“CASAFÚS ERA ROJO: UN MALVADO, UN HEREJE”. IDENTIFICACIÓN POLÍTICO-RELIGIOSA EN LUTERITO DE TOMÁS CARRASQUILLA

September 7, 2017 | Autor: Juan Londoño | Categoría: Literatura Latinoamericana, Literatura colombiana, Hermenéutica, Tomas Carrasquilla
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Descripción

“CASAFÚS ERA ROJO: UN MALVADO, UN HEREJE”. IDENTIFICACIÓN POLÍTICO-RELIGIOSA EN LUTERITO DE TOMÁS CARRASQUILLA

RESUMEN Esta investigación realiza una lectura hermenéutico-filosófica de la novela Luterito de Tomás Carrasquilla a partir de la teoría de la triple mimesis propuesta por Paul Ricoeur. Parte del mundo en el que se prefigura el texto: la realidad social y religiosa del siglo XIX, en particular la “guerra de los curas”, ocurrida entre 1876-1877. Luego observa la forma en la que el autor configura esta realidad en una obra literaria: la novela Luterito como tal, observada desde la narratología. Y culmina en una reflexión sobre los problemas filosóficos que se desprenden y siguen vigentes en nuestra contemporaneidad: la refiguración o relectura hermenéutica, que pretende dialogar desde los paradigmas de la filosofía de la alteridad y la filosofía intercultural frente a la intolerancia y la exclusión. Palabras Clave: Luterito, Tomás Carrasquilla, religión, política, hermenéutica, intolerancia, alteridad.

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“CASAFÚS ERA ROJO: UN MALVADO, UN HEREJE”. IDENTIFICACIÓN POLÍTICO-RELIGIOSA EN LUTERITO DE TOMÁS CARRASQUILLA

Por Juan Esteban Londoño B.

Trabajo de grado para optar por el título de Filósofo

Asesor Pablo Montoya Campuzano

Universidad de Antioquia Instituto de Filosofía Medellín 2013 2

AGRADECIMIENTOS Este trabajo de grado es resultado de un esfuerzo común. En él confluyen muchas energías y se reconocen muchas manos y almas. Entre ellas, mi familia, incondicional. Reconozco su acogida en este, mi país natal, en el que me he sentido extranjero. A Natalia Soto, mi compañera de camino, con quien inicié este proceso de estudios universitarios y lo culminamos casi a la vez. Valoro su voz de aliento en los naufragios. Al profesor Pablo Montoya. Las conversaciones con él me incitaron a trabajar esta temática. Su perspectiva crítica, estética literaria y cuidado investigativo me acompañaron durante el periodo de gestación de este pensamiento. Su constante cuidado ayudó a que este texto pudiera ver la luz. A la Vitalidad del Universo, los árboles que me dieron cobijo durante las lecturas, y las tres sombras que siempre me acompañaron.

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TABLA DE CONTENIDO Contenido

Página

Introducción

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1. Prefiguración: materiales y símbolos para la composición de la trama

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1.1 Estructuras y redes conceptuales

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1.1.1 Identificación político-religiosa en Colombia en el siglo XIX

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1.1.2 La guerra de 1876-1877 y la identificación político-religiosa en Antioquia

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1.2 Recursos simbólicos

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1.2.1 Símbolos de los conservadores

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a. El Syllabus Errorum y el Concilio Vaticano I

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b. El pensamiento de Miguel Antonio Caro

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c. El discurso de los sacerdotes antioqueños

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1.2.2 Símbolos de los liberales

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a. La filosofía de Bentham

42

b. La Constitución de Rionegro

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c. La agenda liberal

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2. Configuración del texto: estudio literario de Luterito

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2.1 Aspectos literarios

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2.1.1 Título

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2.1.2 Narrador

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2.1.3 Trama

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2.1.4 Personajes

51 4

2.1.3 Espacio

57

2.1.4 Tiempo

57

2.1.5 Diálogos

59

2.2 Símbolos culturales

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2.2.1 Símbolos histórico-religiosos

68

a. La guerra santa

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b. Las guerras religiosas europeas

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2.2.2 Símbolos bíblicos

72

a. Símbolos bíblicos de los acusadores

72

b. Símbolos bíblicos del acusado

75

3. Refiguración: problemas filosóficos

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3.1

Identificación político-religiosa

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3.2

Intolerancia en Colombia

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3.3

El conflicto de las interpretaciones

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3.4

El hombre rebelde frente a la ley

93

3.5

Alteridad

95

3.6

Interculturalidad

100

Conclusiones

106

Bibliografía

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INTRODUCCIÓN América Latina es un continente por explorar filosóficamente. Su ser ha sido expuesto en la literatura más que en la filosofía y, sin embargo, al decir de Heidegger (2003: 42), el ser se manifiesta en el tiempo, y podríamos decir también que en el contexto. Por esto es importante asistir al desvelamiento de ese ser dentro del contexto y la historia, particularmente si hacemos parte de éstos. Pensar filosóficamente es establecer un diálogo y una reflexión crítica con lo propio o con lo otro. Y para esto, debemos pensarnos críticamente a nosotros mismos, saber quiénes somos, cómo somos, y cómo estamos constituidos. Es pensarnos en el tiempo, el espacio y en el contexto, sabiéndonos mediados por el lenguaje, la situación política y la formación religiosa. Y por esto es importante ubicar nuestro pensamiento en un lugar determinado, para poder problematizar filosóficamente con respecto a la realidad en que vivimos. Es por esto que esta investigación se concentra en la importancia de la relación entre literatura, religión y política en Antioquia y, por extensión, en Colombia y América Latina. Esto se realiza a través de la obra del literato Tomás Carrasquilla (1858-1940), quien se aproxima a la realidad antioqueña de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, presentando la realidad de lo que somos parte. La novela breve Luterito pinta el ambiente y los extremos ideológicos que se vivieron en ocasión de la Guerra Civil de 1876-1877 en el pueblo ficticio de San Juan de Piedragorda, en algún lugar del departamento de Antioquia, muy cerca de Medellín. Allí se hacen serias acusaciones de “rojo” a un hombre de profundas inquietudes intelectuales, un sacerdote llamado el padre Casafús, quien proclama la paz y se niega a participar en la arenga a las tropas conservadoras cuando éstas marchan a combatir a los liberales. Al padre se le acusa de ser un nuevo Lutero o un Calvino, y se le reprocha -aunque esto nunca se comprueba- de leer a Bentham, Víctor Hugo y el liberal Diario de Cundinamarca. El obispo de Medellín suspende a Casafús. Sus vecinos lo condenan al ostracismo. Y el exclusivismo y la poca apertura a las ideas del Otro acaban con su vida. Según Kurt Levy (1989), biógrafo y estudioso de Carrasquilla, el padre Casafús está muy cerca de la perspectiva religiosa de

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Tomás Carrasquilla, sensible por la tradición espiritual en la que habita, pero también abierto a la ilustración y sin el exclusivismo de la colonia española. Esta novela refleja la polarización y emotividad en la lucha religiosa entre liberales y conservadores en Antioquia en el siglo XIX. El conflicto político-religioso que estalla a nivel nacional es representado por Carrasquilla a nivel local, en un pueblo ficcionalizado literariamente, con personajes que reflejan los diferentes bandos y posturas políticas y religiosas. Se trata de una metáfora o una construcción de símbolos de la relación IglesiaEstado y religión-política, donde estas dos esferas de lo público se encuentran en el ámbito del discurso; por un lado, aparece la imposición del discurso dogmático, y por el otro, el ejercicio de la razón sobre el autoritarismo. Entre los 1876 y 1877, los liberales sostenían que la religión debía restringirse a la esfera privada. Mientras que los conservadores decían que la Iglesia tenía la obligación de intervenir en la política para preservar el orden social en asuntos como la educación, el matrimonio y el sepelio (Londoño Vega, 2004: 48). Este conflicto, con un fondo político y económico, fue impulsado y justificado mediante el discurso religioso, el cual ha dejado huellas indelebles en la sociedad hoy. Lo que se busca con esta investigación es valorar la realidad en que vivimos a partir de categorías filosóficas mediante la ventana de la literatura. Estas categorías se encuentran en los instrumentos teóricos brindados por los grandes filósofos, por supuesto. Pero la realidad, además de la investigación sociológica o económica, se despliega también en la ficción literaria. Por ello, podemos decir que las raíces de esa doble cara de Antioquia, progresista en lo económico, industrial y comercial, y tendiente a ciertos aspectos conservadores en lo religioso, político y cultural, es un eje de nuestra manera de relacionarnos y de autocomprendernos. Una reflexión que se extiende desde la intolerancia frente a lo Otro, al apoyo incondicional actual de muchos antioqueños ante los discursos guerreristas y conservadores que han surgido en el país en los últimos años, que llevan la bandera de la destrucción de lo diferente y la satanización de las ideas de lo distinto, para continuar erigiéndose como estandartes de una interpretación religiosa de políticas fundamentalistas.

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Tomás Carrasquilla es un escritor que ha llamado la atención sobre la historicidad y contextualidad de la literatura. El debate central en torno a su obra se ha centrado en el hecho de si Carrasquilla es un autor costumbrista y meramente regional o si tiene alcances universales. Sus contemporáneos ya discutían acerca del uso del lenguaje en su obra y de la problemática de la ficcionalización de las realidades regionales, como es el caso de Antonio José Restrepo en 1916 (Montoya, 2008). Baldomero Sanín Cano señalaba que la obra de Carrasquilla era profundamente regional, y por esto mismo, era también universal (Ibíd.). De manera que Carrasquilla empezó a ser visto como un autor amplio desde lo local, a la manera de otros autores latinoamericanos como Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias (Ibíd). Rafael Gutiérrez Girardot (2005) ha señalado que si Carrasquilla es un autor regionalista, también lo han sido Thomas Mann y Robert Musil. Carrasquilla noveló su región, así como lo han hecho los grandes literatos, y construyó caracteres universales, reflejo de la realidad humana en sus angustias y esperanzas. Su realismo consiste en novelar la vida provinciana, y con ello deja un gran testimonio para la reflexión sociológica y filosófica posterior. En este sentido, según Gutiérrez Girardot, Carrasquilla no es un cronista ameno o un escritor folclorista de comedia, sino un creador crítico que refleja la realidad de su cultura, con la calidad de los escritores europeos. De esta manera, con el aporte de los críticos más conocidos del siglo XX, se ha llegado a la conclusión de que la obra de Carrasquilla no está hecha para hacer apología del regionalismo antioqueño, sino para tocar problemas humanos fundamentales. Su obra ofrece un espacio histórico novelesco, situado y concreto, que da pie a reflexiones profundas sobre aspectos del ser antioqueño, colombiano e incluso latinoamericano. En su obra se devela una crítica mordaz frente a la sociedad antioqueña. Son los casos del sarcasmo frente a instituciones educativas y eclesiásticas (San Antoñito), la lectura crítica al patriarcalismo y al uso de las mujeres como mercancía en la época de La Guerra de los Mil días (A la plata), y la radiografía de la intolerancia religiosa y sus relaciones con la violencia política (Luterito). Como hace notar Pablo Montoya, “todas estas miradas son hechas con el fin de demoler... los pilares de una sociedad que por todas partes se pretendía digna de acartonadas solemnidades, elevadas prebendas e inexistentes equilibrios morales”

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(2008: 21). En este sentido, la obra de Carrasquilla es una literatura de espejos que acentúa las costumbres culturales de crítica, dando pie a una reflexión sobre la realidad antioqueña y colombiana. En la obra de Tomás Carrasquilla es fundamental el tema de la religión y la presencia de los sacerdotes. Sus novelas, cuentos, ensayos, críticas y cartas reflejan una visión no idealizada de la religión, una interpretación del ser humano en tanto homo religiosus y una preocupación por la función socio-cultural de los sacerdotes. Los personajes sacerdotales, entre otros, reflejan un amplio realismo en la obra de Carrasquilla. Hay sacerdotes al servicio de otros seres humanos y de su fe; pero también hay algunos al servicio de sus propios intereses, de instituciones políticas o de dogmas. Como lo hace ver Kurt Levy: Tanto la idea literaria como los detalles de su vida revelan en Carrasquilla no sólo un profundo interés sino una preocupación constante por los asuntos religiosos. La idea de Dios arraigaba profunda en su corazón, lo que explica en buena parte su insistencia en mezclar “la cuestión palpitante” de la religión en todo lo que producía (1958: 77).

En Salve Regina (1903) aparece “El Dotorcito”, predicador itinerante de aquellos pueblos de la región andina. Una mezcla de académico y taumaturgo, concentra en sí al religioso intelectual con el sanador popular. Entrañas de niño (1906) presenta a un sabio sacerdote que trasciende los cánones tradicionales del catolicismo, y en la memoria popular divaga entre la santificación y la satanización. La imagen que presenta Carrasquilla del padre Villalares es la de un hombre ilustrado, sabio y rebelde frente a las imposiciones eclesiales y políticas. En El Zarco (1922), el padre Colmenares aparece como un hombre franco que dignifica a la rechazada Casimira, protege a los viejos Higinio y Rumalda, y acoge al huérfano Juan de la Rosa. No teme cuestionar a los gamonales que buscan quitar las tierras a quienes ven indefensos, y los denuncia cuando es necesario. Villalares, Casafús, Colmenares y “El Dotorcito” rescatan una tradición sacerdotal de hombres ilustrados, fundamentados en una teología liberadora, que comprenden, a partir de la razón y el evangelio, la dignidad del ser humano y la necesidad de unas relaciones justas en la sociedad. Algunos de ellos mueren condenados por la intolerancia religiosa y política que pretende apoderarse de la espiritualidad bajo los amarres del dogmatismo.

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Para la investigación, se aborda la Obra Completa de Carrasquilla en la Edición de Jorge Alberto Naranjo Mesa (2008), tomando en cuenta sus notas investigativas, tales como el Prólogo (2008-I: ix-xiv), la Biografía del autor (xxix-lxii), la Cronología de vida (lxiii-cxii), y la amplia Bibliografía sobre el escritor (2008-III: 693-712). La labor de recopilación, reflexión y difusión de Naranjo y sus colaboradores se convierten en fundamentales para acercarse a Carrasquilla. Para la reflexión hermenéutica sobre la relación entre la novela y nuestro contexto, se toma como base el aporte de Juan Guillermo Gómez García sobre la intolerancia en Colombia a partir de la novela Luterito. Se trata de una conferencia ofrecida en el Salón de Derechos Humanos en el Museo de Arte Moderno de Medellín. Esta conferencia, titulada “Raíces de la intolerancia”, y publicada en su libro Colombia es una cosa impenetrable (2006), relaciona la intolerancia civil, política y religiosa de la Colombia del siglo XXI con la historia de dos siglos de guerras civiles peleadas a manera de cruzada hasta la actualidad. También es de destacar de este mismo autor el artículo titulado “Lectura, lectores y lectoras o el universo del libro en Tomás Carrasquilla” (2008). Aquí Gómez García indaga por las lecturas que influyeron a Carrasquilla, y da cuenta del ejercicio de lectura en los personajes descritos en su obra narrativa y crítica. Destaca la importancia de las lecturas de los personajes de la novela Luterito, entre otras obras, para tratar de ubicarlos en la constelación ideológica del siglo XIX en la que son descritos. En el caso específico de la novela Luterito, se destaca el artículo de María Elena Qués, llamado “Palabra y poder en el padre Casafús” en el libro Tomás Carrasquilla. Nuevas aproximaciones críticas (Rodríguez-Arenas, 2000). Allí, la estudiosa argentina se concentra en ubicar históricamente la narración y presentar a los personajes a partir de oposiciones en las que se reflejan los conflictos de poder y el valor del discurso. En su artículo, se destaca la investigación retórica en aspectos tan disímiles como el chisme, el texto periodístico, el sermón y la parodia popular, las cuales son estrategias sociales que generan poder, pues la religión es un indudable espacio de empoderamiento político. Tal artículo es de gran valor para nuestra investigación, y provee una base para abordar la novela y explorar más a fondo los problemas históricos que allí se plantean. El libro en el que aparece esta publicación es

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un aporte importante y actual para la investigación actual sobre Carrasquilla, pues aborda al escritor antioqueño a partir de nuevos enfoques de lectura. De la misma publicación sobre Carrasquilla en la revista Estudios de Literatura Colombiana (No. 23)1, se destaca el artículo de Betty Osorio titulado “La Marquesa de Yolombó. La independencia vivida en el ámbito de la lengua”. La investigadora se concentra en la novela histórica de Carrasquilla, explorando el panorama cultural y lingüístico y los referentes al encuentro entre la cultura negra y la cultura colonial, en su artículo. Allí la autora hace notar la importancia de lo Otro en la concepción religiosa antioqueña, tal como las creencias africanas mezcladas sincréticamente con el catolicismo español. En otra publicación hecha por la misma revista, se destaca el artículo de Edison Neira Palacio, titulado “El imaginario afroamericano en 'Simón el mago' de Tomás Carrasquilla” (2003). Aquí, el investigador hace ver cómo este cuento introduce una trama de tensiones interculturales entre la cultura española y la africana. Neira Palacio demuestra que Carrasquilla rompe con el mito de la pureza antioqueña, pues el cuento deja claro que el mestizaje atraviesa todas las culturas y etnias de América. Tal abordaje será importante para nuestra investigación, en la cual también se quiere romper con el mito que fundamenta el discurso de la exclusión del Otro. Desde el ámbito histórico, el profesor Luis Javier Ortiz Mesa ha publicado recientemente el libro Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra: Antioquia, 1870-1880 (2010). Aquí expone el trasfondo socio-religioso e histórico de la novela Luterito. Se trata de la conocida “guerra de los curas”, que ocurrió

entre 1876 y 1877. En la reconstrucción de este

ambiente, el conservatismo de la zona antioqueña de Marinilla, Abejorral y Santa Rosa impuso una dictadura católica contra los liberales, y proclamó la guerra contra éstos a manera de una cruzada cristiana. A los sacerdotes que despertaban sospecha de ser 1

La revista Estudios de Literatura Colombiana (No. 23) de la Universidad de Antioquia, con motivo de los 150 años del natalicio del escritor antioqueño, presenta un número monográfico que se concentra en el escritor antioqueño, recopilando los trabajos que se presentaron en el Coloquio Internacional Tradición y Vigencia de Tomás Carrasquilla, realizado en el 2008. Los escritores de este artículo son reconocidos como investigadores importantes en la obra de nuestro literato, y sus investigaciones son dignas de mención para observar en qué estado está la investigación acerca de este autor. Además, se destaca la amplia bibliografía sobre los estudios de Carrasquilla que recoge Jorge Alberto Naranjo Mesa en la edición de la Obra Completa del autor antioqueño (2008-III), editada por la Universidad de Antioquia. 11

liberales, se les estigmatizó y confinó a diferentes distritos. Según Ortiz Mesa, Carrasquilla narra literariamente el caso del padre Casafús, personificación de lo Otro en Antioquia, el cual fue expulsado y condenado al ostracismo. En el campo la investigación universitaria, Diego Alejandro Zuluaga ha realizado un trabajo para el grado en Sociología en la Universidad de Antioquia, titulado La Religiosidad en la obra de Tomás Carrasquilla (2007). Esta investigación se concentra en exponer tres tipos de mentalidad religiosa en la sociedad antioqueña y colombiana en el siglo XIX. El primer tipo es el que llama “religiosidad supersticiosa” -término no muy respetuoso y bastante eurocéntrico, a nuestro modo de ver-, que consiste en la mezcla de elementos tradicionales indígenas o africanos con el catolicismo español. El segundo tipo es el llamado “religiosidad tradicional”, que consiste en la conservación de los elementos católicos importados de Europa. El tercer tipo es el de la “religiosidad ilustrada”, el cual tiene una fuerte influencia de elementos racionales, en muchos casos provenientes de la Europa moderna. Dentro de este último tipo, Zuluaga ubica el tipo de religiosidad que se expone en la vida del padre Casafús. Según este investigador, el padre Casafús es el más grande representante de la religiosidad reflexiva e instruida de toda la obra de Carrasquilla, ya que predica la tolerancia religiosa. Es una mención breve e interesante que se hace respecto a nuestra novela y a su protagonista, pero no se concentra en ellos sino que los ubica dentro de una tipología sociológica con respecto al conocimiento y la influencia europea. Teniendo en cuenta esta realidad investigativa, y a la luz de artículos recientes, se observa que se ha estudiado a Tomás Carrasquilla desde la perspectiva estética, lingüística, histórica, antropológica, etnográfica y sociológica. Sin embargo, poca ha sido la exploración en el campo filosófico que atienda la relación entre política y religión y el exclusivismo social en Antioquia como una manera de literatura-espejo que pretenda manifestar críticamente esta identidad colonial que pervive en nuestra región hasta ahora. Es por ello que nuestra investigación se concentrará en la relación entre política y religión a partir de esta novela, intentando pensar filosóficamente la literatura carrasquillesca, explorando los problemas que de allí se desprenden, y tratando de dialogar con ellos desde la contemporaneidad.

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En su “Autobiografía” (1915), Carrasquilla señala que en la realidad antioqueña hay materia novelable. En nuestra investigación se da un paso más allá, y se propone que, además de ser novelable, la realidad antioqueña puede y debe ser pensada filosóficamente. Esto es, partir de problemas concretos para llevarlos al plano racional y discursivo, de manera que nuestra filosofía brote de la realidad en que vivimos, y pueda ser pertinente para ella. No porque la realidad antioqueña presente sistemas terminados o propuestas críticas de pensadores en el plano metafísico, sino porque concentra problemas que exigen ser pensados a partir de una razón crítica, y así tratar de encontrar vías alternas a nuestra manera de concebirnos y relacionarnos. Esta investigación, más que describir la propuesta teórica o la metodología de un filósofo, busca aplicar dos propuestas que han sido formativas para el pensar filosófico y el proceso educativo del investigador: la hermenéutica filosófica de Paul Ricoeur, y la filosofía intercultural de Raúl Fornet-Betancourt, influenciada, a su vez, por la filosofía de la alteridad de Emmanuel Levinas. La hermenéutica filosófica de Paul Ricoeur intenta pensar los símbolos culturales de manera filosófica, comprendiendo que en la narrativa de los pueblos hay excesos de sentido que permiten adentrarse en la arqueología y la teleología de la cultura, y comprender la manera en que el ser se manifiesta en ellas. En Finitud y culpabilidad dice Ricoeur que “el símbolo da que pensar” (2004: 481), es decir, el símbolo propone una interpretación creadora, ya que está cargado de un plus de sentido donde la imagen sensible se encuentra vinculada a un sentido encerrando un contenido que la trasciende. Frente a la imagen o copia de lo sensible, el símbolo viene a instaurar un sentido, donde la figura sensible no se anula a sí misma sino que se reviste con un excedente de significación. El símbolo da que pensar, porque parte de la donación de sentido, y a su vez nos invita a pensarlo sin llevarlo al agotamiento. En la novela Luterito de Carrasquilla, brotan símbolos culturales que develan parte del ser antioqueño. En parte, es una simbólica del pensamiento unificante y totalizador, y por ello es importante explorarla tanto en su fundamentación histórica como en su posibilidad de lectura a partir de la inclusión y el diálogo. En sentido estricto, esta investigación es una labor hermenéutica, pues a ella subyace la presuposición de la muerte del autor, en la que es 13

necesario indagar por la distancia entre el texto y el lector, valorando las ventajas y las desventajas que se presentan ante la ausencia de una explicación de la intención de los autores. Así surgen nuevas re-figuraciones o apropiaciones de sentido, en las que cada comunidad determinada re-contextualiza los textos antiguos y tradicionales para hallar nuevos mensajes en nuevas situaciones, y no solamente para repetir lo que la tradición ha dicho de ellos. Por ello, se estará leyendo el texto de Carrasquilla desde un nuevo contexto, pensando las descripciones que hace el narrador a partir de la realidad del naciente siglo XXI. La filosofía de la alteridad, propuesta por Emmanuel Levinas intenta fundar una dinámica de encuentro con el Otro, basada en el reconocimiento, el respeto y la solidaridad recíprocos. La interculturalidad va de la mano con la alteridad, pues ambas buscan no la incorporación del Otro en lo propio, sea en sentido religioso, moral o estético, sino más bien la transformación de lo propio ante la apertura del diálogo con el Otro. Dussel, contextualizando la propuesta de Levinas para América Latina, hace notar que la alteridad es exterioridad al sí mismo, y señala que el Otro tiene rostro, un rostro que nos interpela y provoca, y que se resiste a la totalización instrumental (1996: 56). El Otro no hace parte de lo que podemos llamar “mi sistema”, y es necesario aprender a respetarlo como tal, en su diferencia absoluta. La filosofía intercultural de Raúl Fornet-Betancourt es una propuesta de hacer filosofía en apertura a las experiencias vitales de diferentes pueblos en distintos rincones del planeta. Como señala el pensador cubano, la filosofía intercultural “es un proceso eminentemente polifónico donde se consigue la sintonía y armonía de las diversas voces por el continuo contraste con el otro y el continuo aprender de sus voces y experiencias” (1994: 13). Parte de una hermenéutica que renuncia a absolutizar y sacralizar lo propio, y más bien trata de mirarlo críticamente a partir de la existencia de un Otro. Por lo tanto es una búsqueda creadora crítica, tanto de lo propio como de los valores impuestos por el pensamiento colonial. Descentra la reflexión filosófica de todo centro predominante o impositivo, ya sea el euro-centrismo o el latinoamericano-centrismo. Al decir de este autor, no puede haber filosofía donde el pensamiento se confunde con la expansión de un Lógos monocultural que

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sofoca otras formas de racionalidad (1994: 16), y por eso la filosofía debe partir de la polifonía del Lógos y la multiplicidad de las voces de la razón. Como metodología de trabajo, esta investigación sigue la propuesta hermenéutica de Paul Ricoeur en su obra Tiempo y narración. En esta obra, el pensador francés busca construir la mediación entre tiempo y narración demostrando el papel mediador de la construcción de la trama en el proceso de la creación de la obra literaria, llamada mimesis. La mimesis es la imitación o representación de una acción y una vida en la obra de arte. Como señala María Cristina González-Valerio (2006), en la perspectiva ricoeuriana, la función del texto en tanto mimético es la re-descripción de la realidad, la re-configuración del mundo del lector, el re-descubrimiento de la realidad a través de la ficción, y la reconstitución de la identidad personal. Ricoeur se apropia de la concepción aristotélica de mimesis para proponer su concepción de los tres momentos de la configuración de un texto, que denomina con los nombres de mimesis I, II y III. La mimesis es el arte que imita con el lenguaje, la representación de las cosas como eran o como son, como se cree que son, o como se cree que deben ser. La mimesis es la vinculación del texto o la obra de arte con la realidad. Según Aristóteles, se imita a los seres humanos en su accionar, haciendo a los hombres mejores, como en la épica y la tragedia, o peores, como en la comedia. La diferencia se halla en los modos de imitar: en el objeto, donde se imitan los tipos de personas; en el modo, donde se narra o se actúa de formas diversas; o en los medios, ya sea la poesía o la prosa. En este sentido, la mimesis se concibe como la potencia, la fuerza o la capacidad para producir un efecto (ergon). La triple mimesis se podría presentar gráficamente como un juego de intersecciones, en el que mimesis II está en el centro, y funciona como ruptura y a la vez como conexión entre el mundo del autor y el mundo del lector. Es la posición intermedia entre el “antes” y el “después” del texto: “Mimesis II consigue su inteligibilidad de su facultad de mediación, que consiste en conducir del antes al después del texto, transfigurar el antes en después por su poder de configuración” (Ricoeur, 2007: 114). La trama es mediación y configuración de la experiencia en el tiempo. En ella confluyen la experiencia práctica previa al texto (mimesis I), y la experiencia práctica posterior al texto (mimesis II): “seguimos pues, el

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paso de un tiempo prefigurado a otro refigurado por la mediación de una configurado” (Ricoeur, 2007: 115). La tarea de la hermenéutica es, por tanto, reconstruir el conjunto de las operaciones de una obra. Si la obra es concebida como el producto de un autor percibido y resignificado por un lector, la hermenéutica piensa las facetas del intercambio entre el autor-mundo, el textomundo y el lector-mundo, o lo que Gadamer llama “fusión de horizontes” (2001: 367). Mímesis I es la vinculación del texto con la realidad de la que proviene. La composición de la trama se enraíza en la precomprensión del mundo: sus estructuras inteligibles, sus recursos simbólicos y su carácter temporal. Las estructuras inteligibles de la precomprensión son una red conceptual de presuposiciones existenciales del mundo narrado que funcionan para reflexionar lo que vivimos. Es la realidad humana y natural la que permite la recolección de los materiales que se convertirán en una obra de arte. Las preguntas en la narración por el qué, el porqué, el quién, el cómo, el dónde, el con y el contra quién brotan de esa red conceptual necesaria que solamente puede provenir de la acción humana entrecruzada con la reflexión. Este es el paso entre la comprensión práctica y la comprensión narrativa, al momento de organizar los episodios de la vida mediante una trama que establece relaciones causales en la experiencia humana y da un orden y sentido a ciertos momentos o a una vida entera que es contada (Ricoeur, 2007). La alusión a los recursos simbólicos parte de la reflexión de que toda acción está mediatizada simbólicamente. Como señala Ricoeur, siguiendo a Cassirer, “las formas simbólicas son procesos culturales que articulan toda la experiencia” (2007: 120). La mediación simbólica permite observar un texto dentro de un contexto cultural específico. Este es el presupuesto ético, que alude al ethos de una cultura. Según Ricoeur, el símbolo es un juego social que tiene un carácter público; tiene una estructura cultural que presupone el intercambio de significados entre personas; proporciona un contexto de descripción para acciones particulares; confiere a la acción legibilidad, ya que el acto se puede comprender dentro de un contexto determinado; y también es una norma de regulación social. En este sentido, toda obra narrativa presupone una realidad cultural de la que se toman los

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materiales para la construcción de la trama, y a la vez busca interactuar con el universo simbólico de donde proviene en el intercambio de nuevas significaciones de estos símbolos. Esta precomprensión del mundo también alude a los caracteres temporales tanto de la narración como de quien escribe y lee. Toda acción humana está relacionada con las estructuras temporales humanas. Toda historia narrada presupone la temporalidad, por esto es historia. En esto es heredero Ricoeur de la propuesta de Heidegger, pues el tiempo es aquello en lo que actuamos cotidianamente (Ricoeur, 2007: 125). En Ser y Tiempo, Heidegger señala que la temporeidad es el sentido constitutivo del Dasein. El tiempo es aquello donde el ser humano (Dasein) comprende e interpreta el Ser. El tiempo es “el horizonte de toda comprensión del ser y de todo modo de interpretarlo”. (Heidegger, 2003: 42). Y la reflexión filosófica y hermenéutica siempre está mediada por el problema del tiempo. Interpretar al ser humano (Dasein), y al Ser en general, incluye el desentrañamiento de la temporeidad del Ser. El ser es ser-en-el-tiempo, y, como lo enfatiza Ricoeur, la narración debe dar cuenta de esta temporalidad. Mímesis II es la configuración de la narración mediante la trama (Mythos). “Con mimesis II se abre el reino del como si” (Ricoeur, 2007: 130). No tiene que existir un referente histórico ni una verdad material, ya que la obra en sí misma se erige como verdad. La función de mimesis II es la mediación entre el antes y el después de la configuración, entre la pre-comprensión y la pos-comprensión. Media entre acontecimientos individuales y la historia tomada como un todo. Y también media entre los caracteres temporales propios: La trama desempeña ya, en su propio campo textual, una función de integración y, en este sentido, de mediación que le permite operar, fuera de este mismo campo, una mediación de mayor alcance entre la precomprensión y -valga la expresión- la pos-comprensión del orden de la acción y de sus rasgos temporales (Ricoeur, 2007: 131).

La trama es mediadora, pues sirve de puente entre acontecimientos o incidentes individuales y una historia tomada como un todo. Así, todo acontecimiento recogido en la narración tiene un sentido dentro del todo de la trama. Además, la trama integra factores heterogéneos dentro de sí, tales como agentes, fines, interacciones, circunstancias y resultados inesperados. Incluso, las disímiles vidas humanas están integradas en la narración. En sus caracteres temporales propios, la trama realiza una síntesis de lo 17

heterogéneo y configura el tiempo en la narración. El tiempo aparece en la narración según su dimensión cronológica, episódica, que es la historia mediante pequeños acontecimientos aislados, y la dimensión configurante, que es la manera en que el poeta (el hacedor, el artesano de tramas) le da unidad temporal a los actos individuales y aislados, y ve relaciones causales entre esos hechos puntuales y separados. De esta manera, el texto poético, aporta a la paradoja del tiempo una solución. El tiempo se configura en la narración. La solución poética a la paradoja del tiempo ve la historia narrada como dialéctica viva. Mímesis III es el momento del encuentro entre el lector y el texto. En esta instancia, Ricoeur defiende su tesis de que “la narración tiene su pleno sentido cuando es restituida al tiempo del obrar y del padecer en la mimesis III” (2007:139). La obra de arte conlleva una dialéctica de sedimentación e innovación. La lectura busca seguir los paradigmas que la obra ha dejado, mediante su forma, género y tipo. Pero también busca romper con estos paradigmas y producir nuevos sentidos. De esta manera hay innovación, lectura como producción de sentido, construcción de nuevos referentes cuando ya los referentes originales han desaparecido. La obra literaria acrecienta el mundo del lector, a la vez que el lector completa la obra literaria desde su propio universo de sentido. Es por esto que la mimesis III no alude a un círculo vicioso. Ricoeur ve la mímesis como un círculo o una espiral hermenéutica “que hace pasar la meditación varias veces por el mismo punto, pero a una altura diferente” (Ricoeur, 2004:141). La interpretación no es violenta. La construcción de la trama no es el triunfo absoluto del orden sobre el desorden, pues dentro de la dialéctica hay reveses de fortuna y espacios para lo caótico. Las propias tramas coordinan distensión e intención. Ni tampoco es redundante, pues mimesis III no pretende ser un auto-reflejo que lea lo mismo que ha estado en la pre-comprensión del lector. La obra también interpela al lector, de modo que hay un encuentro de horizontes, y no una mera reproducción de la lectura ingenua que reproduce las meras pre-comprensiones del lector.

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Según Ricoeur, la experiencia humana tiene una estructura prenarrativa, la existencia es una narrativa en potencia. Las personas son propensas a ver en los episodios de sus vidas un encadenamiento de historias por narrar. La identidad se construye mediante la ordenación estructurada de una trama. Se es en la medida que se cuenta. Y a la vez se cuenta para construir memoria de quien ha sido o ha dejado de ser de una manera violenta, como es el caso de las víctimas: Contamos historias porque, al fin y al cabo, las vidas humanas necesitan y merecen contarse. Esta observación adquiere toda su fuerza cuando evocamos la necesidad de salvar la historia de los vencidos y de los perdedores. Toda la historia del sufrimiento clama venganza y pide narración (Ricoeur 2004: 145).

Por otra parte, Ricoeur enfatiza la importancia de la mimesis III como un acto de relectura. Mientras los paradigmas literarios estructuran las expectativas del lector y regulan la capacidad que tiene la historia para dejarse seguir, el acto de leer completa la obra mediante nuevos referentes. La construcción de la trama es obra adjunta de texto y lector. Leer es una manera de activar los paradigmas y también de romperlos. El placer del texto es jugar con estos esquemas e ir más allá de ellos. El lector es fundamental en la construcción de la trama: Finalmente, es el lector el que remata la obra en la medida en que... la obra escrita es un esbozo para la lectura; el texto, en efecto, entraña vacíos, lagunas, zonas de indeterminación e incluso, como el Ulises de Joyce, desafía la capacidad del lector para configurar él mismo la obra que el autor parece querer desfigurar con malicioso regocijo. En este caso extremo es el lector, casi abandonado por la obra, el que lleva sobre sus hombros el peso de la construcción de la trama (Ricoeur, 2004: 147-148).

Ricoeur señala que la acogida y la referencia de una obra literaria dependen del horizonte del lector. El sentido lo da quien lee, y el significado se hace significado mediante la apropiación. Así, combina la concepción heideggeriana y gadameriana de la ontología de la obra de arte, en la que la referencia está en la obra, con la estética de la recepción de Wolfgang Iser, que concentra la referencia en el lector. El lector recibe el sentido de la obra y una referencia compartida, y se apropia de ella mediante la significación. Ricoeur ve la lectura como una fusión de horizontes, y también como una lanza subversiva contra el orden moral y social. En este sentido, y para romper con el peligro de caer en un tradicionalismo acrítico, se debe acuñar la propuesta de que en otra parte Ricoeur llamara 19

“los maestros de la sospecha” (1973: 9), que son Nietzsche, Marx y Freud. Esta forma de lectura parte de la voluntad de cuestionar, intentando ver cuáles imposiciones están detrás del discurso escrito o interpretativo, ya sean moralistas, económicas desiguales o represiones de la cultura. Por esto, una obra literaria y su lectura deben leerse de manera crítica, viendo cómo funcionan para defender el orden establecido o, en sentido contrario, para romper con él. La obra literaria tiene sentido y referencia. Pero la referencialidad es plural. El lenguaje no se agota en el mundo descriptivo. La comprensión consiste en interpolar entre la situación del lector y el mundo construido por la obra. Por ello la hermenéutica no se limita a la lectura arqueológica, sino que también es teleológica: El postulado subyacente en este reconocimiento de la función de la refiguración de la obra poética en general es el de una hermenéutica que mira no tanto a restituir la intención del autor detrás del texto como a explicitar el movimiento por el que el texto despliega un mundo, en cierto modo, delante de sí mismo... lo que se interpreta en un texto es la propuesta de un mundo en un texto es la propuesta de un mundo en el que yo pudiera vivir y proyectar mis poderes más propios. (Ricoeur, 2004: 153).

Esta investigación intenta seguir la estructura de la triple mimesis para el análisis de la obra de Carrasquilla. Por esto, se divide en tres partes, cada una de ellas correspondiente a la mimesis I, II y III. Con ello se intenta leer esta novela desde una perspectiva hermenéuticofilosófica, partiendo del mundo en el que se prefigura el texto (la realidad social y religiosa del siglo XIX), siguiendo por la manera en que el autor configura esta realidad en una obra literaria (la novela Luterito como tal), y culminando en una reflexión sobre los problemas filosóficos que se desprenden y siguen vigentes en nuestra contemporaneidad (la refiguración o relectura hermenéutica).

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1. PREFIGURACIÓN: MATERIALES Y SÍMBOLOS PARA LA COMPOSICIÓN DE LA TRAMA El texto configurado por Carrasquilla proviene, en cierta medida, de los materiales de la realidad socio-política y religiosa del siglo XIX, particularmente de las guerras civiles. Este siglo, conocido como “el siglo olvidado”, vio entre los años 1810 y 1902 nueve guerras civiles generales, catorce guerras civiles locales, dos guerras internacionales, tres golpes de cuartel y una conspiración fracasada (Montoya, 2009: 68). En síntesis, una época donde el elemento de la guerra fue el que definió al país que intentaba estructurarse después de la independencia, y es el que da continuidad a la identidad de lo que llamamos nación colombiana2. 1.1 Estructuras y redes conceptuales Muchas de las guerras del siglo XIX fueron promovidas por la relación conflictiva entre la Iglesia y el Estado. Como lo hace ver Diana Luz Ceballos (2005), la religión es un elemento que brinda cohesión e identidad a un grupo social, pero también motiva e impulsa la guerra. Entre los múltiples motivos de las guerras del siglo XIX, nuestra investigación se enfoca en las razones religiosas que justifican y motivan estos conflictos 3,

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Por esto no es extraño que gran parte de la literatura del siglo XIX al XXI en Colombia se enfoquen sobre el problema de la guerra. Tal es el caso de La fiera de Wenceslao Montoya y de Luterito en el siglo XIX. Pero también lo es de Emociones de la guerra (1912) de Max Grillo, El Cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón, El día señalado (1962) de Manuel Mejía Vallejo, El camino en la sombra (1965) de José Antonio Osorio Lizarazo, Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, Amores sin tregua (2006) de María Cristina Restrepo y Tanta sangre vista (2007) de Rafael Baena, entre otras. 3 Ceballos (En: Ortiz, 2005) señala como motivaciones para el conflicto en Colombia desde el siglo XIX, y con ciertos rasgos de continuidad en el XX y el XXI, (a) el bipartidismo cerrado, con visión en blanco y negro, que no permite la participación y existencia de terceros partidos o ideologías diferentes; (b) una economía sin profundos cambios estructurales, que hace que los conflictos sociales se resuelvan en el plano político y militar, y no en el plano económico; (c) la búsqueda del ascenso social de personas mestizas, lo cual las enfrenta con los “blancos” y genera la búsqueda de medios no convencionales para ascender socialmente al poder; (d) el uso por parte del Estado de micropoderes para tratar de controlar a su población, lo cual ha contribuido a la desinstucionalización en el país; (e) la alta regionalización en el país, la cual ha producido una fragmentación política, social, económica y cultural; (f) luchas por la posesión de la tierra, su poca distribución, y la imposibilidad de las mayorías de acceder a ella y ponerla a producir; (g) los bajos niveles de inmigración extranjera en el país, lo cual ha cerrado la posibilidad de ampliar los horizontes culturales y la visión de mundo; (h) la falta de construcción de comunidades imaginadas que le den al otro un lugar importante dentro de la diversidad; (i) la gran diversidad étnica y cultural en Colombia, que genera conflictos de interpretación entre las constelaciones simbólicas de los pueblos; (j) el acceso limitado y diferencial a la educación de buena calidad; (k) una honda memoria colectiva que apela a la resolución de conflictos a través de la violencia. 21

y que también –en ocasiones excepcionales- tratan de encontrar vías alternativas a la violencia. 1.1.1 Identificación político-religiosa en Colombia en el siglo XIX La Guerra de Independencia en La Gran Colombia unió a los sectores terratenientes del país y a los esclavistas del sur, particularmente de Cauca y Popayán, con la burguesía comerciante de Cartagena y otros lugares. Después de la Guerra, estos grupos sociales mantuvieron una pacífica tensión dentro del dominio del país. Sin embargo, como señala Álvaro Tirado Mejía (1989), con la importación de las mercancías inglesas, llegó un pensamiento político y unas formas materiales de producción e intercambio que produjeron crisis en las estructuras sociales de Colombia. Estos grupos de comerciantes, fuertemente influenciados por Inglaterra, se conocieron como liberales. Su intención era transformar el Estado colonial hacia los intereses burgueses y comerciantes. El programa liberal que propusiera Ezequiel Rojas en 1848 enumera algunos aspectos importantes para comprender sus intereses económicos, políticos, sociales, religiosos e ideológicos. Este programa abogaba por la abolición de la esclavitud, supresión de la pena de muerte y de castigos severos, juicios decididos por jurados, abolición de la prisión por deuda, disminución de las funciones del poder ejecutivo, libertad de industria y comercio, sufragio universal directo y secreto, fortalecimiento de las provincias, abolición de los monopolios y censos, libre cambio, impuesto único y directo, abolición del ejército, libertad de imprenta y de palabra, libertad religiosa, desafuero eclesiástico, y expulsión de los jesuitas. Según Tirado Mejía (1989: 161), se trataba de arrebatar el poder a los grupos terratenientes y a la Iglesia, y así abrir espacio para el capitalismo industrial que había surgido con la Revolución en Inglaterra y al racionalismo ocasionado por la Revolución Francesa. Los comerciantes estaban interesados en ampliar el mercado, desarrollar el comercio, abolir los aranceles y ampliar la fuerza de trabajo entre indígenas y esclavos. Buscaban terminar con los monopolios del tabaco y liberar las trabas de la tierra ocupada por la Iglesia para hacerla entrar en libre circulación. Con este cambio, lo que buscaban era transformar el Estado

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colonial, pues, según los liberales, no había una clara ruptura con la Independencia sino continuidad con el pensamiento de dominación por parte de los sectores en el poder. Los liberales gozaron de la hegemonía en el gobierno desde 1849 hasta 1885, con algunas variantes de conservadores en el poder. La Constitución liberal de 1863 proclamó el federalismo para descentralizar al país, constituyendo a los Estados Unidos de Colombia en nueve estados soberanos con interdependencia económica y política, pero descentralizados. En síntesis, la mejor manera de disminuir las tensiones entre quienes detentaban los poderes regionales, como dice Tirado: El federalismo no fue más que la expresión de intereses de las oligarquías regionales en momentos en que no estaba constituida la nacionalidad y ante la carencia de una clase homogénea que tuviera un ámbito de dominación. El federalismo fue la manera más adecuada que encontraron los oligarcas regionales para disponer del patrimonio nacional sin entrar en una confrontación general (Tirado, 1989: 164).

Los terratenientes esclavistas y los grandes propietarios de producción agraria vieron vulnerados sus intereses económicos y conceptuales, provenientes de la mentalidad colonial, con la propuesta liberal: La abolición de la esclavitud golpeaba directamente los intereses económicos de los esclavistas dueños de minas y haciendas, pero, aparte del efecto económico, la medida tenía consecuencias más amplias en el orden ideológico. Hacer igual el esclavo y el indio al amo, si fuera sólo ante la ley, era dar un golpe a las jerarquías en las que se basaba gran parte del poder político de la aristocracia criolla. Era dar un paso ideológico hacia la nueva sociedad de compradores y vendedores, “iguales”, y “libres” en el mercado, en la que como posibilidad -y en ello está la fuerza para la permanencia de la idea, en que no existen elementos para que se concretice-, el hasta entonces subordinado también pudiera mandar, gobernar, y por lo tanto ligar su destino a la conservación perpetua de las condiciones de dicha posibilidad (Tirado, 1989: 161).

Estos grupos que intentaban defender su posición social, económica y religiosa, se identificaron en torno al Partido Conservador, particularmente en las regiones esclavistas del occidente del país. El programa redactado por Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro en 1849 da cuenta de las intenciones conservadores, quienes se hacían llamar “reflexivos”, ya que consideraban peligroso apostar por nuevas ideas y programas

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económicas, cuando en realidad se sentían cómodos manteniendo el poder en todas las esferas del país. La Iglesia católica, como en otros países de América Latina, siendo ella “reflexiva”, se alió con los conservadores para proteger su protagonismo educativo en el país y su posesión de tierras. En la época de la Colonia, la Iglesia gozaba del beneficio del patronato, en el que los reyes quedaban constituidos en patronos para sostener el culto, y al mismo tiempo los clérigos se convertían en funcionarios reales. La Iglesia se identificaba desde la Conquista con la corte y los grupos de poder, y por ello sus intereses estuvieron la mayor parte conectados con los intereses oficiales. Esto es lo que Fernando Díaz llama la ideología de la dominación: La ideología de la dominación propiciaba el sometimiento pasivo a la fe, la resignación a la creencia y a la aceptación de las condiciones sociales, por lo cual, directa o indirectamente, favorecía los propósitos de predominio y explotación del sector peninsular en América y en la Nueva Granada en particular (Díaz, 1989: 198).

En la naciente República, la Iglesia tenía intereses que defender. Por esto se aliaba con los conservadores y luchaba contra los liberales, dando a estas querellas el carácter de cruzada. Como hace ver Díaz: Gran parte de la estructura económica y social de la época de la dominación hispánica seguía vigente en aspectos tales como las restricciones, los monopolios, los privilegios, los diezmos, además del espíritu teocrático fundado en la ideología de la dominación y de condiciones sociales y económicas defendidas por la aristocracia territorial y el propio clero (Díaz, 1989: 202).

A partir del gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, en 1843 y los siguientes gobiernos liberales, la Iglesia vio limitado su poder ideológico y económico. El 9 de septiembre de 1861, Mosquera emitió un decreto, en el que se proclamaba la desamortización de bienes de manos muertas. Este decreto consistía en adjudicar a la nación las propiedades eclesiales que producían poco o nada para el mercado agrícola, y se procedía a la venta de los bienes del clero para equilibrar las deudas económicas del gobierno. La iglesia se rebeló ante este decreto, negándose inicialmente a administrar los sacramentos y el culto. Seguidamente, el propio Papa excomulgó a Tomás Cipriano de Mosquera, a quien también se le acusaba dentro del clero nacional de “introducir el protestantismo”. Sin embargo, como lo hace 24

notar Díaz (1989: 213), de este proceso realizado con la intención del libre acceso al comercio y a la tierra sólo se beneficiaron los políticos, los comerciantes y los grandes propietarios. El otro gran conflicto que se vivió entre la Iglesia y el Estado en Colombia en el siglo XIX fue el de la reforma de la educación propuesta por el gobierno liberal, que se dio entre los años 60's y 80's. El liberalismo proclamaba la fe en la educación como la vía más apropiada para alcanzar un alto nivel de civilización. Mientras el conservatismo creía que el conocimiento debía estar orientado por la fe eclesial, y se debían introducir los saberes técnicos más que intelectuales o humanistas. Según Jaime Jaramillo Uribe (1989: 227), el liberalismo radical concentró sus esfuerzos en llevar educación a todos los rincones del país, intentando establecer escuelas gratuitas obligatorias y religiosamente neutrales, además de la construcción de nuevos edificios escolares. El propósito era dar a la educación una administración unitaria y autónoma dentro de las funciones del Estado, dividiendo los gastos administrativos entre la nación, los Estados federales y los distritos municipales. De esta manera, se arrebataba el poder educativo a la Iglesia católica: Los hombres de la generación radical estaban poseídos de tres convicciones: primera, el sistema republicano y democrático no puede sostenerse sino con el apoyo de una ciudadanía ilustrada. Sin un mínimum de educación carecen de realidad instituciones como el sufragio, las libertades públicas y los planes de progreso económico y social; segunda, la Iglesia, ligada como estaba en la Nueva Granada a los más atrasados sectores sociales, y a ideologías monárquicas y antidemocráticas, no puede llevar a cabo la tarea de conducir la educación popular; tercera, la educación es un deber y un derecho del Estado y una de las expresiones de su soberanía (Jaramillo Uribe, 1989: 230).

En esta reforma educativa, el contenido religioso fue el más controversial, ya que se proclamó la neutralidad en la educación estatal en el aspecto confesional, a pesar de que el país fuera mayoritariamente católico. El artículo 36 de esta reforma afirmaba la libertad de conciencia: El gobierno no interviene en la instrucción religiosa; pero las horas de la escuela se distribuirán de tal manera que a los alumnos les quede tiempo suficiente para que, según la voluntad de los padres, reciban dicha instrucción de los párrocos o ministros (En: Jaramillo Uribe, 1989: 230).

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Mientras que el artículo 82, numeral 3 se apoyaba en los valores de religión mediante un lenguaje del liberalismo masón para instar a los directores de escuela a: Atender muy particularmente a la educación moral, religiosa y republicana de los alumnos, empleando, sin hacer uso de cursos especiales, toda su inteligencia y el método más adecuado, a fin de grabarles indefectiblemente convicciones profundas acerca de la existencia del Ser Supremo, creador del universo, del respeto que se debe a la religión y a la libertad de conciencia; persuadirlos con el ejemplo y la palabra a que sigan sin desviarse del sendero de la virtud, predicarles constantemente el respeto a la ley, el amor a la patria y la consagración al trabajo (En: Jaramillo Uribe, 1989: 230).

A pesar de la demostrada apertura a la religión -mas no al catolicismo solamente-, los conservadores reaccionaron de forma negativa. Para Miguel Antonio Caro y José Manuel Groot, la alusión al “Ser Supremo” y a la “Religión” en abstracto daba pie para equívocos y evidenciaba un lenguaje masónico. Por ello, pensaban que mediante este tipo de reforma educativa se insertarían en Colombia los enemigos de la sociedad conservadora, satanizados hasta el fondo: la anarquía, el comunismo, la masonería y el protestantismo (Jaramillo Uribe, 1989: 230). Esta alarma se prendió mucho más al saber que las escuelas estatales acogían modelos educativos ingleses, franceses y alemanes, y que varios educadores protestantes alemanes fueron invitados al país como preparadores de maestros (Ortiz, 2010). El conflicto por la educación, a la par que las ventajas económicas y el establecimiento del poder político, fue uno de los detonantes para que estallara la guerra de 1876-1877 conocida como la “guerra de las escuelas” o la “guerra de los curas”, dentro de la que se ubica la historia del padre Casafús narrada por Tomás Carrasquilla. Durante esta época de conflicto, se confrontan dos modos de construir el Estado-Nación en Colombia: el modelo católico conservador, fundamentado en el Syllabus Errorum del Papa Pío IX; y el modelo laico liberal, fundamentado en la Constitución de Rionegro de 1863. Y es precisamente por la identificación entre religión y política, Iglesia y Estado como las dos manos sagradas para dirigir una civilización, que la Iglesia católica luchó por reivindicar los poderes que iba perdiendo frente al liberalismo. Como hace ver Díaz: Durante casi todo el siglo XIX, las relaciones entre el Estado y la Iglesia en Colombia adoptaron un carácter conflictivo y en esta situación colaboró, por una parte, el amplio poder tanto económico 26

como social que la Iglesia, como institución, heredó de la época colonial y que, de alguna manera, pretendió mantener durante el período republicano; por otra parte, los dirigentes del Estado en formación creyeron, como hemos apreciado, poder abatir a una institución con tres siglos de proyección histórica y que en muchos aspectos formaba parte de la conciencia popular a manera de ideología dominante y en otros se demostraba superior al propio Estado, tanto en influjo social como en riqueza y organización (Díaz, 1989: 218).

1.1.2 La guerra de 1876-1877 y la identificación político-religiosa en Antioquia El 18 de julio de 1876 estalló “la guerra de los curas” en Colombia. Se trató de una alianza entre la Iglesia católica y el partido conservador, especialmente en Antioquia, Tolima y Pasto (sur de Cauca), contra las fuerzas militares del país, comandadas por el presidente liberal Aquileo Parra. Un conflicto bélico que originó la caída del régimen liberal federalista y permitió que se formara posteriormente un régimen centralista, autoritario y católico, y que refleja la profunda identificación político-religiosa en Antioquia, la cual se refleja en el uso de lenguaje de cruzada, al considerar que la lucha era para defender la fe contra los infieles, como reflexiona Luis Javier Ortiz: “En tal situación, los motivos que llevaron a la guerra tuvieron alta convergencia en sus aspectos político y religioso” (2010: 119). Según Ortiz (2010), los factores que propiciaron esta guerra fueron múltiples. En el aspecto económico, la gran depresión económica mundial de 1873 provocó en toda América Latina una fuerte caída en las exportaciones y las importaciones. En el caso de Colombia, decreció el comercio del tabaco y el oro, y esto generó desempleo y pobreza, por lo que ganarse la vida mediante el ejercicio de la guerra fue la opción que muchas personas debieron tomar. En el aspecto político, la lucha partidista por el control del país incrementó en los últimos años. El gobierno liberal fue hegemónico durante cerca de catorce años (1863-1876). Las elecciones se realizaban cada dos años, y esto exacerbaba los sentimientos y odios políticos que llevaron a la guerra. El federalismo liberal venía en desgaste, y el partido se debilitó mediante una división en dos alas, los independientes, liderados por Rafael Núñez, quienes proponían una reforma constitucional para restablecer las relaciones Iglesia-Estado e instaurar un régimen centralista; y los radicales, quienes deseaban continuar las ideas políticas tal como se venían dando. Por su parte, los conservadores en general -a excepción

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de Antioquia y Tolima, debido a su estabilidad económica- deseaban establecer un régimen centralista, aprovechaban los debates internos del liberalismo para promover insurrecciones y acceder a puestos de gobierno mediante alianza con los liberales independientes. Además, la exclusión de la Iglesia católica dentro de los proyectos de nación del liberalismo debilitó su popularidad ante el pueblo, mayoritariamente creyente, y ante los poderes eclesiales. El conflicto entre el gobierno liberal y la Iglesia por controlar el aparato educativo se agudizó ante la insistencia de los obispos más conservadores de restaurar la educación eclesiástica. El obispo de Pasto, Manuel Canuto Restrepo y Villegas, y el de Popayán, Carlos Bermúdez, recibieron el apoyo de los obispos de Antioquia, Joaquín Guillermo González Gutiérrez, y de Medellín, José Ignacio Montoya Palacio, además de numerosas comunidades religiosas en Antioquia. Se satanizó el liberalismo por presuntamente introducir a los enemigos clásicos del catolicismo: ateísmo, protestantismo, materialismo, socialismo y comunismo (Ortiz, 2010: 114). El partido conservador vio en la proclama de los obispos un fundamento ideológico para sus proyectos políticos, y se valió de esta identificación político-religiosa para declarar la guerra al liberalismo. En Antioquia, más que un interés económico -aunque lo había-, ya que el Estado federal gozaba de cierta comodidad, primaba el sentimiento y el fanatismo religioso para ir a una guerra en la que el Otro estaba ideológicamente satanizado, deshumanizado (Ortiz, 2010: 120). En este sentido, se trató de una mixtura de motivaciones políticas, económicas, de ascenso social, civiles y militares que se manifestó en múltiples adhesiones al presidente del Estado federal, a los obispos y sacerdotes y a los líderes de las asociaciones católicas. La fundamentación central, como se hace evidente en los discursos conservadores recogidos por Carrasquilla en Luterito, era la “defensa” de la religión católica, la raza blanca y el pensamiento colonial. Como lo destaca Ortiz: En Antioquia, la guerra se asumió como una cruzada religiosa, donde, según una expresiva alusión bíblica, militaban los amigos del “Dios de los ejércitos” -los conservadores y la Iglesia-, quienes salvarían a la patria de “la deshonra y la vergüenza” a las cuales la tenían sometida los federales que gobernaban el país (Ortiz, 2010: 133).

La guerra duró doce meses (julio de 1876 a julio de 1877), y se libró principalmente en los Estados federales de Antioquia, Cauca y Tolima. Fue una confrontación costosa. El 28

gobierno liberal alcanzó a equipar un ejército de 30 mil hombres, con un costo del 118% del presupuesto nacional; mientras que los conservadores reclutaron 14 mil hombres, y recogieron muchísimo dinero de las parroquias y asociaciones católicas (Ortiz, 2010: 305). Una lucha ideológica y materialmente polarizada por ambos bandos. Los católicos dieron a su lucha un sentido de guerra santa, y su intento por defender su confesión de fe y amor y su libertad espiritual se convirtió en una cruzada que predicaba el odio contra el Otro. Los liberales desconocieron la profunda raíz de la fe católica en el pueblo colombiano, y pensaron equívocamente que mediante acciones institucionales se eliminarían con facilidad creencias de casi cuatro siglos de arraigo. En nombre de valores humanitarios, tanto la Iglesia y los conservadores como los liberales deshumanizaron al adversario para justificar su eliminación. Los conservadores perdieron las batallas más importantes, y tuvieron que regresar y someterse al gobierno liberal. Sin embargo, la bancada del liberalismo independiente se tomó el poder en 1877, y las relaciones con la Iglesia se fueron suavizando hasta llegar al período de la Regeneración bajo Rafael Núñez, con la Constitución de 1886 y la firma del Concordato entre la Iglesia y el Estado, otorgando a ésta el mayor protagonismo en la educación en el país. 1.2 Recursos simbólicos Los conflictos del siglo XIX y parte de los del XX han tenido como base filosófica y política el choque de dos paradigmas con sus respectivas simbólicas (Arango y Arboleda, 2005: 87). Por un lado, aparece la cultura de la cristiandad española, basada en una filosofía esencialista, una sociología estamental y jerarquizada, una religión absolutista y una moral heterónoma universalista; este es el grupo que denominamos “conservador”. Por el otro, aparece la cultura de la modernidad, basada en la filosofía liberal, que aboga por un sujeto libre, con ideales de progreso y educación secular, en la búsqueda de autonomía e independencia moral y una religión privada; a éste grupo lo denominamos “liberal”. Para comprender los símbolos en conflicto que aparecen configurados en Luterito, es importante tomar como punto de partida lo que los partidos se disputan, a saber, las estructuras sociales. Como señala José Luis Romero, las estructuras sociales:

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consisten en sistemas de vínculos y normas que, en distintos aspectos, rigen las relaciones recíprocas de los miembros de las sociedades, aplicándose a cada caso particular pero de acuerdo con vigorosos principios generales cuyos fundamentos arraigan en los niveles más profundos de la conciencia colectiva y tienen caracteres análogos a los de las creencias (Romero, 2001: 127).

Las estructuras sociales son pocas veces cuestionadas, y se les ubica generalmente en un plano absoluto. Las propuestas de cambio frente a las estructuras son percibidas como amenazas por quienes las defienden y se sienten cómodos dentro de ellas; mientras que son promovidas y aceptadas por quienes no se sienten cómodos dentro del sistema o esperan beneficiarse de otro tipo de estructuras. En este sentido, se las sataniza o se las predica. Por ello es que dice Romero que son similares a las creencias. 1.2.1 Símbolos de los conservadores Como todos los movimientos históricos, el conservadurismo cambia en cada lugar y época4. Por esto toda definición es insuficiente, y se le debe dar una aproximación meramente contextual. Romero, hablando específicamente de América Latina, se refiere a los conservadores de esta manera: Los conservadores, aunque se expresan a través de actitudes políticas son, mucho más que eso, los celadores de la preservación de las estructuras básicas. De allí el enorme interés que, para el análisis histórico, tiene su acción y su pensamiento, muchas veces independiente de cómo se manifieste y de las palabras con que se exprese. Lo que en realidad están acusando y declarando tanto la acción como las ideas conservadoras, es por una parte, el riesgo que corre el sistema básico sobre el que está constituida la sociedad y, por la otra, la necesidad de contrarrestar rápidamente toda amenaza para devolverle al sistema su integridad y su plena vigencia (Romero, 2001: 128).

Un periódico conservador quiteño de 1868, definía al conservadurismo de esta manera: El Partido Conservador, en las Repúblicas americanas, lo mismo que en las Monarquías europeas, es el partido que sostiene el orden, que predica la paz, que defiende los sacrosantos principios de la 4

Desde la ciencia política, el conservadurismo puede definirse como “aquellas ideas y actitudes que apuntan al mantenimiento del sistema político existente y de sus modalidades de funcionamiento, y se ubican como contrapartida de las fuerzas innovadoras” (Bonazzi, 1985-I: 369). Estas modalidades de funcionamiento de un sistema político son lo que Romero llama estructuras sociales. Por esto, se puede definir a los conservadores como los que, generalmente, defienden estas estructuras. Para los conservadores, particularmente en el siglo XIX, es de vital importancia que el individuo sea guiado por la sociedad y por la Iglesia. Con ello, se niega el principio liberal de autonomía radical, y se considera que el universo moral de cada individuo se debe estabilizar mediante el poder estatal y religioso. De allí la importancia del poder político institucional, y de la supremacía de la ley para no caer en la tiranía (Bonazzi, 1985-I: 373). 30

justicia y el derecho; en una palabra, que conserva la sociedad en vez de desquiciarla y anarquizarla como sucede cuando se proclama la insuficiencia de las instituciones y se aboga por la dictadura que es la muerte de la República (El Constitucional, 20 de Noviembre de 1868. En: Romero, 2001: 316).

Como se observa, hay una creencia en un orden natural o divino de las cosas, del que todos los cambios son desviaciones ilegítimas, y por eso se debe volver siempre a ese orden. Por esto, el conservatismo está muy cercano al pensamiento religioso institucional, el cual considera que una fuerza divina ha realizado una creación que es inamovible, y que cualquier desviación es una expresión del mal. En este sentido, todo proceso de cambio es percibido como sospechoso y peligroso ante la integridad de la estructura y sus formas institucionalizadas. Con las actividades mercantiles y el transporte de materias americanas hacia Europa, muchos conservadores se abren a los cambios, pero manteniendo una concepción de un “orden divino” del universo. Así, surgen tendencias pragmáticas conservadoras que se amoldan a la realidad política y económica del continente. Mientras algunos seguían adheridos a la estructura latifundista colonial, otros fueron más progresistas y se apegaron al mercantilismo y posteriormente a la naciente industria, como es el caso de Antioquia entre los siglos XIX y XX. Es por esto que señala Romero que el conservadurismo latinoamericano “fue, en el fondo, el más doctrinario que pueda concebirse, puesto que, en última instancia, apelaba al orden divino. Pero fue, al mismo tiempo, el más pragmático que pueda imaginarse” (2001: 140). La reacción de la Iglesia católica ante el liberalismo es conflictiva. En toda América Latina, la Iglesia en el siglo XIX lucha por preservar su estatuto de confesión religiosa y los privilegios heredados del período colonial. Se politiza entonces el orden religioso, y se gesta una compleja alianza entre la Iglesia y las fuerzas políticas conservadoras en los diferentes países, a manera de un intercambio de favores, pues los conservadores apoyan las reivindicaciones que reclama la Iglesia, y ésta funciona como aparato ideológico de los terratenientes. A continuación, destacamos los recursos simbólicos más importantes de los conservadores en su lucha por mantener su estatus.

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a. El Syllabus Errorum y el Concilio Vaticano I La ofensiva de los Estados Liberales en América Latina tuvo como consecuencia un estrechamiento de relaciones entre la Iglesia latinoamericana y caribeña con el Vaticano (Beozzo, 1995: 189). Esto se manifiesta en el apego del clero a la teología oficial proveniente de Roma, y al intento de redefinición del estatuto legal mediante el cual se establecían los concordatos firmados entre Roma y los Estados nacionales. Roma envió a misioneros italianos, franceses, belgas y alemanes para la creación de colegios y universidades católicas, con el fin de establecer las creencias romanas mediante la educación. Entre estos misioneros, vino el sacerdote italiano Mastai Ferretti, durante los años 1823 y 1825, antes de convertirse en el Papa Pío IX. Es precisamente este Papa quien bendice la fundación del Colegio Pío Latinoamericano en 1859, que comenzó a preparar la reforma ultraconservadora de la Iglesia en América Latina. De este Colegio en Roma, surgió gran parte de la jerarquía conservadora latinoamericana del siglo XIX, y también los formadores y profesores de teología de las escuelas y seminarios en casi todas las instituciones católicas del continente. Como hace ver Beozzo, los años de estudio y vivienda en común formaron “un cuerpo homogéneo de clérigos embebidos de la tradición romana” (1995: 190), que serían quienes combatirían las ideas liberales. El Papa Pío IX publica en el año 1864 el Syllabus Errorum ó Catálogo de los principales errores de nuestra época. Este documento es la expresión pontificia del rompimiento del Vaticano con los valores modernistas. Allí, se condenan ochenta proposiciones liberales, de manera que nadie que se profesara católico podía estar de acuerdo con ellas (González, 1994-II). Entre las ideas que se rechazan, están estas: “que cada ser humano puede adoptar y seguir la religión que le parezca verdadera según la luz de la razón”; o ésta: “que la iglesia debe separarse del estado, y el estado de la iglesia” (González, 1994-II: 432). En el Syllabus se afirma la autoridad del Papa no sólo en el plano dogmático sino también en toda pronunciación acerca de costumbres y hasta de política. La voz de la Iglesia es superior a la del Estado. Condena el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el

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indiferentismo, el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas, y las sociedades clérico-liberales (Arango y Arboleda, 2005: 108-109). La recepción de esta encíclica produjo en América Latina la fundamentación ideológica oficial para la lucha contra el liberalismo desde los púlpitos, confesionarios y oficinas; y también generó divisiones y separaciones en la Iglesia, como la expulsión de sacerdotes liberales y masones en diferentes países, e incluso la conversión de algunos sacerdotes al protestantismo liberal, como es el caso del sacerdote brasileño José Manuel da Conceiçao (Beozzo, 1995). Las ideas de este Syllabus fueron profundizadas por el Concilio Vaticano I en 1873. Las conclusiones de este encuentro obispal ahondan en la idea de que la Iglesia es una sociedad jerárquica y superior a cualquier Estado; en un poder exclusivo de los obispos y el Papa de interpretar el depósito de la fe; en un llamamiento al pueblo laico a acogerse a las voces de autoridad religiosa; en una presentación de la Iglesia católica como la única poseedora de la verdad; y una cerrazón a toda posibilidad de ecumenismo, diálogo con las ciencias, con la filosofía o con otras religiones (Arango y Arboleda, 2005: 117). Además de esto, Pío IX insistió tanto en su autoridad, que en el Primer Concilio Vaticano, convocado por él mismo, se promulgó la infalibilidad papal: …enseñamos y definimos como dogma revelado por Dios, que el pontífice romano, cuando habla ex cathedra, cuando define, por su autoridad apostólica suprema como pastor y doctor de todos los cristianos, una doctrina de fe o de costumbres que ha de ser aceptada por la iglesia universal, tiene, por la asistencia divina que le ha sido prometida en el bienaventurado Pedro, aquella habilidad con que nuestro divino Redentor quiso que la iglesia contara al definir cuestiones de fe o moral. Luego, tales definiciones del pontífice romano son irreformables en sí mismas, y no en virtud del consenso de la iglesia. (En: González, 1994-II: 435)

De manera que hasta el Siglo XIX los papas se podían equivocar. De ahora en adelante, no se equivocarían por naturaleza y dones divinos. Con ello, se negaba todo uso libre de la razón humana laica y también el ejercicio de la mayoría de edad, proclamado por Kant y la Revolución francesa. El Papa y la Iglesia eran infalibles, constituyendo una guerra discursiva entre la fe y el uso de la razón -con grandes intereses económicos de por medioque devendría muchas veces en combates armados, como es el caso de Colombia. 33

b. El pensamiento de Miguel Antonio Caro En Colombia, el pensador conservador más sólido y conocido es Miguel Antonio Caro. Sus escritos pretenden irse contra los excesos del liberalismo. Para él, la Iglesia tiene razón en prohibir la difusión del pensamiento de Bentham, pues el orden social tiene su fundamento en un orden divino inmutable y no en un orden humano cambiante. Rechaza las influencias de Voltaire, Rousseau y Renan, e incita a prohibir todos los autores que propusieran un sistema naturalista, racionalista y liberal. Sin embargo, como afirma Gómez García (2003), Caro es un intelectual que va más allá del sermón de púlpito, y pretende dar un fundamento filosófico al pensamiento conservador: Miguel Antonio Caro, con todo, cumplió una labor que no se limitó a la ciega y fanática prédica doctrinaria. Él dio a sus escritos un tono excepcional dentro del pensamiento de la derecha hispanoamericana, es decir, él no se limitó al pragmatismo brutal o al oportunismo de ocasión para imponer, con el peor pretexto y a base de golpes, su programa doctrinario. Su obra se libra de los métodos de la barbarie de sacristía, pese incluso a su tono ultramontano (afín al de Marcelino Menéndez Pelayo), imbuido por las consignas misionales del Vaticano I (Gómez García, 2003: 289).

En este sentido, Caro pretende mostrarse como un hombre de religión respetuoso con la ciencia. Y aboga por una ciencia que sea respetuosa ante la religión, como se observa en uno de sus escritos: La religión verdadera y la ciencia verdadera no pueden hallarse en contradicción. Cada una tiene su propia esfera. La religión abraza las verdades del orden moral y sobrenatural, la ciencia del orden físico y natural. Una verdad no puede destruir a otra verdad; la contradicción sólo puede ser aparente. Lo que hay es que las verdades puramente científicas no han de irse a buscar en la Biblia, ni las verdades morales y religiosas en los libros científicos... Pero lo que no puede admitirse teológicamente es que una tesis puramente científica, aunque esté demostrada, cuanto más si es dudosa como lo era la del sistema copernicano, se sostenga y profese a título de verdad teológica (Caro, “Religión y ciencia”, En: Gómez García, 2003: 291).

En esto, Caro se intenta presentar como un defensor de la Iglesia y exige respeto, pues considera que el papel de la Iglesia es proteger las artes, letras y ciencias que han llegado desde Europa para “civilizar” al nuevo continente (2003: 293). Sin embargo, esta tolerancia que exige de la ciencia hacia la religión no es la misma que demuestra al enfrentar el pensamiento liberal. En su artículo “La ciencia española”, escrito para el periódico El 34

Conservador en 1882, enfrenta a un escritor anónimo del liberal Diario de Cundinamarca que ha atacado el valor científico y cultural de los libros españoles. Caro defiende a ultranza los libros españoles, y señala que éstos han sido propagados gracias a la Inquisición. Anota que es cierto que las obras científicas son reevaluadas constantemente, y que por esto es que precisamente las ideas de Bentham y Tracy deberían ser superadas en Colombia: La obra literaria vive, porque su individualidad y belleza la perpetúan; el texto científico muere sustituido por otro y otros y otros, porque su mérito está en ir con los descubrimientos del día, y éstos, por ley natural, se modifican y complementan. La rectificación de cifras de poblaciones siempre flotantes, la fijación de nuevos límites internacionales ocasionados por una guerra o por un tratado, las noticias de una región recién descubierta, hacen que la geografía B publicada hoy, sea mejor que la A publicada ayer; y que la una ceda el puesto a la otra. Sólo en Colombia (entiéndalo bien el Diario de Cundinamarca), sólo en Colombia, a virtud de ciertas ideas progresistas, hay textos que viven y perduran luengos años, aunque en todas partes hayan envejecido y míseramente caducado por el curso natural de las cosas (Caro, “La ciencia española”, En: Gómez García, 2003: 296).

En este sentido, el conservador Caro busca demostrar que Bentham y Tracy son autores pasados de moda para los intelectuales. Con ello se presenta como progresista, pero incurre en el mismo orgullo modernista del adversario al que enfrenta. De manera aún más explícita lo hace en el siguiente texto, aportado por Gómez García como nota a pie de página de su antología sobre el ensayo hispanoamericano en el siglo XIX: La moda de deleitarnos con Bentham y con Tracy nos vino de España; la prueba es que el primero se enseña en la forma en que nos lo dio el “español” Salas, y el segundo (relegado en París a puestos de libros viejos) en el compendio que hizo D.J.J. García, presbítero (“español”), catedrático jubilado (en 1821) de la Universidad de Salamanca. ¿Qué diríamos si este texto rigiera hoy en la Universidad de Madrid? Diríamos, con razón, que el siglo XIX no había pasado los Pirineos. En España el entusiasmo por Tracy y Bentham duraba aún (y fue mucho durar) por los años de 34 a 37. Entretanto nosotros nos exponemos a que un autor de la Edad Media (como llama Diario a Menéndez) nos considere a nosotros como de la Edad Antigua. “El desvergonzado utilitarismo de Salas fue y aún no sé si continúa siendo filosofía oficial en las escuelas de algunas repúblicas americanas, especialmente de Nueva Granada, hoy Colombia” (Caro, Heterodoxos, En: Gómez García, 2003: 297).

En este sentido, la defensa de la identidad americana, para conservadores como Caro, va ligada a la defensa del hispanismo y del catolicismo. La tolerancia que exigen no es la que 35

ejercen hacia los demás. Según el pensamiento conservador en América Latina, el Estado no sólo debía apoyar a la Iglesia y garantizar el orden social, sino también robustecer las acciones clericales y proteger esta institución, pues ésta es la transmisora de la herencia europea “civilizatoria”, como la llama Caro. Esta misma identificación entre Iglesia y Estado ocurría en el siglo XIX en Argentina con el gobierno de Rosas, en México con el de Lucas Alamán, en Chile con Prieto, en Perú con Herrera, y por supuesto en Colombia con Rafael Núñez y su vicepresidente Miguel Antonio Caro (Romero, 2001: 157). Para todos estos gobiernos conservadores, aliados a la Iglesia, la disyuntiva entre ser liberal o conservador tenía un fundamento teológico: “lo importante era admitir o rechazar que la sociedad civil tenía un fundamento sagrado, y según la actitud que se adoptara sería una u otra” (Romero, 2001: 157). c. El discurso de los sacerdotes antioqueños Durante la guerra de 1876-1877, múltiples sacerdotes, individualmente o en grupos, enviaban manifestaciones de apoyo al gobierno antioqueño y a la Diócesis de Medellín. Escribían cartas y predicaban sermones con alusiones a los textos más radicales del Antiguo Testamento, como el libro de Josué y de los Macabeos, en los que se consideraba que Dios estaba de parte de los israelitas para vencer a quienes detentaban el control de la tierra Palestina; y también refiriéndose a la muerte de Jesús como un sacrificio sangriento, de manera que con esta interpretación de la muerte del nazareno se justifica todo derramamiento de sangre para que otros vivan gracias a la muerte de un inocente. Ortiz recoge una carta de un grupo de sacerdotes de la diócesis de Antioquia, manifestando al gobierno federal y conservador su apoyo en la lucha contra el liberalismo: ...pues el clero católico mira en él al guardián de sus creencias, al protector especial de la Iglesia antioqueña, que en parte le ha ofrecido su cooperación (…) contad también con nosotros, que si no os acompañamos en la batalla, nuestros brazos estarán a toda hora levantados al cielo impetrando al Dios de los Ejércitos confianza y valor a los unos, luz y persuasión a los otros; paz para todos, pero la paz que tiene por norma el sagrado Código sellado con la sangre del Divino héroe del Gólgota (Pbro. Diego Leal et ál., En: Ortiz, 2010: 137).

En otra carta reproducida por Ortiz, el secretario del obispo de Medellín, Francisco M. Henao, del 24 de junio de 1876, señala las celebraciones católicas de cara a la guerra, en 36

plena alusión a textos y símbolos bíblicos, descontextualizados de sus relatos originales, y reconfigurados para promover la confrontación armada: …en uno de estos (altares) estaba representado Matatías dando muerte a un judío idólatra y al emisario del Rey Antíoco (…) Nada más propio y adecuado a las circunstancias de un pueblo católico que el ejemplo heroico de los Macabeos, para reanimar su fe y llenarlo de la fuerza y de valor en la defensa de sus derechos y de su religión (…) El otro altar tenía una bella estatua de Jesucristo, rodeado por seis niños de los más preciosos de la ciudad y en la actitud más agraciada y natural que puede presentar la infancia (…) imágenes cabales de la inocencia: “dejad que los niños vengan a mí”, como actitud opuesta a la arrogada por los “corruptores de la juventud” (Ortiz, 2010: 230).

La gran mayoría de los sacerdotes antioqueños fueron pro-conservadores. Curas obedientes al obispo, con alto nivel de cohesión institucional. La participación más activa de los religiosos en la guerra se dio en la simbólica de la fe: “el púlpito, pero aún más, el confesionario, cumplieron un papel decisivo en la guerra” (Ortiz, 2010: 219), aspectos notables en Luterito. Esto se evidencia en la carta pastoral de carácter militante del obispo Joaquín Guillermo González Gutiérrez para el pueblo antioqueño, en la que lo invita a marchar a la guerra para defender la religión católica: Pueblo de Antioquia, heredad del Señor, donde Él ha querido conservar ilesas las divinas tradiciones, ¡no vayáis a claudicar! Oíd el llamamiento del último Prelado católico (…) que os llama a defender vuestra religión (…). Si los gobernantes se han conjurado contra el Señor (…) mancomunémonos nosotros, olvidemos todo lo que nos pueda dividir y debilitar. Como tenemos una sola fe tengamos una sola voluntad y formemos una sola y firme resolución: la fe sostiene la verdad hasta morir por ella como el maestro modelo que nos dio ejemplo (González Gutiérrez, “Pastoral, 9 de mayo 1876”. En: Ortiz, 2010: 177).

Y, refiriéndose a sus opositores, se vale de un lenguaje retórico vituperante para demonizarlos, deshumanizarlos, y así aniquilarlos: Volviendo a nuestro país encontramos la misma coligación. Una secta reprobada, anatematizada por la Iglesia, que legisla, que dogmatiza, que persigue, que lo esclaviza todo y que quiere esclavizar hasta las conciencias (…). ¿Qué otra cosa es la secta masónica en el mundo? Una asociación diabólica que seduce a los pueblos con pomposas y halagüeñas palabras. Seréis libres (…) a nombre de la libertad los masones esclavizan y pervierten a los pueblos (…). Poseeréis la

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ciencia del bien y del mal, seréis como dioses; y a nombre del progreso los hizo sus esclavos (González Gutiérrez, “Pastoral, 9 de mayo 1876”. En: Ortiz, 2010: 177).

El clero se involucró en la guerra no sólo desde el púlpito, las cartas y el confesionario, sino también desde la militancia armada. Algunos curas se adhirieron al ejército para la capellanía militar, la formación de juntas de socorro y auxilio para los soldados, el reclutamiento directo de gente desde las parroquias, la connivencia con asociaciones laicas para recaudar fondos para la guerra, y las oraciones y peregrinaciones para el triunfo conservador. Varios clérigos ejercieron funciones como espías, postes y contactos para el partido conservador. Otros, más osados incluso, no dudaron de tomar las armas y enlistarse como soldados, como el caso del padre José Joaquín Baena Uribe, de Manizales (Ortiz, 2010: 227-228). Debe señalarse también que la Iglesia católica en Colombia, si bien institucionalmente era muy similar, en la realidad concreta no era uniforme. Ya en el siglo XVI, algunos frailes se opusieron a la brutalidad de la “evangelización” española. Este es el caso de los obispos fray Juan de los Barrios y Juan del Valle, quienes defendieron a los indígenas contra las atrocidades cometidas por los encomenderos (Díaz, 1989: 198). En la Independencia, el clero patriota, compuesto por sacerdotes criollos y mestizos, proclamó la desobediencia a la autoridad papal para promover la lucha de la independencia. Usaron un lenguaje de cruzada religiosa, y hablaban de la Independencia como una “guerra santa y justa” (Díaz, 1989: 200). Para ellos, el amor a la fe consistía en romper con la dependencia. Durante la guerra de 1876-1877, mientras obispos y clérigos ultraconservadores insistían en la guerra contra el liberalismo, Monseñor Vicente Arbeláez Gómez, arzobispo de Bogotá, intentaba llevar a cabo conciliaciones con el gobierno nacional para equilibrar las políticas liberales con la educación católica dentro de los colegios estatales, tratando de evitar al máximo la confrontación armada (Ortiz, 2010: 62). En el caso particular de Antioquia, hubo sacerdotes, como José Vicente Calad Ardila, Adriano María Cardona Cardona, Fulgencio Villa Ramírez y Lázaro María Botero P., quienes de forma escrita manifestaron una objeción de conciencia frente a la guerra y al ejercicio de la violencia para la defensa de las ideas religiosas, declaración que recoge Luis Javier Ortiz:

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(…) cumplimos sólo un deber de conciencia, pero que no ha sido ni es nuestro ánimo excitar a los pueblos a conspirar contra el Gobierno, ni mucho menos a promover la guerra contra él. Por el contrario, nuestra religión nos impone el deber de trabajar por la paz, y de prestar nosotros, y amonestar a los pueblos que presten la obediencia al poder civil, en todo lo que no sea contrario a las leyes de Dios y de la iglesia (En: Ortiz, 2010, 235-236).

Esto evidencia que una minoría disidente la cual, si bien no era radicalmente liberal, sí tenía una interpretación muy distinta de lo que era la fe cristiana y de la participación de los creyentes en la guerra. Unos sacerdotes fueron neutrales ante el conflicto, otros lo descalificaron con vehemencia, y hubo otros que se concentraron en socorrer a las viudas y los huérfanos que dejaba la guerra (Ortiz, 2010: 218). También, por supuesto, hubo varios curas acusados de ser liberales o colaboracionistas, y por ello fueron sancionados o expulsados, como es el caso del emblemático Casafús de Tomás Carrasquilla (Ortiz, 2010, 233). Algunos de los sacerdotes radicalmente disidentes fueron sancionados por no firmar protestas anti-liberales, por no leer las circulares y pastorales desde el púlpito de la iglesia por predicar contra la guerra. Entre los casos más llamativos, se cuentan el del padre José Vicente Cálad Ardila, firmante de la manifestación de los tres sacerdotes del oriente antioqueño antes mencionada, a quien se le acusó de apoyar las sociedades democráticas liberales y apoyar la ley de tuición de cultos (Ortiz, 2010: 236); el del padre José Tomás Molina, con residencia en el corregimiento de Nariño (Antioquia), a quien se le obligó a retractarse públicamente de profesar las doctrinas del liberalismo, y tiempo después fue suspendido (Ortiz, 2010: 237); y el caso de Antonio María Escobar, sacerdote de Neira, a quien se le acusó sin suficientes pruebas de expresar que “el partido conservador es sanguinario, cruel e hipócrita, que el clero antioqueño ha concitado muchedumbres a la matanza y que el liberalismo colombiano es leal” (“Juicio Criminal contra el señor presbítero don Antonio María Escobar, 30 de abril de 1877, En: Ortiz, 2010: 236)5.

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Según Jorge Alberto Naranjo (2008-I), el padre Escobar es el personaje histórico sobre el que se construyó el personaje de Pedro Nolasco Casafús en la obra de Carrasquilla. Magda Moreno, sobrina de Carrasquilla, afirma: “Casafús existió encarnado en el Padre Antonio María Escobar, extraño caso de individualidad y caridad, quien vivió en Santo Domingo cuando le suspendieron en su ministerio y allí tenía su cuartel general” (1960: 29). 39

Estos sacerdotes disidentes fueron fuertemente acosados y reprimidos, teniendo que responder ante una Iglesia inquisitorial. A ellos se les aplicó el dicho bíblico, reinterpretado de la manera más fundamentalista y eclesiocéntrica: “el que no está conmigo está contra mí”, y se les excluyó cuando intentaron mostrar visiones alternativas a la polarización de la guerra. 1.2.2 Símbolos de los liberales A partir de 1800, América Latina se encuentra con la expansión del capitalismo industrial inglés. Este se manifiesta no tanto en la creación de grandes empresas manufactureras, sino en la extracción de materias primas, agrícolas y minerales para su transformación en Europa y su reingreso al país de origen de los recursos a manera de material extranjero para la compra (Beozzo, 1995: 175). Con el libre comercio llega la ideología del liberalismo, el cual se identifica con el progreso material y científico. Con el liberalismo, viene la creencia en la educación y en la fuerza de las ideas para cambiar el mundo, y también el desprecio por la educación clerical, vista como un impedimento para el progreso del capitalismo y sus ideas. Por esto, de entrada, el liberalismo tendrá que enfrentarse con la Iglesia, a la cual considera su rival en términos de ideas filosóficas. Como apunta José Oscar Beozzo: Para la ideología liberal se trataba de la batalla de las luces contra el atraso y el obscurantismo (la religión católica y la tradición luso-hispana), a ser vencida por la difusión de las ideas económicas inglesas, filosóficas francesas y protestantes estadounidenses. Se trataba de la lucha de la civilización contra la barbarie (las poblaciones indígenas, gauchas, mestizas, africanas), la cual sería vencida por la eliminación o substitución de estas poblaciones por inmigrantes europeos (Beozzo, 1995: 175).

El liberalismo intenta poner en práctica las teorías del Iluminismo que buscaron desligar al hombre de su absoluta dependencia de las instituciones, especialmente la Iglesia, y de reivindicar para él la posibilidad de construir conocimientos racionales y científicos, para buscar la autorrealización humana y la satisfacción personal (Bobbio, 1985-I: 371). En este sentido, podría pensarse como la autolimitación del estado a fin de garantizar los derechos públicos subjetivos de los ciudadanos, especialmente en el campo económico.

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En el caso de América Latina, se trata de una contextualización propia, dependiendo de las circunstancias sociales, materiales e ideológicas: Más que una doctrina política o filosófica fue, en vísperas de los movimientos emancipadores de 1810 y después de ellos, una filosofía de la vida, un sistema de ideales que configuraba la imagen que cada país se hizo de sí mismo (Romero, 2001: 163)6.

El surgimiento del liberalismo en Colombia se debe, en gran medida, a razones económicas, como lo hace ver María Teresa Uribe de Hincapié: El mercader importador del Altiplano Cundiboyacense, que constituyó el núcleo principal del Radicalismo Liberal, requería la modernización de la producción tabacalera pues era la cantidad de este producto lo que definía su capacidad para importar. Este mercader necesariamente entró en contradicción abierta y flagrante con los terratenientes tradicionales, entre ellos la Iglesia Católica; necesitó legitimarse contra las estructuras de origen colonial, contra los poderes tradicionales, contra la Iglesia, en suma, contra la Colonia y la hispanidad que encarnaban para él todo lo arcaico y atrasado que se oponía a su proyecto modernizador. No es de extrañar pues que desarrollara una concepción “jacobina” del orden social, que rechazara las fuentes metafísicas del pensamiento y se dejara seducir por el racionalismo y el empirismo y que adoptara como suyas las concepciones del liberal-iluminismo europeo, que estuviera imbuido de ideas libertarias e igualitaristas que lo llevaron a criticar y combatir instituciones como la esclavitud y los resguardos, a pregonar la separación de la Iglesia y el Estado, la escuela laica, la desamortización de bienes de manos muertas, el impuesto directo y la libertad: toda la libertad para producir, intercambiar, pensar, movilizar personas y recursos, aunque en la aplicación de estos principios se cayera en la incongruencia y la contradicción que supone una actitud libertaria en un medio profundamente desigual (Uribe de Hincapié, 2005: 90).

Después de la Independencia, la propuesta liberal consistió en transformar los Estados coloniales hacia los intereses burgueses y comerciantes (Tirado, 1989: 159). El liberalismo sostenía el principio igualitario en una sociedad que conservaba una estratificación tradicional, y proclamaba la libertad en medio de un orden social de estructura autoritaria. Por esto fue criticado duramente por los conservadores, y combatido por quienes defendían cambios lentos y moderados. A mediados del siglo XIX, el liberalismo tenía una gran 6

Según Romero (2001: 163), el mundo colonial en el siglo XVIII tenía ya ciertas influencias de la filosofía ilustrada. En las universidades hispanoamericanas se leía y comentaba las obras prohibidas de Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Locke y Paine. Estos pequeños grupos intelectuales prepararon el camino de la Independencia. El triunfo de la Emancipación fue visto como el triunfo del liberalismo. Pero el proceso postrevolucionario trajo muchos problemas que sirvieron para cuestionar al liberalismo y traer enfrentamientos con los grupos tradicionalistas. 41

fuerza y empuje en economía, y por lo tanto en la política, e inició una serie de luchas en torno a la manera de configurar las nacientes repúblicas. Se presentaron entonces las disyuntivas entre federalismo y centralismo, educación laica y educación eclesial, ideas racionalistas y pensamiento colonial, progreso y tradición (Romero, 2001: 165). a. La filosofía de Bentham El fundamento filosófico que impulsaba el pensamiento liberal del siglo XIX era el utilitarismo de Jeremy Bentham (1748-1832). Este filósofo inglés propone establecer las leyes basadas en una racionalidad de fines y medios, una ciencia de la legislación que no se atiene al contractualismo de Rousseau, Hobbes o Locke, sino a la búsqueda de la felicidad humana: La naturaleza... ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos, el dolor y el placer. Son ellos los que nos indican tanto lo que debemos hacer como lo que no debemos hacer... El principio de utilidad equivale al principio que aprueba o desaprueba cualquier tipo de acción en función de su tendencia a aumentar o disminuir la felicidad del sujeto en cuestión; o lo que es lo mismo pero dicho con otras palabras, a promover o reducir dicha felicidad (Bentham, 2004: LVIII).

Desde este punto de vista, el ser humano se aleja del dolor y busca el placer, es decir el bienestar. La legislación de una nación debe adecuarse a este fin. Ya que la búsqueda del placer de un sujeto puede entrar en conflicto con la de los demás, es necesaria una legislación que busque el aumento del placer y la disminución del dolor no sólo en el reino individual sino también en la sociedad en general. Sin embargo, es una legislación que se busca en la defensa del derecho privado y en la acumulación de capital por parte de los grandes empresarios: “Dejar libre curso a la concurrencia de todos los capitalistas, confiar en ellos el cuidado de hacerse mutuamente la guerra, de suplantarse, de quitarse los compradores con ofrecimientos más ventajosos” (Bentham, 2004: LXVI). Por esto se concentra en atacar el excesivo intervencionismo de los Estados en el comercio, pero también en mostrar la necesidad de la existencia del Estado para que haya algún equilibrio en medio de la competencia comercial. La filosofía política de Bentham acompañó a Latinoamérica a lo largo del siglo XIX, inspirando las Constituciones de las nacientes naciones, y culminando en la condenación por parte de los grupos conservadores, como se evidencia en la novela de Carrasquilla. 42

Durante las guerras de Independencia, Santander y Bolívar eran partidarios de la propuesta del pensador inglés -aunque más tarde Bolívar, después del atentado que le hicieron el 25 de septiembre de 1828, concluyó que la lectura de Bentham era peligrosa y prohibió sus libros (Jaramillo Uribe, 1989: 237)-. La Iglesia católica rechazaba su moral utilitaria, porque identificaba el placer con el Bien, y la considera contraria a la moral cristiana del decálogo (Ibíd.). Vicente Azuero, partidario del benthamismo en Colombia, sostenía que esta filosofía no atacaba al cristianismo, sino que buscaba la felicidad como fin del ser humano. De hecho, Bentham mismo era cristiano, protestante. Lo primero lo acercaba a los liberales colombianos, la mayoría cristianos. Lo segundo, lo alejaba tajantemente de los conservadores, ya que incitaba a una religión y una moral privadas, aspecto que chocaba con los principios del pensamiento colonial. Entre 1870 y 1880 se reanudó la polémica en torno a los textos filosóficos de Bentham y a los del filósofo francés Destut de Tracy. Mientras los liberales introdujeron estas enseñanzas en las universidades, a manera de textos obligatorios para algunas materias jurídicas, los intelectuales conservadores, como Miguel Antonio Caro, se opusieron radicalmente, ya que detrás de esta filosofía que explicaba el origen de las ideas en las sensaciones o en la observación del propio pensamiento “vendría el materialismo total, el ateísmo, la prescindencia de la sociedad y las instituciones” (Jaramillo Uribe, 1989: 242). Sin embargo, el liberalismo impuso sus ideas de la libertad a través de la fuerza, paradoja que hace notar Jaramillo Uribe: La polémica no dejó de presentar situaciones paradójicas. Los liberales, defensores del libre examen y de la neutralidad religiosa del Estado, resultaban defendiendo el derecho del mismo Estado a fijar una doctrina científica oficial. Los conservadores que rechazaban la neutralidad religiosa establecida en el Decreto Orgánico de la Educación Pública del 70, pedían esa neutralidad al tratarse de la enseñanza filosófica en la Universidad (Jaramillo Uribe, 1989: 243).

b. La Constitución de Rionegro La cultura de la modernidad que se identificaba con los liberales, materializó su paradigma en la Constitución de Rionegro de 1863, llevada cabo bajo la presidencia de Tomás Cipriano de Mosquera, conocido en Luterito como el “mascachochas”. Este, quien había sido gobernador del Estado del Cauca, se rebeló contra el gobierno de Mariano Ospina 43

Rodríguez y se tomó el poder en 1861 para el liberalismo (Arango y Arboleda, 2005: 98). Puso en marcha la agenda del liberalismo mediante la ley de inspección de cultos, la disolución de la Compañía de Jesús, la desamortización de bienes de manos muertas y la extinción de conventos, monasterios y casas religiosas sin utilizar7. El 23 de abril de 1863 se llevó a cabo la Convención de Rionegro, de la que brotó una Constitución nacional que, por primera vez, no comenzaba “en nombre de Dios” sino “en nombre y por autorización del pueblo y de los Estados Unidos Colombianos que representa” (Arango y Arboleda, 2005: 103). Así, daba un carácter eminentemente liberal y laico al país, y destacaba artículos en contra de la pena de muerte, en favor de la libertad individual, la seguridad personal, la libertad de propiedad e industria, la libertad de expresión por palabra o por escrito, la liberta de imprenta y circulación de libros, la libertad de dar o recibir la instrucción que a bien se tengan, la profesión libre de cualquier religión, la limitación del poder a la Iglesia Católica y la clarificación de que todo culto debía sostenerse por sus propios creyentes y no por el Estado. En Antioquia, se aceptó formalmente la Constitución de Rionegro, ya que defendía una ética liberal y protestante de la economía. Pero se vivía y proclamaba una ética católica en la moral y las tradiciones. En 1864 fue asesinado Pascual Bravo, gobernador de Antioquia, y subió al poder Pedro Justo Berrío. Al caer el gobierno radical se modificó la Constitución. Ahora empezaba “En nombre de Dios”, y se alteraron varios de sus elementos, especialmente en la alianza total con la Iglesia y la educación confesional (Arango y Arboleda, 2005: 114).

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Debe destacarse las agresiones cometidas por parte del gobierno de Mosquera frente a la Iglesia, sus instituciones y sus servidores. Josefina Aguilar Ríos resalta esta violencia, que no perteneció sólo a los conservadores: “Era un 28 ó 29 de mayo de 1863, cuando ocurrió la tercera expulsión de los Jesuitas durante el segundo Gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera. Los conventos fueron utilizados por el Estado y sólo hasta 1868, con la caída de Mosquera fueron restituidos. La negativa de las comunidades de jurar obediencia a Tomás Cipriano de Mosquera despertó su cólera. En el convento de Santo Domingo por ejemplo, las estatuas coloniales de santos y vírgenes fueron destruidas, así como el altar mayor. En las naves laterales, en vez de las estaciones, se colgaron los cuadros con la imagen de los héroes del liberalismo. En el sagrario, donde se guardan las hostias, un cuadro de Tomás Cipriano de Mosquera reinó, para recordar que aún sobre las cosas de Dios había un gobierno que dominaba” (2006: 17).

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c. La agenda liberal La agenda de las reformas liberales para el siglo XIX en Colombia era amplia y ambiciosa. Álvaro Tirado Mejía destaca los puntos principales de la propuesta liberal: Abolición de la esclavitud; libertad absoluta de imprenta y de palabra; libertad religiosa; libertad de enseñanza; libertad de industria y comercio, inclusive el de armas y municiones; desafuero eclesiástico; sufragio universal, directo y secreto; supresión de la pena de muerte, y dulcificación de los castigos; abolición de la prisión por deuda; juicio por jurados; disminución de las funciones del Ejecutivo; fortalecimiento de las provincias; abolición de los monopolios, de los diezmos y de los censos; libre cambio; impuesto único y directo; abolición del ejército; expulsión de los jesuitas (1989: 160). Debe decirse, además, que los grupos liberales no eran del todo emancipadores. Detrás de sus proclamas de libertad e igualdad, existía la firme intención de usar a los negros y a los indígenas como fuerza de trabajo con bajos salarios para las nacientes industrias y el comercio. Esto lo deja ver Tirado en su historia política del siglo XIX en Colombia: A nombre de esclavos y de indígenas se llevaron a cabo muchas de las transformaciones del medio siglo. Estos sectores, por lo menos la mitad de la población colombiana en ese momento, no tenían formas directas de expresión política, no contaban con participación electoral; su actuación se vio limitada a servir como leva en los ejércitos liberales o conservadores que primero los reclutaron durante las guerras civiles. La esclavitud sirvió de tema para encendidos discursos sobre la igualdad, y la libertad jurídica se obtuvo para los esclavos y para los indígenas, que al disponer libremente de sus resguardos, quedaron liberados de la propiedad. En general, la prédica igualitaria de los ideólogos del siglos XIX, encubierta en el concepto de Pueblo, se refirió a los ciudadanos ilustrados y con bienes de fortuna, a los iguales entre iguales, pues dentro de una concepción racista que informa el pensamiento de casi todos los escritores y políticos del siglo XIX, las masas de indígenas, de negros y mestizos, fue tratada como inferior, abyecta y degradada, apta para ser manejada pero incapaz de decidir su propio destino (Tirado, 1989: 160).

Como también lo hace ver José Luis Romero, no sólo los conservadores del siglo XIX pueden catalogarse como parte del pensamiento de la derecha, también muchos liberales se inscriben dentro de esta manera de pensar, especialmente cuando empiezan a hacer parte de la estructura socio-económica del país, y buscan por todos los medios mantenerse en el

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poder8. De derecha no sólo fueron los grupos de terratenientes y antiguos señores de los países latinoamericanos. También lo fueron los grupos autoritarios orientados hacia estructuras jerárquicas, grupos de comerciantes a quienes el sistema socio-económico les brindaba garantías de bienestar y promesas de movilidad social, y grupos populares de mentalidad paternalista que recibían alguna garantía o promesa socio-económica por parte de los grupos en el poder. En este sentido, en los países latinoamericanos surgieron fuerzas políticas de derecha, que podían mezclar entre sí las creencias religiosas en un orden divino que los beneficiaba con la promoción del cambio social mediante el incremento mercantil de transacción de materias primas como de la naciente industria para lograr regalías. En este sentido, define Romero a estas fuerzas: Grupos socioeconómicos que, en situaciones caracterizadas por la existencia de un consenso general con respecto al orden establecido, ejercen el poder silenciosamente a través de diversos partidos políticos operando como grupos de presión, pero que en situaciones críticas se movilizan como fuerzas políticas recabando así el monopolio del poder -antes compartido, delegado o consentido- y asumiendo de manera activa la defensa del orden vigente, dentro del cual tienen una posición privilegiada (Romero, 2001, 296).

A finales del siglo XIX, América Latina presentó una dualidad política en la mayoría de sus países. Las clases señoriales se aburguesaron, mientras que los grupos liberales burgueses se señorializaron (Romero, 2001: 197). Este es el caso que ya se venía dando previamente en Antioquia, Estado defensor del régimen federal, con una importante fuerza económica en la minería y el intercambio de materias primas, a la par que fuerte defensora de las creencias católicas de ser un pueblo escogido para poseer todos los beneficios.

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Romero define el pensamiento de derecha, desde el punto de vista socio-económico, de la siguiente manera: “Han sido considerados de derecha los grupos que han defendido el mantenimiento incólume de las tradicionales estructuras socioeconómicas y socioculturales, cuyo fundamento arraiga en el ordenamiento colonial. Esta defensa supone una acción política, emprendida al insinuarse un ataque que amenace o vulnere esa estructura, esto es, un intento de cambio socioeconómico, de modo que esa política puede ser definida como un movimiento de resistencia o de oposición al cambio” (Romero, 2001: 292). 46

2. CONFIGURACIÓN DEL TEXTO: ESTUDIO LITERARIO DE LUTERITO En este capítulo se explora la configuración narrativa del texto (Mimesis II), la construcción de la trama como mediadora entre acontecimientos o incidentes individuales y una historia tomada como un todo. Lo que se busca es observar la manera en que Tomás Carrasquilla retoma la realidad de las guerras decimonónicas en relación con el discurso religioso y construye su novela. 2.1 Aspectos literarios En este apartado, se analizan los códigos narrativos de la obra de Carrasquilla. Como señala Ricoeur (2003), un proceso de comprensión de un texto debe pasar por los aspectos técnicos y lingüísticos de la obra literaria, con el fin de realizar finalmente una lectura filosófica de su contenido. En su teoría del arco hermenéutico propone ir de una lectura ingenua (Naïve) a una explicación exegética, para culminar en un saber comprensivo que reflexione sobre la obra. Para nuestro cometido, aplicamos la teoría narratológica clásica (Castro y Posada, 1998), la cual es retomada por Ricoeur en Tiempo y narración II (2004) para acercarse a realizar una reflexión sobre la obra literaria9. 2.1.1 Título La novela fue publicada en la revista La Miscelánea, de Medellín, en abril de 1899, bajo el título de Luterito. Más tarde se publicó con el título de El padre Casafús, a manera de libro, en 191610. El primer título con el que apareció la novela se debe a la mención del personaje de Martín Lutero en la novela, asociado con Casafús, por su apelación a la conciencia, la fundamentación de sus argumentos en las Escrituras, y la provocación de un cisma dentro de la comunidad (Carrasquilla, 2008-II: 458). Por todas estas razones, sus adversarios lo 9

Ricoeur se vale de las categorías de tiempo, espacio, narración, narrador, personajes y punto de vista para analizar obras como La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, En busca del tiempo perdido (1913-1927) de Marcel Proust y La señora Dalloway (1925) de Virginia Woolf. Previamente a las consideraciones sobre estas novelas, Ricoeur dialoga con las teorías literarias de autores tan diversos como Aristóteles, Vladimir Propp, A.J. Greimas, Frank Kermode, Émile Benveniste y Mijail Bajtin. Todo esto con el fin de fundamentar su tesis de que las aporías del tiempo se resuelven, de alguna manera, temporal, en la narración. Aunque la novela Luterito no es una novela que se centra en el tiempo como las estudiadas por Ricoeur, adoptamos su modelo desde un plano hermenéutico, con el fin de resaltar la triple mimesis de la obra literaria, y poder dialogar a partir del texto, con sus contextos y sus pretextos. 10 Esta es la versión de Ediciones Colombia, en 1916. Para nuestra investigación, acudimos a la última versión crítica de la obra completa de Carrasquilla, a cargo de Jorge Alberto Naranjo (Universidad de Antioquia, 2008). 47

verán como un hereje (438). Ellos emparentan a Casafús con los curas que, según la tradición católica de la contrarreforma, han sido inspirados por el diablo. En este sentido, son protestantes, enemigos, liberales y demonios. Con el título de la novela, Carrasquilla asocia la guerra de religión en Antioquia con las guerras de religión en Europa durante los siglos XVI y XVII (Arango, 2010:180). Al protagonista se le deshumaniza para proceder contra él mediante el discurso de la guerra santa y así excluirlo de la sociedad. En este sentido, el título se refiere al peso social que conlleva la acción de un protestante en medio de una sociedad católica y excluyente de las alteridades. 2.1.2 Narrador El tono con que habla la voz narrativa está marcado por la ironía y la parodia. La función literaria de la parodia consiste en que el lector vea la propia historia de su nación reflejada a través de la novela: “La estructura paródica –como parte de su ironía- no sólo produce un efecto humorístico de aguda crítica en la novela, sino que genera el placer gratificante de la tarea de su lectura multirreferencial” (Bedoya, 1996: 42). Carrasquilla no sólo busca divertir, sino llevar a reflexionar al lector. Luterito es reflejo de la realidad social e ideológica de un país, incluso de un continente: “Lo paradójico de la parodia es que mantiene o preserva elementos que ponen en crisis al utilizarlos fuera de su órbita propia y generan sentidos opuestos a los de lo parodiado” (43). En este sentido, deben leerse las declaraciones de la novela. La exaltación de la guerra es una muestra de la ideología que promueve la violencia, parodiando además los textos bíblicos usados para tal empresa: Y fuego bélico inflama los corazones; la fe les exalta y sublima. Truena el club y la tribuna. Viento de epopeya silba en las breñas, vibra en las sierras, se desata en los ámbitos. Cada hogar es una fragua, un Sinaí cada púlpito. Surgen los apóstoles, aparecen los evangelistas. Al infinito tiende la mujer bíblica de estas montañas: si es preciso su sangre también la ofrendará, que vírgenes y mártires la derramaron siempre por su Dios. ¡A la lid las milicias todas del Señor! No es soldado únicamente quien combate en el fragor de la pelea: gloriosas e incruentas se libran con otros héroes y otras armas. ¡Al templo, niños inocentes, desvalidos ancianos, mujeres inermes, al templo! (Carrasquilla, 2008-II: 431-432).

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La aparente santidad de personajes chismosos como Quiteria y Efrén debe leerse como una crítica a la hipocresía religiosa. Incluso la valentía del padre Casafús es, en el fondo, una reflexión sobre la práctica de la radicalidad del evangelio en un contexto de prebendas religiosas y poderes económicos en los que el resultado será la muerte. La novela es rica en alusiones intertextuales del mundo de la cultura, la literatura y la política. La mayoría de ellas referidas en tono paródico a la trama ficcional. La voz de Maleta lo asemeja a Gayarre y Casafús es un predicador como Bossuet (431). El sacerdote es comparado con herejes protestantes como Lutero y Calvino; pero algunas personas esperan que tenga un encuentro espiritual, como sucedió a San Pablo en el camino a Damasco o a San Agustín, y se arrepienta (460). La capacidad histriónica de Quiteria la hacen una oradora como Demóstenes y Cicerón. Ella se reúne con su grupo para acusar a Casafús a manera del Sanedrín judío que acusara a Jesús (454). Las mujeres del pueblo bordan mientras sus maridos van a la guerra, y en este sentido son unas Penélope (448), a la manera del personaje homérico. Efrén, como consejero del padre Vera, es una Ninfa Egeria, quien fuera la inspiradora del rey romano Numa (432). Milagros es un dios Jano con doble rostro, pues es católica y respeta al liberal Mosquera (460); y más adelante aparece como la mujer cananea insistiendo al Obispo por compasión para Casafús (468). Las Valderramas se creen unas “Jorge Sanes”, en alusión a George Sand (1804-1861) (466), escritora francesa demócrata y promotora de la libertad sexual y por esto mal vista por la sociedad. El narrador es realista. El final no es feliz y los personajes no son románticos. Desde el comienzo advierte que la honestidad de Casafús es la que le impide el ascenso social. Hasta Milagros se ofusca con el viejo cura, “no sabiendo si es un santo sublime o un loco rematado” (463). En este sentido, el tono narrativo es tristemente irónico, pues muestra una postura del autor en la que se reconoce que, en esta realidad social, quien se opone al maridaje de la cultura y la religión y a la cerrada mentalidad que va en busca de beneficios personales, tiene un fin trágico. De allí que la obra sea cómica por sus anotaciones paródicas que muestran lo ridículo de la realidad antioqueña decimonónica; pero también trágica, por la forma de presentar a un honesto idealista que choca con las duras paredes de unas instituciones inamovibles.

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Luterito es una narrativa de contrastes. Estos se sienten en el plano económico. Quiteria y su grupo disfrutan del bienestar material. La descripción de los banquetes patrocinados por la matrona refleja la ostentosidad y el deleite de quienes tienen el acceso a los bienes materiales (435). Mientras que Casafús y su familia –además de Milagros y su padrellegan a los extremos del hambre, al deseo insatisfecho de una buena comida y a la ira de no poder hacerlo cuando se tiene la oportunidad. En el asunto de la comida, el narrador relaciona la economía y la política, y confronta la ausencia del pan en la mesa con la ausencia del espíritu cristiano del amor. El tema de la pobreza, tan recurrente en Carrasquilla, evidencia el problema económico que está al fondo del conflicto discursivo en torno a la política y la religión. Los pobres son un lugar privilegiado en la obra del escritor antioqueño, y la satisfacción de sus necesidades es vista con aprobación divina y homenajes terrenales, como es el caso de sus cuentos “En la diestra de Dios Padre” (1897) y “Dimitas Arias” (1897). Por todo esto, puede decirse que la obra del narrador consiste en juzgar crítica y mordazmente la realidad narrada, la cual tiene un trasfondo histórico concreto; y solicita la complicidad del lector. Narrar y leer se constituyen en un “reflexionar sobre” (Ricoeur, 2004-II: 469). En este sentido, Luterito se erige como un juicio reflexivo sobre la realidad ficcionalizada. En términos de Ricoeur: “El acto configurador que regula la construcción de la trama es un acto judicativo, que constituye en tomar conjuntamente; más precisamente: es un acto de la familia del juicio reflexivo” (2004-II: 469). 2.1.3 Trama La novela está divida en once capítulos, los cuales buscan la respuesta a una acusación: ¿es Casafús un liberal? Si esto es así, se buscará excluirlo de la sociedad conservadora. Para esta indagación, hay un juez inmediato: el padre Vera; unos acusadores: Efrén y Quiteria; un acusado: Casafús. Una defensora: Milagros. Y un juez lejano al que se apela en última instancia: el Obispo. La trama se construye en torno a los argumentos referentes al juicio, y ante la pregunta de si Casafús es culpable o no. Vera es un juez que duda, que cavila y se pregunta, sin estar muy bien informado. Se precipita en la acusación, y luego se arrepiente, pero se le hace tarde para retractarse ante el obispo, mientras Casafús y su familia están muriendo de hambre. 50

La novela está estructurada a la manera de una tragedia, en la que la trama va de la dicha al infortunio, muriendo quien debería vivir, justo en el momento en que descubre que Casafús es inocente. Casafús es una Antígona moderna. Su carácter trágico y apasionado que valora la vida por encima de las leyes, lo llevan a radicalizar sus posturas hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, Carrasquilla, escritor moderno y realista, retrata la realidad descarnada en la que el personaje bueno, precisamente por ser bueno, es víctima de las estructuras religiosas que sacrifican víctimas humanas para alimentarse y mantenerse a sí mismas. En la narración, se intercalan dos planos: el político-nacional, con todo el escenario de la guerra y la preparación de la cruzada religiosa patrocinada por Quiteria; y el religioso-local, en el que dos pequeños grupos de personajes se confrontan precisamente en torno al partidismo político, dentro del discurso religioso. Es por ello que la obra se concentra en la identificación político-religiosa desde el plano local, a la luz de un problema nacional como muestra de la compleja inseparabilidad entre Iglesia y Estado en el siglo XIX. Esto es lo que María Elena Qués, en su estudio sobre Luterito, identifica como fundamentalismo: La religión hecha política -o la política hecha religión- deviene fundamentalismo, y obtura los espacios para matices o disensos, ya que el carácter sagrado del antagonismo arroja al adversario al lugar de la herejía. El protagonista del relato de Carrasquilla queda atrapado en una situación en la que impera un espíritu fundamentalista; intenta permanecer al margen, negándose a defender la guerra, pero el silencio de Casafús es un silencio político, puesto que religión y guerra son la misma causa” (Qués, 2000: 294).

2.1.4 Personajes La novela está construida sobre el conflicto entre dos grupos de personajes, los cuales no son uniformes, pero la polarización político-religiosa separa y unifica conforme a la pregunta de quién es liberal y quién es conservador. El juego paródico de espejos presenta como “liberales” –los cuales son muy disímiles entre sí- al grupo del padre Casafús, Milagros, las Valderramas y el Cojo Pino. Y a los conservadores –más similares entre ellos en ideas, aunque no del todo-, al grupo representado por Quiteria, Efrén, sus sobrinas y la mayoría del pueblo. El padre Vera, aunque conservador recalcitrante, aparece en medio de la confrontación de ambos grupos.

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El padre Pedro Nolasco Casafús es un hombre sabio, instruido en teología, medicina y jurisprudencia, con una gran capacidad para la retórica. Presbítero flaco y viejo, destaca en caridad y amor al prójimo, manifestados en la ayuda económica a las personas pobres. Radical en franqueza, odia la hipocresía y la lisonja. Similar al Pepe Rey de Pérez Galdós11, el cura antioqueño es presentado a partir de una característica temperamental ambigua: “la atrabilis, esa maldita atrabilis” (2008-II: 429)12. Es un intempestivo, con apresuramiento desmedido y emocionalmente alterado ante lo que se oponga a sus ideas de justicia. Esto último le imposibilita acceder a prebendas y ascender dentro de la sociedad. Aunque es el “héroe” de la narración, Carrasquilla lo presenta bajado de su trono y del púlpito, decadente, impaciente e impulsivo: “A tener bien repartidos y equilibrados los humores e igual el genio, hubiera sido el tal padre, si no el número uno, el dos por lo menos de nuestra clerecía” (429)13. Matrona pobre y hospitalaria es Milagros Lobo. Esta soltera que vive con su padre octogenario y paralítico, es una mujer respetada en el pueblo por su liderazgo y piedad cristiana, características retóricas que se destacan para ella en la narración. De buen humor y excelentes argumentos discursivos, será defensora en el caso Casafús, lográndose la enemistad de los conservadores y el beneplácito del Obispo para restituir al padre ante lo que ella considera un malentendido. Es ella quien, dentro del juego de oposiciones de la narración, se presenta como antagonista a Quiteria, ya que su poder social no radica en su dinero sino en la piedad, y quien logra también ciertas influencias en personajes eclesiales 11

Gran parte de la trama de la novela y de los personajes está construida bajo cierta influencia de la novela de Benito Pérez Galdós (1843-1920), Doña Perfecta (1876). En ella, Pérez Galdós refleja el conflicto entre el conservadurismo religioso y social, feudalista y medieval, con las nuevas ideas de la burguesía de la República española del siglo XIX; y profesa su creencia en la ciencia y el progreso a la par que refleja una profunda inquietud religiosa. Propone una lectura irónica, humorística y trágica de la realidad de su nación, y lleva a las páginas escritas la lengua coloquial del campo y la calle. Si bien esta no es la única influencia en Luterito, sí se pueden tender puentes intertextuales importantes, especialmente en la construcción de los caracteres. 12 La palabra “atrabilis” es definida por Jorge Alberto Naranjo como “Bilis negra, mal genio, cólera, melancolía” (2008: 590). Según María Elena Qués (2000, 312), el texto busca la causa del problema en la situación social y también en una de las peculiaridades individuales de los personajes. De manera que el desencadenamiento de la tragedia no se debe meramente a la exclusión político-social sino también al temperamento de Casafús, cuyo temperamento lo llevará a la fatalidad. 13 Los personajes en la obra de Carrasquilla carecen de cualquier idealización. Como lo destaca Levy: “Las figuras insípidas, idealizadas o románticas carecían de interés para Carrasquilla. Sus tipos de la vida real abundan en la especie pintoresca” (1958: 145). Todo esto fundamentándose en el realismo, que puede ser crudo y descarnado, como es la vida misma: “La realidad era su imperio; los enredos del argumento podrían ser sacrificados mientras los caracteres respondieran a la realidad” (1958: 146). 52

para lograr lo que quiere. De esta manera, como señala María Elena Qués (2000: 294), el enfrentamiento alrededor de la culpabilidad o inocencia de Casafús tiene como figuras centrales a dos personajes femeninos: Milagros y Quiteria. Doña Quiteria Rebolledo de Quintana es una matriarca, viuda, sin hijos, rica e influyente, patrocinadora de la guerra contra los liberales, y conservadora hasta el punto del odio a lo que no se parezca a ella14. Católica ferviente, defensora de los intereses de la Iglesia institucional, su religiosidad es descrita por Carrasquilla como “Una de esas piedades ostentosas, que necesitan ruido y aparato” (2008-II: 434). Instruida, por demás, en los dogmas más conservadores de la época. Quiteria es la antípoda de Milagros, con una influencia por el odio y la negación del Otro, y el deseo de figurar a partir de su patrocinio en la confección de la bandera para el Batallón Pío IX en la guerra y en la repostería con que endulza a sus copartidarios. Como hace notar Mario A. Arango (2010), Quiteria no sólo es un personaje sino que representa a un grupo social que, gracias a su poder económico, ostenta también el poder de lo político y de lo religioso. Esto lo enfatiza también Juan Guillermo Gómez cuando dice: “la señora de Quintana, Quiterita..., encerraba todo el acertijo de la cultura 'hispanoantioqueña' en lo que ella tiene de más locuaz, coqueto y repulsivo” (2006: 24). Efrén Encinales es el representante intelectual de la ortodoxia conservadora. El narrador lo describe como una persona muy pulcra, útil, artística e influyente. De estado civil dudoso, probablemente separado. Es el sacristán de la iglesia, ayudante del padre Vera, no sólo en los cuidados personales sino también en las ideas religiosas, llegando a formularle incluso los sermones. Un gran lector de la ortodoxia católica: Augusto Nicolás y Fraysinous, el padre Jaén y La Caridad. Y, como Quiteria, profesa “el santo odio al liberalismo” (2008-II: 433). Lo que lo hace sentirse una figura mesiánica para influir en el padre Vera en cuanto a las opiniones políticas hacia las que debería orientar al pueblo. Si bien Quiteria es lo opuesto a Milagros Lobo, Efrén, representación de la negación del Otro, es lo opuesto al padre Casafús. 14

El personaje de Quiteria, tal vez el mejor logrado de la obra, está construido sobre el modelo de Doña Perfecta, de la novela de Benito Pérez Galdós (1981). Este aspecto se explorará en los aspectos intertextuales de la configuración narrativa.

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Las figuras de la matrona, el sacristán, el párroco y el alcalde conforman un grupo de poder. El control social de la sociedad de San Juan de Piedragorda es configurado en el poder económico (Quiteria), el poder ideológico (Efrén), el poder religioso (Vera) y el poder político (Alcalde) para construir una unidad excluyente de lo diferente, y marginar así a quienes no estén de acuerdo con las propuestas político-religiosas que intentan promover. En medio de ambos grupos en confrontación aparece el padre Vera, “curita de misa y olla” (432). Sin muchos conocimientos teológicos, es influenciado por Efrén y Quiteria. Es presentado como un juez que debe decidir, en medio de las confusiones políticas y religiosas de la época. Sus dudas son una parodia a la imagen sagrada del sacerdote que lo sabe todo, un juez que emite sentencias a un pueblo que obedece, cuando en el interior del sacerdote hay dudas y preguntas. Como personajes de fondo, se destacan las mujeres Valderramas y las Encinales, mujeres a quienes la religión les abre el espacio para la participación política. A diferencia de Casafús y Milagros, las primeras sí son radicalmente liberales. Encarnan las voces satíricas del pueblo, inventan coplas y motes para los conservadores, parodian los trisagios eclesiales para burlarse de Quiteria y de su poder político y defienden la libertad de la conciencia aunque van a misa. Son descritas por la irónica voz narrativa como “las representantes de la herejía piedragordeña, sumamente zafias, ladinas y malcriadas” (451). Manifiestan una alteridad también intolerante frente al Otro. Pues, así como los conservadores hacen burla e insultan a los liberales, estas mujeres también entran en la guerra discursiva y de chismes frente a sus oponentes. Junto a ellas, se destaca también al Cojo Pino, personaje liberal, que es descrito como doctor, probablemente médico. Las segundas, familiares de Efrén, son mencionadas dentro de las partidarias conservadoras, y se destacan en su preocupación por la salud del cura. No tienen voz propia, sino que son transmisoras de los comentarios políticos y religiosos del pueblo. Juegan un papel de oposición frente a las Valderramas. Hacia el final del relato, llega un nuevo personaje, el padre Abad. El narrador lo describe como un gran orador, y también como un religioso intransigente: “un alma inmensa,

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inflamada por el fuego sacro del conservatismo y del odio a la impiedad” (462). No le importa que Vera haya dejado una encomienda de dinero para Casafús y sus familiares, y simplemente se olvida de ellos. Pues, para este hombre “el liberalismo está contra la Iglesia, y no se puede ser liberal y católico a un mismo tiempo” (462). Así, dedica su predicación contra las Valderramas y el Cojo Pino, incluso recela de Milagros, negándole la apelación para reevaluar el caso Casafús. Una figura estática y monolítica, como la misma institución católica descrita en la obra. Es la contrapartida del ficcional Obispo de Medellín, y representa la vertiente inquisitorial e intransigente de la Iglesia. El Obispo es la última figura importante que aparece en la novela, quien cumple el rol actancial de juez último para definir el favor o no del padre Casafús ante su defensora Milagros Lobo. No se menciona su nombre, tan sólo se dice que es Obispo de la Diócesis de Medellín, y que conoce a Milagros desde tiempo atrás, cuando era su director espiritual (467). Es un hombre abierto al diálogo, que inicialmente señala que es imposible retractarse ante las acusaciones tan serias en contra de la Iglesia. Sin embargo, la insistencia de Milagros, permite en él un giro inesperado, inicialmente a reevaluar el caso Casafús y, más tarde, a cambiar el veredicto, declarando la inocencia de Casafús y enviándole dinero a su familia. El Obispo es, en este caso, la imagen ideal para el narrador de lo que debiera ser una autoridad religiosa, en marcado contraste con el dubitativo Vera y con el radical Abad. En el fondo de los personajes, a manera de paisaje politizado, aparecen el pueblo y su alcalde. Se dejan arengar por los curas y se apasionan con la guerra. Las mujeres participan en la confección de la bandera liderada por Quiteria, y los varones marchan a defender la fe en su cruzada religiosa. Para el pueblo, se unen religión y política como una sola cosa, simbolizadas en el tañer de las campanas y el sonido de las trompetas a una sola voz, como manera de identificación entre una cosa y otra: “Término de tales escarceos y expansiones fue el toque segundo de marcha y el primero de misa, que sonaron a un tiempo, cual si provisional coincidencia probase el orbe que guerra y religión eran una misma cosa” (448). Los personajes de Luterito son personajes en conflicto, reflejo de la realidad nacional colombiana del siglo XIX. Los personajes que sobresalen son intelectuales, y la lucha se da en el plano discursivo, aunque sus consecuencias y sus causas son eminentemente materiales. Al decir de María Elena Qués: 55

La novela se inscribe en un debate de larga tradición dentro de la teoría política: la discusión en torno al papel de los intelectuales en las luchas políticas y sobre todo la cuestión de las estrategias políticodiscursivas destinadas a traducir la teoría de las masas (2000: 304).

Estos personajes están caracterizados por una sola idea: se es de un bando político determinado, y se llega a matar o morir por esta sola idea. Esta es una de las características de los personajes carrasquillanos, como señala Kurt Levy: Cuando los hipersensitivos caracteres infantiles de Carrasquilla crecen, desarrollan idiosincrasias que colindan con lo obsesivo y aún con lo neurótico. Son vidas regidas por deseos avasallantes que necesitan satisfacer. Algunos son sórdidamente materialistas; otros alcanzan la esfera de los ideales y toman un tinte espiritual. Atractivos o repugnantes, despiertan interés psicológico; las reacciones normales de la mediocridad ambiente sirven para relievar la naturaleza básicamente destructora de su debilidad. Sin duda éste último aspecto teníalo ya en la mente nuestro autor cuando indagaba en las obsesiones que incapacitan para una estimación objetiva de los valores (1958: 159).

2.1.5 Espacio El escenario del relato es el pueblo ficcional de San Juan de Piedragorda, ubicado a unas treinta horas a caballo de la población de Medellín, y cercano a Marinilla. Es descrito como: “Recostado en su colina, con sus casitas congregadas alrededor de su iglesia que destaca en azulada lejanía el blanco campanario” (2008-II: 470). El centro social es la iglesia, de las que las campanadas marcan el tiempo humano y se constituyen en la voz divina que conjuga lo político y lo religioso, y en torno a la cual se va a concentrar la narración. San Juan de Piedragorda es un símbolo político, donde se arraigan las luchas ideológicas y sociales, representación de la intolerancia de ciertos poblados antioqueños del siglo XIX, con sus odios políticos, su exclusión social y racial, fundamentados en el discurso religioso. La narración intercambia los espacios abiertos, que corresponden al lugar de la política, y los cerrados, que corresponden a la religión. En un momento importante ambos espacios se conjugan, haciendo del espacio cerrado y abierto un encuentro enteramente políticoreligioso, y es cuando Vera, desde la puerta de la iglesia, arenga a las tropas y las bendice para que marchen a la guerra (448). La plaza y la iglesia, la religión y la política se unen en una sola causa, la defensa de la tradición conservadora. Lo abierto y lo cerrado, lo interno y 56

lo externo, lo espiritual y lo marcial se casan en la puerta de la iglesia para legitimarse el uno al otro e ir produciendo la exclusión de quienes no hacen parte de su sistema. El espacio está impregnado de símbolos religiosos. No sólo San Juan de Piedragorda, sino también los pueblos antioqueños allí descritos están marcados por estatuas y procesiones, vírgenes, santos, iglesias y liturgias, todos dentro del marco de la guerra. Así se acentúa la identificación político-religiosa en Antioquia, de cara a la guerra que sirve como motivo narrativo: Nuestra Señora de las Victorias es paseada por la capital. Santos milagrosos, vírgenes doloridas, sangrientos Nazarenos son sacados de sus nichos y llevados a hombros por calles y por plazas. Tócase a rogativa en todas las aldeas; las romerías acuden a todos los santuarios. El clamoreo sube unísono al Dios de los Ejércitos... No para en esto la antioqueña: bórdanse banderas y escapularios para los héroes cristianos, ensártanse rosarios a millares. Un apóstol levanta estandarte; apellida al pueblo; el pueblo le sigue, y, entre plegarias y clamores, peregrina hasta allende el Chinchiná” (432).

2.1.6 Tiempo La narración ofrece una ubicación temporal específica, hacia el final de la novela. La fecha es el 26 de marzo de 1877 (470). Es de notar, además, que el autor escribió una nota al pie con respecto a la fecha y del documento, señalando que lo que aquí cuenta se trata de un material histórico15. A esta fecha, debe añadirse la alusión constante a la guerra y la descripción de su causa como un problema político-religioso en el que participaron los antioqueños con ferocidad. La causa de la guerra, es descrita por el narrador parodiando el lenguaje conservador, y destacando las categorías negativas con que se ve a los liberales: Bentham y Tracy; Ezequiel Rojas, el hediondo a azufre; Rojas Garrido, el vocero de Satanás; El Diario de Cundinamarca, ese papel escrito en los infiernos; esa escuela laica, donde se enseñaba a medirle puño a los santos y a escupir a la Virgen; y ese matrimonio civil y ese amor libre y la ley de tuición y los oligarcas y los sapos y todo el rojismo impío, en montón y por separado, tuvieron su merecido. El horror que les daba a las señoras: como no fueran a degollar a los curas esos sapos (432).

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Según Bedoya (1996), la nota de pie de página del autor que anota que –por lo menos el documento firmado por el Obispo- es “histórico”, lo hace para dar verosimilitud a la seriedad del asunto a manera de juego humorístico, y también para problematizar la relación entre la ficción y la realidad en la novela. 57

En Luterito, Carrasquilla logra configurar ficcionalmente la experiencia de tiempo histórico en un tiempo narrativo que muestra la forma en que un pueblo y un personaje viven la “guerra de los curas”. Las alusiones a la educación laica, la religión privada, los discursos beligerantes por parte de ambos bandos y las parodias intertextuales lo confirman. El tiempo narrado está relacionado con el tiempo real en el sentido que es el tiempo de la guerra en el que transcurre la novela. La guerra inicia en 1876 y culmina en el 77. La narración también lo hace16. En este sentido es una miniatura de los motivos de la guerra, vista en un pueblo que representa a toda Antioquia, y en unas circunstancias que son tipos universales de la exclusión social a la luz de la diferencia de opiniones políticas y religiosas. De allí la actualidad y el alcance universal de esta narración que se ubica en unas circunstancias temporalmente específicas. El capítulo II de la novela advierte sobre los tiempos de guerra, y muestra la manera en que se mezclan las relaciones inmediatas con la realidad política del país: “Densas brumas entenebrecen el horizonte”, dijo un papel de la época, en siniestros, sugestivos caracteres. Un club político estalló en bombas periódicas con este lema: “Si queréis la paz, preparaos para la guerra”. “Esta paz -grita un moderno Eusebio- es la paz del eunuco en el serallo. ¡Abajo la infame oligarquía, abajo el sapismo impío, abajo las escuelas sin Dios! Antioquia la soberana, la agreste soberana, cifra en su fe su orgullo, en su fe su tesoro, su vida. ¿Y pretenden arrancársela los malvados? ¡Que vengan! -brama el pueblo- ¡Atrás los pérfidos! -grita el gobierno- ¡A ellos! (432).

Ahora bien, si como dice Heidegger el tiempo es “el horizonte de toda comprensión del ser y de todo modo de interpretarlo” (Heidegger, 2003: 42); si el ser es tiempo, y el ser es definido por el tiempo que transita, entonces surge la cuestión de cómo vivimos el tiempo en un país donde la muerte es la que rige la temporalidad. En este sentido, gran parte de la literatura colombiana sobre la guerra permite ver la pregunta por el ser-en-el-tiempo desde la experiencia y cercanía de la muerte. Como lo asegura Ricoeur, la relación entre el tiempo de la narración con el de la vida a través del tiempo narrado pretende “arrancar el tiempo narrado a la indiferencia mediante la narración” (2004-II: 498).

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Aunque el tiempo no se describe explícitamente, transcurren varios meses desde la suspensión de Casafús hasta diciembre, y otros tres meses más hasta el 26 de marzo de 1877, fecha en la que retorna Milagros a Piedragorda para encontrarse con la muerte del padre Casafús. Por lo menos, cinco meses de hambre para el párroco y su familia, que contrastan con las gloriosas semanas de preparación de la guerra para los conservadores. Y un año de guerra, en la que hay una víctima indirecta en el plano bélico, pero directa en el plano discursivo, que es el protagonista de la novela. 58

La configuración existencial del tiempo en Luterito puede interpretarse como una reflexión en torno al hambre y la hartura. Para Casafús y su familia, el tiempo de la guerra y la exclusión es el tiempo del hambre. Si bien ninguna bala es disparada cerca de la población de Piedragorda, la concepción del ser en el tiempo se ve amenazada por la exclusión social que lleva a la exclusión material. La temporalidad interna del ser se siente más larga cuando el estómago está vacío. A través de su configuración de un tiempo narrado, Carrasquilla pone especial énfasis en el sinsentido de las campanadas de una iglesia pueblerina que acercan cada vez más al personaje hacia la muerte. 2.1.7 Diálogos El narrador presenta una novela dialógica, donde los discursos son elemento fundamental del argumento. La voz narrativa presenta el punto de vista de los personajes, y da cuenta de sus palabras, aunque con un tono mordaz. De la misma manera, espera la complicidad de sus lectores para abordar la obra desde la reflexión, desapareciendo la conciencia autorial única y mostrando una pluralidad de centros de conciencia. Estos diálogos tienen la estructura de un juicio político-religioso, y por lo tanto se puede concebir como la historia de un juicio condenatorio, casi inquisitorial. Los términos en que alude la novela a las conversaciones y los discursos se remiten al plano retórico: Casafús es presentado como un gran orador que sabe usar figuras del lenguaje (2008-II: 429), Milagros hace un panegírico de Casafús (430), el objetivo de las discusiones es la persuasión (436), la lucha política se da en términos de elogios y vituperios (433) y la palabra “argumentos” aparece con frecuencia (439). El primer diálogo importante se presenta en el capítulo III, después de la presentación de los personajes, en una conversación victoriosa entre Efrén, Quiteria y el Padre Vera, justo después de extender la bandera, exaltar a la tropa y posicionar a Quiteria como la matrona de la causa conservadora. El padre felicita a Quiteria por su hazaña, y ésta, en medio de una falsa modestia religiosa, que bien podríamos llamar hipócrita, menciona que lo único que hace es servir a Dios, que ha hecho poco por su partido, y que quisiera dar más: “Mi sangre diera, padre... y la daré por mi religión y por mi patria, en caso que Dios quera castigarnos con el triunfo de los rojos” (436). Allí señala a sus rivales políticos, como el cojo Pino y las

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Valderramas, destacando los chismes que se dicen acerca de ellos, llevándolos al extremo retórico de enemigos supremos, poniéndolos en contra de Dios, deshumanizándolos dentro del contexto religioso de la novela: “¡Eso es una blasfemia!... ¡Podrían ir a adorar a sus dioses falsos!... ¡Herejes, Oligarcas! ¡Si no hay nada tan horrible como gente sin religión! Dios puede mandarnos un castigo, por esas mujeres” (437). Incluso señala que la cojera de Pino es una maldición divina, debido a sus blasfemias. A lo que Efrén añade que deberían amordazarlo, pues “Es el peor enemigo del gobierno” (437). En este campo semántico de la visión del Otro como un sin-Dios, surge el nombre del padre Casafús. Quiteria introduce su nombre mediante una alusión extremista y con una pulida retórica, en la que señala que el silencio es complicidad ante los enemigos: “Mientras los jefes de esta plaza anden con ese mimo y esas consideraciones; mientras haya sacerdotes que se callen y lo autoricen todo con su silencio, tendrá enemigos la Iglesia en este pueblo, los tendrá el Gobierno” (437). Y dentro de la lista que menciona, incluye a Milagros y Casafús. Los acusa de rojos, señalando que Milagros apoyó a Tomás Cipriano de Mosquera. Indica que ella es quien influencia al padre Casafús y a sus hermanas, y que el cura y la vieja se burlan de los conservadores. Ella menciona que ha habido curas rojos, y les atribuye su servicio al diablo. Efrén interrumpe y señala algunos ejemplos: “Ahí están... el padre Lutero, el padre Calvino, el padre Jacinto...” (438). Y Quiteria complementa con su voz chillona y teatral: “¡Y el padre Casafús!” (437). Quiteria ha tenido un enfrentamiento en el confesionario con Casafús. El sacerdote no ha dejado que Quiteria se le imponga. La mujer intenta violar la relación tradicional del poder religioso, en la que el confesor tiene poder sobre el confesado, y así imponer una relación de poder social, en la que la matrona impone su voluntad sobre el sacerdote asalariado. Al oponerse Casafús a tal control por parte de la matrona, el asunto privado se convierte en un problema político. Como hace ver María Elena Qués (2000: 308), el silogismo de Quiteria es el siguiente: (P1): Los rojos con mis enemigos. (P2): Casafús es mi enemigo. (Q):

Casafús es rojo. 60

Sin embargo, al acusarlo ante Vera, invierte el orden para tratar de demostrar que Casafús es rojo, y por lo tanto es enemigo de Vera y de la Iglesia. Este diálogo es el que podemos llamar la primera acusación, informal por cierto, como todos los diálogos que se dan, pero que traerá las nefastas consecuencias materiales y sociales para la vida del sacerdote y su familia, en medio de un clima de ardiente hostilidad y polarización política. Quiteria pasa ahora a tratar a Vera de acusado, señalándole que parece que él estuviera pasando por alto y conscientemente el liberalismo del padre Casafús. Con ello lo llevan a un extremo emocional y político para que tome una decisión pues, de comprobarse esto, Vera pasaría por cómplice, y por lo tanto enemigo de su conciencia religiosa y también del pueblo antioqueño. Ante la defensa de Vera, y el señalamiento de chismosa a Quiteria, ella llora con intenso dramatismo, y es Efrén quien expone los argumentos para demostrar que Casafús es un liberal, basándose en la cita que hace de unas palabras que provienen de los evangelios (Lucas 11,23) y se le atribuyen a Jesucristo: “El que no está conmigo está contra mí” (2008-II: 439). Es decir, que si Casafús no es un conservador declarado, por lo tanto será un liberal. El esquema de la argumentación es el siguiente: (P1): Casafús no ha predicado nada en contra de los liberales. (Objeción): Vera objeta que se debe a que él mismo ha predicado todo el tiempo, y Casafús no ha tenido oportunidad de hacerlo. (P2): Casafús no habla ni permite que le hablen de política conservadora, y ha cortado relaciones con los conservadores. (P3): Casafús se sometió en el gobierno liberal de Mosquera. (Objeción): Vera objeta que muchos se sometieron debido a la situación violenta, y que él mismo lo hubiera hecho. (P4): Casafús lee los textos liberales de El Diario de Cundinamarca, tiene en sus biblioteca obras de Bentham y de Víctor Hugo; y también desecha el texto conservador llamado La

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Caridad, calificándolo como fanático e intolerante. Quiteria agrega que Casafús no cree en el trecenario de San Francisco, y se ha burlado de la novena de Santa Elena. (Q): Estos argumentos, particularmente P2 y P4 llevan a Vera a concluir que Casafús es liberal: “Si ustedes no me están embotellando, si eso de esos libros malos es cierto, siempre será liberal mi compadre Casafús” (440). La conversación prosigue, en la que Quiteria y Efrén parecen buenos ante Vera, pero también revelan su sarcasmo para asegurar el triunfo, por lo que Vera se afianza más en esta decisión y está dispuesto a expulsar a Casafús. Luego, dan una puntada final poniendo a Casafús en el grupo de los liberales, junto a las Valderramas y Juan Pino, señalando que el viejo cura es el santo de devoción de estos. Al irse Quiteria, Vera y Efrén hablan solos, y hacen un elogio de la religión, destacando un lenguaje que equipara lo diferente a sus ideas como el mismo Anticristo, y las ideas conservadoras como el triunfo del catolicismo. El segundo diálogo importante es el que podríamos llamar la acusación directa a Casafús. Después de los argumentos expuestos arriba, y de una larga cavilación de Vera, éste llama a Casafús para confrontarlo. Bastante nervioso, va al grano: “por ai andan diciendo diz que que vos sos rojo y apoyás a los herejes” (445). Casafús se altera, desafía a Vera, mientras éste se tranquiliza un poco y señala que tal vez será verdad. Por lo que Casafús responde defendiendo la libertad de su conciencia: Los actos y las intenciones humanas sólo Dios puede juzgarlos... Sólo los dogmas se imponen como creencias, y son indiscutibles; lo demás es potestativo... ni usted ni nadie puede obligarme a que yo conteste a una pregunta tan impertinente y tan capciosa. Ninguna ley divina ni humana me obliga a ello (446).

De esta manera, establece una distinción entre la fidelidad al evangelio y la libertad de opinión política. Con ello no está afirmando o negando su liberalismo, aspecto que Vera resalta varias veces. Casafús, con su marcada dignidad, señala como poco alumbrado del Espíritu de Dios a quien se deja llevar por las opiniones del vulgo, equiparando el saber divino con la instrucción inteligente, y se niega a contestar debido a su valor humano. Por ello prefiere irse, antes de tratar de defenderse. 62

Ante esta aporía, Vera llega a su segundo cometido: pedirle a Casafús que arengue las tropas que marchan a la guerra. Casafús responde con una expresión fuerte: “Padre Vera... ¡usted es un imbécil!” (446). Así se va, y termina esta notificación donde al acusado se le hace saber de la acusación. No se ha defendido, y esto acumulará argumentos para el posterior el envío de la carta por parte de Vera, y bajo el influjo de Efrén y Quiteria, para la suspensión del padre Casafús. El móvil de la acusación será entonces el sermón de Casafús, del cual no se mencionan las palabras precisas pero sí las alusiones a la paz. El narrador lo resume de la siguiente manera: “Fue como un chorro de agua comprimida: ni una mención siguiera mereciole San Miguel; puso arriba, muy arriba el olivo de la paz; en las nubes, la obediencia a los gobiernos; y declaró la guerra contra el triunfo supremo de Satanás” (453-454). El campo semántico gravita en torno a la oposición entre la paz y la guerra, y curiosamente menciona la obediencia a los gobiernos. Pareciera un sermón inofensivo, pero Casafús se vale de argumentos bíblicos pedir la paz. De allí la conclusión de la gente: “nadie dudó ya del liberalismo de Casafús” (454). Por otra parte, debe destacarse que la retórica de Casafús no está al alcance del lenguaje popular. Esto le suscita un conflicto de interpretaciones, en el que la audiencia saca diferentes conclusiones. Sus hermanas, las viejitas Casafuses no entienden muchas cosas, pero lloran conmovidas. Quiteria, queda plenamente convencida de que el sacerdote es rojo. Milagros queda en la incertidumbre. El padre Vera luego argumenta que no entendió muy bien. Las Valderramas felicitan a Casafús. Y la gente en general, gracias a la felicitación de estas mujeres, no duda entonces que el cura es liberal. En este sentido, el ilustrado sacerdote que manifiesta fe en la persuasión, cae en la trampa de un pueblo conmovido más por las emociones, y su lenguaje se vuelve un argumento contra él mismo. El tercer gran diálogo ocurre entre Casafús y Vera, después de que aquel ha recibido la notificación de su suspensión y del viaje que emprende Vera al pueblo de Mercedes para confesarse. Vera expresa su arrepentimiento y pide perdón de rodillas al acusado. Casafús dice que nada tiene que perdonar. Vera explica que considera que Casafús tiene algo de rojismo, pero que su sermón y su silencio no habían sido un peligro como para enviar notificación al Obispo. Y de nuevo apela a su conciencia para justificar su sermón sobre la 63

paz: “Lo prediqué porque es el dictado de mi conciencia: siento que la paz es Dios y no la guerra, bajo ningún pretexto. Si esto ha de tomarse por liberalismo, si por eso me suspenden, que sea en buena hora: la conciencia no se puede cambiar como se cambia de sotana” (456). Vera vacila de nuevo e insiste en preguntar si Casafús es liberal o no. Por lo que éste responde con argumentos evangélicos, basado en la premisa fundamental. Las consecuencias y agrupamientos son meras convenciones sociales dentro de la polarización político-religiosa actual. Pero fe, que es la opción de la propia conciencia, trasciende los partidismos: “Si por rojismo se entiende no predicar la guerra actual, soy rojo, y lo seré siempre, porque nunca predicaré ninguna guerra” (457). Seguidamente, prosigue en una argumentación teológica, viajando a lo largo de la Biblia, para demostrar que la guerra no es la opción más evangélica. Casafús señala que las guerras del Antiguo Testamento fueron justificadas para mantener vivo al pueblo del que iba a provenir el Mesías. Y señala que “ya no estamos en los tiempos bíblicos, ni podemos regirnos por las leyes civiles de Moisés, ni tampoco ajustar nuestros hechos a los sucesos extraordinarios de un pueblo elegido por Dios” (457). Esta apelación hermenéutica establece una distanciación entre el texto sagrado y su lector, demostrando que las categorías de interpretación y aplicación ya no son las mismas, y que no se puede dar un salto inmediato del texto a la acción sin antes haber pasado por la reflexión. Además, Casafús centra su visión de la guerra y la paz en la persona de Jesús, quien “predicó a todo el mundo, murió por toda la humanidad, estableció la ley de gracia, y la guerra quedó abolida. De ahí en adelante Dios no quiere sino la paz, para que el mundo disfrute y se aproveche de la redención” (457). Aquí apela al hecho central del cristianismo. No se es cristiano por la Biblia o por la tradición eclesial, sino por la persona de Jesucristo, y tal cristianismo se fundamenta en el seguimiento de su maestro. Hay una contradicción fundamental entre Jesús y la guerra, y por lo tanto no se puede servir a dos señores. Así el sacerdote invierte el campo semántico en que el pueblo enmarcaba la guerra santa, y demuestra que lo satánico es la violencia mientras que lo divino es el respeto por la vida.

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En una segunda instancia, Casafús apela a la historia de la iglesia: “Todas las otras guerras de carácter religioso que ha habido en nuestra era, con excepción de Las Cruzadas, no las considero inspiradas por Dios, sino por ambiciones humanas o por espíritu nacional” (457). Hombre de su época, y ciegamente acrítico con la violencia de los cristianos cometida en Tierra Santa, Casafús muestra no sólo la contrariedad entre Cristo y la guerra, sino también entre Dios y la guerra. Hace notar que la Iglesia siempre ha tenido enemigos, pero nunca ha sido llamada a combatir a la fuerza contra ellas. Y presenta una reductio absurdi respecto a la participación de la Iglesia en la guerra: “Y si ése fuera el espíritu de la Iglesia, el Santo Padre sería un Napoleón; los obispos, generales; los seminarios, escuelas militares; cada curato, un batallón; cuarteles los templos y la vida una guerra hasta el día del juicio, porque lo que es nuestra religión, nunca se acabará” (457). Esta expresión es una ironía de Carrasquilla, en una época en la que precisamente los obispos, seminarios, templos y curas estaban proclamando abiertamente la guerra en Colombia. Así, sus lectores podían identificar a manera de espejo la crítica que se hace a través de Casafús a la militarización de la fe. Vera, ante la impecable oratoria de Casafús, se reconoce ignorante en asuntos teológicos, y cambia su declaración, retractándose de la acusación, y con su marcada habla, reconociendo que Casafús no es un liberal consumado, pues no promueve la guerra por parte de ningún bando (457). Insiste en enviar inmediatamente una carta de retractación al Obispo, para que Casafús sea restituido. Casafús, anticipando la tragedia, pide a Vera más tiempo para la retractación, con el fin de que el párroco no quede como perjuro y el pueblo se confunda. Acuerdo al que llegan forzosamente por la insistencia del retórico sacerdote. El cuarto gran diálogo se presenta entre Milagros y el Obispo de la Diócesis, en la ciudad de Medellín, después de que Casafús ha sido condenado al ostracismo. Ya demostrada ante los lectores la justificación de Casafús, el narrador busca terminar el ciclo de su marcado realismo con el deseo de la mujer de reivindicar el nombre de Casafús y proveerles de nuevo un sustento laboral para su manutención material. Así que realiza un viaje de treinta horas a Medellín, y se entrevista con el líder de la Iglesia, a quien conocía desde tiempos anteriores.

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El argumento central de Milagros es la situación de pobreza de Casafús y su familia, y el deseo de que se haga justicia. El Obispo valora las intenciones de la mujer, pero declara que la situación política es difícil, pues se espera que Casafús se retracte públicamente. Pero Milagros señala que Casafús no puede retractarse, pues no se considera culpable. El Obispo señala que la fe es un tesoro para custodiar. Y la mujer, inteligentemente, le hace ver que “la caridad también es un tesoro” (467), y que el deber del Obispo, independientemente de la discusión político-religiosa, consiste en socorrer a quien tiene hambre. Dentro de la argumentación, el hombre de Iglesia concede la razón a la mujer, y dice que tratará de ayudar materialmente a la familia. La conversación parece terminada, pero Milagros no se conforma. Al otro día regresa a su oficina, e insiste, usando la imagen bíblica de la mujer sirofenicia que apela varias veces a Jesús, robándole un milagro de sanidad para su hija (Marcos 7,24-30). El mismo Obispo la identifica como “la abogada de Casafús” (2008-II: 468), quien apela no sólo una promesa sino que pretende llevar entre sus manos el cambio de un veredicto de este juez superior de la Iglesia. El argumento para demostrar la inocencia de Casafús es que Milagros fue testigo presencial del sermón en el que se le acusó al padre de ser liberal. Ella señala que estuvo presente, y que allí no oyó nada en contra de la religión y la fe. Vera estaba demasiado lejos para oír claramente el argumento de Casafús, y además estaba enfermo. Más bien, indica ella que el padre Vera ha sido engañado por sus propias creencias y por las de otros. Estos argumentos llevan al Obispo a pensar en un nuevo veredicto, pero señala que el fondo del problema es político, y por lo tanto es algo delicado. Milagros señala que el escándalo se puede apaciguar mediante una voz de autoridad superior. Además, extiende su petición, solicitando que Casafús obtenga un trabajo en la iglesia de Mercedes. El Obispo, escandalizado ante tanta petición y arrinconado por los argumentos de la mujer, exclama: “¡Milagros, por Dios!... Póngase usted en mi lugar por un momento; sea en esta vez el obispo de la Diócesis” (470). La mujer, con un toque magistral de humor, se toma en serio aquella exclamación que rayaba en el ridículo, y parodia la voz sacerdotal en la que declara la inocencia de Casafús y se roba el corazón del Prelado:

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Nos, Milagros Lobo, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Medellín, levantamos la suspensión al presbítero Pedro Nolasco Casafús, y lo nombramos cura excusador de la Parroquia de Mercedes. Dado en nuestro Palacio Episcopal y refrendando con nuestro sello, a 26 de marzo de 1877 (470).

El resultado que obtiene es precisamente el que declara en su palabra santa, y la mujer empoderada con vestiduras sagradas sale feliz del despacho para llevar el mensaje liberador a Casafús. Cuando toma el papel de Obispo, Milagros rompe con las relaciones tradicionales de poder para sacralizar el poder religioso en la voz del pueblo representado en una mujer. Esta es otra ironía de Carrasquilla, en la que expresa cómo una mujer laica, sencilla y pobre, tiene más sentido común que un Obispo para poner en práctica las enseñanzas del evangelio. Como anota María Elena Qués: La escena constituye el momento de mayor plenitud del poder social y eclesiástico, aliados ahora de buena fe. En este vínculo entre Milagros y el Obispo, se puede ver una postulación acerca del ejercicio ideal del poder religioso, más atento a resolver dolores humanos que a la fidelidad rigurosa frente a la normativa formal (Qués, 2000: 300).

Siendo una novela que presenta la historia de un conflicto, las palabras que se destacan son las que evidencian el desarrollo de esta pugna. Por esto, se pueden agrupar dentro de un campo semántico de oposiciones, en el que llama la atención la fundamentación religiosa para la pugna política entre liberales y conservadores, en medio de cual está el padre Casafús, mostrando una vía alternativa, y es la de la tolerancia. De allí que se presente un juego de opuestos: la paz y guerra, la caridad práctica y la doctrina que contradice al amor, la imposición de creencias y la libertad de conciencia. Los discursos que aparecen en Luterito reflejan las perspectivas ideológicas de la época, y la propuesta alternativa de Carrasquilla ante este dilema establecido entre liberales y conservadores. Como señala Betty Osorio: Carrasquilla se destaca por la construcción de texturas discursivas que revelan el entramado ideológico de procesos históricos, como ocurre en “El padre Casafús”, donde los sermones sirven para revelar los pactos de poder entre el establecimiento eclesiástico y el partido conservador (2008: 205).

67

2.2 Símbolos culturales Los discursos presentados por Carrasquilla en Luterito apelan a la simbólica religiosa del catolicismo histórico. Estos símbolos, como señala Ricoeur, “dan qué pensar” (2004). El símbolo es desbordante de sentido y añade un nuevo valor a una acción o un objeto en tanto ésta o éste se hacen símbolos. Los símbolos que se presentan en la novela de Carrasquilla apuntan a una interpretación de la Biblia y de la historia religiosa que chocan entre sí. Por una parte, aparecen las imágenes que fundamentan la exclusión del Otro, las cuales innegablemente aparecen en las tradiciones judeo-cristianas. Por la otra, brotan los símbolos, también histórico-religiosos, que invitan a la construcción de la paz, la tolerancia y la alteridad. Con lo cual se hace evidente que todo texto escrito, más si es el fundamento de una cultura, y mucho más aún si es un texto tan antiguo en el que se hace evidente la “muerte del autor” (Ricoeur, 2003), es susceptible de diversas interpretaciones. 2.2.1 Símbolos histórico-religiosos a. La guerra santa El fundamento religioso que está detrás de la avanzada de los antioqueños conservadores contra los liberales colombianos es el de la guerra santa. Según el teólogo suizo Hans Küng, “Bajo guerras 'santas' se entiende guerras ofensivas realizadas con intención misionera por encargo de una divinidad” (2006: 657)17. Historiadores como Diana Luz Ceballos (2005) y Justo González (1994) coinciden en que el año 1492 confluyen varios acontecimientos que combinan la política y la religión: la expulsión de los moros de Granada, el inicio de la expulsión de los judíos de España, la Conquista y Colonización de América, y las quemas sistemáticas de brujas por parte de la 17

El fundamento de esta concepción es el discurso agustiniano sobre la “guerra justa”, la cual debe tener una causa justa (iusta causa), una intención honesta (recta intentio), proporcionalidad (proporcionalitas), instancia legítima (auctoritas legitima), debe respetar el derecho (ius in bello), y debe realizarse sólo y cuando sea el último y único medio (utltima ratio) (Küng, 2006: 663). Esta ha sido la justificación para el avance del imperio romano desde que se hiciera cristiano en el siglo IV. Mediante esta misma doctrina se ha asesinado a millones de indígenas en el continente Americano, se ha establecido la colonización y el apartheid blanco en Suráfrica, se ha apoyado la ocupación israelí sobre Palestina, y se ha incursionado en Irak y Afganistán para acabar con la población musulmana (Küng, 2006: 657). 68

Inquisición. De manera que la Conquista de América es heredera de un lenguaje de cruzada y negación del otro. Como lo hace ver Küng: Dado el entrelazamiento entre el ámbito profano y el sagrado, los gobernantes seculares se entendían a sí mismos como protectores de la Iglesia; por su parte, los jerarcas eclesiásticos legitimaron e inspiraron con frecuencia a las autoridades seculares. Una expansión del poder secular siempre conllevaba una expansión de la Iglesia, y la evangelización por parte de ésta tenía asimismo como consecuencia la dilatación del poder secular. El derecho estatal y el derecho canónico se complementaban; las normas eclesiásticas condicionaban la vida civil, y las autoridades civiles castigaban la violación del orden moral y religioso. Así, el “brazo secular” y el “brazo espiritual” se ayudaban uno a otro (Küng, 2006: 661).

El lenguaje utilizado por los conservadores en Luterito es similar al que aparece en las cruzadas18. La proclamación de un evangelio de vida y un Dios de gracia que dejaban a su paso cientos de túmulos mortuorios: ¡Jerusalén estaba de nuevo en manos cristianas! Entonces aquellos soldados de Cristo se dedicaron a la venganza. Todos los soldados sarracenos fueron muertos, y la población civil no sufrió mejor suerte. Muchas mujeres fueron violadas. A otras se les arrancaron los niños de pecho, para estrellarlos contra las paredes. Los judíos habían acudido a la sinagoga. Los cruzados le prendieron fuego al edificio, y los mataron a todos. Según cuenta un testigo ocular, la carnicería fue tal que en el Pórtico de Salomón la sangre llegaba a las rodillas de los caballos. Cuando por fin terminó la matanza, y se decidió que era hora de enterrar los cadáveres, los sobrevivientes entre los sarracenos eran tan pocos que fue necesario pagarles a los cristianos más pobres para que se ocuparan de la tétrica labor (González, 1994-I: 388).

Pero las cruzadas no sólo dejaron muertos tendidos en Jerusalén y a lo largo de Europa. También tuvieron nefastas consecuencias para la Conquista de América, la Colonia y las luchas durante y después de la Independencia. Este lenguaje, mezcla de fanatismo político y

religioso,

fundamenta

en

nuestro

continente

la

eliminación

de

indígenas,

afrodescendientes y mestizos, acusados de prácticas de hechicería. Fundamento religioso para imponer una economía y políticas que beneficiaran a quienes ostentaban el discurso ideológico. Como apunta Diana Luz Ceballos: “Al ser una punta de lanza para la 18

El Papa Urbano II presentó un sermón en Francia, que impulsó las imaginaciones apocalípticas de la gente, mediante estas palabras: “Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don que Dios me ha dado” (Urbano II, En: González, 1994: 377). 69

dominación cultural, la religión y las religiosidades fueron un campo fecundo de confrontación según la cual, si se atentaba contra la religión, se estaba atentando contra las dos majestades, la de Dios y la del Rey” (2005: 58). Un discurso que, como se observa en Luterito, se sigue usando para justificar la eliminación de quien piense o sea diferente. b. Las guerras religiosas europeas Luterito alude de manera intertextual a la historia de las guerras de religión en Europa. Carrasquilla usa las imágenes de la guerra del siglo XVI para ilustrar la guerra religiosa que se dio en Colombia durante en el siglo XIX. Como señala Arango: Nadie como Carrasquilla en el contexto colombiano del momento frente a este conflicto: la Guerra Santa. De ahí el título de la novela en la que asocia con cierta picardía del diminutivo “-ito” (Luterito) el nombre del padre Nicolás Casafús con el personaje histórico y líder cismático Martín Lutero. Con esta fábula abre toda una reflexión en torno a la libertad de conciencia, opuesta a la coacción, muy propio de contextos fanáticos (2010: 179).

En siglo XVI, la Iglesia católica se enfrentó a una alteridad desconocida, desafiante y agresiva: la Reforma protestante. Según los especialistas, se trata de un nuevo paradigma dentro de la religión de occidente, un giro copernicano (Küng, 2001, 546)19. Esta nueva visión que ofrece Lutero tiene consecuencias revolucionarias en la cultura y la época: la crítica al sacerdocio clerical, proclamando el sacerdocio universal de todos los creyentes y valorando el trabajo humano como vocación divina; la crítica al sacrificio de la misa en latín y a la misa privada, logrando la predicación del evangelio en lengua vernácula, y la participación de la comunión con pan y vino para el pueblo. Además, la crítica a la ley del celibato, afirmando el valor de la sexualidad humana, incluso para los sacerdotes (Küng,

19

Según Küng (2001), con la Reforma se promueve una nueva concepción de lo divino: ya no se habla de Dios en categorías físico-fisiológicas (acto y potencia, materia y forma, sustancia y accidente; causa eficiente, material y formal), sino en categorías personales y personificantes (Dios bondadoso, hombre pecador, declarar justo, confianza, fe, esperanza). Se augura una nueva concepción de lo humano: ya no se percibe al ser humano bajo el esquema de la naturaleza y la gracia, sino desde la contraposición de ley y evangelio, obras y fe, letra y espíritu. Se lucha por una nueva concepción de la iglesia: no un burocrático aparato de poder y de finanzas, sino una comunión de todos los fieles. Y se aboga por una nueva concepción de los sacramentos: no un ritual mecánico, sino la celebración de las promesas divinas. 70

2001: 560). Esto no sin devenir posteriormente en una institucionalización igual de colonial, inquisitorial y dogmática dentro del protestantismo20. Ante las creencias de la Reforma, la contra-reforma, a manos del emperador Carlos V y del Papa Juan III, se presenta como un catolicismo reaccionario que se anquilosa en el paradigma medieval (Küng, 2001: 536). Se caracteriza por su índice de libros prohibidos publicado en 1564, la quema del filósofo Giordano Bruno en 1600, la humillación de Galileo al hacerlo poner de rodillas ante el clero en 1663, y el rechazo más acérrimo contra las ciencias naturales y el protestantismo. Todas estas alteridades son satanizadas. La contra-reforma se impone por la vía eclesial, pero también por la vía militar, generando las guerras de religión y persecuciones. En Italia y España la Inquisición sofoca a los pequeños grupos protestantes21. En Francia hay ocho guerras civiles, y se destaca la conocida “Noche de San Bartolomé” en la que mueren asesinados cerca de 3.000 protestantes hugonotes. En Alemania y Polonia se re-catolizan algunos territorios protestantes mediante movimientos políticos para conveniencia de los príncipes (ex) protestantes. En Escocia e Inglaterra se decapita a la reina protestante María Estuardo por 20

Si bien surgió lo que los historiadores de la religión llaman una “reforma de izquierdas”, también se fortaleció el ala institucional, al servicio de los poderosos, la reforma “de derechas”. En lugar de someterse al Papa, la iglesia de Lutero fue sometida al Estado. Lutero otorgó a los príncipes alemanes la protección y el orden de la iglesia, y con ello dio un rasgo político-conservador en el que la iglesia hasta la actualidad –caso muy evidente en la II Guerra Mundial donde la iglesia alemana apoyó a Hitler, y sólo unos pocos se opusieron-. Esto empoderó políticamente a los príncipes alemanes, dándoles el control no sólo de la Iglesia sino también de la población mediante una importante justificación religiosa. Como señala Küng, “el príncipe regional terminó por convertirse en algo así como un Papa en el territorio propio” (2001, 571). Con Juan Calvino se establece un estado teocrático en Ginebra en el siglo XVI, dispuesto incluso a sacrificar vidas en razón del orden eclesial y social, como sucedió en el caso del médico español Miguel de Serveto, condenado a la hoguera en la ciudad suiza por estar en desacuerdo con la unión entre la Iglesia y el Estado y con la doctrina de la Trinidad (González, 1994-II: 177). Por ello señala Küng que “también en Ginebra hay, como bajo la dominación de Roma, inquisición, torturas y muerte por el fuego” (Küng, 2001: 587). 21 González describe la situación de la persecución a los protestantes en España: “El primer „auto de fe‟ contra los protestantes se celebró en Valladolid el 21 de mayo de 1559, y en él catorce personas fueron muertas, mientras otras dieciséis fueron castigadas públicamente de distintos modos. En el segundo, celebrado en la misma ciudad el 8 de octubre de ese año, los muertos fueron trece, y dieciséis los castigados de otro modo. En Sevilla, donde el número de los acusados era mayor, el primer auto de fe tuvo lugar el 24 de septiembre, y en él los condenados a morir fueron veintiuno. Entre ellos estaban cuatro frailes de San Isidoro, que habían decidido permanecer allí cuando sus hermanos partieron hacia Ginebra. El segundo auto de fe sevillano tuvo lugar más de un año después, el 22 de diciembre de 1560, y en él murió Julianillo Hernández, junto a otros trece compañeros de fe. A partir de entonces los autos de fe se multiplicaron, y durante cada uno de los próximos diez años hubo al menos una docena de ellos. Luego, el número de los condenados a muerte por ser „luteranos‟ fue considerable. Y mucho mayor fue el de los que recibieron condenas menores, tales como la confiscación de bienes, prisión perpetua, llevar sambenitos, etc. Pero, a pesar de ello, hacia fines de ese siglo, todavía la Inquisición se veía obligada a continuar buscando y condenando a quienes persistían en sus inclinaciones protestantes (González, 1994-II: 127). 71

orden de Isabel la Católica de España, lo que lleva a la gran Guerra entre estos dos países. Una situación que es suavizada en el siglo XVI con La Paz de Westfalia, pero que trae para Europa -y más adelante para América- empobrecimiento económico, descenso significativo del número de la población, destrucción de valores y obras culturales, incremento de la superstición, y cacería de brujas. Esta mentalidad anti-protestante, anti-árabe y anti-judía es la que llega a América y se arraiga en la cultura popular, para convertirse en una mentalidad también anti-indígena y anti-africana. De esta manera, no es extraño que todo el lenguaje de cruzada, conquista, exclusión, inquisición y persecución se refleje en el siglo XIX, en la obra Luterito, y también en el XX en los discursos políticos mesiánicos que tratan de justificar la guerra mediante la satanización del otro. América Latina recibe como legado esta visión del otro. 2.2.2 Símbolos bíblicos Como lo ha hecho ver el análisis de los diálogos, la importancia de la Biblia en Luterito es fundamental para justificar la toma de posición política y religiosa de Casafús y de Vera. El uso que se hace de la Biblia en esta novela es una muestra de que en América Latina la Biblia ha servido como un instrumento de dominación y maltrato, pero también de resistencia y libertad (Tamez, 2007). a. Símbolos bíblicos de los acusadores Desde el comienzo, el narrador se vale de elementos bíblicos para expresar la manera en que el pueblo antioqueño vivió la guerra de 1876-1877 (2008-II, 432). Al comparar los púlpitos con el monte Sinaí, el narrador alude al texto de Éxodo 19, donde se narra la experiencia teofánica que vive Israel frente a Yahvé. Aunque no es una narración beligerante, destaca por la fuerza de las imágenes volcánicas que presencia el pueblo cuando le es otorgada la ley: Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos y una nube espesa se posó sobre el monte, mientras el toque de la trompeta crecía en intensidad, y el pueblo se puso a temblar en el campamento. Moisés sacó al pueblo del campamento para recibir a Dios, y se quedaron firmes al pie de la montaña. El monte Sinaí era una humareda total, porque el Señor bajó a él con fuego; se alzaba

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el humo como de un horno, y toda la montaña temblaba. El toque de la trompeta iba creciendo en intensidad mientras Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno (Ex 19,16-19).

La alusión por parte del narrador se debe probablemente al fuego y la potencia, al ardor al que puede compararse la guerra contra los infieles. Y también puede aludir a lo que sucedió al pie de la montaña, después de que Moisés recibiera las tablas, cuando se decide matar a los que adoran al Dios que los ha rescatado de Egipto mediante una fiesta ante el Becerro de oro. Éstas son las órdenes ejecutadas contra los que se consideran infieles: “Tome cada uno la espada; regresen al campamento, vayan de puerta en puerta y maten sin tener en cuenta si es hermano, compañero, o pariente” (Ex 32,27). La mujer bíblica de las montañas antioqueñas a las que alude el narrador es Judit. Este nacionalista libro bíblico trata de la manera paradójica en que el débil es capaz de sobreponerse al fuerte (Ramírez-Kidd, 2009: 303). Al igual que Quiteria, Judit es una mujer viuda y rica, religiosa y defensora de su región frente a ideas extranjeras. En ella descansan las esperanzas de su pueblo, pues por su mano es vencido el ejército asirio que asedia al pueblo de Betulia, al cortar la cabeza de Holofernes, jefe supremo del ejército. La retórica del texto bíblico destaca el valor de la mujer y la vergüenza del pueblo enemigo: “Una sola mujer hebrea ha cubierto de vergüenza la casa del rey Nabucodonosor” (Jdt 14,18b)22. La imagen bíblica e histórica del diablo impregna la narración de Luterito. Se emparenta a los líderes liberales Ezequiel Rojas con el olor infernal del azufre (Carrasquilla, 2008-II: 433). A Rojas Garrido se le llama el vocero de Satanás; al Diario de Cundinamarca, un papel escrito en los infiernos. Y se relaciona a Casafús con el diablo (438). El concepto de “Satán” es variante a lo largo de la historia. En el Antiguo Testamento, es visto inicialmente como un personaje divino y ambiguo, pues está al servicio de Dios y es hostil al ser humano (Job 2). En el encuentro de la religión hebrea con el mundo persa, que creía que el mundo estaba dividido en dos principios del mundo, las creencias bíblicas se 22

Al rastrear la historia de la influencia del texto de bíblico de Judit, Ramírez-Kidd (2009: 304) destaca la importancia que tuvo este relato en el naciente protestantismo del siglo XVI. Lucas Cranach, amigo y seguidor de Lutero, pintó una obra en la que Judit simboliza una pequeña comunidad que enfrenta a un poder superior. En Carrasquilla, la inversión en significativa. Son los católicos los que leen el texto de manera apropiativa, tomando a Judit como símbolo de la mujer regionalista, que se defiende contra las ofensivas estatales colombianas. En la mujer bíblica se perfila a la combativa Doña Quiteria que señala incluso que sería capaz de hacer parte de las filas militares para defender a Antioquia y su religión católica. 73

impregnan de este imaginario. Esto causa que, para la época del Nuevo Testamento, la concepción cambie y Satán sea visto como un espíritu impuro, enemigo del pueblo de Dios (Breytenbach, 1999: 730). Esta imagen se intensifica en el Nuevo Testamento, en la que Satán es presentado como el mayor oponente de Jesús y a quien éste viene a derrotar (Mc 1,13, Lc 10,18). Desde esta perspectiva nacionalista del Nuevo Testamento, el campo de actividad del demonio es sobre todo el paganismo (Hech 26,18; 2 Cor 6, 16), y la magia está asociada con él (Hech 13, 10). En la época posterior al Nuevo Testamento, bajo la influencia del gnosticismo y el maniqueísmo, se desarrolla una demonología en la que Satán es el rey de los demonios, y los demás ángeles caídos son seres oscuros a su servicio, todos opuestos a Dios y a sus propósitos divinos, como se hace evidente en la obra de John Milton, El paraíso perdido. De modo que el concepto se aplica a quien se considera adversario o enemigo de un grupo determinado. Explorando la historia del concepto del diablo, Franz Hinkelammert anota que el término toma un vuelco a partir del siglo IV, cuando el cristianismo se asocia con el imperio romano. En la antigüedad, el término “Lucifer” era considerado positivo, y se oponía a la imagen imperial del Satanás que tienta a Jesús ofreciéndole el mundo mediante el ejercicio de la violencia23. Pero, con la imperialización del cristianismo, el Lucifer liberador es condenado por la institución política y religiosa. Ahora toda persona que actúe como actuó el Jesús histórico, defendiendo la libertad del sujeto y el ejercicio libre de su conciencia, que se reivindica frente al poder y al ley, es condenado, excluido y eliminado, como sucede al padre Casafús. Según Hinkelammert: En el siglo IV, cuando el imperio se constituye como cristiano, no reconoce este sujeto surgido precisamente con el cristianismo. La cristianización del imperio desemboca en la imperialización del

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A este Jesús, ahora en este significado, ya los Evangelios lo llaman estrella de la mañana. En 2 Pedro recibe explícitamente el nombre Lucifer. Y todo el Nuevo Testamento desemboca en esta afirmación de Jesús como Lucifer. Se trata del final del Apocalipsis, que reza: Yo, Jesús, he enviado mi Ángel para daros testimonio de lo referente a las Iglesias. Yo soy el Retoño y el descendiente de David, el Lucero radiante del alba (Ap, 22,16). Este Lucero radiante del alba es evidentemente Lucifer y Venus a la vez. El nombre lucifer como nombre de Jesús aparece ahora frecuentemente entre los cristianos. Pasa a ser nombre de bautismo, y en el siglo IV todavía hay un San Lucifer de Cagliari, que es uno de los padres de la patrística. La misma liturgia del Sábado Santo, que es una de las liturgias más antiguas, se refiere a Jesús como el Lucifer. Este Lucifer no tiene nada que ver con algún ángel caído. La construcción de lucifer como ángel caído es muy posterior y aparece a partir del siglo XIII. Sin embargo, en los Evangelios aparece un ángel caído. Pero es Satanás. (Luc 10,18). Es Jesús, el Lucifer, quien habla de Satanás como el ángel caído (Hinkelammert, 2003: 137).

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cristianismo, y el cristianismo fracasa en el momento en el cual tiene su mayor victoria. Se define en contra de sus raíces. El sujeto soberano ahora es visto como tentación diabólica, y el diablo tentador posteriormente recibirá el nombre Lucifer. Este proceso es coherente. El Lucifer-Jesús del Nuevo Testamento se desdobla. Como Lucifer se transforma en el nuevo diablo y como Jesús en el rey del cielo, el emperador por encima de todos los emperadores. El Jesús de los Evangelios, que se hace presente como sujeto y en el cual todos se hacen sujeto, es transformado en el diablo. Por eso es coherente, que desde el siglo XIII este diablo reciba el nombre Lucifer. Ocurre una completa inversión... Cuando el cristianismo imperializado se define en contra de este sujeto, reformula por completo el mito de la rebelión en el cielo y lo invierte. Esta reformulación es un simple invento, que posteriormente se retroyecta a los mitos en el Nuevo Testamento (Hinkelammert, 2003: 139-140).

En el caso de Luterito, Satán no es el acusador sino el acusado. Ahora es el nombre por el que se deshumaniza al enemigo. El padre Casafús, al recurrir a su conciencia y al oponerse a la identificación político-religiosa que defiende los intereses del Estado antioqueño y de la iglesia Católica, es satanizado y ubicado en el grupo de los enemigos de Dios. Según la teoría de Hinkelammert, podría decirse que Casafús está más cerca de la propuesta rebelde y liberadora de Jesús de Nazaret frente a las instituciones; pero, con el tiempo, Jesús es domesticado para el sistema y se le presenta como símbolo de la ley y no de la rebelión. b. Símbolos bíblicos del acusado La concepción de la paz que propone Casafús es una alternativa ante la cultura que promueve la guerra y la negación del Otro. El campo semántico de la paz es Dios, lo divino, lo sagrado. Mientras que lo realmente satánico es quitarle la vida a los demás. Esta es una palabra que, desde la perspectiva cristiana, se fundamenta en la palabra hebrea Shalom, que significa “bienestar” en el más amplio sentido de la palabra. Implica la dicha, la salud corporal, la tranquilidad, el entendimiento pacífico entre los pueblos y los seres humanos, y la salvación, entendida también como una realidad estable y material (Beck, 1994: 309). La concepción tiene una orientación social y está ligada a expectativas políticas, tales como la justicia, el derecho y el juicio. Es por esto que Casafús habla de una paz no como una mera experiencia interior sino como la demostración interhumana de ese encuentro con el sentido último que embarga al homo religiosus. El primero de los argumentos para defender su concepción de paz es que ha habido muchas guerras de religión, pero la sangre derramada en esas guerras no extingue la herejía y el 75

terror, sino que los han exaltado más. Este argumento histórico da pie a los argumentos bíblicos. Lo primero que debe enfrentar Casafús es la justificación religiosa que se da en los textos bíblicos para las guerras del pueblo de Israel contra sus vecinos cananeos. Casafús la justifica como la necesidad divina de proteger el linaje del que vendría Cristo (2008-II: 457). Esto, desde una perspectiva comprendida como “historia de la salvación”, trata de leer los textos bíblicos del Antiguo Testamento como si fueran una preparación para la venida de Cristo. La Biblia, texto fundamental al que se alude en Luterito, da testimonio de una gran diversidad de creencias y experiencias religiosas. Las Escrituras hebreas son el resultado del encuentro con muchas culturas, muchas religiones y muchos dioses24. Por esto es que en este texto sagrado hay también fundamentos para la negación del Otro, lo cual es reflejo de culturas que se afirmaban a sí mismas a partir de su diferenciación con sus vecinos25. Los dioses nacionales se consideraban enemigos de los otros dioses, reflejo de la lucha entre naciones, en una lucha por la sobrevivencia y la toma de zonas productivas y fértiles, y por ello los pueblos eran enemigos entre sí. Esta lucha social se traslada brevemente al campo de la religión y se empieza a concebir que entre los dioses mismos hay combate. Kemosh, como dios de Moab, manda a destruir a los israelitas y concibe la victoria como una victoria sagrada, al igual que Yahvé manda a destruir los otros pueblos concibiendo la victoria como una muestra de su existencia (Ramírez-Kidd, 2009). Por ello se afirma que, a 24

Es sabido entre los estudiosos del Antiguo Testamento que en el mundo en el que se produjeron las Escrituras había diversidad cultural y religiosa (Albertz, 1999). El sello más antiguo que queda registrado en la Biblia es el de la cultura nómada. Las tres grandes fiestas litúrgicas bíblicas son herencia de la cultura fenicio-cananea y también el sábado como día de descanso. En cuanto a las influencias literarias, los textos bíblicos reflejan la influencia de estilo y contenidos de fondo de la religión egipcia, como la sección entera de los Proverbios (22,17-24-22) que es eco de la sabiduría de Amenemope. La cultura hitita, desaparecida desde muy antiguo, ha dejado el modelo de tratados y pactos de vasallaje, en el que se basa la Alianza entre Israel y Yahvé (Éx, 20,1-17). La cultura persa, que entró en contacto con Israel en época tardía, ha provocado la creencia posteriormente desarrollada en Israel en la resurrección de los muertos, y ha agregado un nuevo título a Israel, llamándolo el “Dios del cielo” (Esd. 1,2; 5,11; 6:9). De la tradición helenista, que ha tenido una fuerte simbiosis con la cultura israelita, se recibe la gran traducción de la Biblia de los LXX con todo el encuentro semántico-filosófico que pueda traer la traducción de una serie de cosmovisiones de Medio Oriente a las del mundo helenista. 25 Esto lo demuestran descubrimientos arqueológicos como la Estela de Mesha, en la que se observan categorías similares a las de las maldiciones bíblicas contra los enemigos: “Israel había construido Atarot pero yo combatí contra la ciudad y la tomé; y maté a toda la gente de la ciudad como sacrificio para Kemosh… la conquisté, matando a todos… pues los había consagrado como anatema (Herem) para Ashtar Kemosh (En: Ramírez-Kidd, 2009, 149) (Cf. Jos 6,17-19). 76

lo largo de la historia, la Biblia ha sido instrumento de vida y de muerte para muchos pueblos. La clave está en la interpretación hermenéutica que se haga de ella. Seguidamente, Casafús antepone a esta época previa la “época de la gran revelación” (2008-II: 457), que es la vida de Cristo. El Cristo que presenta Casafús es una imagen de gracia y no de guerra. En este sentido, la guerra no es la opción cristiana. El sacerdote carrasquillano presenta una valiosa alternativa frente al contexto colombiano del odio y la negación del Otro. La concepción que se despliega aquí de paz es una concepción de inclusión y alteridades. Sin embargo, Casafús no es un defensor de una imagen de un Jesús apacible y domesticado. Aunque autores como Bedoya (1996) vean en el carácter de Casafús una contradicción con su predicación, la investigación histórica ha demostrado que Jesús de Nazaret, predicador de la paz, era también un defensor de la justicia y lograba enojarse y oponerse con furia a lo que consideraba las oposiciones al reinado de Dios, particularmente en el menosprecio a las personas pobres y marginadas26. Pero Casafús hace una particular salvedad, defendiendo las cruzadas como una excepción ante su negativa a la guerra. Esto refleja una mentalidad aguda pero que a la vez alberga contradicciones. Esto se explica, obviamente, por la defensa a la historia y a la institución eclesiásticas. El gran predicador de la paz no dice nada frente a las nefastas acciones de los cristianos en tierra santa. Sin embargo, esto no quiere decir que Carrasquilla lo apruebe. Para dar verosimilitud a su personaje, lo vincula de alguna manera con el respeto a la

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La investigación reciente también ha encontrado que el Jesús que presentan los evangelios es una versión “domesticada” y “presentable” del revolucionario líder judío ante un mundo romano que veía el nuevo movimiento como un grupo político amenazante debido a su insubordinación ante el imperio (Piñero, 2006). Según Richard Horsley (2003), el Jesús histórico era un líder religioso que encabezaba un movimiento popular, como el de sus predecesores Moisés y Elías. Los milagros y las curaciones tenían la función de liberación espiritual y compasión individual por la población marginal de Palestina, pero también eran parte de un programa mayor de sanación social, donde las personas excluidas se sentían parte de una nueva comunidad -que no era la iglesia todavía-. El mensaje del galileo estaba encaminado hacia la liberación de personas oprimidas por la situación social, espiritual, política y religiosa. Tal impulso se concibe por los investigadores como una “revolución social” no violenta para establecer un igualitarismo justo y unas relaciones de mutuo apoyo socio-económico en las comunidades rurales, que constituían la forma básica de la vida de las gentes. Por supuesto, al enfrentarse al imperio romano y su servidumbre herodiana en palestina, fue visto como un problema, y por lo tanto asesinado. Este es un programa que se evidencia en la predicación de Casafús en contra del odio y en la trágica conclusión de su vida. 77

historia de la Iglesia, a la vez que lo pone contra una realidad de cruzada religiosa que se vive en el siglo XIX. Finalmente, Casafús establece una diferencia entre Cristo y el emperador. Y, socarronamente, muestra el absurdo de la beligerancia de la Iglesia. De esta manera se vale del humor para romper con la seriedad del discurso religioso y político. Es heredero del discurso de la risa, por esto se le ha considerado el Rabelais antioqueño (Naranjo, 2008). La función de su realismo grotesco consiste en liberar de las convenciones, romper con la seriedad de las instituciones, burlarse de los dogmas, ridiculizar el sistema de valores que lleva a matar a otro y mostrar las ideas como algo relativo y cambiante. Como señala Bajtin acerca de la cultura de la risa en la literatura: La risa y la cosmovisión carnavalesca… destruyen la seriedad unilateral y las pretensiones de significación incondicional e intemporal y liberan a la vez la conciencia, el pensamiento y la imaginación humanas, que quedan así disponibles para el desarrollo de nuevas posibilidades. De allí que un cierto estado carnavalesco de la conciencia precede y prepara los grandes cambios, incluso en el campo de la ciencia (Bajtin, 1988: 50).

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3. REFIGURACIÓN: PROBLEMAS FILOSÓFICOS En este capítulo, se retoman los problemas filosóficos más sobresalientes de la novela de Carrasquilla, se intenta evidenciar la actualidad de estos temas, y se los reflexiona partir de la filosofía. En este sentido, se busca hacer una refiguración o relectura de Luterito desde la contemporaneidad. 3.1 Identificación político-religiosa La intolerancia, la identificación político-religiosa y la opción por la paz no son temáticas asiladas de Luterito o del siglo XIX. También el siglo XX ha visto problemáticas similares. Esto lo testifica la literatura sobre la violencia, específicamente las novelas El Cristo de espaldas (Caballero Calderón, 1952) y El día señalado (Mejía Vallejo, 1964). Y también lo reflexiona la sociología de la literatura (Gómez, 2006), poniendo en relación la novela de Carrasquilla con la actualidad socio-política colombiana. La identificación político-religiosa no es exclusiva de la novela de Carrasquilla ni del siglo XIX. El siglo XX también ha sido testigo de este maridaje. Según Gómez García (2006), Colombia ha sido una nación instruida en la doctrina de la exclusión del otro. El conocido Catecismo de la doctrina cristiana (1799) del sacerdote jesuita Gaspar Astete, obra divulgada con prolijidad en Colombia, ha configurado en este país “una mentalidad religiosa agresivamente militante” y “socioculturalmente premoderna” (30). Esta doctrina tiene como principio el mensaje -tergiversado por cierto27– que aparece en el evangelio: “El que no está conmigo está contra mí”. La obra de Astete ha sido distribuida por los gobiernos conservadores durante los siglos XIX y XX, y ha funcionado como la base para la educación de los niños en las escuelas, mediante el aprendizaje de memoria y su 27

El texto bíblico aparece en Mateo 12,30 de la siguiente manera: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama”, en un contexto de controversia entre Jesús y los fariseos. Pero una variante de este mismo texto aparece en Marcos 9,40 así: “Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros”, en un contexto en el que el galileo invita a sus discípulos a no impedir que otras personas expulsen demonios y prediquen el evangelio en su nombre. Según la crítica textual de la Biblia, cuando un texto bíblico aparece en varios pasajes de manera diferente, debe escogerse la forma más corta, y considerarse cuál es el texto más antiguo (Trebolle Barrera, 1998). Pues bien, según los especialistas, el evangelio de Marcos data del año 65 mientras que el de Mateo data de los años 80-90 EC. Además, la intención retórica de Mateo consiste en desprestigiar a sus rivales ideológicos, es decir, los judíos. Por lo tanto, el texto más cercano a los dichos provenientes de Jesús es el de Marcos, mucho más incluyente y abierto, que el de Mateo, que tiene un tono controversial. Evidentemente, para los grupos en pugna en la Colombia del siglo XIX, es más relevante el texto de Mateo, ya que fundamenta la exclusión y negación del otro. 79

aplicación de la exclusión del Otro en el modelo de influencia comunitaria de una enseñanza: De ahí que en plena lucha bipartidista en los años cincuenta, Laureano Gómez fuera escuchado y seguido en su consigna “Nada peor que el indiferente”, es decir, el tolerante (luterano, liberal, masón, judío, comunista); no debe sorprender: son las uvas de la ira sembradas con tan piadosa persistencia (31).

Poco antes de la subida de Laureano Gómez al poder, con la muerte de Gaitán en 1948, brota en el país la guerra que se conoce como “La Violencia”, la cual da continuidad a las guerras del siglo XIX y que persisten bajo distintos nombres en el XXI. El discurso político de la exclusión del diferente no difiere en nada con el discurso religioso. Antes bien, se alimentan el uno al otro y se apoyan para sostenerse en el control de Colombia. Como lo ha hecho notar Josefina Aguilar Ríos en su trabajo de grado titulado La política, los demonios y lo sagrado (2006), la religión y el poder han sido inseparables en la historia política de Colombia28. Los discursos político-religiosos en los siglos XIX y XX se valieron de palabras que alimentaron la violencia y crearon duros imaginarios, formas crueles de ver al Otro, y de describir y nombrar al enemigo. Como se observa en la frase de Miguel Ángel Builes, obispo de la diócesis de Santa Rosa de Osos (1924–1971): “Matar liberales no es pecado” (Aguilar 2006: 82). Este obispo escribía en su diario palabras de odio contra el liberalismo, y cerraba cualquier posibilidad de diálogo para finalizar el conflicto, pues creía que sólo a través del exterminio de los liberales era posible terminar con la violencia (93)29. De allí que reflexione Aguilar sobre la participación de la Iglesia en la política en la época de la Violencia:

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La religión puede fungir como elemento cohesionador de sometimiento, o como proclamadora de libertad. Tiene dos rostros, dependiendo del uso que se le dé. Como lo hace ver Hinkelammert: “La religión en todos los casos tiene esta doble cara. Puede ser transformada en legitimación del nomos, o puede aparecer como crítica y hasta como rebelión en contra del nomos social... No se tiene así no más la religión como legitimador del nomos social; se lucha por el sentido de la religión para tenerla de uno u otro lado” (Hinkelammert, 2000: 45). 29 Aunque a monseñor Builes siempre se le atribuyó la frase “matar liberales no es pecado”, no se encuentra ninguna referencia que así lo compruebe, distinta a los testimonios de algunos liberales que nunca lo oyeron pronunciarla pero afirman que así lo creía (2006: 82) 80

“El discurso religioso, se transformó en un discurso de corte político y finalmente en un discurso alimentador de la violencia, construyó un enemigo y lo mitificó durante varias generaciones. La palabra de Dios fue el arma, los sacerdotes y los conservadores los soldados y el enemigo los liberales” (83).

De la época de la Violencia da testimonio también la literatura, mostrando los pocos pero valiosos casos de sacerdotes que mostraron un rostro alternativo de lo Divino, y que se opusieron a la guerra que se predicaba como una cruzada. Estas excepciones dan muestra además, y denuncian, que gran parte del clero estaba de parte de los poderes de turno para justificar la eliminación de las alteridades o eran indiferentes o impotentes para hacer cualquier crítica. El Cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón relata la experiencia de un sacerdote durante cinco días en un pueblo de una cordillera colombiana. A la manera de Cristo durante su última semana en Jerusalén, el cura llega al pueblo para proclamar el evangelio, pero se encuentra con una sociedad que crucifica inocentes en nombre del partidismo entre liberales y conservadores a mediados del siglo XX. La novela presenta una constante confrontación entre la teología y la realidad. El mandato de la caridad se choca con los discursos y el realismo político: “Sólo que a veces lo asaltaba el pensamiento atroz de si la moral no sería una abstracción descarnada de toda realidad, del mismo modo que las matemáticas lo son de las cosas” (Caballero Calderón, 1996: 245). Por esto saldrá finalmente del pueblo con sus ideales rotos, en el desasosiego de una carta que le envía el obispo, señalándole la imprudencia de meterse en asuntos políticos ya controlados por unos grupos en alianza con la Iglesia, y demostrando que los ideales del evangelio, en vez de ser promovidos por ésta, son truncados al servicio del status quo. El día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo recoge también el tema de un sacerdote en medio del conflicto. Una confrontación entre el sueño de transformar esta sociedad y el realismo político que justifica el sacrificio humano. Como en Luterito y El Cristo de espaldas, la teología se tiene que enfrentar a la realidad, y muchas veces es la realidad la que gana: “Sería difícil llegar a esas almas con las fórmulas del seminario” (Mejía Vallejo, 2011: 40).

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Esta novela cargada de simbolismos recurre de nuevo a la derrota de los sueños frente al realismo político. Las instituciones exigen víctimas que mueran para que su sangre redima a los gamonales y a los poderosos. Quien defienda la vida, por encima de los partidismos, es visto como un enemigo debido a la posición fundamentalista que equipara religión y política y usa el discurso religioso del conformismo para justificar el orden social. Similar a la opción por la paz de Casafús, el cura Barrios decide emprender un camino de árboles y cuerpos, reflejado en la elaboración simbólica de un nuevo material humano en la greda de su amigo el alfarero. Pero esta intención culmina en una derrota ante las fuerzas militares que se enfrentan a la par que los gallos de pelea. Colombia se muestra en la novela de Mejía Vallejo como una gallera en la que se concentran las venganzas, los odios y el miedo. Estas novelas, al igual que Luterito, se ubican en un espacio ficticio que es, a la vez, profundamente realista. El hecho de que el pueblo no tenga nombre lo ubica en cualquier lugar de Colombia, especialmente en las zonas de la región andina donde la guerra afectó profundamente a la población. Es la época que también se conoce como “el terror”, con masacres diarias de campesinos, violencia sexual cometida contra los cadáveres de las víctimas y asesinatos de fetos en el vientre de sus madres liberales (Sánchez, 1989). El papel de la Iglesia católica en el siglo XX, como lo fue en el siglo XIX, es el de legitimar la violencia partidista mediante su apoyo al conservatismo. Como señala Sánchez: Esta cruzada antipopular contaba con dos factores cruciales que le daban coherencia ideológica, tanto en lo interno como en lo externo. En lo interno, la Iglesia. Desde el 9 de abril, sobre todo, la Iglesia respiraba ira santa. Había sido herida en su autoridad, golpeada en sus bienes y ultrajada en su personal, como tal vez nunca lo había sido en la historia de esta nación que se preciaba de ser la más católica del mundo. No necesitaba, pues argumentos para convencerse de la verdad de la teoría del basilisco. En consecuencia, con notables excepciones individuales, como la del sacerdote Rubén Salazar en el norte del Tolima, o la del presbítero Fidel Blandón en el occidente antioqueño, puso todo su peso institucional del lado del poder y simultáneamente anatematizaba a la oposición y ofrecía el reino de Dios a las bandas terroristas del gobierno... Hay que subrayarlo, los chulavitas y la Iglesia desempeñaron papeles complementarios en la Violencia (Sánchez, 1989:139).

Esta violencia, legitimada por la Iglesia, generó una etapa de desplazamientos y venganzas que se verterían en una guerra que ha tomado diferentes rostros pero que continúa hasta hoy. La experiencia de la guerra, impulsada por el discurso religioso de cruzada en 82

Colombia, ha generado una conducta social, un lenguaje y un sistema de valores que permiten volver una y otra vez a la escritura de novelas realistas donde se evidencia el matrimonio entre la Iglesia y el poder para eliminar a quien piense diferente. En 1949, seguía diciendo Monseñor Builes: “No se puede ser liberal y católico” (En: Reyes Cárdenas, 1989: 26), y por esto el periódico católico El Derecho invitaba: “Conservadores de todo el país, a armarse” (Ibíd.). A pesar de la Constitución de 1991, en muchos lugares de Colombia continúa aún en el siglo XXI esta identificación entre política y religión, llevando a ciertos grupos o personajes al poder mediante la legitimación religiosa, como es el caso las iglesias neopentecostales Centro Misionero Bethesda y la Misión Carismática Internacional que aportaron un gran número de votos a las campaña del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, ya que decían profesar discursos semejantes en torno a la moral sexual y a la visión jerarquizada de la sociedad30. Una historia que tampoco ve un final tan feliz para el sacerdote es el filme La Pasión de Gabriel, del director Luis Alberto Restrepo. Se ubica a comienzos del siglo XXI en una vereda campesina de la región andina llamada “Cielo Nuevo”, y destaca la intensión de los deseos de un sacerdote de construir no sólo un “cielo nuevo” sino también una “tierra nueva” en medio de los enfrentamientos entre la guerrilla, el ejército y los paramilitares. Como lo indica el título, a manera de parodia de la película de Mel Gibson, La Pasión de 30

Como señala el artículo tomado de la Revista Semana.com: “En cuanto a los votos de la fe también hay pruebas. Parece que Dios –en cada una de las versiones a las que le oran o rezan los anfitriones del presidentey los santos que en algunas religiones lo acompañan, han escuchado sus plegarias electorales. El pastor Enrique Gómez, ex candidato al Congreso por Colombia Viva y amigo del Jefe de Estado, es el líder de una congregación con 200.000 fieles conocida como el Centro Misionero Bethesda, la cual respaldó la campaña presidencial de Uribe. El centro misionero nació hace 35 años como una pequeña iglesia en el barrio las Cruces, de Bogotá, pero hoy tiene 140 sedes, nueve emisoras con transmisión las 24 horas del día y dos canales de televisión que son vistos en toda América Latina. Como es de suponer, también tiene movimiento político propio, el Partido Unión Cristiana, que hace algunos años alcanzó dos curules en el Congreso y varias en el Concejo de Bogotá… Castellanos y su esposa Claudia Rodríguez tampoco ocultan sus intenciones políticas. Por eso fundaron el Partido Nacional Cristiano (PNC), al cual los analistas le adjudican parte de la responsabilidad en el triunfo de Uribe durante las elecciones presidenciales de 2002. Reunidos en el coliseo El Campín de Bogotá, los esposos Castellanos les dijeron a sus seguidores que votaran por Uribe. Y así ocurrió. Tiempo después Uribe le dio a Claudia Rodríguez la embajada en Brasil, de la cual regresó en medio de críticas por dedicarle más tiempo a sus asuntos religiosos que a la imagen del país. La ex diplomática ingresó entonces a Cambio Radical, partido por el cual votaron sus más de 900 mil seguidores, contribuyendo nuevamente al triunfo de Uribe”. Élber Gutiérrez Roa. “¿A quién le reza el presidente Álvaro Uribe?” En: http://www.semana.com/on-line/quien-reza-presidente-alvaro-uribe/101160-3.aspx. Accesada el 8 de diciembre de 2012 83

Cristo, La Pasión de Gabriel destaca no sólo el sufrimiento de un personaje con motivaciones religiosas, sino también las “pasiones” o el apasionamiento del personaje frente a la vida. Esta vida apasionada le trae al sacerdote una serie de conflictos que le son enumerados en una reunión con el obispo: problemas con la población, el alcalde, el ejército, la guerrilla, y también con la institución eclesial. La perspectiva teológica del cura refleja un pensamiento liberador, que se concentra más en la tierra que en el cielo, más en la vida material que en los adornos de la religión. Así lo deja ver en el último de sus sermones, cuando dice: “No busquen la eternidad entre las cuatro paredes de una iglesia, ni en la hipocresía de la confesión. La verdadera eternidad está es allá afuera. Está en las huellas que somos capaces de dejar hoy y aquí, tal y como lo hizo Cristo”. Y será esta perspectiva en defensa de la vida la que lo confronte con las fuerzas de la muerte. Este filme es una tragicomedia que culmina de nuevo en el enfrentamiento entre la propuesta de un evangelio liberador frente al realismo político que exige sacrificios humanos. Es comedia, porque se presenta a un personaje que rompe con todos los tabúes culturales y va más allá del esquema de lo que se esperaría de un sumiso pastor de almas. Es tragedia, porque precisamente esta ruptura desencadena los tristes acontecimientos que dan fin a su vida. Una muestra de folklor y de violencia, de paisaje y denuncia, en la que se demuestra que el ciclo de la historia que ya se veía en el siglo XIX, con el padre Casafús, se repite a lo largo del XX y se avizora en los albores del XXI31. 3.2 Intolerancia en Colombia Luterito es una novela que explora el problema de la intolerancia. No es una novela tesis, y no pretende ser un tratado sobre el problema. Tampoco es un vaticinio sobre el futuro de Colombia, pero, como muchos filósofos también lo han notado, muestra que la intolerancia tiene una historia emparentada con la religión. Voltaire, en su Diccionario filosófico (1977), vincula el problema de la intolerancia con la religión. Su breve artículo titulado “Tolerancia” se concentra en mostrar la historia de su 31

El filme no es mera ficción. Da cuenta de la masacre de religiosos de diferentes confesiones, la cual es una constante en Colombia. Un caso particular es el caso del sacerdote marianista Miguel Ángel Quiroga, quien realizaba una labor de paz y promoción de las comunidades en el Chocó, y fue asesinado en 1998, como lo muestra el portal Verdad Abierta: http://www.verdadabierta.com/index.php?option=com_content&id=1842. Accesado el 12 de diciembre de 2012 84

contrario, la intolerancia. De ella se desprenden palabras como fanatismo, asesinato, calamidades y odio. Anota que los romanos toleraron todas las religiones, y que incluso los judíos fueron abiertos a otras creencias, como el caso de profeta Eliseo y Nahamán el sirio. Pero indica que el cristianismo, muy distinto de la predicación de Jesús de Nazaret, ha sido una religión intolerante. Para Voltaire es un asunto paradójico: “Es obvio que de todas las religiones, la cristiana debía ser la más tolerante; lo malo es que, hasta hoy, quienes han profesado esa religión superaron en intolerancia a los demás hombres” (1997: 334). Voltaire se adentra en lo profundo del deseo humano y hace notar cómo cuando alguien recibe el poder por parte de unos seguidores, se convierte en un ser fanático y violento, gracias a la entronización de sí. Así se consigue seguidores que terminan odiando a lo que no se parece a su maestro y convierten en doctrinas aspectos meramente circunstanciales. Un caso muy distinto al de Jesús de Nazaret, destaca Voltaire, quien era judío y no cristiano, ni mucho menos católico (y protestante, podríamos decir): “Si la estudiamos, nos convenceremos de que la religión católica y romana, en todas sus ceremonias y dogmas, es opuesta a la religión de Jesús” (1977: 336). Y llama la atención ya en el siglo XVIII, cuando aún no se había dado el “arrepentimiento” por parte de los europeos de un histórico antisemitismo que culminara en Auschwitz, del hecho de que “Nuestro Salvador nació judío, vivió judío y murió judío, y dijo taxativamente que cumplía y practicaba la religión judía” (1977: 336). El siglo XX también ha reflexionado seriamente sobre el problema, particularmente después de la II Guerra Mundial. En el Fórum Internacional sobre la intolerancia celebrado por la Unesco y la Universidad de la Sorbonne en 1997, Umberto Eco expone que la intolerancia es anterior a toda doctrina, y que se funda en el deseo humano por sobrevivir frente a los otros que podrían quitarle sus recursos: En tal sentido, la intolerancia tiene raíces biológicas, que en los animales se manifiesta bajo la forma de defensa del territorio, cuyo origen se encuentra en reacciones emocionales que generalmente se verifican a un nivel superficial. No nos gustan los que son distintos a nosotros, sea porque tienen otro color de piel, porque hablan un idioma que no entendemos, porque comen ranas, perros, monos, cerdos o ajo, o porque llevan tatuajes... (Eco, en: Barret-Ducrocq, 2002: 17).

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En este mismo foro, Paul Ricoeur introduce un aspecto que se hace evidente en Luterito, y es la identificación entre creencia y poder para imponer cierta manera de interpretar el mundo: La intolerancia tiene su fuente en una disposición común a todos los hombres, que es la de imponer a los demás sus propias creencias, sus propias convicciones, dado que cada individuo no sólo tiene el poder para imponerlas, sino que, además, está convencido de la legitimidad de dicho poder. Dos son los aspectos esenciales de la intolerancia: la desaprobación de las creencias y convicciones de los demás, y el poder de impedir a estos últimos vivir su vida como les plazca. Pero dicha propensión universal adquiere una dimensión histórica cuando el poder de impedir se apoya en la fuerza pública, esto es, la del Estado, y la reprobación reviste la forma de una condena pública por parte de un Estado militante que profesa una concepción particular del bien. Es entonces cuando la historia del poder y la historia de las creencias dominantes dan lugar a múltiples figuras de intolerancia, que obligan a distinguir netamente entre dos situaciones extremas que no tienen en común más que el nombre (Ricoeur, en: Barret-Ducrocq, 2002: 17).

Françoise Héritier, siguiendo a Jacques Le Goff, expresa que la intolerancia se fortalece a partir de las prácticas y creencias de las sociedades monásticas del siglo XIII, en las que se rechazaba todo lo que era considerado biológica o ideológicamente impuro: los herejes, los leprosos, los judíos y los homosexuales. Y enfatiza que el problema de la intolerancia consiste en “negarle al otro su condición verdaderamente humana para poder excluirlo, hacerle daño, destruirlo, intentar impedirle, incluso una 'supervivencia post mortem'” (Héritier. En: Barret-Ducrocq, 2002: 22). Cada grupo se afirma a sí mismo como humano cuando niega al otro esta condición de humano. Y, como sucede con las sociedades confesionales, señala Le Goff, “entre los excluidos, los menos tolerados y a los que se persigue con mayor saña son los herejes” (Le Goff. En: Barret-Ducrocq, 2002: 35). En la Colombia de los siglos XIX y XX, la situación no es del todo diferente. Según Gómez García (2006), la exclusión y negación del otro provienen la mentalidad colonial32, la cual

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Como señala Anna María Gentili, el colonialismo puede definirse como “el mantenimiento de la dominación de un pueblo sobre otro, y más precisamente el dominio de otros pueblos pertenecientes, por lo general, a razas y culturas distintas, pueblos que viven en territorios separados del centro imperial por el mar” (Gentili, en: Bobbio, 1985-I: 289). Se trata de la doctrina que fundamenta la negación del otro y lo diferente para la afirmación del sí mismo, tal como la realizaron los españoles para justificar la toma de las riquezas del Nuevo Mundo y la esclavización de su población.

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hunde sus raíces en la conquista y elabora un credo negativo, en el que la afirmación de la fe y la identidad se construye sobre la negación de lo diferente: Esta declaración militante de una Iglesia en pie de guerra permanente, intransigente e integrista, sin fisuras y atizada por el enemigo oculto y la exigencia de venganza, corresponde a un credo políticoreligioso que tiene justamente hondas raíces en la historia española (2006: 25).

En este sentido, aunque con notables distancias, hay cierta continuidad entre Luterito y la realidad contemporánea, que abarca el siglo XX y los comienzos del XXI. En este sentido, un hilo muy delgado de intolerancia acompaña la historia colombiana, que no se ha roto del todo, y que necesita ser puesto en evidencia, como lo hace notar Gómez García: Esta historia (Luterito) contiene los elementos básicos de la constitución sociocultural de la intolerancia, que consiste en generar una “solidaridad mecánica”, vale decir, la reacción irreflexiva de un grupo ante una -real, presunta o imaginada- amenaza exterior, frente a la que se exige una respuestas imperativa: “quien no está conmigo está contra mí”. La duda reflexiva, la salvedad de voto por conciencia, la apelación a la instancia de una argumentación individual, están descartadas. El titubeo mismo está característicamente condenado. La motivación de la acción es el odio colectivo, la construcción grupal del enemigo determina la conducta el entusiasmo y el fanatismo (26).

Gómez García expresa la continuidad de esta intolerancia y la violencia en Colombia en la actualidad: “Todavía las figuras de Erasmo, Lutero, Calvino, las figuras de la ilustración o los efectos positivos o inevitables para la historia de la Revolución Francesa son incomprendidos en un proceso continuo y progresivo, cuando no denigrados o envilecidos” (31). Desde el punto de vista de este autor, la exclusión se sigue fomentando. Desde los estamentos socio-políticos más altos cuyo discurso consiste en “eliminar”, hasta la degradación del Otro en los barrios populares, cuando el sicario deshumaniza a su adversario, creyendo que esta deshumanización le da permiso para acabar con su vida: Gracias al arraigo supersticioso de la vida social en su conjunto se hace posible que quien asesina se sienta lo contrario: bueno, valiente, heroico. Cuando un sicario dispara sobre una persona que, invariable, considera una “gonorrea”, se acerca más a la antropología ignaciana que considera al hombre una “llaga” que a la concepción humanista-ilustrada de la dignidad humana como presupuesto de la sociabilidad moderna. Así que el sicario no liquida a un ser humano, sino una enfermedad contagiosa (35).

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Por lo tanto, hay cierta continuidad entre el discurso que excluyera a Casafús y el discurso que margina muchas creencias y prácticas en la actualidad. Al decir que Casafús era rojo, y por lo tanto un malvado y un hereje, se da permiso para eliminarlo. Se trata, de hecho del argumento político-religioso basado en la eliminación del Otro. Los españoles asesinaban a los indígenas, argumentando que no tenían alma. Los blancos esclavizaban a los africanos, señalando que no eran humanos. Los conservadores en los siglos XIX y XX asesinaban a los liberales -como también muchos liberales lo hicieron con los conservadores usando argumentos similares-, señalando que eran enemigos de Cristo y de la Iglesia. Desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, los grupos armados del campo y la ciudad satanizan a su enemigo y a quienes se mantengan neutrales (“el que no está conmigo, está contra mí”) precisamente para eliminarlo. En este sentido, siguiendo la lectura de Gómez García, hay una profunda parentela entre personajes como Efrén y Quiteria con el discurso actual de la exclusión del otro: Nada repugna más a la conciencia que la ostentación jactanciosa, a la manera de la Quiteria carrasquillana, como el sicario confiesa sus crímenes; se envanece de ellos. Hay cierto coro de complicidad e incluso de confeso orgullo ante semejantes historias de degradación moral e impudicia social. La constante y monotemática consigna oficial de “destruir y derrotar” al enemigo -comparado burdamente como una culebra- nutre esta psicosis de inversión y valores morales y civiles (35).

3.3 El conflicto de las interpretaciones En Luterito, la Biblia juega un papel fundamental en la toma de postura de los personajes. Desde el comienzo, Carrasquilla hace notar cómo los conservadores apelan al texto sagrado para poner al pueblo de su parte. Las imágenes veterotestamentarias de la guerra funcionan como vehículos de movilización del pueblo y como justificación de la violencia. La radicalidad de algunos textos bíblicos, producidos en una época de lucha por la conquista de la tierra y legitimación de posesiones, se relee en la Colombia del siglo XIX con más furia y radicalidad, hasta el punto de utilizarse para eliminar al Otro. Palabras como demonio, hereje y anticristo aparecen ligadas a los opositores. Concepciones como guerra santa y milicias del Señor brotan como símbolos de los guerreristas. El intento del padre Casafús es el de arrebatar el uso exclusivo de la Biblia a quienes promueven la violencia. El viejo cura abre el texto sagrado para dar una interpretación del 88

Antiguo Testamento a la luz de Jesús de Nazaret y su opción por la paz. De esta manera intenta redefinir qué es lo divino y qué es lo sagrado, cuáles aspectos de un texto tan antiguo pueden ser aplicados en la contemporaneidad y cuáles no. Dada su concepción ilustrada del mundo, Casafús aparece como un intérprete mediador entre la tradición y la razón, entre la antigüedad y la contemporaneidad de un texto. Y, aunque no es un crítico bíblico en el sentido moderno de la palabra -ya la concepción venía desarrollándose en Alemania y otros lugares de Europa (Trebolle, 1998), pero a Colombia no había llegado- sí propone bases de lectura de la Biblia que difieren de una interpretación ciega y literalista del texto fundante de la tradición cristiana. Este conflicto de interpretaciones hace ver que la Biblia puede servir para subyugar personas y pueblos o para liberarlos. Por ser un texto escrito, proveniente de culturas orales, cuyos autores originales han muerto, presenta una amplia polisemia de la que se pueden apropiar unos grupos como otros. Desde la Conquista, la Biblia ha sido instrumento legitimador de la destrucción del universo simbólico religioso de los pueblos indígenas y africanos. Pero también ha sido un instrumento de resistencia y liberación, dependiendo de la perspectiva hermenéutica que se aborde para interpretarla (Tamez, 2007). Es por esto que Luterito nos permite reflexionar sobre el hecho mismo de leer e interpretar, precisamente cuando se usa un mismo texto para defender puntos de vista totalmente contrarios. Si bien las novelas que analiza Ricoeur en Tiempo y narración son novelas temporales, Luterito es una novela que podríamos llamar textual. Se concentra en la interpretación de textos y tradiciones, y en la manera de apropiarse de ellos para argumentar una postura. Como afirma el filósofo francés en “¿Qué es un texto?”: “Llamamos texto a todo discurso fijado por la escritura” (2006: 127). Todo texto es una forma distinta de comunicación que surge con la muerte del autor. No hay intercambio directo entre autor y lector, ya que el lector está ausente en la escritura y el escritor está ausente en la lectura: Leer un libro es considerar a su autor como ya muerto y a su libro como póstumo. En efecto, sólo cuando el autor está muerto la relación con el libro se hace completa y, de algún modo, perfecta; el autor ya no puede responder; sólo queda leer su obra (Ricoeur, 2002: 129).

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En efecto, el problema y la ventaja hermenéutica que aparece en Luterito es que se trata de un texto del siglo XIX que se refiere imaginariamente a los discursos que dan sus personajes acerca de textos que se produjeron entre los siglos V aec y I ec. Aparecen además referencias a textos más cercanos en tiempo pero lejanos en espacio como los de Jeremy Bentham y Víctor Hugo. La tradición religiosa juega un papel muy importante como fondo hermenéutico. Casafús nunca niega hacer parte de la cristiandad, sino que se vale de ella para afirmar sus posturas. Como lo hace ver Hans-Georg Gadamer en Verdad y Método (2001), las nociones de prejuicio, autoridad y tradición son inevitables para cualquier interpretación, ya que son las formas estructurales en que pertenecemos a una cultura. El ser humano hace parte de la misma tradición que interpreta, y está alcanzado por sus efectos. El sujeto está influenciado por su propia historicidad, como también por la historicidad de los textos y sus interpretaciones a lo largo del tiempo. Las obras de arte, los textos literarios y las obras religiosas influencian a las personas a través de la historia que se forjan a sí mismos. Los textos antiguos afectan a sus intérpretes a lo largo de una tradición interpretativa y cultural, y éstos los asumen según su propia historicidad. Esta historicidad abre horizontes de comprensión. Así se asimila la temporalidad del ser, y también la finitud humana. Por esto Casafús no puede escapar a la tradición en la que está envuelto. En Luterito, en tanto texto escrito que lee otros textos, la obra literaria toma el lugar del habla. Se pierden las referencias originales del libro que interpretan, la Biblia, y surgen nuevos referentes. La tarea de los personajes, en tanto lectores de textos de su tradición, consiste en efectuar las referencias. Quiteria y su grupo, argumentan tener las Escrituras y la tradición de su parte para incitar a la guerra; es decir, para ellos la Biblia es un libro conservador. Casafús se vale del mismo cuerpo escritural, pero desafía a la tradición por medio de la apelación a la conciencia, con lo que devela el problema de la libre interpretación y su afirmación como sujeto en interpretación dialéctica con la tradición. Para el sacerdote, la Biblia es una invitación a la paz y se opone a todo discurso impositivo. Según Ricoeur (2006), leer consiste en articular un nuevo discurso al discurso del texto. Todo texto escrito queda abierto a nuevas lecturas. Por lo que Casafús y el grupo de Quiteria se ubicarían dentro de la lectura como la producción de un discurso. La lectura que 90

hacen ambos de la Biblia y de las tradiciones cristianas es la producción de sentido. Al interpretar, se apropian de textos antiguos y los hacen suyos. Como hace notar Ricoeur con respecto a la apropiación: “la interpretación de un texto se acaba en la interpretación de sí de un sujeto que desde entonces se comprende mejor, se comprende de otra manera o, incluso, comienza a comprenderse” (2006: 141). Casafús y Quiteria se comprenden a sí mismos al instalarse en la tradición de maneras diferentes. Legitiman sus opciones de vida viendo las Escrituras como un espejo. Su apropiación les da sentido de vida en tanto son sujetos intérpretes. La interpretación acerca a los lectores un texto que les es ajeno, actualiza las posibilidades semánticas del texto a nuevos contextos, y logra la fusión de la interpretación del texto con la interpretación de sí mismo. Mientras Quiteria y su grupo afirman su yo mediante el vínculo con la tradición al interpretar, Casafús afirma su yo al mostrar su opción diferente, su grito rebelde al romper tal vínculo. De manera que encontramos la posibilidad hermenéutica en ambos grupos en conflicto. Pero, ¿se hace justicia al texto si se lee de cualquier forma? Como afirma Ricoeur (2006: 142), la apropiación sola no es suficiente al momento de hacer una ponderación semiótica o incluso ética, diríamos- de la apropiación. Si bien la hermenéutica diltheyana le da significado al texto en tanto realización del discurso en el sujeto que lee, también es necesaria una mediación estructural o histórica para la interpretación, agregándole no sólo significado sino también sentido al texto. Esto se explica mediante la mención que hace el filósofo francés del arco hermenéutico. Las indicaciones que hace Casafús son interesantes. Al señalar que ya no estamos en tiempos bíblicos, que no podemos regirnos por las leyes de Moisés y que no podemos ajustar nuestros hechos a la historia de Israel, valora la distancia como elemento de crecimiento interpretativo. Se puede leer la Biblia sin tener que aplicarla literalmente. Por esto mismo, se apoya en la persona de Jesús para establecer una nueva era, la de la gracia que abole toda guerra. Mediante esta concepción propone una nueva teología, blasfema para la cultura, pero mucho más humana: la paz es Dios y por esto aquello que llamamos Dios no quiere sino la paz. Invirtiendo la concepción colonial, indica que lo satánico es la guerra. Además, plantea una lectura de la historia que desconfía de la política, al señalar que las guerras no son inspiradas por Dios sino por ambiciones humanas y nacionalismos.

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Lo cual lo lleva a una eclesiología de tolerancia a los adversarios y valoración de lo diferente, incluso de los liberales que en Colombia se han excedido en la laicización del país. Así, sin intentar destruir el texto bíblico ni secularizar su pensamiento, Casafús rescata los elementos de la fe aplicables a su realidad contemporánea, permaneciendo a la vez como un hombre ilustrado. De esta manera, Casafús toma distancia de la historia y la mira bajo el halo de la sospecha. Reconoce que las interpretaciones de las tradiciones son sostenidas por realidades sociales e ideologías con intereses determinados. En el caso descrito por Carrasquilla, se trata de un proyecto nacional no sólo religioso sino económico y político, que busca conservar el poder de los terratenientes y promover un capitalismo regional amparado por la religión. Casafús lo sabe y lo denuncia. Por esto, es necesario no solamente ubicar los textos dentro de la tradición, sino también realizar interpretaciones que vayan en contra de la tradición. De allí que Casafús apele a la conciencia para interpretar la Escritura, y aporte un elemento de afirmación individual frente a las instituciones. En este sentido Casafús realiza un gesto hermenéutico de reconocimiento de las condiciones históricas a las cuales está sometida toda comprensión humana bajo el régimen de la finitud. Sospecha de las ideologías que distorsionan la comunicación humana y la interpretación. Se inserta en el devenir histórico al cual pertenece. Pero también se aparta del estado actual de la comunicación humana falsificada para releer los textos de una forma crítica y no inocente33.

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De esta manera, Ricoeur propone un complemento crítico a la hermenéutica de las tradiciones. Se ubica en una hermenéutica específica, la de los textos, para hablar desde un ángulo que conoce bien. Reconoce que el distanciamiento es un componente positivo de los textos. Este distanciamiento logra liberar al texto de su autor y de sus referentes originales, como también de las limitaciones sociológicas o psicológicas. En el caso de la interpretación de un texto, como es la Biblia, el acto liberador se evidencia en romper con la búsqueda del transfondo del texto y permitir lecturas creativas y rebeldes contra toda la tradición que lo ha interpretado. Un segundo aporte complementario consiste en la invitación que hace la teoría crítica a la hermenéutica para que supere la dicotomía entre explicar y comprender. Así Ricoeur incluye al estructuralismo una forma de mediar la explicación y la comprensión. El estructuralismo lleva a la semántica profunda del texto, antes de pretender comprender el texto a partir de la cosa que habla en él. Un tercer aporte que hace Ricoeur es notar que la hermenéutica de los textos se dirige hacia la crítica de las ideologías. La hermenéutica se dirige hacia el mundo abierto por el texto, y en este sentido la crítica cultural no se concentra simplemente en el mundo del origen de los textos sino en el mundo interpretante y en la manera en que se usa un texto determinado para subyugar a las personas o para liberarlas (Ricoeur, 2002: 334). 92

3.4 El hombre rebelde frente a la ley Casafús respeta la ley divina y la humana, pero sabe que ninguna ley es suficiente ante una conciencia reflexiva combinada con una experiencia mística que trasciende los parámetros de la tradición. Si la ley es la muerte, entonces el hombre se muestra como desobediente. Tiene conciencia de que los mandatos culturales no son imperativos divinos y pueden ser desobedecidos. Cuando se anteponen dos leyes contradictorias, opta por la que respete más vidas, o por su conciencia que está más allá de la ley, como Antígona. Hace esto incluso si tiene que redefinir lo que es la ley, lo que es Dios y lo que es la Biblia. De manera que aparece como un creador inmerso dentro de una cultura de la que no puede escapar, pero que es capaz de llegar hasta las últimas consecuencias con tal de defender la vida. De cara al enfrentamiento entre el sujeto y la ley, Franz Hinkelammert, siguiendo a Camus, señala que el ser humano se hace sujeto en cuanto es rebelde y toma conciencia ante lo que le parece injusto o indigno: “Me rebelo, luego existimos” (2003: 274). Esto tiene como consecuencia el esfuerzo por construir una sociedad en la que quepan todos. El hacerse sujeto es, además, un acto intersubjetivo, pues este sujeto de rebelión no está aislado. De allí que Hinkelammert agregue a la propuesta camusiana la concepción de alteridad: “Yo soy solamente si tú también eres” (273). Este es un postulado de la razón práctica más que un mandato moralista, ya que la sostenibilidad de la vida se da a partir de la afirmación de sí como sujeto y de la aceptación del Otro como tal. Pero a este sujeto se antepone lo que Hinkelammert llama el anti-sujeto, que consiste en la negación del sujeto por parte de la institucionalidad estancada de ciertas formas culturales, que abarcan intereses económicos y políticos, y que pretenden erigirse como una ley divina por encima de las personas. Estas son formas discursivas que pretenden afirmarse a sí mismas mediante la fabricación de monstruos, satanizando todo grito de rebeldía. La justificación religiosa de la opción por la guerra es lo que Hinkelammert define como fundamentalismo: “Al igual que la ortodoxia jamás es la fe verdadera, el fundamentalismo jamás nos expresa qué es el fundamento. El fundamentalismo en todas sus formas se basa en la negación del sujeto” (2003: 286). La alternativa al fundamentalismo no es otro fundamentalismo más fuerte o más monstruoso, sino la afirmación del sujeto en tanto

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corporeidad, sentidos y pensamiento; el sujeto como afirmación de la vida frente a la ley que lo niega. Por esto hace notar el pensador alemán: Sin embargo, el fundamento es el sujeto. El sujeto es la palabra que está en el inicio de todas las cosas. Por eso la palabra es la vida. En el inicio está el grito del sujeto, el sujeto como grito, el grito que es sujeto. Es la interpelación de todo en nombre del sujeto. La palabra es un grito. En el inicio está el grito. El grito es rebelión: en el inicio está la rebelión. Ya Camus piensa la rebelión en este sentido. Cuando Camus dice: “Yo me rebelo, luego existimos” contesta a Descartes, en cuya tradición tendría que decir: Yo me rebelo, luego existo. La rebelión estaría vaciada (2003: 286).

Para Albert Camus, el hombre rebelde “opone al orden que le oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir” (Camus 2008: 23). El sujeto que se afirma como principio es quien dice “no” a las situaciones que violen sus derechos, y que dice “sí” a sí mismo y a sus derechos. Para explicarlo, Camus usa la imagen del esclavo que rechaza la orden humillante del superior, y en este sentido rechaza su condición de esclavo, de modo que el rechazo y la resistencia se convierten en su causa, en su dignidad, incluso hasta la radicalidad de la muerte: “Si el individuo, en efecto, acepta morir, y muere en la ocasión, en el movimiento de su rebelión, muestra con ello que se sacrifica en beneficio de un bien del que estima que sobrepasa su propio destino” (Camus, 2008: 25). El padre Casafús demuestra que es, en cierta medida, un hombre rebelde. Se sabe parte una institución histórica, la Iglesia. Pero toma conciencia del absurdo de su situación y se niega ante las órdenes de su superior. No predicará la guerra. No justificará el asesinato de otras personas en nombre de un Dios en el que no cree. En este sentido no se muestra como un ateo, pero sí como un hereje, un blasfemo contra el ídolo de la violencia erigido como Dios para la cultura. Casafús es un constructor de una imagen diferente de la Divinidad. Su rebeldía consiste en alzarse contra la situación que lo presiona y contra el orden entero de la creación que considera que la Iglesia y el Estado van de la mano. Para decirlo en términos de Camus, Casafús es un rebelde metafísico: “El rebelde metafísico no es, pues, un ateo, como podría creerse, pero es forzosamente blasfemo. Sencillamente, blasfema ante todo en nombre del orden, denunciando en Dios al padre de la muerte y al supremo escándalo” (Camus, 2008: 36).

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En este sentido, Carrasquilla descubre que Casafús tiene algo en común con todos los seres humanos: la dignidad. De allí el pathos que se produce en el lector al enfrentarse con la novela. Se identifica con Casafús por defender la conciencia por encima de la norma. Se apoya en el credo ilustrado de la apelación a la razón. Y también aparece como un pequeño Lutero, al mostrar su conciencia cautiva de la palabra de Dios para rebelarse contra las tradiciones que se oponen a su experiencia de fe. Para el viejo sacerdote, lo sagrado es insuficiente para explicar el orden de un mundo a través de las matanzas. Por esto apela a algo más sagrado: su conciencia y el texto bíblico interpretado a la luz de Jesús de Nazaret, un hombre rebelde34. 3.5 Alteridad Luterito es una novela que, como lectores, nos hace pensar en el Otro, el hereje, el diferente. Casafús es presentado como un Otro, alguien que es excluido de la sociedad y la cultura por obedecer a su conciencia y oponerse a las imposiciones. Además, sus opciones se deben precisamente a valorar la vida del Otro por encima de los discursos políticos. La perspectiva de la rebeldía y la lucha frente a la ley que se impone pertenece, principalmente, a quienes son víctimas de la intolerancia. ¿Pero cómo abordar, desde la contemporaneidad, el problema de la sociedad en su conjunto, de las relaciones de exclusión? Para reflexionar sobre este problema ético-filosófico, recurrimos a la filosofía de Emmanuel Levinas (1906-1995), quien aborda la temática en relación con los problemas que nos atañen: la ética, la filosofía, la hermenéutica, la Biblia, la religión y la política. En Luterito, los enemigos de Casafús apelan a la trascendencia para eliminar y ejercer violencia contra el sacerdote disidente. La violencia, en términos levinasianos, no se produce tanto en la irracionalidad individual que se opone al discurso universal razonable, 34

Camus anota que Jesús de Nazaret es un hombre rebelde: “Por supuesto, hay una rebelión metafísica al comienzo del cristianismo, pero la resurrección de Cristo, el anuncio de la parusía y el reino de Dios, interpretado como una promesa de vida eterna, son sus respuestas que la hacen inútil” (Nota 4, 2008: 32). En esta idea ahonda Franz Hinkelammert (2008) al afirmar que, con la encarnación de Dios en Jesús, se invierte la concepción de divinización de los hombres al estilo de los héroes griegos y se propone la humanización de Dios en una persona que se resiste a someterse a la religiosidad farisea y al imperio romano. En este sentido, la sacralización de la vida humana se da por la vía de la rebelión. El problema, como también lo anota Camus, es que con el paso del tiempo se invierte esta concepción de la humanización de Dios, la sacralización de este hombre-Dios rebelde, y la domesticación de la imagen de Jesús por parte del poder imperial para unificar al imperio mediante unas creencias que originariamente fueron liberadoras. 95

sino en la negación del ente concreto e individual por parte del discurso universal. Es decir, lo omniabarcante, lo totalizante, lleva a negar lo diferente. En De otro modo que ser (2003), Levinas señala que el interés del ser (Dasein / esse) es el egoísmo, la lucha contra los demás para sobrevivir: “La guerra es el gesto o el drama del interés de la esencia” (2003: 47). La violencia es entonces la lucha entre los seres vivos por ser, y se da en diferentes planos, desde el enfrentamiento con armas rudimentarias hasta la exclusión económica y social más sofisticada. Frente a esta esencia totalizante, Levinas propone una visión diferente de la trascendencia: “Si la trascendencia tiene un sentido, no puede significar otra cosa, por lo que respecta al acontecimiento del ser -al esse, a la esencia- que el hecho de pasar a lo otro que el ser” (2003: 45). Se trata de la pregunta por lo otro que ser, por lo alternativo a la guerra totalizante y a la intolerancia, y esto es la alteridad. Lo humano se da cuando se vive de manera distinta a la imposición de los conceptos o formas de vivir, cuando se sobrevive con el Otro y no contra el Otro o por encima del Otro. El acontecimiento ético es la posibilidad de ser el uno-para-el-otro, la vocación de un existir-para-otro, el momento en el que el seren-sí es rebasado por la gratuidad de un fuera-de-sí-para otro (Levinas, 1993). Levinas señala que el lenguaje permite ver lo otro que ser, las excepciones que se escapan de lo totalizante. El sujeto es pensado como decir. Y en tanto poseedor de lenguaje, anuncia a Otro. El lenguaje implica la comunicación con el Otro, y es el lugar de encuentro con el Otro: “Como manifestación de una razón, el lenguaje despierta en mí y en los otros lo que tenemos en común” (1993: 39). Supone la alteridad y la dualidad: “Sólo en el discurso entre seres singulares se constituye la significación interindividual de los seres y las cosas, es decir, la universalidad” (1993: 39). El Otro existe desde que el “yo” le habla, y aparece en la forma de rostro definido, con una presencia sensible y corporal, material, que se antepone ante el “yo” y se hace interlocutora, tiene lenguaje y también puede interpelarnos. En este sentido, siempre el ser es en relación con Otro, es ser-para-otro. Desde una perspectiva fenomenológica, el individuo se presenta como la excepción a lo totalizante: Habrá que mostrar ya desde ahora que la ex-cepción de lo “otro que es el ser” -más allá del no-sersignifica la subjetividad o la humanidad, el sí-mismo que repudia las anexiones de la esencia. Yo como unicidad, fuera de toda comparación, ya que, al margen de la comunidad, del género y de la

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forma, al no encontrar más reposo en sí mismo, inquieta desde el momento en que no coincide consigo mismo. Unicidad de la cual, lo al margen de sí mismo, la diferencia con respecto a sí es la no-indiferencia propiamente tal y la extra-ordinaria recurrencia del pronominal o del reflexivo, el se... unicidad sin lugar, sin la identidad ideal que un ser toma del kerygma que identifica los aspectos innombrables de su manifestación, sin la identidad del yo coincidiendo consigo mismo, unicidad que se retira de la esencia; en fin, hombre (2009: 51-52).

El yo, por lo tanto, es singularidad. El Otro, a la vez, es su propia singularidad. La afirmación del yo como Otro y del Otro como yo se complementan. El yo se da cuenta de su singularidad y trabaja por afirmarla, pero se humaniza cuando percibe la singularidad del Otro y también trabaja por ella. Este Otro es concretizado por Levinas bajo el término de rostro: “Llamo rostro a aquello que en otro tiene que ver con el yo -le concierne -pues recuerda, tras la compostura que ofrece de sí mismo en su retrato, su abandono, su indefensión y su mortalidad, así como su apelación a mi antigua responsabilidad, como si fuera único en el mundo: el amado” (1993: 275). Aparece entonces la alteridad, la subjetividad absoluta del Otro, quien también es un yo, irreductible a un concepto, pues sobrepasa todo contenido. Reconocer al Otro es afirmar su existencia, así como él afirma la nuestra. En el cara a cara es imposible negar al Otro. Esto lleva a la tolerancia y, aún más allá, al respeto, a ver al Otro como Otro, sin reducirlo a mis conceptos y modo de vida. El individuo se distingue cuando se ve como un desgarrón de la totalidad, pero también cuando se reconoce en el Otro y cuando reconoce al Otro como irreductible. Pero no se trata del Otro en tanto próximo, cercano o miembro de nuestra comunidad. Aquí hay una relación de amor. Pero el amor es superado por la justicia cuando se trata a terceros de la misma manera que se trata al próximo, y este es el campo de la ética filosófica. La alteridad, entonces, puede ser definida como “la condición de ser Otro”, como afirma Roy May: Su sentido ético filosófico señala lo que es diferente de mi persona o mi grupo y, por lo tanto, que afecta mi o nuestra conducta y relaciones: razas, géneros, culturas, orientaciones sexuales y nacionalidades o los otros seres vivos y “la naturaleza”, entre muchas posibilidades. Concibe la vida en torno de los “yos” y los “otros”. Alude a la calidad moral de las interacciones conductuales entre

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ellos. Reclama un respeto y una responsabilidad mutuos. Así que la comunidad moral siempre es una cuestión de alteridad (May, 2004: 32).

Y más adelante, contextualiza esta alteridad para la realidad latinoamericana, haciendo notar que no se trata de un mero multiculturalismo de tan tolerante que cae en la indiferencia, sino de una preocupación por el Otro: En América Latina y el Caribe, la alteridad surge como la hermenéutica de la ética desde las grandes injusticias que caracterizan la realidad socio-histórica. Como hemos dicho, la experiencia de exclusión y sometimiento define la vida de millones de personas. Esto muestra que la relación cara a cara, en la vida real, significa que una de las caras se impone sobre la otra; significa el aborrecimiento o la aniquilación, si no física, por lo menos cultural, política y económica de la otra, esto tanto a nivel personal como a nivel estructural. Está despojada de su humanidad y convertida en un instrumento o una cosa. El filósofo colombiano Luis José González Álvarez nos recuerda que la alteridad no se manifiesta apenas en niveles personales, sino estructuralmente en formas económicas, políticas, eróticas, pedagógicas, religiosas, científico-técnicas y lúdicas. Las estructuras y prácticas sociales formalizan la exclusión y el sometimiento; encarnan el problema de la alteridad en la realidad histórica (May, 2004: 33).

Levinas no sólo propone la alteridad en términos fenomenológicos. Constantemente recurre a imágenes bíblicas para interpelar a sus lectores. Este lenguaje es importante para nuestra investigación, ya que Luterito es una novela que muestra la forma en que se apela al lenguaje religioso para desconocer o reconocer la alteridad. Levinas, siguiendo a Dostoievski, recuerda que “todos somos culpables de todo y de todos, y yo más que los demás” (1993: 131). Se apropia de esta frase en términos de responsabilidad para indicar que todos somos responsables por el bienestar de los demás, y lo personaliza en la tipología de los indefensos del Antiguo Testamento: el extranjero, la viuda y el huérfano. Para el filósofo judío, la palabra de Dios se encuentra en el rostro del Otro, en el encuentro con el Otro. Esta es la alteridad a partir de lo infinito. Una interpelación y cuestionamiento a la cultura que se arraiga sobre la religión para fundamentar la negación del otro a partir de lo divino. La palabra de Dios es exigencia del otro, como lo señala en una entrevista: En mi último libro, que se llama De Dieu qui vient à ‘l'dée, hay una tentativa (al margen de toda teología) de preguntar en qué momento se escucha la palabra de Dios. Está inscrita en el Rostro del Otro, en el encuentro con Otro; doble expresión de debilidad y de exigencia. ¿Es la palabra de Dios? Palabra que me exige hacerme responsable del Otro; y ahí se da una elección, ya que esta 98

responsabilidad es intransferible. Una responsabilidad que puede transferirse a Otro no es responsabilidad (134).

En esta misma entrevista habla del mal como la incapacidad de ser sensibles ante el Otro: El mal pertenece al orden del ser en sentido estricto, mientras que, al contrario, el ir hacia el Otro es la irrupción de lo humano en el ser, es “de otro modo que ser”. No tengo en absoluto la certeza de que el triunfo de ese “de otro modo que ser” esté garantizado, puede haber períodos en los que lo humano se extinga completamente, pero el ideal de santidad es lo que la humanidad ha introducido en el ser. Un ideal de santidad contrario a las leyes del ser (140).

La filosofía de Levinas proviene del humus hebreo, que no escapa de una creencia en una ley divina que se impone. En el fondo la obligación para con el Otro presupone una exigencia sagrada ante los demás. Como señala Antonio Pintor Ramos en el prólogo a De otro modo que ser: “El lenguaje filosófico y ético de Levinas es un tropo del profetismo escatológico bíblico” (2009: 35). De allí su importancia para nuestra investigación en un contexto religioso, pues se propone no la sacralidad de la guerra sino la sacralidad de la vida del Otro, de la alteridad. Si hay alguna revelación de lo divino, no se da en los dogmas o las doctrinas, ni en el matrimonio entre el Estado y las iglesias. La revelación se da en la vida de los otros, en su existencia como diferencia irreductible, y por lo tanto ésta se vuelve intocable. Por otro lado, debido a la naturaleza de nuestra investigación, debe problematizarse la apelación a una ética deontológica, impuesta35. Levinas asevera que el “yo” se debe al Otro, el Otro se le impone desde la exterioridad. Es el Otro quien tiene la iniciativa en la relación de intersubjetividad ya que, más que fenómeno, es epifanía. Como lo hace ver Ricoeur, en Sí mismo como otro (2011), Levinas propone una moral, más que una ética36, un orden de la norma, del imperativo del Otro sobre mí.

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Como explica Roy May, “El razonamiento deontológico consiste en aplicar códigos de reglas, o imperativos morales, que dictan la conducta que se debe seguir, sin importar las consecuencias o la situación” (1994: 64) 36 Ricoeur (2011: 174) señala que tanto la ética como la moral se refieren a las costumbres distinguiendo lo que es llamado bueno. Pero define la ética como “la intencionalidad de una vida realizada” (Ibíd.), mientras que percibe a la moral como “la articulación de esa intencionalidad dentro de normas caracterizadas a la vez por la pretensión de universalidad y por un efecto de la restricción” (Ibíd.). La ética sigue una perspectiva teleológica, de fines, en consonancia con la propuesta de Aristóteles; responde a los anhelos de querer ser feliz, al deseo de una vida buena, con y para los otros. Mientras que la moral sigue una perspectiva 99

Sin embargo, se hace difícil pensar que estemos “obligados” para con el Otro, y mucho más que estemos dispuestos a morir por el otro o ser sacrificados por él, como sugiere el filósofo judío. La reflexión ética debe partir de la contextualidad, y proponerse como una estrategia para sobre-vivir y con-vivir con el Otro, no por una ley impuesta, sino por acuerdos mutuos de alteridad y aceptación del Otro. En este aspecto, Ricoeur en su obra Sí mismo como otro (2011) propone un término medio de convivencia humana, una ética de la responsabilidad y no de la imposición, que sirve como mirada alternativa a la problemática de la historia colombiana en la que se desconoce al Otro para afirmar constantemente a eso que se creer llamar el “yo”37: Nuestra apuesta es que es posible profundizar bajo la capa de la obligación y alcanzar un sentido ético que no está tan oculto bajos las normas que no pueda invocarse como recurso cuando estas normas enmudecen, a su vez, frente a casos de conciencia indecibles. Por eso, nos interesa tanto dar a la solicitud un estatuto más fundamental que la obediencia al deber. Ese estatuto es el de una espontaneidad benévola, íntimamente ligada a la estima de sí dentro del objetivo de la vida “Buena”. Precisamente desde el fondo de esta espontaneidad benévola, el recibir se iguala con el dar de la asignación a responsabilidad, a modo del reconocimiento del sí de la superioridad de la autoridad que le ordena actuar según la justicia (2011: 197-198).

3.6 Interculturalidad Lo que desconoce la población de San Juan de Piedragorda es la realidad existencial y social de otras culturas y creencias. Al otro lo ven como un demonio. A las demás culturas las desconocen. Una experiencia aún latente en algunos pueblos antioqueños y en la nación colombiana, donde la pluralidad y diversidad de naciones hacen que las poblaciones se

deontológica, obligatoria, de normas, en consonancia con el imperativo categórico Kantiano. En este sentido, la ética tendría primacía sobre la moral, aunque su objetivo siempre busque pasar por el tamiz de la moral. Pero cuando las reglas y la intención de lo bueno se enfrentan entre sí, la ética en tanto finalidad está por encima de las leyes. 37 En esta obra de reflexión ética y fenomenológica, Ricoeur señala que el otro realmente es el yo. El otro se presenta al sí mismo como alteridad. El ser humano busca el bien. La ética es entonces intencionalidad ética: “intencionalidad de la 'vida buena' con y para otro en instituciones justas” (2011: 176). Todo ser humano tiene ideales de sueño y realización propios en la dimensión teórica, la dimensión práctica y la dimensión afectiva. Las necesidades evidentes son el poder (sentir que se puede), el tener (afirmar el cuerpo) y valer (reconocimiento). Estas necesidades deben ser educadas, pues tienen sus reversos destructivos. La ética entonces no busca como finalidad la mera realización personal, sino que se deja interpelar por otro, y busca instituciones que abarquen al sí mismo, al tú y también al tercero, de manera que la justicia sea un elemento más extenso que el cara a cara. 100

encierren en grupos pequeños y, a pesar de saber que hay un otro, lo ven como un enemigo a destruir. La historia colombiana contiene muchas tramas de exclusiones que han llevado a la constitución de un Estado frágil e incapaz de acoger en su seno la diversidad socio-política y cultural. Como lo hace ver María Teresa Uribe de Hincapié (2005), la exclusión del Otro se ha dado en la historia de Colombia en diferentes ámbitos. El primer ámbito es el de la exclusión territorial, donde las fronteras no corresponden con la vida social, cultural y económica de los pueblos; de allí que las identidades nacionales se formaran en torno a pequeños asentamiento y en pro de la eliminación del Otro; y han sido estos espacios de donde han provenido los contrapoderes alternos y paralelos al Estado a lo largo de tres siglos. Un segundo ámbito es el de la exclusión de las etnias dominadas. Después de la Independencia, se impuso un modelo cultural, social y racial criollo, mediante una sola lengua y una sola religión, de manera que el proyecto nacional colombiano, a pesar de la Constitución de 1991, no corresponde a las identidades diversas dentro del territorio, como destaca la socióloga: El laxo tejido nacionalitario, logrado y mantenido por formas más o menos abiertas de violencia y exclusión, fue el resultado de un largo ajuste cultural que si bien permitió la formación de identidades colectivas locales en torno a lo vivido, estuvo lejos de propiciar una verdadera identidad nacional, menos aun cuando el proceso de ruptura con la metrópoli puso en cuestión los fundamentos culturales y filosóficos de la hispanidad (Uribe de Hincapié, 2005: 52).

A esto se suma, finalmente, un tercer ámbito, que es el de la exclusión de la creación conjunta de un proyecto nacional, pues gran parte de la población ha quedado por fuera del ejercicio del poder o la injerencia directa en la vida pública colombiana. Colombia ha legado una identidad basada en el poder de las haciendas y minas, el comercio provincial y el intercambio internacional, y por supuesto a la sombra del caudillismo, basado en un sistema de patronazgo en el que los patrones -sean del partido o grupo que sean- ofrecen subsistencia y protección a sus clientes, mientras que éstos sirven como mano de obra, protección personal y voto popular para la participación política. Dada la diversidad nacional en el territorio colombiano, la identidad fragmentada de los diferentes sectores sociales económicos y raciales sólo ha podido confluir en la guerra, 101

fundamentada en el discurso religioso de la exclusión del Otro, como lo hace ver María Teresa Uribe de Hincapié: La identidad nacional se logra por la guerra y la violencia, y aunque se convierte en un eje integrador y articulador de la vida colombiana y es la que le da a los pobladores de los espacios regionales y locales un sentido de pertenencia a una entidad mayor, que acaba confundiéndose con los partidos y con el Estado, sigue moviéndose en el campo de lo vivido -lo pensado sólo opera en las élites intelectuales- y definiéndose por procesos de corte enteramente tradicional: identidades referidas a un origen común, a los mitos fundacionales, a las identidades colectivas. Los sujetos comparten “un núcleo de valores y tradiciones en cuyo interior los diversos miembros se saben uno” y cualquier intento por disolver o confrontar ese núcleo de herencias es visto como una amenaza a su supervivencia social y a su propia identidad; noción esta que refuerza la intolerancia y que se aleja por completo de un concepto moderno de democracia, donde la aceptación del otro es un valor fundamental en todo el sistema de legitimaciones que provee la creencia en la legitimidad del estado moderno (57).

En este sentido, es importante y valioso rescatar la concepción de interculturalidad, como un elemento filosófico fundamental a la hora de pensar en la relectura de un texto a la luz de una nación y de una nación a la luz de un texto como es Luterito. El modelo de interculturalidad es el reconocimiento de que Colombia, por un lado no es una nación, sino muchas naciones y que, a partir de este postulado, se debe romper con la legitimación religiosa que fundamenta la negación del Otro para proceder con la acción política de su eliminación. El punto de partida para la filosofía intercultural dentro de la realidad colombiana no es tanto el reconocimiento de la cultura propia frente a las potencias extranjeras, como sucedería en el caso de las naciones mayoritariamente indígenas. De lo que se trata más bien es de reflexionar sobre nuestra propia cultura: ¿Qué somos? ¿Qué nos hace tan violentos? ¿Cómo deconstruir los modelos de exclusión que legitiman incluso el quitarle la vida a otra persona? En este sentido, el problema de la exclusión en Antioquia y en Colombia es que se desconoce la alteridad del vecino, y tratamos de imponer nuestra visión de la vida como la única. De allí que sea fundamental tomar como punto de partida la hermenéutica de la sospecha, como eje fundamental para empezar a repensarnos. Como señala Estermann, “una deconstrucción intercultural crítica de nuestra realidad pasa entonces, inevitablemente por un proceso de auto-crítica y catarsis, antes de enfrentarse a 102

'occidente' o a 'Norteamérica' como algo ajeno o pantalla de protección” (Estermann, 2010: 62). Desde este punto de vista se abordan algunos aspectos de la filosofía intercultural como ruta para pensar nuestra realidad de identificación político-religiosa, que es en el fondo la justificación de la negación de las alteridades mediante una argumentación dogmática y basada en uno de los conceptos más problemáticos de la monoculturalidad, que es la apelación a una fuerza divina para apoyar nuestras propias precomprensiones y prejuicios. Estermann (35) señala que la primera tarea de la filosofía intercultural consiste en poner en duda cualquier discurso que se pretenda una “verdad absoluta” en el campo de lo moral, lo cultural y lo económico. Con ello recuerda la alusión que hace Ricoeur (1973) a los “maestros de la sospecha”, al referirse a Nietzsche, Marx y Freud, como aquellos filósofos que dudan de las “verdades” de la modernidad e introducen en la filosofía la posibilidad de ver qué hay “detrás” de las retóricas, tales como “el malestar en la cultura”, la “moral de esclavos” o la “lucha de clases” en la que unos grupos sociales son excluidos debido a intereses económicos. Así, la reflexión filosófica intercultural parte del cuestionamiento de la supuesta validez de lo que nuestra cultura reclama como “natural” o “esencial”, y se pregunta si no hay otras maneras de comprender estas categorías. Así, se devela constantemente el mecanismo recurrente de la mente humana que consiste en universalizar el propio punto de vista. La segunda tarea de la filosofía intercultural, según Estermann, es tomar conciencia de la propia culturalidad y su relatividad. Se debe reconocer que nadie puede escapar de su propia contextualidad cultural, ya que la cultura, ese entramado de significados que se construye a la par que las relaciones sociales, es para el ser humano como su “segunda piel”. Por esto, se debe reconocer que el hombre y la mujer están situados en un punto de vista entre muchos otros, lo que Fornet-Betancourt llama “perspectivismo”, siguiendo a Zubirí. Así, se toma como punto de partida que el Otro no es anormal, loco, bárbaro, hereje, o malvado; es simple y absolutamente Otro. En una tercera instancia, y para no caer en el multiculturalismo post-moderno que ve a las culturas como un mosaico de opciones meramente estéticas a elegir, Estermann invita a

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pensar en que la filosofía intercultural es sensible a las asimetrías entre las culturas y dentro de ellas. A nivel global, debe reconocerse que hay culturas dominantes desde el aspecto económico hasta la administración de los símbolos. Esto suele llamarse “colonialidad” o “neocolonialismo” (40). A nivel regional o local, tal asimetría se manifiesta en los grupos culturales, y a veces raciales, que mantienen el control de la esfera económica, política y social, y que determinan cuáles son los valores culturales “nacionales”. A nivel intracultural, las asimetrías se manifiestan en las exclusiones dentro de un grupo social, debido a las disidencias culturales que dentro de ellas se puedan legítimamente expresar. Por esto, la filosofía intercultural invita al sujeto a dejarse interpelar. En esta cuarta instancia, se observa al diálogo intercultural como un diálogo y encuentro de aprendizaje, crítico y autocrítico, en el que la apertura a la realidad de otras culturas lleva a mirarse a un espejo y lograr ver las propias deformaciones. En el encuentro con lo diferente, la propia identidad se expone a sufrir alteraciones y a relativizar las afirmaciones que alguna vez parecieron dogmas inamovibles. En palabras de Estermann: Por lo tanto, la interculturalidad requiere de una apertura personal y cultural hacia el otro y la otra que puede interpelarme y cuestionar mis supuestos culturales. Uno de los grandes valores de la interculturalidad es el hecho de que otra cultura puede “revelar mi propia identidad, pero también los “puntos ciegos” de mi propia cultura, los esquemas mentales y prejuicios inherentes a mis puntos de vista. Como mi cultura es como mi segunda piel, normalmente no tomo nota de que esta “piel” tiene peculiaridades y defectos, cualidades y deficiencias. En consecuencia, el encuentro verdadero con otra cultura (o representantes de otra cultura) puede ayudar a tomar conciencia de las posibilidades y limitaciones de mi propia identidad cultural (42).

Esto lleva a pensar, en quinta instancia, que ninguna cultura es perfecta. Cada cultura es un reflejo contextual, situacional y perspectivístico de cómo las personas interpretan y viven la realidad (43). Las culturas son construcciones humanas, como también lo es la noción de verdad y la de perfección. Por ello, es importante develar y ser críticos frente a los elementos culturales, ya sean propios o ajenos, que atentan contra la dignidad humana y los derechos de la tierra, que es el espacio de la sobrevivencia humana. En este sentido, puede señalarse que el objetivo de la filosofía intercultural es el diálogo entre individuos y grupos con respecto a su propia convivencia, la supervivencia de la especie y el cuidado de su casa común, que es el planeta. Esto implica poner en juego las 104

visiones culturales, las opciones políticas y las interpretaciones religiosas. Así, la interculturalidad ahonda en la opción por la tolerancia, pero desde un punto de vista crítico hacia las demás culturas y, sobre todo, hacia la propia. Todo esto lleva a lo que Raúl Fornet-Betancourt llama la “desobediencia cultural” (2001: 187), que es el acto de conciencia que realiza el padre Casafús en la novela de Carrasquilla. Desde el punto de vista de la filosofía intercultural, el ser humano tiene la tarea hermenéutica de interpretar, valorar y sospechar de su propia cultura de origen, para dar cuenta de su propia situación conflictiva con la cultura. Con esto, se des-idealiza toda cultura, incluso aquellas que parecen tan atractivas a Occidente por su aparente pureza. Ninguna cultura es la expresión de tradiciones homogéneas, sino el resultado de luchas, imposiciones y simbiosis que siempre están en movimiento. Por esto las identidades culturales son procesos conflictivos. Ya que en cada cultura hay una lucha de tradiciones, la filosofía intercultural aporta el elemento de la sospecha para invitar a los sujetos a cuestionar sus propias culturas. En términos de Fornet-Betancourt, “la cultura en la que el ser humano está y es, hace al ser humano; pero al mismo tiempo éste hace y rehace su cultura en constantes esfuerzos de apropiación” (2001: 187). La cultura es un espacio de significados donde habita el sujeto (198). A la vez, el sujeto es quien hace su propio camino y construye nuevos significados, en diálogo y ruptura con su herencia cultural. El ser humano está en la cultura, formando y reconstruyendo la cultura mediante sus acciones políticas, opciones de pensamiento y obras de arte, pero también está contra la cultura mediante estos mismos elementos. Por ello se puede hablar de una dialéctica entre el sujeto y la cultura: El hombre es, con seguridad, un ser cultural; está en su cultura como en su situación histórica original, pero esto quiere decir precisamente que el ser humano es a la vez, paciente y agente cultural. Pues la cultura es la situación de la condición humana, y no la condición humana misma (2001: 198-199).

Por esto, la propuesta de lectura que se realiza de nuestra realidad no se desliga del principio de liberación. Tal liberación parte de la afirmación de la individualidad del sujeto a la par que promueve la liberación de los demás sujetos y comunidades de manera recíproca. 105

CONCLUSIONES Luterito, novela escrita hace más de un siglo, puede ser leída como una parábola de la realidad colombiana, con elementos que siguen vigentes en la actualidad. Su profundidad narrativa, tono irónico y diálogos retóricos contienen un plus de sentido en el que se ve nuestro país como un espejo que atraviesa el tiempo. Una obra que puede ser aplicada a problemas hermenéuticos, éticos, políticos, religiosos y filosóficos aún vigentes, manteniendo las proporciones. No es, por supuesto, la solución o respuesta a la complejidad multicultural que llamamos Colombia, pero sí un punto de partida para valorar al Otro como ser digno y a la contradictoria vida como algo sagrado que merece respeto. Ahora no estamos bajo las imposiciones del gobierno de la Regeneración pero sí de agresivas campañas violentas por parte de diferentes grupos armados que promueven el odio al Otro. Hemos establecido una Constitución que reconoce la pluralidad de creencias y la libertad de pensamiento desde 1991. Hemos superado el maridaje entre la Iglesia y el Estado a partir de tal Constitución. Y aun así, Colombia sigue siendo una nación intolerante, con sus 1974 masacres entre 1983 y 2011 y sus 9233 víctimas del conflicto armado entre 1993 y 2012, según cifras oficiales38. Quien es diferente pasa a ser deshumanizado por la cultura, esto se realiza mediante la satanización, y esta es la justificación perfecta para su eliminación por parte de cualquiera de los grupos armados. En este sentido, Tomás Carrasquilla nos presenta una obra que se mantiene abierta a la relectura, por el registro de la intolerancia en aquel pueblo ficticio que simboliza aspectos de la intolerancia humana; y también por las opciones alternativas que presenta desde lo sencillo, las cuales son también muestras de apertura y transformación hacia una sociedad más abierta: el hombre que defiende la libertad de su conciencia y que considera que lo sagrado es la paz, la mujer dispuesta a compartir el hambre como muestra de solidaridad, la 38

Estas cifras se basan en la fuente del Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario (http://www.verdadabierta.com/component/content/article/173estadisticas/3828-estadisticas-masacres. Accesado el 10 de diciembre de 2012). Estas son las versiones oficiales del Estado Colombiano, que se basan en cifras transmitidas a través de instituciones como la Policía Nacional a partir de exhumaciones de cadáveres y muertos registrados. Sin embargo, hay muchas fosas aún desconocidas y muchos cadáveres sin rostro y sin historia contada que podrían aumentar considerablemente el número de las cifras.

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dura crítica contra las instituciones sociales y culturales que pretenden adueñarse de los cuerpos humanos mediante la apelación a las creencias. A nuestro modo de ver, es difícil que a un país que aún conserva estructuras coloniales se le pueda interpelar a partir de un pensamiento ilustrado y secular. Por esto es importante dar pasos y no saltos, ya que los impulsos violentos han sido la constante en Colombia y han producido más intolerancia. Ya se experimentó en el siglo XIX el intento de ilustrar por la fuerza a la nación. La respuesta ante esta actitud violenta e intolerante fue más violencia e intolerancia. Por esto consideramos que es importante partir del fundamento filosófico que propone Levinas: ya que en la alteridad reside lo Infinito, entonces hay que valorar al ser humano como digno y respetable. Sólo así se podrá aseverar que la humanidad es digna en su existencia, per se en su respiración y acción, en su reflexión y su creencia. Carrasquilla parte de un principio religioso, el cual ha sido desatendido en la cultura antioqueña y colombiana en general, pero que es importante escuchar: “siento que la paz es Dios y no la guerra”. Las mentalidades en pugna han afirmado en Colombia que el ser humano es imagen de lo sagrado, pero siempre se ha referido al ser humano como su propio grupo, con su reducido conjunto de prácticas y creencias. Por esto la filosofía intercultural pretende expandir el rango de lo que es la dignidad no sólo a un determinado grupo social sino a todos. Hasta ahora en Colombia, cada grupo se ha afirmado a sí mismo como humano cuando niega al Otro esta condición de humano, entonces la alternativa a la intolerancia es afirmar la humanidad del Otro o, como dice Levinas, afirmar lo divino en el Otro, el infinito en lo diferente. Similar a este es el concepto de tolerancia que propone Françoise Héritier: Tolerar significa, entonces, aceptar la idea de que los hombres no se definen simplemente como libres e iguales ante el Derecho, sino que la categoría de hombre corresponde a todos los seres humanos sin excepción. Sin duda éste es el fundamento de una ética universal hipotética, a condición -las condiciones son tantas- de que haya una toma de conciencia individual y colectiva, que exista una voluntad política internacional y se desarrollen sistemas educativos que enseñen a no odiar (Françoise Héritier, 2002: 25).

Sólo entonces se puede dar el paso a la afirmación del ser humano en tanto racional. No se es humano meramente porque se es racional o se cumple con determinadas características.

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Se es humano per se, y en esto descansa el valor de la dignidad. De allí el rescate de categorías como dignidad, rebeldía, tolerancia, alteridad e interculturalidad. El padre Casafús demuestra que es un hombre rebelde que defiende su dignidad por encima de las imposiciones eclesiásticas y políticas. Toma conciencia del absurdo de su situación y se niega ante las órdenes de su superior de predicar la guerra. No justifica el asesinato de otras personas en nombre de un Dios en el que no cree. Es un hereje para la cultura, un blasfemo contra el ídolo de la violencia. Además, es creador de imágenes alternativas de la Divinidad. Luterito es una novela que, leída desde otro espacio y tiempo, nos hace pensar en el Otro, el hereje, el diferente39. Por un lado, porque Casafús es presentado como un Otro, alguien que es excluido de la sociedad y la cultura por obedecer a su conciencia y oponerse a las imposiciones. Por el otro, porque las opciones del sacerdote se deben precisamente a valorar la vida del Otro por encima de los discursos políticos y las imposiciones doctrinales. Según Levy (1958), Luterito es el punto de partida para conocer la postura religiosa de Carrasquilla. Es la obra en que más se revelan sus creencias: el respeto por lo sagrado, arraigado en la tradición católica; a la vez que el seguimiento de la propia conciencia, por la influencia del pensamiento ilustrado. Casafús, sacerdote ideal de Carrasquilla, brilla por su actitud de tolerancia, respecto a la vida, autonomía y sencillez en la religión 40. Como lo hace notar Levy:

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Aunque Carrasquilla se considera liberal (Levy, 1958), no escatima en reconocer los méritos del conservador Pedro Justo Berrío, a quien cataloga como un hombre de “razonamiento perpetuo y soberano... un hombre categórico y definitivo” (“Berrío”, 2008-III: 323). Es por ello que, en perspectiva política, se declara partidario del justo medio y de la tolerancia, como lo cita Levy: “Aprender a tolerarse es la clave de la vida” (Levy, 1958, 75). El autor antioqueño tiene la capacidad de girar su mirada y observar que tanto en una postura como en otra puede haber valores fundamentales para la construcción de una sociedad mejor. Y estas son las razones que hay detrás del escritor de Luterito para mostrar tanto las virtudes como los defectos de los personajes liberales y conservadores de la novela. 40 A partir de la investigación sociológica, Diego Alejandro Zuluaga (2007) destaca a Carrasquilla y a su personaje Casafús, como cristianos ilustrados. Se trata de personajes que profesan la religiosidad como valor imperante, pero que a la vez asumían las corrientes del pensamiento europeo, favorables a una reforma racional ilustrada. Y destaca la importancia que tuvieron personajes religiosos en la construcción de mentalidades ilustradas y en prácticas políticas emancipatorias en América Latina, como es el caso de Jorge Ramón de Posada y José Miguel de la Calle en Colombia. 108

En la vida del padre Casafús, no hay poesía ni felicidad. Toda su existencia es una ininterrumpida cruzada contra el fanatismo y la intolerancia. Aunque Luterito -título original de la novelarepresenta sin duda una posición extrema..., Carrasquilla apoya con decisión el punto de vista simbolizado en Casafús quien, a pesar de violenta persecución, sigue los dictados de su corazón... Cuando el padre Casafús reafirma intrépidamente su posición moral rehusando ceder una pulgada, no hay duda de que es el propio autor el que habla por boca de aquel... Se diría que nuestro autor se identifica en toda época con quienes aplican, respecto de las formas, una medida de “indulgencia y amplitud”, al paso que se opone a quienes exhiben un espléndido escudo de armas para reemplazar la “hidalguía de corazón”. La sinceridad y el fervor deben ser la base de todos los ritos... Carrasquilla no ataca la religión misma sino que, precisamente como Pascal, Molière y muchos otros, critica su práctica humana, frecuentemente violatoria de lo esencial de los actos (80).

Similar a Casafús, Carrasquilla también presenta al personaje de Magdalena Samudio en Grandeza, quien se manifiesta creyente cristiana, pero con libertad de conciencia para actos y pensamientos que la hacen una mujer ilustrada, hasta el punto de ser lectora de Schopenhauer, Renán, Darwin y Nietzsche (2008-II: 602). Por ello puede expresar apertura ante la posibilidad de lo sagrado en otros seres humanos, y no limitados a la Iglesia, como lo refleja en esta conversación con su hermano, quien la llama “librepensadora”: “El alma de que hablamos, Moscardón Siniestro, así como las que habitamos en esta casa, no estarán santificadas; pero Dios no ha huido de ellas: ¿por qué no ha de morar en alguna? Y morará, según su infinita misericordia” (2008-II: 635). Tomás Carrasquilla destaca las alteridades. Su literatura recoge rostros diferentes a los defendidos por la sociedad antioqueña blanca y católica. Pese a la apariencia monolítica de la religión romana en Antioquia, el literato rescata las diferencias como algo valioso y digno de retratarse. Presenta al catolicismo latinoamericano como un sincretismo que recoge las creencias indígenas y las prácticas rituales africanas, y las entremezcla en una urdimbre cultural que podría definirse como una religión autóctona antioqueña. Su obra da muestra de diversidad de creencias que conviven entre sí y se influencian mutuamente en la Antioquia en los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX. El primer cuento publicado por Carrasquilla, “Simón el mago” (1890), refleja la presencia de la religión africana mezclada con las creencias españolas, y es una burla al imperativo racista católico español. La negra Frutos es una narradora de historias, portadora de saberes subterráneos y alternos a la versión de la religión oficial. Ella ve la historia desde otro 109

punto de vista y enseña a Antoñito sus tradiciones mestizas. Como hace notar Edison Neira Palacio (2003), este cuento refleja el mestizaje y el sincretismo como factores unificantes de la sociedad antioqueña, colombiana y latinoamericana. De este modo Carrasquilla pretende romper con el mito de una cultura pura importada desde Europa y sacar a relucir los elementos africanos que hacen parte de nuestra desconocida alteridad e interculturalidad. La Marquesa de Yolombó (1926) es la obra que más ampliamente recoge la alteridad en la obra de Carrasquilla, dedicando muchas páginas a la descripción de las prácticas culturales provenientes de los africanos, que eran seguidas incluso por blancos y españoles. La marquesa Bárbara Caballero, mujer de contradictorias creencias, respeta a la monarquía española y trata con dignidad a los indígenas y africanos, representa un mestizaje cultural de transición, entre la hidalguía decadente y los atisbos de independencia. Ella se apropia de las creencias de los negros como suyas, adoptando dioses africanos a su intimidad religiosa, y creyendo que son éstas prácticas las que le hacen triunfar en cierta etapa de su vida. Carrasquilla demuestra que Antioquia y Colombia no sólo dependen del monoteísmo cristiano. Detrás hay muchísimas fuerzas de la naturaleza que se explican mediante las deidades de otros pueblos, e incluso de los santos. Así, estos escritos abren una ventana para comprender que América Latina no tiene una cultura única, sino que, dentro de un espacio tan pequeño como es Antioquia, caben diversos Dioses y diversas culturas y se mezclan en el alma de la gente: “De este empate vino una mezcolanza y un matalotaje, que nadie sabía qué era lo católico y romano ni qué lo bárbaro y hotentote, ni qué lo raizal” (2008-I: 235). Carrasquilla constantemente destaca que la población antioqueña es diversa. En su ensayo titulado “Medellín”, rompe con el mito de una Antioquia ibérica y católica y hace notar que desde la misma España ya había un encuentro de culturas: “Sea de esto lo que fuere, es cierto que los candelaritas [medellinenses], sean celtas, íberos, judíos, bereberes, sean mezclados de las cuatro razas, o de la indígena y la africana, no se durmieron al amanecer de la libertad” (2008-III: 443). Y se va directamente contra la idea de una raza pura, destacando la presencia de muchos judíos en Antioquia, y viendo esto como algo positivo: 110

“No debe ser mucho desdoro ser de la raza de Cristo, de los Rothschild, Espinoza y Dreifus, Máxime, ahora, cuando ha pasado la moda del antisemitismo” (Ibíd.). Carrasquilla realiza una obra muy diferente a la vista hasta entonces en la literatura colombiana. Este antioqueño refleja las identidades populares en encuentro con las señoriales -ya caducas y ad portas de un cambio de tiempo -a la par que va elaborando a través de sus escritos una historia social de Antioquia, que se puede extender para la realidad social de toda Colombia, ante los cambios socio-culturales que se vienen presentando: la colonia en La marquesa de Yolombó, las guerras civiles en Luterito, la transición hacia la sociedad mercantil en Frutos de mi tierra, la sociedad minera en Hace tiempos y la vida Urbana en Grandeza. Así presenta una interesante relación entre la sociedad y el individuo. Reflejo universal del regionalismo como resistencia ante el decadente colonialismo y la entrada del capitalismo como otra manera de dominación; protesta contra el racismo departamental de los escritores bogotanos y contra la autoestima tan elevada que tenían los antioqueños de sí mismos. La obra de Carrasquilla, como se ha visto a lo largo de esta investigación, es un intento estético de presentar la historia y la realidad de la sociedad en que vive. El escritor antioqueño reflexionó su región y contexto a partir de la literatura, y presentó una mordaz obra realista que novelaba la vida provinciana. Frente al gobierno de Núñez y Caro, escribió en un lenguaje popular, como gesto político de ruptura con la cultura impuesta desde el poder en Bogotá (Gutiérrez Girardot, 2005). El contexto de escritura de Tomás Carrasquilla es el del período de la Regeneración (18851903), que devolvió el poder al conservadurismo, después de varias décadas de inestabilidad económica y política, y de múltiples guerras civiles. La Regeneración es lo que se puede llamar la contrarrevolución conservadora, bajo la acción política y constitucional de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, devolviendo el predominio a la Iglesia Católica en Concordato con el Estado. Luis Felipe Restrepo (2000) hace ver que las opciones estéticas de Tomás Carrasquilla son también posturas éticas con relación al poder político ejercido por Núñez y Caro, en su proyecto centralista de nación. Retomando la idea de Benedict Anderson (1993), de que las

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novelas latinoamericanas del siglo XIX sirvieron para constituir la identidad de las naciones, Restrepo señala que la obra del literato antioqueño es una manera de desacralizar y confrontar la imagen romántica y conservadora de la nación colombiana que se refleja, por ejemplo, en María. En términos de Restrepo: ...la narrativa de Carrasquilla confronta el proyecto cultural de la Regeneración degradando el aura y el simbolismo del poder. Es decir, para entender cómo la narrativa de Carrasquilla erosiona el discurso nacionalista hay que entender la “naturaleza” de tal discurso. En el centro de las sociedades complejas se encuentra una élite gobernante y una serie de formas simbólicas que hacen visible el acto de gobernar. Estas élites justifican su existencia y organizan sus acciones mediante un conglomerado de historias (en su doble sentido), ceremonias, insignias, formalidades y accesorios que han heredado o que se han inventado (Geertz 1983, 124). La narrativa de Carrasquilla se presenta, por tanto, irónica y desacralizadora ante estos “centros simbólicos” de la cultura señorial de la élite colombiana. En contraposición a ésta, mediante diversos personajes anclados a una tradición regional, Carrasquilla va a construir nuevos ejes simbólicos sobre los cuales basar una cultura nacional... La novela de Carrasquilla trastoca la producción simbólica encaminada a consolidar la nación como una entidad política imaginada. Es decir, desestabiliza ese conglomerado de símbolos (bandera, himnos, escudos, etc.) que dan a los habitantes de un territorio un sentido de confraternidad. Lo que esta operación implica es que la narrativa de Carrasquilla penetra los códigos mismos que componen la realidad social y los rearticula desde su propio interior (Restrepo, 2000: 177).

De esta manera, la obra de Carrasquilla es comprendida como una postura ético-política, no partidista ni proselitista, sino como estética que desafía a la cultura que erigía a Bogotá como la “Atenas Suramericana”. En este sentido, lo que el escritor antioqueño busca con su obra es desligarse de la ortodoxia cultural bogotana y la defensa castiza de ortodoxia filológica representada en Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo. La perspectiva ético-artística lleva a Carrasquilla a ponerse de parte de los excluidos. De allí que en su obra se destaquen los afroamericanos, las mujeres, los obreros y mineros, y la gente pobre en general. En el rescate de lo Otro, Carrasquilla abre una ventana para la comprensión de una identidad diversa, rompiendo con los mitos de la superioridad de Antioquia.

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La diversidad es una característica humana en todas las épocas y lugares. Raza, género, creencias y prácticas marcan una pluralidad de experiencias culturales. En América Latina, el gran desafío con respecto a la diversidad se produce a partir de la visibilización de una diversidad cultural, religiosa y civilizatoria que siempre ha existido, pero que ha sido camuflada bajo el manto de una supuesta homogeneidad cultural (Estermann, 2010: 14). Diversidad que se evidencia en las culturas indígenas, afroamericanas, religiones ancestrales, sincréticas, migrantes o expresiones de descreencia, diferentes orientaciones sexuales y de género, visiones éticas o políticas alternativas a las tradicionales, y población en situación de discapacidad. Realidades que siempre han existido, pero que han sido invisibilizadas, negadas o que buscan ser eliminadas. De allí la importancia de rescatar eso Otro que nos muestra la literatura. Se hace necesario retratar lo diferente a la manera de la negra Frutos, y de ponerse de parte de la vida como el padre Casafús. Esto se convierte finalmente en un grito que aboga por rebelión, alteridad, interculturalidad y hermenéutica de la sospecha ante todo discurso oficialista. Bien es cierto que pertenecemos a una tradición determinada, pero también podemos releer sus documentos históricos para irnos en contra de ella y proponer maneras más justas de relacionarnos. Como señala Ricoeur (2002), la intolerancia es la imposición de las creencias personales, la desaprobación de otras posturas y el uso desmedido del poder. La tradición religiosa juega un papel muy importante como fondo hermenéutico para relacionarse con el Otro. Leer consiste en articular un nuevo discurso al discurso del texto y encontrarse con el Otro en la lectura. El grupo de Quiteria lee desde la intolerancia, mientras que Casafús lee desde una postura rebelde, como lo dice Hinkelammert siguiendo a Camus, al tomar una clara opción por la paz. De modo que el sacerdote apela a lo que Fornet-Betancourt llama la desobediencia cultural. En este sentido, el padre Casafús es un personaje que le abre paso a la alteridad; pues si la religión y la trascendencia tienen un sentido, es el de la alteridad, lo otro que ser; y esta postura es una alternativa a la guerra totalizante y a la intolerancia. La hermenéutica de Casafús lo lleva al acontecimiento ético, a la posibilidad de ser el unopara-el-otro, lo cual no es sólo un desafío interrelacional sino también intercultural.

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