Biomedicina, locura y placer: De sustancias y movimientos legítimos

July 18, 2017 | Autor: Hugo Sir | Categoría: Political Sociology, Sociology of Health, Sociology of Drugs
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Descripción

Biomedicina, locura y placer: De sustancias y movimientos legítimos Hugo Sir Retamales1

La siguiente ponencia es parte de un trabajo en construcción que desarrolla uno de los hilos abiertos por la investigación realizada para mi tesis de magíster (también en construcción). Este trabajo en particular tiene, al menos, 2 objetivos que se deben considerar como el despliegue de una misma mirada que se comienza a ensayar. Por un lado, quisiera mostrar cómo la biomedicina, la medicina científica, y en particular, lo que podemos denominar la génesis del “campo de la salud moderno”, contribuye a la exclusión del uso de sustancias y ritos extáticos, productores de estados de trance, euforia y placer, como parte del proceso de profesionalización, basado en el diferencial científico, que se vincula como por afinidad electiva con la suerte de “cruzada civilizatoria”, en la que se embarca el Estado desde fines del siglo XIX, hasta pasada la mitad del siglo XX, haciendo uso centralizados de tácticas biopolíticas de gobierno. Por otro lado, proponer que aquello se encuentra relacionado con los requisitos de productividad de la inserción del país a la economía capitalista, y que por tanto, ninguna reflexión sobre la “legalidad” de las drogas debería saltarse el análisis del vínculo entre la forma en que socialmente se organiza la “economía de las drogas” y la organización de la “economía” entendida en forma amplia, fundamentalmente en torno a las fuerzas y relaciones de producción. I. De la formación del campo, y el diferencial científico como capital simbólico. En una investigación que llevo a cabo en un consultorio en una pequeña ciudad a la salida de la región metropolitana, en donde conviven la biomedicina y otras formas de hacerse cargo de la salud (desde antroposofía a masoterapia, pasando por reiki), uno de los cuestionamientos centrales que se hace de la medicina convencional, y que al mismo tiempo equivale a una característica valorada de las otras terapias, es al exceso de medicamentos, e inclusive, al mismo uso de éstos. Se trata de un cuestionamiento de uno de los elementos técnico-científicos fundamentales de la medicina convencional, como la conocemos. La muestra por excelencia de la alianza de la ciencia y la práctica terapéutica, son los medicamentos. Más incluso que los exámenes, pues se trata de un producto diseñado para el alivio de una dolencia, de un malestar, etc., y no de un aparato para el diagnóstico. El medicamento es el estandarte de la medicina científica, frente a cualquier otro tipo de terapia. Es la separación definitiva del curandero (Molina, 2010; Armus, 2005). La ciencia y la técnica se convierten en uno de los principios de validez, de visión y división legítimas del campo de la salud (Bourdieu, 1999; Sociólogo, Universidad Alberto Hurtado, cursando el Magíster en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Actualmente, y entre otras cosas, “académico joven” de la Universidad Alberto Hurtado, y coordinador de la línea “Cuerpo, salud y política” del núcleo de Sociología del Cuerpo y las Emociones de la Universidad de Chile. Por el momento, interesado en analizar vínculos entre las maneras de gestionar nuestra salud, y estrategias políticas, desde perspectivas biopolíticas. 1

2006; 2007). Al mismo tiempo señala la concreta posibilidad de la mercancía, de toda una nueva fármaco-economía, en la medida en que este producto otorga una separación singular del lazo terapéutico y el alivio. A diferencia de otros abordaje de la salud, el medicamento promete poder confiar en la inocuidad y especificidad de la sustancia, contrario a las situaciones de compenetración entre terapeuta y solicitante, que implican el uso de sustancias que actúan de formas “difusas” (Escohotado, 1998). El medicamento, en tanto el fármaco administrado por los profesionales médicos2, es concreción de una serie de procesos paralelos al de la profesionalización de la medicina, del orden de los adelantos tecno-científicos de los laboratorios, del papel de los farmacéuticos y boticarios, del desarrollo de una industria interesada en su comercio, etc. Sin embargo, esa misma fármaco-economía incipiente, requiere de una utilización singular, serena, neutra de las sustancias alteradoras del ánimo. Así como el recurso al profesional de la medicina a fines del XIX y principios del XX, no es la norma, y más bien hay una desconfianza generalizada, las relaciones con las sustancias permitidas y prohibidas carecen de la claridad formal que conocemos. Los saberes tradicionales y sus propias sustancias, pociones, pequeños rituales, son competidores, y hasta cierto punto conjuran la centralización de una institucionalidad sanitaria, y farmacológica (Molina, 2010; Escohotado, 1998; Márquez & Meneu, 2007; Illich, 1975; Armus, 2005). El ascenso social de la medicina, el principio de división del campo ligado a la verdad científica, va de la mano con el medicamento como única sustancia legítima, como único fármaco autorizado, en detrimento de otras sustancias, generalmente psicoactivas. El fármaco depurado, es recetado exclusivamente por un profesional con propiedad científica. Esto es central en la constitución del campo de la salud que se puede rastrear hacia fines del siglo XIX, y principios del XX, el aseguramiento de su aspecto científico y técnico. El reconocimiento difundido en el espacio social del “capital terapéutico” de los profesionales de la salud, se basa en la posibilidad de echar mano de esta característica que define para el Estado la única manera legítima de encargarse del alivio del sufrimiento. Es decir, convertir este capital terapéutico en un verdadero capital simbólico, en tanto se reconoce más allá de los límites del campo en que se origina, por desconocerse la arbitrariedad de su institución. La arbitrariedad por ejemplo, frente a otras formas de encargarse del sufrimiento y el alivio. La preocupación por la salud de la población, tiene un marcado carácter urbano, y emerge específicamente en la medida que aumenta la participación de los obreros en el proceso de producción. De ahí que el interés sanitario en la ciudad y en sus habitantes, por parte del Estado, se dé en un marco de temprana revalorización capitalista del obrero urbano, y se desatienda mayormente el ámbito rural con excepción de las epidemias agudas (Salinas, 1983: 114-115). Una preocupación activa por lo que afecta la vida como tal, en términos de morbilidad y Que por tanto neutraliza toda la ambigüedad del phármakon/pharmakós a la vez cura y veneno, chivo expiatorio y sustancia purificadora (Escohotado, 1998; Agamben, 1998). 2

mortalidad, se hace patente junto a los procesos de industrialización, de manera que la medicalización de la sociedad, forma parte del proceso de producción. Los barrios, las habitaciones, y las prácticas cotidianas de los obreros, se volverán objeto fundamental de las intervenciones de la medicina convencional en ascenso. El principal medio de excluir del campo de las alternativas legítimas a otras formas de encargarse de la salud, será su institucionalización, y sus barreras educativas, lo que requiere, no obstante, de la posibilidad de mostrar resultados, de probar su eficacia. De ahí que estas intervenciones sean fundamentales, pero no solamente ni principalmente, por un criterio objetivo, sino por la manera en que se incluye la vida, en la instalación de una forma biopolítica de gobierno de marcada intervención estatal, en donde las condiciones de la masa trabajadora forma parte central de las preocupaciones, pero que al mismo tiempo sienta las bases, para la formación de un “impulso higienista” aún más perdurable, como señala Nicolás Fuster (Foucault, 2006, 2007; Fuster, 2013). Esta alianza tendrá un punto cumbre en la implementación de un Sistema Nacional de Salud, en 1952. Éste será a la vez concreción de esta tendencia de profesionalización, intervención en la población, carácter científico y vigilancia del fármaco; e inicio de desplazamiento de las formas de gobierno. Encierra las bases de una centralización nunca vista de la atención de la salud en aras de la nación e incluso de la raza (Ortiz, 2006), y también el comienzo de una individualización de la salud, que manteniendo los principios del campo, propondrá una gestión de los cuidados por el bien del “propio individuo”, al separar los ministerios de Salud y Previsión Social. La socialización de la medicina y la medicalización de la sociedad van de la mano con las intenciones de los gobiernos latinoamericanos de “modernizar” los países, a través de la modificación perdurable de las conductas, en consonancia con la higenización de los espacios públicos, signo de la nueva clase gobernante y de su proyecto de sociedad (Kingman, 2006; Fuster, 2013) II. Trabajadores sanos y lúcidos. Contra la locura y el trance (acá mostrar las imágenes) Eduardo Kingman, ha mostrado con gran detalle cómo las aplicaciones públicas de los programas higienistas, de ornato y de “policía”, constituyen un modo perdurable de imposición de una cultura legítima. En términos de Bourdieu, la alianza entre élites sociales y élite médica, fundamenta la imposición de un orden simbólico, da sustento y realidad al poder simbólico, es decir, a la capacidad de imponer las jerarquías más conveniente no sólo al modo de vida que ya tiene un determinado grupo social, sino aquel al que aspira, aquel con el que sueñan sus principales representantes. Dice Kingman, para el caso de Quito: “En el complejo proceso de construcción de una sociedad ciudadana, las elites justificaron su condición privilegiada y su derecho a dirigir el país a partir de criterios estéticos como el decoro, el ornato, y la decencia, así como por una supuesta superioridad cultural. Aunque todos tenían derecho a ser ciudadanos, existía una escala dentro de la cual cada individuo se situaba de acuerdo a su

esfuerzo, su instrucción y su grado de civilización” (Kingman, 2006: 349). Varios excelentes trabajos históricos, entre ellos el de Nicolás Fuster, nos permitirían aseverar en líneas generales una situación similar para la metrópolis chilena. Ahora bien, lo que quisiera poner de relieve para esta presentación, son dos elementos: i) Que esta “repartición del mundo”, se facilita enormemente al contar con un modo de intervención que al mismo tiempo que se ampara en la neutralidad de la ciencia, es capaz de organizar reformas de gran alcance, y de carácter notoriamente político; ii) Que en consonancia con lo anterior, la alianza que se da entre medicina y Estado es fundamental, tanto para las elites médicas como para las elites gobernantes ¿Por qué? Más allá de lo obvio, la conformación de un campo “moderno” de salud, entrega las armas para naturalizar una correspondencia entre las divisiones del espacio social y las estructuras subjetivas que se posicionan en éste. La jerarquía de las terapias, de los tratamientos, de las sustancias, implica al menos, una subordinación de saberes, una definición de movimientos, de sensaciones, de estados corporales y perceptivos, legítimos. Aquí, entonces, la cuestión de la ilegalidad e ilegitimidad de determinadas sustancias debe ir más allá de los términos jurídicos, y médicos. La precuela de la guerra contra las drogas que se libra en la constitución del campo médico, en la instalación de la terapéutica “científica” europea como la única viable, se enfrenta a una riqueza de sustancias alteradoras del ánimo, que aún no deja de sorprender a quienes se acercan al tema. “¿Cómo va uno a explicarse la notable anomalía entre el gran número de plantas psicoactivas conocidas por los primeros americanos, que habían descubierto y utilizado de ochenta a cien especies diferentes y el número mucho menor –no más de ocho o diez- que como es sabido fueron empleadas en el Viejo Mundo?” (Furst & Schults, 1994: 15). El uso de sustancias con distintos fines, entre ellos los terapéuticos, era una práctica totalmente difundida en los pueblos precolombinos, como ustedes deben saber mejor que yo. Difundida geográficamente, difundida en cantidad de productos utilizados, difundida en amplios sectores de la población. Las “drogas” formaban parte del día a día. Las sustancias inductoras de viajes, de trance, eran elementos de gran relevancia en el diálogo que se tenía con el mundo, y con la propia salud. Circunstancias que a finales del siglo XIX no dejaba en absoluto indiferente a los organismos eclesiásticos: En 1851, el obispado de Ancud desarrolló el primer Sínodo Diocesano –nos relata Carlos Molina (2010: 349)- en él [entre otras cosas se] dictaminaba lo siguiente: ‘Se conserva todavía en la diócesis, entre la gente vulgar e ignorante, y particularmente entre los indígenas [ notar las oposiciones binarias que se delizan], el pernicioso abuso de curarse en sus enfermedades con los curanderos, llamados comúnmente machis, los cuales careciendo de todo conocimiento en medicina, acostumbran atribuir las enfermedades a maleficio o daño (…) Pretende en seguida hacer la curación usando, en ligar de medicinas, de varios ritos y ceremonias supersticiosas (…) Con el objeto de eliminar tan reprensible y pernicioso abuso, los sínodos del país, han reservado al Obispo, la absolución del pecado que cometen los que se curan con machis, que usan de tales ritos y ceremonias supersticiosas (…) Y siendo necesario adoptar algunas medidas fuertes respectos de los mismo machis, para contenerlos en la carrera de sus

excesos, encargamos y mandamos a los párrocos, hagan diligente averiguación [de quienes realizan esas prácticas] y previa comprobación judicial (…) impongan a quienes hubieran ejercido tales curaciones (…) la pena de vergüenza pública, compeliéndolos a presentarse, por cuatro días festivos, en la iglesia parroquial en la que permanecerán, durante el concurso de los fieles, parados con una soga al cuello y vela en mano, y la frente ceñida con una faja de cuero con esta inscripción: pena de los machis supersticiosos

No hay mucho que agregar a lo expresado, tampoco es necesario pensar que estas prácticas se encontraban en “estado puro” a la hora de la constitución del campo de la salud moderno, ni que sus “supervivencias” actuales son “auténticas” ni nada de eso, para reflexionar sobre sus consecuencias político-morales. Lo interesante es que desde fines del siglo XIX, hasta la emergencia de la figura del toxicómano en Chile, coincidentemente hacia 1950, como da cuenta Mauricio Becerra (2010), se atestigua la manera en que la cruzada contra “sustancias”, es sobre todo una apuesta por movimientos corporales, y a falta de una mejor palabra, “espirituales” legítimos, es decir, por la producción de ciertos sujetos, en concordancia con las divisiones del espacio social. Interesante es que esta constitución subjetiva es lo que será cada vez más relevante como forma de gobierno. En aras de la modernización, y del orden de las ciudades, los individuos no sólo deben estar crecientemente acondicionados para el mundo del trabajo (y eso incluye roles específicos para mujeres y niñxs), sino que deben permanecer constantemente “lúcidos”. La instalación de un orden definitivo de progreso, reclama exclusividad perceptual. No es necesario ningún tipo de relación con elementos por fuera de la razón, en tanto es la razón y únicamente ella la que puede conducir a las sociedades al progreso, que se basa sobre todo en una mayor productividad, y por tanto, en una constante alza de lo que Marx llamaba plusvalía relativa, es decir, de la producción de más y más valor por la misma cantidad de tiempo de trabajo. La ciencia es la única clave de inteligibilidad que se necesita, y sólo individuos incansablemente lúcidos puede acceder a ella e implementarla. El uso de sustancias que “sacan del mundo” es por ello radicalmente sospechoso para el proyecto de civilización. El habitus en formación debe exhalar lucidez e implicación en el trabajo, lo que se opone a cualquier forma de locura. Si uno aprecia las imágenes que grafican “locos” y personas usando sustancias alucinógenas de distinta índole, vemos que en su similitud, sobre todo se oponen a un uso productivo (en términos capitalistas) del cuerpo. El uso del medicamento, el fármaco científico y profesionalizado, permitirá al mismo tiempo conjurar lo más posible los movimientos disfuncionales de las locuras (con sus límites, lógicamente), y curar sin necesidad de recurrir a ningún tipo de movimiento, visión o conocimiento por fuera de la razón moderna. Parsons, señalaba que el rol moderno de enfermo se caracterizaba por la posibilidad que daba de sustraerse de los roles normales en las estructuras de la sociedad, pero lo que jamás permite el rol de enfermo moderno, ni en su curación ni en su diagnóstico, es la salida de la razón instrumental, del aparato técnico-científico, que reconducirá las conductas a su pronta restauración en la producción capitalista.

Lo anterior es ampliable, por ejemplo, al uso extendido de antidepresivos (y aún más evidente cuando se trata con ‘estabilizadores del ánimo’, y todavía más en todo el mercado farmacéutico alrededor del ‘Trastorno por Déficit Atencional con Hiperactividad3’). De lo que se trata es de devolver la conexión con el mundo, a la implicación con las actividades esperadas, con el trabajo y la familia, el adulto normal es por definición productivo en términos capitalistas, y el tratamiento médico convencional, no incluye ningún tipo de ritual extático, ninguna sustancia que tenga como objeto la producción de placer, menos la implicación del sujeto en un viaje, en una alucinación que se vincula de alguna manera a su situación en el mundo. A lo más que se puede aspirar es a estados de relajación muscular, de somnolencia, de mareos, que incluso si pudieran considerarse placenteros, se alejan mucho de una forma extática de curación. III. La trampa del fármaco (tomar a Escohotado). Gubernamentalidad, productividad y drogas. Quisiera terminar con un par de reflexiones más. Escohotado, en su historia general de las drogas, señala la vinculación entre el phármakon y el pharmakós, en tanto modelos, “tipos ideales” de hacerse cargo de la purificación, la limpieza, la salvación, la salud, de sociedades e individuos. El pharmakós, es el chivo expiatorio, el modelo del sacrificio ritual. El phármakon el modelo de comunión con lo sagrado, a través de un pharmakós impersonal, generalmente botánico. El modelo de la comunión implicaba un acceso a la divinidad, generalmente a través del uso de sustancias enteógenas que difuminaban las barreras entre la percepción humana y la divina, y que por tanto es incompatible con la idea de razón instrumental como única clave de inteligibilidad del mundo. El modelo del sacrificio implica fundamentalmente la idea de la separación, el mundo humano y el divino se relacionan, pero no se mezclan, y ese es “el orden esperado de las cosas”. Escohotado apunta a que la problemática de las drogas actual, la “guerra”, se basa en que se ha convertido a éstas en un nuevo “chivo expiatorio”, que se pretende como causa de –al menos- una gran cantidad de males existentes en las sociedades. Y plantea que la legalización –medicalizada- de las drogas constituye difícilmente una solución, pues se mantiene en funcionamiento el mecanismo que ubica ciertos pharmakós como origen de los males, y que hoy en día, tiene como estandarte a la medicina científica acompañada por la sanción legal. Por tanto, lo que se deja sin cuestionamiento, es la organización de la sociedad que da sustento a la manera en que se manejan las –así llamadas- “drogas”. Éste me parece un planteo interesante, que sin embargo me gustaría ligar con lo anteriormente señalado. Si la prohibición de ciertas sustancias, tiene que ver con la instalación de un modo de vida legítimo, y sobre todo de unos movimientos y estados de ánimo, es decir, con la forma de hacer carne, de incorporar, de inscribir como habitus un orden social en construcción, es también indicación de un forma de gobierno determinado, que situará cada vez más en la producción de individuos, y en la jerarquización de estilos de vida, la clave de mantenimiento del modelo de sociedad 3

Una de las “repercusiones” que se documentan en adultos con TDAH, es de hecho, el ‘abuso de sustancias’.

que se impone. La imposibilidad que se registra para la inclusión de los aspectos chamánicos de las medicinas tradiciones, en diversos intentos por “integrarlos” a las formas de atención legítimas, atestigua no solamente una incomprensión epistemológica, sino una incompatiblidad más profunda. Lo que se deja sin problematizar en el asunto de las drogas como lo plantean las instituciones formales, no es solamente sus “determinantes sociales” como causa de las “adicciones”, sino la forma en que se organiza la percepción en las sociedades. La razón como única clave de acceso a la realidad, es la negación de todo un mundo de conocimientos y prácticas, y en ese sentido, es la imposición de una cultura unívoca. Ahora bien, esta “imposición” (nunca maquiavélicamente orquestada) no se da por simple “maldad”, sino por las rentabilidades que puede arrojar, y en ese sentido, no puede leerse ajena a la constitución de los estados modernos latinoamericanos, y a su complicidad con la economía capitalista. Los tratamientos legítimos en salud, y las sustancias permitidas son, entonces, factores de la producción, y sobre todo, medios para asegurar la utilidad, en la medida en que intervienen directamente en la constitución de sujetos. En ese sentido, la relación con las drogas se vincula con principios de gubernamentalidad determinados, estrechamente vinculados con la economía como ámbito de comprobación de la efectividad de los gobiernos, punto crítico para demostrar el valor de los gobiernos y los gobernantes. En la medida en que el gobierno descansa más y más en la gestión de sí, es probable que la relación con las drogas se modifique –muchas discusiones, legales y más allá, darían cuenta de ciertos desplazamientos-, pero por la misma razón una discusión de esta índole no puede plantearse exclusivamente en términos de permisividad/represión. Libertad y control, no se oponen más en los gobiernos liberales de nuestros tiempos. Tal como lo propone Escohotado, pero sobre otros términos y principios, el “problema con las drogas” es radicalmente un problema de “organización de sociedad”, en donde sobre todo habría que analizar su vinculación con los requisitos de “productividad”. Y tal como lo señala Escohotado, habría que desmantelar el aparato médico, en tanto impone el sello de la neutralidad científica, a medidas prohibicionistas que aparecen incomprensibles e irracionales a quienes las examinan detenidamente, pero que tienen una posibilidad de comprensión en relación a las exigencias de la economía de una utilidad creciente en un mundo finito. Entonces, no se trataría únicamente de una cuestión de “derechos civiles”, los principios de gobierno pueden variar de una centralización estatal biopolítica, hacia una ethopolítica liberal difuminada en los individuos, y las drogas paulatinamente “legalizarse”. Sin embargo, frente a ello habría que adoptar una actitud de sospecha, y analizar sus vínculos con la forma que adopta el mercado del trabajo (precarizado, individualizado, atomizado, etc.), y con la exigencia de una utilidad siempre creciente. En ese sentido, por supuesto que la instalación de una forma (neo)liberal de gobierno en dictadura, y cuyo desarrollo hemos vivido durante más de 20 años, plantea problemas particulares, y sobre eso hay mucho escrito, a mí sólo me gustaría proponer que podría ser interesante para entender esas particularidades dar cuenta de algo que se podía avizorar de antes, el lazo entre la prohibición de sustancias, la definición más o menos tácita de sujetos legítimos, y los proyectos de sociedad, que defendidos –en su mayoría- por las élites económicas del país, se entienden casi necesariamente excluyentes, puesto que siempre hay que

modernizar, hacer progresar, instalar al país dentro del desarrollo, lo que implica, en primer lugar, una carencia, y en segundo lugar, una “oferta que nadie puede rechazar” so pena de significar una amenaza para “la nación completa”, y por tanto, ser fácilmente ubicable fuera de los “derechos humanos” que merecen los “buenos ciudadanos”.

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