Capitalismo Responsable: la cuestion social en Europa y México, 1848-1936

May 23, 2017 | Autor: Gonzalo Capellan | Categoría: Historia Social, Historia Contemporánea, História Comparada
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Descripción

Gonzalo Capellán de Miguel Universidad de Cantabria

[…] el verdadero remedio a la repartición temporalmente desigual de la riqueza, la reconciliación del rico y del pobre [en] un reino de harmonía, un ideal nuevo, diferente en verdad del comunismo, que pide tan sólo la evolución progresiva de las condiciones existentes, y no el derrumbamiento de nuestra civilización. Reposa sobre el individualismo tan intenso de nuestra época, y la humanidad está pronta a ponerla en práctica, por ­g rados, en cuanto quiera. Y le deberemos un Estado Ideal en el que el sobrante de la riqueza de la minoría vendrá a ser, en el buen sentido de la palabra, propiedad de la mayoría, ya que se invertirá en el bien común. Andrew Carnegie, «El Evangelio de la riqueza»1

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ste trabajo es una reflexión de historiografía comparada cuyos ejes no son sólo España y México, sino también Europa y –en menor medida– Norteamérica. Porque lo que se compara, el concepto «cuestión social» que tiene un sacerdote católico mexicano, Castillo y Piña, y el que tienen

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El trabajo es resultado de la investigación realizada en el seno del proyecto del Plan Nacional de I + D + i (HAR2009-08461) financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Texto incluido en El A.B.C. del dinero, Barcelona, T. Taberner Editor, s.a., pp. 15-16. Originalmente el artículo de Carnegie se publicó en The North American Review, CXLVIII, en junio de 1889 bajo el título «Wealth». En la traducción española se prefirió el título de la versión británica «The Gospel of Wealth», debido al artículo que con ese título escribió Mr. Gladstone, comentando el texto de Carnegie (se publicó en noviembre de 1890 en la revista Nineteenth Century). Sobre todo esto ver la obra de Gumersindo de Azcárate, Concepto de Sociología y un estudio sobre los deberes de la riqueza. Barcelona, Heinrich and Cía., 1904, pp. 63 y ss.

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otros autores españoles coetáneos, católicos como Maximiliano Arboleya, o no católicos, como Gumersindo de Azcárate, no se puede entender fuera de un marco geográfico más amplio2. Como tampoco puede entenderse sin atender a autores e ideas que influyeron en ambos países, como la doctrina social católica del sacerdote alemán Ketteler o las liberales del capitalista estadounidense, de origen irlandés, Carnegie. La tesis resultante de este trabajo, del que ahora se presenta sólo un primer esbozo general –pendiente de ulteriores concreciones en varios aspectos– es que tanto una rama del liberalismo, y por lo tanto de la «Cultura liberal» –políticamente radical y defensora del libre mercado en materia ­económica–, como una corriente del catolicismo hispano –la católica social imbuida de la Rerum Novarum– afrontaron la solución del problema social bajo una misma perspectiva, que aquí he denominado «Capitalismo responsable». Si bien es cierto que catolicismo y liberalismo se presentaron –y autopresentaron– permanentemente como concepciones no sólo diversas, sino enfrentadas respecto a los modos de entender, definir y solucionar la cuestión social, lo cierto es que ambas coincidieron plenamente en dos aspectos capitales: de un lado, la defensa a ultranza de la propiedad individual –con todos los matices, e incluso críticas, que se quiera en el caso del catolicismo ketteleriano– como un principio casi sagrado que suponía aceptar un sistema económico donde se generaban desigualdades muy ostensibles; de otro, la búsqueda de una solución a esa desigualdad social, entre ricos y pobres, que recayera exclusivamente en el individuo y en su voluntaria –y responsable– disposición para redistribuir una parte de su capital (por más que no dejaran de incluir en su programa acciones del Estado y las asociaciones para paliar los males de las clases más desfavorecidas). Creo que esa coincidencia es más que suficiente para incluir en un mismo capítulo, por lo que a la solución de la cuestión social se refiere, a católicos sociales y liberales, ya que esa coincidencia los diferenciará de quienes aspiran a transformar –cuando no destruir– el orden socioeconómico ­establecido, de quienes conciben las relaciones entre capital y trabajo de forma conflictiva o de quienes consideran que es el Estado –antes y por encima del individuo– quien debe desempeñar un papel clave en la resolución del problema social. 2

De ahí la cronología elegida, que se inicia en un momento clave para entender la irrupción de la cuestión social en Europa y culmina con un año de referencia para la historia española, a la vez que coincide con la fecha en la que Castillo y Piña publica en México, reunidos en un libro, sus conferencias y artículos sobre la cuestión social.

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En una perspectiva histórica de larga duración, el capitalismo responsable como fórmula compartida de solucionar la cuestión social –o una parte de ella– por parte de ciertos católicos y liberales, de este lado del Océano y del otro, marca un punto de transición entre la vieja solución cristiana de la limosna y la caridad propia del Antiguo Régimen y la Responsabilidad social corporativa, de moda en el moderno capitalismo del siglo xxi. El evangelio de la riqueza predicado por Ketteler, Castillo y Piña, Arboleya Martínez, Azcárate o Carnegie entre los decenios finales del siglo xix y los primeros del siglo xx, se situaba a medio camino entre el viejo evangelio de la pobreza y la riqueza sin evangelio, y por ello no pudo librarse de quedar impregnado ni del hondo paternalismo del primero ni del crudo capitalismo de este último. 1. La cuestión social en España: ¿es la propiedad un robo o un derecho esencial?

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uando por primera vez se importa en España, pleno de significado, el sintagma francés de origen fourierista «cuestión social» (question sociale), ya se plantea como un problema centrado en el tema de la propiedad –incluido un elemento central de ella, el derecho de propiedad–3. Para Flórez Estrada, que fue quien llevó la voz cantante en esta primera formulación del concepto en el ámbito español, la cuestión social era una cuestión de derecho de propiedad, y más específicamente de propiedad de la tierra4. Probablemente el origen del concepto fue muy similar en el caso mexicano, donde un empleo del término «cuestión social» se puede datar ya en los años 30 del siglo xix, como una forma de diferenciar –y delimitar– un tema frente a la denominada cuestión política5. 3

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Para el sentido originario de la expresión entre los discípulos de Fourier, puede verse Jules Lechevalier, Question sociale, de la réforme industrielle, considérée comme problème fondamental de la politique positive, 1834. Contestación de D. Álvaro Flórez Estrada al artículo publicado en el número 194 de El Corresponsal, en que se impugna por el Sr. D. Ramón de la Sagra su escrito sobre la cuestión social, o sea sobre el origen, latitud y efectos del derecho de propiedad, Madrid, Miguel de Burgos, 1840. Este tema lo he abordado en mayor profundidad en «Álvaro Florez Estrada y la “cuestión social”», en Joaquín Varela Suanzes-Carpegna (ed.), Álvaro Flórez Estrada (1766-1853), política, economía, sociedad, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 2004, pp. 475-507. Me refiero, concretamente, al libro de Mariano Otero, Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la república mexicana (1842), edición de Daniel Molina Álvarez, Instituto Nacional de la Juventud Mexicana, México, 1964, p. 21.

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Nadie en el seno de la filosofía política dominante en los principales países de Europa, el liberalismo –con todos los matices y variaciones que se quieran–, ni siquiera quienes primero reconocieron la existencia de una cuestión social, pensaron que su solución pasara por otra cosa que por un uso y usufructo distinto, más social, de esa propiedad. Porque nadie ­tampoco puso en cuestión la idea fundamental de base: el derecho imprescriptible –y hasta natural– del individuo a la propiedad. Ésa es la idea que sostuvo, por ejemplo, Thiers en su célebre libro sobre «La propiedad» aparecido en el crítico año de 18486. Un trabajo polémico que azuzó muchas plumas no sólo en Francia, sino también en España porque claramente marcaba una frontera inexpugnable contra las teorías de socialistas y comunistas sobre este punto. En ese contexto se puede entender la reacción de un destacado pensador y escritor de la época, Sixto Sáenz de la Cámara, que no por casualidad tituló a su libro de refutación de las tesis de Thiers «La cuestión social»7. Y es que, en efecto, ésa fue la manera de entender el concepto por los actores de ese momento histórico. Y las posturas de cada escuela de pensamiento o de cada ideología en torno a la propiedad va a determinar –antes incluso que otros aspectos– su posición futura ante la cuestión social. Todo discurso, todo escrito o toda idea que pretenda ver en la propiedad un elemento comunitario o que plantee su apropiación, sea por una clase social o por el Estado o que la niegue directamente, entrará en conflicto directo con los planteamientos de Thiers –no sólo del liberalismo doctrinario que éste representa, sino también del liberalismo en general–. Así se entiende que finalmente tanto el liberalismo como el catolicismo estén más lejos –y esa

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El autor cita en nota a Considerant, al referirse a la cuestión social, lo cual apunta de nuevo a los círculos fourieristas franceses. También con esa intención de introducir en la agenda del momento una nueva cuestión, diferente de la política, empleó la expresión tempranamente en España Donoso Cortés (Lecciones de derecho político, 1836). De la proprieté, París, Paulin Lheureux, 1848, dos tomos. La repercusión del texto se hace patente en las inmediatas versiones aparecidas en español. Por ejemplo la traducida por J. Pérez y adicionada con un prólogo y una carta de Vicente Vázquez Queipo o la traducción de «La Sociedad Literaria» salida de la imprenta de Wenceslao Ayguals de Izco (ambas en Madrid). A ellas habría que sumar las publicadas por las Imprentas de la Biblioteca del Siglo (Madrid) o la del Diario de Sevilla y la de Librería de Gaspar y Roig (traducida por C. Fernández), éstas ya en la capital andaluza. Incluso en Palma de Mallorca, la Imprenta Balear realizó una edición en 1848, el mismo año en que aparecieron todas las citadas. La cuestión social. Examen crítico de la obra de M. Thiers, titulada: De la propiedad, Madrid, 1849.

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es la tesis central de este trabajo– de comunistas, socialistas y anarquistas que de sí mismos. Al margen de que se enfrenten y luchen por un espacio propio, diferenciado, en su afán por erigirse en la doctrina y/o escuela hegemónica en la solución de la cuestión social. Curiosamente, una pista de esta realidad la encontramos ya en una de las obras revolucionarias en este sentido, y anterior incluso a los debates desatados en 1848. Me refiero al opúsculo de Proudhon, «¿Qué es la propiedad?». En la carta que el autor dirige a la Academia de Besançon y que sirve de prefacio a la obra, reconoce que en su texto es especialmente duro con los economistas y crítico con la Iglesia. Proudhon plantea una ruptura –que él mismo tilda de «revolucionaria»– con el sistema que está organizado en torno a la noción de propiedad y que se sintetiza en su respuesta a la pregunta sobre qué es la propiedad: un asesinato, responde en una primera instancia. Pocas líneas después, y matizando el calificativo, escribirá la frase que se haría célebre: «La propiedad es un robo» 8. Aunque sin el mismo grado de repercusión inmediata que el texto ortodoxo de Thiers, la provocativa aseveración de Proudhon iba a merecer el comentario de un eclesiástico alemán llamado a convertirse en la personalidad de referencia en todo el mundo a la hora de hablar de la cuestión social, Monseñor Ketteler. Fue en un aclamado sermón sobre la propiedad pronunciado en la Catedral de Maguncia, una vez más en el agitado año de 1848. La respuesta de Ketteler resultó francamente ingeniosa y con el tiempo tendría un eco no menor que la afirmación del anarquista francés: La propiedad es un robo –recordaba–, para añadir a continuación: «Para que algún día eso llegara a ser del todo una mentira, tendríamos antes que destruir lo que tiene de verdad»9. Tras esa primera fase de duros debates centrados en la cuestión social en relación con la propiedad, se abrirá un período que abarca toda la segunda mitad del siglo xix en la que grosso modo podemos decir que, en el caso ­español, el conservadurismo liberal –y buena parte del progresista– menos­ 8

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Qu’est-ce que la propriété? ou recherche sur le principe du droit et du gouvernement. Cito por la edición de Œuvres Complètes, Tome I, París, A. Lacroix et Cª Éditeurs, 1873, p. 13. «Ces’t le vol», es exactamente la respuesta de Proudhon a su propia pregunta. Esta «nouvelle edition» incluye, además de la carta prólogo, la polémica sostenida con Blanqui. Citaba el texto Severino Aznar en una Lección dada en la Semana Social de Madrid en 1933 bajo el título «Algunas orientaciones sociales de Pío XI», recogido en sus ­Estudios religiosos-sociales. Ecos del catolicismo social en España, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1949, p. 65.

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preció la cuestión, cuando no negó su existencia directamente. El catolicismo, por su parte, aún trató de afrontar la nueva realidad con las viejas herramientas de la lucha cristiana contra la pobreza. El socialismo entendió la cuestión social de manera muy parcial, reduciendo la cuestión social a la cuestión obrera, y dentro de ésta a los problemas del obrero urbano industrial. Fueron en ese contexto los sectores demócratas del liberalismo y los republicanos, muy en especial el reformismo krausista, quienes con más intensidad se dedicaron a analizar la cuestión social y a poner de manifiesto su importancia10. Azcárate, que representa a la perfección esta última corriente, fue además uno de los principales publicistas que insistieron en escritos, discursos y conferencias en sensibilizar a la opinión pública sobre la importancia vital de la cuestión social –y de paso por introducirla en la agenda política de la España de los años 70–. En sus diversos escritos sobre esta cuestión citó con elogio las ideas de Ketteler y divulgó en nuestro país la obra de Carnegie, ampliamente reseñada –y elogiada– en su obra Los deberes de la riqueza. Una convergencia de ambos autores en los textos de Azcárate que puede parecer, a primera vista, contradictoria pero que se explica precisamente a su perfecta imbricación con la idea del capitalismo responsable. Azcárate tendrá un concepto organicista de una cuestión social que disecciona en tantos aspectos como se corresponden con la naturaleza del hombre: una faceta moral, otra cultural, otra jurídica… junto a la estrictamente económica –o material–. Por eso considera que no es suficiente con aplicar al problema social una solución parcial, como la que proponen por su parte la escuela económica o la católica. Si la cuestión social se identifica en buena medida con «el advenimiento del cuarto estado a la vida social en todas sus manifestaciones», su íntegra incorporación pasa por darle instrucción o derechos tanto como ayuda material o consejos morales11. Por eso los agentes que deben combinarse para su solución definitiva son igualmente múltiples. No basta el esfuerzo individual, propugnado por cierto liberalismo, ni la acción del Estado como pretende la escuela socialista. La acción combinada debe ser triple: individuo, sociedad y Estado, y de manera integradora, 10

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Sobre este punto véase Manuel Suárez Cortina, «Reformismo laico, “cuestión social” y nuevo liberalismo», en su obra El gorro frigio. Liberalismo, democracia y republicanismo en la Restauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 143-179. Estudio sobre el objeto y carácter de la ciencia económica y sus relaciones con el derecho, Madrid, Imprenta de la Revista de Legislación y Jurisprudencia, 1871, p. 118. Las cursivas son mías.

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sin que se olvide ni la aportación católica, ni la socialista, ni la económica… Sólo así será posible la armonía social, que para los krausistas es el estado natural de la sociedad. Cabe resaltar también que los krausistas ven en la fórmula de la asociación la vía menos secundada en España y, sin embargo, la más necesaria. Una idea que en la práctica debía dar lugar a la formación de cooperativas de producción, asistencia mutua, etc. Sin abandonar esta concepción general, para finales de siglo y quizá ante la perdida de confianza en que el Estado o las asociaciones cumplan con su parte de esa tarea, Azcárate queda tan impresionado por las soluciones ofrecidas por Andrew Carnegie que hace de su capitalismo responsable un modelo a aplicar en el caso español, como remedio más efectivo para mitigar los devastadores efectos de la cuestión social. Con todo, para finales del siglo ya la cuestión social estaba en la agenda de todos los grupos de interés y sectores políticos, hasta el punto que se definieron tres grandes aproximaciones al problema social, que se ­correspondían con tres grandes ideologías: liberalismo, catolicismo y socialismo. El catolicismo social sería especialmente insistente en este encuadramiento de las diferentes posturas (cuando en realidad se trataba de un universo mucho más rico y lleno de matices). Así planteó ya la cuestión Ketteler en un discurso de 1871, y bajo el mismo esquema la analizaron posteriormente un sociólogo francés como Garriguet, un sacerdote alemán como Biederlack o, en el contexto español, un sacerdote y publicista asturiano, Maximiliano Arboleya (de quien el mexicano Castillo y Piña fue, hasta cierto punto, el alter ego mexicano)12. En el caso del liberalismo casi siempre se referían a la escuela económica individualista, que de alguna manera dejaba en manos del mercado y el progreso material la solución de una cuestión social que contemplaban con gran optimismo. En el del socialismo se le identificaba con una visión conflictiva de la relación entre las clases sociales, así como partidario de soluciones de Estado… Y por último quedaba un catolicismo que se había movilizado socialmente (prensa, folletos y libros, sindicatos…) en la línea apuntada por Ketteler y que en la estela de la doctrina oficial sentada por León XIII en la Rerum Novarum generará un potente movimiento social católico que llegará hasta hispa­noamérica. 12

Sobre el discurso de Ketteler, «Liberalismo, socialismo, cristianismo» volveré más adelante. Louis Garriguet, Question sociale et écoles sociales: introduction à l'étude de la sociologie, París, Bloud, 1909 (editado poco después en español por el Centro de Publicaciones Católicas de Madrid); J. Biederlack (1895), La cuestión social, hay edición española de 1908, Burgos, Tipografía el Castellano; y M. Arboleya, Liberales, socialistas y católicos ante la cuestión social, Valladolid, 1901.

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2.  Ketteler y el catolicismo social hispano-mexicano

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s en esta última línea en la que me voy a centrar, y dentro de ella particularmente en la que arranca de Ketteler en Alemania en los años 60 y que nos llevará hasta Arboleya en España y Castillo y Piña en México13, ya que ambos, por idénticas fechas y dentro de una mismo movimiento, catolicismo social, dedicaron varios escritos a la cuestión social en general y a difundir las tesis kettelerianas en particular14. Lo que pretendo es, sobre esa base, establecer una primera comparación con México. Comparación centrada en un ejemplo muy concreto, en un autor y unos textos: José Castillo y Piña y una serie de conferencias en torno a la «cuestión social», publicadas primero como artículos en la Revista eclesiástica mexicana, como folletos de forma casi simultáneamente (1921) y, por último, reunidos en una monografía junto a otros textos del autor pocos años más tarde (1936)15. En esos textos se hace patente un concepto de la cuestión social y una ideas sobre cómo abordarla que permiten compararlas con los planteamientos que en el mismo período se están haciendo en España desde distintas instancias, tanto católicas como liberales, y que encuentran plena comprensión en el contexto de la pugna entre liberales, católicos y socialistas/comunistas en torno a los problemas sociales en las primeras décadas del siglo xx. Un concepto «cuestión social» que en la visión católica abarcaba a todos los asuntos claves para el nuevo orden cristiano, desde la familia al trabajo16. Una comparación, por otro lado, que se establecerá más en torno la historia de los conceptos, del pensamiento político-social y su recepción, que a una historia comparada en detalle de los contextos económicos, políticos y culturales de México y España. Cierto que esa comparación en el terreno 13

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Castillo y Piña, Ketteler: discurso dicho… en la solemne distribución de premios del Seminario Conciliar de México, el 31 de agosto de 1921, Tlálpam DF, Imp. del Asilo «Patricio Sanz», 1921. Aunque no es éste el lugar para llevar a cabo un estudio comparado entre ambos autores, ya que no se quiere perder el contexto global que da sentido a sus respectivas obras, los numerosos paralelismos entre ambos harían perfectamente factible un trabajo ­específico sobre Arboleya y Castillo y Piña (ambos se formaron un tiempo en Roma, ambos volvieron para impartir clases en el Seminario, ambos fueron activos publicistas, ambos desarrollaron una acción social en torno a círculos y asociaciones obreras, ambos actuaron en un medio agrario…). Conferencias y discursos, México, Imprenta Efrén Rebollar, 1936. Aquí seguiré la segunda edición de 1937. Vid. Feliciano Montero, La Rerum Novarum y el primer catolicismo social en España, Madrid, CSIC, 1983.

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de la historia cultural de la política se hace más posible –y pertinente– en el caso de un movimiento social como el desplegado por el catolicismo desde finales del siglo xix por su dimensión internacional, así como por la gran similitud de su ideario esencial. De hecho, el ejemplo de Castillo y Piña evidencia que las fuentes y doctrinas con las que se aborda la cuestión social son coincidentes con las de otros autores españoles. No quiere ello decir que me olvide aquí del hecho consustancial a cualquier teoría de la recepción o a una historia comparada de la necesaria constatación de cómo se reciben, adoptan y adaptan en cada país y en cada contexto histórico y sociocultural concreto un autor, una doctrina o unas obras concretas. Es decir, con qué ojos se lee, se interpreta desde cada lugar a un autor y su obra y cómo se aplica a esa realidad específica. En este caso sería la obra de Ketteler y el pensamiento del catolicismo social hispanomexicano. La oportunidad de delimitar así los términos de este trabajo se debe a que ni uno ni otro autor, ni Castillo y Piña ni Ketteler han recibido mucha atención –más bien escasa o nula– por parte de la historiografía mexicana. En la española tampoco se ha estudiado en detalle la recepción de Ketteler entre nuestros católicos y liberales –y, por supuesto, se desconoce completamente a un autor como Castillo y Piña–. Es más, aún reconociendo el peso de Ketteler en el catolicismo social europeo y su influencia sobre la doctrina de la Rerum Novarum, los católicos españoles, sin negar ese hecho, siguieron la estrategia de rescatar a Balmes como antecesor de Ketteler, como una vía hispana particular hacia ese catolicismo social17. 2.1. Ketteler: la Iglesia y la cuestión social (antes de la Rerum Novarum) Guillermo Manuel de Ketteler (1811-1877), nacido en el seno de una familia noble de Westfalia, antes de convertirse en Obispo de Maguncia y ser apodado «El Obispo de los obreros», tuvo una juventud «nada devota»18 17

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Ese «neobalmesianismo» español que cobra vigor al iniciarse el siglo xx va desde Menéndez Pelayo hasta Severino Aznar (v. gr. su discurso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas con motivo del Homenaje a la Encíclica Rerum Novarum celebrado en 1941), pasando por Maximiliano Arboleya. De hecho, su libro Los orígenes de un movimiento social: Balmes precursor de Ketteler (Barcelona, Luis Gili y Oviedo Imprenta del Carbayón, de 1912) forma parte de un conjunto de escritos sobre Balmes que ejemplarizan ese «momento balmesiano» que vivió el catolicismo español del período. Sus biógrafos –y también Castillo y Piña– destacan el episodio en el que perdió parte de la nariz en un duelo fruto de sus numerosas reyertas juveniles. Los datos básicos de la biografía de Ketteler empelados en este párrafo proceden de Georges Goyau, Ketteler. Madrid, Saturnino Calleja Fernández, s.a. (traducción del original francés por Enrique Ruiz).

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y una sólida formación en humanidades en las Universidades de Munster y Gottinga. Ello le granjeó pronto una brillante carrera en la burocracia pública y un futuro político prometedor. Sin embargo, un hecho que se contextualiza en la denominada Kulturkamf alteró el curso de su vida: la prisión de Monseñor Vischering, Obispo de Colonia, en 1837. El hecho sublevó a un Ketteler que consideró inaceptable seguir sacrificando su conciencia a un Estado que violaba así la libertad humana. El propio Ketteler afirmó: «Creo que nada mejor hay que hacerme sacerdote para tomar parte más activa en el conflicto eclesiástico». En ese momento inició su ordenación sacerdotal para posteriormente desarrollar una actividad de caridad ejemplarizante desde su pequeña parroquia de Hopsten. La popularidad adquirida por Ketteler por esa vía fue tal que será elegido Diputado para el parlamento de Frankfurt en 1848 (curiosamente por la circunscripción protestante de Tecklenburgo). Desde esa tribuna pronunció ya algunos discursos dirigidos contra el despotismo prusiano y en defensa de la libertad de la Iglesia y las sociedades religiosas, tanto católicas como protestantes; en defensa de la libertad religiosa y de la autonomía municipal. Su acción habrá que entenderla siempre en ese marco peculiar de la Alemania de la época donde, como denunció en su discurso Liberalismo, socialismo, cristianismo (1871), el «Partido Nacional Liberal» desde 1867 some­tió a la Iglesia al yugo del Estado impidiendo la libertad de conciencia19. También hay que contextualizar la obra y las ideas de Ketteler en una Alemania donde Lasalle y la Asociación General de Trabajadores Alemanes, por él fundada en 1848, estaban desarrollando un programa socialista donde la propiedad y el clero eran el centro de sus ataques (al igual que ya había hecho Proudhon poco antes). Fue entonces, en los años 60, cuando Ketteler publica una obra de referencia para los católicos europeos –y no sólo para ellos– La cuestión obrera y el cristianismo en la que defiende el papel clave de la Iglesia a partir de la idea de que «la cuestión social está vinculada a su ministerio doctrinal y pastoral», es decir, «la cuestión social afecta al depositum fidei»20. 19

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A. Kannengieser, Ketteler y la organización social en Alemania, Barcelona, Imprenta de Henrich y C.ª, s.a. [1893]. Traducción de Modesto Hernández Villaescusa, quien tradujo al español también otras obras de Monseñor Kannengieser sobre el catolicismo alemán (impresas por Henrich y Cía. en Barcelona, en 5 volúmenes). También llegó a México este autor, ya que un católico social tan influyente como Trinidad Sánchez Santos cita varios de sus trabajos en su ponencia al tercer Congreso Católico Nacional (Jorge Adame, El pensamiento político y social de los católicos mexicano, México, UNAM, 1981, pp. 186-187). Die Arbeiterfrage und das Christentum (1864). Las palabras de Ketteler en Johannes Messner, La cuestión social, Madrid, Rialp, 1976 (1ª edición en alemán, Die Soziale ­Frage,

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Con ese bagaje se presentó a la Conferencia de Obispos reunidos en Fulda en 1869. En ella los católicos alemanes se hacían tres preguntas claves para entender la futura acción social de la Iglesia: 1. ¿Existe la Cuestión social en Alemania? 2. ¿Puede y deber la Iglesia resolverla? 3. ¿Cómo puede contribuir a la creciente difusión de las instituciones obrera? Allí es donde definitivamente Ketteler se consolidó como referente para el movimiento católico alemán, convirtiéndose sus libros en los textos seguidos en seminarios y ateneos a lo largo y ancho del país. Pero ¿cuáles fueron las ideas principales que así se difundieron en el seno del movimiento católico germano, primero, y europeo –al menos, Francia, Italia y España– después? En primer lugar un aspecto que –como ya he adelantado en las líneas anteriores– gravitaba en el corazón mismo de la forma de entender y afrontar la cuestión social en la Europa de la época: el derecho de propiedad. Aunque la teoría católica, que Ketteler remitía en su sermón de 1848 a las tesis de Santo Tomás, defendía la propiedad, no dejaba de hacer una crítica al derecho moderno que sostenía el absolutismo del propietario21. Con todo, la propiedad individual siempre debe quedar preservada en oposición a las teorías comunistas. Pero, una vez dicho eso, en otro sermón pronunciado en el mismo año también en la Catedral de Maguncia, expone el principio de los «Deberes de la caridad cristiana». En el se muestra convencido de que las conciencias

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1956), pp. 324-325. La obra cumbre de Ketteler no se tradujo al español, pero sí hay una versión francesa, que es la que he seguido en este trabajo: Ketteler, La Question ouvrière et le christianisme, Liége, impr. de L. Grandmont-Donders, 1869, traducida por Édouard Cloes. De los tres derechos que la doctrina jurídica clásica reconocía la propiedad, el derecho de uso sobre la cosa (ius utendi), el de disfrute (ius fuendi) y el de disposición (ius abutendi), es de este último del que se quejarán –y tildaran de abuso– tanto liberales como Azcárate, que escribió una voluminosa obra en tres tomos sobre la Historia del derecho de propiedad (Madrid, 1879-1883), como Ketteler y los católicos sociales. Éstos siguiendo las doctrinas de León X y Pío XI reconocerán que el abuso de la propiedad, aunque contravenga el deber –cristiano– de hacer buen uso de ella, no puede nunca destruir el derecho individual a la propiedad. Porque uso y derecho son distintos, de manera que la Iglesia solamente entrará sobre el uso de la propiedad, recordando el deber de «comunicar a los demás» lo que excede a «la propiedad de los suficiente» –lo superfluo– sea esto por caridad o por justicia (vid. Severino Aznar, op. cit., pp. 57-65).

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inspiradas en una moralidad verdaderamente cristiana serían capaces de prevenir o reparar todos males sociales. Es decir, que la buena voluntad que debe caracterizar la caridad cristiana producía el bien social. Se trata de un enfoque de la reforma social puramente voluntarista y amparado en la idea de virtud moral. Y es que para Ketteler el espíritu de amor propio del cristianismo es capaz de obrar las transformaciones sociales que exige la idea de justicia (justicia social). Así de la reforma interior, que tiene como escenario la conciencia, la moral del individuo, surgirá la reforma exterior, social. Su ideal puede resumirse en «una reorganización social fundamental operada por las exclusivas liberalidades de la caridad cristiana». Es decir, que esa crítica inicial a los efectos del capitalismo no llega a cuestionar sus fundamentos porque se muestra convencido de que el capitalismo acabaría por la caridad misma de los capitalistas (es decir, una visión parecida a la del socialismo marxista, pero pacífica y en positivo)22. No obstante, esa doctrina inicial se adaptó a un contexto en el que Lasalle y otros dirigentes progresistas se disputaban la dirección de la clase obrera alemana. Esa situación condicionó los debates de la Asamblea General católica de Francfort celebrada en septiembre de 1863, donde clérigos y laicos recomendaron a todos los católicos «que se ocupasen en el estudio de la gran cuestión social, la cual sólo podía guiarse a una solución conveniente guiada por el espíritu del cristianismo». Para Kannengieser esta importante reunión supuso «la entrada de los católicos en el palenque social»23. A partir de ese momento Ketteler va a insistir en la urgencia de reparar el mal social, así como la necesidad de buscar otras vías para lograrlo. Concretamente ahora verá en la asociación un medio eficaz para enfrentarse a la cuestión social –capítulo en el que incluirá el derecho a la sindicaliza22

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En ese sentido no se diferencia mucho de lo que Carnegie considera deberes de los capitalistas: «He aquí, a mi modo de entender, cual debe ser el deber del hombre rico: Dar ejemplo de vida modesta, sin ostentación y sin prodigalidad; atender de manera moderada a los que de él dependan, y, una vez hecho esto, considerar todo el sobrante de sus rentas, como un simple depósito, que tiene la función estricta y sagrada, de distribuir de la manera más apropiada, de procurar a la comunidad los resultados más ventajosos» («El evangelio de la riqueza», op. cit., p. 189. La cursiva es mía). Los católicos alemanes, Madrid, Imprenta de Luis Aguado, 1894. Sobre este tema las fuentes empleadas son de eclesiásticos alemanes –y franceses–, con lo que ello implica, pero precisamente quería reflejar aquí las ideas de los propios católicos al respecto. Para una visión más distanciada –y laica– puede verse el libro de Eugène de Girard, Ketteler et la question ouvrière, avec une introduction historique sur le mouvement social catholique, Berne, K. J. Wyss, 1896.

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ción–. Ello se debía, en buena medida, también al hecho de que no confía en otros agentes para que la resuelvan. Del Estado centralizador prusiano desconfía totalmente en este sentido. Del propietario critica el ius abutendi y del patrono la explotación de las fuerzas humanas. Por el contrario muestra su creciente confianza en la creación de cooperativas de producción, eso sí, con un rasgo un tanto peculiar ya que espera que sus «primeros fondos fueran debidos a conmovedores rasgos de caridad y afecto». Lo mismo que ahora pide al cristiano individual Ketteler, se lo pedirá luego Carnegie al capitalista, también individual y también como un deber moral, casi religioso. Por ese motivo considera indispensable una acción complementaria, una educación social en la caridad cristiana. Este aspecto diferenciaría su idea de las otras dos escuelas principales que promovían la reforma social recurriendo bien al self-help (liberal), bien a la violencia (radical). Con todo, incluso en sus últimos años, Ketteler llegará a confiar al Estado de forma temporal –y parcial– la protección de la clase obrera, ya que se encontraba muy necesitada de una ayuda que nadie parecía querer o poder proporcionarla. Desde esa perspectiva más pragmática que marcó la evolución de su pensamiento consideró incluso que las demandas de los obreros debían presentarse ante los poderes públicos. En esa línea, centró los puntos de una hipotética ayuda estatal en los aspectos fundamentales de lo que sería la legislación de protección obrera en la Europa finisecular (si bien planteada a finales de los años 60 cobra un especial valor): Aumento de los salarios, Disminución horas de trabajo, Descanso dominical, Prohibición de trabajo de mujeres y niños, Cierre de locales insalubres y Creación de un cuerpo inspectores que vele cumplimiento leyes sociales. Éstos eran a su juicio los puntos más susceptibles de ser inmediatamente realizables. Lo que no sufrió cambio en su pensamiento –sino una reafirmación continua– fue la convicción de que, en paralelo a todas esas medidas, si la religión no reformaba y dirigía el alma de los obreros toda acción resultaría inútil porque no creía en que las leyes operasen, por arte de magia, la reforma social. Por eso, más aún que en una ley social que obligara a cumplir esas demandas de los obreros, Ketteler depositaba sus esperanzas en las virtudes individuales. Lo que también le quedaba claro es que para lograrlo la Iglesia, con su acción pastoral y sus medios tradicionales, no era capaz de influir en la vasta masa obrera. Razón por la que debían buscarse nuevas vías de acercamiento.

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En el fondo será esta misma percepción de la cuestión social y una coyuntura hasta cierto punto similar, la que, años más tarde y en el contexto español, Maximiliano Arboleya tendrá cuando publique su folleto A la caza de labradores: el camelo de los socialistas «rurales». En Alemania, como en España y como en México, la acción social de la Iglesia y su preocupación por la cuestión social no se entenderían en absoluto sino es como una reacción y miedo a perder su influjo en unas clases obreras que empezaban a necesitar algo más que consuelo espiritual y limosna24. Arboleya, que cultivó todas las vías de acción señaladas por Ketteler –incluidos los sindicatos católicos–, también llegaría a plantear esa autocrítica a los medios tradicionales de acción de la Iglesia por su ineficacia para afrontar la moderna cuestión obrera: «A los obreros de nuestros círculos se les habla de religión, de moralidad, de resignación, de sus obligaciones… pero casi nunca se les habla de sus legítimos derechos…». Era el reconocimiento explícito de que la Iglesia, el catolicismo, tenía que emprender nuevas direcciones si quería cumplir con éxito su misión ante la cuestión obrera. La vía apuntada con Ketteler, que inspirará al mismísimo León XIII a la hora de redactar la Rerum Novarum, esboza una solución intermedia entre el capitalismo liberal y el socialismo de Estado que anuncia tanto el catolicismo social, como la orientación de la futura democracia cristiana25. Un acercamiento a las cuestiones sociales que, en el caso español, los sectores más integristas de la propia Iglesia católica no aceptaron, como ejemplifica muy bien precisamente el caso de Maximiliano Arboleya cuyas ideas desprendían cierto tufillo socialista a los ojos del catolicismo más intransigente –y obsoleto–26. A las duras acusaciones sobre la aconfesionalidad de las 24

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Liberales, socialistas y católicos ante la cuestión social… 1901, pp. 61-63. Ya en plena II República –y tras duras polémicas con los católicos integristas– Arboleya será algo más pesimista sobre los resultados de la acción de la Iglesia en ese ámbito, como se hace patente en su opúsculo La apostasía de las masas, 1934, Barcelona, Miguel A. Salvatella editor. Una interpretación de Arboleya en ese sentido puede verse en Domingo, Benavides Gómez, Democracia y cristianismo en la España de la Restauración, 1875-1931, Madrid, Editora nacional, 1978. No hay que olvidar que la segunda gran Encíclica de León XIII en el terreno de la doctrina social de la Iglesia, «Graves de communi», publicada en enero de 1901 ya había reconocido oficialmente la existencia de la «democracia cristiana», que el propio Papa oponía en su texto a una «Democracia social» que identificaba con el socialismo, y que por tanto los católicos debían rechazar. Esa circunstancia la describió –y denunció– Arboleya en su texto Otra masonería: el integrismo, contra la Compañía de Jesús y contra el Papa, Madrid, Mundo Latino s.a. Ya en 1910 había polemizado con los tradicionalistas discrepantes de sus idea sociales

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asociaciones organizadas por el sacerdote asturiano tuvo que responder con su escrito La confesionalidad en mis sindicatos y en un texto de P. Noguer, que evidencia hasta qué punto este tipo de teoría social católica tan ortodoxa con respecto a lo que fue la línea establecida en su momento por el papado desde Roma tuvo que lidiar con concepciones divergentes en el seno del propio catolicismo en ciertos contextos como el español de principios del siglo xx27. 2.2.  José Castillo y Piña: un católico social difusor de las ideas de Ketteler en México «Señores, que la cuestión social existe es una verdad que en la actualidad no tiene duda»

Así iniciaba el sacerdote diocesano José Castillo y Piña un ciclo de conferencias pronunciadas en el Salón Bartolomé Medina de la Ciudad de ­Pachuca28. Se trataba, en palabras del propio autor, de una «empresa propagandística» auspiciada en este caso por los Caballeros de Colón, una de las asociaciones confederadas a la Acción Católica Mexicana, que había sido especialmente activa en su labor de abrir círculos obreros y colegios religiosos. Castillo y Piña se había formado en la Universidad Gregoriana de Roma y después se había dedicado durante largos años a desempeñar distintas cátedras en el Seminario conciliar29.

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en otro texto donde se ponía de manifiesto la diversidad de posturas en el seno de la Iglesia española respecto de la cuestión social, Sobre el tradicionalismo político (cartas de un obispo español y un personaje carlista). Una interpretación de la obra de Arboleya en ese difícil contexto puede verse en la biografía de Domingo, Benavides Gómez, Maximiliano Arboleya (1870-1951) un luchador social entre las dos Españas, Biblioteca de Autores Cristianos, 2003. Originariamente publicada en el folleto La Cuestión social en México: Cuatro conferencias sociales pronunciadas por su autor, en la ciudad de Pachuca, en el salón «Bartolomé de Medina», perteneciente a los Caballeros de Colón, las noches del 16 de diciembre de 1920, 12 de enero y 16 de febrero de 1921, México, Imp. del Asilo «Patricio Sanz», 1921 (80 pp.). Jorge Adame en su libro sobre El pensamiento político y social de los católicos mexi­ canos lo incluye en el grupo más destacado junto a Obispos formados en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma y sacerdotes jesuitas como Bernardo Bergoend o Alfredo Méndez y Medina (México, UNAM, 1981, p. 185). Su estancia en ese Colegio romano de donde salió buena parte de los líderes del catolicismo social mexicano se produjo en 1910 (según noticia aparecida en Gaceta Oficial del Arzobispado de México, 15-05-1913).

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Primer planteamiento de la cuestión social: definición y causas Y uno de los temas, junto con las relaciones Iglesia-Estado en México, el problema de la tierra o la enseñanza, que más ocupó su atención fue precisamente la cuestión social. Tema que se convierte en una «preocupación generalizada» en México precisamente en esa segunda década del siglo xx, siendo Castillo y Piña uno de los principales artífices en el renacimiento de la cuestión social30. En la citada conferencia partía de una constatación: la existencia de una «gravísima enfermedad en la sociedad en que vivimos». A partir de ahí, pasaba a la definición de esa cuestión social, algo que hacía de forma muy gráfica: «Ricos y pobres… Capitalistas y proletarios: he aquí la división, he aquí la enfermedad… he aquí vasto combate». Y reconocía que «Tal antagonismo en las clases no es ficticio…», ya que, en efecto, «los pobres vense bárbaramente oprimidos por los capitalistas (y éstos zaheridos con las protestas de aquéllos)… y han comprendido la necesidad de ver cambiado el sistema económico que los rige». Su discurso inicial se ajustaba pues a los parámetros de un catolicismo social y crítico cercano a las tesis kettelerianas (e incluso al discurso socialista). Al aceptar así la existencia y naturaleza de la cuestión social cumplía un primer objetivo: «solamente intentamos demostrar su existencia negada por el Liberalismo económico y asignar sus causas para que de aquí… aparezca cuál deba ser el remedio que a ella debemos dar»31. Ahora bien, tras esta identificación y definición del problema, así como el establecimiento de su causa principal, tocaba pasar a la cuestión clave: los remedios a aplicar. Llegado a ese punto Castillo y Piña pide un cambio consistente en restablecer «la prístina sociedad», sabiamente gobernada con los preceptos del Evangelio «amarse los unos a los otros» en vez de estar divididos. 30

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Así lo asegura José Miguel Romero de Solís en El aguijón del espíritu. Historia contemporánea de la Iglesia en México, IMDOSOC/El Colegio de Michoacán, 2006, p. 306 (es la segunda edición de una obra publicada en 1992). Feliciano Montero ha establecido que la crítica «moral y social» a la Economía Política fue uno de los tres pilares básicos del catolicismo social en España. Los otros dos fueron la superación de la tradicional «acción caritativo benéfica» como forma de solución de la cuestión social (por lo que añadirán la justicia social) y el reconocimiento de la colaboración del Estado mediante «una legislación protectoral de las condiciones la­ borales», principios incorporados en los años 90 (vid. su artículo «El catolicismo social en España, 1890-1936», en Sociedad y Utopía. Revista de Ciencias Sociales, nº 17, 2001, p. 115).

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Desarrollo de los argumentos Realizado ese planteamiento general, Castillo y Piña empieza a ­desarrollar cada uno de esos puntos. Comenzando por la definición y causas de la cuestión social, afirmará lo siguiente: Un reducido número de los favorecidos por la suerte, Olvidados de todo principio moral y religioso, Valiéndose de medios ilícitos, Acaparan el capital, declarándose los amos del mundo, A cuya inflexible voluntad obedecen todos los desheredados de la fortuna, Quienes vense obligados a sufrir, desesperarse, apostatar de sus creencias religiosas […] y morir […] en la más espantosa miseria32.

Claramente al definir la cuestión se posiciona a favor de unos «desheredados» a los que a lo largo de sus textos se refiere como «clase popular», obreros, braceros, trabajadores o asalariados, de manera indiferente y siempre asociados a una condición definida como «Miseria, Mendicidad, indigencia…». Al otro lado (el bueno) estarían aquellos a los que llama ricos, patronos o clases privilegiadas, también indistintamente. De hecho, en la polarización de la sociedad que presenta –especialmente visible en el contraste que ofrece la ciudad entre las legiones de mendigos, personas sin trabajo y los ricos que viven en un lujo oriental– a un lado estarían los grandes intereses capitalistas, que identifica con el Gobierno, las grandes empresas y los grandes capitales, y al otro la clase trabajadora aislada, sola y oprimida. Y es en ese espacio intermedio, entre ambas realidades sociales y humanas, que sitúa a la Iglesia –y su papel– como institución clave. Una vez presentados en ese modo sus argumentos, Castillo y Piña sigue su discurso con el análisis de las causas. Entonces aparece como la primera y más evidente de ellas el liberalismo. Y apoya su aserto en una cita de Antonio Pavissich: «El día que nació el liberalismo ese día nació la cuestión social»33. Pero cabe preguntarse por qué se atribuye semejante responsabi32

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El católico mexicano cita, en apoyo de su tesis, nada menos que a Lasalle cuando decía a los obreros: «en este sentido económico no sois sino verdaderamente mercancías». Pavissich, autor de un folleto sobre La questione sociale, fue un jesuita italiano muy citado por Castillo y Piña, cuyos escritos tuvieron mucho eco también entre el catolicismo español. Aunque no se tradujo su conferencia sí se vertieron a nuestra lengua La acción social (Madrid, Saturnino Calleja, s.a.) y El despertar de la Italia católica: la nueva ­milicia

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lidad al liberalismo en este terreno. La respuesta que da Castillo y Piña es, primero, por el sistema económico que ha implantado y defiende (esto es un tópico de la literatura sobre la cuestión social en todo el mundo: Proudhon en sus Contradicciones económicas o filosofía de la miseria a mediados del xix acusa de lo mismo a los economistas liberales). Por eso llega a tildar al liberalismo económico de «gravísimo error». En segundo lugar porque lo vincula directamente con un aspecto de hondo calado socioeconómico, pero también político: «el principio de la individualidad» que hace «a cada individuo un ser absolutamente independiente… y faltar a los mutuos deberes del humanismo», lo que lleva a derrocar desde su base el augusto edificio de la sociedad. Como afirmará en otra conferencia, el liberalismo tiene por base un gran error: «creer al hombre insociable». El tercer punto en el que fundamenta su radical ataque al liberalismo es su supuesta responsabilidad respecto del progreso moderno, «que tan dañino es para la clase trabajadora, como lucrativo para los archimillonarios». Y es que –en su opinión– los medios de locomoción y las maquinarias industriales «multiplican el capital al tiempo que aumentan la miseria y la mendicidad». Es decir, ferrocarriles e indigencia de los obreros son dos polos de la misma realidad. Expuestas de esa manera las causas o la causa principal, más bien, pasa el autor a enumerar las consecuencias inmediatas de esa situación. Y empieza por constatar que «el obrero sufre, el obrero no tiene vestido ni pan… el obrero llora, se desespera y muere en la más completa indigencia; el obrero ha perdido hasta la dignidad humana». Además, como fruto de ese individualismo desgarrador y desintegrador de la sociedad el obrero ni siquiera siente el afecto de la familia porque ya no hay hogar. Y no lo hay porque «la obrera», a la que presta especial atención, ha tenido que dejar de ser el «ángel del hogar» para encerrarse en la fábrica y someterse a unas duras condiciones de trabajo, abandonando así también su papel como pedagoga de los deberes religiosos y morales de los niños. La suma de todas esas circunstancias representaba a sus ojos la ruina del «tipo de hogar cristiano». Por tanto, a la pésima situación material, había que añadir también la deplorable condición moral de una clase trabajadora que carece de algo esencial: la debida instrucción. En esa situación el obrero, completamente desmoralizado, se ha visto abocado al vicio y al crimen. de los católicos italianos, traducida y acrecentada por Salvador Sedó y un prólogo de Sardá y Salvany (el original italiano es de 1904).

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En ese contexto, no sólo hay consecuencias socioeconómicas sino políticas también. De hecho, Castillo y Piña se muestra convencido de que es esa situación social la que ha llevado a la revolución política mexicana –que triunfó precisamente por eso–. Trastornos políticos, por otro lado, que no aprueba porque no acepta los movimientos armados contra la autoridad legítimamente constituida, aunque sí comprende la razón de las protestas de las clases populares, recriminando la injusticia de los patrones que durante tantos años han abusado despiadadamente de ellos34. Por tanto, el problema social –y político– se produce fundamentalmente por los abusos del capitalismo. Un capitalismo que no es abstracto sino que se personifica en unos actores muy concretos: los ricos, que llevan «una vida sibarítica» propia del paganismo de modo que «cuando se les examina sus almas» se las encuentra «frías como el mármol, desprovistas de buenas obras y sin principios religiosos ni morales». De esa actitud de los ricos se derivarían aún más consecuencias, la peor de ellas «una terrible revolución social» que ya se anunciaba en el horizonte de México en aquel momento debido a que los ricos no quieren satisfacer las necesidades del obrero –«no quieren creer en la existencia de la cuestión social»–. A su vez el obrero mexicano está empapado de las «ideas bolcheviques» y ve en el comunismo su única tabla de salvación. En ese grandísimo desequilibrio social consiste la cuestión social en última instancia. En ese contexto Castillo y Piña identifica una serie de peligros: la Revolución Rusa, que amenaza con reproducirse con la Revolución Social Mexicana, que ya ha empezado en Campeche y Yucatán; el Protestantismo, que hace infinidad de prosélitos –doctrinas de Lutero y el oro Yankee–; el Socialismo, que hace mella en los obreros de las minas. Éste último se le figura como especialmente peligroso porque considera que aniquila las instituciones, forzando a las masas a las armas35. Pero quedaría saber cuál es papel que corresponde a los católicos mexicanos ante semejante situación. 34

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En España la aceptación del poder constituido, es decir el régimen liberal de la Restauración, convertida en doctrina oficial de la Iglesia por parte de León XIII, fue objeto de polémica entre los católicos. Precisamente fue Arboleya uno de los que defendiera ese principio de «sumisión al poder constituido» en un libro titulado La base para la acción católica en España, Madrid, Librería de Gregorio del Amo, 1903. La prensa carlista considero a quienes aceptaban este mandato del Papa como «los más perfectos liberales» y, por tanto, sostenedores de la herejía (vid. pp. IX-XI). Entre los católicos españoles fue un lugar común culpar de la apostasía de las masas a los caudillos socialistas revolucionarios de todos los matices». Sin negar ese hecho,

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Para Castillo y Piña está muy claro qué debe hacerse: «Entablar una cru­ zada que resuelva este problema». Cruzada que en esa coyuntura se inscribía en la Acción Católica Mexicana. En este campo la Iglesia competía o se ubicaba entre dos grandes polos: el liberalismo y el socialismo. Cuadro que ayuda a comprender esa enconada lucha con ambos por parte de la Iglesia católica en México y en Europa a la hora de abordar la cuestión social. Castillo y Piña reincidirá en esa crítica visceral con un antiliberalismo militante: «jamás –se puede leer al frente de su texto– existió perverso o secta alguna comparable por su malicia al Liberalismo». Fuera del contexto señalado, bien podría tenerse por la de un católico integrista cercano a lo que en España sería Sardá y Salvany y más en el espíritu de Pío IX que de León XIII. Sin embargo, Castillo y Piña estaba citando las palabras de Trinidad Sánchez Santos, destacado miembro de la democracia cristiana en México36. Pero Castillo y Piña acumulará calificativos de cosecha propia para definir a un el liberalismo, que es visto como «sistema pernicioso, injusto, anticristiano y antisocial» e insertado en la tradición de «el sensualismo, el utilitarismo y el optimismo». No le quedará a la zaga el otro enemigo confeso: el socialismo. Su com­ paración entre los nocivos efectos de liberales y socialistas la expone el católico mexicano de la siguiente manera: en tanto que del Liberalismo se han valido los ricos para monopolizar el capital, del socialismo se valen los pobres en los presentes tiempos para establecer la preponderancia y tiranía del proletariado.

Especialmente arremete contra un tipo de socialismo que «hoy ha dado por llamarse Bolchevismo». Sus rasgos definitorios son: –– Intenta abolir la propiedad privada y sujetarla a la colectividad. Y éste es un derecho que debe ser respetado porque está en la naturaleza del hombre.

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Arboleya será crítico con la acción social católica responsabilizándola de no haber sabido contrarrestar esa fuerza (La apostasía de las masas, Barcelona, Miguel A. Salvatella Editor, 1934, pp. 7-8). Ésa es la idea que domina en el estudio de Domingo Benavides, El fracaso social del catolicismo español: Arboleya-Martínez 1870-1951, Barcelona, Nova Terra, 1973. En esa corriente le incardina Manuel Ceballos Ramírez, en su obra de referencia sobre este tema, Catolicismo social: un tercero en discordia. Rerum Novarum, la «cuestión social» y la movilización de los católicos mexicanos (1891-1911), Colegio de México, 1991.

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–– En el orden moral todos los hombres son iguales; iguales ante la ley, ­pero cae en el error de pretender que el capital y la producción deben ser igualmente distribuidos. –– El catolicismo debe ser abolido porque el único ídolo reconocido es el Estado-demócrata-Popular. De la conjugación de todos esos males resulta que el socialismo esclaviza a la sociedad alejándola de los sacerdotes y los consoladores dogmas de la fe. Pero además, considera que los mexicanos deberían oponerse al socialismo por puro patriotismo porque niega toda idea de patria, y quiere abatir las barreras de la nacionalidad entre pueblos para constituirse en una sola familia: la familia humana. Aquí Castillo y Piña defiende una tríada de valores que son Dios, Patria y Progreso (sustituyendo éste último al Rey del trío carlista). Y, entroncando con algo que ya había señalado en la conferencia anterior culpa a ese obrero mundial de la revolución mejicana de 1915 y sus horrores. Llega incluso a decir que los artículos 3 y 123 de la Constitución de Querétaro no son sino la plasmación práctica de los principios del socialismo. Pues no podían calificarse más que de socialistas –a juicio de Castillo y Piña– las medidas de quitar a los padres la facultad de enseñar a sus hijos una religión en las escuelas, públicas o privadas, o el haber convertido el matrimonio en contrato o convención civil. El resultado era una Constitución que descalifica como «verdadero adefesio de leyes injustas, inicuas, antisociales y subversivas»37. Descartados del terreno de juego los monstruos del liberalismo y el socialismo, solamente quedaba ya una opción para solucionar la horrible cuestión social: la Iglesia, claro está. Y le atribuye un papel clave porque, en contra de lo que algunos han pretendido reduciendo la cuestión social a una mera cuestión económica –a su dimensión material–, en realidad es 37

Las conferencias de Castillo y Piña deben contextualizarse en el período que Ceballos ha denominado de reconstrucción (1918-1926) previo a la opción armada. Durante estos años, si bien la legislación emanada de Querétaro «agredía las actividades de los católicos –señala–, éstos respondieron actuando con más intensamente en el seno de la sociedad. Concretamente “integrándose en las corrientes democratizadoras y populares emergidas del conflicto revolucionario” que curiosamente proporcionó un nuevo dinamismo al asociacionismo católico» (vid. «La democracia cristiana en el México liberal: un proyecto alternativo, 1867-1929», en Cecilia Noriega Elio [ed.], El nacionalismo en México, El Colegio de Michoacán, 1992, p. 216).

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un problema principalmente moral y religioso. Por eso no se podrá resolver nunca sin una restauración del orden religioso-moral de la sociedad. Sin embargo, en su opinión, todos los publicistas en la prensa, en sus folletos y en sus libros sociológicos se han olvidado de recurrir a las fuentes de la verdad, a la religión, para resolver los problemas sociales. Amparando su argumentación en León XIII y la Rerum Novarum, centrará su discurso en una idea vital: la «justicia llamada distributiva» y que consiste en que se hagan efectivos los deberes de pobres y ricos, deberes que derivan de una sólida instrucción cristiana –de ahí el rol esencial que atribuye a la enseñanza–. De acuerdo con ese planteamiento de la cuestión social, los reformadores católicos deben, lo primero, instruir a los obreros en sus deberes fundando asociaciones o sindicatos separados o mixtos. Y, como recordaba Pío X en un carta (Per Solemnia) a Arzobispos y Obispos mejicanos con motivo del primer centenario de su independencia nacional, debían aconsejar a los obreros unirse bajo los auspicios de la religión, de manera que pudieran «ellos mismos proveer sus necesidades». Actuando de la forma indicada, se superaría la debilidad del obrero aislado al convertirlo en obrero asociado (Cajas de ahorro, de retiro para ancianos e imposibilitados), pero también porque haciendo gran numero y bien organizados pueden influir en las Cámaras legislativas para formar una legislación obrera adecuada (límites horarios a la jornada trabajo, regulación del trabajo de mujeres y niños, etc.). Desde la otra vertiente del problema, por lo que a los ricos respecta, también éstos tienen un deber para con Dios. Tienen obligaciones y cargas, tal y como dijera en su día San Pablo: «Vestra abundatia illorum inopiam Supleat». Que traducido para los hispanohablantes no significaba otra cosa que «Con la abundancia que disfrutáis suplan la pobreza de sus hermanos». Este mandato religioso expresa para Castillo y Piña «la enorme responsabilidad que pesa sobre los capitalistas». Y es que, en realidad, muestra su firme convicción de que Dios no concede riqueza a los hombres para que la dilapiden en el lujo sino «como instrumento para que la caridad resplandezca en todo su brillo». Ahora bien, lo que estaba sucediendo en la práctica es que los ricos pagan a los pobres –a los que, en buena medida, deben su riqueza– un mezquino salario que les obliga a vivir en guaridas de bestias feroces. Los obreros necesitaban más que nunca, pues, el auxilio y ayuda de sus patronos. Motivo por el que se hacía pertinente recordar un importante mandato

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de León XIII: «el salario que deben pagar los amos al proletario no debe ser insuficiente para la sustentación del obrero frugal y de buenas costumbres». Se trata pues de una misión compartida, en la que ambas partes deben sacrificarse mutuamente y cumplir sus respectivos deberes. Así –y sólo así– se solucionará la cuestión social. Además, como consecuencias de esa actuación responsable –cristiana– de capitalistas y obreros se reconciliarán y reinará la paz entre ricos y pobres (es decir, el mundo de armonía que dibujaba Carnegie en su evangelio de la riqueza). Con este planteamiento y manera de abordar la cuestión social Castillo y Piña no añadía nada nuevo a lo que ya se había predicado desde la Iglesia mexicana en los primeros años del siglo durante los Congresos Católicos en la organización de círculos obreros y asociaciones mutualistas que cristalizó, entre otras realizaciones, en la creación de los operarios Guadalupanos en 1909, por ejemplo. Laura O’Dogherty ha enfatizado la insistencia durante los Congresos de Morelia y Guadalajara en recordar la obligación de los patronos católicos de observar «criterios externos al mercado para fijar los salarios»; o los llamamiento del Obispo José Moray del Río a los agricultores creyentes para que «cumplieran con las obligaciones de justicia que les impone la ley divina» (iniciativas fracasadas por otra parte)38. *  *  * Es por todo ello –y aún a riesgo de obviar polémicas y descalificaciones explícitas por parte de los católicos más imbuidos de un discurso cristiano democrático hacia el sistema capitalista en general o hacia el liberalismo en particular– que sigo sosteniendo, tras todo lo expuesto, que por lo que a la cuestión social y su solución respecta, el catolicismo social de España y de México compartió con la cultura liberal una idea clave: el capitalismo responsable. Acabaré citando un texto donde se pone de manifiesto que los deberes cristianos de capitalistas y obreros, los deberes de la riqueza y de la pobreza, conformaron la espina dorsal de los modos en que se afrontó la cuestión social desde ambos horizontes, el liberal carnegiano y el católico ketteleriano, si se me permite denominarlos de este modo. El resto de medidas y acciones, asociativas, legislativas, no fueron más que las plumas que adornaron ese tronco común y que respondieron más a los contextos sociopolíticos con38

Vid. De urnas y sotanas. El partido Nacional en Jalisco, México, CONACULTA, 2001, p. 40.

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cretos y a la diversidad de intereses e ideologías que a soluciones realmente divergentes respecto a la cuestión social. Pero recurren a la voluntad –que no deja de serlo por más que se plantee como un deber moral o religioso, ya que nadie ejerce una fuerza coactiva para garantizar su cumplimiento– del individuo, del pobre o del rico, y a un concepto clave como es la función social de la propiedad –excedente–. Así, lo que el Padre Rutten escribe en su Doctrina social de la Iglesia a la altura de 1932 bien podría haberlo escrito Gumersindo de Azcárate en sus Deberes de la riqueza: Según doctrina expresada por Santo Tomás, la propiedad de esos bienes [superfluos] no es un derecho absoluto y sin condiciones, sino un poder de administración y distribución, gravando con una especie de servidumbre social que obliga a utilizar su propiedad para el conjunto del bien social39.

La corrección introducida en un capitalismo irresponsable, que tanto enervaba a los cristianos demócratas, por parte de un liberalismo –también demócrata–, como el de Carnegie, Gladstone o Azcárate hacían posible la inconfesable convergencia o, dicho de otro modo: la cultura liberal –al menos uno de sus atributos esenciales– estaba en el fondo de la solución que los católicos de ambos lados del Atlántico predicaban para la cuestión social.

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Citado por Severino Aznar, op. cit., p. 58. Georges C. Rutten fue el fundador de los sindicatos católicos belgas a comienzos del siglo xx. Fue profesor de Teología y también Senador.

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