Caminos abandonado, La Espana regional: sobre los contextos culturales del regionalismo

July 27, 2017 | Autor: Álex Alonso | Categoría: Nationalism, Regionalism, Nineteenth-Century Literature and Culture
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LITERATURA HISPÁNICA Y PRENSA PERIÓDICA. (1875-1931) (ISBN 978-84-9887-XXX-X) Caminos abandonados, la España regional. Sobre los contextos culturales del regionalismo

Caminos abandonados, la España regional. Sobre los contextos culturales del regionalismo

ALEJANDRO ALONSO NOGUEIRA

Brooklyn College, City University of New York En la historia de la literatura y de la cultura española ocupa la revista La España Regional (Barcelona 1886-1893) una modesta posición. Considerada un referente ejemplar del discurso político y literario del regionalismo, La España Regional ha sido condenada a figurar en las notas a pie de página como un camino abandonado, una representación de una sensibilidad literaria y de una cultura política a contrapelo de la literatura española moderna definido en los años 80, como los estudios de Francisco Caudet, de Gonzalo Sobejano o de José Manuel González Herrán, han probado por la eclosión de la novela naturalista y la redefinición del papel social de la literatura, que deja de ser una pasatiempo ameno para convertirse, a través de la obra de Galdós, de Clarín, de Oller y de Pardo Bazán en un “libre examen” desde perspectivas liberales de la sociedad española de la época. En un canon, el de la novela española moderna, definido tanto por las novelas como por las obras críticas de Clarín, Pardo Bazán y Galdós, la literatura regionalista constituye un discurso un cierto sentido “residual”, ya que, por un lado, como la crítica formalista se ha hartado de repetir, carece de las virtudes técnicas sobre todo de la “novela moderna” y, por otro, está demasiado lastrado ideológicamente, demasiado identificado con una cierta “tendencia” que le ha impedido “permanecer”, esto es entrar a formar parte del parnaso español contemporáneo. De hecho, a pesar de la visibilidad que la cultura regionalista tuvo durante el periodo histórico de la Restauración, como

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recuerda en un trabajo reciente José Carlos Mainer (2002), y a pesar de que sus técnicas y su tópica literaria ocuparon un lugar al menos cuantitativamente importante en la producción de poesía, teatro y ficción hasta el fin de la “edad de plata”, su presencia en la historiografía literaria, tanto en la española/castellana como en la de las diferentes literaturas peninsulares es meramente testimonial. De este modo esta publicación que vio la luz en Barcelona entre los años 1886 y 1893 apenas sí ha sido considerada merecedora de estudio para la crítica contemporánea, que ha dado prioridad a aquellos autores cuya “modernidad” permite situarlos en el Atlas de la gran novela europea del siglo XIX. Por un lado, para los historiadores de la literatura la aceptación acrítica y en cierto sentido disciplinaria del “criterio filológico”, ha situado en un lugar marginal de su interés aquellas experiencias culturales que, como La España Regional, se desarrollaron a contrapelo de este límite y se aceptaba así tácitamente que la lengua o al menos una cierta representación normativa de la lengua permitía establecer los límites diacrónicos de una tradición literaria. Para los historiadores de la cultura política interesados por la historia del nacionalismo, el regionalismo constituía una suerte de nacionalismo incompleto, carente de los rasgos definitorios del concepto moderno de nación: esto es, carecía de una idea fuerte de comunidad política y de identidad colectiva. Estos dos “prejuicios” de la crítica, en el sentido hermenéutico de la palabra, permiten entender el desinterés y la condescendencia con que solemos interpretar este momento de la historia cultural de nuestro país y hacen evidente hasta qué punto ciertas formas no reflexionadas de nuestra identidad condicionan o incluso determinan nuestra lectura del pasado. Y de este modo, bien por razones estéticas o bien por razones ideológicas la producción literaria de los movimientos regionalistas, de Pereda a Alberto García Ferreiro, se ha considerado un ejemplo de romanticismo tardío, una evocación nostálgica de un mundo pasado y de la estética del idilio, una forma de resistencia simbólica a las transformaciones sociales económicas que trajo a la cultura española el triunfo de la burguesía en el último tercio del siglo XIX. En un ensayo historiográfico en el que proponía unas pautas críticas para el estudio de la cultura literaria de la restauración, José Carlos Mainer (2002), uno de los pocos críticos que se ocupado de los problemas de la literatura regional, traza el perfil de una institución literaria bifronte en la que convivían e incluso se solapaban dos líneas de fuerza: una corriente europeísta, cuyos referentes son la gran novela europea y las discusiones epistemológicas y sociológicas en torno al positivismo y, por otro lado una corriente regionalista, que remite el pensamiento

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que Isaiah Berlin denominó contra-ilustrado, y cuyas referentes son los epígonos del romanticismo doctrinario y una estética en cierto sentido “ingenua”, que evoca lo local, lo familiar, lo religioso, la cultura literaria de la tradición. Y a pesar de que el crítico, de un modo poco convincente por otra parte1, admite que esta dualidad puede reconocerse en la obra de un mismo autor, su esquema narrativo opone un canon liberal frente a un canon tradicionalista que, como ha desarrollado en otros trabajos, constituiría la dialéctica interna del discurso literario contemporáneo –y de la historia de la cultura española-. Porque aunque reconoce que el nacionalismo literario no fue privativo de culturas literarias no castellanas, como ciertos trabajos de Azorín y de Unamuno –y se podría añadir Ganivet, Maeztu, León- demuestran, y admite una conexión entre el federalismo y el regionalismo, que le impide ubicar sin más a los nacionalismos no estatales en el ámbito de la reacción, Mainer realiza un doble movimiento retórico: por un lado contrapone la generación del 68, o al menos a Valera, Clarín y Galdós, al 98, en la medida en que como herederos del incompleto proyecto ilustrado, sus referentes estaban “más allá de la nación”, y por otro sitúa en el “regionalismo”, al menos de un modo implícito, el origen de ese mismo nacionalismo que parece deplorar, y reconoce en el discurso regionalista una dinámica de algún modo hegemonista, que “iba a más, tenía pretensiones de orientación dominante y muy pronto, y no sólo en España, se convertiría en formas de nacionalismo identitario” (Mainer 2002: 14) En el esquema historiográfico que aquí se describe el regionalismo es interpretado en cierta medida, a destiempo: no tanto a partir de los conflictos que articulan la cultura española hacia 1880, sino por su conexión con el nacionalismo, que lógicamente lo sigue: así las cosas el regionalismo es visto como el “germen” del nacionalismo. Se trata, en cierto sentido, de una lectura contra-cronológica que lee a través de las categorías del nacionalismo el pasado y reconoce en él una forma incompleta de sí mismo: es esta lectura consciente o inconscientemente nacionalista o desde el nacionalismo, la que permite explicar la distancia que la historiografía literaria catalana, gallega y española han mantenido frente a la literatura regional. Si la nación se define por su lengua, así su literatura y, por tanto, aquellas prácticas culturales cuyos modelos lingüísticos son inestables o mixtos, sólo pueden considerarse prácticas culturales imperfectas, carentes del rasgo definitorio de la cultura propia de una nación: su lengua.

1. Porque sus ejemplos son Gustavo Adolfo Bécquer y Pedro Antonio de Alarcón, autores que a pesar de haber cultivado un cierto exotismo, difícilmente pueden encuadrarse en la primera de las dos líneas de fuerza citadas.

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La España Regional aparece en Barcelona inmediatamente después del “Memorial de Greuges” que un grupo de intelectuales catalanes presentó al rey Alfonso XII en diciembre de 1885 con la intención de articular un espacio interregional que cuestionase el modelo cultural uniforme –y nacionalista- que subyacía bajo el proyecto político de la Restauración. En cierto sentido se trataba de oponer una resistencia a ese modelo centralista, “uniformista” dirían ellos, ofreciendo un espacio a aquellas voces no castellanas que conformaban las culturas peninsulares o incluso, como en el caso de Pereda, la de aquellos que aun escribiendo en castellano se habían comprometido con la resistencia política, jurídica o cultural al proceso de centralización y ahí Pereda, como Menéndez Pelayo, autores que sobre todo a mediados de los 80 manifestaron repetidas veces sus simpatías regionalistas, les permitían tanto negar cualquier acusación que los tachase de separatistas, como les daba un representante en Madrid, y no precisamente uno marginal sino el Historiador más importante y el novelista que, a pesar de su filiación conservadora, había sido reconocido como su maestro por Galdós o Clarín. Es esta voluntad política la que explica por ejemplo las airadas reacciones que provocó en La España Regional la reseña que Juan Valera hizo a la segunda edición de la Historia de la civilización ibérica del historiador portugués Oliveira Martins2. Porque lo cierto es que a pesar de que Juan Valera se vio siempre a sí mismo como un cosmopolita, en su actuación como escritor público, en cierto sentido como intelectual, Valera se comportó estrictamente como un intelectual nacionalista, mal avenido con la idea o mejor con la perspectiva de que las tres nacionalidades literarias que él reconocía en la península, pudieran devenir con el tiempo en tres nacionalidades políticas, por decirlo con la distinción de Marcelino Menéndez y Pelayo3. Su “iberismo” como su interpretación histórica del carácter plurinacional de la historia peninsular fue en este sentido “sui generis”, y desde su discurso de entrada en la Academia de la Lengua en 1863 hasta sus polémicas con el lingüista colombiano Rufino Cuervo, recorre sus publicaciones una ansiedad por construir una cultura española fuerte en ambos continentes sobre la constituir un mercado literario y un espacio de dominio político4. Por eso no es tan sorprendente que la primera parte del artículo que en su correspondencia dice deberle a Oliveira Martins por haberle

2. La reseña de Juan Valera había sido publicada en (1886) Revista de España. CXVII. 4. 594-595, y está incluida en sus Obras Completas, (1958:812-842); la contestación en La España Regional “Los ataques que al regionalismo catalán dirige el Excelentísimo Sr. D. Juan Valera, de la Academia Española, Ministro Plenipotenciario de España en Bruselas”, por D.J.P. y F. J. Pella y Forgas. 665-682. 3. Sobre este concepto historiográfico en Menéndez Pelayo, vid. Xoán González Millán (2006). 4. Un análisis de las ideas lingüísticas de Valera en José del Valle (2002).

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dedicado esta segunda edición de la Historia de la civilización ibérica, la dedique casi monográficamente al problema del regionalismo: si el trabajo de intelectuales como Oliveira o como él mismo ha sido trabar la cultura peninsular, son los particularismos los que amenazan este trabajo de construcción nacional en el que él mismo se ve implicado. Para Valera, después de varios circunloquios, el regionalismo es un problema y aprovecha casi toda la primera parte de la reseña del ensayo de Oliveira Martins, a cuestionar por un lado que la lengua sea indicio suficiente de nacionalidad y por otro a reconocer que detrás de esa empresa literaria hay una aspiración particularista, que de algún modo, para su interpretación de la historia de la cultura, debería acabar desapareciendo: “Pero aun suponiendo que es más primor, más riqueza, más variedad el tener y el seguir teniendo literatura catalana, esa literatura no es contraposición, como pretende el Sr. Yxart, sino dependencia o ramo de la de toda España” (602). El caso de Valera es complejo y la práctica coincidencia de su reseña en la Revista de España con la carta privada en la que le confiesa a Narcis Oller que en un futuro aspira5 a que se lean en España las tres lenguas peninsulares plantea problemas metodológicos importantes. Si no se quiere tomar a Valera por un mero simulador que frente a Oller, a quien reconoce como par en el campo literario, adopta una postura conciliadora, mientras que en el espacio público actúa como un intelectual nacionalista, es preciso entender sus palabras a la luz de sus contextos inmediatos, del doble esfuerzo por articular un espacio literario peninsular, de algún modo integrador, y, al mismo tiempo, legitimar el papel hegemónico que se le adjudicaba a la cultura en castellano: En la lengua catalana las dificultades han de estar en la pronunciación: las partes léxica y sintáxica han de ser fáciles. Considero, por lo tanto, que tal vez yo no entienda el catalán, cuando hablan; pero leyendo, de seguro que he de entenderlo todo, de suerte que me alegrará de leer en catalán y tal como Vd. la escriba o haya escrito, cualquiera obra suya. Es más: yo creo que a la larga, o tal vez pronto, si siguen Vds. escribiendo mucho y bien en catalán. Se venderán y leerán en catalán en toda España, sin necesidad de traducciones, como sin duda Vdes. nos leen en Cataluña sin traducirnos, a los autores castellanos y como debemos además leer a los portugueses. Yo me alegro de que haya, no una, sino tres lenguas literarias en la Península: pero creo que un genio o espíritu solo, exclusivo para otra casta, y común a las tres familias ibéricas debe ser superior y estrecho lazo de amistad. (Oller, 1962: 42)

5.

La carta de Juan Valera datada el 10 de marzo de 1887, en Oller (1962: 41-42)

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De modo que su representación “internacionalista” o “iberista” responde a una doble lógica: por un lado es un modo de legitimar una aspiración literaria, se podría decir comercial, ya que Valera nunca fue ajeno a los aspectos crematísticos, y por otro, en la medida en que esa heterogeneidad cultural es puramente superficial ya que una identidad cultural única e fondo, una común matriz identitaria, un genio nacional diría él, subyace bajo todas las manifestaciones culturales hispanas, por lo que estas prácticas heteroglósicas no remiten a una realidad histórica plurinacional6. Este enunciado inequívocamente nacionalista, permite entender que La España Regional utilizase el artículo de Valera como piedra de toque para explicar su propia posición, a través de dos de los colaboradores habituales de la Revista, el catalán José Pella y Forgas y el gallego David Pazos García. De este modo, y aunque Valera no le conceda importancia alguna en su epistolario con Marcelino Menéndez Pelayo a las réplicas publicadas en la revista barcelonesa, los regionalistas se sentirán interpelados por un letrado indudablemente unido a cierta idea de lo que era y de lo que debía ser la cultura española en al que además se intentaba resolver el problema de la heterogeneidad cultural del estado, no ignorarlo, sino articularlo de un modo intelectualmente sofisticado. Frente a la posición de Valera uno y otro intentarán probar el carácter sustantivo de la cultura gallega y catalana que no sólo no era una manifestación más de la cultura española, esto es de un “genio” común a todas las culturas peninsulares sino que poseía una lengua propia, algo más que un dialecto, una historia, unas instituciones jurídicas particulares históricamente fundadas, y una literatura que si bien no podía competir numéricamente con esa literatura española casi universal que Valera parecía visionar, los “insignes literatos de primer orden” situaban el debate más allá de lo cuantitativo, donde torpemente se había enredado Valera, y legitiman, dan derecho a la reivindicación regionalista (Pella y Forgas, 1886: 103) que Galicia presenta desde tiempos remotos, ha conservado a través de ellos, y tiene hoy, una personalidad propia, una fisonomía diversa de otras, y que su idioma y literatura, si bien no pueden mostrar la riqueza ni la abundancia de producciones de otros idiomas y literaturas, pueden enumerar y exponer en cambio insignes literatos y obras de primer orden en todo el transcurso de su historia, y que ninguna persona de solos medianos conocimientos debe ignorar,

6. Esta situación pluricultural o al menos plurilingüe sólo puede ser temporal, ya que el patrón teleológico que subyace a su interpretación de la historia le hace ver, quizás desear, una futura cultura nacional que se exprese solamente en lengua castellana.

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reduciendo a perpetuo silencio a los que por maliciosa parcialidad o falta de estudio la privan de lo que de derecho le corresponde. Esto exige aún el moderado y razonable regionalismo que parece admitir el señor Valera, clase de regionalismo distinto del que en otro lugar califica del peor de los engendros.

Más allá de la discusión ambos razonamientos tienen en común más cosas de las que los separan. Uno y otro consideran las naciones como un hecho histórico, sustantivo y vinculado, en última instancia, a una lengua nacional; la estrategia de la respuesta regionalista consiste en demostrar que Galicia y Cataluña cumplían esos requisitos objetivos que prueban la existencia de las naciones y, por tanto, implica una aceptación de una misma matriz ideológica. No se trata por tanto de un planteamiento antinacionalista o internacionalista versus un planteamiento nacionalista sino de un mismo modelo retórico que es visto desde perspectivas opuestas y que se conecta con el discurso en torno a la nación que a la altura de esos mismos años está formulando Antonio Cánovas del Castillo. En este sentido, para interpretar las estrategias del entorno de La España Regional hay que acudir al discurso que en torno a la cuestión nacional y la forma del estado se fue elaborando en Madrid después de la resaca del Sexenio. Lo que desde el primer número Pella, Puigdengolas, Coll y otros autores catalanes parecen querer exponer son las inconsistencias del discurso oficial en torno a la identidad nacional que se fue fraguando durante los años 70 y consiguió convertirse en hegemónico a lo largo de los 807. Tres son los aspectos que aquí habría que analizar, porque permiten entender cuáles son las estrategias de argumentación que subyacen bajo el diseño editorial de la revista. En primer lugar Cánovas, como gran parte de los próceres de la Restauración tiene la perspectiva de un jurista, y asocia nación e instituciones jurídicas propias. Si la propiedad es el fundamento de toda sociedad e incluso puede llegar a considerarse de derecho divino, como el político andaluz había llegado afirmar en el llamado segundo discurso del Ateneo8, una de las tareas de los colaboradores de la revista será probar en su sección jurídica el carácter “particular” de las formas propiedad regionales, especialmente de las asociadas con la propiedad

7. La referencia implícita es Antonio Cánovas (1882). 8. Vid. Cánovas. (1884 [1871]: 87): “La propiedad, principalmente la de la tierra, que es su primera y fundamentada representación, no es más que una institución social: de derecho natural, y aún divino, si es cierto, cual creo yo, que sin ella no puede haber sociedad humana capaz de vida y de progreso; meramente de derecho civil positivo, si la sociedad humana puede vivir y progresas sin que esté individualmente ocupada la tierra, y sin que se conserve el principio de sucesión.” Sobre el significado de la propiedad en el pensamiento político de Cánovas, vid. Fidel Gómez Ochoa. (2000)

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de la tierra. De este modo, los trabajos de abogados, registradores y notarios, que constituyen una parte importante de los colaboradores de la revista, será hacer evidente la imposibilidad o al menos el carácter arbitrario de la unificación jurídica; en este sentido, no puede extrañar que la revista se declare contraria al proceso de codificación del derecho civil español que bajo la dirección de Alonso Martínez, se produce durante esa misma década de 1880, en concreto entre 1881 y 1889. De este modo, la reivindicación de los intelectuales regionalistas no es una mera nostalgia de la sociedad tradicional, como a veces se ha considerado, sino un modo de tomar posición frente a las reformas que están apuntalando la construcción del estado moderno en España y, sobre lo dicho, un modo de guardar su espacio de poder. Una segunda línea de sentido que recorre las estrategias retóricas de La España Regional tiene que ver con el problema de la comunidad política. En el año 1882, Antonio Cánovas del Castillo en un discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid y que el editor moderno, con razón ha denominado, “Discurso de la nación” explicitaba qué entendía por nación: para Cánovas, en la línea del liberalismo decimonónico, la nación era una realidad objetiva, definida por ciertos elementos primordiales, y por tanto ni el producto de ningún “pacto sinalagmático”, por decirlo con terminología de época, ni, como Renan había sostenido en un ensayo clásico, el resultado de un “plebiscito diario”. Por el contrario, la nación, como de un modo tan irónico como pragmático definió el mismo Cánovas, es “obra de Dios o, si alguno lo prefiere de la naturaleza” (1882: 48)9 y el vínculo de “nacionalidad” que lo sujeta, lo que se podría denominar la matriz étnica, entendiendo etnia en el sentido lato de la palabra, es indisoluble y está constituido por un territorio, una raza y una lengua, siendo ésta el signo, literalmente, “la primera prueba” de la nacionalidad. Si para la doctrina dominante la nación es un concepto objetivo, la tarea de La España Regional, de nuevo, será en cierto sentido paradójica: por un lado se trata de demostrar que cada una de las regiones a las que se presta atención en la revista, Cataluña, primero, pero también el País Vasco, Navarra, Galicia, Asturias, Valencia, Cantabria e incluso Castilla pueden alegar poseer alguno de esos elementos objetivos de la nacionalidad que Cánovas parecía no querer reconocerles. Por otro lado, la sección histórica de la revista y las abundantes reseñas bibliográficas de estudios científicos, de ensayos políticos, económicos, jurídicos literarios, com-

9. Exactamente: “No señores, no; que las naciones son obra de Dios, o si algunos, o muchos de vosotros lo preferís, de la naturaleza” (1882: 50). Por otra parte, el discurso de Cánovas es del 6 de noviembre de 1882 y el de Ernest Renan, Qu’est-ce qu’une nation?, fue originalmente una conferencia leída en la Sorbona el 11 de marzo de 1882.

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parten un elemento común: el subrayar la heterogeneidad de fondo del Estado y al hacerlo si bien aceptan la “propuesta teórica de Cánovas” ponen en cuestión al mismo tiempo la existencia de esa única y uniforme nación española en la que el político andaluz estaba pensando. Haciendo evidente esta segunda línea de sentido que recorre la Revista, se enfatizaba así que lejos de constituir una mera colección de fragmentos arqueológicos o de interés anticuario, los ensayos históricos incluidos en La España Regional intentan dar una batalla en el terreno de la legitimidad política: si se acepta que el fundamento de la constitución política es de base histórica, como Cánovas sostiene, al menos retóricamente, los ensayos sobre la Cataluña del siglo XV, sobre la antigüedad de los fueros o sobre el derecho municipal consuetudinario hacen evidente que es el propio Cánovas el que no está siendo consecuente con lo que él mismo ha interpretado que es y debe ser una nación, y en última instancia, que es él el que ha introducido una quiebra entre la constitución histórica de la monarquía de España y la constitución en aquel momento vigente, la de 1876. Es la misma definición de nación propuesta por Cánovas, la que permite contextualizar el tercer eje temático al que aquí se va a prestar atención: la cuestión de la literatura nacional. En la primera parte de esta comunicación se ha intentado romper esa imagen internacionalista de Juan Valera y con él la de los intelectuales del 68, que Mainer de un modo demasiado esquemático contraponía a la mucho más nacionalista generación del 98; se buscaba, a la vez, volver más compleja la oposición entre internacionalismo y nacionalismo, que de algún modo explica el carácter tan marginal que la cultura regionalista, considerada como “origen” del nacionalismo posterior, ha ocupado en los estudios de la cultura española y la lectura a destiempo que se ha producido de su proyecto político cultural. En segundo lugar, al marcar las cuestiones que se estaba debatiendo en la España de los 80 se ha querido, al trazar a grandes rasgos cuál era la agenda política, evitar una lectura de La España Regional como una mera publicación amena, de naturaleza arqueológica, resultado del trabajo ocioso de ciertos burgueses acomodados, que sin duda eran, que no estaban dispuestos a incorporarse ni a la política moderna ni a la cultura moderna y que, con esta publicación, defendían bien ciertos privilegios de clase, o bien oponían una resistencia simbólica a las trasformaciones modernas recogiéndose en la Arcadia de la región. Algo de esto hubo, pero no era un gesto banal sino un intento, fracasado, por socavar la legitimidad del estado moderno en España. En este intento la literatura y más en general el trabajo de los letrados desempeñaba un papel crucial de modo que las afirmaciones que Cánovas hace en el

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citado discurso encuentran una correspondencia exacta en la práctica de quienes estaban intentando acabar con el estado centralista que en la España de la Restauración se estaba diseñando. Lejos de ser específico de los nacionalismos llamados periféricos, es Cánovas quien enfatiza el valor simbólico de la lengua y la literatura en la construcción de la identidad nacional. De tal modo que si la matriz étnica a la que se ha aludido incluye tanto el territorio como la raza, en el sentido más antropológico que cultural, es la lengua la clave identitaria externa más sólida: Y lo general y de ordinario cierto es esto: que las naciones habitan un territorio común, aunque bien pueden tener apartadas colonias, o carecer, como la hebraica, de propio suelo mucho ha; que las naciones o tienen raza originaria, o la constituyen, a la larga, no de otro modo que en la corteza terrestre hay rocas primitivas y sedimentarias; que lo más natural en las naciones es tener comunidad de idioma, aunque cada tronco lingüístico cultive ramas divergentes y hasta parásitas., que es lo que son por lo común los dialectos. (Cánovas 1882: 20)

Es importante enfatizar aquí la oposición que el texto construye entre Lengua y dialecto, así como la interpretación patológica del dialecto que había sido una de las palabras clave de la poética de la poesía regional. A la altura de 1882, como recogerá el diccionario de la Academia, y como reconocerá un tanto contrariado Víctor Balaguer en su Discurso de recepción en la Academia de la historia en 1883, “dialecto” era una palabra negativamente connotada, y La España Regional tanto en los diferentes textos que va coleccionando en su sección “Literatura española no castellana ni flamenca” como en sus ensayos de historia literaria se esforzará en probar la condición de lengua de los idiomas regionales. De este modo, este término que inicialmente estaba asociado al “lenguaje espontáneo de los hombres”, consagrado por la tradición como registro de la ingenua poesía del pueblo, se fue volviendo un término peyorativo cuyo uso situaba al hablante respecto a la cuestión regional. La estrategia por parte de La España Regional fue conceptualizar como “lengua” lo que en tiempo de los Cantares gallegos de Rosalía de Castro, era el espontáneo y natural dialecto. Así por ejemplo, el trabajo de Arturo Campión “El idioma o la libertad de los pueblos”, donde en unos términos no muy lejanos a los que había formulado Antonio Cánovas cinco años antes y donde se recoge como argumento de autoridad una cita del jurista suizo de lengua alemana Johan Caspar Bluntschli, “La lengua es el bien más esencialmente propio del pueblo, la manifestación más neta de su carácter, el lazo más fuerte de la cultura común.” Este argumentación del abogado y filólogo navarro, participa de lo que González Millán (1998: 24) denominó “nacionalismo filológico”, haciendo evidente que las estrategias del círculo in-

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telectual de La España Regional, lejos de articular una defensa puramente casticista de las culturas regionales acudieron una y otra vez a diferentes ejemplos europeos, de Irlanda a Italia, pasando por la austro-hungarización del problema en un conocido Informe a la reina regente que acabó levantado heridas en el mismo seno del movimiento regional. A pesar de representarse a sí mismos recluidos en la arcádica pequeña patria, los intelectuales regionalistas, que en general compartían una formación jurídica y, muchas veces, una vocación letrada, acudieron a todos aquellas situaciones históricas contemporáneas donde se producía un conflicto entre una nación cultural y el estado supranacional del que formaban parte y dedicaron en casi todos los números de la revista una sección al llamado Movimiento regionalista en Europa10. En este momento en que tiene lugar el proceso de construcción nacional de la España moderna, reivindicar una lengua y una cultura literaria era tanto como forzar a quienes habían identificado lengua y nación a reconocer el carácter plurinacional del estado y, en el mismo texto de Cánovas se explicitaba, la capacidad de estas comunidades “objetivamente definidas”, para constituirse en sujetos políticos. Así, por ejemplo, en la reseña que Federico Rahola (1888: 272-273) dedica al ensayo del Marqués de Figueroa en torno a la poesía gallega, esta asociación entre lengua y legitimidad política de tal modo que en tiempos de la “nación” es la persistencia de la lengua –algo semejante había dicho también Cánovas- la que sirve como garantía de la supervivencia de la nación: A nuestro siglo, tan fecundo en prodigios, correspondía la resurrección de estas energías que aparecían muertas; gracias al lenguaje que ha conservado el pueblo, como esas brasas ocultas por el rescoldo, ligero soplo ha producido llama, y el idioma del pueblo, escarnecido al principio, se ha ido abriendo paso, luchando contra las clases superiores que, a fuerza de no usarlo, le habían perdido el cariño. (…) Contribuye la diferencia de lenguaje a mantener la diversidad de carácter, influye en el distinto curso de las ideas, crea, en una palabra, esa variedad tan hermosa dentro de la unidad, esa diversidad enemiga de la absorción: arma poderosa de la diversidad regional.

La cita es significativa y permite entender la lógica detrás de la recuperación de textos de esos tiempos medios, a los que La España Regional dedicó bastante espacio, así como el papel central que ciertas formas de poesía popular, o si se prefiere

10. Sobre el significado del regionalismo en la Europa de la época, vid. Ayer 64 (2006), en especial para el caso español Archilés (2006).

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tradicional, tuvieron en sus páginas; se manifestaba a algo más que una nostalgia, una prueba de una identidad y, por tanto, una carta de legitimación en el juego político. Si La España Regional como proyecto se nos cae de las manos no es sólo porque como forma de regionalismo, sea un anuncio del nacionalismo identitario al que la crítica elegantemente liberal parece querer adjudicarle todos los males. Se nos cae porque su contra-hegemonismo fue sui generis, ya que al modelo centralista, a la monarquía de propietarios turnantes, intentó oponer otra monarquía y otros propietarios pero en ningún caso romper ese juego de clases. Se nos cae también porque su mundo cultural, mucho más internacional y complejo de lo que parece, nos es desconocido, porque su aspecto tradicional, es en última instancia, como le reprochó directamente Antonio Sánchez Moguel, una tradición inventada, en frase feliz de Eric Hobsbawm, parte de una lucha política, de un juego de legitimidades jurídicas en el que el regionalismo intentó participar, y del que salió derrotado. Bibliografía

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Alejandro Alonso Nogueira

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