Cambios demográficos, protección social y pobreza

July 16, 2017 | Autor: S. Sarasa Urdiola | Categoría: Demography, Poverty
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CAMBIOS DEMOGRÁFICOS, PROTECCION SOCIAL Y POBREZA Sebastián Saras Urdiola Universitat Pompeu Fabra Presupuesto y Gasto Público 71/2013: 127-142

INTRODUCCIÓN El objetivo de este artículo es presentar algunos de los dilemas que los cambios demográficos están provocando en las instituciones de protección social. Tres mudanzas poblacionales son analizadas: el envejecimiento de la población, los cambios en la estructura y organización de los hogares, y las olas migratorias. Las tres guardan interrelación entre ellas y alteran tanto la estructura de desigualdades como el riesgo de exclusión social. En los países más ricos, estas tendencias demográficas confluyen con la desindustrialización y la polarización ocupacional entre buenos y malos empleos (EspingAndersen 1993 y 1999, Oesch y Rodriguez, 2010) dando lugar a tensiones en los sistemas de protección social y a dilemas complejos de resolver. Las tensiones que el envejecimiento conlleva en la economía del pais y en las finanzas públicas generan dilemas sobre el reparto inter e intrageneracional de sus costes. Las migraciones son un paliativo a los problemas de envejecimiento, pero parcial, y sus efectos sobre la exclusión social pueden ser contradictorios según las decisiones que se tomen. A su vez, la revolución en las relaciones de género afecta a la estructura de los hogares y a las relaciones familiares, dando lugar a una nueva estructura de riesgos de pobreza y de exclusión que hace recomendable reconstruir la arquitectura de la proteción social. La ruptura del equilibrio entre géneros que había en la sociedad industrial y la inadecuación de las instituciones laborales y de protección social a la nueva situación hacen caer la natalidad y, como un bucle que se cierra sobre sí mismo, realimentan el envejecimiento poblacional.

ENVEJECIMIENTO

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En el año 2040 habrá en España dos millones de ancianos mayores de 79 años, el doble de la cifra actual1. El envejecimiento es un fenómeno mundial que afecta a todos los continentes (Powell y Cook, 2009) y, aunque ha sido más tardío en los países pobres, se acelera en éstos a una velocidad más rápida de la que adquirió cuando apareció en los países más ricos (Lloyd-Sherlock, 2004). Sus causas son, sobretodo, la caida de la natalidad iniciada en Occidente durante los años 30, acelerada a partir de los años 60, y que no paró de caer hasta finales de los 80, cuando se estabilizó a unos niveles que no permiten reproducir los efectivos poblacionales en la mayoría de países más desarrollados; y esta tendencia se ha extendido a partir de los años 90 del siglo XX por Europa oriental y Asia (Caldwell y Schindlmayr, 2013). La persistente caida de la natalidad a partir de los años 30 del siglo pasado dió lugar en Europa a una fase con muy poca población dependiente, dado que había pocos niños y pocos ancianos, pero a medida que aumenta el envejecimiento, crece de nuevo la proporción de dependientes llevando la actual ratio de dependencia de los 4 activos potenciales por 1 dependiente, a una previsible de 2 a 1 a mediados del siglo XXI (Coleman, 2001). Aunque estas cifras tienen una importancia relativa, en tanto que no todos los activos potenciales realmente son activos reales que generen PIB y contribuyan con sus impuestos al sostenimiento de los dependientes. Por ejemplo, en el conjunto de la UE, sólo el 62% de los potencialmente activos entre 15 y 64 años realmente lo son (Coleman, 2001). El envejecimiento abre una ventana de incertidumbre por la que se escudriña un paisaje más o menos sombrio según sean las premisas del observador. En el horizonte más oscuro se perfila una sociedad donde abunda la población fragil y dependiente, con poca capacidad de generar riqueza, que vende sus propiedades y que consume sus ahorros y buena parte de los recursos del país, para cubrir sus cuantiosas y costosas necesidades sociosanitarias. Un escenario, en suma, donde se frena el crecimiento económico y aumenta el riesgo de desequilibrio fiscal. Esta previsión es razonable cuando se sustenta en premisas derivadas de comportamientos históricos, pero puede ser errònea si los comportamientos de los individuos cambian en el nuevo escenario.

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Según proyecciones de población de OECD Social Statistics.

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¿El envejecimiento conlleva un aumento inasumible del gasto sociosanitario? El envejecimiento demográfico ha traído la cuestión de la atención socio-sanitaria de las personas mayores a un lugar preferente en la agenda política de muchos estados de la OECD.

La utilización de servicios sanitarios y de atención a la dependencia es

especialmente elevada en la vejez. El gasto socio-sanitario por habitante entre la población de edades comprendidas entre los 65 y 69 años es casi 4 veces superior al de la media y se debe sobre todo al consumo de servicios estrictamente sanitarios y de fármacos, pero entre los 70 y 75 años el gasto por habitante asciende a 10 veces el gasto socio-sanitario medio y se concentra en servicios residenciales, de atención a domicilio y de rehabilitación (Rochon, 1998).

Es de esperar, por tanto, que un aumento del

envejecimiento demográfico redunde en una mayor necesidad de recursos para atender a las personas dependientes. Sin embargo, en muchos países la progresión de la esperanza de vida ha ido acompañada de una progresión igual en la esperanza de vida sin incapacidades severas. Es decir, que el número promedio de años por persona en situación de incapacidad podría mantenerse estable. Por otro lado, el grueso del gasto sanitario se produce en el último año de vida de los individuos, cualquiera que sea su edad (Lubitz y Prihoda, 1984), razón por la cual se estima que un aumento de la esperanza de vida tiene como consecuencia un retraso del gasto en el curso vital de las personas sin que aumente significativamente el total del gasto consumido a lo largo de la vida de una persona (Zweifel, 1990). De hecho se ha estimado que el impacto del envejecimiento de la población en el crecimiento del gasto sanitario observado desde 1960 en los países de la OECD ha sido muy escaso (Breyer et al., 2010), y hay evidencia en varios países de que la prevalencia de incapacidades crónicas entre los mayores de 65 años tiende a disminuir en los últimos decenios. Posibles factores aducidos son la mejora en la capacidad preventiva de la sanidad pública, entre la que se incluye la atención a domicilio que retrasa la transición hacia la incapacidad total, y la incorporación a la vejez de cohortes mejor educadas que adoptan estilos de vida y medidas preventivas más saludables. Ahan et al., (2003), por ejemplo, muestran como en sólo cuatro años, entre 1993 y 1997, se redujo la proporción de personas mayores de 64 años que manifestaban tener discapacidades para realizar sus actividades de la vida cotidiana en España. Si ello es así, hay que esperar que el aumento

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en la esperanza de vida no haya de significar un volumen de gasto socio-sanitario dedicado a los incapacitados severos de la misma intensidad que el actual. Aunque es de esperar que el riesgo individual de padecer alguna discapacidad se reduzca en el futuro, esta reducción podria ser compensada a nivel agregado por el mayor número relativo de personas ancianas y por la menor capacidad de las familias para atender a sus mayores dependientes. En la mayoría de países, se percibe un aumento de los ancianos que viven solos y una disminución de los hogares donde conviven más de una generación, al tiempo que aumenta la proporción de mujeres que trabajan fuera del hogar. Ello no impide que las mujeres continúen haciéndose cargo de los mayores dependientes que no viven con ellas (Sundstrom, 1994), pero aún cuando la mujer continúe asumiendo esos cuidados, el aumento de la tasa de dependencia reducirá la capacidad de la familia para atender a las personas dependientes, ya que la ratio entre mujeres de edad comprendida entre 45 y 69 años y los mayores de 70 años viene cayendo sin cesar desde mediados del siglo XX (Commission of the European Communities, 1993). En consecuencia, es de esperar un aumento del gasto público en la atención de las personas dependientes y los gobiernos afrontan dilemas en torno a como organizar dicha atención dado que, según sea esa organización, serán diferentes sus efectos sobre el mercado de trabajo, el equilibrio fiscal del presupuesto público y sobre el bienestar de las personas dependientes y sus familias. Los costes, a precios de mercado, de los servicios de atención a mayores dependientes son inasumibles para buena parte de la población, y la intervención del estado se hace inevitable. Pero cómo sea dicha intervención tiene consecuencias, tanto en la equidad como en la eficiencia. Una opción extrema sería la existente en España antes de que las Cortes aprobaran la conocida como ley de la dependencia en el añó 2006. En este escenario, común a muchos países anglosajones, el mercado es el principal proveedor de servicios, mientras que el estado limita su intervención a una exígua provisión directa o indirecta de servicios para los hogares más pobres. Esta opción, en apariencia barata para el erario público, tiene graves consecuencias sobre la equidad, en tanto que, si bien la cobertura es muy alta para el quintil superior de renta, es magra para el resto de la población, incluyendo al quintil más pobre (Sarasa y Billingsley, 2008). Con ello se fuerza a las mujeres de mediana edad a permanecer inactivas laboralmente aumentando su riesgo de pobreza y contraviniendo la recomedación de incrementar la población ocupada

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que ha de ayudar a sostener el equilibrio de la Seguridad Social. En el otro extremo, se sitúan los países escandinavos que ya desde los años setenta del siglo pasado pusieron en marcha programas universales de atención a domicilio. Sus resultados han sido excelentes en tanto que no hay ningún efecto significativo asociado a la clase social en el acceso a los servicios, la calidad de los mismos es elevada y ha permitido desarrollar un ámbito extenso de empleo para mujeres y trabajadores poco o semicualificados que engrosa con sus contribuciones fiscales las arcas del estado. Una estimación del impacto que tendría sobre el empleo en España la atención a los adultos dependientes, si se alcanzaran las ratios de cobertura y calidad danesas, fijan la cifra en torno a un millón de puesto de trabajo (Esping-Andersen y Sarasa, 2006).

¿El envejecimiento quebrará el sistema de pensiones? El envejecimiento abre la posibilidad de un desequilibrio fiscal como resultado de la reducción en los efectivos que contribuyen a la Seguridad Social y el aumento del gasto en pensiones. Para reducir esa posibilidad a su mínima probabilidad puede optarse por reducir los gastos, aumentar los ingresos, o por una combinación de ambas a la vez. En cualquier caso, se trata de disminuir la ratio entre prestación y contribución, de modo que haya una correspondencia más ajustada entre ambas partes. El dilema es como repartir los ‘costes’ de la reforma entre generaciones y entre grupos sociodemográficos de una misma generación. Contener el gasto Los gobiernos pueden adoptar diferentes opciones para contener el gasto. Una consiste en posponer la edad real de jubilación2; de modo que se prolongue el período de contribución y se acorte el de gasto. Esta opción es aceptable en tanto que la esperanza de vida sin discapacidades ha aumentado y son muchos los trabajadores que, a pesar de haber cumplido la edad legal de jubilación, están en condiciones de mantenerse activos. No obstante, incluso con las mejoras en la salud de los trabajadores, determinadas ocupaciones son incapacitantes a partir de determinada edad, debido al desgaste físico o psíquico que impone su desempeño, por lo que sería razonable buscar formas alternativas que permitieran a los empleados en esas ocupaciones continuar ocupados

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La mayoría de países de la UE han fijado hasta hace poco su edad normal de jubilación en los 65 años de edad, pero como es sabido, las prejubilaciones son frecuentes y reducen la edad media de jubilación por debajo de los 60 años.

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pero en condiciones más soportables, bien a través de jubilaciones parciales, o de facilitar la transición a otras ocupaciones menos exigentes. El reto sin embargo estriba en que, si el mercado de trabajo no es capaz de suministrar empleo suficiente para los trabajadores mayores de 60 años, se les estaría condenando al paro en una fase de la carrera laboral que es fundamental para determinar la base reguladora sobre la que se calcula la pensión de jubilación, y muy probablemente este riesgo será mayor cuanto menos cualificado esté el trabajador. Esta opción, por tanto, cargaría el coste de la reforma sobre las espaldas de los trabajadores más débiles. Salvo que se modificara la fórmula de cálculo de las pensiones y, en vez de tomar los últimos años de la carrera laboral, tomara toda la vida laboral o los mejores años de ella. No obstante, tomar toda la vida laboral como referente de la base reguladora afecta de manera distinta según el colectivo de trabajadores de que se trate. Aquellos empleados que perciben salarios de eficiencia diferidos en el tiempo, tienden a tener mayores salarios al final de su carrera, de manera que la consideración de toda la vida laboral podría rebajar sus prestaciones. Por el contrario, para aquellos trabajadores precarios o, para los que coinciden los últimos años de su vida laboral con una crisis económica y pierden el empleo, la consideración de toda la vida laboral puede ser una mejora. En los sistemas aseguradores de reparto donde la pensión se calcula en base a los últimos años de la carrera laboral suele haber una ratio entre prestación y contribución más favorable que en los sistemas donde se toma toda la vida laboral como referencia de la base reguladora. Esta es una de las razones por las que se suele proponer el sistema de capitalización como preferible al de reparto, ya que el primero ajusta mejor la prestación a la contribución realmente efectuada. Pero la transformación de sistemas de reparto maduros a capitalización sólo es viable incurriendo en riesgos elevados de deficit fiscal, o con recortes dramáticos de las pensiones en vigor que sumirían en la pobreza a los pensionistas3. Salvo que, como en Suecia, se articule un sistema de capitalización ficticio, por el cual las aportaciones de cada trabajador se acumulan en una cuenta personal ficticia remunerada a un tipo de interés ficticio igual a la tasa anual de crecimiento de la 3

La experiencia de países como Polonia, Hungria, Latvia, Estonia, Eslovaquia y Letonia, que se embarcaron en una transición desde sistemas públicos de reparto a sistemas de capitalización privada, ha sido un fracaso con la llegada de la crisis financiera de 2008 por su elevado coste. En todos estos países las reformas se han revertido o frenado (Orenstein, 2013).

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economia nacional; pero manteniendo el sistema de reparto. Este sistema tiene la particularidad de que corresponsabiliza a los agentes sociales del futuro de las pensiones, ya que según sus estrategias y acuerdos permitan un mayor crecimiento de la economía, más generosas serán las pensiones futuras. Otra opción para contener gastos es actualizar las pensiones tomando el índice de precios como referencia en vez de la evolución de los salarios, con ello se consigue reducir la tasa de substitución de ingresos, pero de manera paulatina a medida que transcurren los años de jubilación. Con esta medida, el efecto redistributivo intergeneracional está bastante sometido a los ciclos económicos. Períodos de fuerte crecimiento en el empleo y los salarios, dejan a muchos jubilados mayores en la pobreza, mientras que en períodos de crisis de empleo, los jubilados quedan más resguardados. En general, cualquier medida de contención de costes presenta el dilema de si aplicarla indiscriminadamente a todos los jubilados o de manera selectiva. Algunos países tienden a transferir rentas hacia los jubilados más desprotegidos (Myles y Quadagno, 2000), entre ellos España, que ha topado las pensiones más elevadas a la par que ha creado un sistema de pensiones no contributivas para ciudadanos con escaso o nulo historial contributivo. De este modo la carga se sitúa más en los estratos bienestantes de los trabajdores a los que se incentiva fiscalmente para que complementen sus pensiones con inversiones en planes de jubilación privados. Por otro lado, los gobiernos tienden a evitar el coste electoral de una reducción generalizada de las pensiones difiriendo las rebajas a los jubilados futuros, de manera que el coste se traslada a las nuevas promociones de jubilados. Esta transferencia de costes no ha de ser muy gravosa mientras los jubilados sean las cohortes demográficas que se incorporaron al mercado laboral antes de la crisis industrial desatada en los años setenta del siglo XX. Estas cohortes tienen un bienestar superior al que tuvieron sus padres como resultado de una combinación virtuosa de pleno empleo, estabilidad laboral y salarios crecientes que permitieron acumular patrimonio y costear la Seguridad Social. Las tendencias recientes de los mercados de trabajo, sin embargo, es probable que conduzcan a un escenario futuro en el que los jubilados se hayen muy polarizados entre aquellos con carreras laborales estables y bien remuneradas por un lado, y quienes habrán tenido carreras laborales irregulares en condiciones laborales precarias, y mal pagados (Esping-Andersen, 2001). Este sería un

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escenario más parecido al que tuvieron los jubilados de post-guerra que al actual y, de ser acertado el pronóstico, sería un error auyentar el riesgo de quiebra del sistema de pensiones a base de recortar derechos y prestaciones, puesto que esto no haría si no agravar más la situación de los futuros jubilados. Aumentar los ingresos La opción de aumentar los ingresos tampoco está exenta de dilemas. En la búsqueda de recursos que eviten una reducción drástica de las pensiones a corto y medio plazo, Myles y Quadagno (2000) identifican tres fuentes: aumentar las contribuciones de los empleados y empresarios, obtener más rendimiento de las contribuciones, por ejemplo, invertiendo los excedentes en el mercado de valores, y complementar la financiación de las pensiones con transferencias a cargo de los presupuestos generales del estado. La primera opción es poco atractiva en tanto que encarece el factor trabajo y dificulta la generación de empleo, especialmente entre los trabajadores menos cualificados. Incluso puede ser un desincentivo para que trabajadores cualificados aumenten sus horas de trabajo y pospongan su edad de jubilación si el coste fiscal es muy elevado (Jaag et al., 2007). La segunda opción, invertir los excedentes en el mercado de valores, se debate entre qué papel otorgar al sector público y al sector privado en la gestión de esos fondos. La opción de sustentar la pensión de jubilación en el rendimiento de los mercados bursátiles, somete las pensiones a una mayor volatilidad y transfiere al trabajador el riesgo de encontrarse con una pensión insuficiente en el momento de su jubilación (Burtless, 2012). Las supuestas ventajas de esta opción estriban en que las contribuciones dejan de consumirse, como ocurre en el sistema de reparto, para engrosar la bolsa de ahorro nacional y alimentar la inversión que hace crecer la economía. Sin embargo, como ha reconocido el propio Banco Mundial (Hughes, 2000) adalid de las privatizaciones (World Bank, 1994), no se han encontrado evidencias concluyentes que avalen ese aumento del ahorro y de la inversión (Anton et al., 2011). Por otro lado, la superior eficiencia de la capitalización privada sobre el sistema público de reparto es cuestionable cuando los gastos de gestión de los fondos privados son entre cuatro y cinco veces más elevados que los gastos de gestión en la Seguridad Social (Gill et al., 2005) provocando una transferencia de rentas hacia las instituciones financieras que se incentiva públicamente con cuantiosas desgravaciones fiscales a los asegurados. Huges (2000) estima que el 8

monto anual de los incentivos fiscales representa el 36% del gasto anual en pensiones contributivas en Irlanda, y el 20% en USA, una pérdida de ingresos públicos difícil de compensar con un incierto aumento del ahorro. Todo ello, con un resultado negativo en la equidad, en tanto que los trabajadores més precarios no pueden costearse estos planes y los sistemas públicos no contributivos acaban siendo insuficientes (Arza, 2008). Por último, la tercera opción para aumentar los ingresos, la transferencia de recursos desde los presupuestos generales, también participa del mismo debate, en tanto se discute si las transferencias desde los presupuestos generales deben ir a la Seguridad Social o a los particulares en forma de desgravaciones fiscales si contratan planes privados de pensiones. Pero la estrategia de ir ajustando la ratio entre prestaciones y contribuciones, no garantiza una protección adecuada, ni una sostenibilidad del sistema de pensiones, si las empresas del país no son capaces de mantenerse competitivas en el mercado mundial y generar abundante empleo de calidad. Cualquier país con una población envejecida, cuyos activos sean mayoritáriamente poco productivos, tiene su sistema de pensiones en peligro de bancarrota y a sus jubilados condenados a la pobreza, y poco importa que su sistema de pensiones sea público o privado. Para garantizar ingresos suficientes los temas cruciales son aumentar la población ocupada, el capital y la productividad (Ogawa y Takayama, 2006) y, en la medida de lo posible, ralentizar el envejecimiento. El primer objetivo puede alcanzarse posponiendo la edad de jubilación, facilitando la transición de la enseñanza al mercado de trabajo y fomentando la participación laboral femenina. El aumento de la actividad laboral femenina ha de conseguirse, empero, sin que tenga efectos negativos en la fecundidad, y ha de ir por tanto acompañada de inversiones en servicios substitutivos a las tareas domésticas de atención a los menores, ya que, como en el caso de los servicios para mayores dependientes, los costes a precios de mercado de los centros de día para menores de 6 años son inasumibles para la mayoría de las familias. El aumento de capital por capita se produce inmediatamente al caer el volumen de población, pero no está claro qué puede ocurrir con el stock de capital. Los modelos teóricos (Modigliani y Brumberg, 1954) predicen que el envejecimiento debería conducir

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a una caída del ahorro y, por tanto de la inversión, pero la evidencia empírica no confirma esa hipótesis y es verosímil pronosticar que haya aumentos de productividad basados en aumentos de la intensidad de capital, aunque insuficientes, y es recomendable aumentar la productividad con inversiones en capital humano (Börsch-Supan, 2003). La inversión en capital humano requiere alargar el periodo de formación y combatir efricazmente el fracaso y el abandono escolar. Combate que no pasa exclusivamente por reformas educativas, sino por abolir la pobreza infantil y dar apoyo educativo a las familias con menores de edad. En este sentido conviene no olvidar que, al caer la natalidad, la reducción en la proporción de jóvenes permite aumentar la inversión per cápita en capital humano con poca aportación adicional de recursos. Sólo con mantener constante la tasa de inversión que hacen los padres y los contribuyentes, se consigue un aumento de la productividad y de la renta per cápita que puede compensar el efecto negativo del envejecimiento (Lee i Mason, 2010). No obstante, una política social que apueste únicamente por la inversión en capital humano con la esperanza de alcanzar un mercado de trabajo mayoritáriamente formado por empleos cualificados y de alto valor añadido puede ser ilusa. Las sociedades postindustriales requieren empleo de científicos, directivos y profesionales, pero también de camareros, asistentes del hogar, vendedores y un largo etcétera de ocupaciones relacionadas con los servicios de ocio y los servicios substitutivos del hogar para los cuales no son precisas cualificaciones muy elevadas. Esta nueva economía post-industrial es intrínsecamente más desigual y más polarizada que aquella industrial a la que sustituye, en tanto que el empleo en servicios de escasa cualificación sólo es posible a costa de salarios muy bajos, o a cambio de empleo público (Esping-Andersen, 1999 y 2007). De hecho, ambas opciones acaban por necesitar del apoyo colectivo a través del sistema fiscal, ya que incluso las economías más liberales que han optado por dejar que sea el mercado el que fije el nivel salarial de estos empleos, han tenido que arbitrar sistemas públicos de transferencias de renta, como el ‘negative income tax’ para paliar parcialmente la penuria de los trabajadores en situación de pobreza. Pudiera pensarse, desde una óptica antiestatal radical, que siempre será menos costoso para el erario público subvencionar a los trabajadores más pobres que no financiar un amplio sector de servicios sociales público, pero esta opinión sería muy discutible si ponemos en la balanza

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dos datos. Uno, que la cuantía que se dedica a los programas de impuestos negativos sobre la renta debería aumentar muy substancialmente para tener un efecto relevante sobre la pobreza infantil (Marx, Marshal y Nolan, 2012) y, dos, que la calidad de los servicios sociales ofertados y el bienestar de los niños son más altos cuando los servicios son públicos y universales que cuando son ofertados por el mercado. Servicios sociales como los centros de atención infantil pre-escolar tienen efectos muy positivos en el futuro rendimiento académico, laboral y social de los niños cuando esos servicios son de calidad, como en los países nórdicos, pero pueden tener efectos contraproducentes, reforzando la marginación social, cuando son de escasa calidad como ocurre en muchos centros de preescolar privados ofrecidos por el mercado a las clases sociales más humildes (Noailly et al., 2007; Sosinsky et al., 2007; Cleveland et al., 2007). Por último, la ralentización del envejecimiento es factible mediante la incorporación de fuerza de trabajo inmigrante y el desarrollo de políticas familiares que no desincentiven la natalidad. Pero la consecución de estos objetivos, como se verá a continuación, requiere afrontar retos que no son baladíes.

CAMBIOS EN LA FAMILIA El final del siglo XX ha sido testigo de un cambio radical en los roles de género. Originada primero en los países escandinavos y anglosajones, una revolución pacífica de género (Goldin, 2006) que se extiende paulatinamente por toda Europa. El cambio ha afectado a la estructura y la organización de los hogares, así como a las relaciones familiares (Daly, 2005). En lo concerniente a la estructura, hay una mayor heterogeneidad de formas familiares, un aumento generalizado en el número de divorcios, acompañado en algunos países de una caída de los matrimonios, y la aparición de nuevas formas de cohabitación y de nacimientos fuera del matrimonio convencional. Una consecuencia de todo ello es un creciente número de hogares monoparentales. Los cambios en la organización tienden hacia hogares donde ambos miembros de la pareja están ocupados, e incluso a un aumento de hogares en los que la mujer es la sustentadora principal. En cuanto a los cambios en las relaciones familiares, se observa una mudanza desde la familia patriarcal autoritaria a otra más igualitaria basada en la negociación tanto entre miembros de la pareja, como entre padres e hijos, donde la mujer goza de más poder y los hijos son, cada

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vez más, sujetos con derechos reconocidos por el Estado que ejerce un mayor control y tutela sobre las prácticas parentales que puedan perjudicar el bienestar presente y futuro de los hijos. La caida de la natalidad es, en buena medida, atribuible al desajuste entre esta nueva familia y las instituciones de protección social (Esping-Andersen, 2009). Como repetidamente muestran las encuestas de opinión, la mayoría de mujeres afirma que desea un número de hijos superior al que tienen. La dificultad de coordinar las carreras laborales de ambos conyuges, el elevado coste de los servicios substitutivos a los cuidados informales de los hijos cuando los dos miembros de la pareja están empleados, y la necesidad de acceder a dos ingresos para escapar del riesgo de pobreza, elevan el coste de tener hijos a cotas que muchas familias no pueden, o no quieren, soportar. El resultado es una incapacidad colectiva para reponer el stock de población y para frenar tanto el envejecimiento como los problemas económicos derivados de él. Si la causa principal del envejecimiento es la renuencia a tener hijos, es razonable pretender domeñar esa aversión atacando sus causas más relevantes.

Desde la

perspectiva actual no es razonable pensar que el proceso de envejecimiento pueda ser reversible completamente regirando las tasas de natalidad (Coleman, 2001). Pero aunque no se alcanzara una tasa positiva de crecimiento conviene no perder de vista que pequeñas variaciones en la ratio de fecundidad total de las mujeres provocan bruscos saltos en el stock de población. Por ejemplo, con las tasas de fecundidad actuales, y suponiendo que no haya cambios en otros factores, Francia reducirá su población un 15 por ciento en un siglo, mientras que España la contraerá en un 75 por ciento, reduciendo la población de los 42 millones actuales a poco más de 10 millones de habitantes (EspingAndersen, 2009). Las causas de la caida de la natalidad son complejas y abarcan tanto factores económicos, como herencias institucionales y mudanzas culturales. Hay factores que son intrínsecos a la manera como se está llevando a cabo la modernización mundial (Caldwell y Schindlmayr, 2013), también responden a patrones culturales heredados en áreas geográficas específicas (Reher, 1998) pero hay otros factores que tienen su origen en cómo se articulan las políticas sociolaborales. En este sentido, el papel que jueguen la

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regulación del mercado de trabajo en facilitar la conciliación de la maternidad y la paternidad, las prestaciones económicas que compensen los costes de tener hijos, y los servicios sociales accesibles a todas las clases sociales para permitir a las madres tener hijos sin interrumpir las carreras laborales son ejes fundamentales. Tener o no tener hijos es una decisión que afecta al interés común, como demuestran las consecuenias negativas derivadas del envejecimiento, pero el coste de tenerlos recae en mayor medida sobre las madres. Tener hijos supone para la mujer abandonar su empleo si no hay bajas ni permisos de maternidad que garanticen su vuelta al empleo. Implica dedicarse completamente a la atención de sus hijos durante un largo período de tiempo, si no hay centros de día de calidad o un pariente cercano que asuma esos cuidados, y en consecuencia, un mayor riesgo de pobreza salvo que su marido sea un trabajador muy cualificado y nunca ocurra una ruptura de la pareja. La nueva política de familia debe eliminar esas penalizaciones a la maternidad permitiendo la conciliación del trabajo remunerado y la maternidad mediante un sistema adecuado de permisos de paternidad y maternidad que igualen a hombres y mujeres en su dedicación de tiempo a trabajo remunerado y a trabajo reproductivo, y que provea de una oferta universal de servicios de atención a la infancia. Esta oferta ha de ir acompañada de transferencias económicas a los hogares con menores de edad que reduzcan significativamente el riesgo de pobreza infantil, por las razones que se expondrán más adelante. Los estudios disponibles confirman que es posible promover aumentos en la fecundidad de las mujeres mediante esta nueva política de familia (Bonoli, 2008, Baizán, 2009; Esping-Andersen, 2009). En los inicios de la investigación sobre las relaciones entre economia y fertilidad se argumentaba que el empleo femenino era causa de la baja fecundidad, aduciendo diferentes mecanismos que trataban de explicar porqué el número medio de hijos entre las mujeres que trabajaban era inferior al de las inactivas. De aquí, que regímenes de bienestar conservadores no hayan facilitado la conciliación del trabajo remunerado con la maternidad y hayan incluso incentivado el abandono del mercado laboral de las madres restringiendo la oferta de servicios pre-escolares. Al mismo tiempo, se ha argumentado que un exceso de provisión pública de servicios a la infancia, y a los dependientes en general, acabaría por minar las bases morales de la familia que sustentan la solidaridad intergeneracional. Ambos argumentos son empero erróneos. La relación inversa entre

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ocupación laboral de las mujeres y fertilidad se ha ido debilitando con el tiempo (Engelhardt et al., 2004) y, en estos momentos, entre los países más desarollados, los que tienen tasas de fertilidad más altas son aquellos donde más extendido está el empleo femenino, siendo los paises más ‘familistas’ y con menores tasas de actividad laboral femenina, como España, los que menos natalidad tienen. En cuanto a la desmoralización de la familia, es paradójico que sean los países con mayor oferta pública de servicios de atención a niños y ancianos los que muestran mayor número de familiares implicados en la atención de dependientes (Sarasa y Billingsley, 2008; Esping_Andersen, 2009). Al tiempo que se detecta un efecto positivo de la oferta de servicios en la implicación de los maridos en el cuidado de sus hijos y, a su vez, el efecto positivo que tiene dicha implicación paterna en el número de hijos que tiene la mujer, ya que la decisión de tener dos o más hijos está condicionada por la cantidad de tiempo que el marido ha dedicado al cuidado del primer hijo (Esping-Andersen, 2009). La mundialización de la economía y el cambio tecnológico han hecho que en los países más ricos, el riesgo de pobreza haya aumentado entre aquellos hogares cuyos miembros tienen escasas credenciales educativas y donde sólo el hombre está empleado. Para reducir el riesgo de pobreza, las mujeres tienden a prolongar su período de formación y a disponer de fuentes de ingresos independientes de sus maridos. Pero la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo aumenta el coste de oportunidad de tener hijos, y éste coste es incluso más elevado cuando las dificultades de los jóvenes para encontrar empleo estable posponen la transición a la edad adulta, ya de por sí retrasada al prolongar el período de formación. El retraso de la transición supone una transferencia de costes a los padres, limitando más su capacidad de tener hijos, y una entrada tardía al matrimonio con el consiguiente acortamiento del periodo fertil de las jóvenes. Este bucle negativo para la natalidad se agrava en períodos sostenidos de crisis económica, como demuestran las contracciones de la fecundidad acaecidas durante la gran depresión de los años 30 del siglo XX (Caldwell y Schindlmayr, 2013), durante los años inmediatos a la caida del telón de acero en los países de la antigua URSS (Billingsley, 2010), o en la crisis de los años 90 en Suecia (Anderson, 2000), y es de esperar que la gran depresión que la Europa del sur está viviendo en este inicio del siglo XXI tenga consecuencias negativas sobre unos índices de fecundidad que habían repuntado tímidamente, en parte gracias al aporte de oleadas migratorias.

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MOVIMIENTOS MIGRATORIOS Dado el proceso de envejecimiento, el crecimiento de la población de los últimos decenios en la UE se ha debido fundamentalmente a los flujos migratorios provinientes de países no integrados en la Unión. Los flujos han sido especialmente intensos hacia los países de la UE-15, incluida España, que han absorvido también a población de los recien incorporados países del Este europeo. Buena parte de estos flujos han sido ilegales o de personas buscando asilo político, a pesar de que sus paises centrales, abandonaron en los años 70 los incentivos para atraer mano de obra aplicados en los años 50 y 60 (Brüker et al., 2001). En este contexto de inmigración sobrevenida, no siempre bienvenida en barrios de clase trabajadora, la aportación neta de los inmigrantes al erario público ha sido objeto de debate con resultados poco conluyentes en tanto que el saldo entre las contribuciones fiscales y el gasto en prestaciones sociales depende mucho de la estructura de edad y de sexo de los contingentes, de la capacidad de los mercados de trabajo locales para absorverlos y de los criterios de acceso a las prestaciones que tenga cada país. En algunos países europeos el saldo neto habría sido a favor de la hacienda pública, mientras que en otros, especialmente, los paises escandinavos, el saldo podría haber sido negativo (Nanestaad, 2007). En el caso español, hay indicios de que los inmigrantes han hecho una contribución neta positiva a las finanzas públicas a través del IVA y, sobre todo de las cotizaciones a la Seguridad Social, ya que sus bajos salarios hacen que su aportación a través del IRPF sea exígua (González et al., 2009). Estudios efectuados en Alemania y en los países escandinavos4 muestran que, en apariencia, los inmigrantes son más dependientes de servicios y prestaciones sociales que los nativos, en tanto que su proporción de usuarios es más elevada que su proporción en el conjunto de la población. Sin embargo hay que considerar que esta dependencia no es extraordinaria dada la posición social que ocupan en el mercado de trabajo, ya que la dependencia de las prestaciones sociales está más vinculada a la posición social de los individuos que a su origen étnico o nacional. De hecho, hay indicios de que la dependencia que tienen los inmigrantes de las ayudas públicas es menor de la que tienen 4

Véase al respecto el informe de Brüker et al., (2001).

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nativos en su mismas circunstancias laborales y familiares. Salvo los individuos en proceso de asilo y los refugiados, que tienen severas limitaciones legales para trabajar, los inmigrantes suelen escapar antes de la dependencia que los nativos. Con independencia de su lugar de nacimiento y religión, los trabajadores que estan empleados en ocupaciones de escasa cualificación tienen un elevado riesgo de pobreza que afecta peligrosamente al desarrollo personal e intelectual de sus hijos. Su riesgo de exclusión amenaza la cohesión social, pero la amenaza es mayor si, a la posición de clase, se le auna un status adscrito de inmigrante como está ocurriendo en muchos lugares de Europa. Para auyentar este riesgo no basta con confiar en un aumento de la demanda de trabajo. La creciente polarización del empleo en las sociedades post-industriales conlleva un aumento de los trabajadores que, aún estando empleados, son pobres y consumidores de recursos públicos. Este consumo puede hacerse indirectamente a través de empleos subsidiados, como en los países nórdicos, o directamente percibiendo impuestos negativos sobre la renta como en los EE.UU, o prestaciones de programas de asistencia social condicionada como en España. La fijación de un salario mínimo no evita la pobreza de los trabajadores cuando se trata de hogares con menores de edad, y tratar de eliminar la pobreza de los menores de edad sólo aumentando el salario mínimo no es muy buena opción cuando en el hogar sólo trabaja un adulto, máxime en aquellos países donde el umbral de pobreza está muy condicionado por los hogares con dos perceptores de ingresos del trabajo (Marx, Marshal y Nolan, 2012). Una política eficiente de integración social de los inmigrantes no ha de ser diferente a la dirigida para lidiar con los cambios en la familia, y pasa por fomentar la exitosa inserció laboral de las madres y la inserción social de sus hijos mediante transferencias en metálico, que les saquen de la pobreza, y servicios educativos de calidad. Algunos estudios detectan que la generosidad de las prestaciones sociales constituye un factor de atracción de inmigrantes y ante ello aparece el dilema entre recortar los derechos a las prestaciones o hacer más rigurosas las políticas de control de entrada en el país. Pero, si la economía del país reclama mano de obra poco cualificada, como ocurre sobre todo en países con una elevada economía sumergida, el control de las entradas puede ser de dudosa eficacia. Por otro lado, la alternativa de restringir el derecho a las prestaciones en poco o nada ayuda a la integración de los inmigrantes y a la cohesión

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social. La consolidación de una segunda generación de inmigrantes poco cualificados, con empleos precarios y con proteción social insuficiente apunta hacia la aparición de una underclass europea, hasta ahora sólo perceptible en la sociedad estadounidense. Como se ha podido comprobar con las recientes revueltas incendiarias de jóvenes inmigrantes en Suecia, Reino Unido y Francia, el riesgo de segregar en guetos a una ‘underclass’ de inmigrantes ya no es una hipótesis de remoto cumplimiento en la UE. Incluso en Escandinavia ha aumentado la segregación urbana de la pobreza (Borgegard et al., 1998) y las prestaciones universales han perdido apoyo popular mientras que se ha restringido el acceso de los inmigrantes a algunas prestaciones (Eger, 2008). En suma, la inmigración puede contribuir a reducir la tasa de dependencia pero tiene un alcance limitado en tanto que un efecto significativo y perdurable exige unos flujos de población muy elevados que pondrían en crisis a las sociedades receptoras (Coleman, 2001), al tiempo que su impacto sería poco benéfico si su composición fuera mayoritáriamente de trabajadores poco cualificados con elevado riesgo de precariedad laboral y exclusión social.

A modo de conclusión: una escueta reflexión sobre la política social europea El hilo argumental que se ha expuesto en este artículo es el siguiente: el envejecimiento demográfico ha sido analizado como una amenaza para el bienestar social en tanto que supone aumentar el gasto social y reducir el potencial de crecimiento económico. No obstante, hay razones para pensar que dicha amenaza se ha sobredimensionado y que con una adecuada política social, estos riesgos sean menores. Para que así sea es crucial la activación del máximo número de ciudadanos con capacidad para trabajar y que el empleo generado sea altamente productivo. Este último objetivo requiere una estrategia apoyada en la inversión en capital humano, para lo que es fundamental abordar con eficacia la adecuación a los cambios en la familia y el fenómeno migratorio. En esta nueva arquitectura de bienestar social, una piedra clave es reducir la pobreza infantil y mejorar el rendimiento educativo. Objetivos que estaban recogidos en la llamada Agenda de Lisboa aprobada en el año 2000.

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Parte del debate originado con el programa de la Agenda de Lisboa ha girado en torno a la conveniencia de sustituir, o complementar, las políticas de transferencias de rentas con políticas de inversión en capital humano. Así se ha hablado de políticas sociales orientadas hacia los ‘nuevos riesgos’ como alternativa a la protección de ‘viejos riesgos’ (Bonoli, 2002; Taylor-Gooby, 2004), o de políticas de ‘inversión social’ como alternativa a las políticas ‘redistributivas’, o, simplemente, de ‘conflicto intergeneracional’ en la política social. Algunos han atribuido a la llamada ‘tercera vía’ del laborismo británico la encarnación política de una etrategia posibilista para substituir el paradigma de la protección social hasta los años 70, basada supuestamente en la protección de los individuos frente a los mercados, por una nueva estrategia del siglo XXI en la que la protección social ha de pasar por invertir en los individuos para que puedean desempeñarse bien en los mercados, especialmente los más jóvenes y las mujeres (Myles y Quadagno, 2000). Sin embargo, el método abierto de cooperación no ha permitido una verdadera política común europea y, más grave aún, los gobiernos han adoptado una concepción sesgada y equivocada de las políticas de inversión social que ha restringido el acceso a las prestaciones en metálico (Cantillon, 2011; Vandenbroucke y Vleminckx, 2011). La eficacia de la asistencia social para reducir la pobreza relativa en Europa había menguado ya antes de la crisis, al unísono que habían crecido los programas de activación de las personas desempleadas (Nelson, 2013; Kuivalainen y Nelson, 2010). Las prestaciones asistenciales han sido reducidas en varios paises, entre ellos: Reino Unido, Francia, Alemania, y casi todos los paises escandinavos. Desde mediados de lo años 90 hasta el final de la fase ascendente del ciclo económico en 2007, la caida de la intensidad protectora de las prestaciones asistenciales ha ido acompañada de un aumento del gasto en políticas de activación (Nelson, 2013) y de una reducción de las prestaciones contributivas por desempleo, pero las condiciones ‘activadoras’ de los desempleados se han hecho más duras, aumentando las penalizaciones y los tipos de empleo de obligada aceptación. Ello está llevando las políticas de activación más hacia instrumentos para disuadir la dependencia de los subsidios públicos, que para invertir en el capital humano del país.

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El resultado ha sido decepcionante. Es sintomático que a pesar de la caída en el número medio de menores de edad por hogar, haya crecido la pobreza infantil, cuando hace 30 o 40 años la pobreza infantil era un riesgo asociado básicamente a las familias numerosas. Mientras tanto, los brotes xenófobos crecieron, y las reformas en los sistemas de pensiones han ido dirigidas sobre todo a reducir las prestaciones públicas y a incentivar los planes de pensiones privados, si bien es cierto que, en muchos casos se ha extendido la cobertura a colectivos de jubilados desprotegidos.

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