Cadáveres, epidemias y funerales en Buenos Aires (1856-1886)

June 14, 2017 | Autor: M. Fiquepron | Categoría: Historia Argentina, History of Epidemics, Ritual Practices, Historia de las epidemias
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Descripción

Capítulo 9 Cadáveres, epidemias y funerales en Buenos Aires (1856-1886) Maximiliano Ricardo Fiquepron Introducción Entre 1856 y 1886 la República Argentina sufrió sucesivas oleadas de dos de las enfermedades más temidas de la época: el cólera y la fiebre amarilla, siendo particularmente agudo el período 1866 y 1871, tanto por el saldo de muertos que dejó como por la crisis política y social que desencadenó.1 El cólera del verano de 1868 no sólo se extendió por toda la campaña bonaerense y en diez de las catorce provincias sino que también produjo la muerte del vicepresidente de la Nación Marcos Paz, quien por entonces, debido a la ausencia del presidente Mitre por la Guerra del Paraguay, se encontraba a cargo del poder ejecutivo. Su deceso produjo una gran conmoción política ya que, si bien la Constitución Nacional facultaba al Congreso Nacional para designar un sucesor del Presidente o Vicepresidente si alguno o ambos fallecían, éste no se encontraba sesionando. Además no estaba establecido cómo se debería proceder cuando el presidente estuviera ausente y muriera el vice en ejercicio. El inconveniente se zanjó a través de la creación de un consejo de gobierno autoconvocado por los ministros del Poder Ejecutivo Nacional hasta la llegada del presidente. Esta crisis política no pasó desapercibida para otras figuras nacionales, y en la correspondencia que el General Urquiza mantenía con sus jefes políticos de Entre Ríos y con contactos de Buenos Aires, aparece claramente la especulación de utilizar la crisis institucional, por la que atravesaba el gobierno nacional

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a raíz del cólera, para reemplazarlo. Finalmente la llegada del presidente disipó esta situación, pero los 16 días desde la muerte de Paz hasta el arribo de Mitre a Buenos Aires, estuvieron signados por un clima político tensionado por rumores, especulaciones y temores.2 Por otro lado, tres años después, la fiebre amarilla produjo la mayor mortalidad en la historia de la ciudad: 13.614 muertos en cuatro meses. Para tomar dimensión de esta cifra, la tasa anual de mortalidad de la ciudad oscilaba entre las 4.500 y 5.000 defunciones. Ese año de 1871 finalizó con 20.748 defunciones, cuatro veces más de los valores habituales.3 Colapsaron todos los mecanismos que la sociedad porteña poseía para enfrentar un desastre de esa magnitud. Es sobre esta dimensión social que existe un conjunto de investigaciones sobre distintas catástrofes buscando, a través de estudios de casos, ver las crisis como ventanas para analizar la sociedad (Scenna, 1974; García Acosta et. al, 1996; Walker, 2008). Como señala Mark Healey, estos estudios si bien destacan los procesos sociales, políticos y culturales que ponen en riesgo a ciertas poblaciones ante acontecimientos geológicos, climáticos o biológicos, tienden a aislar los desastres de dos maneras. En primer lugar, el carácter singular del acontecimiento predomina en el análisis, segmentando el desastre sucedido de su recuperación posterior, perdiendo así una mirada de conjunto. En segundo lugar, estas crisis suelen ser tomadas como lecciones y pruebas por las que atraviesa la sociedad y el Estado, pero no se analiza la capacidad de impulsar tendencias mayores a la coyuntura (Healey, 2012: 22). En el estudio de las epidemias, existe en los países centrales una amplia producción que evita el enfoque del acontecimiento en forma particular, poniendo en cuestión reflexiones a largo plazo, en especial sobre las políticas de salud del Estado y los avatares en la implementación de las mismas (Snowden, 1995; Evans, 2005; Slack et.al, 1992; Rosenberg, 1962). Siguiendo esta línea trataremos dos aspectos que no han sido del todo destacados en el estudio sobre las epidemias. Por un lado, analizaremos los distintos ritos fúnebres que la sociedad debió implementar en un período de crisis, y cómo el Estado y otras instituciones operaron recuperando algunos de esos muertos para reforzar valores políticos y morales, tomando como ejemplo el caso de José Roque Pérez. La metáfora de una herida que debía ser curada representó en aquellos que transitaron la experiencia traumática la conciencia de que algo se había resentido, pro-

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duciéndose una discontinuidad con el pasado. En este sentido toda sociedad que atraviesa una crisis utiliza recursos para intentar permanecer fiel a sí misma frente a todo un escenario perturbador de su cotidianeidad (Visacovsky, 2011:16). Por el otro lado, estas epidemias produjeron innovaciones en las formas de inhumación, particularmente con la apertura de nuevos cementerios. Algunas de las medidas de emergencia adoptadas durante estas catástrofes (sobre todo la de 1871) perdurarán durante extensos períodos –incluso llegarán hasta nuestros días–, como la creación del cementerio de Chacarita en 1871, la utilización de un servicio ferroviario para el traslado de cadáveres, y el primer horno crematorio para muertos por enfermedades contagiosas en 1886. De esta manera, el argumento de este trabajo es que las epidemias generaron un proceso doble conectado a los ritos mortuorios: por un lado la reconstrucción moral y social luego de la catástrofe a través de ciertos difuntos, impulsada por algunos agentes de la sociedad y el Estado. Por otro lado, lo que llamaremos un vector de institucionalización sobre políticas públicas en lo referente a las inhumaciones, afectando decisivamente las formas habituales de tratar los cadáveres de la ciudad. Para ello, veremos en un primer apartado las prácticas fúnebres habituales en Buenos Aires, así como las características disruptivas del cólera y la fiebre amarilla. En un segundo apartado analizaremos la figura de José Roque Pérez, y en un tercero las innovaciones sobre los cementerios y prácticas fúnebres.

Epidemias y funerales en Buenos Aires En el siglo XIX, tras el fallecimiento de una persona, dos elementos eran centrales en las prácticas fúnebres: el cuerpo, protagonista insoslayable al cual iban dirigidas las manifestaciones emocionales, y la concatenación temporal y espacial de ceremonias en torno a aquél (Barran, 1989; Lomnitz, 2005; Laqueur, 1998; Aries, 2007). Todas las acciones estaban enlazadas y, desde que comenzaba la agonía del enfermo, se buscaba asirlo en fases o períodos marcados por prácticas bien delimitadas que garanticen el paso al más allá sin contratiempos ni fisuras. No había lugar para la improvisación: alguna falla en este proceso ritual podía imposibilitar llegar al más

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allá y era un temor habitual el que el alma quedase errante, impidiendo cerrar un rito de paso fundamental (Van Gennep, 2008; Reis, 1997). Así, tres grandes fases marcaban dinámicas y ceremonias específicas. La primera se iniciaba con la agonía del sujeto, en su vivienda, acompañado por sus familiares y allegados, quienes rezaban por su partida y se encomendaban a dar la noticia de la cercanía de la muerte. Lo esperable era que no se debía morir solo: morir sin compañía era un acto considerado indigno. Acondicionada la casa con velas, cortinas e incienso, se solicitaba la presencia del sacerdote para que realizase la extremaunción (Reis, 1991; Cicerchia, 1998; Diodati y Liñan, 1993). Con la defunción del sujeto comenzaba la segunda instancia, donde familiares y allegados se encargaban de preparar el cuerpo para ser velado, un ciclo marcado por rezos, misas y responsos. El cadáver era especialmente atendido, lavándolo y preparándolo por medio de especialistas, en general las mujeres más ancianas de la familia, o algún vecino especializado en ese trato, dado que no todos tenían derecho a tocar el cuerpo. La vestimenta también era trascendente: la elección de la mortaja y la ropa de luto para todos los allegados, así como el tipo de cajón y el coche fúnebre que lo acompañaría, ponía en evidencia una densa red de referencias vinculadas con la ruptura que se había producido, marcando el pasaje a un estado distinto, separado de la comunidad. Este segundo momento continuaba con el velorio y luego la celebración de una misa de cuerpo presente en la iglesia que el fallecido tenía como preferencia. A los pocos días –usualmente a una semana del entierro– se realizaba otro funeral que consistía en una misa en su nombre, y también era habitual hacer un funeral en el primer aniversario de la muerte. En todos ellos, la elección del templo, la concurrencia y difusión del hecho eran socialmente vitales. Existía además una integración entre el teatro de la vida y el de la muerte: los velorios realizados en las casas y las misas en templos cercanos al domicilio del fallecido mostraban un fuerte componente de referencias parroquiales. Preferentemente se buscaba que el trayecto al más allá del difunto se diera en aquellos lugares que fueron familiares para él (Reis, 1997: 141). Luego de las ceremonias, restaba la inhumación, el tercer momento. La ciudad de Buenos Aires tenía una particularidad que rompía con la relación antigua que existía entre cementerios e iglesias: con la creación del Cementerio de Recoleta en 1822 se comenzaría gradual y progresivamente

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a abandonar la costumbre de enterrar a los muertos en aquellos templos donde habían sido bautizados y confesados (Núñez, 1970: 32). La Recoleta estaba muy lejos de ser el cementerio de elite que es hoy, sin embargo, poseía distintos lugares reservados para tumbas vendidas a perpetuidad y algunas bóvedas, austeras y sencillas. La mayoría de los inhumados estaban en tumbas a ras del suelo, y se disponía de fosas comunes para los sectores más desposeídos y los cadáveres no reconocidos hallados en la vía pública. Además de la Recoleta, existía otro cementerio en la ciudad, para aquellos que profesaban otras religiones, sobre todo de las comunidades alemana, inglesa y norteamericana. Establecido definitivamente a 2 kilómetros al oeste de la Plaza de Mayo, desde 1830 se brindaba sepultura allí a presbiterianos, anglicanos, metodistas y en menor medida, judíos (AA. VV. 2005:123-128). Este escenario ideal y con una clara impronta católica imaginado para una muerte previsible, mutaba ante ciertos eventos imprevistos como una catástrofe mayor (inundaciones, terremotos, incendios, epidemias), cuando se hacía imposible hallar los cuerpos, o éstos eran inhumados en situaciones extremas –incinerados, arrojados al mar o sepultados en fosas comunes–, imposibilitando el ritual fúnebre habitual. En ambas epidemias la Municipalidad dispuso que los cadáveres de las personas fallecidas por fiebre amarilla y cólera debían ser conducidos al cementerio con un límite de tolerancia de 6 horas de ocurrido el deceso, impidiendo realizarle ceremonias fúnebres.4 Posteriormente también se limitaron y luego se prohibieron los acompañamientos.5 Asimismo, con el incremento de fallecimientos la policía y las distintas comisiones de vecinos quedaron designadas en la gestión y entierro de los cuerpos. Ambas tenían entre sus funciones otorgar un cajón y un carro para transportar el cadáver sólo en aquellos casos en que el fallecido no tuviera ningún recurso económico, pero en los momentos de mayor mortalidad se trasladaba a todos los cadáveres hallados en sus lúgubres itinerarios en busca de nuevos casos y defunciones. Tanto el cajón como el carro designado por los comisarios eran muy precarios, y la austeridad y expedición en el encajonamiento de los cuerpos acentuaban dramáticamente el trato que recibían. Para estas instancias extremas familiares y allegados disponían de prácticas sustitutas dirigidas a otorgar algún tipo de ceremonia. Se buscaba que el cadáver recibiera un mejor ataúd y transporte que el otorgado por las

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autoridades. Los partes diarios de los comisarios de sección informaban meticulosamente el destino de cada cadáver: en la mayoría de los casos el cuerpo recibía “cajón y carro” otorgado por la policía o las comisiones. En otros, se proveía un cajón a los familiares para que ellos mismos lo trasladen. Otra posibilidad era llevar el difunto en los carros de la policía pero en un ataúd de mejor calidad solicitado por los allegados. También –en menor medida– las autoridades se limitaban solamente a expedir el certificado de sepultura, en este caso los deudos se encargaban de proveerle un ataúd y coche fúnebre (tal fue el caso de José Roque Pérez). Por último, el escenario más dramático era aquel en el cual se trasladaba el cadáver sin la certeza de recibir un cajón.6 En cualquiera de estas variantes, es central el lugar que conservaba la familia, buscando otorgar al difunto los mínimos servicios. A medida que la epidemia se fue intensificando los partes de la policía evidenciaban la intervención de otro tipo de deudos que solicitaban cajones para el fallecido: vecinos e incluso las comisiones parroquiales y los propios comisarios intermediaban como solicitantes, a través de formas de filiación asentadas sobre la vecindad, enfatizando el profundo vínculo que el difunto mantenía con su comunidad. Aquí es necesario recuperar la intensa vida asociativa en que se encontraba Buenos Aires hacia mediados del siglo XIX, marcada por múltiples formas de institucionalizar espacios compartidos: sociedades de ayuda mutua, logias masónicas, asociaciones de inmigrantes, círculos culturales, entre otras. Muchas de estas organizaciones tenían entre una de sus misiones principales llevar a cabo las últimas ceremonias. Para las sociedades de Socorros Mutuos de las comunidades inmigrantes, la muerte de uno de sus miembros obligaba a los socios a ir en un número determinado según los estatutos, y quien no asistía podía perder su condición de socio, lo que exhibe la importancia de la disposición (Baily, 1982, Devoto, 2002; Ferro, 2003). Es en este sentido que deben entenderse los pedidos de cajones y otros insumos de parte de los vecinos y las distintas comisiones parroquiales, buscando suturar el tejido social desgarrado por la epidemia, tanto desde dentro como por fuera del vínculo familiar. Explicitar claramente quién solicitaba “cajón y carro” para el difunto, y sobre todo solicitarlo, era una estrategia que disponían las clases populares para ligar al difunto con algunas de las características de los rituales fúnebres habituales. El entierro en una fosa común, sin la certeza de

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recibir cajón, era un trato que recibían los cuerpos encontrados en la costa del río o los abandonados en la vía pública; todos ellos eran desconocidos, anónimos: no pertenecían a la comunidad. De ser posible, una vez vuelta la normalidad, se intentaba conocer dónde fue inhumado el cuerpo para realizarle las exequias que no se habían podido otorgar. Los obituarios publicados en la prensa a los pocos meses de finalizadas ambas epidemias muestran el esfuerzo de las familias por otorgar funerales a sus deudos, así como también el pedido de novenarios7 durante los períodos más intensos, cuando no existían condiciones materiales para efectuar ningún funeral. Esta situación extraordinaria que privaba a los deudos de despedirse del ser querido y estimulaba su reinserción en la comunidad fue a la par de la brutal alteración que el cuerpo sufría momentos previos a su muerte. Si bien la ciudad de Buenos Aires tenía una larga convivencia con las epidemias, la llegada del cólera y la fiebre amarilla traerán novedades por sus distintos niveles de mortalidad y formas de contagio, planteando a las autoridades nuevos problemas para combatirla. En primer lugar, no existía a nivel mundial un criterio unificado sobre cuál método permitía reducir los casos, ocasionando una disputa entre los que apoyaban la teoría contagionista, que afirmaba la transmisión entre personas, y el anti-contagionismo, que encontraba en fenómenos atmosféricos y bioquímicos (la putrefacción de animales y vegetales) la causa y contagio de estas enfermedades. Frente a esta incertidumbre médica, se aplicaban métodos y políticas de salud muchas veces contradictorios. En segundo lugar, al ser enfermedades nuevas despertaban toda una serie de temores e inquietudes, que se sumaban a la deshumanización que sufrían los enfermos dado que ambas modificaban drásticamente el cuerpo. La fiebre amarilla, en su fase más avanzada, se caracteriza por atacar el hígado, y al ser éste el órgano productor de los factores que producen la coagulación de la sangre, su falla genera hemorragias en la nariz, la boca, el estómago y el recto. La sangre en el estómago se torna negra por la acción de los ácidos gástricos, y de allí el particular seudónimo con el que se la conocía: vómito negro. La falla hepática también produce el característico color amarillo en la piel y pupilas, además de períodos de alta fiebre, delirios y estertores. El cólera, por su parte, se caracteriza por diarrea y vómitos agudos, que en su momento más álgido producen una rápida

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deshidratación del cuerpo, acompañada de calambres muy intensos en la región abdominal y las extremidades, presión arterial baja y pérdida de temperatura corporal. Como consecuencia de la pérdida de líquidos, la sangre se torna viscosa, disminuyen los niveles de potasio y se produce una insuficiencia renal aguda. La manifestación física de este colapso se expresa a través de la coloración cianótica de la piel y el hundimiento en las cuencas oculares; junto con la postración y decaimiento severo del cuerpo producto de la deshidratación, le otorgan al enfermo un aspecto severamente lívido, como si ya estuviera muerto. A diferencia de la fiebre amarilla, el cólera puede manifestarse a las pocas horas de haber sido contraído, y la extrema deshidratación produce la muerte en poco tiempo, a veces en el transcurso de algunas horas. La particularidad de ambas sintomatologías ha sido considerada un factor central para comprender las respuestas sociales –sobre todo el pánico– que se generaron a su alrededor (Rosenberg, 1962; Evans, 2005; Ranger et.al, 1992; Snowden, 1995). Así, estas epidemias impusieron una dura prueba no sólo al Estado sino también a las estructuras sociales que golpearon, dado que si bien se discutía entre los médicos la naturaleza de las enfermedades y su forma de transmisión, la creencia popular era que los enfermos contagiaban. El método preventivo consistía en abandonar el foco de infección, es decir, alejarse de toda persona enferma o de cadáveres producidos por la epidemia. Así, cientos de familias emigraron masivamente hacia las afueras de Buenos Aires, asentándose no sólo en los pueblos más cercanos de Flores, Belgrano, Morón y el por entonces llamado Barracas al Sud (Avellaneda), sino que se adentraron en pueblos de hasta 100 kilómetros de la ciudad, como Mercedes y Lobos.8 Este éxodo adquirió características dramáticas cuando las familias abandonaban a sus enfermos y difuntos, y fue sancionado desde la prensa y otras memorias posteriores, que recordaron esos días como un desgarro de la moral y el lazo social. De esta manera, la crisis no sólo consistió en la capacidad de sobrevivir sino en un impacto producido por la disrupción de redes de sociabilidad y ayuda mutua, marcos morales dictados por la religión, y la propia experiencia de un mundo conocido que se desintegraba.

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Los cadáveres ilustres de la fiebre amarilla La migración masiva producida durante estas epidemias se caracterizó, por un lado, por denuncias que circularon en la prensa sobre médicos, políticos y sacerdotes que abandonaban su profesión y responsabilidades para refugiarse en la campaña. Por otro lado, fueron destacados aquellos profesionales y figuras públicas que murieron brindando ayuda a enfermos y menesterosos. Esta selección de aquellos que cayeron combatiendo la epidemia tiene semejanzas con lo que señala Maria Alejandra Fernández en el trabajo incluido en este libro, en tanto esa construcción político-cultural de la figura de la “muerte heroica” posee una pedagogía y un mensaje moral y político bien claros para la sociedad. La muerte de José Roque Pérez nos permite establecer algunas semejanzas con ese modelo. Figura política provincial desde la caída de Rosas en 1852, Pérez fue jurisconsulto y miembro fundador del Colegio de Abogados de Buenos Aires, elegido convencional de la Asamblea Constituyente de Buenos Aires en 1860, la encargada de evaluar la Constitución Nacional de 1853. En 1866 formó parte del Consejo de Instrucción Pública, y en 1867 presidió la Comisión de Salubridad de la parroquia de Catedral al Sud para enfrentar el cólera. Fue también un miembro destacado de la masonería, elegido Gran Maestre los años 1857-1861 y 1864-1867. En 1869 se lo nombró Presidente de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, cargo que desempeñó hasta el 6 de febrero de 1870. Su último cargo público fue el de presidente de la Comisión Popular, conformada en las jornadas del 14 de marzo de 1871 por figuras de la prensa local y vecinos destacados, encargada de ocuparse de asistir a los enfermos y muertos por la epidemia de ese año. Su muerte doce días después, el 26 de marzo de 1871, tuvo un contexto crítico: el mes de febrero había finalizado con un total de 290 defunciones, y sólo durante el día que murió Pérez hubo 212, llegando ese mes a tener un total de 4705 (Scenna, 1974: 188 y 404). Para esos días Buenos Aires se encontraba semidesierta por el éxodo de la población hacia otros pueblos cercanos, y el cementerio a punto de colapsar por falta de espacio. Al morir, la Comisión Popular decidió rendirle una serie de homenajes: todos sus integrantes debían llevar luto en el brazo durante tres días, así como también se citó a todos aquellos que estuvieran disponibles para acompañar los restos hasta el Cementerio del Sur. Se dijeron discursos

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en su entierro, y participaron dirigentes de las colectividades francesa e italiana y representantes del Gobierno Nacional. A pesar de haber logrado desplegar en un período de aguda crisis los elementos centrales del ritual fúnebre (acompañamiento del cadáver, entierro en fosa individual, discursos en la tumba), los redactores destacaron la poca concurrencia como uno de los elementos más tristes.9 En los discursos que circularon en la prensa y en las transcripciones de su entierro, Pérez fue presentado como un apóstol de la caridad. Noble, generoso, abnegado, luchador, piadoso, heroico; su muerte acontecía “al pie de su bandera”: la ayuda solidaria y desinteresada frente a un enemigo atroz. Héctor Varela en su nota necrológica recuperaba una semblanza que resumía estos atributos. Previendo un posible final, Pérez redactó su testamento, diciéndoles: “Yo ya estoy preparado por si la cosa me toca. […] Aquí está. No dejo nada pendiente. Todo queda perfectamente arreglado si muero lo haré tranquilo, persuadido de haber hecho cuanto he podido por el bienestar de mis hijos, y con la conciencia de haber hecho mal a nadie”.10 La distinción de estos valores en los discursos buscaban recortar la figura del gran hombre, en el sentido de mostrar una vida venerable, dedicada a ejercer una ética de la virtud republicana, cediendo sus intereses personales para ponerlos al servicio del bien público, y sobre todo sin temor a morir por la epidemia (Terán, 2008: 32-33). Luego de pasados los aciagos meses de la fiebre amarilla, la familia de Pérez realizó un funeral rezado el día 8 de julio, en la iglesia de San Ignacio. Pero el caso de Pérez es particular por dos instancias en que se recuperará nuevamente su figura como apóstol de la caridad. Una de ellas es su inclusión en el famoso cuadro de Juan Manuel Blanes “Un episodio de fiebre amarilla en Buenos Aires”, junto a Manuel Argerich. El tema fue extraído de una noticia que circuló por los periódicos hacia mediados de marzo. El diario La Tribuna titulaba “horroroso” el acontecimiento: un sereno de la calle Balcarce encontró en su recorrido habitual la puerta de un domicilio abierta, al ingresar halló a una mujer muerta “en cuyo seno mamaba un niño”.11 Sin embargo, para el cuadro Blanes decide modificar la escena: en vez de un sereno los descubridores del trágico acontecimiento serán José Roque Pérez y Manuel Argerich. El cuadro, entonces, muestra en un primer plano las figuras de ambos en el umbral de la habitación, que observan de pie al cadáver de la mujer y al niño que

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se aferra del pecho de su madre. Completan la imagen, en un segundo plano, un joven descalzo con ropas humildes y detrás de Pérez y Argerich se recortan dos hombres adultos que observan la escena. Lo interesante de esta pintura es que recibió una inusitada y entusiasta recepción por parte de la población. Tanto redactores de la prensa, el propio presidente Sarmiento, otros miembros de la elite (Eduardo Wilde, Andrés Lamas) como “una marea hirviente y rumorosa” de hombres, mujeres y niños comentaron el cuadro, y concurrieron masivamente a contemplarlo en el vestíbulo del teatro Colón durante varios días de diciembre de 1871. (Schiaffino,1933: 218). De acuerdo a Roberto Amigo, esta recepción multitudinaria fue un ritual fúnebre colectivo que a través de dos de las figuras masónicas más importantes (Pérez y Argerich) canalizó la necesidad de rituales de la sociedad. Para Laura Malosetti no fue tanto la condición de masones, sino la forma de destacar la dimensión pública de la lucha contra la peste, a la vez que el cuadro reproducía el orden social imperante, permitiendo a los distintos espectadores sentirse identificados en él. (Malosetti Costa, 2005; Amigo Cerisola, 1994). Como vemos, la decisión de reemplazar al vigilante está abierto a varias lecturas, pero sin dudas destacó a dos miembros de la elite local por sobre la del protagonista original. El propio Andrés Lamas decía impactado que “la tela de Blanes es tan durable como el bronce y transmitirá su nombre [el de Roque Pérez] de generación en generación” (Schiaffino, 1933: 219). Años después el cuadro fue nuevamente expuesto en Buenos Aires, como uno de los 23 que integraron el envío de Blanes –ya por entonces un pintor consagrado– a la Exposición Continental de 1882. La recepción esta vez fue más fría, duramente criticada por los especialistas en la prensa y no tuvo una visita multitudinaria como en 1871, pero sin lugar a dudas ese cuadro y su repercusión son recordados por quienes historiaron el arte argentino como uno de sus hitos principales (Malosetti Costa, 1999: 170).

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Muerte, política y sociedad en la Argentina Figura 1. Un episodio de fiebre amarilla en Buenos Aires

Fuente: N. Fernández Saldaña, Juan Manuel Blanes: su vida y sus cuadros. Montevideo, 1931.

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La otra obra en la que se incluyó a José Roque Pérez, es el monumento en homenaje a quienes murieron combatiendo la epidemia.12 Se decidió instalarlo en el Cementerio del Sur, una necrópolis creada en 1868 luego de que la epidemia de cólera pusiera en peligro la capacidad del cementerio de Recoleta. Al Cementerio del Sur fueron enviados en 1871 los muertos por fiebre amarilla, y de allí la intención de ubicar un monumento, buscando crear un espacio de conmemoración. Sin embargo, la intención de la Municipalidad fue muy clara: el homenaje estaría dirigido solamente a aquellos que murieron cumpliendo su deber moral de enfrentar la epidemia, y no a todos los fallecidos por la misma. De esta manera, en sus sesiones de mayo de 1872 expresaba que la nómina de las personas que irían en el monumento iba a ser cuidadosamente revisada, “publicándola durante 30 días en los periódicos, para que se rectifique la inclusión o exclusión inmerecida en que pudiera incurrirse”.13 Una vez resuelto el debate sobre el monumento, Pérez encabezó el listado de fallecidos, bajo el epígrafe: “El sacrificio del hombre por la humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen. / El Municipio de Buenos Aires a los que cayeron víctimas del deber en la epidemia de Fiebre Amarilla de 1871” (Ruiz Moreno, 1949:55-56). En 1888 la Municipalidad decidió convertir al Cementerio del Sur en un parque público, demoliendo sus bóvedas y remodelando el monumento. Se otorgó la obra al escultor uruguayo Manuel Ferrari y se decidió incluir en ella un bajorrelieve que reproduce el cuadro de Blanes, reforzando la presencia de José Roque Pérez, Manuel Argerich y la difunta con su hijo.14 El repertorio de estrategias desplegadas para lograr que los fallecidos tengan funerales no será exclusivo de la muerte de Pérez, aunque ninguno tendrá tantas instancias de recuperación de su figura. Otras instituciones, como el Departamento de Policía y la Facultad de Medicina, buscaron destacar a quienes prestaron servicios durante la catástrofe. Ambas instituciones tenían muy baja legitimidad entre la población, y la epidemia con sus visitas domiciliarias y desalojos forzosos tensó ese vínculo hasta el extremo. Frente a ello, ambas recuperaron a sus caídos y aquellos que se destacaron por sus servicios (como el caso del Comisario General Enrique O’Gorman, mencionado en el artículo de Sandra Gayol y Mercedes García Ferrari) apelando a la figura del gran hombre con que nos hemos referido anteriormente a José Roque Pérez (Galeano, 2009). Sin embargo, la recu-

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peración de estas personalidades no tenía un fin meramente institucional, sino que encontraba eco en un conjunto mayor de prácticas que buscaban otorgarle un sentido moral a la epidemia, intentando en esa recuperación enaltecer a aquellos que no abandonaron a los enfermos y muertos, sino que, por el contrario, murieron intentando ayudarlos.

Epidemias, cementerios y cremaciones Al Estado municipal se le presentó un desafío a su capacidad de canalizar la crisis, impedir el desborde social por el pánico, y sobre todo, garantizar la erradicación de la enfermedad, asegurar la vida de aquellos que no habían podido escapar de la ciudad y curar a los enfermos. Frente a ello, se implementaron medidas extremas que impusieron desalojos forzosos de todos los conventillos de la ciudad y la ya mencionada prohibición de rituales fúnebres, buscando enterrar lo más rápido posible a los muertos por la epidemia. En este sentido, nacía durante el cólera de 1868 un nuevo cementerio para evitar que La Recoleta colapsara. Surgió así el Cementerio del Sur, ubicado en el actual Parque Ameghino (en el barrio de Parque Patricios) y junto con él se sancionó un nuevo reglamento sobre cementerios, que reemplazaba al conjunto de decretos y ordenanzas dictadas durante el gobierno de Martín Rodríguez en la década de 1820. Sin embargo, este cementerio se vio saturado en su capacidad por la epidemia de 1871, y se debió buscar una nueva necrópolis. Se eligieron los terrenos de la Chacarita de los Colegiales, 7 kilómetros al oeste del centro de la ciudad, en el pueblo vecino de Belgrano. Los cadáveres comenzaron a ser llevados a través de un servicio ferroviario, anulando la posibilidad de los familiares de acompañar los restos hasta el cementerio. Las condiciones en que se hacía la recepción de los cadáveres, y los viajes a Chacarita, son tan precarios como todo lo acontecido durante la epidemia: la llamada estación Bermejo (ubicada en la actual intersección de la Avenida Corrientes y Pueyrredón) desde donde partían los cadáveres, no era más que un galpón improvisado en donde los cajones se acumulaban. Si bien es conocido que las clases populares siempre tuvieron funerales más austeros y sencillos que las elites, Thomas Laqueur señala una novedad del siglo XIX que se agudizará en estas epidemias. Según este autor, el

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pobre pasó de ser objeto de caridad a serlo de la administración del Estado y en este pasaje, su funeral quedó degradado al extremo, convertido en un servicio desprovisto de ritualidad y regido por las pautas de la eficiencia y expedición (Laqueur, 1983: 112). En esta línea, luego de 1871, el gobierno de la Provincia de Buenos Aires intentó transformar profundamente la administración de los cementerios de la ciudad. El proyecto consistía en establecer un único cementerio general en la recientemente inaugurada Chacarita, y cerrar los dos que aún funcionaban más cercanos a la ciudad: el cementerio protestante y el de la Recoleta. Se prohibió la compra de nuevas parcelas en Recoleta y se intimó a la comunidad protestante a que cerrase su cementerio. Sin embargo, en ninguno de los casos fue posible llevarlo a cabo. Dado que en Recoleta existían propiedades vendidas a perpetuidad, se buscaba un cierre gradual. La intención era impedir nuevas adquisiones, sin embargo, la prohibición lo volvió un lugar exclusivo para aquellos que ya poseían propiedades allí y también para quienes buscaban ser introducidos por su biografía excepcional. Así, en 1873 Emilio de Alvear, hijo del Brigadier Carlos María de Alvear, solicitó a la Municipalidad la entrega de un terreno para su padre (muerto en Nueva York, en 1852), dado que “la circunstancia de no haber terrenos disponibles en venta, ha obligado al infrascripto a hacer esta solicitud”. Ante esta situación, se decidió otorgarle el terreno que estaba reservado para el monumento del Dr. Valentin Alsina (muerto en 1869), y reubicar el proyecto de Alsina en el predio que guardaba los restos del General Lavalle.15 Para 1876 la viuda de Dalmacio Vélez Sarsfield también pidió se otorgara excepcionalmente seis parcelas para su marido (fallecido en 1875), las cuales fueron cedidas.16 Sumada a esta creciente demanda, la crisis económica mundial de 1873 repercutió en las arcas estatales, por lo que se decidió reabrir la compra de terrenos a fines de 1876. En cuanto al cementerio protestante, desde 1868 la Municipalidad tenía intenciones de clausurarlo. El nuevo reglamento de cementerios, creado ese año, estipulaba en su primer artículo que no habría en los cementerios de la ciudad más distinción que las de sepulturas, nichos, panteones y osarios, aludiendo a la posibilidad de que todas las religiones pudieran inhumar sus deudos en ellos. También fijaba en su artículo 53 que podían efectuarse ceremonias de otros credos dentro de los cementerios.17 Ante esta nueva legislación, los cónsules de Estados Unidos, Gran Bretaña y Ale-

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mania intercedieron y en 1869 se acordó con la Municipalidad entregar a la comunidad protestante un espacio no menor a una manzana (alrededor de 6,900 metros cuadrados) en el nuevo cementerio, junto con la creación de una capilla. Sin embargo, los problemas de espacio que ya para ese año tenía el Cementerio del Sur, llevaron a postergar el proyecto.18 Con la inauguración de Chacarita nuevamente cobró vitalidad el proyecto de clausura, pero la falta de fondos y los continuos problemas para conseguir postulantes para realizar las obras, imposibilitaron llevarlo a cabo. Los reveses en Recoleta y el cementerio protestante fueron contrapesados con la permanencia del proyecto del cementerio general en Chacarita y el servicio ferroviario para transportar allí a los cadáveres. Frente a la crisis económica de 1874 se decidió pasar el servicio ferroviario a manos privadas, y en 1875 se firmó un contrato con la empresa encargada del Ferrocarril del Oeste, para transportar los cadáveres y deudos. También el proyecto de Chacarita finalmente se consolidó en esos años. Luego de una breve epidemia de cólera en la ciudad durante el verano de 1873,19 se sancionó una ordenanza que establecía la instauración definitiva de un cementerio general, y para 1875, ante la saturación del predio original, se compraron terrenos adyacentes, otorgándole una extensión similar a las actuales 95 hectáreas. El proyecto de Chacarita como necrópolis para toda la ciudad tenía elementos disruptivos para la sociedad porteña y, paradójicamente, éstos eran similares a los que Juan Piovani y Carla Del Cueto mencionan en el artículo incluido en este libro para los cementerios privados de fines del siglo XX. Chacarita no poseerá hasta 1893 una sección para bóvedas, panteones y sepulcros, ya que en el decreto de su creación se estableció que “toda inhumación en el nuevo Cementerio, debe verificarse en la tierra [subrayado original], a la profundidad y en las condiciones que el Consejo de Hijiene [sic] determine”,20 por lo que todas sus tumbas estaban a ras del suelo; además su ubicación en el pueblo vecino de Belgrano establecía una distancia significativa del centro urbano. Junto a estos aspectos se sumaron otros productos de la falta de previsión y fondos: la precariedad de sus instalaciones y la discontinuidad de servicios religiosos, que atentaron contra la capacidad de acompañamiento y peregrinación de los deudos. En varias oportunidades tanto el administrador de la estación Bermejo como Joaquín Costa (administrador de Chacarita) reportaban quejas de

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los deudos al sistema de traslado,21 además de calificar al cementerio como “un potrero con cerco de alambrado, donde al menor descuido lo invaden los animales”.22 Será con la llegada del cólera en 188623 que se reactiven las obras en Chacarita y otras medidas de higiene. Esa epidemia rehabilitó el debate sobre la insalubridad de los cadáveres de enfermedades contagiosas, y comenzaron las postergadas obras en Chacarita: la construcción de un muro de circunvalación, algunas mejoras edilicias (oficinas administrativas, capilla) y un mejor servicio de recepción del tren que llevaba los cadáveres. Pero durante esa última visita del cólera se implementó, además, un sistema hasta entonces inexistente: la cremación de cadáveres. El proyecto de un crematorio fue impulsado por un sector de la elite médica bonaerense con conexiones en áreas de salud del Estado Nacional y Municipal compuesto por los doctores José María Ramos Mejía, José Penna, Pedro Mallo y Telémaco Susini, entre otros, quienes habían encontrado su primera posibilidad de implementarlo en 1884 ante un caso de fiebre amarilla.24 Para abril de 1886 se había avanzado en una ordenanza municipal para instalar hornos crematorios en la Casa de Aislamiento (el actual Hospital de Enfermedades Infecciosas Francisco Javier Muñiz de la ciudad de Buenos Aires) y el cementerio de Chacarita. Frente a los casos de cólera, en octubre de ese año, se comenzó la cremación de cadáveres, y de acuerdo a las cifras oficiales, se cremaron 1184 muertos por cólera.25 Una vez finalizada la epidemia, la Casa de Aislamiento, junto con el cementerio de Chacarita y el Lazareto de la Isla Martín García serán los tres lugares en donde se continúe con dicha práctica sobre los cadáveres que fueran producto de enfermedades infectocontagiosas.26 De esta manera, mientras hacia 1880 comenzaba un consumo conspicuo y monumental en el cementerio de Recoleta, motorizado por el miedo de las elites a la pérdida de gravitación social ante transformaciones sociales profundas y masivas (una inmigración ultramarina y movilidad social intensas, así como la creciente diversidad cultural y étnica) (Gayol, 2009: 223), las epidemias obraron como un vector de institucionalización de otro tipo de nuevas prácticas fúnebres, innovando y transformando el ritual para amplios sectores sociales a través de un servicio ferroviario que escindía el velorio del entierro y un cementerio como el de Chacarita donde tenían predominio los preceptos higiénicos (la lejanía de la ciudad, la prohibición de bóvedas) por sobre las prácticas

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fúnebres habituales. También con la cremación de muertos por enfermedades contagiosas se modificaban profundamente prácticas centenarias que depositaban bajo tierra los restos de sus allegados y homenajeaban el lugar de entierro.

Consideraciones finales Las epidemias de fiebre amarilla y cólera pusieron en crisis las prácticas sociales y culturales asociadas a la muerte, desplegadas al momento de morir: oficios religiosos, posas, velorios, cajones, coches fúnebres, acompañamiento de los deudos y allegados al cementerio, entierro en una tumba individual, visitas periódicas a ella. El encadenamiento de actos y sus despliegues fueron trastocados, generando ceremonias alternativas que intentaron con éxito dispar evitar que los cadáveres fueran enterrados expeditivamente. Los novenarios, misas en pueblos cercanos y los obituarios una vez finalizadas las epidemias, buscaban cerrar el proceso ritual que había sido alterado. Los deudos desplegaron un repertorio flexible y amplio de ceremonias que permitieron otorgar mínimos funerales a sus difuntos, horrorizados ante la idea de que sean enterrados en fosas comunes sin ninguna ceremonia. Frente a las formas expeditivas de entierro otorgadas por la policía y las comisiones de vecinos, las clases populares también desplegaron estrategias para evitar los entierros sin ceremonia: surgieron pedidos de familiares y allegados para garantizarle a su difunto un cajón y un transporte más digno que el que otorgaban las autoridades, el último –y mínimo– trato de decencia que se podía dar a los restos del fallecido. Sin embargo, miles de inmigrantes italianos, franceses y españoles del sur de la ciudad, peones y jornaleros criollos, y todos los estratos de menores recursos económicos y sociales que no pudieron conservar su red de deudos, terminaron en las fosas comunes, llevados por los carros de la policía y enterrados sin ninguna ceremonia. Ante un período traumático, donde la sociedad se vio sumida en una crisis demográfica y social, desde el Estado y otras instituciones comenzó un proceso de recuperación de algunos muertos para reforzar valores morales. Hemos analizado la recuperación de José Roque Pérez a través de una serie de homenajes y monumentos que lo volverán un ícono de la epidemia

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de 1871. Así, los apóstoles de la caridad que dieron su vida combatiendo la epidemia, fueron separados de aquellos otros que murieron de fiebre amarilla. Por último, estas epidemias produjeron innovaciones en el tratamiento de los cadáveres, particularmente con la apertura de nuevos cementerios, el intento de clausura de otros y la creación de legislación sobre el tema. Este vector de institucionalización se cristalizó en la creación del reglamento de cementerios en 1868, el surgimiento de Chacarita en 1871, su servicio ferroviario para el traslado de cadáveres y la instalación de un sistema de cremación para fallecidos por cólera en 1886. Estos cambios decisivos en las formas habituales de enterrar a los muertos en la ciudad impactaron sobre el ritual fúnebre, separando y transformando fases del mismo que eran cuidadas muy celosamente por la comunidad, sobre todo en torno a la inhumación y traslado de los restos. Asimismo, la lejanía y precariedad de Chacarita en sus primeros años, imposibilitó la visita de los deudos a la tumbas de sus difuntos, mientras que otros cementerios como el del Sur, el protestante y Recoleta permanecieron accesibles para visitar a sus muertos.

Notas 1 La llegada por primera vez del cólera a Buenos Aires se registra en 1856; y de la fiebre amarilla en 1857. Ambas se inscriben en grandes pandemias mundiales que se desplegaron durante todo el siglo XIX. En el caso del cólera es particularmente importante en nuestro estudio la cuarta pandemia (ocurrida entre 1865-1875) que además de impactar en países de Asia, Europa occidental, el norte de África y Estados Unidos, aparece violentamente en Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, entre el período 1866-1868. En cuanto a la fiebre amarilla, estuvo desde un principio mucho más localizada geográficamente. Incidió con mucha violencia en puertos y ciudades vinculadas con el comercio Atlántico, principalmente el mar Caribe y las Antillas, desde la conquista española. Para el período que nos convoca, fue en Brasil donde la enfermedad se hizo endémica entre los años 18491902, con tasas de mortalidad muy elevadas (Childs Kohn, 2008). 2 Posteriormente se sancionará la Ley 252 de Acefalía que establece el orden de jerarquía en caso de que ni el presidente ni el vice puedan ejercer el cargo. El poder Ejecutivo recaerá sobre el Presidente Provisorio del Senado, y a falta de éstos, por el Presidente de la Cámara de Diputados. En caso de que ambos estén imposibilitados, el Ejecutivo recaerá en el Presidente de la Corte Suprema de Justicia. Fue sancionada el 19 de septiembre de 1868. Actualmente se la ha reemplazado por la Ley 25.716, promulgada el 7 de enero de 2003, con ligeras modificaciones.

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3 Las cifras de mortalidad de la ciudad fueron extraídas de los registros provinciales. Buenos Aires (provincia) Ministerio de Gobierno. Dirección de Identificación Civil y Estadística General (1869), Registro Estadístico de Buenos Aires, La Plata, Dirección de Identificación Civil y Estadística General, Ministerio de Gobierno, 1869. El censo de la República Argentina realizado ese mismo año confirma la tendencia en las tasas de mortalidad. Censo de la República Argentina, 1: verificado en los días 15, 16 y 17 de setiembre de 1869, Buenos Aires, Imprenta del Porvenir, 1872. 4 La Nación (en adelante LN), La República (en adelante LR) y LT 09/02/71. 5 LN, LT y LR 18/02/71. 6 Esta información está disponible en casi todos los partes diarios de las distintas secciones policiales. Se encuentran en Archivo General de la Nación (AGN) Sala X - Legajo 32-6-7. 7 El novenario es una devoción pública o privada que se realiza durante nueve días cuya intención es obtener gracias especiales ante algún evento como una buena cosecha, o para pedir que se terminen pestes, sequías y plagas. Siendo una práctica de las más antiguas, su elección como ceremonia alternativa es porque no necesita excluyentemente la asistencia al templo, y de allí el pedido por los familiares de los difuntos para homenajearlo desde sus hogares. 8 No hay cifras definitivas sobre la cantidad de emigrados a los pueblos vecinos, pero se estima que hasta la primera semana de marzo –todavía no el mayor pico de mortalidad– habían huido de la ciudad 53.425 personas. La población total de la ciudad era de 187.126 habitantes. Hasta fines de marzo continuó esta tendencia, lo que supone una cifra muy elevada de emigrados. (Scenna, 1974: 223). 9 La Tribuna (en adelante LT), 28/03/71. 10 Ídem. 11 LT, 18/03/71. 12 El proyecto para erigir el monumento se sanciona el 12 de mayo de 1872, ese mismo año comienzan las obras, que finalizan en 1873. Memoria Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1873, p. 330. 13 Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1872, Buenos Aires, Talleres “Optimus”, 1910. p.167. 14 Memoria Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1888, p.168-169. 15 Archivo Histórico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (en adelante Archivo CABA) Legajo 1873-23. 16 Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1876, Buenos Aires, Talleres “Optimus”, 1910, p. 57. 17 Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1868, Buenos Aires, Talleres “Optimus”, 1910, pp. 219-227. 18 El intercambio epistolar entre la Municipalidad, los cónsules y los administradores del cementerio protestante se encuentra en Archivo CABA, Legajo 1868-20 y en Actas del Concejo Municipal, año 1868, op. cit., pp. 227, 345, 351, 357, 387. También en Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1869, Buenos Aires, Talleres “Optimus”, 1910, pp. 19-20; 25-26; 44, 98-99; 144-145; 167-168; 173.

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19 Esta epidemia fue de mucho menor impacto y extensión que las ocurridas algunos años antes. Produjo entre diciembre de 1873 y marzo de 1874, 877 defunciones (Penna, 1897: 193). 20 Memoria del Ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. 1871-1872, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1872, p. 201. 21 Tan pronto como el 28 de septiembre de 1871, el administrador de la Estación Bermejo Luis Mazariegos solicitaba a la Municipalidad que se implemente un tren de pasajeros para llevar los deudos a Chacarita. Hasta entonces sólo se permitían dos acompañantes para ir con el cuerpo “[...] y generalmente son compuestos de diez, veinte y treinta [subrayado original], entre las cuales cuatro, ocho o doce son parientes del fallecido [subrayado original]”. Mazariegos prosigue con su pedido: “[...] Y así Sr. Presidente, no estaré condenado más tiempo a presenciar los tristes cuadros que, diariamente, se presentan a mi vista por los acompañantes de los cadáveres que se traen aquí, a quienes se hace más intenso el dolor que los agobia, al negársele ir a acompañar al padre, al hijo, al hermano, al pariente o amigo, que, menos felices que ellos, llegan al término de su vida”. Archivo CABA, Legajo 1871-42. Para 1875, el administrador del cementerio de Chacarita mencionaba que “[...] las personas que componen los cortejos o comitivas fúnebres, manifiestan disgusto al tener que cruzar la calle pública, llena de pozos y zanjas, que separa este enterratorio del agotado”. Memoria Municipal de 1875, op. cit., p. 445. Para 1878 se mencionan 16 retrasos y demoras relativos a problemas técnicos con la locomotora y descarrilamientos. Memoria Municipal de 1878, op. cit., pp. 602-603. 22 Memoria Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1875. p. 36. 23 Esta epidemia fue más similar a las ocurridas en el período 1866-1871, por su extensión y mortalidad. Nuevamente entre los meses de diciembre y marzo, se extendió en todas las provincias del país, y produjo en la ciudad de Buenos Aires 2023 defunciones. (Penna, 1897: 225). 24 Memoria Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1884, pp.156-160. 25 Memoria Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1886, p. 549. 26 Memoria Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1888, p. 328.

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