CATASTROFE Y DESPERTAR. EL TIEMPO EN WALTER BENJAMIN

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Descripción






Catástrofe y despertar
El tiempo en Walter Benjamin

Victor J. Krebs
&
Eduardo Jochamowitz




I. Catástrofe

Escribe Giorgio Agamben:

La jornada del hombre moderno ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina, o la visita al país de jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros— sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.

Vivimos una época que se caracteriza por la sobresaturación de estímulos y vivencias que, en lugar de enriquecer nuestra experiencia, parecieran empobrecerla. El hombre moderno se encuentra abrumado al mismo tiempo que narcotizado, pues frente a una realidad que se le ha hecho extraña y lejana es incapaz de asimilar lo que vive. Pero esta situación, tan contemporánea, no es sino la exacerbación de lo que el filósofo Walter Benjamin intuyó, a principios del siglo pasado, en un proceso que comenzó a hacerse evidente con la primera Guerra Mundial, en que la gente volvía enmudecida del campo de batalla, "no más rica, sino más pobre en experiencia comunicable… [de tal modo que] lo que diez años más tarde se derramó en la marea de los libros de guerra, era todo lo contrario de una experiencia que se transmite de boca a boca".

El arte de la narración, afirma Benjamin, comienza a desaparecer debido a la tecnificación de la cultura, que impone una direccionalidad al conocimiento que no repara sino en aquello que se encuentra inmediatamente disponible para el uso. La narración, con su poder de recoger experiencias ya vividas en relatos capaces de transformar la vida del oyente, de darle consejo a través de la experiencia compartida, ha sido desplazada por la mera información, que homologa las situaciones subordinándolas a una voluntad de control. El lenguaje, así reducido a un mero vehículo de datos, prescinde del testimonio vivo y directo y pierde "esa especie tan peculiar de certidumbre que es congénita a la genuina experiencia" que lo hace capaz de resonar en el sujeto y transformarlo. Se impone también la velocidad de la "actualidad", que reduce la experiencia a noticia efímera y mercancía, y aplana todas las diferencias haciéndonos insensibles a la singularidad del acontecimiento. Quedamos así incapacitados para la comunicación, salvo al nivel más superficial. No es sorpresa, entonces, que cien años más tarde, hayamos aprendido "a escribir y hablar de lejos, a guardar prudentemente esa distancia que […] nos inhabilita para la diferencia", y que pensemos que comprender un texto es, "idealmente, agotarlo, someterlo a los límites de una cierta intención, dominar su significado, alejarse de las palabras para apoderarse de lo que las palabras quieren decir", en vez de escuchar a lo que resuena de ellas en nuestra propia vida.

La catástrofe de nuestra época se instaura, según Benjamin, en la creciente incapacidad del lenguaje de transmitir el saber de una generación a otra, al ser reducido a un mero vehículo de información. Con la nueva mentalidad productiva y la aceleración del tiempo que la acompaña, se inicia el imperio de la prisa y la eficiencia que al hacer imposibles la escucha y el cuidado, ponen a un lado a la reflexión y hacen imposible la comunicación de la experiencia viva. Y es que el poder evocador de la narración radica precisamente en su apertura a la interrupción, la detención, el silencio --es decir, a la mortalidad y a la contingencia. Es su proximidad con la muerte lo que les da a las palabras "esa peculiar certidumbre que es congénita a la genuina experiencia". Por eso mismo, Benjamin apunta a la autoridad del moribundo como un paradigma de la verdadera comunicación:

No solo el conocimiento o la sabiduría del hombre, sino sobre todo la vida que ha vivido —y ese es el material del que nacen las historias— adquiere primeramente en el moribundo una forma transmisible … y comunica a todo lo que le ha concernido, la autoridad que hasta el más mísero ladrón posee, al morir, sobre los vivos que lo rodean.

La conmoción que produce en el testigo la inminencia de la extinción de una vida, le otorga a cada expresión y palabra del moribundo el peso de la indefectible caducidad en la propia existencia. Las últimas palabras del otro nos obligan a reconocer el pathos de nuestra propia experiencia, momento por momento, en principio tan cerca del fin como lo está hasta la del más mísero ladrón. En el origen de lo narrado, como lo apunta Benjamin, se encuentra la autoridad de la muerte. Pero en nuestra época, en la que la sociedad le procura a la gente la posibilidad de sustraerse a la visión de los moribundos, deseando negar su propia finitud, se pierde la sustancia de la experiencia. "El morir, anteriormente un acontecimiento público en la vida de los individuos, sumamente ejemplar […] es sacado cada vez más del mundo perceptible de los vivos. […] Hoy los burgueses viven en habitaciones que están depuradas de muerte alguna, secos habitantes de la eternidad".


II. Tiempo e historia

Pero no solo en nuestra incapacidad de contar historias memorables, sino en nuestra tradicional concepción del tiempo y de la historia, encuentra Benjamin síntomas de una misma catástrofe. En ambos casos, lo que está en juego es la relación del hombre con la muerte, en particular, la negación de la herida que marca toda existencia individual o colectiva; la negación del hecho, en otras palabras, de que todo lo que es alguna vez dejará de ser. Comprender la experiencia y la historia a partir de la muerte significará reconocer la marca de finitud y caducidad en nuestra vivencia.

Para Benjamin la manera más peligrosa de concebir a la historia es desde una visión de Progreso, precisamente porque nos insensibiliza al pathos que implica el reconocimiento de la muerte. Pero en virtud del progreso se concibe la relación del presente con el pasado como una relación de progresión y avance contínuo por un sendero de bienestar creciente, en el que no hay ni final ni interrupción. El afán de progreso define así una "dinámica del avance inmisericorde, en la que el pathos de la pérdida se pierde irremisiblemente" frente a la representación de la marcha del progreso del género humano "a través de un tiempo homogéneo y vacío". Benjamin reubica a la historia, ya no en un tiempo homogéneo y vacío --mero recipiente de un avance cuantitativo de progreso--, sino en el proceso de una forma de tiempo cualitativamente variable, determinado en cada momento, y en cada momento substancialmente completo.

En sus "Tesis sobre el concepto de historia", Benjamin anota que el tiempo concebido como un continuum de progreso es el resultado de haber convertido en patrimonio cultural el botín de la clase dominante, con lo cual se desconoce la destrucción y muerte que deja a su paso "el cortejo triunfal de los dominadores sobre los vencidos… [que hoy] yacen en el suelo". La verdad de la historia depende así de lo que Pablo Oyarzún llama un "albedrío proyectivo", el cual se limita a "preconcebir la verdad a la medida de su representación, es decir, de su intención, de su voluntad de verdad". La verdad termina siendo nada más que una representación narcisista y ansiosa, que se proyecta no solo sobre el pasado sino también sobre lo aún por venir. Esta forma de hacer historia revela una necesidad imperiosa de confirmar sistemáticamente los logros presentes por medio de un aprovechamiento injusto del pasado; injusto, pues toda cultura sin excepción, "no solo debe su existencia al esfuerzo de los grandes genios que la han creado, sino también el vasallaje anónimo de sus contemporáneos".

A pesar de las incontables catástrofes que ocasiona el "progreso", su marcha es imparable y además refuerza una insensibilidad y una violencia sistemática contra todo aquello que en la historia ha sido desplazado por los vencedores. Por eso se imagina Benjamin al "ángel de la historia" en la imagen del Angelus Novus de Paul Klee, como alguien "a punto de alejarse de algo que mira atónitamente. Sus ojos […] desmesuradamente abiertos, abierta su boca, las alas tendidas [… con] el rostro vuelto hacia el pasado." Aquello de lo que, atónito, el ángel se trata de alejar es algo que nosotros vemos simplemente como una cadena de acontecimientos pero que él ve como "una sola catástrofe que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies" . En lo que eventualmente será un afán de verdad o justicia, este ángel, nos dice Benjamin, quiere detenerse "para despertar a los muertos y recomponer lo despedazado". Como si la historia del pasado que hemos constituido en cultura a partir de nuestros triunfos fuese una catástrofe de la que es necesario salir haciendo todo lo contrario: reconstruyendo, en el presente, a partir de las ruinas de aquellas posibilidades que han sido cerradas en el pasado. Desde esa nueva actitud es que advierte Benjamin que lo que debemos pretender "de los póstumos, no [es] la gratitud por nuestros triunfos, sino la remembranza de nuestras derrotas".


III. Sueño y despertar

La historia del progreso es como un sueño con el que soñamos la cultura; en el fondo nada menos que una evasión de la caducidad. En su entumecimiento, se celebra a sí misma como evolución y avance, permanentemente inconsciente y desconectada del fracaso que necesariamente acompaña a cada uno de sus triunfos. No existe documento de cultura, insiste Benjamin, que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie. Ambas caras opuestas de una misma moneda, ambos aspectos de la misma historia. En lugar de confirmar la invencible fortaleza del vencedor, la historia podría más bien registrar los fracasos, las sombras, "las estaciones de descomposición" y disrumpir la falsa sensación de continuidad que alimenta esa desconexión y ese olvido. Es necesario romper el hechizo de la idea del progreso, quebrar la arbitraria representación de avance continuo para ver más allá del sueño narcisista en el que está envuelta la conciencia colectiva de nuestro tiempo. Esto solo se puede lograr mediante una irrupción que Benjamin concibe como un shock o una ruptura y ejemplifica en la experiencia paradigmática del despertar.

El despertar comporta una cesura en la conciencia: el hiato entre sueño y vigilia abre un abismo insalvable que interrumpe la apropiación del pasado como un simple punto en un continuo, y obliga a recuperar lo acontecido fuera de esa continuidad. Es una experiencia, como lo advierte Benjamin, "coactiva, drástica, que refuta toda 'consumación' del devenir" y rompe con la supuesta continuidad progresista de la historia. Al romper el hechizo de la continuidad, se rompe la falsa seguridad de un tiempo homogéneo constituido por una serie de triunfos que nos sume en el sueño del progreso. Aparece más bien la historia "como una constelación de peligros que es preciso percibir"; peligros que testimonian la siempre posible ruptura y alientan un espíritu que es todo lo contrario del triunfalismo de nuestra época.

El hechizo del progreso nos hace insensibles a la caducidad de la existencia en el tiempo, nos ciega precisamente a las ruinas producidas por nuestro avance, que dejan atónito al ángel de la historia. Pero el ángel nos invierte la mirada: en lugar de mirar al pasado desde el recuerdo como imagen proyectiva del supuesto progreso presente, nos hace significar más bien al presente desde la remembranza, como terreno del tiempo aún no-consumado. Así lo pone José Zamora:

El recuerdo en el momento del peligro, en cuanto memoria de un posible futuro no acontecido, del futuro arrebatado a las víctimas, no se establece en un continuo histórico, sino antes hace valer el carácter no cerrado ni finiquitado del sufrimiento pasado y las esperanzas pendientes de las víctimas de la historia.

En palabras de Benjamin, describiendo la acción del ángel: se "despierta a los muertos y recompone lo despedazado", lo cual implica la apertura a todo aquello desplazado por "el sueño" del progreso, tanto como a su reivindicación en la oportunidad presente.

La percepción histórica vista de este modo, nos conecta con el pathos del tiempo. Lejos de consolidarse en continuidad con el pasado, el presente es más bien herido por el pasado. Y ese asalto de la alteridad también disloca al sujeto, lo enfrenta con la precariedad de su condición y lo hace consciente de la insuficiencia e impertinencia de su saber. La verdad de la historia que así se origina no es el producto de una representación previa, sino, por el contrario implica, como lo pone Benjamin en el Origen del drama barroco alemán, "la muerte de la intención" y la apertura a otras formas de conciencia y atención.

La historia, en sentido estricto, es una imagen surgida de la remembranza involuntaria, una imagen que le sobreviene súbitamente al sujeto de la historia en el instante del peligro… [con lo que] se confirma la liquidación del momento épico en la exposición de la historia".

Solo desde ese presente constituido por la conciencia de la caducidad del pasado, es posible pensar que el futuro actual tenga una oportunidad de ser algo más que la consumación de la catástrofe.


IV. Jetztzeit

En la integración de la caducidad —y por lo tanto en la intrínseca discontinuidad de la experiencia— dentro de nuestra concepción del tiempo y de la historia, nos hacemos capaces de tomar cada momento en su verdadero potencial, hacer de él lo que Benjamin llama "una chance revolucionaria en la lucha por el pretérito oprimido", un momento mesiánico.

"El pasado lleva consigo", escribe Benjamin,

un secreto índice, por el cual es remitido a la redención….Existe una cita secreta, entre las generaciones pasadas y la nuestra…nos ha sido dada, tal como a cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado reclama derecho.

En tanto consciente de las deudas del pasado, cada instante carga con la posibilidad de redención, de hacer resonar "el eco de las voces ahora enmudecidas del pasado", de asegurarse de que los muertos "no hayan muerto en vano" . En ese sentido el pasado carga con una fuerza explosiva capaz de romper con el supuesto continuum histórico y hacer relampaguear una imagen en la que el pasado aún incumplido se hace presente. Cada instante tiene el poder de romper el orden del presente, ya "pletórico de tiempo-ahora [Jetztzeit]".

A diferencia del recuerdo como momento del pasado, que simplemente confirma al presente dentro del continuum progresivo de la historia y obedece a una voluntad de verdad, la remembranza relampaguea fugazmente, y amenaza "con desaparecer en cada presente que no se reconozca aludido en ella" ; causa una herida que activa una débil (porque fugaz y efímera) fuerza mesiánica en el presente. Articular históricamente el pasado no significa, por lo tanto, conocerlo "como verdaderamente ha sido", sino "apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro". Este instante de peligro es el tiempo-ahora, el tiempo revolucionario, donde el sueño es repentinamente interrumpido, efectivamente, como en un despertar. La remembranza, en la discontinuidad que efectúa, se funde con el presente y consteliza una imagen inédita, que inaugura la posibilidad ahora de lo radicalmente nuevo.

El pasado ha depositado en imágenes que se podrían comparar a las que son fijadas por una plancha fotosensible. Solo el futuro tiene reveladores a su disposición, que son bastante fuertes como para hacer que la imagen salga a la luz con todos sus detalles. Más de una página en Marivaux o en Rousseau insinúa un sentido secreto que los lectores coetáneos nunca pudieron descifrar completamente.

En esa disrupción, todo lo que nos era familiar --los objetos, las costumbres y las relaciones habituales-- pierde su significado y exige un nuevo sentido. Cada instante reclama su propio valor fuera de una sucesión continua. Lo que antes era un punto en una sucesión, lo contempla el "tiempo-ahora" como singularidad. La conciencia que recoge ambos momentos –tiempo y despertar-- que reconoce aquella ruptura en la temporalidad, genera un tiempo lleno de oportunidades de creación inéditas, un campo de acción capaz de redimir aquello que fue sepultado ayer por la clase dominante.


Coda

¿Qué resulta de esta inversión del tiempo que Benjamin llama dialéctica y que se constituye en el tiempo-ahora? Quisiéramos sugerir dos conclusiones. Ambas se refieren a la dimensión más elemental de la vida, a la proyección y comprensión que hacemos de nosotros mismos en el tiempo.

En primer lugar, Benjamin nos exhorta a no leer la historia como un texto neutro y dedicado a recoger lo que simplemente aconteció. El mismo paso del tiempo guarda consigo un sinfín de intentos, anónimos ahora, de hacer nuestra existencia colectiva diferente de como la conocemos. Estos intentos por una nueva autodeterminación chocaron en su momento con algún interés dominante en ese presente, –ya sea religioso, político, económico, militar, etc.--, y fueron negados y sepultados, arrojados como despojos a los pies del ángel de la historia. Desde esta mirada, el pasado adquiere un nuevo valor y confiere una nueva urgencia a cada presente, ya que guarda en sí, como una cita o un secreto, el relato de posibles formas de vida, diferentes a aquella que nos ha conducido a la pérdida de orientación y extrañamiento con la que ilustraba Agamben, al comienzo de este ensayo, la catástrofe de nuestra época.

La segunda conclusión que ofrecemos está referida también al paso del tiempo, pero no como historia colectiva sino como historia íntima y personal. En el trasfondo del pensamiento de Benjamin existe un recordatorio que no es posible ignorar: La omnipresencia de la muerte y la caducidad de todo es insoslayable, por más que deseemos ocultarla y rechazarla. Toda victoria es precaria y toda seguridad puede acabar en cualquier momento. Pero no es necesario asumir una actitud fatídica o nihilista frente a este hecho, sino, al contrario, tomarlo como otra exhortación, a reflexionar sobre el valor de cada instante, sobre lo que Benjamin llamó el tiempo-ahora. Debemos partir del hecho de que cada momento es siempre en un sentido profundo, tambien nuestro último. Benjamin observa que ni siquiera "los muertos estarán a salvo del enemigo cuando este venza. Y [que] este enemigo no ha cesado de vencer". Se trata de despertar, con la dolorosa conciencia de nuestra precariedad, a la permanente amenaza de nuestras seguridades y comodidades habituales, para resignificar nuestra existencia desde la constelación de tiempos que Benjamin nos ofrece, donde cada triunfo siempre carga con la responsabilidad de sus derrotas y donde el triunfalismo del éxito siempre debe ser temperado por la sobria conciencia del fracaso.



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Krebs/Jochamowitz "Catástrofe y despertar" Callibán Revista Latinoamericana de Psicanálise, 2013.
ISSN: 2304.5531





Giorgio Agamben, Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2007, p.8
Walter Benjamin, El Narrador, Santiago: Metales Pesados, 2008, p. 60. Citado de ahora en adelante como EN.
Pablo Oyarzún, "Introducción", en: EN, p. 22
"Solo interesa la informacion actual… la noticia es mucho menos su contenido que su estelaridad en el circuito de la información, lo único que es propiamente constante. Pero esta constancia, que llama las diferencias entre las noticias, haciéndolas a todas conmensurables en función del interés que el sistema administra,[…] y refuerza la tendencia a desdibujar esencialmente la textura misma de experiencia como percepción y participación en lo diferente de los acontecimientos." (Pablo Oyarzún, "Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad" en: Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso, (Pablo Oyarzún, traducción y notas), 2ª edición, Santiago: LOM Ediciones, 2009, p. 26. Citado de ahora en adelante como CS).
Elizabeth Collingwood-Selby, Walter Benjamin. La lengua del exilio, www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 5. Citada de ahora en adelante como LE
LE, p.7
EN, pp. 74-5
EN, p. 74
Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso, (Pablo Oyarzún, traducción, introducción y notas), 2ª edición, Santiago: LOM Ediciones, 2009, p. 48. Citado de ahora en adelante como DS.
Cf., Werner Hamacher, "'Now': Walter Benjamin on Historical Time", en: Walter Benjamin and History, ed. Andrew Benjamin, (London: Continuum, 2005), p. 49.
DS, Tesis VII, p. 47
CS, p. 8. Como continúa Oyarzún, se trata de una "voluntad de verdad selectiva que acoge de lo pretérito precisamente aquello en que la fuerza del presente puede y quiere reconocerse […] y proyecta el presente al pasado como un haz de luz que solo destaca los perfiles que corresponden a los rasgos de dicho presente" (CS, p. 25).
DS, "Apéndice A", p. 70
DS, Tesis IX, p. 44
DS, "Apéndice A", p. 69
RT, p. 116.
CS, p.16
RT, p. 124
RT, 134.
DS, Tesis IX p. 44.
CS, pp. 14-5.
DS, "Apéndice A", p. 72. La tesis de la verdad histórica como producto de la negación de la voluntad, con la consecuente apertura a formas de atención y escucha que explande la experiencia, hace pensar en un similar intento por parte del psicoanalista Wilfred Bion, de eliminar de nuestra consideración en la interacción psicoanalítica, al deseo y la memoria. Ambos revelan un propósito común, desde la filosofía y el psicoanálisis, de abrir un espacio de atención para el movimiento inconsciente en la experiencia.
DS, "Apéndice A", p. 82.
DS, Tesis II, p. 40.
DS, Tesis II, p. 40.
DS, Tesis XIV, p. 48.
DS, Tesis VI, p.41,
DS, Tesis VI, p. 41.
DS, "Apéndice A, p. 67.
DS, Tesis VI, p. 42


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