Biografías de Nadie por J. A. Osorio Lizarazo. Presentación y edición a cargo de Óscar Calvo Isaza

August 21, 2017 | Autor: Óscar Calvo Isaza | Categoría: Cultural History, Latin American Studies, Literature, Urban History, Social History
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Descripción

J. A. Osorio Lizarazo

Biografías de Nadie

Presentación y edición Óscar Calvo Isaza

Catálogo de la Exposición La Ciudad Innominada de J.A. Osorio Lizarazo Biblioteca Nacional de Colombia Bogotá Agosto-diciembre de 2003 (Inédito)

J. A. Osorio Lizarazo

Biografías de nadie Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918— La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz— Biofilo Panclasta: el anarquista colombiano, amigo y compañero de Lenin, que conoció los horrores de la estepa de Siberia— La vida extraordinaria de Jacinto Albarracín, el primero que en América ensayó un gobierno de soviet— Pablo Emilio Mancera: el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector— Efraím de la Cruz: el revolucionario colombiano que marchó a París únicamente para ofrecer una comida en honor de Rubén Darío— Roberto Rojas Gómez: el último romántico que vivió sobre la tierra— Cuchuco— Alirio Caicedo Álvarez: el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá—Aventuras del indio Rondín, el vendedor de específicos más famoso del país— Mariana Madiedo: la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte

Presentación y edición a cargo de Óscar Iván Calvo Isaza

Índice

A los lectores Presentación, Óscar Iván Calvo Isaza ¿Quién es nadie? Citación Cronología de J. A. Osorio Lizarazo Publicaciones en las que trabajó J. A. Osorio Lizarazo Fuentes Selección de escritos Bibliografía Biografías de nadie (crónicas de J. A. Osorio Lizarazo) Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918 La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz Biófilo Panclasta: el anarquista colombiano, amigo y compañero de Lenin, que conoció los horrores de la estepa de Siberia” La vida extraordinaria de Jacinto Albarracín, el primero que en América ensayó un gobierno de Soviet Pablo Emilio Mancera, el hombre que publicó durante cuarenta años un periódico del que era el único lector Efraím de la Cruz” El último romántico que vivió sobre la tierra Cuchuco Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá” Aventuras del indio Rondín, el vendedor de específicos más famoso del país” Mariana Madiedo, la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte Procedencia de las ilustraciones

A los lectores Las Biografías de nadie de J. A. Osorio Lizarazo no necesitan presentación. Como todo buen texto se defienden sin su contexto y, a diferencia de otros escritos suyos de interés exclusivo para especialistas, pueden ser devoradas por un lector contemporáneo de habla española sin dilatadas elucubraciones en una jerga incomprensible. Pero es responsabilidad del lector especializado ofrecer a otros especialistas herramientas para favorecer la discusión académica y el avance de futuras investigaciones. En esta ocasión la exposición “La ciudad innominada de J. A. Osorio Lizarazo” realizada en la Biblioteca Nacional de Colombia con el apoyo del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá, nos brinda un pretexto para suscitar la lectura de las Biografías de nadie y para provocar a los lectores de Osorio Lizarazo en nuestra contribución “¿Quién es nadie?”. Los interesados en profundizar en el tema pueden encontrar otra alternativa de lectura en el reciente libro de Edison Darío Neira Palacio La gran ciudad latinoamericana. Bogotá en la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, Berlín- Nueva York: Peter Lang, 2002. La mejor aproximación para comprender la obra de Osorio Lizarazo —quizá porque no se trata de un trabajo sobre Osorio Lizarazo— se encuentra en la serie de investigaciones de Renán Silva Olarte presentados de manera preliminar en Las culturas populares en Colombia durante la primera mitad del siglo XX, Cali: CIDSE- Universidad del Valle (Documentos de Trabajo; 53), 2000. Las primeras versiones de las crónicas periodísticas que conforman las Biografías de nadie fueron publicadas en el periódico Mundo al Día de Bogotá entre 1924 y 1927. Las versiones aquí incluidas aparecieron en El Tiempo entre 1939 y 1940, y fueron reeditadas en el libro Novelas y crónicas (1978) de la Biblioteca Básica Colombiana, cuya edición e introducción estuvieron a cargo de Santiago Mutis Durán. Hasta donde conocemos no existen manuscritos de estos materiales, pues, a diferencia de muchos textos publicados en revistas y periódicos, su autor no contempló convertirlos en un libro. La presente versión de las crónicas fue transcrita de la edición preparada por Mutis Durán y corregida con base en las versiones originales publicadas por El Tiempo. Debido al carácter heterogéneo de las páginas aparecidas en una publicación periódica y a las múltiples mediaciones entre el escritor y el lector —bien distintas a las de una obra concebida como un todo por su autor—, resultó preciso modernizar la ortografía y en muy contados casos, omitir o agregar comas y homogeneizar los signos tipográficos presentes en los originales. Para el efecto algunas veces seguimos las indicaciones de Novelas y crónicas, aunque en otras tuvimos que corregir erratas e imprecisiones puntuales de dicha edición con relación a las fuentes. Los cambios efectuados, siempre sutiles, se hicieron con el criterio de hacer más inteligibles los textos para el lector contemporáneo, con la precaución de conservar el ritmo y el sentido originales. Sin embargo, la presente edición de divulgación prescinde de notas explicativas y de un seguimiento exhaustivo de las variaciones entre las diferentes versiones, a la espera de que un trabajo de mayor aliento pueda ofrecer al público un plexo de las vicisitudes de cada crónica. Óscar Iván Calvo Isaza México D. F., 2003

PRESENTACIÓN

¿QUIÉN ES NADIE? Óscar Iván Calvo Isaza



Quién fue este hombre, J. A. Osorio Lizarazo (1900-1964), que hizo de la escritura su oficio y, entre los avatares de su vida, sus múltiples reclamos de incomprensión y olvido, dejó un abundante legado para la intelectualidad colombiana contemporánea. Qué sentido tiene exhumar nuevamente los restos del autor, sus obras y su archivo, apropiarlos, conservarlos y divulgarlos como parte del patrimonio de una nación. Y sobretodo, por cuanto aquí nos compete, por qué publicar un libro nunca escrito ni editado como tal, las Biografías de nadie, producto del saqueo de materiales más o menos dispersos confinados en las páginas de los periódicos, dedicados a hombres y mujeres también excluidos de nuestra representación del pasado. *** Nada sería más fácil que repetir el argumento trazado hasta ahora por el propio autor, seguido a menudo por sus lectores, sobre un escritor anónimo y adolorido, víctima de una sensibilidad exacerbada, con un carácter crítico impermeable a la adulación, comprometido con una literatura capaz de retratar la realidad social. Quizá podría sugerir aquí el pretexto del gran bogotano, del intelectual emanado de las entrañas del pueblo y dedicado a denunciar la dura realidad del pueblo, en cuyas novelas y crónicas podemos encontrar las huellas de sensibilidades, actuaciones y pensamientos de unos seres humanos que permanecieron enterrados bajo los escombros de la ciudad después del Bogotazo. Cabría, pues, extender la misma reflexión a un terreno más general para descubrir que su obra literaria puede operar como referente de identidades entre los sujetos urbanos, como un cantar de los vencidos que se inserta en el proceso de conversión de la capital Agradezco la afectuosa colaboración de Pablo Yankelevich Resembaum, profesor investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH-INAH) de México, bajo cuya dirección y permanente aliento se realizó el trabajo de investigación del cual hace parte este escrito. A Manuel Ruiz, Ricardo López, Mario Barbosa, Muyi Neira, Carolina Ramírez, Belén Pardo, Marta Saade, Jaime Cortés, Lida Núñez, Helena Pérez y Wilson Pabón, compañeros de esta y otras aventuras imposibles. A José Antonio Amaya, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, a cuyas lecciones debo el interés por el trabajo riguroso en el archivo. A Álvaro Rodríguez y Hernando Cabarcas, quienes hicieron posible la realización de la exposición “La ciudad innominada” en la Biblioteca Nacional de Colombia con el apoyo de la gerencia de literatura del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. ∗

colombiana en una gran ciudad. Y sería posible ampliar en ciertos aspectos la referencia a Bogotá en particular, nombrar las obras de Osorio Lizarazo dedicadas a otras regiones del país e insistir en la importancia del proceso de urbanización, con el ánimo de insinuar que su obra no sólo compete a la memoria de los bogotanos sino que se inscribe en la historia de la nación colombiana. Nada sería más fácil ni más conflictivo que cifrar en tales motivos nuestra inquietud por Osorio Lizarazo. Desde luego, no dejan de ser sugerentes su carácter de intelectual crítico y combativo, su insistencia en considerar en protagonistas de la acción a los sujetos populares, su empeño en la construcción de una obra narrativa dedicada a la ciudad y su interés intelectual por vincular la literatura a la formación de la nación colombiana. Sin embargo, cualquier valoración al respecto debe cuestionar primero estos supuestos y fijarles un contexto y un orden conceptual adecuados. No sólo vale preguntar por la construcción histórica de categorías como autor, obra, intelectual y nación, sino también por las relaciones complejas que existen entre la obra producida por un autor, en interacción con otros sujetos en un campo concreto, y la interpelación de lo popular —en particular de los sujetos populares urbanos— en el proceso de formación de una nación. J. A. Osorio Lizarazo fue uno entre otros sujetos, los intelectuales, especializados en manipular los significados. Su apuesta, a la manera de sus contemporáneos en distintos países de América Latina, fue trabajar sobre el significado de la nación. Este tipo de trabajo no era nuevo: desde mediados del XVIII se aceleró la diferenciación de los atributos históricos y culturales de las elites criollas con respecto a los funcionarios de la monarquía española y en la segunda mitad del siglo XIX se produjo una amplia propaganda impresa para legitimar entre las elites alfabetizadas el proyecto de construcción de una nación. La novedad del papel de los intelectuales en el siglo XX no radicó en reclamar las supuestas raíces de la nación en la lengua, la historia, la etnia, el folclor o la geografía, característica que compartían con los escritores románticos del siglo XIX, sino en participar de forma efectiva en el proyecto de formar una cultura común entre cada uno de los ciudadanos para generalizar el sentimiento de pertenencia a

la nación. Osorio Lizarazo ejemplifica bien esta postura en “El problema de la cultura americana” (1944): La vida de un pueblo o de una nacionalidad no reside exclusivamente en la fijación exacta de sus fronteras geográficas, ni en la estabilización de su estructura política, ni siquiera en la existencia de una intensa actividad manufacturera, a consecuencia de la cual se realice un intenso tráfico comercial. Todo esto podría funcionar en el grado máximo de la armonía y de la prosperidad: pero le faltaría a ese pueblo la demarcación de su inteligencia. Esta inteligencia común ha de adquirir una fisonomía propia, conformada, lo mismo que las especies zoológicas, en acuerdo con las condiciones telúricas, con la influencias ancestrales, con la calidad de la lucha que es necesario adelantar para la subsistencia común, con otras circunstancias de orden físico que determinan, a causa de su influencia directa, todas las orientaciones de lo subjetivo en frente a lo objetivo.1

En “Del nacionalismo en la literatura”, entre muchos otros escritos, Osorio Lizarazo se consideró a sí mismo un autor nacionalista y a su obra como auténticamente nacional, posición intelectual que fue estructurada por la filiación entre realismo literario y nacionalismo político frente a la estética subjetiva y universalista de las vanguardias. El nacionalismo es un ideal político necesario para la formación de las naciones. Supone la necesaria coherencia entre la unidad política y cultural de la nación No es un invento intelectual y por eso resulta absurda la pretensión de encontrar “autor” o “autores” del nacionalismo.2 Su desarrollo en los dos últimos siglos se debe a un proceso general de la sociedad, orientado hasta donde conocemos por la acción conjunta del estado y el mercado en la dirección de un mayor nivel de integración social de los seres humanos. Podemos decir, sin embargo, que la competencia —competencia entre especialistas, pero también competencia entre grupos de diversas especialidades— por responder las preguntas ¿quiénes conforman una nación? ¿qué significa ser ciudadano de esa nación?, representa la matriz del discurso político indispensable para el nacionalismo. Para el autor la novela representa el despertar de la nación al hacer inteligible su existencia natural: “No podemos tener una literatura definida dentro de las denominaciones creadas hasta ahora, porque no somos puebles definidos”. La novela nacional es posible a través de una cultura común que delimita la experiencia objetiva de quienes se suponen colombianos: “Tenemos que colocar en nuestros libros los relámpagos de las tormentas tropicales, y el rugir de los torrentes 1 2

“El problema de la cultura americana”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 22, no. 69 (sep. 1944), pp. 107-112. GELLNER, 1988.

que se desprenden desde los Andes, y el bramar del viento de las selvas, y la miseria del hombre, su insignificancia en frente de los cataclismos físicos y morales”.3 El ideal nacionalista supuso identificar la novela con la experiencia objetiva de un pueblo, explicar que la cultura común es una consecuencia de la división de las clases naturales aplicada al campo político, y presentarse a sí mismo como la acción manifiesta de una esencia originaria que había permanecido latente en la historia de un pueblo. Pero esa cultura común no existía. La estrategia nacionalista fue crear esa unidad cultural al trasformar, inventar o eliminar culturas preexistentes, y su poder descansó, precisamente, en su capacidad de hacer creer y sentir a los sujetos que la nueva cultura era legitima para todos.4 La novela fue considerada como un instrumento político poderoso, capaz de hacer sensible entre los sujetos esa cultura común. Tal consideración podría parecer falsa de antemano si confinamos la novela al dispositivo libro y encontramos delimitado el universo de los lectores posibles a la clase media, sin tener en cuenta que bien a través de la mediación del libro —pero con mayor frecuencia del cine, la radio y la televisión—, la novela fue el género literario más ampliamente difundido en América Latina durante el siglo XX. La literatura fue solo uno entre otros bienes simbólicos que los intelectuales nacionalistas pretendieron instrumentalizar cuando, a partir de la tercera y cuarta década del siglo XX, se puso en marcha una política cultural de masas que conjugó la ampliación de la ciudadanía política con el despliegue de la producción simbólica auspiciada por el Estado, y la intervención estatal en la economía con la organización y la reorganización de las principales instituciones nacionales encargadas de la educación, la investigación y la difusión cultural. Así, al plantear las preguntas básicas —¿quiénes somos los colombianos? ¿qué significa ser colombiano?—, la novela contribuyó a dotar de sentido a la expresión “ser colombiano”, a la formación de un sentimiento compartido de pertenencia a una 3

Entrevista manuscrita: Fondo JAOL I, 1, (219-224). El manuscrito “Colombia, realidad y leyenda” [1948-1949]: Fondo JAOL I, 1 (106-127) muestra bien la concepción sobre la determinación por el medio. Lo mismo en OSORIO LIZARAZO, 1955, especialmente en los apartados “La imponente tiranía del medio”, pp. 80-86; “El proceso de una formación legalista”, pp. 105-11; “La vocación se perfila”, pp. 129-132. Algunos pasajes sobre el determinismo climático y el problema racial, también fueron incluidos en “Una ciencia integral del hombre”, Economía colombiana (Bogotá): vol. 6, no. 16 (ago. 1955), pp. 263-268 [el manuscrito de este ensayo: Fondo JAOL III, 27B (259-267)]. Una comparación entre Argentina y Colombia aborda el mismo problema desde la óptica de la migración y la introducción de especies animales en América, Fondo JAOL III, 27A (11-14). 4 GELLNER, 1988; ANDERSON, 1993; HOBSBWUM, 1992.

nación, en un proceso acelerado en el curso del siglo XX por la multiplicación de los públicos y los dispositivos culturales basados en la reproducción técnica de los símbolos. Osorio Lizarazo escogió la literatura como campo de competencia y compitió amparado en un lenguaje sencillo, si se quiere torpe, al emplear sin alternativa las técnicas del naturalismo, al presentar una visión moralizante de la realidad social y al adjudicar a los personajes una arbitraria racionalización de las acciones. Sus referentes literarios estaban situados en el siglo XIX, “el siglo de oro de la novela”: “Porque yo he creído que entre nosotros no son temas lo que falta, aun cuando no podamos producir obras a la manera de Proust o de James Joyce, o de Virginia Wolf, sino dentro de la humilde interpretación de Máximo Gorki, con la técnica, por ejemplo, de Emilio Zolá”.5 Escribió confiado en la capacidad de la escritura —los libros, los lectores y sus lecturas— para seguir la evolución de una sociedad embrionaria y martillar la cabeza de las mayorías: “Todo demuestra que la mentalidad primitiva tiende a simplificar hasta el último grado el trabajo de razonar” —afirmaba en un ensayo sobre el antropólogo Levy-Bruhl. “Trasferida la existencia de mentalidades primitivas en sociedades cultas al campo de la especulación literaria, puede obtenerse la literatura realista”.6 La novela debía ser, pues, un instrumento político dedicado a producir una nueva cultura al despertar una nueva sensibilidad en las “rudimentarias facultades espirituales de las mayorías” y su forma reglada por la función social de la actividad del autor, pues las artes perderían “su propia razón de ser si no pudieran lograr un beneficio ampliamente distribuido, por lo menos al alcance de gran número de posibilidades personales”.7 5

Entrevista manuscrita: Fondo JAOL I, 1, (219-224). Manuscrito “Las mentalidades primitivas y la literatura realista” [1953]: Fondo JAOL I, 1 (224-137), versión posterior del escrito publicado en Revista de las Indias (Bogotá): vol. 30, no. 94 (oct. 1946), pp. 37-50 e incluido en la compilación OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 582-591. 7 “Del nacionalismo en la literatura”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 13, no. 40 (abr. 1942), pp. 287-288 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 495-500]. Sin embargo, las ideas expresadas allí fueron uno de los motivos más repetidos en todos sus ensayos sobre teoría literaria: la novela sólo es posible si interpreta o refleja las circunstancias específicas de las naciones en las cuales fueron escritas. Véase especialmente Fondo JAOL I, 2 (21-24), manuscrito publicado como “Intimidad de la novela”, Revista Santander (Bogotá): (1946), y cuya primera versión fue “Divagación sobre la novela”, El Tiempo (Bogotá): (12 feb. 1936) e incluida en la compilación OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 411-414. Variaciones sobre el mismo tema fueron publicadas en: “La esencia social de la novela”, Revista Pan (Bogotá): no. 19 (feb. 1938), p. 124 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 422-425]; “Un nuevo aniversario de Máximo Gorki”, Revista de América (Bogotá): vol. 7, no. 19 (jul. 1946), pp. 17-24 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 546-555]. La documentación manuscrita del mismo tenor también es abundante: Fondo JAOL I, 1 (219-224); III, 27B (234-237); III, 27B (173-175); III, 27B (206-221); III, 27B (238-243); IV, 31 (1175); IV, 32 (1-177); V, 37 (51-54); V, 37 (67-71). 6

Con todo, la cuestión aquí no se refiere sólo a su precario dominio de las técnicas narrativas de la novela moderna o a la invocación de normas diferentes a las de su campo de su competencia específica. Lo mismo ocurriría, en el sentido opuesto, aunque con los mismos argumentos, si quisiéramos fijar su posición con respecto a otros campos de competencia especializados, por entonces en formación, y considerarlo sin más ni más un agudo precursor de la antropología y la sociología. Pero dado que su postura está en relación con un campo de competencia específico, la literatura, y los sujetos que lo conforman, otros escritores ocupados de escribir “literatura colombiana” en el siglo XX, es legitimo cuestionar su negación del novelista como un sujeto autónomo capaz de una experiencia estética singular y su condena a la imaginación como una impostura si no se ajusta a demandas sociales o naturales, posición que opone su obra a las reglas básicas de la literatura moderna. Ahora bien, con cierta frecuencia y de manera errática la obra novelística de Osorio Lizarazo es invocada para estudiar la actividad popular. Sin embargo, además de novelar las prácticas, el autor participó con sus novelas en el proceso por el cual hemos llegado a reconocer y a definir la existencia de una “cultura popular”. Esto se debe a que él pertenecía a la misma categoría de intelectuales cuya acción contribuyó a designar y clasificar la cultura popular como un objeto privilegiado de intervención política para dar lugar a una cultura común. Contamos con una abundante información empírica para afirmar que la posición radical de Osorio Lizarazo no se puede comprender sin hacer referencia a las políticas educativas y culturales, y a los grupos de intelectuales que las tradujeron en instituciones y prácticas sociales delineados por el nacionalismo. A través de su archivo, hoy conservado como fondo en La Biblioteca Nacional de Colombia, es posible restituir el plexo de sus relaciones con las empresas publicitarias e instituciones públicas encargadas de la política cultura de masas, y con algunos de sus más destacados agitadores públicos durante el periodo que la historiografía colombiana denomina República Liberal (1930-1946). Si entre 1923 y 1934 trabajó de manera continua como periodista —en Gil Blas y Mundo al Día de Bogotá y en La Prensa y El Heraldo de Barranquilla—, entre 1934 y 1944 alternó su labor como burócrata en diversas dependencias estatales con su colaboración en El Tiempo y la dirección de El Diario Nacional, y en revistas culturales como

Pan y la Revista de las Indias. Durante la República Liberal Osorio Lizarazo escribió ocho de sus diez novelas publicadas, y mientras trabajaba alternativamente como burócrata, periodista y novelista, también pasó por la imprenta varias obras monográficas o panfletarias, anticipando la que se convertiría en la faceta dominante de su obra durante las siguientes dos décadas (19441964). Los presidentes Alfonso López (1935-1938, 1942-1945) y Eduardo Santos (1938-1942) y el caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán, fueron las figuras políticas en torno a las que se movilizó la posición del autor frente a los problemas sociales. Su posición también puede comprenderse en relación con el grupo de intelectuales encargados de la política educativa, la política cultural de masas y la política del libro de los gobiernos liberales, responsables de la creación de instituciones públicas como el Museo de Arte Colonial, el Instituto Etnográfico Nacional, la Radio Nacional y el Instituto Caro y Cuervo, así como de la reorganización de la Universidad, el Museo y la Biblioteca Nacional de Colombia. Entre estos intelectuales se encontraban Germán Arciniegas, Luis López de Mesa, Darío Achury Valenzuela, Tomás Rueda Vargas, Agustín Nieto Caballero y Daniel Samper Ortega.8 La relación con este grupo estaba dada por los empleos burocráticos en el Ministerio de Guerra, el Ministerio de Educación, la Contraloría General de la República y el Ministerio de Trabajo, y con su colaboración en la redacción de El Tiempo (donde publicó sus mejores crónicas, cuentos y centenares de artículos entre 1936 y 1952), en Revista de las Indias (donde aparecieron sus cuentos, reseñas, ensayos de crítica literaria y donde se precisa su concepto de novela social entre 1942 y 1944), y luego con La revista de América (donde aparecen algunos ensayos de crítica literaria y sus biografías políticas de los caudillos liberales entre 1946-1950). La ruptura de Osorio Lizarazo con los políticos y los intelectuales liberales que habían influido de manera decisiva en la orientación social de su novelística durante la República Liberal, precipitó el distanciamiento doctrinario de los ideales liberales y la radicalización de la postura nacionalista al mediar la década de los cuarenta. La ruptura con los políticos e intelectuales liberales se expresó en términos políticos, aunque también es plausible sugerir sus 8

SILVA OLARTE, 2000.

implicaciones sociales. En la oficina burocrática o la mesa de redacción Osorio Lizarazo ocupó cargos subordinados con respecto a otros intelectuales de su misma categoría y, al llegar a la madurez de su carrera como novelista y periodista en la década de los cuarenta, entrevió que las posibilidades de ascenso social estaban cerradas en el país. A partir de 1946 el escritor trabajó al servicio de Juan Domingo Perón y Rafael Leonidas Trujillo durante un periplo que lo llevó a recorrer Venezuela, Argentina, Chile y República Dominicana, defendiendo la dictadura como el sistema más adecuado para la “realidad” de América Latina. Entonces, y como extensión de sus elucubraciones sobre la novela social, considerará que los conceptos democracia y libertad sólo podían ser definidos en el marco de la nación, y por eso les concedió un valor especulativo si no estaban vinculados con una historia, una economía y una geografía específicas.9 Si en las instituciones públicas o en las empresas publicitarias Osorio Lizarazo ocupó cargos subordinados en relación con otros intelectuales a quienes él consideraba menos capaces, esto no quiere decir que su obra no gozara de reconocimiento por parte de su pares, ni que estuviera excluido del circuito de producción simbólica dominante. No puede decirse esto de un sujeto que tenía asiento seguro en los principales diarios y publicaciones culturales de la capital y que en calidad de autor puso a circular entre sus lectores potenciales once obras en casi veinte mil volúmenes entre 1935 y 1946 —la mitad publicada o subvencionada por el Estado—, una cantidad nada desdeñable en el contexto de la época. Otra cosa es que un buen número de lectores haya abierto las páginas de los libros, que los críticos prestaran atención seria a su literatura, que las ventas produjeran dividendos y los editores se interesaran en estimular la publicación de sus obras. Por ahora este aspecto es poco conocido por la falta de documentación pertinente sobre la mayoría de sus novelas, al menos con el detalle en que aparecen registrados la debacle de la novela La casa de vecindad (1930), con menos de medio centenar de libros vendidos de una edición de mil ejemplares, o el éxito en las ediciones argentinas de la novela El día del odio (1952), con una tirada de tres mil quinientos ejemplares, y la biografía Gaitán, vida, muerte y permanente presencia (1952), con ocho mil quinientas unidades impresas en dos ediciones consecutivas el mismo año. 9

La crítica al universalismo también ocupo un lugar destacado en la inflexión ideológica de Osorio Lizarazo, visible en todas la apologías al régimen de Rafael Leonidas Trujillo en la República Dominicana, OSORIO LIZARAZO, 1946b; 1947a; 1947b; 1953; 1956a; 1956b: [1957]; [1958a];1958b; 1958c; 1958d; 1958e; 1959a; 1959b; 1960.

La crítica literaria de su obra por otros escritores no fue profusa ni profunda, aunque sí le ofreció reconocimiento en diversos momentos, sobre todo durante los años 1941 y 1942 cuando El camino en la sombra y El hombre bajo la tierra fueron seleccionadas por Revista de las Indias para participar por Colombia en el concurso de novela latinoamericana de la editorial Ferrar & Rinehart de Nueva York. A partir de este evento que abrió un espacio público internacional para la difusión y definición de la literatura andina iniciada en la década anterior —representada entre otros por el peruano Ciro Alegría, los ecuatorianos Jorge Icaza y Enrique Gil Gilbert y el boliviano Augusto Céspedes—, las preocupaciones de esta tendencia se harían sentir en diversas regiones de América Latina. La elección de las obras de Osorio Lizarazo para este concurso internacional y las gestiones llevadas a cabo con una agente literaria en Estados Unidos para publicar traducciones de sus novelas, muestran cómo su posición en ese momento estaba orientada por las tendencias dominantes de la novela social —“novela de la tierra”, “novela indigenista”, “novela regional” y “novela de enclave”. Con ocasión del segundo concurso en 1942, Osorio Lizarazo escribió a Germán Arciniegas, entonces radicado en Nueva York, insistiendo en su filiación con las vertientes de inspiración nacionalista: Tu sabes cuánto he perseverado en la creación del tipo de novela que encaja con nuestra índole y con nuestro temperamento, que es el de todos nuestros pueblos, con variantes accidentales. Yo he escrito mis libritos persuadido de que somos pueblos en trance permanente de lucha contra los elementos para afianzar la personalidad, y de que vivimos un período que tiene puntos de contacto con las grandes épocas geológicas. Captar ese ambiente convulsionado en que pugnamos por descubrirnos y por estabilizarnos con las condiciones que nos encontramos es la aspiración permanente que me ha guiado.10

Desde luego, sólo obras como La cosecha (1935) y El Hombre Bajo la Tierra (1944) podrían caber en los temas de la literatura social andina, aunque las diferencias parecen esfumarse en cuanto a las técnicas narrativas se refiere. También es cierto que Osorio Lizarazo reconoció los esfuerzos de la novela regional, indigenista, terrígena o del enclave como fragmentarios. Incluso advirtió claramente su genealogía en el cuadro de costumbres, en el gentilicio de múltiples regiones, etnias y clases sociales que estaban en trance de reconocer un orden común —y de allí su afirmación de que una novela nacional sólo es posible como tal en pueblos culturalmente

10

Carta de Osorio Lizarazo a Germán Arciniegas (21 nov. 1942): Fondo JAOL VII, 50 (104).

definidos. Pero no es posible sostener que él fuera excepcional —un outsider— en el contexto de las letras colombianas o latinoamericanas, y así puede entreverse por su valoración de la literatura contemporánea y de los protagonistas de sus novelas —los burócratas de Hombres sin presente (1938), los periodistas de El criminal (1935), los artesanos de Casa de vecindad (1930) y Garabato (1939), los cafeteros de La cosecha (1935) y los mineros de El hombre bajo la tierra (1944)— como tipos diferentes del mismo sustrato étnico o social representado en otras latitudes por el llanero y el gaucho, el ranchero y el pequeño propietario, el indígena y el negro, el jornalero agrícola y el obrero petrolero: La literatura americana sólo puede presentar un número reducido de obras maestras; y como un cuerpo de satélites, una apreciable contribución de obras menores. Todas plantean la interpretación de un aspecto de la vida esencial latinoamericana, para que el gentilicio no sea parcial, injusto e inadecuado. Mariano Azuela concentra en unos cuantos personajes del más bajo pueblo todo el contenido ambicioso del alma revolucionaria de América. Ricardo Guiraldes y Rómulo Gallegos presentan el altivo espíritu individualista en lucha consigo mismo y en infatigable defensa de sus libertades del gaucho y del llanero, dos tipos esencialmente latinoamericanos, identificados a su principio vital, a pesar de su diferencia geográfica: José Eustacio Rivera sintetiza el inmenso drama de la lucha del hombre contra la naturaleza y el poderío abrumador de ésta: Ciro Alegría y Jorge Icaza muestran el dolor de apariencia resignada pero en cuyo fondo palpita la rebeldía sin definición del decrépito descendiente de los incas; Miguel Ángel Asturias muestra la prepotencia del invicto aborigen, que infiltra su esencia al conquistador y cobra la victoria final; José Rafael Orozco ostenta la rebelión inconsciente del nativo esclavizado por el gran capitalismo gringo en el petróleo y el banano; Mariano Latorre plasma la angustia del roto chileno y la hace palpitante como un corazón vivisectado; Rafael Marrero Aristi relata la esclavitud del nativo en los campos azucareros donde el yanki ejercita su implacable dominio. La vida de las pequeñas urbes presuntuosas; la del cafetero, esclavizado al capital y al clima; la del minero que tiene la imperiosa urgencia de definir su condición humana; la del humilde inconforme que soporta la amargura de su vivir opreso cabalgando sobre la esperanza, tienen su expresión novelada. Y todos si merecen el calificativo de latinoamericanos, actúan, operan, se movilizan dentro de un común pensamiento, dentro de una ambición unánime y profunda, que lleva dos nombre perfectos: justicia y rebelión.11

El novelista colombiano no fue indigenista, fue un escritor mestizofilo. La nación que debía reconocerse en sus novelas era una nación mestiza. No vale discutir si fue una virtud o un defecto de la novelística de Osorio Lizarazo haber omitido entre sus temas favoritos a las comunidades indígenas —y sólo a las comunidades porque el indio, en proceso de mestizaje, fue uno de los protagonistas predilectos de sus novelas urbanas—, en un momento en que los intelectuales nacionalistas debatían el tipo étnico sobre el cual estarían fundadas la unidad política y cultural de la nación porque, precisamente, ésta era interpretada como resultado objetivo de la evolución 11

“El contenido social de la novela latinoamericana” [1940-1954]: Fondo JAOL III 27B (238-243).

natural. Así, él no sólo identificaba plenamente —con alguna omisiones y sin señalar sus matices— las principales corrientes de la novela social de aquella época, sino que participaba de la intención política de los autores dedicados a rascar las entrañas de la tierra en busca del ser nacional. Cómo sus pares, creía que sus novelas podían revelar la realidad de una nación, sin aceptar que estos esfuerzos más que representar las culturas preexistentes estaban encaminados a trasformarlas decididamente, contribuyendo a la selección y clasificación del material necesario para crear, allí donde no existía, una cultura común para los ciudadanos. Como muchos de ellos trabajó en empresas privadas o instituciones oficiales conformadas por comunidades de especialistas dedicados a la difusión pública de los símbolos de esa nueva cultura. Pero sobretodo, compartió con ellos la definición en la novela de los sujetos otros, privados hasta entonces de personalidad y capacidad de acción, como referentes para responder a las preguntas ¿quiénes conforman una nación? ¿qué significa ser ciudadano de esa nación?, a partir de temas y géneros que están comprendidos en el repertorio de obras de un autor que se identifican como nacionales en la literatura, la televisión y el cine latinoamericano del siglo XX. Osorio Lizarazo no estuvo fuera de lugar en su época. Es en relación con otros escritores y de sus novelas con otras obras literarias de su tiempo, como podemos comprender la especificidad y valorar con mayor claridad su obra. Mientras la literatura social latinoamericana de las décadas treinta y cuarenta del siglo XX se empeñaba en buscar sus temas en las comunidades indígenas y campesinas —y también en las economías extractivas o de enclave—, la parte medular de la novelística de Osorio Lizarazo se volcó hacia la ciudad cuando, precisamente, se producía la irrupción de las masas urbanas como una categoría política, económica y cultural característica de la modernidad en el continente. Aunque él cultivó la novela terrígena, la mayoría de sus personajes novelados estaban situados en la ciudad —en una Bogotá que en el curso del siglo XX se estaba convirtiendo en una gran ciudad— y en la urbe su escritura no encontró a las masas, a un pueblo informe, sino a sujetos y grupos concretos con una personalidad y un habla definidos, cuyos intereses se veían a menudo bifurcados frente al proceso de modernización. Así puede corroborarse en las novelas del “ciclo bogotano”: La casa de

vecindad (1930), El criminal (1935), Hombres sin presente (1938), Garabato (1939), El día del odio (1952), El Pantano (1952) y El camino en la sombra (1965).12 En este sentido la valoración de Osorio Lizarazo como narrador urbano por parte de sus lectores se produjo ex pos facto en la segunda mitad del siglo XX. Fue entonces cuando la aceleración de las grandes migraciones terminó por trasformar definitivamente el aspecto y el sentimiento de las ciudades latinoamericanas, el interés por las culturas agrarias se desplazó parcialmente hacia las culturas clasificadas como populares urbanas —aquellas en las que se verificaban con mayor velocidad la hibridación de diferentes formas culturales para dar lugar a una cultura común—, revelando el carácter singular de la experiencia citadina y presentando los conflictos y las luchas de los sujetos por apropiarse de su espacio como parte irrecusable de la historia de la urbe. En ese terreno habría sido más fructífero, por su actualidad en Colombia, cambiar el enfoque y preguntar quiénes son los bogotanos y qué significa ser bogotano. Sin embargo, Osorio Lizarazo no insistió en caracterizar su obra como bogotana, su novela urbana no era novela regional o cuadro de costumbres, ni él se presentó a sí mismo como un autor dedicado a pescar entre las alcantarillas la esencia del ser bogotano. Correspondió a otros —a quienes encontraron la ciudad invadida por habitantes de diferentes regiones del país, a quienes llegaron a la ciudad y la trasformaron en las últimas décadas del siglo— reconocer que la novelística de Osorio Lizarazo fue el único esfuerzo sistemático de exploración de la ciudad en la primera mitad del siglo XX, al comprobar que las arcas de la historia de la Bogotá contemporánea estaban vacías, narrativamente hablando, y no ofrecían un repertorio de obras comparables a las de la literatura nacional —y a la de otras capitales de América— susceptibles de ser consagradas como parte de una épica bogotana.13 Osorio Lizarazo buscó sus protagonistas en la gran ciudad en un periodo en que ésta aún no entraba por completo en el repertorio de la novela social, pero su tratamiento de la gran ciudad fue temático, a veces justificado con lagas disertaciones en medio de la historia, sin experimentar en la novela una trasformación paralela de las técnicas y el lenguaje literarios. Lo mismo ocurrió 12

NEIRA PALACIO, 2002; GUTIÉRREZ GIRARDOT, 1982. La búsqueda de una epopeya bogotana del siglo XX en el “ciclo bogotano” puede seguirse en VOLKENING, 1972 y 1979, MUTIS DURÁN, 1978, COBO BORDA, 1981. 13

en el conjunto de sus ensayos sobre novela y nación, cultura y americanismo, en los que la ciudad no aparece de manera explícita, como un especto relevante y específico de la novela o de la historia social del continente.14 A pesar de todo esto Osorio Lizarazo describió como cronista y novelista diversos procesos, actividades y espacios tangibles a través de la experiencia de sujetos (personajes) urbanos: procesos como la migración campesina a la ciudad, la constitución de las clases sociales modernas, la conversión de los periódicos en empresas comerciales, el desarrollo y la especialización de nuevas zonas urbanizadas, la formación del aparato burocrático y la intervención en la ciudad de instituciones encargadas de la política social; actividades diversas como la servidumbre doméstica, el comercio callejero, el robo, el trabajo artesano, la prostitución, la magia, el espiritismo, el empleo burocrático, el periodismo, la literatura y la agitación revolucionaria; espacios de sociabilidad como la mesa de redacción, la imprenta, la calle, la plaza de mercado, la casa de vecindad, la chichería, el barrio, el suburbio, el prostíbulo y la oficina pública. La obra de Osorio Lizarazo es más conocida y estudiada por las ciencias sociales que por la crítica y la historia literarias. Sin embargo, su utilización como fuente de información para las ciencias sociales tiene también algunas dificultades, sobretodo en cuanto se refiere a una obra literaria, siempre que se pretende utilizarla como un testimonio verosímil de la actividad de los sujetos urbanos y considerar personajes novelados como si fueran personajes históricos. Las principales dificultades radican en la identificación de las técnicas narrativas del naturalismo con las técnicas de descripción etnográfica y en la afinidad ética que produce su reivindicación política de los sujetos populares como protagonistas de la acción narrativa. Ambas impiden construir un aparato crítico dirigido a cuestionar la condiciones empíricas bajo las cuales es posible, y legítimo, invocar la novela de Osorio Lizarazo como fuente para la antropología y la sociología históricas. Nuestra contribución al respecto, desde la perspectiva de la historia, se concentró en estudiar las relaciones del archivo con el autor y del autor con su obra, al preguntar quién es un autor nacional y qué es una novela nacional, conceptos que utilizamos cuando suponemos la 14

La excepción es la descripción muy tradicional de los cambios en la vida urbana plasmada en el manuscrito “La vieja y la nueva ciudad” [1943]: Fondo JAOL I, 2 (40-45). Publicado inicialmente como “Ciudad vieja y ciudad nueva”, Sábado (Bogotá): no. 2 (24 jul. 1943), pp. 6 y 14; y de manera póstuma “Crónicas de Bogotá: ciudad vieja y ciudad nueva” Eco (Bogotá): vol. 34, no. 209 (Mar. 1979) p. 493-501.

existencia de una literatura colombiana como suponemos la existencia de un cine, una televisión, un fútbol y una música nacional. En esta dirección hemos trabajado los últimos años, precisamente, a partir del hallazgo del archivo manuscrito del autor y su donación a la Biblioteca Nacional de Colombia, procurando fijar el corpus de la obra y ofrecer un amplio repertorio de fuentes sobre la vida del autor como premisa de una lectura crítica acerca de sus novelas. Para el efecto hemos realizado la conservación preliminar, la organización física y en alguna medida la catalogación del archivo, creando herramientas adecuadas para la investigación en los campos de la literatura y las ciencias sociales. Además, hemos organizado la exposición manuscrita, bibliográfica e iconográfica “La ciudad innominada” en el año 2003, actividad realizada en la Biblioteca Nacional con el apoyo del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. Dicha exposición tuvo como objeto familiarizar al público bogotano con Osorio Lizarazo y presentar a los visitantes el proceso por el cual este escritor pudo trasladar sus impresiones sensoriales al papel, esto es, el proceso creativo que le permitió descubrir para la novela colombiana un aspecto nuevo de la realidad social, con un acento particular en la ciudad de Bogotá. Con todo, la labor del historiador —la política de la memoria— no tiene un significado neutro. Sólo en cuanto el archivo de Osorio Lizarazo es patrimonio y se ha constituido en un fondo manuscrito de la Biblioteca Nacional de Colombia es posible hablar en propiedad de su constitución como autor nacional. Quiérase o no la conversión en patrimonio de un archivo personal implica incluir a un sujeto entre los colombianos dignos de memoria, aquellos cuyas reliquias deben conservarse contra los avatares del tiempo en un recinto especial dedicado a crear y recrear el pasado en el orden del presente. Sin embargo, menos preocupados por procurarle a Osorio Lizarazo un lugar en la historia o reivindicar como nuestro su credo nacionalista, nos compete reconstruir un contexto material en el cual su obra pueda ser relacionada formalmente con los manuscritos y los impresos de otros autores. Nos situamos así frente a la posibilidad de investigar en el futuro no a sólo a los sujetos sino al campo intelectual en su conjunto, de ampliar el horizonte de los autores considerados nacionales y de comprender su trabajo como parte de procesos más generales de la sociedad moderna. ***

Las Biografías de nadie son borradores para construir personajes de novela social. Son una serie de crónicas dedicadas a rescatar los perfiles biográficos de sujetos despreciados por los periodistas y los historiadores de la época cuando se preguntaban ¿quiénes son los colombianos? y ¿qué significa ser colombiano?: “¡Cuán hermosas son las vidas opacas y cuán dignas de admiración las que languidecieron en la penumbra, cumplieron, en su hora, con su deber y no recibieron jamás recompensa ni fueron glorificados, ni abandonaron su ingenuidad perfecta!”15 No tratan de presentar una entidad abstracta, al pueblo o las mayorías, sino a sujetos cuya vida singular merece ser contada como encarnación de una experiencia colectiva: “Yo he tenido la afición, un poco tonta y pesimista, de escarbar entre esas almas que presentaban algo extraordinario o irregular, pero esta afición se ha situado por lo bajo y me gustan más esos espíritus humildes y sinceros que llevan una pobre vida de privaciones y de dolor, que lo que se ha llamado gentes de selección”.16 El novelista no autorizó publicar las crónicas de las Biografías de nadie en un libro y, a diferencia de otros materiales hemerográficos, no existen manuscritos que evidencien interés alguno por liberar los textos de la fragilidad del papel periódico. Tras la muerte del autor, en 1964, las crónicas que conforman este pequeño volumen fueron incluidas de manera dispersa en la única compilación sistemática de su obra, Novelas y crónicas (1978), editada en la Biblioteca Básica Colombiana bajo la dirección de Santiago Mutis Durán.17 ¿Por qué, entonces, publicar un libro nunca escrito ni editado como tal y utilizar para este efecto crónicas ya recogidas en una compilación? La edición de Novelas y crónicas, en particular, y la Biblioteca Básica Colombiana, en general, representaron en su momento una mediación indispensable entre los nuevos lectores y la bibliografía colombiana, al continuar la labor de difusión desde el Estado de los autores y las obras nacionales emprendida desde la cuarta década del siglo XX a través de la Selección Daniel Samper Ortega de Literatura Colombiana y la Biblioteca Popular de la Cultura Colombiana —en

15

“La vida extraordinaria de Jacinto Albarracín, el primero que en América ensayó un gobierno de soviet”, El Tiempo (Bogotá): (26 feb. 1939), Segunda, p.3, crónica incluida en OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 426-434. 16 “La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz”, El Tiempo (Bogotá): (5 feb. 1939), Segunda, p.3, crónica incluida en [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 314-317]. 17 OSORIO LIZARAZO, 1978.

las cuales, dicho sea de paso, habían aparecido obras de Osorio Lizarazo. Nuestro propio trabajo a partir de las preguntas quién es un autor nacional y qué es una novela nacional debe ser comprendido en relación con la política del libro encabezada por Santiago Mutis Durán y Juan Gustavo Cobo Borda en la década de los setenta, así como de Daniel Samper Ortega, Luis López de Mesa y Germán Arciniegas en las décadas de los treinta y cuarenta del siglo XX. No vale la pena insistir en aspectos de carácter formal notados en trabajos sobre otros autores. A pesar de los fallos en la citación y la falta de un aparato crítico adecuado, los escritos que aparecieron allí son los más representativos de Osorio Lizarazo. Quizá por la amplitud de autores comprendidos en la Biblioteca Básica Colombiana y por los conocimientos de la época sobre los autores y las obras nacionales, Novelas y crónicas es una compilación sin cuidado alguno por el orden estilístico o conceptual de los materiales. Si queremos reconstruir el contexto material necesario para comprender las mejores novelas de Osorio Lizarazo, La casa de vecindad (1930), Hombres sin presente (1938) y El hombre bajo la tierra (1944) —a las que debe agregarse no por su calidad sino por su significado histórico El día del odio (1952)—, es posible sugerir un orden para la selección de los escritos de Osorio Lizarazo confinados en publicaciones periódicas, documentos manuscritos y folletos impresos. Como queda anotado en la cronología y las fuentes adjuntas, el orden de producción resulta adecuado a los conocimientos empíricos que nos proporciona el material manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Colombia. Una serie estaría integrada por diversos materiales producidos entre 1923 y 1929 como redactor de Gil Blas y Mundo al Día: los poemas modernistas que constituyen sus primeros escritos autorizados (1923-1925), los poemas vanguardistas del anunciado pero nunca publicado libro “¡Llegó la hora!” (1925), las crónicas urbanas compiladas en el libro La cara de la miseria (1926) y los reportajes que luego se convertirían en las Biografías de nadie (1924 y 1927). Una serie más estaría conformada por los escritos realizados entre 1936 y 1949 como colaborador y periodista de El Tiempo —y sus filiales Revista de las Indias y Revista de América—: los ensayos dedicados al nacionalismo en la literatura (1936-1946), los escritos sobre literatura colombiana (1936-1956), las crónicas de las Biografías de nadie (1939-1940), los cuentos cortos de los manuscritos “Viento en el Prado” (1941-1943) y “Los hermanos menores” (1927-1946), los ensayos sobre sus maestros de la

literatura universal recogidos en el manuscrito “Cabezas de estudio” (1942-1946) y las biografías políticas de caudillos liberales compiladas en el manuscrito “Lámpara que no se extingue” (19471949). Otra serie estaría conformada por manuscritos inéditos de sus últimas obras literarias (1949-1963): la novela “¿Cuántas copias señor ministro?” [1949], el argumento cinematográfico “La batalla en la sombra” [1948-1956], la pieza de teatro “Los hombres no sufren” [1948-1956] y la novela “Barco a la deriva” (1963). Y una última serie —a la que no nos referiremos aquí de manera detallada— estaría compuesta por una selección apretada de textos publicitarios escritos o publicados en Colombia, Venezuela, Argentina, Chile y República Dominicana entre 1944 y 1960: escritos de agitación política dedicados a Jorge Eliécer Gaitán (1944-1946), Rómulo Betancur (1944-1947), Juan Domingo Perón (1949-1956), Gustavo Rojas Pinilla y Rafael Leonidas Trujillo (1946-1960). Las más bellas crónicas de J. A. Osorio Lizarazo, las Biografías de nadie, fueron elaboradas como reportajes durante el periodo en que trabajó en Mundo al Día entre 1924 y 1929. Las versiones aquí publicadas aparecieron en la página literaria de El Tiempo, entre 1939 y 1940, modificadas de manera notable para destacar con acento crítico y humorístico las vidas de hombres y mujeres cuya sensibilidad, actuación y pensamiento quedaban excluidos de los cánones pragmáticos de la vida urbana moderna. Para hacer notar el tono autobiográfico de sus escritos, Las Biografías de nadie están presididas por la voz en primera persona de Pascual Goya, el otro yo de Osorio Lizarazo en la crónica “Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918”. Luego, con sus palabras, siguen el envejecimiento y la muerte de la pitonisa Julia Ruiz, el anarquista Biófilo Pancalsta, el novelista y dramaturgo Jacinto Albarracín, el tipógrafo y periodista Pablo Emilio Macera, el poeta Efraím de la Cruz, el historiador y poeta Roberto Rojas Gómez, el lustrabotas y vendedor de prensa Juan de Jesús Flórez, el vendedor de específicos apodado indio Rondín, el profesor de baile Alirio Caycedo Álvarez y la adivina Mariana Madiedo, sujetos de carne y hueso a quienes entrevistó y conoció de primera mano durante la juventud. Estos personajes aparecieron de manera literal o eufemizada en las principales novelas urbanas de Osorio Lizarazo y tuvieron un lugar en su vida tal como la conocemos a través del fondo manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional. Resultaría ocioso ofrecer una larga lista de posibles correspondencias en cada una de las novelas,

empresa tan dilatada como seguir las respectivas trayectorias de los personajes o corregir los innumerables errores históricos de cada crónica. En cambio, vale notar cómo en estas crónicas Osorio Lizarazo confirió a sus protagonistas el carácter de personajes de las novelas de Máximo Gorki, Fedor Dostoievski y Emilio Zola, para lo cual empleó la técnica biográfica de cuño periodístico de Stefan Sweig, él único autor del siglo XX a quien atribuyó una notable influencia en su formación como escritor. La misma técnica inspirada en Sweig fue empleada en escritos que podríamos llamar las biografías de alguien, el libro Gaitán: vida, muerte y permanente presencia (1952) —por no mencionar el perfil megalómano trazado en Así es Trujillo (1958)—, y en los ensayos compilados en los manuscritos “Cabezas de estudio” y “Lámpara que no se extingue”. Las biografías de alguien son el marco de referencia para comprender la especificidad de las Biografías de nadie, puesto que en cuanto al estilo y verosimilitud Osorio Lizarazo obró a la manera de su maestro, poco ajustado a los hechos y más preocupado por las exigencias de un género periodístico de divulgación histórica. Las crónicas de 1939 y 1940, además de su afinidad cronológica, se diferencian de otros escritos y tienen coherencia interna por el tratamiento de los sujetos como personajes novelados, tratamiento acorde con una posición ética que Osorio Lizarazo sustentó en sus ensayos sobre la novela social y reafirmó en su última novela “Barco a la deriva” (1963), cuando intentó escribir sobre sí mismo la última biografía de nadie: Me entusiasmaba pensando cuan justo y patético era emprender la biografía de uno de esos seres desconocidos y triviales en torno de cuya simplicidad han girado los acontecimientos, y que encarnan la esencia de la humanidad y de su tiempo con mayor amplitud que las figuras protagónicas, y me preguntaba si no era más puro y más útil reconstruir la trayectoria de una existencia oprimida por la insensibilidad social, víctima de su propia sinceridad, agobiada bajo pasiones íntimas de las que carcomen la carne y el espíritu y por lo tanto profundamente humana, que emprender la alabanza o la crítica de uno de esos genios maléficos que pasan sobre el mundo distribuyendo la destrucción y el odio.18

Su novela se refrendó por la confianza en la construcción de un arte adecuado a las condiciones telúricas, psicológicas y étnicas de una nación, pero también por la exigencia de que sus personajes y sus temas estuviesen ligados de forma íntima a la vida del autor. El autor puede hacer una creación “objetiva” sólo a través de las sensaciones corporales y la auto-experiencia, 18

Manuscrito“Barco a la deriva” (1963): Fondo JAOL IV, 31 (10).

pues, en la novela, “los personajes no pueden ser productos ideales o imaginarios, en quienes el autor vuelca su fantasía adocenada, sino que proceden de la realidad efectiva. No son muñecos sino seres impregnados de dolor, de fuerza combativa, de esperanza, de sentimientos que se han hecho más tangibles”. Y continuaba: Dentro de esta concepción de la novela, el elemento autobiográfico actúa casi como principio primordial. Las experiencias personales, las impresiones de panorama, de topografía, de pasión, de sufrimiento que han actuado directamente sobre el autor forman en la novela objetiva y brutal de hoy la urdimbre en la cual se engranan otras vidas que muchas veces son simples derivaciones de la propia, manifestaciones mal contenidas de deseos íntimos, en los cuales juega un papel destacado el anhelo de represalia o el complejo de expiación.19

Tal orientación produjo una sospechosa coherencia entre biografía y obra novelística, traducida con intencionalidad en los documentos legados por Osorio Lizarazo: su archivo es un esfuerzo para garantizar la unicidad del autor, o si se quiere, para intentar resistir que otros yo anden por ahí sin autorización del sujeto, como símbolos con una vida propia y despojados de los atributos originarios del autor. El ensamblaje de sus novelas con el periplo de su vida constituiría una extensa obra escrita con tinta sangre: “Mi obra total podría llamarse 'La Miseria Humana'. Por mi sensibilidad, mi temperamento, mis propios sufrimientos he elegido la posición de denunciante, de voz erguida para enrostrarle a la sociedad su indiferencia y su crimen y el origen exacto de las causas por las cuales va perecer”.20 Por esa actitud deliberada es posible encontrar nexos evidentes entre novelas y periodos específicos en la vida de Osorio Lizarazo: de su infancia entre los jesuitas en el Colegio Nacional de San Bartolomé, Garabato; de su adolescencia como empleado despensero en una mina de oro, El hombre bajo la tierra; de su labor en varias empresas de comercialización de café, La cosecha; de su experiencia en la redacción del periódico Mundo al Día y su enfermedad, El criminal; de su apasionada aventura con Blanca Restrepo, La casa de vecindad; de su recorrido por las dependencias del Estado, Hombres sin presente y “¿Cuántas copias señor ministro?”; de su amargo desencanto amoroso en Shangri-La, El Pantano; de su formación en los ideales de justicia social durante la juventud y su actividad publicitaria a favor de Perón y Trujillo durante la madurez, “Barco a la deriva”.

19 20

Manuscrito “Un aspecto de la novela contemporánea” [1946]: Fondo JAOL I, 2 (21-24). Carta de Osorio Lizarazo a Hernando Cediel [1954]: Fondo JAOL V, 38 (5-8).

Cuando las primeras cuatro Biografías fueron publicadas, Osorio Lizarazo abandonó su empleo como secretario privado en el Ministerio de Guerra para participar en la sección editorial de El Tiempo. Sin embargo, mucho antes de que terminaran de aparecer las últimas crónicas al mediar 1940, la situación de Osorio Lizarazo en el periódico se tornó insostenible, como lo deja entrever la carta que le escribió al presidente de Colombia y propietario de El Tiempo, Eduardo Santos, en la que protestó por la reducción en la categoría y el salario que le fueron asignados inicialmente.21 Osorio Lizarazo pertenecía a la misma categoría de los intelectuales vinculados a los gobiernos liberales y participaba más de sus formas de acción política que del apostolado romántico de los personajes las Biografías de nadie. Sin embargo, él, hijo de un artesano, se había formado en la niñez, la adolescencia y la juventud en un medio más próximo al de estos sujetos, con quienes compartió, además, sus primeras experiencias en la prensa obrera, el diarismo y la bohemia tabernaria durante los años veinte. Su invocación cobra sentido por el lugar subordinado que ocupó en las empresas periodísticas y las instituciones públicas, en un momento en que quiso oponer la imagen humilde, pura y sincera de sus personajes novelados frente a quienes “pretenden agarrar la bandera de las reivindicaciones” cuando “vinieron al mundo y se lo encontraron todo hecho, por el sacrificio oscuro de hombres olvidados a quienes menosprecian”.22 Si en 1927 Osorio Lizarazo relató el mítico tercer bautizo de Vicente Rojas Lizacano por Máximo Gorki a la orilla del mar —“¿Pero tú, Panclasta, amas hasta ese punto la vida? Merecerías llamarte Biófilo”—, unos días después el anarquista respondió desde una cárcel de Bogotá: “Gracias. El genio de vuestra visión psicológica dio formas significantes a mi bohemia anárquica en mi vida tan mal comprendida como mi alma fuerte, libre y buena”, y unas líneas más adelante: “Para mi la cárcel es el estado natural, puesto que un hombre de mi mentalidad sólo tiene un asilo, la cárcel ó una fuga, el suicidio”.23 Una década después Osorio Lizarazo 21

Carta de Osorio Lizarazo a Eduardo Santos (23 feb. 1940): Fondo JAOL VI, 42 (11-12). “La vida extraordinaria de Jacinto Albarracín, el primero que en América ensayó un gobierno de soviet”, El Tiempo (Bogotá): (26 feb. 1939), Segunda, p.3. 23 “Perseguido por todos los gobiernos Panclasta se refugia en su rebeldía. El hombre que ha vivido veinte años de bohemia anárquica”, Mundo al Día (Bogotá): (7 mar. 1927), pp. 12-13; Carta de Biófilo Panclasta a Osorio Lizarazo (11 mar. 1927): Fondo JAOL VI, 41 (29). En otra carta de Biófilo Panclasta a Osorio Lizarazo (21 may. 1927): Fondo JAOL VI, 41 (30), Biófilo valoró así esta primera crónica: 22

invocó de nuevo su nombre legendario, “Biófilo Panclasta es un personaje gigantesco para una biografía que no se escribirá nunca”, cuando publicó el 5 de febrero de 1939 un hermoso escrito fúnebre sobre Julia Ruiz, amiga suya y compañera íntima del agitador revolucionario.24 Y para reafirmar esta posición publicó en la siguiente semana “Biófilo Panclasta: el anarquista colombiano, amigo y compañero de Lenin, que conoció los horrores de la estepa de Siberia”, un año antes de que este personaje dostoievskiano, el anciano luchador y panfletista infatigable en las jornadas libertarias de Barcelona, Buenos Aires y La Haya, intentara suicidarse en Barranquilla.25 Tras escribir sobre Julia Ruiz y Biófilo Panclasta, Osorio Lizarazo reencontró en los reportajes de prensa de Mundo al Día a otros maestros intelectuales, precursores de las ideas sociales y la educación popular, Jacinto Albarracín, Pablo Emilio Mancera y Efraím de la Cruz. Y al revisar estos materiales escribió también las crónicas dedicadas a Roberto Rojas Gómez, Juan de Jesús Flórez, Alirio Caycedo Álvarez, Mariana Madiedo y el indio Rondín. Los personajes presentan una la mezcla abigarrada de espiritismo, radicalismo liberal, socialismo cristiano, poesía modernista, sindicalismo primario y anarquismo, que apuntalaban un espectro más amplio sobre las sociabilidades políticas, artesanales y literarias en las cuales tuvo lugar la agitación de lo social en Colombia durante las dos primeras décadas del siglo XX. En las crónicas publicadas en El Tiempo, a diferencia de las de Mundo al Día, la noción de lo social se había incorporado ya al Estado con el advenimiento de la República Liberal, y los viejos activistas habían sido desplazados y olvidados de forma definitiva por la aparición de nuevas generaciones de sindicalistas, políticos e intelectuales profesionales: el apostolado cultural de los personajes de las Biografías, sus novelas, poemas, panfletos, invocaciones espiritistas, obras de teatro y periódicos maravillosos destinados a “despertar a todas las clases oprimidas de su marasmo y de

No creí yo, que de una incoherente y nerviosa causerie pudierais vos, con prodigio de memoria y sutil profundidad psicológica, fijar los trazos ideales de mi tipo de mentalidad psíquica especial. Bien dijera de vos, lo que Lamartine de un traductor suyo: en vuestra obra reflejo de la mía como una fuente que hermoseada representa mi faz, me admiro. Hay algún detalle de información exagerado, pero esa o fue culpa de mi ligero decir o del rápido escuchar vuestro. 24 “La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz”, El Tiempo (Bogotá): (5 feb. 1939), Segunda, p.3. 25 El Deber (Bucaramanga), núm. 4830 (ene 31 1940), p. 1.

su indolencia para lanzarlas en la conquista acerada de la justicia social”,26 cedieron el paso a la política cultural de masas emprendida desde el Estado por otros intelectuales con su parafernalia de libros, revistas, radios y cinematógrafos circulando por diversas regiones del país. La publicación de las Biografías de nadie permite una aproximación heterodoxa a la historia de los intelectuales colombianos de la primera mitad del siglo XX. Osorio Lizarazo reconoció en cada uno de los personajes su propia experiencia, su formación en las ideas sociales, y el mundo urbano al que dedicará sus mejores obras. Con estas crónicas, pinceladas de otras vidas perdidas en el tiempo, interpretó el origen de su novela social y reclamó para sí mismo un lugar en la memoria de los colombianos. Quizá por su insistencia en descubrir quiénes son los colombianos, si ser colombianos significa algo, podamos encontrar en las Biografías de nadie muchos pretextos para seguir preguntándolo. Bibliografía citada ANDERSON, Benedict. 1993 Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (2ª edición). México: Fondo de Cultura Económica. COBO BORDA, Juan Gustavo 1981 “Osorio Lizarazo, el ciclo bogotano”, La tradición de la pobreza. Bogotá: Carlos Valencia editores, pp. 8396. GELLNER, Ernest 1988 Naciones y nacionalismo. México: Alianza, (Los noventa; 53). GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael 1982 “La literatura colombiana en el siglo XX”, Manual de historia de Colombia. Bogotá: Procultura, vol. III, p. 445-536. HOBSBAWM, Eric 1992 Naciones y nacionalismos desde 1780. Barcelona: Crítica. MUTIS DURÁN, Santiago 1978 “Introducción”, OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. xi-lxxxvi. NEIRA PALACIO, Edison Darío 2002 La gran ciudad latinoamericana. Bogotá en la obra de José Antonio Osorio Lizarazo. Berlín- Nueva York: Peter Lang. 26

“Pablo Emilio Mancera: el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector”, El Tiempo (Bogotá): (26 mar. 1939), Segunda p.3.

SILVA OLARTE, Renán 2000 Las culturas populares en Colombia durante la primera mitad del siglo xx. Cali: CIDSE- Universidad del Valle (Documentos de Trabajo; 53). VOLKENING, Ernesto 1972 “Literatura y gran ciudad”, Eco (Bogotá): nos. 143-144. 1979

“A propósito de Jose Antonio Osorio Lizarazo (1953)”, Eco (Bogotá) vol. 35, no. 214 (Ago.), pp. 442-443

Citación Manuscritos Fondo José Antonio Osorio Lizarazo, Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá (Fondo JAOL). El número de orden refiere la signatura exacta de cada uno de los documentos catalogados. Guía la citación y por lo tanto la consulta pública de la información. En números romanos se identifica la caja: V; seguido de coma en arábigos se identifica la carpeta: 35; en arábigos y entre paréntesis se identifican la foliación del documento: (4). V, 35 (4) La signatura refiere siempre una forma de clasificación artificial del fondo documental. No reporta en todos sus términos un orden preexistente en el archivo personal del autor, sino la ubicación relativa de un documento en el fondo.

La carpeta [35]es la unidad básica del fondo y constituye el orden de natural de los documentos. Ese orden queda expresado en los números de cada folio, esto es, en el último término de la signatura consignado entre paréntesis [(4)]. Sin excepción, la foliación fue realizada respetando el orden natural.

Cronología (1900-1964) 1900- 1916 José Antonio Osorio Lizarazo nace en Bogotá el 30 de diciembre de 1900, primogénito de los tres hijos de Belisario Osorio Navas y de María Josefa Lizarazo Durán. No conocemos si nació o no en la mítica calle 32 de Bogotá, como lo indica en Garabato, pero puede afirmarse con mayor certeza que vive la mayor parte de la infancia en el barrio Las Nieves y la adolescencia en Fontibón, al occidente de la ciudad. Termina bachillerato en el colegio nacional de San Bartolomé, regentado por sacerdotes jesuitas, al cual asisten también los hijos de las familias acomodadas de Bogotá. Allí estudia al menos desde 1910 hasta 1916, entre los nueve y los dieciséis años aproximadamente, en compañía de los niños Álvaro de Brigard Silva, Carlos Manuel Canal, Alfonso Uribe, Luis Enrique Osorio, Gustavo Samper y Augusto Ramírez Moreno. 1917-1919 Osorio Lizarazo abre la tenaz empresa de su archivo cuando, protegido con tres cartas que conservará hasta la muerte, sale de la casa de sus padres en septiembre de 1917, se descuelga de la Sabana, cruza el río Magdalena y trepa hasta Manizales. “Sin destino” en la ciudad, busca fortuna en las montañas hasta conseguir empleo en el almacén del campamento minero “La Coqueta”. En el ínterin de los meses de marzo y septiembre de 1918 trabaja en una construcción y luego se traslada a las minas de oro de Marmato, en el Departamento de Antioquia, de donde regresa herido a Bogotá. Entonces se encontrará en el hospital de caridad durante la pandemia de cólera morbus, episodio vivido también por Pascual Goya, el otro yo de Osorio Lizarazo en la sensacional crónica “Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918” (1939). 1920-1921 En 1920 viaja a la zona cafetera y labora como empleado auxiliar en varias compañías comercializadoras de grano, primero en el Líbano y después en San Lorenzo. Despedido de la casa comercializadora de Londoño, Ayala y Co., sin un trabajo estable y viviendo de “fiado”, Osorio Lizarazo sale de San Lorenzo con rumbo a Manizales, a donde llega hacia finales del mismo año. Allí se inicia como periodista con un artículo político en un diario de Manizales, comentando la campaña del liberal Benjamín Herrera contra el conservador Pedro Nel Ospina. Publica El reivindicador, primer impreso en el largo prontuario de Osorio Lizarazo “que apareció durante un mes y medio proclamando un socialismo meramente intuitivo que lo condujo al fracaso” 1922-1924 Si desde la perspectiva del archivo el autor existe desde el momento en que Osorio Lizarazo deja Bogotá y rompe con su padre en 1917, desde una perspectiva literaria y sociológica el autor —el intelectual— sólo se constituirá en los años posteriores a su regreso a Bogotá a finales de 1922. Al finalizar ese año consigue un certificado como redactor de El Sol, dirigido por Luis Tejada y José Mar, pero no publica página alguna con su nombre en ese diario. Luego vaga por la ciudad con el editor del papel obrero La Libertad, el protagonista de una de sus biografías de nadie: “Pablo Emilio Mancera, el hombre que durante cuarenta años publicó un periódico del que era el

único lector” (1939). Finalmente, en marzo de 1923, trabaja en el Gil Blas junto con uno de los poetas sobrevivientes de la “Gruta Simbólica”, su maestro en la bohemia tabernaria y la mesa de redacción: Delio Seravile. De la mano de Seravile —e influenciado por el también poeta Efraim de la Cruz, “Helios”— publica una decena de poemas y sus primeras crónicas, labor que continuó en Mundo al Día cuando Gil Blas fue cerrado en junio de 1924. 1924-1929 En Mundo al Día el joven escritor de algunas rimas y artículos políticos —como buen bohemio y buen bogotano— se convierte en periodista profesional, en un publicista dedicado a manipular significados todos los días por un salario. Conoce a Blanca Restrepo, también empleada en el diario, su compañera íntima y personaje femenino omnipresente en las novelas del “ciclo bogotano”. Durante estos años de agudos dolores, amores ilícitos y penuria económica, produce gran parte del material que constituirá sus mejores crónicas y novelas urbanas en las décadas siguientes. Prepara un libro de poemas vanguardistas que jamás llega a publicarse y escribe sobre manicomios, cárceles, chicherías, hospitales, casas de vecindad, pasajes y cementerios en una ciudad que crece a la sombra de la “danza de los millones”. En 1926 aparece La cara de la miseria editado por Germán Arciniegas en los Talleres de Ediciones Colombia y 1927 publica en Mundo al Día los reportajes que conformarán las Biografías de nadie. 1929-1934 Tras publicar sus últimos escritos en Mundo al Día decide salir de Colombia. Consigue acreditarse como reportero de viaje de la agencia noticiosa S.I.N., El Tiempo, El Espectador, Cromos y El Nuevo Tiempo para viajar a Panamá en febrero de 1929. Regresa a Colombia ese mismo año y se radica en Barranquilla en compañía de Blanca Restrepo. Termina los manuscritos de La casa de vecindad y El criminal, cuya publicación en Europa intenta gestionar a través de Eduardo Santos. Se hace miembro del Club Rotario al que acuden las personalidades más notables de la burguesía barranquillera y figura como responsable de la comisión de prensa. Trabaja en La Prensa desde 1929 y en 1932 es nombrado director de ese periódico. En 1933 se retira de La Prensa y funda El Heraldo en compañía de Enrique de la Rosa, diario desde el cual impulsa la candidatura de Alfonso López a la presidencia de la República. Termina el manuscrito de Barranquilla 3132. Se anuncia a través de volantes la aparición de El criminal, pero el libro únicamente saldrá a la luz pública hasta 1935. Tras la aparición en Bogotá de La casa de vecindad, Osorio Lizarazo recibe noticias de su editor sobre la negativa de todas las librerías bogotanas —salvo la Médica— a exhibir la obra en sus vitrinas, conducta que éste considera nada rara en un “medio bogotano bastante pacato”. En 1932, un año después de la publicación del libro, sólo se habían vendido 30 ejemplares. 1934-1940 Fracasa como jefe de redacción de El Heraldo y regresa a Bogotá, donde se ve obligado a conjugar durante una década (1934-1944) el trabajo como empleado al servicio del Estado, las labores periodísticas y la escritura de novelas. En 1934 trabaja como relator en la Cámara de Representantes, presenta a Eduardo Santos un plan orgánico para asumir la jefatura de redacción de El Tiempo y prepara la publicación de las novelas La cosecha y El Criminal. Desde finales de 1935 hasta febrero de 1936 dirige el Diario Nacional, y colabora con el grupo de intelectuales liberales encargados de la política cultural de masas y la política del libro coordinados por el

Ministerio de Educación y la Biblioteca Nacional. Termina Hombres sin presente y prepara Garabato. Publica diversos escritos en la revista Pan. En 1937 y 1938 es nombrado secretario privado del ministro de guerra, cargo que abandona en abril de 1939. En 1939 trabaja en El Tiempo como redactor de la página editorial y publica la serie de crónicas Biografías de nadie. Poco después, al ver reducido su salario y su categoría en la empresa, escribe una carta al presidente Eduardo Santos en la que detalla su precaria situación económica y protesta por el trato discriminatorio recibido en el diario. 1940-1944 Osorio Lizarazo continúa laborando simultáneamente como empleado público, periodista y novelista. La venta de diez mil ejemplares del libro Santander, permite al novelista adquirir una fanegada de tierra en el barrio El Prado al norte de Bogotá. Allí, en la casa campestre donde lo entrevista Luis Enrique Osorio y lo capta el lente de Daniel Rodríguez en 1944, termina definitivamente su relación con Blanca Restrepo. Entonces el paraje de aire limpio plasmado en la serie de cuentos “Viento en el prado” se convertirá en el mefítico suburbio despoblado de la novela El Pantano. Entre 1940 y 1944 trabaja sucesivamente al servicio del Estado en el Ministerio de Educación, la Contraloría General de la República y el Ministerio de Trabajo. En el mismo periodo escribe El camino en la sombra y El hombre bajo la tierra, ambas obras seleccionadas para participar por Colombia en el concurso de novela latinoamericana organizado por la editorial Ferrar & Rinehart de Nueva York. 1944-1947 Funda y dirige el periódico Jornada que impulsa la campaña de Jorge Eliécer Gaitán a la presidencia de la República. Se casa con Eri Ortiz, empleada del Ministerio de Trabajo y secretaria de Jornada, quien será su compañera y ayudante de trabajo hasta su muerte. En 1945 deja el periódico, trabaja como redactor de Sábado y escribe varias monografías económicosociales. En agosto de 1946 viaja por primera vez a República Dominicana invitado por el gobierno presidido por Rafael Leonidas Trujillo. A su regreso a Bogotá escribe el nauseabundo texto La Isla Iluminada, obra editada tres veces y publicada en inglés, que determina el inicio de una larga —y muy bien remunerada— saga de apologías al tirano. Tras la derrota gaitanista en las elecciones, el escritor propone a Gaitán asestar un golpe de Estado con la colaboración de algunos militares, propuesta desechada de tajo por el caudillo popular. Entonces Osorio Lizarazo publica el texto satírico “La aventura de un gaitanista” que marca su ruptura con Gaitán y precipita su partida de Colombia hacia Venezuela. 1947-1957 Luego de vivir un año en Venezuela, viaja para radicarse en la Argentina entre 1948 y 1956. En Buenos Aires trabaja como corresponsal de El Tiempo hasta 1950, cuando obtiene empleo en la Subsecretaría de Información de la Presidencia de la República. Unos años más tarde trabaja también en el Instituto de la Ciencias del Hombre. De sus colaboraciones en la prensa compila el manuscrito “Servidumbre y libertad en América”, dedicado a enaltecer el gobierno de Juan Domingo Perón. Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, escribe el libro más significativo entre sus contemporáneos, El día del odio, y la primera biografía del caudillo popular, Gaitán: vida, muerte y permanente presencia. Al partir de Colombia elabora únicamente otras dos novelas, “¿Cuántas copias señor ministro?” y “Barco a la deriva”, ambas rechazada por los editores y aún

inéditas. Otra novela suya publicada en 1952, El Pantano, ya estaba terminada o muy adelantada hacia 1948. Prófugo de Argentina, en Santiago de Chile abre un taller de publicaciones dedicado a la propaganda del régimen dominicano. A finales de 1956 se produce un agudo debate por publicación en Santiago de Chile del libro La era de Trujillo de Jesús de Galíndez. El 31 de diciembre de 1956 el periódico 3ra de la Hora de Santiago publica el artículo “Agentes de la dictadura dominicana están invadiendo países libres". Y efectivamente Osorio Lizarazo coordina las actividades difamatorias contra De Galíndez. No le importa ponerse en ridículo, denunciar su propia condición y calificar a los contradictores de Trujillo como “imbéciles”, “irresponsables”, “publicistas a sueldo”, “lacayos de la pluma”, “dóciles peoncillos de pluma”, que escriben a sueldo para los poderosos. Y para salvar esta evidente contradicción únicamente adujo su desinteresada comunión con Trujillo: “llegué a la convicción de que los principios de toda mi vida estaban encarnados en la organización dominicana” 1957-1960 Viaja para radicarse en República Dominicana, donde dirige el periódico El Caribe y es corresponsal de la Associated Press en Ciudad Trujillo. En menos de tres años elabora cuatro libros y concluye la saga apologética dedicada al “Benefactor”, editada primero en español y traducida con asombrosa rapidez al inglés. En 1958 aparece Birth and growth of anti-Trujillism in America, la primera de una serie de traducciones editadas en la España franquista. El mismo año, casi en serie, Así es Trujillo, (Portrait of Trujillo) e Historia clínica de una traición (Clinical history of a treason); luego, en 1959, El bacilo de Marx (The marxian bacilus); y al final, en 1960, Fundamentos y política de un régimen, obra apócrifa publicada con el nombre de Trujillo. 1961-1964 A finales de 1960 es retirado de la dirección de El Caribe y defenestrado públicamente en la República Dominicana. Regresa a su patria derrotado, envejecido y olvidado para morir presa de una amibiasis en octubre 1964. En compensación, a las puertas de la tumba, un año después de que la Academia Colombiana entregara el premio ESSO de literatura a Gabriel García Márquez, Osorio Lizarazo recibe el mismo galardón por El camino en la sombra en 1964. Al final de sus días entrega a los editores el manuscrito “Barco a la deriva”, fechado en 1963, su último esfuerzo por construir una mirada “objetiva” sobre sí mismo a través de otro yo, Carlos Gutiérrez: “Miré hacia atrás mi vida. Siempre tuve anhelos revolucionarios, que me parecían el triunfo de la justicia”, y un poco más adelante: “¡Maldita sea! El cianuro, que tanto he guardado, se ha adulterado. No tengo otro instrumento de liberación. ¡Dios! ¡Que mi muerte no sea tan dolorosa! Miren en lo que terminaron mis anhelos revolucionarios”.

Principales periódicos y revistas en los que está documentado el trabajo de Osorio Lizarazo como redactor, director o colaborador (1922-1960) El Sol (Bogotá): 1922 Diario de la mañana/ Luis Tejada y José Mar, directores —Redactor Gil Blas (Bogotá): 1923-1924 diario de la tarde/ Benjamín Palacio Uribe, director —Redactor Mundo al Día (Bogotá): 1924-1929 diario gráfico de la tarde/ Bogotá —Reportero Cromos (Bogotá): 1929 revista semanal ilustrada / Arboleda y Valencia, editores propietarios; Luis Tamayo, director —Corresponsal en Centro América El Espectador (Bogotá): 1929 Luis Cano, director —Redactor de viaje. La Prensa (Barranquilla): 1929-1933 diario de la mañana, independiente de los partidos políticos, órgano de los intereses generales del país y en particular de la Costa Atlántica y de la Ciudad de Barranquilla / Gabriel Martínez Aparicio, director —Redactor entre 1929 y 1931, llega a ser director del diario en 1932 El Heraldo (Barranquilla): 1933-1934 diario de la mañana / Enrique A. de la Rosa, director – gerente; J. A. Osorio Lizarazo, jefe de redacción —Fundador y jefe de redacción. El Diario Nacional (Bogotá): 1935-1936 J. A. Osorio Lizarazo, director —Director. Pan (Bogotá): 1937-1939 órgano de un centro / Enrique Uribe White, director —Colaborador. El Tiempo (Bogotá) 1929, 1934-1935, 1939-1940-1950-1953/ Eduardo Santos, propietario —Corresponsal de viaje (1929), redactor (1934-1935, 1939-1940), colaborador (1941-1946), corresponsal en Argentina (1948-1950) y colaborador (1952-1953).

Revista de las Indias (Bogotá): 1939-1946, 1954 —Colaborador Revista de América (Bogotá): 1945-1950 —Colaborador Jornada (Bogotá): 1944-1945 por la restauración moral de la República / J. A. Osorio Lizarazo, director —Fundador y director del periódico. Sábado (Bogotá): 1945 semanario al servicio de la cultura y de democracia en América / Armando Solano, Plinio Mendoza Neira, directores —Jefe de redacción. Revista Economía Colombiana (Bogotá): 1955 —Colaborador Dinámica Social (Buenos Aires): 1950-1956 Revista del Centro de Estudios Económico Sociales —Colaborador. El Caribe (Ciudad Trujillo): 1958-1960 J. A. Osorio Lizarazo, director —Director. Fuentes Poesía, reportaje, crónica, ensayo, biografía, apología. Poemas - Poesía Modernista (1923-1925) “Viernes Santo”, Gil Blas (Bogotá): (28 mar. 1923), p. 5; “Mujer Moderna”, Gil Blas (Bogotá): (2 jul. 1923), p. 5; “Empleadilla”, Gil Blas (Bogotá): (9 jul. 1923), p. 5; “De la escena al manicomio”, Gil Blas (Bogotá): (17 jul. 1923), p. 17; “Con Julian Ney´s”, Gil Blas (Bogotá): (18 jul. 1923), p. 2; “Abatimiento”, Gil Blas (Bogotá): (18 jul. 1923), p. 5; “A doña Elvira I”, Gil Blas (Bogotá): (21 sep. 1923), p. 1; “Año nuevo” Gil Blas (Bogotá): (1 ene. 1924), p. 3; “La poesía”, Gil Blas (Bogotá): (21 ene. 1924), p. 3; “Anhelo ignoto” Gil Blas (Bogotá): (31 ene. 1924), p. 3; “Reto singular” Gil Blas (Bogotá): (13 feb. 1924), p. 3; “A la Flor del Trabajo” Gil Blas (Bogotá): (30 abr. 1924), p. 1; “En la cuna” Gil Blas (Bogotá): (13 may. 1924), p. 3; “Melancolía invernal”, Mundo al día (Bogotá): (26 dic. 1924), p. 9.

Poemas - “¡Llegó la hora!” (1925-1926) “Luis Vidales tiene un émulo feliz. Poemas ultraimaginistas de Osorio Lizarazo”, Mundo al Día (Bogotá): (21 nov. 1925), p. 13; “Llegó la hora: ¡Suenan timbres! Nuevos poemas ultraimaginistas de Osorio

Lizarazo”, Mundo al Día (Bogotá): (6 mar. 1926), p. 15; “Fotografías”, Mundo al Día (Bogotá): (8 mar. 1926), p. 9.

Crónicas - La cara de la miseria (1926) “El hospital la misericordia de niños pobres”, Mundo al día (Bogotá): (5 mar. 1925), pp. 4-5; “El abismo rugiente y espumoso que es una boca abierta hacia la eternidad. Allí encuentran consuelo los desesperados”, Mundo al Día (Bogotá): (10 jul. 1926), pp. 16-17 y 20; “Esperando que la muerte emancipe los atormentados. Espíritus de locas. Un carnaval desordenado y más espontáneo”, Mundo al Día (Bogotá): (17 jul. 1926), pp. 14-15; “Donde se recogen sin distinción los hijos de la miseria y los del pecado. Las voces infantiles se pierden bajo los amplios corredores”, Mundo al Día (Bogotá): (31 jul. 1926), pp. 16-17; “Desfile apocalíptico que pasa como una visión de pesadilla. Combinaciones del cruel humorismo de la vida”, Mundo al Día (Bogotá): (14 ago. 1926), pp. 20-21 y 24; “Llegue a ellos la lumbre espiritual que vencerá el dolor de sus tinieblas ‘por el amor y por el arte alcanzarán la luz y la verdad’”, Mundo al Día (Bogotá): (21 ago. 1926), pp. 18-19; “Pequeños delincuentes que más tarde se convertirán en grandes criminales. En Bogotá no existe una verdadera casa correccional”, Mundo al Día (Bogotá): (28 ago. 1926), pp. 22-23; “Sobre sus blancas cabezas conducen el peso de un pasado absurdo y fatal. Sin ilusiones, sin esperanza, son harapos de la vida”, Mundo al Día (Bogotá): (4 sep. 1926), pp. 20-21; “Una guerra a muerte entre policías y rateros se desarrolla en las tinieblas. Cómo trabajan los individuos que viven de lo que no tienen”, Mundo al Día (Bogotá): (18 sep. 1926), pp. 12-13; “El imperio espléndido que en la urbe filantrópica tiene erigido la miseria. Cómo viven en Bogotá aquellos que no tienen donde vivir”, Mundo al Día (Bogotá): (25 sep. 1926), pp. 20-21; “En la ciudad sombría donde se aloja una fúnebre población de cadáveres. Hablan las tumbas con la voz expresiva de sus decoraciones”, Mundo al Día (Bogotá): (2 oct. 1926), pp. 18-19; “Los paraísos artificiales ejercen funesta atracción sobre los débiles. Forman legión los prosélitos del vicio que ensalzó Baudelaire”, Mundo al Día (Bogotá): (16 oct. 1926), pp. 18-19; “El amor y la caridad han levantado un refugio para los desesperados. Un ignorado lugar para los que no lo tienen”, Mundo al Día (Bogotá): (23 oct. 1926), pp. 16-17; “Vampiros humanos que convierten en oro la sangre tibia de los miserables. La usura extiende sus garras insaciables desde la sombra”, Mundo al Día (Bogotá): (6 nov. 1926), pp. 14-15; “Nada queda de aquel admirable ‘chino’ bogotano que inspiró a los artistas. Los limpiabotas se han aburguesado sin ser burgueses”, Mundo al Día (Bogotá): (13 nov. 1926), pp. 14-15; “La corte de los milagros. Con los anormales y los incompletos se formó una colección de miserias. En el asilo de mendigos se encuentran monstruosos ejemplares humanos”, Mundo al Día (Bogotá): (4 dic. 1926), pp. 1, 18-19. Véase OSORIO LIZARAZO, 1926.

Reportajes -Biografías de nadie (1924 y 1927) “Un rato de charla con el profesor Caicedo Álvarez. Cómo adquirió los últimos adelantos del arte coreográfico viajando por París, La Habana y casi toda España”, Mundo al día (Bogotá): (28 jun. 1924), p. 7; “Un poeta que espera la consagración. El último romántico vive ajeno a las complicaciones del presente siglo”, Mundo al Día (Bogotá): (22 ene. 1927), pp. 12-13; “A los 18 años de apostolado estéril, a pesar de todos los fracasos y de todas las contingencias, Pablo Emilio Mancera persigue incansablemente la realización de un ideal imposible y la dicha futura de la humanidad”, Mundo al Día (Bogotá): (19 feb. 1927), p. 22; “Perseguido por todos los gobiernos Panclasta se refugia en su rebeldía. El hombre que ha vivido veinte años de bohemia anárquica”, Mundo al Día (Bogotá): (7 mar. 1927), pp. 12-13; “Albarracín revolucionario y escritor. Ni los fracasos ni la ingratitud han apagado su entusiasmo”, Mundo al Día (Bogotá): (26 mar. 1927), pp. 18-26; “Se prepara una contienda universal a la que pondrá fin un superhombre. Una mujer en Bogotá domina cien millones de espíritus”, Mundo al Día (Bogotá): (2 abr. 1927), pp. 22 y 23; “Vida inarmónica de Efraim de la Cruz. Fue ‘estanco’ la primera palabra que Helios pudo leer”, Mundo al Día (Bogotá): (9 abr. 1927), p. 15; “El fin del mundo ocurrirá en 1931. La naturaleza ha escrito sus misterios en las manos”, Mundo al Día (Bogotá): (28 may. 1927), p. 17; “Un Sancho

Bogotano socarrón y poeta ‘Cuchuco’: fundó el gremio de los ayudantes de la prensa”, Mundo al Día (Bogotá): (12 jul. 1927), pp. 15-18. De la misma serie ver también: “El hombre que podría salvar el país. Tulio F. Sánchez, doctor en divinidades, ha resuelto en sus folletos y hojas sueltas los complejos problemas que confronta la república, pero la mediocridad del ambiente no ha permitido aplicar sus iniciativas”, Mundo al Día (Bogotá): (12 feb. 1927), pp. 22 y 32; Fracaso económico y bohemia triunfal. A los 40 años Gustavo del Castillo tiene aún alma de niño”, Mundo al Día (Bogotá): (12 mar. 1927), pp. 23-26; “Víctima del egoísmo y de la ingratitud. Negro el cuerpo, negra el alma por la miseria”, Mundo al Día (Bogotá): (30 abr. 1927), pp. 17-18.

Crónicas - Biografías de nadie (1939-1940) “La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz”, El Tiempo (Bogotá): (5 feb. 1939), Segunda, p.3 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 314-317]; “Biofilo Panclasta: el anarquista colombiano, amigo y compañero de Lenin, que conoció los horrores de la estepa de Siberia”, El Tiempo (Bogotá): 12 feb. 1939), Segunda, p. 1 y última [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 364-370]; “Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918”, El Tiempo (Bogotá): (19 feb. 1939), Segunda, p. 1 y última [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 318-325]; “La vida extraordinaria de Jacinto Albarracín, el primero que en América ensayó un gobierno de soviet”, El Tiempo (Bogotá): (26 feb. 1939), Segunda, p.3 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 426-434]; “Pablo Emilio Mancera: el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector”, El Tiempo (Bogotá): (26 mar. 1939), Segunda p. 3 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 326-336]; “Aventuras del indio Rondín, el vendedor de específicos más famoso del país”, El Tiempo (Bogotá): (7 may. 1939), Segunda, p. 1 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 459465]; “Mariana Madiedo: la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte”, El Tiempo (Bogotá): (25 jun. 1939), Segunda, p. 3 y última [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 344350]; “El último romántico que vivió sobre la tierra”, El Tiempo (Bogotá): (16 jul. 1939), Segunda, p. 2 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 351-357]; “Efraím de la Cruz”, El Tiempo (Bogotá): (20 ago. 1939), Segunda, p. 2 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 475-481]; “Alirio Caicedo Álvarez: el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá”, El Tiempo (Bogotá): (21 ene. 1940), Segunda, pp. 2 y 3 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 358-363]; “Cuchuco” El Tiempo (Bogotá): (28 abr. 1940), p. 3 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 371-375]. De la misma serie ver también: “De cómo Matilde Tibacuy logró cruzar en una noche borrascosa los páramos de oriente”, El Tiempo (Bogotá): (5 may. 1939) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 446-458]; “Tulio F. Sánchez”, El Tiempo (Bogotá): (7 jul. 1940) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 488-494].

Cuentos - Manuscrito “Viento en el Prado” (1941-1943) Fondo JAOL O, 14 (1-198): “Viento en el prado”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 18, no. 56 (ago. 1943), pp. 262.-266; “El viento en el Prado”, El Tiempo (Bogotá): (4 jun. 1944); “Viento en el Prado”, El Tiempo (Bogotá): (13 ago. 1944); “Viento en el Prado”, El Tiempo (Bogotá): (27 ago. 1944); “Viento en el Prado”, El Tiempo (Bogotá): (15 oct. 1944).

Cuentos - Manuscrito “Los hermanos menores” (1927-1946) Cuentos —Fondo JAOL E, 29 (1-194) y IV, 30 (1-216): “Los héroes de la vida inferior: el dolor de vivir”, El Gráfico (Bogotá): vol.16 no.828 (abr.1927)p.1025-1026; “Los héroes de la vida inferior: en un alma de perro”, El Gráfico (Bogotá): vol.16 no.829 (abr.1927); “Los héroes de la vida inferior: el desdeñoso”, El Gráfico (Bogotá): vol.16 no.833 (may.1927)p.1204-1205; “Los hermanos menores: la derrota”, Revista de las indias (Bogotá): vol. 28, no. 89 (may. 1946), pp. 223-231.

Ensayos - Escritos sobre literatura colombina

“Delio Seravile”, El Tiempo (Bogotá): (24 feb. 1936) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 415-418]; “Luis María Mora”, El Tiempo (Bogotá): (9 ago. 1936) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 419-421]; “Los bohemios bogotanos de principios de siglo”, El Tiempo (Bogotá): (21 may. 1939) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 337-342]; “Tomás Carrasquilla”, Sábado (Bogotá): (15 dic. 1945) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 533-540]; manuscrito “El viento que esperaba Porfirio Barba-Jacob”, [1950]: Fondo JAOL I, 0 (1-6), publicado en Hitonium (Buenos Aires): no. 133 (1950), pp. 47-48 e incluido en Porfirio Barba Jacob y Carlos Borges: dos poetas malditos de América”, Revista de América (Bogotá): vol. 20, no. 62 (mar. 1950), p. 317-324 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 594-601]; “Divagación sobre la cultura”, El Tiempo (26 abr. 1946) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 541-545]; OSORIO LIZARAZO, 1955, pp. 129-149 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 652-673].

Artículos y ensayos - Del nacionalismo en la literatura (1936-1946) Manuscrito “Un aspecto de la novela contemporánea” [1946]: Fondo JAOL I, 2 (21-24), publicado como: “Intimidad de la novela”. Revista Santander (Bogotá): (1946), es una primera versión de “Divagación sobre la novela”. El Tiempo (Bogotá): (12 feb. 1936) [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 411-414]. “La esencia social de la novela”, Revista Pan (Bogotá): no. 19 (feb. 1938), p. 124 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 422-425]; “Del nacionalismo en la literatura”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 13, no. 40 (abr. 1942), pp.287-288 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 495-500]; “El problema de la cultura Americana”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 22, no. 69 (sep. 1944), pp. 107-112 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 528-532]. Manuscrito “Las mentalidades primitivas y la literatura realista” [1953]: Fondo JAOL I, 1 (224-137), publicado en Revista de las Indias (Bogotá): vol. 30, no. 94 (oct. 1946), pp. 37-50 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 582-591] y luego replicado en El Caribe (Ciudad Trujillo): (8 sep. 1953); manuscrito “El contenido social de la novela latinoamericana” [1940-1954]: Fondo JAOL III, 27B (238-243).

Ensayos - Manuscrito “Cabezas de estudio” (1942-1946) Autorizados en el manuscrito “Cabezas de estudio” [1942-1946]: Fondo JAOL E, 6 (1-158): “Lao-Tseu o la serenidad ascética”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 13, no. 39 (Mar. 1942), pp. 11-23; “Pequeña exaltación de Laura de Berney”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 19, no. 59-60 (Nov./Dic. 1943), pp. 129-144; “La tragedia de Petrópolis”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 19, no. 61 (Ene. 1944), pp. 436462 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 501-520]; “En el centenario del Pauvre Lelian”, Revista de las Indias (Bogotá): vol. 20, no. 63 (Mar. 1944), pp. 166-191; “Centenario de Queiros”, El Tiempo (Bogotá): (Nov. 15 de 1945); “Un nuevo aniversario de Maximo Gorki”, Revista de América (Bogotá): vol. 7, no. 19 (Jul. 1946), pp. 17-24 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 546-555]. De la misma serie, aunque no incluido en el manuscrito autorizado, el manuscrito “El dolor físico en la obra de nietzscheana” [1944]: Fondo JAOL I, 0 (7-10), publicado en Revista de las Indias (Bogotá): vol. 21, no. 65 (may. 1944), pp. 104-112 [OSORIO LIZARAZO, 1978, pp. 521-527]. Ver también: “A los cuatro años de la tragedia de Petrópolis”, El Tiempo (Bogotá): (Feb. 24 de 1946) y las versiones manuscritas de los ensayos sobre Lao-Tseu en Fondo JAOL I, 2 (1-17) y Balzac en Fondo JAOL III, 27A (133-164) utilizadas para su publicación en la República Dominicana.

Perfiles biográficos - Manuscrito “Lámpara que no se extingue” (1947-1949) Autorizados en el manuscrito “Lámpara que no se extingue” [1949]: Fondo JAOL O, 16 (1-225): “Rafael Uribe Uribe”, Revista de América (Bogotá): vol. 9, no. 26 (Feb. 1947), pp. 207-225; “Biografía de un caudillo: Benjamín Herrera”, Revista de América (Bogotá): vol. 10, no. 28 (Abr. 1947), pp. 36-63; “Manuel Murillo Toro”, Revista de América (Bogotá): vol. 10, no. 29 (May. 1947), pp. 230-256; “José Hilario López”, Revista de América (Bogotá): vol. 19, no. 58-59 (Oct. 1949), pp. 224-249.

De la misma serie, aunque no incluido en el manuscrito autorizado, ver también OSORIO LIZARAZO, 1937, [1940] y 1952b. Con un sentido más doctrinario y menos biográfico, los escritos periodísticos compilados en OSORIO LIZARAZO [1936].

Apologías - “Palabras para ser redefinidas” (1945-1960) “El plan presidencial de Gaitán”, Sábado (Bogotá): (22 sep. 1945); “Gaitán habla”, Sábado (Bogotá): (9 nov.1945); “Yo conocí a los revolucionarios” Sábado (Bogotá): no. 121 (1945), pp. 3-14; OSORIO LIZARAZO, 1946a; manuscrito “Servidumbre y libertad en América” (1949): Fondo JAOL IV, 28A (1143) y IV, 28B (144-253); manuscrito “Colombia, realidad y leyenda” [1953]: Fondo JAOL I, 1 (128-144); OSORIO LIZARAZO, 1956a; 1956b; 1958e; manuscrito “Las noticias más consecuenciales de los últimos tiempos” [1948-1960]: Fondo JAOL I, 2 (32-37); manuscrito “Problemas de nuestra América” [1955-1960]: Fondo JAOL III, 27A (59-95). De la misma serie múltiples obras dedicadas a Trujillo, incluidas las traducciones al inglés, OSORIO LIZARAZO, 1946b; 1947a; 1947b; 1953; [1957]; [1958a];1958b; 1958c; 1958d; 1959a; 1959b, 1960.

Novela - Manuscrito “¿Cuántas copias señor ministro?” [1949] Fondo JAOL O, 24 (1-263), cambió de nombre por “La escala invisible” (1956): Fondo JAOL III, 25 (1168) y Fondo JAOL III, 26 (1-168), manuscrito en el cual la jerga oficinesca fue adaptada a los modismos de Chile para su presentación en un concurso de novela de la Cámara Chilena del Libro.

Argumento cinematográfico - Manuscrito “La batalla en la sombra” [1948-1956] Fondo JAOL III, 27A (44-58).

Obra de Teatro - Manuscrito “Los hombres no sufren” [1948-1956] Fondo JAOL O, 33, (1-48) y IV, 34 (1-50).

Novela - Manuscrito “Barco a la deriva” (1963) Fondo JAOL IV, 31 (1-175) y IV, 32 (1-177)

Bibliografía Libros 1926 La cara de la miseria. Bogotá: Talleres de Ediciones Colombia, 248 p., 18 ilus., 17,5 x 12, 5 cm. [1930] Casa de vecindad. Bogotá: Editorial Minerva, 255 p., 18,5 x 12, 5 cm. [1ª ed. colombiana; 1.000 ejemplares]. Manuscrito “Casa de vecindad –copia definitiva (1930): Fondo JAOL E, 11 (1-242); y “Casa de vecindad”F (1930): Fondo JAOL O, 12 (1-241). Ver también “Correcciones a la casa de vecindad para la segunda edición” [s.f.]: I, 1 (1-16); y la documentación relativa a la edición (1930-1932): Fondo JAOL V, 36 (1-10). 2000 La casa dáffitto. [S.l.]: Aktis, 156 p., ill (cur. Canessa F) [3ª ed., 1ª en italiano]. 1932 Barranquilla 2132. Barranquilla: Tipografía Delgado, 177 p., 17,8 x 13 cm.

1935a El criminal. Bogotá: Renacimiento, 308 p., 18 x 12, 7 cm. 1935b La cosecha. Manizales: casa editorial y talleres gráficos Arturo Zapata, 285 p., 16,4 x 12,3 cm. [1ª ed.]. 1979a La cosecha Bogotá: Plaza y Janes, 291 p., 19 x 12,4 cm. [2ª ed.]. [1936] Ideas de izquierda. Liberalismo partido revolucionario. [Bogotá]: Editorial abc, 111 p., 23 x 16,2 cm. 1938 Hombres sin presente. Bogotá: Editorial Minerva, 283 p., 20,4 x 14, 5 cm. [1ª ed.] Manuscrito “Hombres sin presente” [1937-1938]: Fondo JAOL E, 13 (1-233). 1939 Garabato. Santiago de Chile: Ediciones Ercilla, 280 p. 18 x 13,2 cm. (colección contemporáneos). Manuscrito “Garabato” [1938-1939]: Fondo JAOL II, 10 (1-207); y un segmento corregido para la publicación final “Garabato” [1939]: Fondo JAOL I, 1, (213-216). Documentación relativa a la edición (1938-1939): Fondo JAOL VII, 50 (162-168). [1940] El fundador civil de la República, [Bogotá]: Editorial del Comercio, 96 p., 16,5 x 11,5 cm. [10.000 ejemplares]. 1944a El hombre bajo la tierra, [Bogotá]: Ministerio de Educación, 327 p., 20 x 12,5 cm. (Biblioteca Popular de Cultura Colombiana; 50) [1ªed.]. 1950 El hombre bajo la tierra. Buenos Aires: Espasa Calpe, 209 p., 18 x 12 cm. (colección austral; 947) [2ª ed., 1ª ed. argentina]. 1979b El hombre bajo la tierra.. Medellín: Bedout, 211 p., 19 x 10,3 cm. [3ª ed., 2ª colombiana —dos reimpresiones]. [1984] El hombre bajo la tierra. Bogotá: Obeja Negra, 192 p., 19 x 12 cm. [4ª ed., 3ª colombiana]. 1990 Lúimo sotto la terra. [S. l.]: Aktis, 200 p. (cur. Chesi C.) [5ª ed., 1ª en italiano]. 1945a Biografía del café. Bogotá: talleres gráficos Mundo al Día, 125 p., 17 x 12, 3 cm. [1945]b Fuera de la ley (historias de bandidos). [Bogotá]: talleres gráficos Mundo al Día, 157 p., 17,5 x 12 cm. 1946b La Isla iluminada México: El Caribe, 222 p. 19 x 14.5 cm. [1ª ed.]. 1947a La isla iluminada. Santiago de los Caballeros: Editorial del Diario, 265 p., 20 x 14,5 cm. [2ª edición, 1ª dominicana].

1947b The illumined island. (Translation from the Spanish by James I. Nolan). México: Editorial Offset Continente. 191 p., 20 cm. [3ª edición, 1ª en inglés]. 1953 La isla iluminada ciudad Trujillo: editora del Caribe, 362 p., 24 x 15,5 cm. [4ª edición, 2ª edición dominicana]. 1952a El pantano. Bogotá: ediciones Espiral Colombia, 290 p., 19 x 12,5 cm. Manuscrito “El pantano” (1951): Fondo JAOL E, 17 (1-281). 1952b Gaitán. Vida, muerte y permanente presencia. Buenos Aires: López Negri, 321 p., 21 x 14 cm. (colección meridiano de América; i) [1ª edición argentina de 3.500 ejemplares]. Documentación manuscrita relativa a la edición (1948-1954): Fondo JAOL V, 38 (4-76). 1952c Gaitán. Vida, muerte y permanente presencia. Buenos Aires: López Negri, 321 p., 21 x 14 cm. (colección meridiano de América; i) [2ª edición argentina de 5.000 ejemplares]. 1979c Gaitán. Vida, muerte y permanente presencia. Bogotá: Carlos Valencia editores, 317 p., 20,5 x 14 cm. [3 edición, 1ª colombiana —una reimpresión, 1982]. 1998a Gaitán. Vida, muerte y permanente presencia. Bogotá: El Áncora editores, 313 p., 23 x 15,5 cm. [4ª edición, 2ª colombiana de 1000 ejemplares]. 1952d El día del odio. Buenos Aires: ediciones López Negri, 286 p., 20,6 x 14 cm. (colección oro de indias; i) [1ª edición de 3.000 ejemplares]. Documentación manuscrita relativa a la edición (1951) Fondo JAOL V, 35 (34-37); y la ya citada para la edición de 1952b. 1979d El día del odio, (2ª edición, 1ª colombiana). Bogotá: Carlos Valencia editores, 239 p., 20,5 x 14 cm. 1998b El día del odio, (3ª edición, 2ª colombiana). Bogotá: El Áncora editores, 239 p., 23 x 16 cm. [1.000 ejemplares]. 1954 El árbol turbulento. Bogotá: Banco de República, 245 p., 22 x 16,5 cm. Manuscritos preparados para una segunda edición nunca publicada “El árbol turbulento. Edición corregida y aumentada” [1961]: Fondo JAOL II, 8 (3-219); “El árbol turbulento. [Edición corregida y aumentada]” [1961]: E, 8A, (1-190); “The turbulent tree” [1961]: II, 9 (1-256). Documentación manuscrita relativa a la edición (1951-1961): Fondo JAOL I, 1 (17); II, 8 (1-2); y V, 39 (1-36). 1955 Colombia donde los Andes se disuelven/ Prólogo de Julio Barrenechea. Santiago de Chile: editorial Universitaria, 194 p., 21 x 13 cm. (Colección América Nuestra). [1957] Germen y proceso del antitrujillismo en América. Santiago de Chile: imprenta Colombia, 206 p., 19 x 14,5 cm.

Manuscrito preparados para una segunda edición “Germen y proceso del antitrujillismo en América. Segunda edición” [1957]: Fondo JAOL I, 3, (1-278). [1958a] Birth and growth of anti-Trujillism in America. [Madrid]. [s.n.]154 p., 22 cm. 1958b Así es Trujillo. [Buenos Aires]: [B.U. Chiesino], 159 p., 20 cm. 1958c Portrait of Trujillo [S.l. : s.n.], 1958. 141 p., 21 cm. 1958d Historia clínica de una traición. [s.l.], [s.n.], 1958 1958e Clinical history of a treason. Madrid : [s.n.], 1958 (Gráf. Rey) 66 p., 22 cm. 1959a El bacilo de Marx. Cd. Trujillo, R. D.: La Nación, 256 p., 23,1 x 16,3 cm. 1959b The marxian bacilus. Madrid: Magisterio Español, 1959, 210 p. 1960 Fundamentos y política de un régimen. Ciudad Trujillo, Editora del Caribe, 1960. 214 p., 22 cm. Manuscrito no autorizado por Osorio Lizarazo “Fundamentos y po1ítica de un régimen” (1960): Fondo JOAL II, 21 (1-178), publicado bajo la autoría de Rafael Leonidas Trujillo. Documentación manuscrita relativa a la edición las obras dedicadas a Rafael Leonidas Trujillo (1957-1962): Fondo JAOL VII, 48 (128). 1965 El camino en la sombra. Madrid: Aguilar, 334 p., 20,3 x 12 cm. [5.000 ejemplares, más 300 ejemplares de editor y 50 de autor]. El manuscrito “El camino en la sombra” [1963]: Fondo JAOL II, 20 (1-220) tuvo diferentes nombres a partir de la primera versión denominada “Servidumbre” (1941) y luego “La patoja”, como lo señalan los dos manuscritos “Una criatura viene de la noche” [1941-1963], Fondo JAOL E, 18 (1-277) y O, 19 (1-278). 2001 Viaggio nell'ombra [3ª edición, 1ª italiana]. [s.l.]:Aktis, [s.d.] 1978 Novelas y Crónicas /Selección e introducción Santiago Mutis Durán. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 709 p. 21 x 14,6 cm. (Biblioteca Básica Colombiana; 36) [2ª edición colombiana de las novelas La casa de Vecindad y Hombres sin Presente]

Folletos 1946a La revolución venezolana en la opinión extranjera: declaraciones del ilustre político colombiano Dr. Jorge Eliécer Gaitán al periodista J.A. Osorio Lizarazo. Caracas: Imprenta Nacional. 19 p., 16 cm. 1956a

Una obra cínica y procaz / J. A. Osorio Lizarazo. Santiago de Chile: [Imprenta Colombia]. 28 p., 19 cm. 1956b A critique of The Galindez book Santiago, Chile: [Imprenta Colombia] ; Newark, N.J.: Distributed by The Truth About Galindez Committee, 1956. 22 p., 22 cm. Obras colectivas 1937 “Francisco de P. Santander” / por J.A. Osorio Lizarazo. Caudillos liberales. Bogotá: Ed. Antena, 1936. v. 1; pp. [1]-73 ; 18 cm. [Bogotá : Eds. Antena]. p.[1]-73, 18 cm. 1937 “Job” / por J.A. Osorio Lizarazo. Tres cuentistas jóvenes. Bogotá: Editorial Minerva, pp. 83-109 (Selección Samper Ortega de literatura colombiana) [2.000 ejemplares: 1.000 de carácter oficial; 1.000 de la edición privada de Minerva]. [1946?] Geografía económica de Colombia. Bogotá: [Editado bajo la dirección de Alberto Camacho Angarita y Plinio Mendoza Neira. Bogota, 1946?], 354 p. illus., maps., 22 cm. (Edición extraordinaria de El Mes financiero y económico; número 100).

Obras de Osorio Lizarazo adaptadas para cine televisión y teatro “Tránsito”, obra de teatro basada en El día del odio Teatro Libre, Bogotá 2002-2003 “Casa de Vecindad”, telenovela basada en la obra del misma nombre Cinevisión, Bogotá 1987 “La cosecha”, telenovela basada en la novela del misma nombre RTI, Bogotá 1979-1980 “Bajo la tierra”, película basada en la novela El hombre Bajo la Tierra Productor Arturo García Pinzón, Bogotá 1968

Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918

Yo, Pascual Goya, me encontraba en una cama de hospital cuando se presentó la epidemia. Tenía a mis costados dos rufianes de tipo clásico, y por toda la extensión de la sala se extendían los cuerpos, lacerados por la miseria, de mendigos, vagabundos y obreros de ínfima categoría. En el ambiente flotaba a todas horas un penetrante olor de ácido fénico, con el cual los practicantes y enfermeros querían amortiguar el que despedían las carroñas humanas que se descomponían entre las camas. Por las ventanas, abiertas sobre el patio colonial, de ladrillos perpetuamente humedecidos, se encontraba también un olor de enfermedad y de muerte, y las macetas de flores que trataban de prender entre aquella humedad esparcían aromas agonizantes como de corona mortuoria. Yo, Pascual Goya, era adolescente y habíame solidarizado en el padecimiento con esa gentuza. Tenía, como los rufianes, una llaga purulenta, que me abrió las puertas de la gran casona misericordiosa en cuya escalera de piedra, anchurosa y cómoda, hecha como para que no se desbaratase con el excesivo ejercicio el vientre obeso de los frailes que habían de habitar en sus aposentos, después salas de cirugía, se destacaba, con olores opacos por el tiempo, la efigie inexpresiva del fundador español. Bajo un numerito que habría reemplazado mi nombre, Pascual Goya, como en los presidios, se descomponía mi carne adolorida, sin que los yoduros, las aguas oxigenadas y los jarabes innocuos que costeaba la beneficencia, trajeran alivio alguno para la agresividad implacable del mal, que corroía, corroía sin cesar, hasta perforar el hueso y hacer precisa, al cabo de años de sufrimiento en el lecho mercenario, la amputación.

Entonces fue cuando se presentó la epidemia. Los supervivientes de aquella época recuerdan los días angustiosos que vivieron. Era hacia septiembre de 1918 y el bacilo misterioso que no pudo ser localizado bajo las lentes de los microscopios ni pudo ser seguido en su historia clínica, había atravesado el Atlántico, a bordo de cualquier embarcación y colocado en la sangre de algún marino anónimo. Era la guerra que llegaba hasta nosotros, que cruzaba el mar trayendo hasta los Andes su ímpetu destructivo, y que como no podía enviar obuses disparaba el cólera, con la implacable ferocidad con que en la Edad Media se corría del Ganges hacia occidente, cuando la vieja civilización asiática quería obstruir la que se formaba más acá del Cáucaso. La primera víctima fue una señora que iba a subir al tren, en viaje para Girardot. Dio un alarido y cayó muerta entre las ruedas del vagón. El itinerario del tren se modificó aquel día de septiembre, 1918, y el cadáver fue llevado a la sala de autopsias, junto al cementerio, entre el horror de cuantos presenciaron la trágica escena, porque las muertes repentinas, en aquellos días, se empeñaban en ser castigos de lo Alto por algún pecado oculto. Poco después pereció un señor en el tranvía, y otro cayó de redondo “como herido por un rayo”, según la gráfica expresión de entonces. Y así, las defunciones fuéronse mostrando, rápidamente, con angustiadora frecuencia. Primero era un leve dolor de cabeza, un malestar general, un poco de fiebre: los síntomas clásicos de aquello que los buenos bogotanos llamaban un catarro, y que se disolvía en fluxiones nasales, lo que concedía a la enfermedad un final un poco grotesco. Luego la persona, si no era robusta y bien constituida, perdía el conocimiento y entraba en un período de agonía atónita, prolongada durante tres o cuatro horas. Y enseguida se quedaba muerta. Algunos, los más fuertes, se salvaban, pero otros prolongaban el sufrimiento por tres o cuatro días, al cabo de los cuales fallecían. La literatura, que como es tradición nuestra, se exaltó frente a la trágica invasión de la peste, no fue bastante para contener el avance del mal. Diéronse explicaciones científicas, que no fueron eficaces. Publicáronse fórmulas precaucionales, expresáronse conjeturas, sentáronse hipótesis, escribióse mucho y muy largo, pero la enfermedad seguía asolando los hogares con inaudita crueldad, que no acertaban a explicarse aquellas excelentes personas de altísimo cuello de pajarita, sombrero hongo de ala plana y chaqueta de cuatro botones y diminuta solapa. No, la literatura no era suficiente para combatir el mal y entonces se hicieron rogativas, responsos e imploraciones a los poderes celestiales, se trajo al Señor de Monserrate y se ofrecieron promesas a la Virgen de Chiquinquirá. Los remedios efectivos iban en progresión lamentable hacia el materialismo, y el gobierno tuvo que intervenir, dictar resoluciones drásticas y emprender una lucha heroica contra el bacilo, sirviéndose de limones como de proyectiles poderosos e irremplazables. La palabra gripa, que fue adoptada por los científicos y por el público para darle algún nombre a la peste, no decía nada ni tenía significación de peligro, siendo así que se trataba de un

auténtico cólera. Pero gripa sonó agradablemente a los oídos bogotanos, se acomodaba a la despreocupación con que quería recibirse la tremenda epidemia, y no faltaba quién dijera amistosamente “gripita” cuando empezaba a sufrir los primeros síntomas, que le habrían de producir la muerte algunos pasos más adelante, si estos primeros síntomas se presentaban en la calle. En realidad es lo único serio que vio en sus días iniciales nuestra generación, aparte de los temblores que en el año inmediatamente anterior conmovieron a Bogotá y amenazaron con destruirla.

El hospital

La epidemia llegó muy pronto al hospital, donde yacía yo, Pascual Goya, en la cama número 76. En un rincón, al extremo de la sala colonial y sucia, se debatía un hombre que ululaba como un niño desamparado. Se le estaba licuando el cerebro por algún mal desconocido y le fluía por todas las aberturas craneales. Estaba ciego y sordo, y los residuos de su vida se habían acumulado en la garganta para cristalizar en esa interminable lamentación sin vocalizar, que parecía un aullido. Por la mañana amaneció caído sobre el pavimento de ladrillos que fueron cuadrados, se rompieron con el tiempo, continuaron sirviendo por generaciones y albergaron entre sus hendiduras los viles insectos que martirizaban a la pobrería hospitalera. Amaneció caído, de cabeza. Se había golpeado el cráneo martirizado, y acababa de encontrar el alivio definitivo para su padecimiento. No lo escucharíamos más, en la noche interminable y oscura. Por el rincón donde estaba ese hombre, la epidemia penetró en el hospital de caridad, y llegaba hipócrita, haciendo una obra misericordiosa, una cándida eutanasia. Por la tarde murió otro. Era un albañil caído de un andamio y que se había roto la columna vertebral. Estaba tendido de espaldas hacía más de una semana, y el cuerpo inmovilizado, corroído por las suciedades se había llenado de llagas. Deliraba a todas horas, daba órdenes, pedía barro, insultaba a los oficiales, y hacía ademanes, como si manejara sus instrumentos de trabajo. Gritaba: —¡Maistro Abdón! ¡Barro! Trataba de incorporarse, pero volvía a caer, rendido por el dolor y por la inutilidad del esfuerzo. Los enfermeros lo sacudían con crueldad, eran insensibles para sus gritos, lo tiraban al suelo cuando iban a cambiarle las sábanas, y el obrero hablaba en su delirio de ladrillos mal colocados y de paredes desplomadas. Se quedó muerto esbozando un gesto de laboriosidad, con la mano extendida, como si untara pañete sobre un muro que sólo fuera visible a sus ojos.

Y después siguió la epidemia. Visitó todas las camas. Recorrió los salones vetustos y hediondos a ácido fénico. Se trasladó a los lechos donde agonizaban las mujeres. No, no era muy limpio entonces el hospital, en la vieja casona de San Juan de Dios, y la gripa tuvo un ancho campo para prosperar. Tantos insectos como se prendían en los cuerpos enflaquecidos, tanta mosca como manchaba el ambiente, cuanta suciedad en estos largos camisones grises que se untaban de llaga y se ponían olorosos a cadaverina, eran vehículos perfectos para llevar la gripa por todos los recovecos del hospital. Los enfermos morían por decenas. Por las mañanas, durante algunos días, los enfermeros, unos pobres y brutos campesinos que pasaron directamente de las peonadas a los hospitales, sacudían a los que se quedaban quietos cuando entraba el sol. Casi todos eran cadáveres. Entonces arrastraban las camas, produciendo contra los ladrillos un rechinamiento que crispaba los nervios, las depositaban en los corredores, y las abandonaban allí hasta cuando llegara la hora de trasladarlos, desnudos, al cuarto de los muertos. Este aposento estaba situado en el piso bajo, se cerraba con candados y en los tiempos normales conservaba siempre algún cadáver, que esperaba a los deudos para que le dieran sepultura. Si al cabo de un plazo prudencial la familia no se había presentado, entonces entregaban los restos del desconocido a los estudiantes, que hendían los músculos, aserraban las tibias, perforaban el vientre y se divertían buscando los secretos de la vida, que no podrían describir jamás. Pero muy pronto los enfermeros empezaron a morir también y no quedó quién sacara los muertos. Las hermanas de la Caridad —por dónde andará aquella hermanita Dionisia, que bromeaba con el practicante Amaya, era pequeñita, viva y ágil como una ardilla y sonreía a todas horas— se recogieron en sus habitaciones particulares, lejos de los salones donde los enfermos gritaban, pedían algún alivio y escandalizaban durante las noches. Algunas de ellas se salvaron, lo mismo que varios enfermeros. No todo el mundo había de perecer. Había organismos fuertes, vigorosos, que resistían con victoria el impulso destructor del mal y sobrevivían, pálidos y temblorosos, porque habían estado en contacto con la muerte. Cuando los empleados del hospital empezaron a desaparecer, la cosa presentó graves dificultades, porque nadie sacaba los cadáveres, ni siquiera para desocupar las camas. Habían extendido en los corredores, en los pasillos, en los rincones, en los espacios que separaban las camas dentro de los largos salones, sacos llenos de tamo y de paja, y en ellos tiraban a quien trajeran de la calle, sin preguntar el nombre, sin hacer averiguaciones. La policía entraba con un agonizante, buscaba dónde podía arrojarlo, y se iba. Al principio, vinieron unos mozos de cordel, reclutados en el mercado, que se echaban a la espalda los muertos para llevarlos al cuarto bajo. Por las madrugadas, hombres desconocidos y haraposos sacaban por una puertecilla de la calle 12 su trágica mercancía, la echaban, amontonada, en carritos tirados por un caballo y la transportaban al cementerio, donde hacían hoyos para que se pudrieran en buena paz treinta o cuarenta cadáveres anónimos. Tapaban de

cualquier manera aquellos huecos y escapaban a buscar alguna droga o a que los llevaran por la tarde al mismo hospital, para hacer luego el mismo viaje y tener idéntico fin. Pronto no hubo tampoco mozos de cordel. La gente parecía acabarse en la ciudad. En el hospital no sabíamos nada. Estuvimos enterados a medias de lo que acontecía por fuera una vez que llegaron dos mujerucas del pueblo y distribuyeron limones. No se había encontrado preventivo ni vacuna igual al aroma penetrante del ácido cítrico, pero una fruta de estas valía hasta cincuenta centavos. ¡Oh, aquel regalo de dos verduleras del mercado, fue una dádiva opulenta! Los sobrevivientes mantuvimos por varias horas, pegado a la nariz, un limón y aspirábamos con deleite el olor providencial. Y ese fue el único contacto que tuvimos con la calle, por entonces. Ni médicos ni enfermeras habían vuelto a asomarse por las salas. Los médicos andaban recorriendo las vías, lo supimos después, llamados simultáneamente de todas partes. Los enfermeros habían muerto o se estaban curando. Las hermanas de la Caridad se debatían en ambigua lucha contra la muerte. El cuarto bajo estaba atestado de cadáveres. Los últimos que se habían recogido, y que materialmente no cabían, veíanse tirados en el suelo, frente a la puerta, en el ángulo de dos viejos y anchos corredores. Aquella mañana, yo, Pascual Goya, presencié un espectáculo insólito. Me puse renqueando a pasear, por los escuálidos jardines, despacio, envuelto en mi sucio camisón gris, reponiéndome del asalto infructuoso que le hizo a mi cuerpo desmedrado la epidemia. Trataba de escapar un poco al ambiente de los salones, al cuadro macabro de cien cadáveres extendido al lado de otros tantos agonizantes. Pero los jardines estaban también invadidos por sacos de paja, y en ellos perecían otras personas. Había un hombre congestionado por el alcohol en el que buscó valor para afrontar a la muerte, y otro que gritaba como un condenado porque le habían dado una cuchillada en el costado. Le pedí que me mostrara la herida, pero no tenía nada. Insultaba a los médicos y a los enfermeros, que no se apresuraban a poner fin a sus padecimientos. De pronto, mientras yo quería hacer de enfermero, la puerta que cerraba el cuarto de los cadáveres crujió siniestramente. Luego se abrió con violencia hacia afuera y un derrumbe de cosas descompuestas cayó sobre el corredor, sepultando a los que esperaban, allí, ojos vidriosos, lengua colgante, su hora de ser transportados al cementerio. Fue una rebelión de fantasía, una insubordinación de espectros, como si aquellos miembros hinchados pidieran su incorporación a la tierra, como una huelga espantosa, de cadáveres en marcha. Estaban reunidos los sexos, las edades, las categorías, desnudos todos, y al caer quedaron en las más grotescas posiciones. Un acre olor se esparció por el ambiente y asfixió todas las posibilidades de oxígeno cuando se movilizó, por la ley de la gravedad y por el crecimiento del contenido, aquella masa monstruosa.

En la ciudad

Esto pasaba en el hospital de San Juan de Dios, donde me hallaba recluido yo, Pascual Goya, con una larga herida sobre una pierna. Pero la ciudad entera habíase convertido en un vasto hospital. Una gran desolación flotaba sobre ella. Se había dispuesto que en cada casa donde hubiera un enfermo fuera izada una bandera, y la urbe presentaba un aspecto inédito con sus trágicos trapos al aire sobre los edificios. Los médicos, envueltos en abrigos, con pañuelos atados sobre la nariz enrojecida, corrían por las calles procurando llevar consigo algún alivio. Los servicios públicos estaban suspendidos. No había quien condujera los tranvías, y los aurigas, que sufrían resignadamente la derrota que les imponía el desarrollo del automóvil, caían desde sus pescantes sobre las ancas de los caballos pacientes y morían entre las ruedas de sus coches. Nadie se atrevía a salir a la calle, por el temor de regresar con el contagio para los suyos, o de no retornar jamás, pero el contagio llegaba, implacable, a todas las puertas. Los víveres no podían conseguirse, porque las tiendas estaban clausuradas. Los campesinos venían a vender sus productos y llevaban desde la ciudad hasta el agro el bacilo estúpido de la gripa. Algunos tampoco pudieron volver y se perdieron para siempre dentro del desorden tremendo de la ciudad. La policía, aquellos agentes que habían sobrevivido ya o los que aún no habían padecido la epidemia, andaban con camillas recogiendo enfermos para llevar al hospital, sin detenerse a averiguar nombres ni categorías. En el Parque de la Independencia había tres edificios, de pésimo gusto, que fueron afortunadamente demolidos, y que certificaban el énfasis que pusieron los buenos bogotanos en la celebración del centenario de la Independencia. En ellos instalaron hospitales de emergencia. Pero también allí los cadáveres se acumulaban, sin que nadie pudiera conducirlos a las fosas comunes. Gente distinguida se mezclaba con rufianes en la identidad del padecimiento, como después se reunirían también debajo de la tierra. Se constituyeron juntas de auxilios, que recogían cuanto pudiera ser útil en tamaña angustia. Los comerciantes ofrecían cobertores, géneros para sabanas, almohadas. Otras personas entregaban víveres o medicinas. Pero todo era insuficiente, porque no siempre había quien llevara esos preciosos recursos al lugar de su destino. En los barrios pobres, que comenzaban a formarse sin higiene, sin control, y sin preocupación distinta al negocio de los terratenientes que habían resuelto urbanizar, la cosa se presentaba con mayor gravedad. Las gentes humildes morían por centenares. Familias enteras, de nombres oscuros, desaparecieron en su totalidad. Y esto sólo se supo después de la gripa, cuando se trataron de hacer recuentos, y se encontraron casitas abandonadas, abiertas, olvidadas. El hambre se reunía a la enfermedad para hacer más implacable la crueldad de los acontecimientos.

Las juntas de auxilio desarrollaban muy difícilmente su eficacia, por la suspensión del transporte, por los problemas de la integración de las mismas juntas. No se hicieron estadísticas, pero se dice que no hubo familia donde no faltara un ser querido cuando la normalidad trató de restablecerse. ¡Y cuán lentamente fue volviendo! ¡Cómo se despejaba, con cautela, la ciudad de su luto, lanzaba sobre los pavimentos sus transeúntes y regresaba a su inquietud habitual! Yo, Pascual Goya, fui de los sobrevivientes que escaparon del hospital. Acaso el único sobreviviente, porque cuando la sonrisa iluminada por la Hermana Dionisia fulgió de nuevo sobre el salón, todos los lechos mercenarios estaban ocupados por gentes nuevas, de caras sufrientes, que venían a ostentar sus llagas. Solamente en la cama número 76 reposaba yo, Pascual Goya, con mi rostro de siempre, un poco pálido, pero conocido. Y la hermana me saludó con ansiedad, como si volviéramos a vernos, por fin, después de un viaje interminable y peligroso.

El Tiempo (Bogotá): (19 feb. 1939), Segunda, p. 1 y última.

La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz De religiosa a pitonisa. Su matrimonio con Biófilo Panclasta

Julia Ruiz, la pitonisa o adivina que acaba de fallecer en la ciudad, es un bello personaje para una novela en la cual se reúnan la picaresca de los tiempos clásicos y las investigaciones clínicas de los anormales que introdujeron los escritores rusos. Tiene una biografía complicada y curiosa. Nació en cualquier pueblo de Boyacá y después se hizo Hermana de la Caridad. Estuvo por largos años en el convento, se hizo enfermera y educadora. Tuvo diferencias con sus conventuales compañeras y apostató. Conservó un recuerdo tan ingrato de esos días, que se refugió en un anticlericalismo sui géneris, muy ingenuo y trivial, pero profesado con entusiasmo. Aducía para fortalecer su concepto deprimente para todas las gentes de religión el conocimiento que aseguraba haber poseído durante su vida religiosa. Esos sentimientos querían tener una expresión política, y Julia Ruiz se hizo, también, liberal a la manera beligerante e impetuosa que todavía profesan cuantos conservan de los partidos el sentido heroico de la guerra civil. Hará unas dos décadas, Julia Ruiz abrió un establecimiento en una de esas habitaciones clausuradas, sin aire, luz ni agua que ahora está eliminando la higiene, pero que en otro tiempo fueron una característica de Bogotá. Traficaba primero con muebles usados y después con todo lo que podía ser remotamente comprable o vendible. Gozaba su miseria a la manera gorkiana. Jamás prestó sobre prenda ni ejerció la usura, porque era dadivosa y manirrota con quien quería pedirle algo. Tenía reducidas sus necesidades a lo mínimo, y le quedaban centavos para acrecentar los recursos del fondo liberal cuya recolección estuvo en su apogeo por aquellos tiempos en que se hizo presidente el general Ospina. Julia Ruiz había logrado adquirir la mística política en su grado exaltado y casi delirante. Y esto fue lo que la condujo a la profesión dentro de cuyo ejercicio pereció. Empezó anunciando que había adquirido cierto poder sobre determinados espíritus, y que había dispuesto que algunos centenares de éstos protegieran a los jefes liberales. La gente —cómo es de cándido eso que se

llama la gente— le creyó y fue a consultarle sus problemas y a pedirle investigaciones sobre su porvenir. Julia tenía, dentro de ese complejo suyo, un gran espíritu compasivo, y asumió su papel de adivinadora por un anhelo instintivo de aliviar algunos de los infinitos males humanos. Porque llevaba un poco de esperanza, tan absurda e ilógica como se quisiese, a uno de esos seres atribulados que llegaban a ella implorando un beneficio de la fortuna para sus sentimientos atormentados o para sus problemas económicos y domésticos. La pitonisa empezó a adquirir, por esta coincidencia que ponía entre sus presagios y los secretos deseos de los consultantes, una excelente reputación, que llevó a su guarida sombría y pobre de la carrera novena ilustres consultantes. Yo he tenido la afición, un poco tonta y pesimista, de escarbar entre esas almas que presentaban algo extraordinario o irregular, pero esta afición se ha situado por lo bajo y me gustan más esos espíritus humildes y sinceros que llevan una pobre vida de privaciones y de dolor, que lo que se ha llamado gentes de selección. Por eso fui donde Julia Ruiz y le asigné categorías de personaje para una novela. Y me consta la presencia, en su habitación, entre tiestos de geranios moribundos, una lora, un gato, tres camas rotas, una silla sin patas y algún cántaro oculto detrás de la puerta, de gentes distinguidas. Cierto diplomático iba hacia 1924 a consultar a Julia Ruiz y ponía fe en las predicciones y confianza en los consejos de esta pobre mujer, que era estrictamente buena porque tuvo caridad en su corazón. Para expresar sus augurios, Julia Ruiz utilizaba un léxico miserable y absurdo. Fingía poseer dotes hipnóticas, cerraba los ojos y profetizaba. Evocaba también espíritus para que vinieran a solucionar las humanas contingencias. Anunciaba la aparición de tesoros ocultos, el regreso de los amantes ingratos, y otras venturas. Establecía vastas y poderosas custodias espirituales cerca de los individuos que representaban un movimiento de izquierda. El general Calles, de México, tuvo asegurada su vida por quince mil espíritus al mando de Julia Ruiz, y si el general Herrera, el egregio jefe del liberalismo en 1923, falleció en su lecho y no a manos de asesinos anónimos, ello se debió a que los veinte mil espíritus de Julia Ruiz torcieron siempre las mentes para que no concibieran el atentado personal. La vidente hacía así, tan cándidamente, expresiones visibles de sus aficiones políticas, porque también sabía mandar espíritus que martirizaban a los jefes conservadores, a Mussolini y aun al Papa. El pueblo bogotano ha sido especialmente crédulo en estas cuestiones del porvenir. No en vano fue necesario que las autoridades de policía intervinieran recientemente para evitar la especulación inhonorable que se hacía de este temperamento crédulo que se manifiesta tan ostensiblemente en las clases populares. Pero en tanto que otros adivinos y echadores de cartas prosperaban, vivían bien y hasta se llevaban plata, como un mago seudo-indostánico que era nacido en Abejorral, Julia Ruiz languidecía en la indigencia y era cada día más miserable. Lo que ganaba lo distribuía entre los necesitados. No se reservaba nada para ella. Alguna vez llegó a Bogotá, al cabo de sus cuatrocientos cincuenta y ocho presidios universales, ese gran aventurero

santandereano que se llamó Biófilo Panclasta, el cual llegó a amedrentar a los gobiernos europeos, que lo perseguían porque él se decía compañero de Rabachol en las jornadas de París y socio de Lenin en la miseria de los destierros. Biófilo Panclasta es un personaje gigantesco para una biografía que no se escribirá nunca. Anarquista, terrorista, nihilista, amigo de Gorki, coautor del atentado contra el zar Alejandro de Rusia y a veces dinamitero, Biófilo llegó a Bogotá descamisado, desnudo y hambriento al cabo de siete años de presidio en una vivienda submarina bajo el mandato implacable de Juan Vicente Gómez. Julia Ruiz no tenía otra cosa que darle al aventurero sino su mano, y como en una leyenda romántica se la entregó plenamente. El anarquista se refugió bajo el techo de la pitonisa, que lo encontraba magnífico en su rebeldía y adorable en su temperamento de izquierda, porque Julia Ruiz era profundamente izquierdista. El día solemne en que Panclasta y la vidente reunieron sus vidas, fueron invitados algunos poetas y literatos que habían conocido a Panclasta cuando se fue a pie a Buenos Aires para buscar un hijo que había tenido de una princesa rusa. Julia Ruiz tenía algo más de sesenta años cuando se reunió con Biófilo, pero el anarquista tuvo desde ese día, por primera vez, y próximo también a la sexta década de su vida, un hogar. La rebeldía del hombre al ingresar a la existencia sedentaria siguió por otros rumbos y entonces hubo de calmar su ansiedad y su angustia permanentes quemándolas en la llama trémula del alcohol. Pero Julia lo comprendió, e interpretaba todo lo ardiente que se refugiaba en el corazón del aventurero y era absolutamente indudable que un amor sincero unió estas dos vidas con la misma efusiva prestancia con que podrían hacerlo dos muchachos. Pero a veces toda la exaltación política de Julia necesitaba más viva expresión que las convocatorias de espíritus y las polémicas que desarrollaba a puerta cerrada en su tugurio. Entonces escribía pequeños artículos enérgicos, en los cuales invitaba a los liberales a la violencia y al desconocimiento de los gobiernos, como cualquier convención conservadora contemporánea, recorría las direcciones de los diarios en busca de hospitalidad para su proclama y si no la encontraba la hacía publicar en hojas sueltas que aparecían en todas las esquinas. En ellas exaltaba la memoria del general Herrera y de los grandes guerrilleros liberales y se quejaba de que el pueblo de hoy no tuviera esos arrestos ni esa entereza para expulsar del gobierno a quienes lo usufructuaban sin derecho. Y como es natural, se atribuía una gran parte en las victorias de 1930, no sólo por sus campañas verbales y literarias, sino porque sus influencias sobrenaturales habían preparado el ambiente para que Olaya Herrera llegara al poder. Y todo esto con ingenuidad, y sobre todo con sinceridad. Así había llegado a ser Julia Ruiz un personaje típico en la ciudad, aun cuando las disposiciones municipales que perseguían su profesión la hubieran situado en un lugar clandestino. Por ahí andaba hasta hace poco con todo el amor de Biófilo a cuestas, cuidando al antiguo aventurero en sus últimas intemperancias alcohólicas y vertiendo desde sus canas, al través de sus facciones regularmente indígenas, con su cuerpo menudo y obeso, que ahora

disfruta del descanso supremo. Las legiones de espíritus que Julia pretendía manejar a su antojo habrán recibido ahora, alborozadas, su alma cándida.

El Tiempo (Bogotá): (5 feb. 1939), Segunda, p.3.

Biófilo Panclasta: el anarquista colombiano, amigo y compañero de Lenin, que conoció los horrores de la estepa de Siberia

Ahora languidece por los humildes tugurios suburbanos la trágica y aventurera existencia de Biófilo Panclasta, que descansó su ancianidad fatigada en los brazos amorosos de una pitonisa octogenaria. ¡Qué gran vida la de este Biófilo, anarquista y aventurero de todos los mares y de todas las latitudes, como un personaje de leyenda! Su apellido auténtico es Lizcano. Nació en Chinácota, Santander, hace una cantidad de años que él no quiere recordar pero que puede aproximarse a las siete décadas. Hizo, como le correspondía a todo ciudadano colombiano del siglo último, la guerra civil y en la adolescencia alternó el fusil con la férula que usaban entonces los maestros de escuela. Pero la fiebre errante y nómade de algún ascendiente desconocido y gitano prendió en él y antes de la mayoría de edad emigró a Venezuela. Resulta trabajoso seguir los incidentes azarosos que marcan la existencia de este gran desequilibrado, que bajo una literatura romántica hubiera parecido genial, pero resultó de pronto secretario de Cipriano Castro, a quien acompañó en las veleidosas campañas de este grotesco caudillo. Así recorrió gran parte de Venezuela y fue en este territorio donde lo encontró Juan Vicente Gómez cuando ascendió al poder. Lizcano quería serle fiel al vencido, que salía desterrado, y cuando Juan Vicente Gómez lo puso a elegir entre el consulado de Venezuela en Génova, para comprarlo, y para comenzar a formar con él la cauda de intelectuales que después elogiaran su ferocidad y trataran de convertir en virtudes sus crímenes y el presidio, Lizcano prefirió el presidio. Propiamente es en este punto donde empieza la verdadera aventura. Aquí se hizo anarquista. Se llamó Panclasta. (Pan: todo. Clasta: destructor). Emigró a Europa a bordo de cualquier trasatlántico y posiblemente en calidad de pasajero supernumerario. Mandó hacer tarjetas de visita haciendo notar su condición de anarquista en los tiempos en que el vocablo resonaba en los trémulos oídos burgueses como una explosión de dinamita. Los atentados

terroristas se habían puesto de moda y formaban parte de la vida cotidiana de los grandes políticos. El anarquismo, convertido en profesión definitiva de Panclasta, comenzó desde su llegada a Barcelona, primer punto europeo que tocaron sus pies errabundos, a abrirle las puertas de todas las cárceles. De Barcelona fue deportado. Lo fue de Marsella. Lo fue de los puertos italianos. Y de todos los puertos del Mediterráneo. Cuando le preguntaban su nombre y profesión, respondía invariablemente; “Panclasta, anarquista”. Hubiera sido mejor, en esos días ingenuos, haber dicho: leproso. Se convocó en Ámsterdam un congreso anarquista que provocó el príncipe Kropotkin y los más exaltados discípulos de Marx, y allí se reunieron unos cuantos vagabundos, filósofos y cínicos, al estilo de Panclasta, que se introdujo en el congreso como delegado de los anarquistas colombianos. Posiblemente no había grandes escrúpulos en la selección de las credenciales porque Panclasta disfrutó de voz y de voto. Por ahí en alguna publicación contemporánea, de esas que se introducían furtivamente por los correos y que los cándidos burgueses creían llenas de dinamita, aparecieron algunas de las palabras de Panclasta, que se dirigía, mano a mano, al congreso universal de la paz que se reunió también por esos tiempos en La Haya, y en el cual actuaba como delegado oficial de Colombia, Santiago Pérez Triana. —Vosotros —decía el anarquista de Chinácota, Santander, Colombia— sois enviados por los gobiernos burgueses del mundo para colocar los cimientos de la paz, pero de vuestras gestiones sólo podrán salir incontables y sangrientas guerras en el futuro. Nosotros, anarquistas, representantes de todos los pueblos oprimidos de la tierra, venimos a un congreso revolucionario, y pedimos el cambio fundamental del orden social, pero somos nosotros quienes colocamos los principios de la paz universal. La policía holandesa disolvió el congreso comunista. Panclasta se echó por las calles con Kropotkin y los demás vagabundos. Agitaban la bandera roja y querían hacerse voceros de todos los proletarios del planeta. Hubo algún atentado dinamitero. La policía intervino y apresó a los promotores principales del motín. Panclasta, anarquista, fue a la cárcel. Las noticias de información, supremamente deficientes en esa época, se limitaron a traer hasta este altiplano que sustenta nuestra ciudad una noticia lacónica: “El delegado de Colombia en Holanda fue reducido a prisión”. El presidente de Colombia, general Reyes, se puso en movimiento, dio las órdenes del caso y persuadido de que era el burgués, Pérez Triana, el perseguido por los agentes del orden e ignorando hasta la existencia del anarquista Panclasta, emprendió la reclamación diplomática contra tamaña violación del derecho internacional. Jamás perdonó el general Reyes a Panclasta esta situación que el magnate consideró ridícula, y a lo largo de su vida tuvo oportunidades para demostrar el resentimiento perpetuo que le produjo. Porque a él no le importaba que Panclasta se hubiera podrido en la cárcel. Posiblemente lo deseaba. Panclasta era anarquista y se había unido a toda esa chusma de harapientos, de criminales y de rufianes que estaban tratando de asesinar a Su

Majestad Imperial Alejandro de Rusia, derruir los tronos y los gobiernos que significaban la civilización y poner en vigencia todas las teorías monstruosas del judío barbudo que se llamaba Carlos Marx. Deportado de Holanda, Panclasta logró introducirse a París. Antes que la policía fue él quien descubrió a Ravachol, el célebre personaje que tenía en sus manos el cetro del terrorismo, había volado el ministerio de Obras Públicas, alimentaba sobre París y sobre Francia entera la angustia del atentado inminente. Panclasta aprendió de Ravachol las fórmulas químicas de los explosivos, el procedimiento para manufacturar esas admirables bombas de reloj que estallaban a plazo preciso, el sistema de fabricar esos otros preciosos artefactos de destrucción con ácidos perforantes. Y con tan valiosos conocimientos Panclasta se lanzó sobre Rusia y se metió dentro de esos clubes de estudiantes nihilistas que estaban fraguando el asesinato del Zar. Las nieves de San Petersburgo amparaban la conjura siniestra y Panclasta tenía campo para ejercitar el apostolado que se había impuesto. La revolución fracasada y la represión tremenda que fue su consecuencia, lo condujeron a Siberia, como cualquiera de esos personajes de Tolstoi, de Nicolás Garín y de Máximo Gorki. Todo el rigor implacable del knut cayó sobre sus lomos. Estaba condenado por vida al destierro inmisericorde, con millares de jóvenes rebeldes que habían sido sentenciados a morir como el héroe de Dostoievski. Planeó la fuga con un joven pálido, de ancha frente y manos temblorosas, que fue su amigo, lo acompañó en sus proezas, lo secundó en su apostolado, y acabó por hacer, él solo, la misma revolución que habían emprendido Panclasta y los estudiantes inconformes. Se llamaba Vladimiro Ulianov, pero como Panclasta, había cambiado su nombre y ahora se llamaba Nicolás Lenin. Juntos cruzaron, en la temeraria aventura que habían seguido todas las víctimas del zarismo que pudieron escapar del infierno blanco la ruta de las nieves eternas de la estepa hacia los mares amarillos por donde podían encontrar la esperanza de liberación. Biógrafo más experimentado escribirá la loca odisea de Nicolás Lenin y Biófilo Panclasta a lo largo de Siberia, al través de la China y luego el retorno por los mares misteriosos de la India o por otras vías exóticas hasta hacerlos reaparecer en París en una boardilla de mendigos con un par de zapatos para los dos, que se alternaban para salir con el doble objeto de continuar su apostolado infatigable y de conseguir el sustento cotidiano. Panclasta acudía a sus compatriotas colombianos en busca de centavos y Lenin a los emigrados rusos de entonces para pedirles copecas. Después Panclasta despreció a Lenin y en alguna ocasión, frente a dos copas de licor, me explicó a mí por qué causa. —El absurdo de Lenin —me decía el anarquista santandereano— consistió en que quiso llevar a la práctica los ideales. El hombre debe vivir de ideales y no de hechos. ¿Qué queda de un ideal cuando está reducido a un hecho práctico? ¿Cómo se puede seguir luchando por él? El error filosófico del comunismo radica en que como ideal es perfecto, como hecho práctico es

imposible. Mientras sea ideal es necesario luchar por él. Cuando sea hecho es necesario combatirlo. Y además, reducido a hecho práctico el comunismo, que es la ambición suprema de los proletarios, estrangula la libertad, que es la ambición suprema del hombre. Por eso soy anarquista: porque sobre todas las condiciones de la vida humana coloco la libertad. Así se deslizó, desequilibrada e ilógica, como un poema moderno, la vida de Lizcano. Alguna vez, en sus andanzas inverosímiles, llegó a Sorrento donde Alexis Peshkof, llamado Máximo Gorki, trataba de curarse de su tuberculosis. Y fue huésped del escritor. Y bebió vodka con él. Y Panclasta recuerda que durante ese período su voluntad luchadora se iba desvaneciendo porque Gorki vivía como un burgués en el ocio y en la contemplación. Cierto día paseaba por la orilla del mar. Un marisco había sido aprisionado por una piedra bajo cuya pesadumbre se debatía inútilmente. Panclasta se inclinó, puso el pequeño ser en libertad, solícito y cariñoso. —Pero tú, Panclasta, destructor de todas las cosas, que amas hasta ese punto la vida, mereces llamarte Biófilo. Así fue como Lizcano, de Chinácota, completó su nombre de guerra, paradojal y contradictorio: Biófilo Panclasta, anarquista. Con él siguió después recorriendo el mundo hasta conocer trescientas setenta y siete cárceles de las ciudades europeas, en donde se le recluía como enemigo nato de la sociedad. Pero alguna vez sintió la nostalgia de Colombia, o posiblemente los gobiernos europeos quisieron repatriar semejante carga de explosivos que parecía ser Panclasta. Apareció en Puerto Colombia. El general Reyes, que continuaba gobernando el país, no había olvidado la pesada broma de Ámsterdam, y con esa serenidad que ponía en sus actos el gran presidente, ordenó que se impidiera su desembarco. El colombiano protestó, alegó su condición nacional y como sus argumentos no podían vencer a la soldadesca que lo custodiaba para mantenerlo a bordo, se lanzó al mar para ganar a nado las costas de su patria que lo rechazaba tan airadamente. Pero cuando su pie fatigado se posó sobre la arena encontró un mural de bayonetas. El día que Panclasta me contaba esto se desgarró la camisa para mostrarme en su pecho las cicatrices de veinte heridas que le produjeron las bayonetas colombianas y se quitó el sombrero para ostentar bajo el escaso cabello que comenzaba a blanquear, las otras cicatrices que le dejaron las culatas de los fusiles. Y Panclasta terminó así aquella confidencia: —De todos los países del mundo el más hostil para mí ha sido mi propia patria. Porque si en todas partes me han llevado a la cárcel, sólo en mi patria intentaron asesinarme por el hecho de pedir hospitalidad. De esta suerte sigue desenvolviéndose la inagotable aventura fílmica que constituye la vida de Biófilo Panclasta. En aquella época fue a Venezuela y Juan Vicente Gómez lo detuvo en el Castillo de Puerto Cabello cerca de siete años. Regresó a Bogotá y la fiebre ambulatoria le hizo recordar que en Buenos Aires debía existir un hijo suyo, que le obsequiara una princesa rusa de

nombre complejo. Por aquella época los intelectuales agasajaron a Biófilo y le reconocieron su condición casi heroica, asombrosamente romántica y deliciosamente inconforme. Echó a andar hacia el sur y al cabo de cinco meses arribó a la ciudad platense, de donde fue deportado tres semanas después. Pasó al Brasil y pocos meses más tarde, habiendo sido tolerado, bajo vigilancia, por las autoridades, estalló un motín en las poblaciones cafeteras del interior, que el gobierno se apresuró a atribuir a Panclasta. Con quinientos compañeros fue deportado a lo íntimo de las selvas amazónicas. Bajo los árboles seculares los veía morir uno a uno, heridos como por un rayo por las enfermedades del trópico. Movíanse como cadáveres ambulantes y sólo podía recordar una escena de más horror en las estepas siberianas cuando el knut flagelaba las espaldas de los condenados que morían bajo los golpes del verdugo. Pero Biófilo, andarín infatigable, se lanzó en aventura solitaria por esas selvas y otra vez, pálido, deshecho, más miserable que nunca, estuvo en Bogotá. Ahora la edad le blanqueaba el cabello y le creaba adiposidades en el alma. Comenzaba a perder sus ímpetus rebeldes. Por allá en el fondo de su espíritu, ambicionaba quizás una quietud apacible, el abrigo de un hogar, el amparo de un cariño, el cultivo de un sentimiento. Fue entonces cuando encontró a Julia Ruiz, la vidente, metida en su tugurio de la carrera novena, llevando a su vez su vida maravillosamente humilde. La vida tiene las más inesperadas complicaciones y los brazos de una mujer sexagenaria domaron definitivamente al anarquista, y le dieron las cálidas sensaciones que jamás había experimentado. Todavía trató de surgir el extinguido ímpetu y el rebelde procuraba trasladarse a los lugares donde hubiera huelga para hacer acto de presencia y mostrar su solidaridad revolucionaria. Pero tenía ya un centro de atracción y experimentaba la nostalgia del amor senecto. Quiso entonces escribir sus libros biográficos, cuyos títulos eran heroicos: “Veinte años de bohemia anárquica”, “Mis prisiones, mis destierros y mi vida”, “Mi éxodo infinito”. Pero ese ánimo inquieto le negó la oportunidad para escribirlos y lo llevó definitivamente hacia el alcohol. Ahora Biófilo Panclasta arrastra una ancianidad miserable por los tugurios más infectos de la urbe, entre mendigos y vagabundos sin nombres definidos.

El Tiempo (Bogotá): 12 feb. 1939), p. 1 y última.

La vida extraordinaria de Jacinto Albarracín, el primero que en América ensayó un gobierno de soviet

Hubo un tiempo, muy próximo a nosotros, en que la simple posibilidad de que existiesen en Colombia problemas sociales constituía un delito. Era la época en que los tradicionalistas de hoy encuentran la vida más dichosa, más sencilla y diáfana, en que los artesanos estaban colocados dentro de una esfera social de la que no podían salir, signados con una indumentaria especial dentro de la cual no cabían los zapatos sino las alpargatas, y en que la ambición de mejoramiento individual y de un poco de confort estaban claramente prohibidos por las disposiciones de policía, que se pregonaban por patrullas bien armadas y provistas de un tambor que atraía a la gente temerosa. Los artesanos tenían, pues, que usar una ruana para distinguirse de la “gente”. Vivían en un mundo aparte y se veían tratados con despótica inclemencia. Eran, para las personas decentes, los guaches. Hallábanse muy por debajo en la escala social y no tenían acceso sino a los lugares humildes. Los cachacos tenían que defender a las damas de los irrespetos de un guache que pasara borracho y le lanzara, con grosería y sin consideración alguna, el tufo de su alcohol. Algunas veces, esta plebe se rebelaba, se armaba de piedras y guijarros y apedreaba las casas de los ricos, que estaban influenciados de una aristocracia cursi y baladí. Entonces sometían la guacherna a bala, sin consideraciones, y nadie llevaba la cuenta de los cadáveres que se mostraban tendidos en la vía, cuando se restablecía el orden. El partido liberal trataba siempre de incorporar dentro de sus programas la posibilidad de mejoramiento de los artesanos y de los campesinos. Por eso tuvo siempre, en los días más opacos de persecución, soldados disponibles para todas las emergencias de la guerra. No podía, y hubiera sido un anacronismo y un avance sobre las posibilidades de la época, extender sus programaciones hacia la consideración de los problemas sociales, cuya mención, por otra parte,

hubiera sido un crimen. Las gentes que se preocupaban por estas cosas merecían toda clase de persecuciones, porque eran las que dinamitaban las fábricas, asesinaban a los miembros del gobierno y querían vivir sin Dios ni ley, según lo que podía saberse por las noticias que trascendían de Europa, donde aparecían las primeras manifestaciones de un socialismo que recibía su bautismo de sangre y que vino a ser posteriormente, inofensivo y tranquilo como la paz de una abadía. La actitud liberal respecto de los artesanos era platónica, más filosófica y teórica que práctica. Todavía sonaban en lo oídos osados las tres palabras de la Revolución Francesa — liberté, egalité, fraternité— pero no habían dado de sí su contenido ni su realidad. Eran simples principios y fundamentos de una campaña de inefable idealismo, sobre el cual se hacían las guerras y se esculpía la nacionalidad. Pero esta apariencia de protección, esta filosofía de la equidad que predicaba el liberalismo y que lo hacía odiado y temible para el conservatismo tradicionalista por la amenaza que contenía de que alguna vez el artesano pudiera codearse con el cachaco, capitalizaba a favor del partido liberal todo el fervor de las multitudes y toda la esperanza, aún subconsciente e indefinida, de tiempos mejores que palpitaba en el ánimo popular. Entre los hombres ilustres y altamente constructores del pensamiento liberal contemporáneo, dentro del cual los problemas sociales son el punto preferencial y las inquietudes económicas los fundamentos auténticos del cuerpo doctrinario, fue acaso el general Rafael Uribe Uribe el primero que se irguió contra las injusticias que imperaban con respaldo de tradición y de intereses. La gran voz dio autoridad a las vagas preocupaciones de los artesanos y expresión a los anhelos recónditos que no sabían enumerarse, pero que se reducían, simplemente, al derecho a la vida. La gran voz, heroica en los combates y sonora en las pugnas de la paz, era el avance supremo de la democracia, que por fin se encontraba a sí misma y que sólo había tenido imperio electivo por breves períodos, asfixiados por la reacción, bajo el caudillaje de Obando o bajo la conciencia, anticipada a su siglo, de José Hilario López. Del espíritu de Uribe Uribe fluyeron la actualización del liberalismo y la purificación perfecta de la democracia, la elevación del artesano a la categoría ciudadana y la transformación social que se verifica en los tiempos presentes. Pero hubo también muchas voces opacas e intuitivas que se alzaron contra la injusticia. No sabían exactamente lo que pedían. Pero sus dueños sufrían en la epidermis el contacto de algo áspero, irritante e insostenible. Sentían que los artesanos también eran hombres, seres humanos, aptos para el placer y el dolor, y lo eran los campesinos, y que unos y otros estaban sujetos al padecimiento y a las privaciones. Se les estaba usurpando la personalidad humana, y esos espíritus, soldados de batalla y de combate, eran sensibles para el dolor ajeno y al experimentarlo en carne viva, tendían a remediarlo. Pudieron ser gentes ilustres, altos conductores, jefes insignes, si la ingratitud no los hubiera conducido a una senectud insignificante y si el tiempo no hubiera amortiguado todos los merecimientos de sus horas de lucha. ¿Y qué podría sorprender esta

ancianidad ignota y paupérrima, si al más puro de todos, al más grande, al más previsor y fuerte, lo asesinaron a hachazos los mismos artesanos por quienes combatía en la paz y en la guerra?

*** Jacinto Albarracín es, acaso, uno de esos precursores que hoy son anónimos, como Pablo Emilio Mancera. Y sin embargo, fueron sinceros, supieron del sacrificio, se ofrendaron por la democracia, previeron las inquietudes del futuro y se alzaron contra las injusticias sociales. Y entonces tenía mérito esta actuación, y no ahora, cuando el ambiente propicio se ha hecho unánime, y cuando son empingorotados mozos ambiciosos los que pretenden agarrar la bandera de las reivindicaciones, cuando vinieron al mundo y se lo encontraron todo hecho, por el sacrificio oscuro de hombres olvidados a quienes menosprecian. Yo no puedo ver esas vidas con el ánimo grotesco o indiferente con que otros las contemplan, porque tengo mi arraigado concepto de que la grandeza no reside en la ostentación exterior, sino en la sinceridad con que se ha adelantado el camino y se han entregado los dones del espíritu. ¡Cuán hermosas son las vidas opacas y cuán dignas de admiración las que languidecieron en la penumbra, cumplieron, en su hora, con su deber y no recibieron jamás recompensa ni fueron glorificados, ni abandonaron su ingenuidad perfecta! Así, Jacinto Albarracín, hoy viejo y vencido por el fracaso, al cabo de setenta y tantos años de lucha estéril. Jacinto Albarracín nació en Arauca y nació revolucionario, sin saber por qué. Tuvo todas las rebeliones de los primeros años en el fondo del llano ilímite, en el río inmenso donde se miraron los caballos de Páez. La adolescencia lo encontró en Bogotá, donde se descubrió escritor. Pero no escritor a la manera pluviosa como se cuentan los amores infortunados, sino en la forma rebelde que usó el Indio Juan de Dios Uribe para hacer la disección de Rafael Núñez. Su ímpetu lo condujo por largo tiempo a la cárcel, y troncó los estudios de leyes que había iniciado. Otros fueron más afortunados y pudieron flotar sobre la inseguridad de los tiempos, tuvieron más ancha e influyente personalidad, hiciéronse temer más, o encontraron apoyos decididos en poderosas amistades. Albarracín era, quizás, excesivamente avanzado, tocaba los lindes del anarquismo, sentía dentro de sí el fuego denso del comunismo, antes de que la obra del judío barbudo hubiera traspuesto el Atlántico, y su espíritu no estaba conformado sólo para las románticas exaltaciones del liberalismo de su época, sino que iba un poco más adelante, porque ya quería incorporar atrevidamente la cuestión económica dentro de la política. Hizo, sin embargo, la guerra civil, volvió a escribir en los periódicos, publicó una novela de censura social, cuyo nombre fue desgraciado: Almíbar. En ella censuraba los desmanes de la postiza y amanerada sociedad bogotana de fin de siglo y enaltecía a los humildes con un amor que surgía de su propia rebelión temperamental. La sociedad no le había hecho grandes males personales, ni había ido a

perseguirlo hasta el Llano: pero él tenía que corregir las injusticias que formaban el fundamento esencial de aquélla. Fundó un periódico, El Faro, acaso el primero de tendencias sociales que hubo en Colombia. No había extensas teorías, ni citas de autores ilustres, ni invocaciones a economistas gloriosos, ni arrimos a financistas de alta categoría. Pero había un gran sentido humano. Estaba impresa la protesta por la humillación de los artesanos y por la miseria de los campesinos. Lo esencial era interpretar la desnuda realidad que tenía el régimen y no buscar las denominaciones, aun cuando estas fuesen el motivo emocional de las multitudes. Llamárase como quisiera, lo indispensable era que se impusiera el sistema equitativo en la sociedad, que se pagara mejor el trabajo, que se concluyeran los abominables privilegios. Quería que la igualdad no fuese una simple expresión hipócrita de la Carta Fundamental, sino un hecho preciso en la vida cotidiana del ciudadano. Sobre el mismo espíritu escribió otros libros, y pensando que el teatro era mejor vehículo para que le llegara al pueblo el conocimiento de su propia miseria, representó dos dramas, de títulos humildes, enruanados: La hija del obrero y Por el honor de una india. Si Luis Tejada, en plena juventud ilusionada, muchos años después de Albarracín, descubrió que su apostolado social era estéril y que la masa no se contagiaba de su misticismo por razones de indumentaria, porque desconfiaba secularmente del cachaco, y compró ruana y se la hizo adquirir a José Mar y a Moisés Prieto cuando estos fueron comunistas, para llevárselos al Paseo Bolívar a pregonar su verdad entre maleantes, el llanero lo había aprendido instintivamente y bautizaba sus dramas, sus escritos y sus novelas con nombres proporcionados a la intención, humildes y tristes como al pueblo al que se dirigían. Organizó congresos, convocó asambleas, fundó centros de cultura obrera. No practicaba ningún oficio manual, pero se llamaba a sí mismo, con orgullo, carne de obrero. Ejercitaba, para vivir, una jurisprudencia rudimentaria, que había aprendido en los breves años de colegio, antes de la cárcel y de la guerra civil, pero defendía gratuitamente los negocios de los obreros entre quienes se había ubicado, tratando de crear con ello la primera oficina de trabajo. Tuvo otro periódico, La Razón del Obrero, en el cual se hizo intérprete de los dolores humildes, con el mismo fervor que ilustraba el tema insigne: “con los tuyos, con razón o sin ella”. Dictaba conferencias, sostenía su periódico con el producto de su labor jurídica, lo distribuía gratis, y sabía que todos los males del mundo se remedian con la cultura, y que la justicia imperará sobre el mundo el día en que haya una plena y universal conciencia de los derechos y de los deberes. Podía haber sido un gran agitador en un ambiente más comprensivo y vibrátil. Albarracín fundó en Colombia el primer soviet auténtico, en fuga de la tiranía del general Reyes. El rebelde llanero se había colocado, como era natural, en un lugar de oposición contra ese gobierno, que era pródigo en las persecuciones y generoso en las dádivas para sus partidarios.

Cierto día, bajo aquel régimen, hallábase Albarracín en una venta de la carrera 13, próxima a la estación del Ferrocarril del Norte. Algo tendría que ver con la ventera, una de esas mujeres campesinas y rollizas, que emocionaban a los hombres de entonces, cuyo ideal de belleza se fundaba en esa interpretación mantecosa y fornida que impresionaba a Rubens. Los amigos sabrían aquella relación de Jacinto, cuya rebeldía ingénita se sostenía sobre una carnadura de lodo pecador, y uno de ellos le llevó a la trastienda idílica la noticia trágica: —La policía te anda buscando. Hay orden de captura. Estaba saboreando, en secreto, el éxito de su último artículo en que clamaba por la igualdad social. Pero era preciso huir, o soportar los martirios a que se vería sometido por los celosos esbirros del general Reyes. Dudó entre el tormento, que exaltaría su condición apostólica y le sería un digno coronamiento, y la insistencia de la estúpida carne, y esta se sobrepuso. Jacinto se fugó con la ventera. Sin otro equipaje que la opulenta paisana, cruzó la calle, se metió a la estación y escapó en el primer tren que salía. De Zipaquirá en adelante anduvo por caminos intransitados. Se metió en la selva. Alguna vez tenía que ser débil, y la confluencia de la tentación carnal con el terror político, le daba vigor para la pintoresca escapatoria. Por fin se detuvo en lo hondo de las montañas inexploradas del Carare, en un lugar donde descubrió los restos de una olvidada población indígena, que desapareció antes de la Conquista, y llamó al lugar “Otonche”. Se estableció en él, como un pícaro ermitaño, con su compañera ocasional y cuando empezó a sufrir la influencia del hastío, adquirió valor para ir hasta algún municipio lejano y aventurar varias cartas para sus amigos. En ellas describía el paraíso terrenal donde había encontrado la paz y la dicha, trazaba las rutas por donde se podía llegar al edén oculto, y formulaba invitaciones para que se organizara una colonia. Recomendaba el refugio de manera especial para los prófugos de la justicia, para aquellos que habían quebrantado la inicua legislación social como un símbolo de protesta contra ella y para los que podían esquivar en la huida la acción persecutoria del gobierno, que era duro para quienes no lo aprobaran sin condiciones. Las epístolas de Albarracín tuvieron un éxito peregrino, y en breve tiempo se reunieron entorno suyo no menos de cuarenta personas, que emprendieron la explotación agrícola del lugar, sin ley, sin autoridad, ni conceptos de propiedad, ni poderes judiciales. Era la victoria del vivir rudimentario y poderoso y la realidad del siglo aquel de que habló el Quijote ante los cabreros. —¿Y el orden? ¿Y la buena armonía de esos ciudadanos ideales? Estaban fundados en el prestigio de Albarracín. “Una simple represión mía, una observación, era la más severa de las sanciones”, me decía Jacinto cuando, el otro día, me contaba este ensayo comunista. Y nunca hubo una tropelía, ni un hurto, ni una expoliación. Las decisiones de carácter general se adoptaban en asamblea pública, sobre un tronco derruido, como

en los días druídicos. Todos trabajaban sin resistencia para el beneficio común. Era la más pura aplicación del colectivismo, y una vasta fraternidad se expandía bajo los árboles. Una comisión especial iba hasta el mercado más próximo para traer lo indispensable y la dicha imperaba en Otonche, como en los tiempos primitivos. —Los hombres son buenos de suyo. Lo que los pervierte son las leyes —decía el fundador de aquella diminuta democracia perfecta. Y lo demostraba. El gobierno conoció, por un administrador de salinas nacionales, la existencia de la colonia de Albarracín, y quiso incorporarla a la organización política del país. Nombró una autoridad, cuyo acto inaugural fue el de colocar la primera piedra para construir una iglesia y una cárcel, representaciones tangibles de la religión y la justicia, los dos símbolos sobre los cuales descansa la sociedad de la cual querían huir Jacinto y los suyos. Esta fue la señal de la disolución de aquel grupo comunista, que conoció la breve felicidad de los siglos dorados. La colonia de Otonche desapareció para siempre, la selva recuperó su imperio, nunca se construyeron la iglesia ni la cárcel, y Jacinto prófugo por otras selvas, por otras montañas, ahíto de su vida rural, olvidó a la ventera y regresó a Bogotá, donde volvió a ejercer su profesión de abogado. Con la caída del general Reyes, Albarracín pudo reanudar su lucha social, continuar su agitación y su labor cultural. Hizo otras novelas, publicó un libro con sus “mejores prosas”, en el cual se reunieron los más notables artículos de su pluma polemista y filósofa, pronunció conferencias, proclamó la necesidad del sindicato, y trató de organizar la primera cooperativa de víveres. Del pleno desinterés de tan rudas campañas es demostración la circunstancia de que ahora, viejo y casi inválido, no tiene, como el Evangélico, ni una piedra donde reclinar su cabeza, y perece de miseria, en la soledad, en el olvido y en el desamparo. Seguramente la concepción de Albarracín sobre la unión de los esfuerzos para obtener las reivindicaciones que aún no se habían definido con exactitud ni se habían fijado en su alcance y en su cuantía, estuviera llena de imperfecciones y de recursos impracticables. Pero en cambio, con la simple iniciativa, insultaba cruelmente a los gobiernos de aquel tiempo y colocaba una piedra angular en la dignificación de las clases menesterosas. Alguna vez se preocupó por su remota ascendencia y lo que descubrió en ella le dio tema para un drama: “Juratena”, escrito primeramente en prosa y luego trasladado, con amor, con devoción, a versos. “Juratena” no se ha representado jamás, ni posiblemente será representado nunca. Pero yo he leído las móviles escenas. “Juratena” es una princesa india, que regía una tribu numerosa de aborígenes, cuyo nombre racial no menciona el autor. Tenía la princesa un gran sentido misericordioso para unirlo al espíritu guerrero que la hacía la más heroica de las Walkirias, y cuando supo que en un pueblo muy lejano había un monarca cruel y despótico, cuyo crimen llegaba hasta la antropofagia infantil, Juratena organizó una expedición libertadora, que

habría de lanzarse hacia el sur, más allá de todas las montañas, hasta encontrar una gran ciudad de piedra donde moraba el monstruo. Lo mataría y devolvería al pueblo oprimido su independencia vejada. Pero entonces llegaron los españoles y la princesa se dedicó a combatir al intruso que venía a perseguir su raza en sus propios territorios, con ánimo usurpador. En estas aventuras se deslizan dos o tres actos, llenos de fantasía. A lo último, como en las comedias clásicas, hace su aparición el amor. Juratena se ha enamorado de un militar español, un oscuro soldado, a quien protege de toda persecución, como en la leyenda de Lázaro Fonte, contra los mismos conquistadores y contra la furia de los indígenas. Sería absurdo que este soldado no tuviese en sí todas las virtudes, no fuese humilde, valiente, humano y enemigo de las crueldades que realizaban las tropas de que formaba parte. Fatigado él de luchas, vencida la princesa, derrocado su imperio, disueltas y asesinadas sus huestes, quédales el recurso supremo del amor, y en lo alto de un cerro, sobre el camino que se abría para comunicar las recién nacidas ciudades, el soldado y la princesa instalan una venta, una prosaica venta en donde aquella arrogancia femenina y amazónica se convertiría en la grasa suciedad de Maritornes. Pero no avancéis este comentario, porque el autor no ha revelado aún su secreto. Aquel soldado era Albarracín, y de su unión con Juratena descendió una serie de Albarracines, que concretaron en Jacinto, escritor y dramaturgo, para cantar la gloria del ancestro remoto. El tiempo, las transformaciones sociales que se han operado, la solución de los problemas que antaño tanta inquietud le produjeron, las victorias consecutivas de la democracia, dejaron la inconformidad de Albarracín sin razón de ser. Las leyes que reglamentan el ejercicio de la abogacía le dejaron sin medios de vivir. La senectud oscura y desconocida le ha dejado sin bríos y sin ardor. En vano se hizo burócrata. Tuvo empleos cada vez más humildes, que fuerónse diluyéndose en la incapacidad definitiva. Ya no lucha por nada, ni quiere crear su literatura de contenido social y humano, ni recuerda sus tiempos en que fue miembro sobresaliente de la Sociedad de Autores, ni trae hasta su mente el ímpetu polemista y batallador de sus épocas radiantes de periodismo, ni se conmueve por la total ingratitud con que se ha desconocido la esencia combativa de su vida. Ahora quiere un pedazo de pan y un abrigo para su vejez desamparada.

El Tiempo (Bogotá): (26 feb. 1939), Segunda, p.3.

Las vidas ilusionadas Pablo Emilio Mancera: el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector

Ahora Pablo Emilio Mancera, al filo de los sesenta años, está refugiado en un pueblo de la Costa, buscando un poco de calor para sus huesos envejecidos sin fruto personal. No en vano se mantuvo durante cuarenta años de pies ante un chibalete, en una diminuta imprenta que fue la única propiedad de su existencia. Los cuarenta años de inmovilidad trajeron males incurables para este hombre que pudo ser un apóstol, acaso un incomprendido, tal vez un tonto porque hizo de su existencia un perpetuo sacrificio con el pensamiento preciso de servirle a la humanidad. Ocho lustros significan casi la totalidad de las posibilidades enérgicas de un individuo, y en Pablo Emilio Mancera ellos estuvieron vinculados en forma exclusiva al sostenimiento de un periódico que sostuvo su vida opaca durante el mismo lapso y tenía la misión esencial de combatir por traer al ambiente nacional un poco de justicia social en favor de las clases menesterosas. ¿De dónde había venido Mancera con su espíritu impregnado de renunciamiento, celoso en el servicio de un ideal de pureza, olvidado de todas las exigencias del cuerpo pecador, como uno de esos ascetas clásicos que nos sorprenden por haber transitado rutas voluntarias de martirio y de abnegación? Tal vez nació al pie mismo de los chibaletes, donde colocó, cuando pudo, unas cuantas libras de tipo. Cuando le conocí, los tipos de la imprenta estaban aplastados de tanto componer palabras de revolución, de tanto buscar un sentido de equidad para la contextura social. El hombre estaba arrimado a las cajas y extendía la mano con febril actividad tomando una letra, otra, que se alineaban en el componedor y luego se quedaban quietecitas, sobre una mesa de piedra, donde el peso constante y liviano de los diminutos lingotes en posición vertical, había logrado hacer casi invisibles concavidades. Era pálido, pequeño y tenía un franco reír que no

amortiguaban las privaciones absolutas a que se veía sujeto. Una mujer pequeña, deleznable, lavaba dos trapos debajo de los chibaletes y tenía también en su rostro las huellas del hambre. La imprenta estaba situada en un solar cuyo pavimento se componía de cascotes y desechos de construcción. Mancera había construido con sus propias manos un cobertizo compuesto de viejos sacos de empaque, y cuando llovía tenía que cubrir las cajas con sus propias vestiduras para evitar que se inundaran. Después secaba los tipos, uno a uno, amorosamente, para conservarlos en servicio tanto como fuera posible. Nunca podría reponerlos, y la suprema ambición consistía en hacerlo alguna vez, en distribuir algunas libras de esos brillantes fragmentos metálicos, nuevecitos, con los cuales podía cumplir su necesidad imprescindible de expresar ideas. El periódico se llamaba La Libertad. Había sido fundado en los primeros meses del siglo, cuando las pasiones políticas se caldeaban bajo los fuegos de la guerra civil. Padeció un vivir accidentado bajo la dictadura del general Reyes, contra la cual erigió su insignificante vehemencia. Circulaba furtivamente, y Mancera fue procesado. Pero antes, el periodista desconocido había pretendido estudiar derecho, y estuvo trabajando con un eminente abogado, a quien le ofreció pequeños servicios de mozo a cambio de alguna enseñanza. —Y conozco de las leyes lo bastante para defender a un labriego de una usurpación, para hacer un memorial de excarcelación en favor de una víctima de las injusticias sociales, para asistir a un juicio de policía en que la ley estrangula a aquellos a quienes el Estado no ha sabido educar. Así me hablaba alguna vez, hace varios años, cuando me invitó a compartir la dirección de su periódico. Después resumió la historia de la publicación que absorbía su vida: —El nombre procedió de otro diario que había sostenido don Emiliano Restrepo en Antioquia. ¡Qué gran hombre era aquél! Porque fue quien me encaminó por esta ruta amable del periodismo, y si no he encontrado en la profesión sino padecimientos y privaciones, tengo la certidumbre de haber servido a mis ideales, que nacieron oscuramente y se han ido delineando con más vigor mientras el tiempo me va enseñando las realidades de la organización social. El primer número se editó en la imprenta de don Bruno Restrepo, pero como no podía pagar el costo de la impresión, me puse a aprender la tipografía, como indispensable recurso para el futuro sostenimiento de “la empresa”. Ganaba veinte centavos diarios, y el oficio era duro, sin limitación de horas, implacable. Esto fue, precisamente, lo que me abrió los ojos sobre la injusticia social, porque el primer propósito de La Libertad fue el de solidificar la concordia nacional, que aparecía como una posibilidad al cabo de tres años de matanzas en la guerra civil. Después había que pagar cinco pesos por el alquiler del tipo para levantar, uno por el tiraje y lo que fuera necesario en papel. Una edición representaba, de consiguiente, algo más del salario

correspondiente a un mes. Pero era indispensable que yo sostuviera el periódico, y así fui acostumbrándome a no comer. Y hoy, mi querido amigo, puedo vivir con dos panelitas de leche, un centavo de queso y un pan. Pero al cabo de treinta años, La Libertad sigue saliendo. —Pero retribuciones morales, compañero, —le decía yo— reconocimiento por su lucha y su desvelo... Mancera rió con su reír franco y abierto. —He tenido compañeros de dirección y se lo han llevado todo. A mí me quedó solamente la responsabilidad. El periódico no podía morir, porque antes habría perecido yo. Quienes llegaban a colaborar en la empresa obtenían luego fruto apreciable. Algunos de ellos trabajaron y ganaron alguna curul u otra posición. Yo les levantaba dócilmente sus artículos y sostenía los gastos de la edición. Pero lo mejor es cuando me di cuenta de cuál era la situación de los tipógrafos. ¡Si el sueldo era de veinte centavos al día! Se me ocurrió la posibilidad de conectarnos todos los que ejerciéramos ese oficio y reunidos así, negarnos a trabajar un día mientras no nos aumentaran siquiera a veinticinco. Mi idea encontró acogida, pero cuando me llevaron a la cárcel por tamaña osadía, la tentativa se disolvió por sí misma. ¡Era la huelga, compañero! ¿Piensa usted lo que era hablar de huelga bajo los días terribles que se sufrían? Pero, claro, compañero, cuando estos amigos míos alcanzaban posiciones ambicionadas, se avergonzaban de haber colaborado en cosa tan humilde y tan rebelde como mi periódico y me negaban el saludo, cuando iba a ofrecerles una suscripcioncita. Mientras hablaba, levantaba su editorial. No escribía, porque no le quedaba tiempo, sino que las cosas por decir pasaban directamente del pensamiento al chibalete. El material del periódico salía letra por letra, y los dedos, ágiles, las cazaban en el fondo de las cajas, mientras el intelectual concebía la frase expresiva y vehemente, capaz de despertar a todas las clases oprimidas de su marasmo y de su indolencia para lanzarlas en la conquista acerada de la justicia social. —Compañero, pero al pueblo le falta educación y esto es lo importante. No basta con que sienta sus necesidades y mantenga el anhelo de su mejoramiento. Es necesario que las sufra conscientemente, saboreando gota a gota su amargura para que reaccione contra ella, luche, se defienda y venza. Yo trato de educarlo, y me he impuesto la misión de intentarlo. Por eso he sostenido mi periódico durante este tiempo interminable, por eso me he acostumbrado a no comer, por eso he sufrido con alegría la miseria, la incomprensión y la ingratitud. Con sus dedos ágiles extraía del componedor, colmado de tipos apretujados, el párrafo que había terminado, y lo colocaba, mañosamente, sobre la piedra roñosa. —Algo se ha hecho. Bueno, la más alta edición de La Libertad no ha pasado de los quinientos ejemplares. Hay que hacer leer el periódico, pero no tengo para papel, compañero.

Cuando salga esta edición que preparo, demostraré cómo el obrero es una fuerza invencible, y cómo él podría dominar integralmente el país. Son, numéricamente, una fuerza absoluta y los proletarios superan en un altísimo porcentaje a las clases acomodadas. Son los que producen la riqueza auténtica, los que valorizan la materia prima, elaboran el ladrillo, esculpen la piedra, cultivan la tierra, hacen los mobiliarios y fabrican zapatos y el pan. El capital, sin ellos, sería una basura sucia. El capital significa una esencia en la vida común, porque el obrero sin capital ni recursos lo hace valer. Pero con tan copioso poderío, son los oprimidos, los inermes, porque son ignorantes. ¡Cómo prima, cómo ejerce su dominio inagotable la sabiduría! ¡Y cómo el intelecto domina al músculo! El músculo es demasiado brutal y primitivo. El intelecto es noble y es humano, pero se pierde por el interés material. Hay que educar al pueblo. Veremos lo que ocurre cuando circule la edición que tengo ahí. Mostraba hacia la piedra desnuda, donde se erguían los tipos. Unos maderos con tapa de metal formaban el cuadrilátero de otra página. El formato era diminuto, porque el tipo no alcanzaba y porque el papel estaba caro; no era mucho mayor que la página de un libro. —Tiene avisos —indiqué, mostrando las páginas que esperaban la hora de estallar en las mentes proletarias. —Algo le producirán. —No, compañero. Lo que no tengo es tipo. Cuántas cosas bellas pudiera decir con un poco más de tipo. Esos palos completan una página y suplen la falta de tipo. Sin ellos, el periódico no tendría sino dos páginas y habría descendido de su categoría. ¿Bueno, vamos a ver la cosa del papel? Lo acompañé a buscar dos pesos por la ciudad para comprar media resma de papel. Anduvimos mucho. No quiso entrar a un café a tomar algo. —No hay tiempo, compañero. El periódico espera. Puede llover de un momento a otro, y la imprenta está a la intemperie. Hay que ir a cubrirla. Además, si cae granizo, el tipo se daña. Alcanzaba, algunas veces, la victoria del papel. Tomaba las hojas bajo el brazo, lo conducía amorosamente a un taller donde tuvieran una prensa y comenzaba la angustia por el tiraje. Esto representaba la obra de otro esfuerzo desesperado, de una paciente pesquisa para la consecución de un peso. A veces, el tipo se oxidaba mientras Mancera hacía gestiones inútiles, andando por la ciudad con un sobretodo untado de tinta y de grasa sobre la camisa. Entonces el editorial había perdido actualidad, o se había presentado algún episodio que ofrecía una oportunidad para la labor cultural que desarrollaba el apostólico personaje. Era preciso hacerlo todo de nuevo, distribuir, volver a levantar y el artículo perdido no había tenido vida ni siquiera en el inútil pedazo de papel que contuviera el original. Así, el periódico circulaba solamente cuando Mancera había conseguido tres pesos. Y esto era una emergencia inesperada, que podía ocurrir, cada semana, cada mes o al cabo de un trimestre.

Entonces, triunfal y orgulloso, después de haber devuelto las páginas formadas que había llevado desde su cobertizo hasta el taller modesto donde se hacía el tiro, y de haber salvado así el tipo de posibles extracciones, cogía debajo del brazo treinta o cuarenta ejemplares y se iba a entregarlos. Asomaba por las redacciones de los periódicos grandes, dejaba furtivamente su “canje” y se iba. Luego visitaba las casas de los amigos que alguna vez le habían ayudado con centavos y cumplía el deber de entregarles su periódico. Se detenía a las puertas de los talleres, en busca de obreros que le recibieran el periódico, subía hasta las covachas del Paseo Bolívar donde se aglomeraba una humanidad miserable al margen de la ley, buscaba esas incipiencias de taller en donde se amontonan seis o siete personas debajo de un banco de carpintero y estaba seguro de que a todas esas gentes tristes les dejaba un consuelo invaluable con las páginas de La Libertad y que cuando las leyeran tendrían más coraje para continuar en su lucha y mayor ahínco para orientarse hacia las grandes reivindicaciones. Nunca recibía una invitación a comer y sólo aceptaba los dos centavos del periódico cuando buenamente se los querían pagar. Entonces compraba panelas de leche y pan y le llevaba a su mujer, que lo acompañaba sin una queja, sin un lamento, a lo largo del vivir peregrino y estéril. Tuvo un empleo en la alcaldía, pero lo renunció, porque no le dejaba tiempo para atender al periódico. Érale preciso levantar tipo por la noche y la luz costaba muy cara. Otra vez fue nombrado secretario de un juzgado de aldea, y trasladó allá el diminuto equipo de imprenta. Intentó la formación de algunos sindicatos de campesinos, pero abandonó también el empleo porque nadie tenía una prensa donde pudiera hacer el tiraje. Sólo en Bogotá había recursos para imprimir el periódico y campo donde actuar. Además una tentativa de huelga que realizaron los campesinos a quienes aconsejaba, lo condujo a la cárcel, de donde emprendió el regreso. Mancera no era ni elocuente ni atrevido. Se contraía de angustia ante el temor de la publicidad. No podía convertirse en uno de esos agitadores que movilizan con su oratoria las posibilidades revolucionarias de las masas y luego las reducen a votos. Humilde, silencioso, excesivamente tímido, se limitaba a entregar su periódico cuando podía, a cumplir con un deber supremo, a proseguir su ruta de renunciamiento, y a luchar, a su manera, por la victoria de la justicia social. No era comunista. Su idearium, concebido paulatinamente, desde el estudio del abogado que le enseñó el código de policía, a lo largo de su permanencia inmóvil ante los chibaletes, y hasta la circulación de La Libertad, era moderado en su contenido político y un poco vehemente en sus procedimientos. Ni quería la anulación de los capitales, ni la administración de las empresas por los obreros, ni las granjas colectivas. Aspiraba a que el capital tuviese utilidades proporcionadas, desempeñase su función impulsadora y cesase en su actitud acaparadora. Deseaba que el obrero no padeciese un sobre-trabajo que se convertía en injusta ganancia.

—Todos han de tener algún día lo suyo —decía con ilusionado ademán— y la humanidad vivirá regida por principios de absoluta equidad, de cuya vigencia emanará la felicidad perfecta. Este equilibrio económico y social, esta igualación racional, en que cada cual se coloca exactamente en su lugar, producirá una honda satisfacción común, eliminará las ambiciones injustas, nivelará también los sentimientos de amor y de comprensión, pulimentará el corazón humano de la corrupción que le ha sobrevenido por el contacto del sucio dinero, que ya no tendrá propiamente un valor adquisitivo, en cuanto se refiera a lo superfluo, sino el exclusivo y esencial de medio o recurso de intercambio. Como consecuencia de tal fraternidad ejemplar, de tamaña solidaridad humana, las autoridades, las sanciones penales, las leyes orgánicas de la sociedad, la administración pública, todo será objeto de una gran simplificación. Habrá entonces regímenes anarquistas, no era el concepto dinamitero y destructivo que se ha dado a este vocablo, sino en el esencial y auténtico de la supresión de toda vigilancia oficial, por la pureza de los hombres. Así era de ingenuo y de perfecto este soñador que había entregado su vida para la purificación de la humanidad. En espera de esa ventura, de cuya cuantía algo siquiera, parte mínima, le habría de corresponder, se alimentaba y pretendía nutrir a su mujer con dos panelitas de leche y un pan de centavo al día. Residía en un galpón rudimentario, morada de prófugo, y seguía adelante, con el ideal de su periódico a cuestas, absorbiéndole la vida. Menudas satisfacciones de algún lector inesperado, de alguna cartita olvidada que le llevaba hasta su cueva el testimonio de su esfuerzo y le certificaba la certidumbre de que uno, un individuo, una unidad humana, se había sumado a sus ensueños y contribuiría a labrar esa dicha inequívoca y próxima de la humanidad. Mancera contribuyó a la organización de las primeras tentativas sindicalistas. Una vez reunió a un grupo de obreros y les explicó las ventajas de una acción conjunta para la defensa de sus intereses. Poco antes había fracasado una unión de industriales y obreros, flamante entidad constituida con fines políticos y de especulación electoral. Mancera en su humildad profunda, comprendió con plenitud la orientación económica de los esfuerzos, para reemplazar a la simplemente política que se encaminaba hacia la conquista de curules. Tenía, por primera vez, dinero. Me parece que con ocasión del cruel asesinato del general Uribe Uribe hizo una edición especial de La Libertad, con intención consagraticia, y pudo incluir en ella un gran retrato del caudillo ultimado. Esta edición fue, acaso, la única que trascendió al público y no pasó, bajo el brazo de Mancera desde las cajas hacia las retinas de quien nunca habría de leerla. Me dijo que le habían quedado como cien pesos. —¡Cien pesos, compañero! Como para mejorar notablemente la imprenta. Pero no me pertenecían a mí, propiamente, aun cuando los hubiera obtenido con mi trabajo. La orientación de mi campaña daba a ese dinero una categoría sagrada. Había que invertirlos en la educación de los obreros. Meditamos, con Carlina, mi mujer, muy detenidamente la cuestión. ¿Compraríamos

algunos libros, fundaríamos una escuela, crearíamos una biblioteca? Para cualquier cosa, cien pesos eran muy poco dinero. Podíamos fundar un sindicato, compañero, como base para que los obreros fueran siendo felices, por la conexión de sus aspiraciones. Se extendía, cuando me lo narraba, en consideraciones sobre el sindicato. —Algunos obreros iban a mi tallercito, para recibir su instrucción, la que yo podía darles, o para hacerme consultas. Era un posible núcleo, aquella gente. Pues había que reunirlos. Carlina se puso a buscar un local adecuado, que nos costó como diez pesos de alquiler, y extendimos invitaciones. Los dos, ella y yo, nos pusimos a recoger obreros. El resto del dinero lo gastamos en un gran desayuno, al fin del cual declararíamos fundados el sindicato y la casa del pueblo. ¡Con menos se habían empezado otras grandes obras, compañero! Fue mucha gente: había huevos, carnes, chocolate y pan en abundancia. Quedó fundado el sindicato, cuando todos habían comido. ¡Pero ninguno volvió, compañero! Se echó a reír, ruidosamente, como si le complaciera el fracaso. Después me dijo que nada de cuanto se haga por la salvación del pueblo es perdido, y que todo fructificará en su tiempo. De todas maneras, más tarde se fundó el sindicato, con otros obreros, y no con aquellos ingratos que se llenaron la panza y escaparon, y se instaló la Casa del Pueblo. Hubo medio de reunir algunas cuotas para pagar el alquiler del edificio donde se fundaron una escuela, una biblioteca, un gimnasio y otras cosas. Pero había que inventar algún atractivo para que los obreros vinieran a “su” casa. ¡Eran tan indolentes! Darles café gratis, empanadas, algo. Mancera se preocupó por ello, consiguió contribuciones de personas caritativas, con ese fin, pero el café y las empanadas eran también sagrados y él seguía nutriéndose con panelitas de leche. —De allí salí por ladrón, compañero, —me dijo—. Ahora había amargura en su voz, y una sonrisa irónica le plegaba los labios. Había un pobre obrero que no podía trabajar. Se estaba muriendo de hambre. Tenía mujer e hijos. Había que ayudarlo, compañero. Pues le habilitamos, con Carlina, un cuarto en la Casa del Pueblo. Se perdieron varias herramientas durante unas reparaciones de la casa y me atribuyeron su robo. Compañero, nosotros se las vimos coger al pobre hombre, pero yo no podía denunciarlo. Además, me acusaron, en sesión plena, de que yo estaba haciendo negocio con las habitaciones de la Casa del Pueblo, alquilándolas a gente que pagaba sumas que yo me guardaba. ¿No le da risa, compañero?

***

Cuando Mancera vinculó su vida a la de la señora Carlina, esta había aportado al hogar algún dinerillo. Precisamente de allí salieron los tipos que constituían la imprenta de La Libertad

suspendida sólo hace algunas semanas, cuando su director no pudo ya mantenerse de pies frente a los chibaletes donde se guardaban las pobres matrices fundidas hace treinta años. La dote de la señora Carlina se gastó parte en la adquisición de esos elementos, y parte en una contribución para la biblioteca del sindicato. No alcanzó para organizar un buen taller, pero al menos hubo una oportunidad para que Mancera no tuviera que seguir trabajando en las imprentas a cambio de que le dieran permiso de levantar algunos componedores para su periódico. Ahora se podía hacer La Libertad con mayores posibilidades, y sólo restaban los problemas del papel y el tiraje, que alguna vez tendrían también su arreglo. —Pero hubo que vender mucho tipo, compañero, cuando me fue preciso pagar aquella herramienta. ¡Usted supiera lo que padecía cuando se llevaron los dos chibaletes! Era una esperanza que, por lo menos, se aplazaba. Había que resignarse. Por fortuna, con la plata de Carlina habíamos podido regalarle a la biblioteca del sindicato la Historia del Mundo en la Edad Moderna, muy bien ilustrada, en cuatro tomos, que costaron cien pesos, ¿no, Carlina? Después se disolvió el sindicato, y sabe Dios a dónde habrán ido a parar esos libros. Alguien los estará leyendo, instruyéndose.

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Mancera tuvo un hijo, tal vez antes de su matrimonio. Fue, acaso, la única acción personal que se permitió desde cuando descubrió que tenía una misión para cumplir sobre la tierra. Porque se había negado todos los placeres, todas las satisfacciones y quizá sólo por un gran sentido maternal en esa otra humildad ejemplar de la señora Carlina, por lo que la buena mujer se vino a ayudarlo en su imposible empresa. Tuvo un hijo, un pobre muchacho desnutrido y flaco, que pasó la adolescencia y se sorprendió ante la juventud sin un amparo, sin una posibilidad de lucha, sin un instrumento de combate. Buscó trabajo, se hizo obrero, abandonó, en viaje aventurero, la capital y se fue Magdalena abajo, pagando con servicios domésticos los pasajes y la comida. Por fin llegó a Barranquilla, luchó en condiciones inferiores y se esforzó por labrarse una posición. Un día, en aquella ciudad, me escribió una carta. El pobre no tenía ortografía, pero abundaba en sentimientos. Decía: “Usted fue amigo de mi padre y yo lo soy de usted. Mi padre ha hecho de su vida una lucha sin sentido, y yo no le he encontrado sentido a la mía. Ahora amo a una mujer, centralizo en ella este mismo sentido, pero ella pertenece a un boga. Se fue con él. Como ve, tampoco por este aspecto he podido encontrar el objeto de que me hayan puesto en el mundo. Qué dice, señor: ¿los mato? ¿me suicido?”.

Yo no le contesté nada, pero a la semana siguiente penetró a la casa donde vivían la mujer y el boga (Barranquilla, calle del Sello, entre Progreso y La Paz), se encaramó a las vigas del techo, y desde allí disparó un revólver sobre los infieles. Después lo volvió contra sí mismo. Pero sólo el desventurado falleció. Los traidores se salvaron. Y con eso suscribió la bancarrota definitiva de la lucha perenne e infatigable que había sido la vida de su padre, para que sobre el mundo cayera un poco de justicia.

El Tiempo (Bogotá): (26 mar. 1939), Segunda p.3.

Vidas extraordinarias Efraím de la Cruz

El revolucionario colombiano que marchó a París únicamente para ofrecer una comida en honor de Rubén Darío. Bajo el seudónimo de Helios, libró campañas de gran rebeldía.

Quienes han vivido su propia vida son los que han modificado el curso de la historia. Quienes hacen ostentación de su propia sensibilidad han creado las grandes teorías filosóficas y las expresiones del arte. Pero estas rutas sólo pueden transitarse a base de talento. La vida sin talento no tiene derecho a seguir sus propios derroteros. Es necesario tener manera de colocarse fuera de la normalidad, para que en ello subsista el derecho de hacerlo y para que el hecho no resulte un espectáculo grotesco e innoble, dentro de su propia subjetividad. Efraím de la Cruz, dentro de su insignificancia personal, tiene esa cualidad inapreciable que se denomina talento, y que es la capacidad interna de sentirse colocado en un nivel superior, aun cuando el público, la masa, la colectividad sometida por razones de orden social a un reglamento exacto, no pueda comprenderlo. De estatura física insignificante, el cuerpo apoyado sobre dos grandes pies simiescos, la mirada profunda, la piel oscura por la influencia de remotas ascendencias posiblemente africanas e indígenas, la boca contraída en un rictus de menosprecio, el cabello encanecido y rebelde, la indumentaria descuidada, Efraím de la Cruz, hoy casi situado fuera del ambiente modernísimo, industrializado y vehemente, gozó de alto prestigio cuando hizo popular, por la intensidad combativa que usó como periodista y por el ímpetu baudelariano que como poeta puso en sus versos el seudónimo de “Helios”. Ahora trabaja en una dependencia del Ministerio de Correos. Se coloca un overol para movilizar sus pasos pausados y cumplir sus funciones de burócrata. Pero en otro tiempo, cuando

una juventud que se quemó entre las tenues llamaradas del alcohol irradiaba energía y dinámico empuje, Helios actuó decididamente en el periódico y en el arte. Llevaba en su sangre la inclinación casi morbosa del combate. Fundó periódicos de vida efímera y en ellos luchó por sus ideales de revolucionario esencial, plenamente desadaptado del medio pacato y falsificado que imperaba bajo los regímenes conservadores. Y las grandes modificaciones de la política, el cambio fundamental del ambiente, la vigencia de doctrinas y de ideas de auténtica libertad, fueron, quizá, motivos que contribuyeron a oscurecer la personalidad de Helios, que no tuvo manera de continuar ostentando su rebeldía, porque los acontecimientos la habían colocado fuera de lugar. En aquellos tiempos supo estar siempre en la oposición. No la hizo doctrinaria ni filosófica, sino a la manera loca y entusiasmada como la practicaban ciertos caudillos de las guerras civiles, que seguían los impulsos de un temperamento libertario, el ímpetu capaz de destruir las opresiones, y no se preocupaban, por lo menos en la apariencia externa, de la estabilización precisa de determinadas doctrinas enteramente filosóficas y exclusivamente políticas. Por ejemplo, el general Marín, uno de los amigos más completos de Helios. Marín, caudillo valeroso, ejemplar, heroico, casi analfabeta, nieto de africanos, no tenía otro motivo para lanzarse a las contingencias de la guerra civil, con el implacable ensañamiento de una fiera, sino un instinto agresivo de libertades, en favor de su clase, de sus campesinos perseguidos, de la justicia social que entonces se desconocía hasta en la simple enunciación del concepto. Quizás, ante un cuerpo de examinadores, Marín no hubiera podido declarar con exactitud cuáles eran las aspiraciones doctrinarias del liberalismo, hasta dónde debía llegar en sus conquistas jurídicas, ni cuáles deberían ser la organización económica y el sistema fiscal bajo su régimen. Pero su nombre se mezcla decorosamente con todos los de aquellos próceres insignes que fueron esculpiéndole a la República, dando su propia sangre como material aglutinante, la fisonomía democrática de que hoy nos ufanamos. Por allá en un pueblecito de Antioquia, inmediato a Medellín, transcurrió la infancia de Helios, orientada hacia la rebeldía, que fue la esencia de su vivir inquieto. Aprendió desde entonces a tomar aguardiente y a sentirse incómodo dentro de su propio ambiente. Y apenas tuvo conciencia de sí mismo, y sintió en su ánimo esta inclinación sustancial hacia la inconformidad, se acogió bajo la sombra protectora de Fidel Cano, que le enseñó a ser periodista e inoculó su espíritu de ideales cívicos y de patriotismo, y trató de purificar el objetivo de su rebeldía. La adolescencia de Helios transcurrió en El Espectador, bajo el comando de aquel varón ejemplar, maestro de generaciones y patriarca de la República. Helios vio al ciudadano insigne bajo el casco de los corceles que perseguían su sentido perfecto de la democracia, y que estaban cabalgados por los bárbaros que ambicionaban imponer a sangre y fuego la fuerza enjuta de sus ideales absolutistas.

De ese contacto con Fidel Cano conservará hasta la muerte un recuerdo emocionado. Todavía hoy subsiste intacta en su mente la figura del gran ciudadano, que lo acogió paternalmente en su hogar perfectísimo. Clausurado El Espectador por una de las cotidianas violencias del régimen, Helios se lanzó, por su propia cuenta, a proseguir la obra demoledora del patricio, y fundó, con los hijos de don Fidel, Mesa Revuelta, donde se libraron campañas heroicas y se desafió la inclemencia de los tiempos. Más tarde organizó en la misma ciudad, con el poeta Abel Farina, el semanario Helios, y terminado este, creó con Enrique Castro El Bateo. Un día, en busca de ambiente más amplio para su tendencia revolucionaria, Helios se vino a Bogotá. Enseguida se incorporó a la bohemia, que era entonces purísima manifestación de artistas. Los maestros cuya obra lírica y política no encaja con exactitud dentro de la sensibilidad contemporánea, fueron sus compañeros iniciales. Llevó con ellos la vida errabunda y anormal que era de uso obligado en su fraternidad. El alcohol iluminaba sus noches y nutría su musa. El romanticismo macabro que concluía en las veredas del cementerio, entre cráneos deshechos y bodas negras, se atenuaba en Helios por la influencia de una apreciación realista de las cosas y de los hombres, que le nacía por sí misma, como un farol espontáneo. La poesía de Helios está casi olvidada: pero fue enérgica e impulsiva. A lo largo de su vida fundó y sostuvo varios periódicos de combate. Nadie se acuerda de El Cantar de los Cantares ni de Bilis, ni siquiera de La Chispa, en los cuales vertía su inconformidad contra el mundo. Esa inconformidad que tenía otra válvula de escape en el trémulo fulgor alcohólico. Usaba de una insólita vehemencia, y se complacía en ostentar sus reservas de valor físico, anunciando que no haría nunca rectificaciones, sino que aceptaría desafíos a muerte como consecuencia de su beligerancia de escritor. Tenía un vocabulario agresivo y brutal para calificar los hechos y los hombres del gobierno y para censurar las grandes farsas que encontraba en la organización social, que no se compaginaban con su capacidad de apreciación. Antonio José Restrepo, que lo hizo su compañero de redacción en Santo y Seña, lo amparó en su casa, ocultándolo para librarlo de la iracundia oficial que lo persiguió para imponerle una sanción violenta a su deslenguada oposición. Helios no se ha avergonzado de su propia vida jamás, porque la ha hecho espontánea y de una sinceridad perfecta. Ha buscado, y continúa buscándolos, sus amigos entre los miserables, que son carne de perpetua rebeldía. Ha menospreciado los halagos de una posible posición personal. Está a gusto en un puesto muy humilde dentro de la burocracia, cuyo estipendio le permite atender precariamente a su propia subsistencia. Ambula, en las horas de descanso, por barrios extremos, donde busca los residuos de una bohemia que ahogó la civilización y asfixió el sentido práctico de la vida que se ha impuesto sobre el mundo. Devuelve gran parte de su sueldo al erario por conducto de la administración de rentas. Su claro talento le hubiera facilitado conseguir mayor holgura doméstica, y le hubiera dado margen para la fundación de un hogar.

Pero esto hubiera sido contradictorio en él, que hace de la anormalidad la esencia de su propio ser. Parece satisfecho con esta orientación de su existencia y posiblemente, si volviera a comenzar la juventud, tornaría a consumirla en la penumbra de una trastienda humilde, frente a dos copas de aguardiente, escuchando con amor las confidencias de una mujer desarrapada, las historias de un mendigo despreciable, el tartamudear de un alcoholizado prematuro, la desventura de un desadaptado esencial. Ese es su mundo, y él lo ha buscado con frenesí. Ese es el último cause donde se ha refugiado su bohemia. Allá en lo recóndito de su ánimo fulge una luz de misericordia y de comprensión por las ajenas tonterías, que son las propias debilidades, y por eso disfruta el goce de compartir la culminación de vidas misérrimas de supremos vencidos. Dentro de esa bohemia fundamental encaja con precisión cierto viaje que Helios realizó a París. Alguna vez obtuvo el premio principal de una lotería en compañía de un amigo, también bohemio y artista, como los que exornan las páginas de los novelones sentimentales, caídos en desuso. ¿Qué hacer con ese dinero? Un hombre cualquiera hubiera intentado una especulación industrial, hubiera fundado una factoría o un almacén, aun cuando sufriera después el fracaso de su iniciativa. Pero Helios era inepto para cualquier aspecto de lo que suele llamarse sensatez, y decidió marcharse a París, buscar a Rubén Darío y beberse con el poeta insigne el fruto de la ganancia. Rubén, cuyo vivir fue también tan profundamente irregular como lo exigían las explosiones de su genio, excéntrico, egoísta y disipado, acogió a los admiradores llegados de un rincón de su América con un entusiasmo frío. Aceptó el homenaje, porque también padecía una inextinguible sed de alcohol, y se verificó un banquete inmortal, con el producto de la lotería. En torno de la mesa se reunieron los más altivos exponentes de la bohemia parisiense. Desde los altos maestros hasta lamentables artistoides de ínfima categoría, todos bebieron y se holgaron con la plata de Helios. Pero lo esencial era penetrar, en lo posible, hasta el corazón del gran innovador de la poesía y los anfitriones guardaron sus últimas reservas para consumirlas en ajenjo por cafetines y tabernas, en la compañía exclusiva del maestro, que vivió siempre acosado por las deudas y poseído por una perpetua crisis económica. Desordenado y fastuoso, no conoció las virtudes del método, como no practicó tampoco muchas otras virtudes. El arte lo había acaparado. Rubén se embriagaba con Helios y con su amigo, y siempre, cuando se hallaba bajo la influencia del alcohol, evocaba, melancólico y lloroso, próximo al paroxismo de la embriaguez, uno de sus poemas…

Cuando la vio pasar el pobre mozo y oyó que le dijeron: ‘es tu amada’, lanzó una carcajada pidió una copa y se caló el embozo.

¡Que improvise el poeta! Y habló luego del amor, del placer, de su destino. Y al aplaudirlo la embriagada tropa, se le escapó una lágrima de fuego que fue a caer al vaso cristalino. Después… alzó la copa ¡y se bebió la lágrima y el vino!

Rubén decía la última frase con emoción suprema y al terminar inclinaba la cabeza sobre la mesa tabernaria y se ponía a llorar. El poeta fue siempre infortunado con las mujeres y el origen de su odio contra Gómez Carrillo provino, quizá de que éste fue siempre solicitado por el bello sexo. Tenía un gran bigote de mosquetero y una seductora arrogancia, y era audaz y batallador. Acompañábanlos, a veces, para beberse los últimos francos, el mismo Gómez Carrillo, Rufino Blanco Fombona y Amado Nervo, poseído por las absurdas delicias de los paraísos artificiales. Bajo la influencia de la droga, Nervo se aproximaba a la mesa donde Rubén desgranaba su dolor por la lágrima y el vino, y se ponía a recitar suavemente, con una dulce melancolía:

Aquí fue donde el Rey Luis Segundo de Baviera, sintiendo el profundo malestar de indecibles anhelos puso fin a su imperio en el mundo… ¡Padre Nuestro que estás en los cielos!

Blanco Fombona era duelista profesional. Amaba la existencia azarosa, y confiaba la vida a la incertidumbre de un acero o a la rauda trayectoria de una bala. Helios fue padrino en más de un duelo provocado por el venezolano por motivos baladíes, por el exceso de la embriaguez y por el impulso hostil del ajenjo. Nervo contenía en vano a Helios, que había ido a París para vivir la vida intensa de la bohemia, y consumirla a sorbos, como las copas de ajenjo. Condenaba el duelo, como toda ostentación de violencia. —Era un santo —dice Helios, melancólico, recordando al dulce poeta mexicano. ¡Era un santo! Durante mucho tiempo, Nervo evocó aquella amistad cuyo testimonio fue una nutrida correspondencia.

—De Montevideo me envió su último retrato —anota Helios—. Se había afeitado el bigote y la boulanger que usaba en París. Estaba sentado, las piernas y los brazos flácidos y colgantes, en una suprema serenidad, los ojos cadavéricos contemplando en paz un anticipo de la muerte, que le ponía sombras en el semblante. La sombras fatales de la morfina. Pero un día la plata se acabó. Quedó en las tabernas oscuras de París, consumida en ajenjo. Entonces Helios, cumplido su objetivo admirable, no pudo emprender el regreso sino cuando hubo quien lo ayudara a repatriarse. —¡Ah, plata bien gastada! —dice ahora, cuando rememora aquel episodio, cuando evoca la figura evangélica de Nervo, el ímpetu conquistador de Gómez Carrillo y el agresivo temperamento de Blanco Fombona. Y presidiendo la recordación nostálgica el gran poeta de Nicaragua, con su fealdad desventurada, sus ojos adormecidos por el alcohol y enceguecidos por el llanto que rodaba ante el amor menospreciado del mozo anónimo, en cuya tragedia amorosa había querido reflejar su propio dolor inconsolable.

El Tiempo (Bogotá): (20 ago. 1939), Segunda, p.2.

Las vidas humildes El último romántico que vivió sobre la tierra

Roberto Rojas Gómez, el curioso personaje bogotano que acaba de morir. Un poeta con toda la barba y toda la lira. De bibliotecario de la Quinta de Bolívar a creador de Marieta, la muchacha de Chapinero que tenía una historia triste y simple.

Hace tres o cuatro días murió Roberto Rojas Gómez. Nada os dirá este nombre humilde y trivial, que no ocupó las columnas de las revistas intelectuales, ni mereció los aplausos de la crítica, ni fue general, ni doctor en nada, ni resonante empleado público, ni miembro de instituciones culturales o de beneficencia. Todo en él fue ser Roberto Rojas Gómez. Tenía bigotes erguidos, de canicie retardada, untados con grasa desde la penúltima década del siglo pasado, para que las puntitas se levantasen en reto al infinito. Usaba pantalones ceñidos a la delgada pantorrilla, zapatos de esa forma clué, que hizo furor por los años de la evolución de Núñez, saco de cuatro o cinco botones, alzado el último hasta la garganta, gran nudo de corbata plastrón, un bastón de caña, que tomaba entre las manos cruzadas a la espalda, en un importantísimo ademán de meditación... Conservaba, sin variaciones, la indumentaria que encontró en la historia su adolescencia, prolongó sobre la edad madura contra todas las tendencias de la moda y guardó hasta esos días de solitaria y desconocida ancianidad. Estuviese, quizá, vinculado al trajeamiento un primer amor que se hizo eterno, que lo descubrió poeta y estabilizó su reír ingenuo, su mirada cándida y sorprendida de todas las cosas, su mentalidad inmóvil. Un amor que debió hacerlo bardo y darle a su vida la orientación singular que tuvo. Para esa evocación, quizá, se conservó solitario, sin amigos, silencioso, meditabundo durante medio siglo. La mujercita aquella se hizo

señora, tuvo hijos, envejeció, perdió los dientes, doblegó el cuerpo, padeció implacable mal y bajó al sepulcro. El poeta detuvo toda la evolución de su existencia en el momento en que perdió su amor, y los años y los lustros resbalaron sobre la superficie bruñida, dejando solamente las huellas fisiológicas inevitables. Porque Rojas Gómez continuaba siendo puro como un niño. Ni las influencias exteriores, ni los padecimientos materiales, determinaron cambio alguno en él. Quizá su edad mental se detuvo, precisamente, en el mismo instante en que experimentó los ímpetus del amor inicial y único. Los signos de la senectud llegaron perezosamente, con pausada lentitud, y al filo de sus setenta años, perfectos por lo bellamente inútiles, cuando empezó a cubrirse de canas la melena lacia, partida sobre la frente, doblada sobre las orejas, cubierta con su hongo negro e imperturbable, continuaba presidiendo sus emociones el recuerdo de aquella mujer que yace en la tumba desde hace años y de cuya presencia sobre la tierra quedarán como testimonio algunos descendientes que ignorarán siempre la pasión interminable del poeta. Tengo la certidumbre que padeció silenciosas indigencias por su fidelidad a la lírica vocación, pero él no me lo dijo nunca, a pesar de que gocé la fortuna de ser su amigo. Jamás poseyó dinero, y tenía de la vida y de las necesidades vitales una concepción diminuta y rudimentaria. ¡Cuan feliz me hizo su dulce puerilidad! Movía cadenciosamente el cuerpo al andar, echaba los pies larguísimos hacia fuera, y buscaba un ritmo antiguo para su presentación “porque así deben ser los poetas que son sinceros consigo mismos”. No hizo nada notable, y esto lo embellece. Hace catorce años fue nombrado bibliotecario de la Quinta y del Museo de Bolívar, y desde entonces se refugió en el histórico edificio, que era un marco adecuado para las tendencias de su espíritu. Allí rumió gozosamente su soledad, que era lo único trascendental que había en él. Este oficio lo convirtió en polilla de bibliotecas, y la cautelosa inquietud por las cosas pasadas, lo llevó a escribir un documentado y desconocido estudio sobre la esclavitud en Colombia, decorado, en su ingenuo horror, con reproducciones de las marcas que con fierros candentes ponían los amos sobre el lomo de los esclavos. Se hizo buscador y copista de documentos, y cuando estaba demasiado fatigado de esta labor curiosa, echaba a andar, pausado y solemne, hasta las calles de la ciudad, para asombrarse de sus progresos, de sus demoliciones, y de las rutilantes vidrieras de los almacenes. Su largo mostacho erizado apuntaba a las estrellas, en sus paseos solitarios, y su figura era un anacronismo ambulante. Tenía un idearium que guardaba proporciones con su indumentaria y con su poderío de soledad. Amaba simultáneamente los versos, en los cuales estilizó sus pensamientos de adolescencia y de juventud y los estudios históricos, que consideraba una derivación melancólica de aquellos.

—Hay una sensación grata y emocionante en descubrir un documento desconocido, en iluminar un suceso mal interpretado, y esta sensación es tan agradable como la de encontrar un consonante feliz— decía. —Soy romántico —exclamaba dulcemente—. ¡Ya no hay románticos! Ahora las cosas se tergiversan, y no salen del alma sino disfrazadas. ¡Aquello era tan hermoso! Surgía la ternura de entre los versos, por su propia fuerza, y el espíritu se conmovía ante la desventura infinita de un amor desgraciado, que había de conservarse toda la vida. Suspiraba, y ponía cálida excitación en la perpetuidad del sentimiento: —¡Toda la vida! Así como yo supe amar. Por eso soy fiel a un recuerdo. No quiso ser amigo de ninguno de los poetas contemporáneos suyos, entre quienes admiraba a Julio Flórez. Lo detenía el temor de encontrar al hombre inferior al artista. —Sería la muerte de la ilusión. Y lo mismo acontece con las mujeres. Todo amor correspondido destruye una ilusión.

***

La más excelsa ambición de Rojas Gómez fue reunir su obra en un libro. Durante largos años tuvo escrito el prólogo, que acariciaba con ternura. Empezaba de esta manera: “Bien así como quien después de espantoso batallar reúne las coronas de sus triunfos haciendo de ellas un altar consagrado a la victoria, también yo, reuniendo las páginas dispersas de mi obra literaria, he formado esta colección que sale a la luz de la publicidad”. Lo escribió, quizá, desde los días iniciales del siglo. Pero sólo en 1926 y a costa de muchos y desconocidos sacrificios, culminó su carrera de escritor y de poeta con la publicación de su libro, cuya edición y cuyo título venían protegidos por la ingenuidad que le era esencial. Escritos, decía, simplemente sobre la carátula. Cuatro poemas, a la manera antigua, impregnados de ese romanticismo ejemplar y decadente que fluía a flor de piel, porque parecía ser el reflejo de los sentimientos cándidos que impregnaban entonces a la gente, cuyo espíritu era diáfano: “Marieta”, “Jesús Nazareno”, “Emma”, “Miosotis”. Un drama sobre Policarpa Salavarrieta; una serie de poesías (hojas dispersas) cuya pequeña colección se denomina “Dalias”, y dos estudios históricos: “La esclavitud en Colombia” y “La mujer en la Independencia”, que descubrían su afición por las investigaciones meticulosas y tenían documentaciones inéditas y de algún valor para los eruditos. Los poemas son pequeñas tragedias de amor. “Marieta” se presenta así ante el lector:

Allá do se alza alegre, Chapinero, en una de sus quintas apacibles, vive una virgen cuyos ojos negros contemplan todo casi siempre tristes.

Marieta vive sola con su madre, Zoraida. Tiene un novio, Cristián. Dos o tres páginas de cuartetos describen la tranquilidad de aquellos amores impecables. Pero llega la guerra civil, y Cristián tiene que escapar de Bogotá. El autor está satisfecho de los versos iniciales del poema y vuelve a ellos, frente a la fuga de Cristián en retornelo para describir a la virgen triste:

Allá do se alza alegre, Chapinero, en una de sus quintas apacibles Marieta, niña de los ojos negros, estaba junto a su madre triste.

Hay varias páginas en las cuales con esa cuidadosa difusión de diálogo, juramentos, sensaciones tiernas, que eran esenciales en la lírica de Espronceda, Cristián se despide. Y es tal su profusión de dulcedumbres, que en un momento

Dos horas se le habían pasado al pobre joven en aquella quinta.

Pero tiene el coraje de arrancar. Y por fin

Llegó Cristián a Enciso, cauteloso.

Tantos años hacía que estaba ausente de su domicilio, que al presentarse de súbito, no lo recuerdan los suyos. Los suyos son una hermana y su madre, pero la pobre anciana está enferma. Su hermana no puede reconocerlo al primer instante. Lo mira con detenimiento, con el ceño fruncido para concentrar el poderío de la memoria, y exclamar con el natural alborozo:

¿Eres tú, Cristián? Si más no doy, Dios mío, y menos hoy, que estoy tan trasnochada, pues nuestra madre está tan en peligro.

La viejecita muere a poco. Hay una larga descripción de los últimos momentos, del entierro y del gran vacío que queda en el alma del desventurado. Luego “cae la noche”, y el poema se desliza por una minuciosa información sobre la oscuridad, sin variar el ritmo. Todas las cosas comienzan a aquietarse en la tiniebla y hasta

al poeta durmiéronlo sus versos.

La cosa se complica cuando aparece el villano de las películas modernas:

Era el sombrío malhechor Gregorio,

que odiaba a Cristián y en la misma calidad de endecasílabos explica el autor cuán intensa era su pasión destructora. Entonces se presenta ante las autoridades y denuncia al infortunado como prófugo de Bogotá. La autoridad lo recluye en el cuartel y en breve lo sentencia a muerte. Atraído por la desaparición de su madre, aparece otro hermano de Cristián, Salvador, que llega cuando Cristián está en capilla. Hay largas descripciones del hogar deshecho, de la manera cómo la hermana le informa de los trágicos acontecimientos y la situación se prolonga hasta cuando los dos hermanos se encuentran ante una reja hostil, que sólo les permite abrazarse “como dos sombras”. Cristián le dice al oído su testamento sentimental:

Allá do se alza alegre, Chapinero, —con doloroso acento le decía— vive Marieta, virgen de mis sueños Marieta, sí, y ella es mi prometida.

Formula incontables deseos, encargos de amor, juramentos de pasión. Pero

ya en el cuartel fatídico cadalso se levanta horrible hacia los cielos como del fondo del infierno un diablo para insultar al Dios de los ejércitos.

Después se siente el estruendo de los disparos, y se ve cuando Salvador alzó el cadáver de su hermano herido. Hay una pausa de dolor que el poeta sabe aprovechar para el entierro del desventurado Cristián. Un pequeño compás de espera, que Salvador ocupa en liquidar los asuntos pendientes con la muerte de su familia, y luego el excelente personaje sale de Enciso y se dirige

Allá do se alza alegre, Chapinero,

para cumplir la comisión sagrada, confiada al pie mismo del cadalso. Ambula, ambula, por las vías rurales de Chapinero, recorre sus quintas, y una tarde descubre a Marieta y a Zoraida que paseaban unidas, como dos hermanas, a pesar de ser madre e hija. Hay una prolongada interpretación del panorama, el paisaje, los jardines, las flores, el aura y el sol. Salvador las contempla largamente y de pronto ellas lo ven. Míranlo con atención, crúzanse dos o tres palabras de cortesía, y por fin Marieta descubre por el parecido el parentesco del advenedizo con su novio.

Es un Cristián completo en el conjunto,

dice alborozada. Hay largas explicaciones, Salvador informa de la tragedia suprema, repite los juramentos de amor, de pasión, de ternura, del moribundo. Después, cumplida la dolorosa misión, se aleja. Hay otro compás de espera, y en las últimas estrofas, Marieta aparece en el jardín, mirando las violetas como si fueran los campos de Enciso y cuando contempla los “no me olvides”,

Esa es su tumba, sollozando dice.

Así, como una pálida Ofelia amedrentada y de tonos grises, cierra el poema. Por la misma ruta se lanzan los otros cantares románticos del poeta. “Emma”, “Miosotis”, son también dos tragedias amorosas de pasmosa sencillez. “El Nazareno” aparece en el segundo tan infantil como en el cuento que Dickens dejó inédito.

***

La concepción general, el desarrollo y la versificación del poema “Marieta” son una interpretación clara del poeta profundamente desconocida que acaba de reintegrarse a la tierra. No concebía la épica, ni se precipitaba por las turbulencias del drama, ni se lanzaba en ímpetus renovadores. Corría como un arroyuelo su musa casera, sin preocuparse por enriquecer el lenguaje ni por darle bríos a la expresión. Sus personajes eran sencillamente fusilados, como si se los comiera el ogro y se volvían locos con una plácida sencillez. Al evocar su figura arcaica y singular, extraída de otro siglo, su soledad casi mística, su andar meditabundo, bajo el peso de una tristeza infinita, que nadie comprendía ni compartía, su indumentaria y la categoría de su musa sentimental y llorosa, es preciso confesar que hace treinta días fue sepultado, en silencio, con la escasa compañía de sus últimos compañeros de trabajo, ingenuo en la muerte como en la vida, el último romántico que vivió sobre la tierra.

El Tiempo (Bogotá): (16 jul. 1939), Segunda, p.2.

Las vidas sencillas y extraordinarias Cuchuco

Hubo un tiempo en que Juan de Jesús Flórez fue una figura central de la vida bogotana. Su silueta patizamba, su rostro abotagado y socarrón se impusieron como un hecho característico de la ciudad, que lo acogió en su seno y lo rodeó de simpatía, de tolerancia, de cariño. Después las nuevas generaciones y la sucesión de los acontecimientos modificaron el ambiente, la ciudad se ensanchó en su ubicación física y en su apreciación de las cosas y de los hechos, y las gentes que vinieron asumieron actitudes diferentes, de apariencia un poco más trascendental, en donde no cabían esas pueriles ansiedades por la vida de un sujeto enteramente popular, que penetró en un breve rodaje de años, dentro de una indiferencia y de un olvido que son símbolo de la transformación padecida por el espíritu capitalino.

***

Juan de Jesús Flórez se lanza a la popularidad y conquista la simpatía en pleno apogeo de la dictadura que presidió el general Reyes. Hasta entonces había recorrido las calles limpiando el calzado de los revolucionarios de los Mil Días, desertor de la campaña del Atlántico, a donde lo llevaron al salir de la adolescencia, en una empresa de reclutamiento brutal. La vida incierta de los revolucionarios no se había hecho para él, ni tampoco el sol implacable de la Costa, que le torturaba el esqueleto, y en una aventura que posiblemente ya se le escapó de la memoria, emprendió un súbito retorno, traicionando la confianza que pusieron en su cuerpo asimétrico los

jefes de segundo orden, que sabían sacar un soldado de cualquier cosa. Tuvo que vivir escondido mientras se hizo la paz, y entonces tomó su cajón de limpiabotas y se ubicó en el legendario atrio de San Francisco, por donde han desfilado, lo mismo que en el ángulo oriental del Capitolio, generaciones de profesionales del betún. Después aparece voceando El Nuevo Tiempo por las vías, vinculado entonces, plenamente, al gobierno. Y la categoría socarrona de su espíritu adquiere mayor volumen y más intensas manifestaciones. Le habían colgado, sin saber de dónde surgió, el nombre de combate con que conquistó su fama: “Cuchuco”. Y él se ufanó de ello y hundió dentro del apodo su propia denominación bautismal.

***

Cuchuco siguió, pues, llamándose. Había adquirido una ufana osadía, consistente en tutear a todo el mundo, sin reparar en las posiciones. Se le escuchó con enfado al principio, con tolerancia después, y cuando realizó la escena culminante de su vida, con verdadero entusiasmo. Porque hubo un momento en que la amistad de Cuchuco fue codiciable para los buenos políticos precentenaristas, y adquirió proporciones simbólicas de la adulación que en determinados sectores despertaba, con énfasis, la dictadura reyista. Había ascendido, en su carrera, a barrendero del Teatro Colón, dentro de cuya sala pretendía aparecer un aspecto renacentista y suntuoso en la dictadura, que parecía barnizarse de un ambiente cortesano con vagas y rebuscadas reminiscencias del tercer Napoleón. Y una noche de gala, quizás en uno de esos juegos florales que promovió aquel gobierno para decoración de su excelencia, ascendía por la escalera principal, fastuoso y ventripotente, el general. Habíase retardado Cuchuco en su ocupación, aseando precisamente el palco presidencial, y bajaba por el mismo lugar, escoba al hombro, sin atender a las insinuaciones violentas con que se le pretendía impedir aquel tránsito. El encuentro era inminente y surgió una viva inquietud ante el episodio grotesco que se preparaba. Los oficiales de morriones emplumados, los ministros de frac, las damas gentiles con sombreros de airón y parisiense elegancia, habían de hallar en su camino al barrendero, de anchas patas torcidas a medio cubrir con alpargatas, de indumento mendicante, y en ese tope se produciría una catástrofe. Pero la cínica socarronería de Cuchuco no se conmovió, y acostumbrado, como estaba, a tutear a todo el mundo, preguntó desvergonzadamente: —Ala, Rafael: ¿has visto por ahí a los de casa?

Un estupor sorpresivo contrajo todos los semblantes y los ojos se detuvieron aterrorizados en el presidente, que ordenaría, sin duda, iracundo y celoso de su dignidad, arrojar a palos al desvergonzado. Pero el presidente se echó a reír, encantado de la osadía, y respondió: —No, sin duda no han venido todavía. Del pulcro y cándido chaleco de fantasía extrajo un poderoso billete de quinientos pesos papel moneda y se lo extendió al atorrante, que llevó más allá su tranquila actitud y exclamó, entre el silencio impregnado de risas contenidas: —Gracias, Rafael. ¿Para qué vas a molestarte? Hombre, y no tenía para la comida. El presidente le dio un cariñoso golpe en el hombro y siguió su camino, regocijado y alegre. Y Cuchuco adquirió de un golpe una popularidad que hubieran ambicionado muchos aspirantes a políticos. El ambiente de adulación de que se rodeaba, en sus días iniciales, la dictadura, fuele propicio, y no faltó quien le pidiera recomendaciones a Cuchuco para hacerse valer ante el temible mandatario, que no vacilaba en firmar cotidianas órdenes de destierro a puntos desconocidos de los Llanos Orientales, en donde confinaba a quienes no sabían halagar su grandeza y exaltarle con la adhesión sin limitaciones, su dignidad suprema. Con frecuencia Cuchuco esperaba al general Reyes a la puerta del palacio presidencial, cuando, al atardecer, salía en su coche tirado por un tronco de caballos importado, seguido por dos guardaespaldas con anacrónico uniforme de mosqueteros, chambergo y capa flotante, sable al hombro, marcial amenaza en el ademán. El general ordenaba detener el vehículo, y Cuchuco se aproximaba a la ventanilla, sin descubrirse, para pedirle dinero: —¿Tienes plata, Rafael? Me salvarías la alimentación de mañana. Siempre tenía plata, que le alargaba risueño, con la propia mano despótica que gobernaba al país, controlaba las libertades ciudadanas y le enseñaba a la República rutas desconocidas para su prosperidad futura. La efigie de Cuchuco despatarrado y grotesco, con su ruana terciada, sus grandes cejas que le cruzan la frente como una línea espesa, sus ojos pequeñitos y astutos, que miran con malicia por entre las pestañas apretadas, apareció en todas las publicaciones de la época, se esculpió en figurillas de cera y de madera y alcanzó proporciones heroicas, como si fuera uno de los básicos sostenes de la dictadura. Veíasele en el hipódromo, que el gobierno impulsaba, en los desfiles militares, en los festejos cívicos. Abríasele paso y las guardias oficiales tuviéronle respeto. Nunca modificó, ni en lo sumo de esta popularidad, su vestimenta casi mendiga, pero su audacia ascendió varias gradas y su cinismo fue estupendo gracejo. Los más altos personajes acogían con agrado sus saludos zumbones, y los ministros bajábanse a dialogar con él.

Se hizo poeta, como convenía a los tiempos que gozaba. De vez en cuando, para ayudarle al gobierno, salía con El Nuevo Tiempo y detenía a los más altos funcionarios en la calle —no todos disponían de coche y era necesario transitar como peatones— para ofrecerles el periódico: —Ala, ¿no has visto el editorial de Ismael Enrique? Pero en general, podía pasar una semana de ocio. Adquirió dos casuchas en el Paseo Bolívar, que fueron su patrimonio hasta hace pocas semanas, y valían, en conjunto, trescientos pesos. Sus poemas podían ser un avance de determinadas escuelas modernistas, como el canto que le hizo a uno a quien se le había roto un brazo, canción que alguien recogió como una página de antología y que hubiera podido adquirir posterior actualidad:

Brazo, coyuntura, vértebra, hueso, rotos. Cabrestillo triste, impuro, ayayay, colega Osorio.

Anduvieron los tiempos, Cuchuco empezó a envejecer y fundióse con el medio. Ya no quiso continuar siendo periodista, en la sección de la venta por las calles, y se dedicó a la propaganda comercial en gran escala, como él lo explicaba: se puso a repartir avisos de teatro. Y ahora pertenece a las altas comunicaciones, al transporte moderno, conduciendo pequeños bultos y haciendo fáciles y honestos encargos. Blanca pelambrera de barbas hirsutas le decora el rostro circular. Las canas modificaron la espesa línea de la ceja única que le parte el rostro en dos, seccionando la angosta frente. Pudiérase pensar que son hoy las mismas de hace treinta y cinco años, en sus días gloriosos, las alpargatas que le cubren las patas torcidas. Mantiene, conservador y tradicionista, el indumento con que gozó de una amistad presidencial, pero ha reemplazado su viejo tuteo por un “colega” que le cuelga a cuantos hablan con él. Alguna vez, en mi vieja amistad con Cuchuco, le pregunté cuales eran —hacia 1925— sus mejores amigos, entre la política y el comercio, y me explicó sinceramente: —Pues el colega Alfonso López y el colega Chato Bernal, ala. El colega Alfonso —¿no has visto los versos que le hice cuando estuve en el Tolima?— me viste, y el colega Chato Bernal me da de comer una vez por semana en su restaurante. ¿No son, pues, ala, dos buenos amigos? Y más adelante:

—Te voy a regalar los versos que le hice a Bogotá en su centenario. ¡Ah! ¿y crees que yo no iba a hacerle mi canto a la vieja Bogotá, toda llena de colegas, ala? Mira:

Bogotá, centenario, fundación cuando vamos Quesada, Frelemán y otros cuando venimos. Todos contentos, acueducto, centenario, Bogotá, fundación.

Ahora nadie distingue a Cuchuco entre el montón de “colegas” que llenan las calles. Y aquellos que lo llevaron en su coche a las batallas de flores, los que buscaron su amistad como una demostración de amor y admiración por el presidente Reyes, han muerto. Cuchuco se desadaptó de todas las cosas, pero sigue viviendo.

El Tiempo (Bogotá): (28 abr. 1940), p.3.

Revista de la ciudad Alirio Caycedo Álvarez: el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá

Otros tiempos eran aquellos, cuando el profesor de baile, hacia 1905, emprendió su aventura, un poco osada, y determinó crear una nueva modalidad de la enseñanza. El ambiente era entonces conventual y con algunas excepciones, la danza era una diversión pecaminosa, fuertemente condenada por la moral cristiana. Tenía, además, un ligero aspecto ridículo aquel ponerse a dar saltitos y vueltas, que menguaba la severidad de las costumbres y relajaba la dignidad de las personas, derrumbadas por ello dentro de una lamentable frivolidad. Pero el general Reyes había fundado la Escuela Militar y quería que los oficiales adquiriesen sentimientos modernos de su misión, para modificar así la orientación que seguía la carrera de las armas, que se aprendía directamente en los campos de batalla de la guerra civil, en donde no quedaba tiempo sino para dar órdenes concisas y para cumplir proezas heroicas. Los nuevos militares habrían de ser gentes de sociedad, muy galanes y corteses, muy distinguidos y pulcros. Y consideró que el baile habría de contribuir a esas reformas del espíritu militar, que eran parte de su plan de pacificación nacional. Hubo en la Escuela un profesor de danzas, y fue este mismo Caycedo Álvarez, que ahora, treinta y cinco años después, persevera en ello y por cuyos brazos han pasado tres generaciones sucesivas. La clase de baile no continuó en la Escuela, pero el general Reyes, sin proponérselo, lanzaba sobre la ciudad un preceptor de ritmos y de movimientos y propiciaba la popularización del más significativo aspecto de las relaciones sociales. En los primeros días —y así lo recuerda ahora, cuando su cabeza ha encanecido y las piernas ágiles comienzan a perder su antigua donosura— la academia de baile encontró una

pomposa resistencia. Y eso que entonces la gente sólo se atrevía a movilizar las cadencias del valse, discretas y un poco solemnes y aún no habían aparecido las contorciones casi epilépticas que surgieron después de la guerra europea con el charlestón y con las rumbas negroides. Pero todavía el valse era un invención diabólica, entre cuyos giros flotaba la imagen de Satanás, que se agazapaba para pescar tranquilamente sus almas, enloquecidas por los movimientos voluptuosos que sólo podían tolerar las corrompidas urbes europeas, esas modernas babilonias que tanto inquietaban a los centenaristas puritanos. Tenía entonces el profesor —ahora el señor Caycedo Álvarez está un poco nostálgico: ¡aquellos eran mejores tiempos!— su pequeña orquesta de tiple, bandola y guitarra. Pero después vino el gramófono de corneta con grabaciones tubulares y eliminó la fantasía melódica de los encordados instrumentos, en cuyas cajas de madera residía todo el sabor autóctono que adquiría la academia. Y el autopiano suplantó al gramófono y constituyó un aporte invaluable para el profesor. Pero más tarde la moderna victrola de mueble decorado eliminó el pesado artefacto que lanzaba sus melodías por los rollos de papel perforado, y luego el radio. Y con cada nueva invención que la física ofrecía al mundo para alegrar las vibraciones sonoras, la danza evolucionaba, iba universalizándose, y el espíritu público se contagiaba de modernidad y la moda subía hasta el altiplano, y el bambuco y el pasillo perdían terreno que iban conquistando los foxes y los tangos. El profesor Caycedo tenía que evolucionar proporcionalmente. Si no estaba al día con sus enseñanzas, se arruinaba su reputación. Y lo mismo que en la instrumentación de sus pedagogías, en los diversos tipos de danzas tenía que mantenerse al corriente, bajo el signo de la actualidad. Algunas veces habría de apelar a su propia intuición, cuando aparecía uno de esos bailes que hacía furor en el extranjero y cuya importación competía al profesor. Ahora el cine le ha dado una preciosa contribución porque de una película puede obtener todo un sistema. Pero entonces érale muy difícil. Por ejemplo, el tango. El profesor tuvo que introducir esa monstruosidad coreográfica que fue el tango en sus tiempo iniciales, cuando se levantaba contra él toda la tradición de las costumbres sociales, acuñadas en el valse, de suyo bastante atrevido. Ese tango con esguinces, equilibrios, movimientos inquietantes, que había salido de las orillas del Plata y luego adquirió nacionalidad francesa, hubo de aparecer en la academia del profesor, en su hora oportuna, para que de allí pasara osadamente a los salones.

***

Ahí está su academia, fiel al objetivo de su vida. El pavimento está cuidadosamente encerado, para que los pies se deslicen con suavidad y sin esfuerzo. Los discípulos se sientan en torno, y el

aprendizaje de cada uno forma parte de la enseñanza de los demás, que contemplan cuidadosamente los pasos y las figuras de cada una de las danzas. En un ángulo, la victrola muele angustiosamente su música. Desde la pared fronteriza una imagen de San Antonio preside la coreografía y moraliza notablemente el ambiente. Dos paisajes en oleografía, con sus arbolitos y sus vaquitas, penden a los lados de un gran cartel que expresa las condiciones de la enseñanza y el reglamento de la institución. El profesor baila, por turno, con cada uno de sus alumnos. Uno, dos, tres. Uno, dos. Uno, dos, tres, cuatro... Media vuelta y uno dos. Y entre tanto, evoca, frente al cronista, los recuerdos y desenvuelve los conceptos. —El valse es el baile inmortal. Los otros son modas de duración efímera. Pero el valse... Así no, caballero. Le falta un paso. Permítame: uno, dos, tres. Uno, dos. Y también el fox que ha sido el que más ha persistido entre las danzas modernas. Pero esas otras cosas, el charlestón, el blues, vinieron y se murieron. Échele ahora al pasillo, señorita. Más rápido. Más agilidad. Permítame, baile conmigo. La necesidad de no detener de manera inconsiderada a los discípulos hace incongruente su conversación con el cronista. El profesor atiende al instrumento musical, hace girar la manivela, cambia los discos y sigue los movimientos rítmicos con una actividad que se ha mecanizado al cabo de treinta y cinco de repetición incesante. —Pues le decía que los hombres son más difíciles de enseñar que las mujeres —sigue el profesor cuando ha vuelto a sentarse al lado del cronista. —Hay algunos que... bueno, y la cosa es sencillísima. Vea usted: usted sabrá bailar, supongo. ¿No? ¡Y tan sencillo! Uno, dos, tres. Así no, señorita. Es así. Los discos se han puesto roncos a fuerza de reproducirse. Un pasillo. Un tango francés. Uno argentino. Un valse. —No conviene monotonizar la cosa. Si sólo se baila valse y valse, la imaginación se fatiga y el discípulo no aprende bien. Los pasos deben coincidir exactamente con la música. Y, además, yo he tratado siempre de que no se olvide lo nuestro, el pasillo y el bambuco. ¡Son tan expresivos, tan vivaces, están tan dentro de nosotros! Pero, nada, a la gente no le gusta. ¡Hay tanta influencia del extranjero! Hasta en el Teatro Municipal, de acuerdo con el maestro Murillo presentamos bambucos y pasillos. La gente aplaudía, pero sin goce, sin entusiasmo, por pura conveniencia. Y es una lástima. —A cuántas personas habrá enseñado usted, profesor. —Figúrese, en treinta y cinco años. A todo el mundo. Millares y millares. —Personajes ilustres...

—No lo diga. No se puede decir. Sí, personajes ilustres. Políticos, congresistas recién venidos, hasta ministros, diplomáticos, de todo. Pero también clases populares. De todo: gente bien y hasta policiales y personas pobres. Porque el baile pertenece a todo el mundo. El profesor Caycedo Álvarez danza otra vez con una de sus discípulas. Contempla el movimiento de los pies y se detiene cuando hay una ademán equivocado. —Inventan bailes nuevos, profesor ¿Y cómo los trae usted, cómo los aprende, para poder enseñarlos? —Parte por intuición vocacional. Parte porque estoy a la persecución de algún amigo que llegue del extranjero y lo sepa. Así fue, por ejemplo, el charlestón. Flor de un día, pero había que incorporarlo en la enseñanza. Por Dios, señor, practique un poco más. Así no se lleva a la pareja. Hay que poner naturalidad en el cuerpo. Decía, pues, que es indispensable bogotanizar un poco los mismos bailes extranjeros. La rumba, por ejemplo. Aquí hay que bailarla sin movimientos exagerados ni contorciones. Esta bogotanización de todas las danzas, del fox, del valse mismo, hace que en muy pocas partes del mundo se pueda bailar tan bien como aquí. Es una maravilla. Se baila muy bien. El profesor baila un pasillo, raudamente, lanzando sobre el pavimento los saldos de su vieja agilidad. —Lo digo porque cuando me saqué tres loterías consecutivas, por ahí en 1924, estuve en Europa. Bueno, el viaje fue a vuelo de pájaro, pero lo recorrí todo y pude traer algunas innovaciones para mi sistema de enseñanza. Y nunca vi en ninguna parte que se bailara tan bien como en Bogotá. ¡Palabra! —¿Y fuera de Bogotá? —Un momento. Oiga, caballero, si usted no se cuida más de los movimientos, no vamos a salir con nada. A ver, échele a este señor un valse moderno. ¿Está en el valse moderno? Pues yo hice una jira por todos los departamentos. La cosa no resultó mal, pero entonces eran una audacia. Me hicieron una guerra... En Tunja, por ejemplo, casi me apedrean. Iba a enseñar bailes y rompía con eso muchas tradiciones e innumerables prejuicios. En Medellín también. Y eso que tenía el apoyo de gentes ilustres, como Mariano Ospina y otros, que concedían al baile toda su significación social. Hoy ha cambiado mucho todo. En Tunja, se baila mucho y muy bien, y con eso la ciudad ha perdido gran parte de su antiguo aspecto triste y frío. No crea, el baile es un termómetro que marca el grado de civilización de un pueblo. ¡Siempre lo he dicho! —¿Resultados económicos? —Bueno, de eso vivo. Pero ahora no me produce tanto la enseñanza como en otro tiempo. Era que entonces era casi prohibido bailar y la gente no sabía y yo era el único profesor. Hoy las

personas se enseñan unas a otras, la gente baila más, y como la cosa no es prohibida ni censurada, desde muy pequeños todos aprenden. Y los niños son más dóciles y más fáciles de coger el golpe. Contempla, mientras habla, los pies de las personas. Corrige los movimientos. Se pone de pies, apresuradamente, cuando alguno yerra o pierde el ritmo. Baila con todos sus discípulos, uno a uno. Por el aposento, los más deseosos de aprender, pasean de extremo a extremo, acomodándose un ritmo interior y numerando los pasos. Lleva treinta y cinco años enseñando a bailar. Y no ha querido nunca “meterse” con las danzas clásicas, porque eso se queda para los artistas, y él no lo es. El quiere sólo mejorar la vida social, ser un factor de alegría, traerle un poco de acción a la existencia, cooperar a la formación de nuevos conceptos, más dinámicos, menos infecundos que los arcaicos. Tiene la ambición de continuar enseñando hasta que sus articulaciones anquilosadas por la edad se nieguen a servirle. Entre tanto, compra billetes de lotería, porque en 1924 obtuvo tres premios seguidos y este hecho milagroso volverá a repetirse alguna vez, para alivio de su inminente senectud.

El Tiempo (Bogotá): (21 ene. 1940), Segunda, pp. 2 y 3.

Aventuras del indio Rondín, el vendedor de específicos más famoso del país

Cómo salió del Putumayo y llegó hasta Nueva York.

La profesión de vender específicos curativos es un residuo, incorporado absurdamente a nuestro tiempo, de la picaresca clásica que enriqueció la literatura de otros siglos. El vendedor de específicos ha de tener una mezcla de rudimentario alquimista, de orador público, de cínico, de psicólogo y de rufián. Sabe que sus aguas verdosas y que sus pomadas aromáticas son absolutamente ineficaces, pero pregona sus excelencias con acento de convicción y es capaz de hablar horas interminables sobre los efectos milagrosos de sus preparativos. La gente acaba por entusiasmarse y los jarabes se venden con abundancia. Los compradores son campesinos ingenuos que no tienen manera de conseguir los servicios de un médico para los males innúmeros que los persiguen, y que entregan sus esperanzas de salud unas veces a los santos milagrosos y otras al charlatán que por unos cuantos centavos les ofrece la certidumbre de que todas sus enfermedades, fruto de la desnutrición, del alcoholismo, de las taras hereditarias, de las condiciones en que trabajan, habrán de curarse con una sola dosis. Hay ungüentos que suprimen todos los dolores y anulan las causas que los producen, así sea un cáncer incipiente o una úlcera intestinal. Hay bebedizos toscamente empacados, que poseen asombrosas cualidades sanatorias para el hígado, para la tuberculosis, para las úlceras intestinales. La imaginación de los posibles compradores, que se aglomeran en torno de la mesa donde se yergue el especifiquista, cuya palabra infatigable escuchan embelesados, es hábilmente exaltada por el psicólogo que hay en el charlatán. Muñecos que hablan solos, pieles de serpientes, sapos disecados, tenias y lombrices embotelladas, actos de prestidigitación, animan su fantasía y

los hacen propicios a gastar los centavos por la influencia que ejerce sobre su candidez la presentación de estas cosas horribles. A su vez, los vendedores se cubren con pintorescas indumentarias, se colocan sobre la cabeza los más peregrinos ornamentos, se dejan crecer el cabello o las uñas, se visten con pieles de animales salvajes. Hay uno que anda con la mujer y canta romanzas populares para atraer la clientela y crear en ella un ambiente propicio al negocio. Otro se enrosca en el cuello serpientes inofensivas, y otro guarda en los bolsillos ratas y lagartos, que extiende sobre la mesa. En los mercados aldeanos se ven las exposiciones más originales: el diente de la gran bestia, un cuero del diablo, semillas de plantas orientales, el talón de Satanás, el corazón de un sapo muerto en noche de luna, las patas de una salamandra, que anda sobre el fuego, y otros objetos similares que sobrecogen al campesino y lo obligan a invertir el producto de sus jornales misérrimos. Casi siempre se dicen poseedores de secretos indígenas, arrancados a la selva virgen. Los indios habían desentrañado todos los misterios de la naturaleza, habían analizado todas las plantas y efectuaban maravillas curativas, que los médicos de hoy menosprecian para complicar más su arte de curar, que es sencillo y se reduce, precisamente, a ese remedio que los especifiquistas están vendiendo a precios reducidos, por servirle a la gente que los contempla embobados. Hacen grandes relaciones de sus aventuras entre los indígenas más salvajes y antropófagos, que son por desgracia, los poseedores de esos mismos secretos que ahora se explotan. Muestran las cicatrices de las flechas con que los hirieron y de las quemaduras que padecieron a última hora cuando iban a ser asados para un banquete en las selvas, del cual se salvaron a última hora, cuando el mohán apareció para librarlos de la muerte espantosa. Pero ninguno de esos vendedores ejerció su profesión con mayor artificio y con más abundantes resultados que el Indio Rondín. Su memoria subsiste entre los charlatanes como ejemplo vivo de habilidad y de sabiduría. El indio Rondín había sido cazado, en su adolescencia, en lo profundo de las selvas amazónicas. El gobierno del general Reyes había concedido la iniciativa de civilizar a los indígenas por un método que implicaba una revolución en los sistemas. Se cazarían algunos salvajes, se les conducirían a la ciudad, donde recibirían educación, aprenderían a vestirse y a comer, se amoldarían a los refinamientos de la cultura, se aficionarían a leer, estudiarían jurisprudencia y sociología y después serían libertados de nuevo entre su pueblo, a fin de que le llevaran tan hermoso caudal de conocimientos y lo indujeran a modificar su sistema de vida, le llevaran las grandes influencias culturales que habían recibido y lo incorporaran a la civilización y a la vida nacional con mayor eficacia y un sentido más práctico que los misioneros de largas y pluviales barbas. Y en desarrollo de este plan admirable, patrullas de gendarmes recorrieron las selvas y capturaron, de entre las tribus más primitivas, cuatro salvajes. Rondín fue uno de ellos, pero entonces no se llamaba así, sino que tenía un nombre de sílabas imposibles.

Sólo él sobrevivió del experimento. Los otros tres perecieron al contacto de la ciudad. Murieron de melancolía y de nostalgia. El cambio operado en sus vidas era insoportable para su organismo rudimentario. Rondín estuvo en la escuela, y poseedor de un espíritu apto para las evoluciones súbitas, fuese amoldando al ambiente. Tenía inteligencia y energía. El antropófago perecía en él. El recuerdo de las comilonas que seguían a las reyertas entre las tribus y en donde los prisioneros suministraban con sus propios cuerpos enflaquecidos las viandas indispensables, fuese alejando a medida que penetraba el conocimiento y que aparecían los conceptos. El general Reyes quería hacer las cosas sin restricciones. Y decidió mandar al salvaje a los países extranjeros. Rondín fue afiliado al consulado de Colombia en Nueva York, y en la gran metrópoli se preparaba a conciencia para regresar a la selva y deslumbrar a los salvajes con la descripción de los rascacielos y del vivir turbulento de la cuidad más grande del mundo. Alguna vez, por esta influencia poderosa que se transmitiría desde Rondín hasta los antropófagos del Amazonas, surgiría poderosa, a la orilla del vasto río una urbe inaccesible y opulenta, con sus subways, sus elevados y sus almacenes inconmensurables. Para procurarlo, Rondín había sido cazado como una bestia, y cuando regresara, su pueblo no tardaría en amoldarse, en costumbres y en confort, a la vida de las ciudades más cultas. Rondín recorría los parques y las avenidas, visitaba Conney Island, y el asombro empezaba a perecer dentro de sí, habituado a todo ese espectáculo magnífico. Quedábanle el color cobrizo de la piel, las anchas narices acostumbradas a otear el paso de la presa indispensable, la boca grande por donde se habían deslizado fragmentos de músculos humanos y los dientes prolongados y filudos, de animal carnívoro. Pero el espíritu comenzaba a purificarse definitivamente. Lo cual significa que se estaba haciendo hombre de ciudad. Sobrevino el 13 de marzo de 1909, y aquella educación quedó incompleta. La reacción que siguió a la caída del presidente se extendió hacia todos sus actos. La iniciativa de civilizar a los salvajes del Amazonas educando a unos cuantos de ellos y retornándolos a la selva para que llevaran consigo la cultura urbana, pareció ridícula y absurda. El impulso educador fue olvidado, y Rondín que al principio fue un mueble en el consulado de Nueva York, acabó por hacerse un estorbo. Quedó abandonado en las orillas del Hudson y entonces descubrió que sus selvas nativas eran más piadosas que las ciudades pretenciosas de poderío y de humanidad. Al fin fue deportado por las autoridades de inmigración, sin que la representación oficial colombiana interviniera en su favor, y un día se encontró de nuevo en las costas de su patria, sin un centavo, sin medios de ganarse la vida y sin que la educación que había recibido pudiese, aún, producirle un resultado práctico. Por otra parte, quizá se hubiese supervalorado para concertarse como sirviente, o para exhibirse como un ser extraño, o para desempeñar humildes y subalternos oficios. Pero había aprendido, en cambio, lo bastante para descubrir que esa cultura ampulosa, que esas ciudades ricas, que esa gente presumida que se creía superior a los salvajes tenía una candidez inverosímil,

y más de un lado flaco, por donde un antropófago podría conquistarla. Eran las venganzas de su raza, y el rencor florido contra el concepto engañoso que lo había sacado de su vida nómada bajo los árboles milenarios. Fue entonces cuando se hizo vendedor de específicos. Evocó su próxima adolescencia, adquirió vaselina y colorantes y empezó a fabricar pomadas. Conquistaba al público narrando su vida inicial, añorando a sus padres desconocidos bajo la ley de la comunidad que regía a la tribu y produciendo angustias emocionadas cuando describía el sabor especial de la carne humana, semejante a la del cerdo y así de jugosa e indigesta, aun cuando un poco más correosa y dura de cocinar. La gente se apresuraba a comprar sus remedios, y el indio, ufano de su condición y orgulloso de su raza, se movilizó desde la costa al interior y se estableció en Bogotá, para cubrir con sus remedios un vasto sector de Cundinamarca. Al adquirir el conocimiento y el análisis de la civilización que pretendió incrustársele, se apropio también de sus vicios. Gustábanle las mujeres costosas y perfumadas y el buen trago, y era dadivoso, como un señor. Las compraba en altísimas cotizaciones y cuando sentíase amado por una mujer blanca, codiciada en las calles, cubierta de indumentos costosos, Rondín saboreaba el placer de su venganza. Y también cuando reunía en torno suyo a unos cuantos miserables y les alimentaba sus necesidades y sus vicios. Llenábalos de alcohol, dábales dinero, vestidos y comida. En torno suyo aleteaban, abundantes, los parásitos. Rondín no sabía con exactitud para que podían servir los menjurjes que vendía, pero ganaba mucho con su expendio. Cierta vez que deseaba un remedio para el dolor de cabeza que le producía la intoxicación del alcohol, se aplicó a ciegas, de una pomada que fabricaba para la extirpación de los callos. Desde entonces el ungüento sirvió para los dos fines, y duplicó su precio. Y él, riendo, fingiendo ingenuidad, pero alimentando su rencor, decía que sólo empleaba en su elaboración vaselina, menta y alcanfor. Y con tan pocos elementos, el salvaje explotaba a la gente civilizada, haciéndole creer que su menjurje curaba todos los males que afligen a la humanidad, porque le agregaba algunas hechicerías de las que practicaban, ritualmente, los profetas de la tribu. Escéptico en cuanto a la sinceridad de los sentimientos humanos, les concedía su valor convencional. En esto radicaba su filosofía y su optimismo. Había realizado una trayectoria total en sus orientaciones espirituales, partiendo de la negación absoluta cuando andaba desnudo bajo la selva, se defendía con su arco y su macana de las bestias, atacaba a los enemigos y ayudaba a conseguir las provisiones de carne. Desconocía la previsión y el afán del futuro, y cuando lograba algo, lo devoraba de una vez hasta hartarse. Y así como había pasado de esos licores que se fermentaban de semillas masticadas por las viejas de la tribu, al consumo casi cotidiano de whisky y de ginebra, también había pasado de aquel período al de la convicción absoluta, la fe ingenua de las edades infantiles, la despreocupación de la plenitud fisiológica y el escepticismo

racional y meditado de quien lo ha conocido todo y todo lo ha encontrado fallo. Era un hombre extraordinario, en su género, y podía llenar varias páginas de esa picaresca sentimental que describió O. Henry, y aun cuando los de la tribu jamás se hubieran preocupado por su salud ni por desentrañarle los secretos a los vegetales seculares que los cubrían y los ocultaban, Rondín se fingía depositario de todos los misterios y sólo utilizaba los más triviales elementos para sus fórmulas. Y esta era una de las fases de su escepticismo y lo que yo he encontrado siempre como la venganza de su raza contra la civilización de que tanto nos ufanamos. Por ejemplo, cierta vez, en Cáqueza, el público que asistía al mercado se mostró duro y receloso para comprar. En vano el indio, en su media lengua que acentuaba para demostrar su origen, pregonaba su mercancía, mostraba las tenias que había extraído de anónimos intestinos, y que eran tiras hábilmente enfrascadas de telas blancas, hablaba del saborcillo agradable de la carne humana y practicaba danzas que él mismo inventaba y a las cuales atribuía significado misterioso y ritual. El párroco estaba empeñado en la construcción de un gran templo, y la habilidad psicológica de Rondín descubrió a la vez el punto flaco del sacerdote y el del público un tanto reacio. No había vendido más de cien pesos, y le quedaban existencias por quinientos, con una ganancia neta del mil por diez. Fuese a la casa cural y ofreció, para auxiliar el noble propósito del párroco, y movido por la fe religiosa que lo poseía, e impulsado por la gratitud hacia los nobles y santos misioneros que se metían en las selvas y afrontaban todos los peligros para enseñarles el catecismo, el cuarenta por ciento de sus ventas. El sacerdote aceptó, alborozado, y Rondín movilizó su elocuencia con tan excelente resultado, que el párroco acabó subiéndose a la mesa donde estaban los específicos, pregonando su excelencia, recomendándolos como infalibles, y no daba abasto a vender. Rondín se había convertido en un simple auxiliar, que alcanzaba los frascos y las cajas de pomada. Se vendió toda la existencia y la gente acudía, en la tarde, mientras Rondín pagaba el porcentaje ofrecido, a la casa cural, en solicitud de más drogas. En Bogotá guardaba una actitud circunspecta, que le confería cierta dignidad. Casi nunca pregonó en las plazas sus productos, con los cuales estableció una pequeña droguería, a la cual vinculó a uno de esos farmacéuticos que algo saben de medicina. Pero en los pueblos y en las aldeas hacía giras provechosas y aun cuando era gastador y desenfadado, pudo hacer apreciables ahorros. Nunca supe a quien le quedó el fruto de su inteligencia, de su ingenio y de su laboriosidad, cuando el antiguo salvaje falleció, por fin, atendido por excelentes médicos, risueño y despreocupado hasta la hora última.

El Tiempo (Bogotá): (7 may. 1939), Segunda, p. 1.

Del mundo de los espíritus Mariana Madiedo: la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte

El nimbo milagroso que la sencillez y la credulidad de nuestro pueblo han creado en torno a esta mujer. Gentes de todas clases y posiciones acuden a su taller de modista, esperando de sus labios una versión exacta de su futuro.

No hay palabra más inquietante en el lenguaje humano que “mañana”. Mañana es el porvenir incierto, es la esperanza de la fortuna, es la prosperidad, es la desolación, es la dicha, es la gloria. Todo lo contradictorio, lo absurdo, lo indescifrable que constituye el rodaje de la vida, está incluido en el tremendo adverbio. Los episodios avanzan, como una rueda, sobre sí mismos, se desenvuelven implacables y aniquilan o tergiversan todas las previsiones. Cada empresa de los hombres tiene un fondo espantoso de duda. Las consecuencias de los actos surgen intempestivas, de súbito, como si estuvieran agazapadas para burlarse de todo. Esta inquietud ha tenido como expresión la tendencia de reducir el porvenir a fórmulas exactas. Pero el porvenir se sustrae a la conformación matemática. Entonces la aspiración se contrae a intentar el tenue descubrimiento de los sucesos que preparan. El hombre hace intervenir a los astros, pregunta a las cosas invisibles, interpreta el vuelo de las aves, cree encontrar su destino en las líneas que cruzan las palmas de su manos y se lanza por las rutas absurdas de la superstición. Toda la historia se llena de investigaciones sobre el porvenir, y los profetas, los augures, las pitonisas, ocupan lugar preferencial en el curso de los acontecimientos. Desde la tiniebla de las cavernas hasta los días contemporáneos, la humanidad ansiosa de saber lo que le

espera, de orientar con precisión sus determinaciones, de sojuzgar y acomodar a sus intereses y a su ambición el futuro, se entrega a las prácticas del ocultismo, que asume las proporciones de sacerdocio. La fantasía demoniaca, terrible y monstruosa, se sobrepone a la lógica y el diablo viene a canjear las almas de los hombres por leves indicaciones sobre el futuro. El pobre diablo suele salir defraudado en el comercio de sus revelaciones, y con frecuencia padece visibles equivocaciones, que acaban por desprestigiarlo y reducirlo, como lo expresó el humorista, a una simple interjección: ¡diablo! De pronto aparece la baraja, con sus figuras decoradas de reyes y de príncipes y con sus signos simbólicos, y se pone al servicio de truhanes y de tahúres, pero promete encerrar entre sus cartas indicaciones cabalísticas. Cada una de ellas representa una promesa de ventura o un anuncio de sucesos desdichados. Hay cartas mediocres y simples, inexpresivas, que sólo adquieren mérito cuando aparecen al lado de otras, fundamentales y definidas. Acaso sea el amor la pasión más desbordante y la que despierta mayores ansiedades sobre el porvenir. La simple insinuación de la posibilidad amorosa está vinculada al concepto de lo eterno. El amor no se satisface con la certidumbre de lo perecedero y quiere extenderse sobre el futuro indefinidamente. El amor eterno fue la concreción clásica del romanticismo. Cuando el amor se despoja de su perdurabilidad, relaja su condición a la simple satisfacción de un apetito sucio. La pasión ha de correr paralela y simultánea y para lograrlo, todo recurso aparece lícito y adecuado. Al lado de la investigación sobre la firmeza de los sentimientos correspondientes en la persona amada, aparecen los filtros y las pócimas misteriosas y diabólicas que le habrán de dar consistencia perpetua. No hay desdicha igual, para la tonta y sensiblera humanidad, que la del amor singular, perdido y contrahecho. Entonces la adivinación del porvenir se vincula a la brujería y el demonio torna a ofrecer sus servicios, a tarifa estipulada: convoca sus noches de sábado y entrega sus secretos para la victoria de la pasión amorosa danzando en los bosques con su figura de macho cabrío, entre las brujas obscenas que van al aquelarre, cabalgando en sus escobas, y al ritmo de lúbricos himnarios.

***

He aquí una mujer que ha adivinado el porvenir de tres o cuatro generaciones. Ahora, frente al cronista, extiende su baraja sobre una tabla colocada en las rodillas ancianas. Está sentada en un sillón bajo, y a su lado se levanta una pequeña biblioteca. Los libros impresionantes, con fórmulas mágicas, se aglomeran, listos para ofrecer su concurso al gran misterio de la cartomancia. En el fondo, una pobre lechuza en fotograbado, abre sus ojos redondos para impresionar al tímido consultante que llega hasta la adivina, ansioso de que le sea correspondida

una pasión amorosa y destructora, de que le llegue dinero por alguna parte, de que le produzca provecho inmediato una aventura comercial. Una guitarra, en el rincón más oscuro, muestra su trasero pulido, ocultando púdicamente el encordado. ¿Qué significación extraordinaria tendrá el alegre instrumento de las malagueñas y de las jotas? Hay una vela a medio encender, que se ha gastado, posiblemente, en la celebración de algún rito espectacular, con el cual se ha perseguido la posibilidad de acomodar el futuro, de construirlo como una arquitectura de mal gusto, quebrantando el orden de las cosas para que un capricho resulte triunfador. Las paredes están entapizadas de una cretona de colores severos, con tendencias un poco lúgubres, como conviene a quien va a confeccionar el porvenir de una persona sobre medidas. El cuarto se abre sobre un patiezuelo, frente al sol vespertino, que ilumina con picardía la escena. Dibuja sobre la faz sanguínea de la mujer, coronada de canas, juegos de luz que empequeñecen las pupilas y doran la epidermis. Para llegar allí ha sido necesario cruzar dos habitaciones, otro patiezuelo, donde languidecen unos pájaros entristecidos por la cautividad, y un comedor modesto. Los naipes resbalan entre las manos gordezuelas de la anciana, que ha vivido lustros acariciándolos. Al cabo de años interminables de revelar su secreto secular, los naipes se han terminado, y algunos de ellos se han reducido a su mínima expresión. Pero las tintas con que fueron impresos eran firmes y en los fragmentos se conservan residuos de las antiguas impresiones. Junto a la baraja común, con sus palos de oros, de copas, de espadas y de bastos — las espadas son como puñales y están manchadas de sangre escarlata— hay otros cartoncillos, que han servido con docilidad desde el principio del siglo y han predicho todos los acontecimientos importantes de millares de consultantes hiperestésicos. Estos cartoncillos tienen más hondo significado: uno representa el ademán amistoso de dos manos cruzadas, otro un trébol gigante, aquel un paisaje campesino, el otro un castillo medieval en ruinas, el de más allá un anciano de ceño amenazador. Se extienden los naipes sobre la tabla y empiezan a revelar su elocuencia: —Usted tendrá fortuna… Espera una carta… Hay una mujer morena que piensa en usted… Una rubia se interpone en su felicidad… Hará un viaje por mar… Enemigos ocultos lo persiguen a usted, pero usted saldrá triunfante de ellos… Hablará con un individuo de uniforme… Recibirá una condecoración… Le pagarán un dinero que considera perdido… Le esperan días malos y algunos contratiempos, pero podrá dominarlos bien… El ave de la felicidad cantará sobre su vida… Será víctima de un robo… Un ser querido prepara una traición contra usted… Los naipes se hacen siempre benévolos al final. Y de entre la muchedumbre de sucesos dichosos y desventurados que saltan al presagio, en el ánimo del osado que ha querido penetrar un poco en su porvenir queda la consolación suprema de las últimas cartas:

—¡La felicidad durable le espera y coronará sus esfuerzos!

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¿Quién de vosotros no ha oído mencionar a Mariana Madiedo? Mariana Madiedo es el ejemplar más auténtico y clásico de adivinadora. Está vinculada a la historia de Bogotá. Durante años y años ha contribuido a aliviar innúmeras desgracias, ha revelado los acontecimientos más oscuros, ha ejercido con perseverancia inquebrantable su profesión de pitonisa. Sobre la puerta hay una plancha de cobre, grabada, que contiene su nombre y esta palabra disculpante: “modista”. La plancha ha estado en todos los barrios, ha recorrido la ciudad en todas las direcciones, se ha movilizado por las calles estrechas y oscuras de la época revolucionaria de los mil días y ha penetrado, sin inquietarse ni sufrir detrimento, dentro de las rúas radiantes del tiempo presente. Sobre la cabeza de la pitonisa blanquearon los cabellos, pero ella nunca fue desleal a su propia confianza. Gentes de todas las posiciones sociales se han sentado temblorosas y emocionadas, con la esperanza o la angustia en el rostro, para esperar la sentencia que emanará, implacable ante la fe ingenua de los supersticiosos, de ese naipe leal que ha acompañado a la adivina durante cuatro o cinco lustros. Y no hay nadie, quizás, en el país, que haya recibido tan íntimas confidencias, que haya conocido tan tremendos secretos, que haya tenido oportunidades tan perfectas de conocer al corazón humano, como esta sencilla mujer, rodeada de un nimbo casi milagroso para la unánime candidez. Pero su profesión le obliga a ser profundamente discreta, y nadie podría arrancarle uno solo, el más mínimo, de aquellos secretos en donde descansa, quizá, la felicidad de innúmeros seres. Mariana Madiedo desciende de una familia ilustre. En un tomo de las famosas Reminiscencias de Cordovez Moure, el libro más popular en la época florida de la pitonisa, se describen los incidentes de un trágico acontecimiento de que fue protagonista don Manuel María Madiedo, escritor de claras ejecutorias, de alta mentalidad y de temperamento polémico, que en sus últimos años se refugió en el espiritismo. El cronista le ha preguntado a doña Mariana su relación con aquel ciudadano, y ella, triunfal y orgullosa ha respondido: —Yo soy el fruto de ese matrimonio… Me llamo Mariana Madiedo y Domínguez Manrique. Quizá la influencia del ambiente doméstico, consagrado al espiritismo, influyó en la revelación de sus propiedades adivinatorias. Desde su adolescencia sintió la intuición prodigiosa de conocer el porvenir, con ayuda de las barajas. Adquirió una apreciable reputación, y los poetas de principio de siglo no emprendieron aventura romántica ni literaria que mereciera pasar a la historia, ni los guerrilleros pronunciamiento contra el gobierno, ni las damas negocio

matrimonial, ni los comerciantes pedidos de mercancías al exterior, sin que Mariana Madiedo no hubiese tenido conocimiento previo del asunto, y no hubiera interrogado a las barajas sobre la perspectiva que ofrecía la empresa. De esta suerte, Mariana Madiedo posee los más interesantes secretos de nuestra sociedad. Conoce innúmeras debilidades ocultas, oscuras tragedias inéditas, angustiosas expectativas y febriles esperanzas. Pero es discreta. Profundamente discreta, y cuando el cronista trata de obtener de ella la revelación de algunos de esos secretos, la descubre impenetrable. —Hablemos más bien de lo que he sufrido —dice—. ¡He sufrido tanto! Mi matrimonio fue un desastre. Mi marido fue don Juan Tenorio. ¡Don Juan Tenorio! Suspira al pronunciar el nombre legendario. —Con decirle a usted que fue Roberto Carrillo, está dicho todo. Al morir dejó tres viudas conocidas, de las cuales la única legítima soy yo. Las otras… no, y muchas desconocidas. Fue don Juan Tenorio. Siquiera se murió. —¿Pero usted, doña Mariana, no pudo sonsacarles a las cartas la revelación anticipada de ese desastre sentimental y doméstico? —He sufrido tanto, que el mundo me ha hecho escéptica. ¡Conozco tanto a la humanidad, y ésta tiene tantos defectos, tanta simplicidad, tanta tontería! Mire usted: cuando viene una señora de edad a que le “ponga el naipe” es seguro que está enamorada de algún muchacho. El cual quiere a otra de su edad y corteja a la vieja por dinero o por embromar. ¡Así es el mundo! ¿Por qué no se mantiene cada cual en su puesto, viviendo como conviene a su edad y a su posición? ¡Pues nada: todo el mundo descontento, todo el mundo queriendo alcanzar lo imposible, todo el mundo delirando con ambiciones desorbitadas para sus propias posibilidades! Habla como bajo el influjo de un ensueño. Es, acaso, uno de los trances que le han dado su gran reputación de adivina. —Pero el modernismo… —dice, mientras mezcla las cartas para establecer por medio de ellas el presente y el futuro de nuestro fotógrafo— el modernismo es la causa de las más terribles tragedias de la sociedad. Yo sé por qué lo digo. Aquí vienen madres desoladas, esposas desesperadas, hombres martirizados a hacerme confidencias, a pedirme que modifique con mis influencias los caracteres o que borre con las cartas las huellas de pecados que no se hubieran cometido si no fuera por el modernismo. Si mi padre me hubiera visto alguna vez empelotarme en una piscina delante de un montón de gente, me habría dado un balazo. Un balazo, porque entonces se pensaba de otra manera. Pero ahora… ¡Cómo cruzan las mujeres las piernas en los tranvías, cómo se ciñen al bailar! Las mujeres, con el modernismo, han perdido sus dos más preciados encantos: el pudor y el cabello.

Suspende su diatriba para anunciarle al fotógrafo lo que va a pasarle. Va a reñir con un amigo. Recibirá dinero. Hablará con un hombre de uniforme. Una mujer morena piensa en él, pero también una mujer rubia lo persigue. Y así de lo demás. —¿Pero esto, doña Mariana, esto de las cartas es sincero? ¿Las cartas son augurios perfectos? —La gente cree en ellas. ¡Hay tanta coincidencia! Lo malo es que muchas personas abusan de eso, no saben el significado de cada naipe, no saben nada, y fingen conocerlo todo, para hacer su negocio. Eso es una estafa, señor. Mire usted. Mire usted mi biblioteca. Toma varios libros y los extiende sobre la misma tabla donde reposan las cartas presagiadoras. Perezosamente deja resbalar las páginas entre sus dedos gordezuelos, y vense desfilar figuras y esquemas de naipes, indicaciones sobre los significados, símbolos e interpretaciones. —Todos estos libros son de cartomancia. Napoleón tenía su cartomántica permanente, creía con fe sincera en los anuncios de las cartas, y ellas lo guiaron a su grandeza. Napoleón consagró para siempre la cartomancia, y abrió una nueva ruta en las preguntas al porvenir. ¿Si Napoleón creyó, por qué no han de creer los demás, si quien las echa sabe y ha estudiado? —¿Y Waterloo, doña Mariana? ¿Cómo se explica usted Waterloo?, ¿si las cartas le habían anunciado a Napoleón el desastre? —Tal vez la madame que le echaba las cartas estuviera enferma. Tal vez las cartas se equivocaran o el emperador hubiera perdido la fe. ¡Todo es tan relativo, señor! Coloca nuevamente los libros en su lugar. El sol vespertino se complace en decorar los lomos, gastados por el uso de años. —Pero si ofrecen algunas dudas los naipes, esto es infalible, esto es la verdad, la sublime verdad. Aquí está el libro más precioso que se haya escrito jamás. Amorosamente lo toma en sus manos y nos lo entrega, vigilando el uso que de él hacemos. Es un volumen que contiene las obras más notables de Allan Kardec, el famoso vulgarizador del espiritismo, el farsante francés que redujo a fórmulas exactas la llamada y la conversación con los espíritus, que inventó una especie de código Morse para comunicarse con el más allá. —Yo no creo, doña Mariana. Todo esto son patrañas. —Está bien. Nosotros no podemos convencer a nadie, ni pretenderemos jamás imponer nuestra fe. Ella ha de ser sincera y espontánea. Yo sí creo, amo los espíritus, mantengo comunicación con ellos y espero resignada que llegue la hora de hacerles compañía. El cuerpo lo estoy cuidando para que al fin sea el banquete de los más inmundos animales. Pero el espíritu

desencarnará, seguirá sus rutas admirables, volverá a la tierra, volverá a ocupar otro cuerpo que se comerán también los gusanos. Y así siempre. ¡Allan Kardec, Allan Kardec, sabio inmortal! —¿El espiritismo le ayuda en sus adivinaciones? —De ningún modo. Los espíritus ignoran el porvenir de los hombres. Ignoran hasta su propio porvenir. Y aun cuando lo supieran, no podrían revelarlo, porque no tienen derecho de torcer con su indiscreción el curso de las acciones humanas. Realmente, el porvenir no puede leerse sino en las barajas. La clientela, nutrida y heterogénea, espera en la salita, las inexorables palabras de la vidente.

El Tiempo (Bogotá): (25 jun. 1939), Segunda, p. 3 y última.

Procedencia de las Ilustraciones Todas las reproducciones fueron realizadas por Ernesto Monsave en el mes de agosto de 2003, excepto 1, 42 y 47, realizadas por Museo de Desarrollo Urbano de Bogotá. Ilustración 1. Daniel Rodríguez, “Novelista Osorio” (1944): Museo de Desarrollo Urbano. / Ilustración 2. Mundo al día (Bogotá): (28 ene. 1925), p. 1. / Ilustración 3. Mundo al Día (Bogotá): (21 nov. 1925), p. 13. / Ilustración 4. Mundo al día (Bogotá): (20 ene. 1925), p. 1. / Ilustración 5. Mundo al Día (Bogotá): (1 dic. 1928), p. 1. / Ilustraciones 6, 7, 8, 9 y 10. OSORIO LIZARAZO, 1926, portada y pp. 19, 35, 229 y 215. / Ilustraciones 11, 12, 13, 14, 15, 16 y 17. Fondo JAOL VII, 50 (155-161). / Ilustración 18. Fondo JAOL VI, 41 (29). / Ilustración 19. Fondo JAOL VI, 41 (30). / Ilustración 20 Fondo JAOL VI, 42 (11-12). / Ilustración 21. Fondo JAOL VII, 50 (104). / Ilustración 22. Fondo JAOL. /X, 68 (13) (Ilustraciones 23 y 24. Fotografías en archivo privado de Eri Ortiz de Osorio. / Ilustración 25. Cromos (Bogotá): Vol. LVII, no. 4 (sep. 23 de 1944), pp. 8-9. / Ilustraciones 26, 27, 28 y 29 OSORIO LIZARAZO, 1938, pp, 7, 91, 143 y 233. /Ilustración 30. El Tiempo (Bogotá): (19 feb. 1939), Segunda, p. 1. / Ilustración 31. El Tiempo (Bogotá): (5 feb. 1939), Segunda, p.3. / Ilustración 32. Mundo al Día (Bogotá): (7 mar. 1927), pp. 12-13. / Ilustración 33. Mundo al Día (Bogotá): (26 mar. 1927), p. 18. / Ilustración 34. El Tiempo (Bogotá): (26 feb. 1939), Segunda, p.3 / Ilustración 35. La Libertad (Bogotá): (24. abr. 1915), p. 2. / Ilustración 36. Jacinto Albarracín, Raquel, Bogotá: Imprenta de Luis M. Holguin, 1902. / Ilustración 37. La Libertad (Bogotá): (24. abr. 1915), p. 1. / Ilustración 38. La Libertad (Bogotá): (6. feb. 1915), p. 1. / Ilustración 39. El cantar de los cantares (Bogotá): (24 oct. 1911), p. 1. / Ilustración 40. El Tiempo (Bogotá): (16 jul. 1939), Segunda, p. 2. / Ilustración 41. Roberto Rojas Gómez, Poemas (Bogotá): Águila Negra, 1926. / Ilustración 42. Luis Alberto Acuña “Lustrabotas” [1910], Museo de Desarrollo Urbano. / Ilustración 43. Mundo al día (Bogotá): (28 jun. 1924), p. 7. /Ilustración 44. El Tiempo (Bogotá): (7 may. 1939), Segunda, p. 1. / Ilustración 45. El Tiempo (Bogotá): (21 ene. 1940), Segunda, p. 2. / Ilustración 46. El Tiempo (Bogotá): (25 jun. 1939), Segunda, p. 3. Ilustración 47. / Daniel Rodríguez, “Mariana Madiedo con sus cartas para la lectura de la suerte” (1948), Museo de Desarrollo Urbano.

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