Carta de respuesta al exjoven escritor latinoamericano Rodrigo Fresán, en el casi onomástico del otro casi exjoven escritor Evelio Rosero, a propósito de su novela \"Los ejércitos\" y del compromiso de los escritores.

July 22, 2017 | Autor: J. Rodríguez Calle | Categoría: Cultural Studies, Languages and Linguistics, Literature, Orality-Literacy Studies, Cultural Theory
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Descripción

Santiago de Cali, 20 de marzo de 2008.

Carta de respuesta al exjoven escritor latinoamericano Rodrigo Fresán
(2003),[1]
en el casi onomástico del otro casi exjoven escritor Evelio Rosero,
a propósito de su novela Los ejércitos y del compromiso de los escritores.


¿Es para eso, que morimos tanto?
¿Para sólo morir,
tenemos que morir a cada instante?
¿Y el párrafo que escribo?
¿Y el corchete deísta que enarbolo?
César Vallejo, "Sermón sobre la muerte" en
Poemas humanos.


Sí, señor Fresán, de estigmas es que el mercado nos arrastra a los
roles que sólo al mercado conviene; todo lo que usted quiera, joven
escritor latinoamericano o casi exjoven (cuarentón) escritor (iconoclasta,
liberal, comprometido o no…) latinoamericano (exótico nieto de generales o
de abuelas llenas de historias…). Así vamos bancándonos el juego sucio de
la aldea global o, simplemente, la historia de Barrales que consagraron
desde la Madre Patria a los padres literarios latinoamericanos del Boom
(muy exjóvenes ya, a estos tiempos, bastante exóticos para el mercado, como
seguramente lo sabe también Isabel Allende). Así están las reglas, no sólo
para usted y su querido Z que pretende ser editado. El Boom nos legó esa
sombra macabra y, como para "El amenazado" de Borges, ahora no habrá de
seguro más que "el horror de vivir en lo sucesivo", aún para los que no
somos escritores consagrados en España, sino simples estudiosos de la
literatura. Será que entonces, ¿habrá que resignarse, con su desparpajo, a
pensar el oficio de escritor como "un oficio claramente burgués ―un oficio
con ambiciones y necesidades burguesas―…"? Tengo para mí que no; una cosa
es el (super)mercado español o del mundo y otra cosa es el oficio.
El asunto es que el oficio de escritor convoca a contar historias más
dolorosas que la de su querido Z, no publicado; historias provenientes de
las fuerzas centrípetas y centrífugas de las que habló su colega Mario
Mendoza (2003) en el mismo espacio que usted y que llevan a optar por
grados de referencialidad que convoquen a la memoria histórica de la
realidad latinoamericana (fuerza centrípeta) inserta en un mundo
globalizado (fuerza centrífuga). Me urge hablarle(s) de ejemplos que nos
muestren esas posibilidades.
Usted, el casi exjoven que publicó el texto del que hablamos no pudo
leer, en ese momento, Los ejércitos de Evelio Rosero (2007) y acaso, por
los azares del mundo editorial o por lo que sea, el exjoven de ahora puede
no haberla leído. Sin embargo me tomaré la licencia de hablarle a usted, y
a los posibles lectores de esta misiva pública, sobre esa novela que nos
cuenta la historia de Ismael, el metonímico (en tanto representante de una
"realidad" latinoamericana) olvidador de la historia reciente de su
nación, la cenicienta Colombia ―tan rezagada siempre y tan "avanzada", en
algunas ocasiones, en los procesos políticos del resto de Latinoamérica―.
Me parece que, en mi humilde opinión, en esta novela se puede verificar que
la posibilidad del compromiso político, tan caro a los herederos del Boom,
puede mutar en formas acordes a la realidad actual. No creo, sin embargo,
que éste sea el único ejemplo. Simplemente es el que más me interesa
analizar ahora. Igual podríamos hablar de Nocturno de Chile, de Bolaños o
de El vano ayer de Isaac Rosa…, pero soy colombiano y, aunque un personaje
de Borges (siempre tan universal, tan al cuento, tan argentino) haya dicho
que "ser colombiano es un acto de fe", la nacionalidad sigue importando
bastante.
En la ingrata tarea de crítico-teórico literario, Donald Shaw propone
que, desde el boom, la literatura latinoamericana ha optado por dos
tendencias muchas veces excluyentes: una que pretendería "revolucionar la
literatura" y otra que pertenecería a una "gran tradición central de la
narrativa hispanoamericana: aquella de la protesta". No creo, sin embargo,
que revolucionar la literatura fuera necesariamente renunciar a esta última
tradición: Cien años de soledad es en el fondo una profunda protesta contra
el olvido de una historia de guerras y dictaduras que marcó los años a los
que hace referencia (sin explicitarlos); Rayuela denuncia de muchas maneras
lo que significaba el exilio (no sólo en el extranjero) de muchos
tercermundistas a mediados del siglo XX. Creo, además, como expone el mismo
Shaw, citando al nicaragüense Sergio Ramírez, que "el escritor no puede
dejar de cumplir un acto político, porque la realidad es política" (2003:
263). Incluso la citada posición de Fresán es bastante política.
Me parece que confundimos con bastante facilidad la militancia y el
compromiso político. La escritura y publicación de una novela, en tanto
texto dirigido a un público extenso, no puede dejar nunca de ser un acto
político y, por tanto, de reflejar el compromiso de su escritor. Tanto
Cortázar como García Márquez, en los libros citados, y los demás padres del
Boom, al revolucionar el lenguaje, encontrando formas cercanas al tiempo y
a la configuración de las historias latinoamericanas, cumplieron profundos
actos políticos que, de igual manera, reflejaban sus compromisos. La
militancia de ellos, en tanto personajes públicos, es otro asunto del que
no nos ocuparemos extensamente ahora y pertenece a la historia que les tocó
vivir. Pero sí diré ahora que sus tiempos eran, precisamente, tiempos de
una clara militancia, eran tiempos de la recepción de Sartre y de la
Revolución Cubana. Esa realidad los convocaba a su manera a tener que
construir con su literatura, y con su lenguaje, una memoria propia de su
realidad histórica, mientras apoyaban a Fidel Castro y reflexionaban las
tesis del autor francés.
Otra realidad es la actual de Los ejércitos, en que la guerrilla, los
paramilitares y los ejércitos del Estado Colombiano son indiferenciados en
tanto acosadores y vejadores del pueblo de Ismael. Aunque de esa manera
esos ejércitos podrían ser despolitizados, y desconectados de la historia
latinoamericana del siglo XX, no es eso lo que ocurre con la denuncia que
nos ofrece el autor en su relato: la novela está focalizada desde la mirada
de Ismael, un maestro pensionado que empieza a presenciar como San José, su
pueblo, es progresivamente desmembrado por cada uno de esos ejércitos. La
novela transcurre en un tiempo lineal bastante acorde a la muerte
progresiva de su narrador protagonista y su lenguaje es el propio de un
pueblo andino colombiano (no quiero decir más de la forma, lo creo
suficiente).
Así, entonces, el compromiso político del autor se evidencia en una
posición que, desde la percepción de su personaje, denuncia el absurdo de
una guerra que es perpetuada hasta el cansancio por poderes que están muy
por encima del mundo narrado. El compromiso político del autor, digámoslo
de una vez, parece estar a favor de una paz que sería la única posibilidad
de cambio real en la historia colombiana (la misma posición de muchos
intelectuales progresistas). O al menos el lector que ahora escribe puede
interpretar allí un discurso que lo autoriza a hacer tales afirmaciones.
Sí, el escritor Evelio Rosero no se muestra, en tanto personaje
público, militando públicamente en un partido y tampoco como revolucionario
de las formas literarias. Lo que no estaría de ninguna manera,
necesariamente, en contradicción con su compromiso político expresado en la
escritura de esta novela. Como diría un sociólogo muy exitosos, con una
metáfora bastante afortunada (también para el mundo editorial, señor
Fresán), a todos los que vivimos en esta época, nos toca vivir una "vida
líquida" (Bauman: 2005) que nos impone un olvido hecho de superposiciones
que se nos deslizan, y que nos convierten a la vez en deslizadores; una
vida líquida que pareciera no dejarse interpretar en su velocidad. Pero,
como conjura a dicha realidad, con su novela el autor hace entrar un evento
fijado en la repetición de la historia colombiana reciente: el evento del
desmembramiento de un pueblo, por desplazamiento, por desaparición de los
pobladores, por masacres… Y Don Ismael, su narrador principal, es quien
presencia este desmembramiento mientras, como olvidador que resiste, ve
disolver su memoria y su realidad.
La novela empieza al final de un tiempo estancado en los recuerdos de
Don Ismael, el tiempo en el que su vecina, "la esbelta Geraldina", toma el
sol desnuda y él asiste a ese espectáculo todas las mañanas mientras recoge
naranjas de su jardín. El mundo detenido (como suele ocurrirle a algunos
viejos en la tranquilidad de su pensión) transcurre en la contemplación de
la casa del brasilero, el esposo de Geraldina: los amores infantiles de
Eusebito y Gracielita, las guacamayas, los gatos, las gallinas, los regaños
de doña Otilia… Pero el viejo debe salir a la calle y la realidad lo aturde
con sus cambios ignorados:
He confundido las calles y desemboco en la orilla del pueblo, cada vez
más oscura, moteada de inmundicias y basuras –antiguas y recientes–,
especie de acantilado donde me asomo: hará unos treinta años que no
venía por aquí. ¿Qué es, qué brilla, allá abajo, igual que una cinta
plateada? El río. […] En este pueblo entre montañas no hay un mar,
había un río. Hoy, disecado por cualquier pálido verano, es un hilillo
que serpentea. Eran otros días cuando a los recodos más abundantes de
sus aguas, en pleno verano, no sólo íbamos a pescar: inmersas y
desnudas hasta el cuello las muchachas sonreían, secreteaban, y se
dejaban flotar en el agua transparente…" (2007:39).
Don Ismael es ya el contemplador de un tiempo que ha pasado arrasando
con el mundo de sus recuerdos; el acantilado y el río, devorándose la
inmundicia de la guerra, se le presentan con su atroz realidad de lo que ya
no es. Pero al mismo tiempo es el símbolo del olvido, de lo que se ha
dejado abandonado por salir corriendo, de lo que a nadie le importa porque
hay que sobrevivir a la atrocidad de la guerra. San José pudo haber sido,
en los recuerdos del narrador, un pueblo en el que se podía nadar y en el
que él, que es un viejo voyeur, podía contemplar a las jovencitas en un
paraíso terrenal. Pero San José es, en el momento en el que Don Ismael sale
a reconocerlo, un pueblo ya sin jóvenes: su hija está en alguna ciudad
exiliada, como las demás. Los muchachos están siendo mercenarios de algún
ejército o corriendo la misma suerte de su hija. Una historia que es
ejemplo de la historia reciente de Colombia, que ostenta records mundiales
de desplazamiento forzado. Un país (rural hasta mediados de siglo como el
resto de Latinoamérica) que, como en la historia moribunda del río, ya no
renace con generaciones nuevas, sino que va muriendo poco a poco o se va
convirtiendo en el cáncer de los cinturones de miseria de las grandes
ciudades.
Los niños son secuestrados aún en los vientres de sus madres como
ocurre con el nonato de Chepe, el tendero que proporciona las tertulias de
San José. A Eusebito y a Gracielita los sacan del éxtasis inocente de sus
amores infantiles, algún ejército se los lleva secuestrados. El niño
regresa cubierto de un silencio que aturde a su madre, la esbelta
Geraldina, ahora vestida de luto. Para Don Ismael (el otrora maestro de
escuela de todas las generaciones de San José) Eusebito deja de tener
nombre hasta que decide confrontarlo con su experta manera de hablarle a
los niños; más por el desespero de saber sobre la suerte de Doña Otilia,
desaparecida por cualquier ejército, de Gracielita, del brasilero, que por
un afán terapéutico, el maestro interpela violentamente al niño mudo hasta
entonces:
Yo le quito el turrón de las manos, para sorpresa suya, para sorpresa
de su madre, y le digo: . Me mira
estupefacto, por fin mira a alguien, creo. , le digo,
poniendo mi cara casi encima de la suya, […] Pero el niño sigue sin decir
palabra, aunque no deja de mirarme. le pregunto […] Después busca a su madre, y por fin
parece reconocerla. Entonces dice, como si lo hubiese aprendido de
memoria: […] –Mi papá me dijo que te diga que nos vayamos los dos de
aquí que lo recojas todo que ni esperes un día así me dijo que te diga
mi papá." (2007: 151-152).
Don Ismael continúa el interrogatorio y al inicio del siguiente
capítulo el niño vuelve a ser Eusebito: "¿Lunes? Otra carta de mi hija. Me
la trae Geraldina, en compañía de Eusebito.".[2] Pero el Eusebito que
regresa, con perdón de la obviedad, es otro, es un niño envejecido por la
atrocidad de la guerra. Bien mirada, esta novela se sustenta en la
narración del envejecimiento: del prematuro de Eusebito, y seguramente el
de Gracielita. Pero no sólo del envejecimiento, de uno de sus peores
síntomas, el olvido. A don Ismael se le empiezan a olvidar los asuntos más
cotidianos como bajar el café de la estufa; el día en que se encuentra,
incluso se le olvida comer: "Ni siquiera el hambre me avisa el tiempo, como
antes. Tengo que acordarme de comer. Debo olvidarme seguramente porque no
hay luz eléctrica" (2007:135).
Las peripecias de Don Ismael lo llevan por el camino del
envejecimiento, de la muerte, de esa muerte llena de olvidos que convierte
a los viejos en espectros que caminan entre los vivos a la manera que
enseñó el Boom con sus (ex)habitantes de Macondos o Comalas. Don Ismael es
un muerto, él lo afirma sin ambages: "El que quiera morir, aquí está su
tumba, donde pisa […] En cuanto a mí, no importa. Ya estoy muerto" (2007:
160). El maestro camina por entre todos los ejércitos salvándose de cada
masacre: de la de Berrío, el jefe del ejército (estatal), que masacra a un
grupo de gente en la plaza pública por haber perdido una batalla con la
guerrilla; se salva de un ataque con granada, de los bombardeos que
destruyen su casa y la del brasilero (que no se sabe de dónde vienen). Es
el espectro sobreviviente al que interpelan los ejércitos en la calle de un
San José sin más habitantes que él. Pero quién puede "ser" ese hombre al
final del relato:
, repiten, ¿qué les voy a decir?, ¿mi nombre?, ¿otro
nombre?, les diré que me llamo Jesucristo, les diré que me llamo Simón
Bolívar, les diré que me llamo Nadie, les diré que no tengo nombre y
reiré otra vez, creerán que me burlo y dispararán, así será. (2007:
203).
Así es, señor Rodrigo Fresán, a los latinoamericanos, o al menos a los
colombianos, que vivimos estancados en esta dictadura militarista tan
sofisticada, ya parece no quedarnos más que interrogar a los muertos y que
sean ellos los que cuenten la historia que los escritores, que se pretenden
no comprometidos, han dejado de contar como vivos. Acaso, como Don Ismael,
los muertos sean quienes con mayor propiedad reclamen una identidad
universal o cosmopolita, un ser Jesucristo, un Nadie (acaso homérico), un
Bolívar, una identidad a la vez centrípeta y centrífuga. Todo esto, aunque
don Ismael no persiga a Moby Dick, ni quiera ser astronauta, ni quiera
morir "en el estante de una biblioteca a cualquier edad". Le devuelvo su
pregunta implícita: ¿qué es ser un escritor joven latinoamericano? Le
aseguro que sobrarán ejemplos distintos al suyo.


No muy cordialmente.


James Rodríguez Calle.


Bibliografía
BAUMAN, Zygmunt (2005) Vida líquida. Barcelona: Paidós.
FRESÁN, Rodrigo (2003) "Apuntes (y algunas notas al pie) para una teoría
del estigma: páginas sueltas del posible diario de un casi exjoven escritor
sudamericano", en Varios. Palabra de América. Barcelona: Seix Barral.
MENDOZA, Mario (2003) "fuerzas centrífugas y centrípetas", en Varios.
Palabra de América. Barcelona: Seix Barral Palabra…
ROSERO, Evelio (2007) Los ejércitos. Barcelona: Tusquets.
SHAW, Donald (2003) Nueva narrativa hispanoamericana. Boom, Posboom y
Posmodernismo. Madrid: Cátedra.

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