministros que no “invitan”, que no proponen, sino que imponen. Seguro que el lector puede enumerar más ejemplos. Pero no podemos olvidar que la liturgia “pertenece” a la Iglesia, al pueblo de Dios, no al ministro de turno. Falta de inculturación Se cae en este error cuando nos ahorrarnos el esfuerzo de traducir la liturgia a las circunstancias concretas, bien sean sociales, culturales, sociológicas, étnicas, de género, etc. Se trata también de falta de respeto a las personas, a las iglesias particulares, que celebran la eucaristía, es decir, su fe. Como señala un documento de los obispos norteamericanos, Environment and Art in Catholic Worship3, “entre los símbolos de que se sirve la liturgia ninguno es tan importante como la asamblea de los creyentes… La experiencia más rica de lo sagrado se da en la celebración y en las personas que celebran, es decir, en la acción de la asamblea: palabras vivas, gestos vivos, comida viva. Esto constituía en corazón de las liturgias primitivas”. Esta falta de inculturación proviene, con frecuencia, de no conocer a las personas a las que servimos, de no respetar las idiosincrasias, las situaciones vitales, los momentos evolutivos, la vida concreta… Falta de sensibilidad (y de sentido común) Consiste en no tener en cuenta a las personas que están celebrando con nosotros la eucaristía. Sus afanes, sus problemas concretos, su realidad afectiva, su momento… Se manifiesta de múltiples formas. Tratar a las personas como si fueran niños, en muchos casos riñéndoles, respondiendo a preguntas que no tienen y eludiendo sus preguntas reales. Esta falta de sensibilidad presenta su cara más dañina cuando se utiliza la liturgia (especialmente el momento de la homilía, pero no sólo) para otras cosas (es decir se “abusa” en la liturgia). También pueden aportarse multitud de ejemplos (vuelvo a señalar situaciones vividas de primera mano): centrar la homilía de una primera comunión en el tema del aborto, hablar sobre el pecado mortal y la condenación eterna en un funeral, dedicar la homilía de una boda a los métodos anticonceptivos permitidos por la Iglesia, dejar de lado el evangelio de las bienaventuranzas (el que se proclamó aquel día en una eucaristía de comienzo de curso escolar) y centrar la homilía en la asignatura de educación para la ciudadanía... Y cómo no citar una homilía en la que el ministro, en un ejemplo de caridad cristiana, se dedicó a criticar una celebración comunitaria de la penitencia llevada a cabo en una parroquia próxima; como suele ocurrir en estos casos, ninguno de los elementos que criticaba respondía a lo que se había realizado en dicha celebración comunitaria. Y tantos ejemplos que el lector estará recordando en estos momentos. Rutina-Actitud funcionarial Sea dicho con respeto a los funcionarios públicos, con los que nos metemos demasiado a menudo y no siempre justamente. Cuántas veces celebrante y pueblo asisten a la eucaristía de cuerpo presente y cabeza y corazón ausentes. En cuántos templos parece como si en el Misal sólo existiera la Plegaria Eucarística II. En cuántas ocasiones el tono empleado transparenta más monotonía que novedad… 3

Citado por: D. Smolarski, o.c., p.25.

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Como nos recuerdan los obispos norteamericanos, “cada palabra, cada gesto, movimiento, objeto y función debe ser auténtico en el sentido de ser realmente nuestro. Debe proceder del más profundo conocimiento de nosotros mismos; no debe ser descuidado, hipócrita, simulado, falso, pretencioso, exagerado, etc. La liturgia ha sufrido históricamente de un cierto minimalismo y de una exagerada preocupación por la eficacia, debido en parte a la acentuación de la causalidad y eficacia sacramental a expensas de la significación sacramental. Conforme nuestros símbolos se iban reduciendo y petrificando en la práctica, se hacían más manejables y eficaces. Todavía eran válidos; pero habían dejado de significar en su sentido pleno y más rico”4.

Modos y maneras, tan antiguos y tan nuevos… Hemos señalado los peligros, pero éstos no describen toda la realidad. Hay mucha vida, mucha autenticidad, mucha fe en el Pueblo que se reúne a celebrar la eucaristía. En muchas comunidades cristianas los domingos son días de fiesta, pero de fiesta de verdad, en los que la eucaristía es celebración de una comunidad viva. Comienza a ser frecuente encontrar en las celebraciones a ministros de acogida, ministros de la palabra, ministros de hospitalidad, ministros de los enfermos, ministros de la eucaristía… La gente quiere llevar su vida a la liturgia y que ésta les envíe a aquella. Del viejo esquema de “ir a misa” se va pasando a “celebrar la eucaristía”. Y celebrar la eucaristía es, también, llevar a la celebración nuestras preguntas, nuestras dudas, nuestros problemas, nuestros pecados, nuestra esperanza… Hablar de nuestra vida concreta y escuchar el Evangelio como algo vivo, como fuente de consuelo, de ánimo, de solidaridad… En muchos lugares van surgiendo liturgias cuidadas que exploran las posibilidades que nos ofrece la liturgia de la Iglesia, que buscan cercanía en el lenguaje, atención a los diferentes contextos, a los diferentes públicos, a las diferentes búsquedas; que combinan respetuosamente creatividad con fidelidad; que cuidan el sentido comunitario. Evidentemente son liturgias tras las que hay una comunidad que no sólo “oye y contempla”, sino que prepara, que dialoga, que canta, que ora, que se mueve; una comunidad que celebra su vida con creatividad. Una comunidad que huye tanto de la rigidez en los esquemas celebrativos, como de las “celebraciones de arte y ensayo”. Una comunidad que quiere transparentar humanidad y misericordia. Una comunidad que no quiere forzar la palabra de Dios para llevar agua a su molino. Son comunidades que saben que ni la música ni la homilía son lo más importante de la liturgia, pero que también saben que ambas deben ser cuidadas con esmero. Son comunidades en las que el sacerdote sabe (y cree) que cuantos más servicios ayude a hacer surgir en la comunidad, mejor habrá realizado la presidencia como servicio a la comunión y la participación. Porque quien anima y coordina la liturgia en el horizonte de la máxima participación posible es el mejor presidente de la asamblea (y también valdría lo mismo para señalar qué comité de liturgia realiza mejor su trabajo). Dos notas (que son también sugerencias) conforme nos acercamos al final del artículo. Evidentemente hay muchas tareas a realizar, mucha vida por recorrer, muchos elementos a matizar, en el camino de ofrecer liturgias vivas, vigorosas, expresión de una fe que celebra, que mira hacia delante y que está llamada a mostrarse activa en la caridad. Pero no me gustaría terminar estas páginas sin apuntar dos temas. En primer lugar, dada la situación concreta de nuestra sociedad, cada vez más personas sólo se acercan a la Iglesia por motivos llamémosles sociales: bodas, bautizos, funerales, comuniones, confirmaciones. Debemos “aprovechar” dichos momentos. Estas liturgias deberían ser especialmente cuidadas. Desgraciadamente, en no pocos casos, se desaprovecha la oportunidad y, lejos de “re-atraer” acabamos de empujar hacia fuera. En muchas iglesias son los únicas oportunidades del año en que hay reunido un número significativo de jóvenes, o de matrimonios, o 4

US National Conference of Catholic Bishops. Environment and Art in Catholic Worship. 1978 (n.14).

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de personas en general. Y son momentos claves para esas personas: comienzo y final de la vida, inicio de un proyecto de pareja… Deberían ser consideradas “liturgias prioritarias”. En segundo lugar, y de nuevo dada la situación concreta de nuestra sociedad, ¿no hay un número excesivo de eucaristías dominicales? ¿no estaremos dispersando a los fieles en lugar de reunirlos? Creo que es algo que merece la pena considerarse y no se trata de una pregunta que surja de la escasez de sacerdotes.

Celebrar la vida Quisiera terminar con unas palabras (“Aquella misa en la favela”) que Pedro Arrupe escribió después de celebrar la misa en una favela: Hace algunos años, cuando visitaba una provincia de jesuitas en América Latina, fui invitado a celebrar en un suburbio, en una favela, en uno de los lugares más pobres de la zona. Unas cien mil personas vivían allí en medio del barro, porque este suburbio estaba construido en una depresión que se inundaba cada vez que llovía… La misa tuvo lugar bajo una especie de techumbre en mal estado, sin puerta, con perros y gatos que entraban libremente. La eucaristía comenzó con cantos, acompañados por un guitarrista que no era precisamente un virtuoso. El resultado me pareció, con todo, maravilloso. El canto repetía: “Amar es darse… ¡Qué bello es vivir para amar y qué grande tener para dar!”. A medida que el canto avanzaba, sentí que se me hacía un gran nudo en la garganta. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para continuar la misa. Aquellas gentes, que parecían no tener nada, estaban dispuestas a darse a sí mismas para comunicar a los demás la alegría, la felicidad. Cuando en la consagración elevé la hostia, percibí, en medio del tremendo silencio, la alegría del Señor que se encuentra entre los que ama. Como dice Jesús: “Me ha enviado a predicar la Buena Noticia a los pobres”, y “felices los pobres”… Al dar la comunión, me fijé en que en aquellos rostros secos, duros, quemados por el sol, había lágrimas que rodaban como perlas. Acababan de encontrarse con Jesús, que era su único consuelo. Mis manos temblaban. Mi homilía fue corta. Fue sobre todo un diálogo. Me contaron cosas que no suelen escucharse en los discursos importantes, cosas sencillas, pero profundas y sublimes, desde un punto de vista humano. Una viejecita me dijo: “Usted es el superior de estos padres, ¿no? Pues bien, señor, un millón de gracias, porque vosotros, los jesuitas, nos habéis dado este gran tesoro que necesitamos y no teníamos: la misa”. Un muchacho dijo en público: “Padrecito: quiero que sepa que estamos muy agradecidos, porque estos padres nos han enseñado a amar a nuestros enemigos. Hace una semana yo había conseguido un cuchillo para matar a un compañero al que odiaba. Pero después de escuchar al padre predicar el Evangelio, en vez de matar a aquel compañero compré un helado y se lo regalé”. Por fin, un tipo corpulento, con aspecto de delincuente y que casi daba miedo, me dijo: “Venga a mi casa. Tengo un regalo para usted”. Yo, indeciso, dudaba si debería aceptarlo, pero el jesuita que me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, son muy buena gente”. Así que fui con él a su casa, que era una barraca medio destruida, y me invitó a sentarme en una silla desvencijada. Desde mi sitio yo podía contemplar la puesta del sol. El grandullón me dijo: “Mire, señor, ¡qué hermosura!” Nos quedamos en silencio durante algunos minutos. El sol desapareció. El hombre exclamó: “No sabía cómo agradecerle todo lo que hacen por nosotros. No tengo nada que darle. Pero pensé que le gustaría ver esta puesta de sol. ¿A que le ha gustado? Adiós”. Y me dio la mano. Cuando se iba, pensé: “No es fácil encontrar un corazón así”. Ya abandonaba la calleja, cuando una mujer, muy pobremente vestida, se acercó a mí, me besó la mano, me miró y me dijo con voz emocionada: “Padre, rece por mí y por mis hijos. Yo también he oído esa misa tan bonita que usted acaba de decir. Tengo que volver a mi casa. Pero no tengo nada que dar a mis hijos… Rece por mí: Él nos ayudará”. Y desapareció corriendo hacia su casa. ¡Qué cosas aprendí en aquella misa entre los pobres! ¡Qué diferencia con las grandes recepciones que organizan los poderosos de este mundo!

Sin duda, eso es celebrar la vida.

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