Bienes culturales y cohesión territorial

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Descripción

Bienes culturales y cohesión territorial Ximo Revert i Roldan.

Bienes culturales y cohesión territorial* Ximo Revert i Roldan. Técnico Superior de Gestión Cultural de la Fundación General de la Universitat de valència

[*] Artículo publicado en Ordenación y gestión del territorio turístico. / coord. por David Vicente Blanquer Criado, 2002, ISBN 84-8442-536-3, págs. 409-422

Un territorio secular e intensamente antropizado como el mediterráneo se caracteriza, entre otros muchos rasgos objetivos, por acumular vestigios del pasado: esos restos que David Loventhal llama reliquias1 y que los ciudadanos utilizamos de variadas maneras en el mejor de los casos, cuando no nos despojamos de ellos por desinterés, por desidia o por negligencia. Los restos de un pasado reciente como el industrial, o ancestral como la romanización, se manifiestan en un territorio dado por estas latitudes como herencia dispersa que salpica el paisaje cotidiano de sus habitantes o como elemento identitario suficiente que aglutina esfuerzos y voluntades a su entorno. Aparentemente los mediterráneos somos tan abundantes en restos del pasado que difícilmente podemos conservarlos todos y con demasiada facilidad nos desprendemos de ellos sin reparar, a comienzos de este nuevo siglo, en la utilidad que podemos darle a tan extenso y variado patrimonio cultural heredado. De igual forma y casi sin darnos cuenta, estamos tan habituados a convivir con estos vestigios que si no los tuviésemos los inventaríamos. Es decir, una comunidad de ciudadanos en una unidad territorial concreta se debate a menudo por un lado entre los restos de una modernidad incompleta y poco satisfactoria para sus aspiraciones, y por otro con la necesidad de significarse de alguna manera en la llamada aldea global, creando nuevos símbolos identitarios, aferrándose a elementos, usos y costumbres con más o menos arraigo que definan y dignifiquen el espacio humano que habitan.

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La presión informativa y comercial que sobre nosotros ejercen modelos culturales ajenos, pero sobre todo poco satisfactorios, se une a la común necesidad de sentirnos reconocidos por la propia y original manera de crear y recrearnos desde parámetros culturales próximos o en los que hemos depositado nuestras vivencias. En el barrio, en la ciudad o en el territorio buscamos elementos que por su singularidad, por su significado histórico, o como referente vivencial colectivo, nos permitan dignificar nuestra existencia personal y ciudadana para alimentar nuestra necesidad común de pertenencia y aliviar así la sensación de desarraigo. De esta manera conscientes o no, a través de la fiesta, de las tradiciones, o del reconocimiento que damos a determinadas cosas materiales del pasado, configuramos nuestro pequeño universo patrimonial. Y cada vez son más las comunidades de individuos que son capaces de detectar y crear patrimonio a través de la identificación de bienes materiales o inmateriales que pasan a formar parte del patrimonio cultural de esa comunidad a la que aparentemente no le era reconocido ningún vestigio de valor. Dicho de otro modo, el afecto que los ciudadanos dedican a los vestigios de su pasado, reconocido por la Ley 16/1985 de Patrimonio Histórico, legitima a la población para reconocer como patrimonio cultural aquellos bienes que considere oportuno, independientemente de que gocen del respectivo reconocimiento jurídicoadministrativo a través de alguna de las figuras contempladas en la legislación estatal o autonómica existente. La comunidad internacional ha constatado, a través de organizaciones mundiales, informes, normativas y protocolos desde hace algunas décadas, que el pasado siglo XX ha supuesto para la humanidad un periodo de intenso expolio y desaparición de patrimonio. En tan solo un siglo las sociedades han perdido más elementos constitutivos de su herencia cultural que en todos los siglos 1

LOWENTHAL, DAVID, (1998), El pasado es un pais extraño, Madrid, Akal

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precedentes. El penúltimo informe de la UNESCO sobre la Cultura2 y el mismo Consejo de Europa se afanan por argumentar las virtudes que la puesta en uso de patrimonio cultural tiene para la comunidad insistiendo en dos aspectos: señalar el patrimonio y la producción cultural como yacimientos de empleo en el futuro inmediato, y la necesidad de la creación de instituciones, como son los museos, para garantizar y vehicular una gestión dinámica, estable y menos arbitraria del patrimonio. La constatación de esta capacidad depredatoria del ser humano contemporáneo contrasta en el ámbito local o territorial más cercano con la promulgación de leyes y normativas de ámbito estatal o autonómico que, por la vía de la regulación del uso del suelo o por la vía de la regulación del legado cultural de nuestros antepasados, se esfuerzan por establecer parámetros de actuación respecto de la salvaguarda y acrecentamiento del patrimonio cultural que poseemos sin que el resultado de todo ello pueda calibrarse de suficiente y exitoso. El sistema de presuntas garantías jurídicas en nuestra sociedad, para evitar tanta pérdida de patrimonio cultural y promocionar su uso como derecho y deber de la comunidad de ciudadanos presente y futura, se pone en entredicho ante la actuación de las administraciones públicas y ante la presión que sobre el territorio ejercen agentes o grupos de poder económico con intereses poco armónicos con el desarrollo sostenido, diversificado y cualitativo del territorio donde intervienen. Durante los últimos veinte años nos hemos preocupado primero de conservar el legado cultural. Ante las dificultades encontradas y el fracaso de los resultados, posteriormente, hemos reparado en que la clave de la conservación de estos vestigios era ponerlos en uso. Ante la falta de recursos suficientes o ante la

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AA.VV., (1999) Informe Mundial sobre la Cultura. Cultura, creatividad y mercados. UNESCO,

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inexistencia de políticas públicas de decidida apuesta por el patrimonio cultural de nuestros municipios, barriadas, o comarcas, hemos insistido en la oportunidad de vincular el uso de ese patrimonio a las expectativas de una dimensión turística y de servicios del territorio patrimonial. Nos hemos dado cuenta incluso que la misma proyección turística puede tener resultados nefastos3 y desequilibradores para la necesaria convivencia de los moradores con su patrimonio y con la calidad de vida de su ciudad: ese espacio cotidiano cultural de interrelación ciudadana. Algunas comunidades se han apercibido de las oportunidades que para el desarrollo de su territorio detenta la recuperación en valor y uso del patrimonio cultural que poseen. Buscan y aplican con diferentes niveles de éxito modelos de implantación de políticas patrimoniales y consiguen con el tiempo un cierto grado de rentabilización social, cultural y económica con el reciclaje de despojos culturales de su pasado o con la restauración de entornos patrimoniales prestadores de diversos servicios a la comunidad. Son comunidades que podemos decir que han optado por un modelo de territorio donde se canalizan inversiones de riesgo entorno al éxito de la puesta en marcha de unos bienes culturales y se han desechado aquellas iniciativas que no fueran acordes con la planificación patrimonial o de calidad de vida urbana del territorio. Los indicadores y resultados que maneja la economía aplicada a la cultura4 como disciplina de estudio han empezado a arrojar análisis más o menos optimistas y van despejando

Madrid, UNESCO / Fundación Santa María / Acento, 3

TROITIÑO VINUESA, MIGUEL ANGEL, (1998) “Turismo y desarrollo sostenible en las ciudades históricas”, en La conservación como factor de desarrollo en el siglo XXI. Simposio Internacional, Valladolid, Fundación del Patrimonio Histórico de Castilla y León.pp. 279-292. 4

GREFFE, XAVIER (1990), La valeur économique du patrimoine. La demande et l’offre demonuments. París. Anthropos; y RAUSELL KOSTER, PAU (1999), Políticas y sectores culturales en la Comunidad Valenciana, Valencia, Tirant lo Blanch.

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objetiva y críticamente incertidumbres respecto de la apuesta por vertebrar el desarrollo local o del territorio desde los servicios educativos y culturales, integrando en ello la recuperación y uso de bienes culturales. A modo de ecología cultural, esta práctica de reciclaje de productos de nuestro pasado sintoniza más adecuadamente con la revisión crítica de desfasados modelos de desarrollo esquilmatorio de recursos e hipotecador de oportunidades futuras. Otras comunidades, en cambio, caracterizadas a veces por un pasado industrial, agrícola o turístico opulento y dinámico, se han visto abocadas a conjugar un desarrollismo vertiginoso y estimulante no muy lejano, con crisis estructurales o coyunturales en el sector productivo dominante y tan solo han reparado en las posibilidades del uso del patrimonio cultural que poseen cuando aquel optimismo de décadas anteriores se ha fracturado y ha desestabilizado la sociedad local así como el modelo de ciudad que venía funcionando. Este sería el caso de muchas ciudades mediterráneas valencianas que tienen en poblaciones como Sagunt un ejemplo paradigmático. Además del factor identitario que posee el patrimonio cultural, en una sociedad como la española, plenamente abocada a regenerar su tejido productivo en el marco europeo como prestadora de servicios, la producción y consumo de productos culturales (entre ellos el patrimonio) se convierten en un elemento de desarrollo estratégico que poco a poco va siendo asimilado por la diversa estructura territorial del país. De las caducas y deficitarias políticas de consolidación y restauración de monumentos singulares, se ha pasado a combinar estos proyectos con la puesta en marcha de servicios culturales de consumo patrimonial para atender a usuarios cada vez más exigentes y diversos. Pero incluso las primeras iniciativas al respecto se ven sometidas a crisis cuando su excesiva dependencia de los poderes públicos son arrastradas junto a los recortes

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de ese “superfluo y manejable” presupuesto cultural, compitiendo en los tiempos que corren con las grandes inversiones en parques de atracciones (con suerte temáticos y presuntamente didácticos), con el modelo de “Ciudades de ...”, o con la creación de museos públicos sin colecciones, ni patrimonio que custodiar o difundir, basados en la construcción de equipamientos culturales dedicados al consumo de sensaciones virtuales mientras el objeto patrimonial sustantivo se abandona o se destruye. No somos ajenos al talante piranesiano mediterráneo, ni a ese romanticismo que acompaña el afecto por los objetos y reliquias del pasado en forma de patrimonio: de esos bienes culturales reconocidos o susceptibles de detentar el común afecto de una amplia mayoría de ciudadanos. Pero lejos de compartir criterios de “conservar por conservar”, que resultan en muchas ocasiones ineficaces o poco útiles para la población, somos partidarios de contribuir a la gestión y uso de bienes culturales de nuestro patrimonio por diversas razones. En primer lugar porque, conscientes de la capacidad humana de depredar el medio en el que vive, el patrimonio cultural y los bienes que lo integran se perfilan más que nunca como un remanente del pasado susceptible de generar riqueza y ser fundamento de iniciativas de vertebración social, de creación autóctona y de identidad solidaria en el territorio con un certero horizonte de expectativas pero que requiere un menor costo de riesgo que otras innovadoras iniciativas. En segundo lugar porque el patrimonio cultural, en muchas ocasiones integrado ya en la dimensión física y vivencial del territorio, es un recurso no renovable cuya desaparición irremplazable obliga en su caso a buscar, en el

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mejor de los casos, modelos de desarrollo importados y no siempre socialmente asimilables que requieren mucho más esfuerzo económico y social. En tercer lugar porque el patrimonio cultural conservado y usado permite la regeneración de la sociedad en el territorio en tanto que permite la adhesión de los diversos agentes sociales (políticos, financieros, sectores productivos, tejido social, medios de comunicación...) y permite contribuir a prácticas de consenso general en la planificación y gestión del territorio que atenúen las insistentes actitudes especulatorias. En cuarto lugar porque, de acuerdo con la legislación existente, el patrimonio cultural tiene un valor y un destino públicos5, independientemente de su titularidad, de modo que su acrecentamiento contribuye en definitiva a mejorar los conocimientos y educación de la comunidad, y difundir la responsabilidad común de mantener y disfrutar de un bien común. Y en quinto lugar porque, conscientes o no de ello, eliminar o permitir la desaparición de estas aulas de la memoria tensiona innecesariamente la sensibilidad social, nos hace sentirnos despojados de elementos compartidos, desconfigura el entorno con el que presentar nuestra ciudad y agresiviza en definitiva les relaciones ciudadanas. Ciertamente, la gestión del patrimonio cultural en un territorio debería responder y entenderse como la gestión de elementos con un alto valor simbólico. En muchas ocasiones la mercantilización de la historia distorsiona sobremanera no solo los diversos discursos contenidos en la historia de las sociedades locales, sino que agreden el bien cultural mismo en la manera de presentarlo, de disponerlo ante las sensaciones o el afán cognitivo de quienes lo visitan. La 5

ALONSO IBÁÑEZ, Mª. DEL ROSARIO (1992) cultural, Madrid, Cívitas.

El Patrimonio Histórico. Destino público y Valor

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planificación turística del territorio, en lo que respecta a la intervención sobre bienes culturales del patrimonio local, debería estar más atenta a esta premisa de trabajo e incluir en sus equipos de planificación y estudio prospectivo a otros profesionales vinculados directamente al estudio de los elementos sobre los que se interviene y no dejar en manos exclusivas de arquitectos, mercadotécnicos, o políticos las tareas de planificación estratégica e intervención. El caso valenciano cuenta sin duda con puntuales ejemplos sobresalientes en su intervención sobre bienes y conjuntos patrimoniales6. Y aunque ya son casi veinticinco años de ayuntamientos democráticos la realidad patrimonial valenciana es desigual, fragmentada y con altas dosis de negligencia y falta de planificación de prioridades. Los procedimientos (criterios) de intervención aplicados suelen actuar desde parámetros que contraponen una supuesta calidad de vida urbana y el resarcimiento de inversiones con el sacrificio de bienes patrimoniales e incluso naturales. Esta práctica resulta falaz y negativa cuando hablamos de recursos patrimoniales no renovables, cuando existen medios técnicos que permiten la integración de estos elementos en el proyecto de nuevo uso del equipamiento urbano patrimonial, y cuando el reequilibrio entre costos y beneficios puede hacerse mediante contrapartidas que no impliquen necesariamente la desaparición de patrimonio. Los años noventa se han caracterizado en el País Valenciano por el surgimiento de movimientos ciudadanos que manifiestan haber alcanzado el límite de soportabilidad de agresiones sobre su entorno urbano y natural

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Casos integrales como las intervenciones en los centros históricos de Morella, Peníscola, Xàtiva, Oriola y Altea se suelen poner de ejemplo durante las presentaciones oficiales de políticas públicas de las administración en materia de patrimonio. Más controvertida y lenta resulta la recuperación, con pérdidas irreparables, del centro histórico de València y la gestión de elementos singulares declarados patrimonio de la humanidad como la Llotja de la Seda en la misma ciudad. Sencillamente abandonado se encuentra el poso patrimonial de la ciudad de Sagunt, afectada además por la traumática y politizada recuperación de su Teatro Romano.

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cotidiano. Podríamos decir que de manera organizada y con instrumentos legales legitimadores de sus planteamientos, estos movimientos han desarrollado en los últimos años una concepción del uso del patrimonio moderna -en el sentido que J. Habermas da al término modernidad7-. El patrimonio cultural y natural del territorio que habitan es usado como elemento clave en la vindicación de un hábitat y de una ciudad más humanizada, más equilibrada y más participada entendiendo la conservación y uso de estos entornos patrimoniales como espacios seculares de sociabilidad. Estos movimientos sociales, y tantos otros surgidos con carácter marcadamente sectorial, vienen en definitiva a cuestionar las deficiencias de un sistema de democracia formal en crisis y utilizan nuevas estrategias de organización y acción8 para evidenciar y concienciar la opinión pública ante las agresiones del sistema: en forma de atentados contra el patrimonio, la degradación del entorno urbano, la falta de planificación en las inversiones y la depredación de recursos no renovables como el medio natural o el patrimonio cultural. En aquellos territorios donde las políticas de protección del medio en sus aspectos físicos y culturales es deficitaria o inexistente, como en el caso valenciano, estos movimientos sociales están contribuyendo a la madurez de lo que podríamos llamar la sociedad patrimonial: aquella en la que sus componentes o agentes activos (desde la administración pública a la iniciativa privada o el tercer sector asociativo) coparticipan de una cultura de gestión de los recursos y del territorio que lejos de destruir patrimonio, lo revaloriza y lo dispone como 7

HABERMAS, J.(1988) “Modernidad versus postmodernidad”, Modernidad y postmodernidad (J. Picó, comp.) , Madrid, Alianza, pp.51-86. 8

REVERT ROLDÁN, XIMO (1997) “Arte industrial, patrimonio y acción social. Los Altos Hornos del Mediterráneo”, PH. Boletín del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, 21, des. 1997, Sevilla, Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, pp. 112-117; y MARTÍN LÓPEZ, M.A. (1999) “Movimientos sociales y patrimonio industrial en Sagunto” en Reconversión y Revolución. Industrialización y Patrimonio en Puerto de Sagunto, Catàlogo de la Exposició, (X. Revert, coord.), València, Universitat de València, pp. 95-97.

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elemento activo en la generación de riqueza para el lugar. Es decir, han convertido la avaricia especulativa del suelo con beneficios exclusivos y concentrados, por el recelo en la confortabilidad del espacio donde residen y despachan cualquier iniciativa que desborde los márgenes de soportabilidad del territorio. Se planifica con métodos menos expansivos, y más regenerativos y sostenidamente rentabilizadores de los recursos existentes9. En la consecución de esta madurez, es la administración del territorio, la que en uso de los instrumentos jurídicos y administrativos, mejor puede cambiar la tendencia marcando pautas de consenso y respetabilidad hacia la gestión del entorno. Sus negligencias al respecto desembocan irreparablemente desde una economía de mercado, en una dislocación (aparentemente regulada) de factores e iniciativas voraces con los recursos que queden. A falta de una política patrimonial pública decidida y coherente, muchos territorios patrimoniales valencianos siguen estando a inicios del nuevo siglo XXI en la encrucijada de optar por un modelo de desarrollo depredador sin vuelta atrás, o por un modelo más equilibrado. Antes decíamos que el caso de Sagunt y su comarca litoral, el Camp de Morvedre, resultan paradigmáticos10, entre otras razones porque siendo uno de los conjuntos de playas más agradables al norte de la metrópoli valenciana está empezando a saturar su frente costero con urbanizaciones antes disponer de su patrimonio cultural como eje del modelo de ciudad a desarrollar. Digamos que, como otros tantos municipios, es una población no reconciliada todavía con su

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ALONSO IBÁÑEZ, Mª. DEL ROSARIO (1994) Los espacios culturales en la ordenación urbanística, Madrid, Marcial Pons; y FARIÑA TOJO, JOSÉ (2000) La protección del patrimonio urbano. Instrumentos normativos, Tres Cantos-Madrid, Akal Ediciones.

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REVERT ROLDAN, XIMO (2001) La regeneració patrimonial. I Premi d’Assaig Antoni Chabret. Sagunt. Ed. Centre d’Estudis del Camp de Morvedre.

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patrimonio. Su Plan Espacial de Protección del Centro Histórico ha permanecido paralizado casi una década, se le ha denegado por parte de la Conselleria de Cultura la declaración de Bien de Interés Cultural al Conjunto Histórico Industrial de la antigua Gerencia de Altos Hornos y su entorno como ejemplo único de siderúrgica en todo el mediterráneo occidental, se consiente por unanimidad en el pleno municipal la construcción de un hotel sobre el derribo del edificio industrial más antiguo del núcleo portuario, y a pesar del rico y variado patrimonio inmueble que presenta la ciudad y su comarca, Sagunt no dispone ni de un solo museo en marcha que no sólo difunda, transmita y rentabilice el valor cultural de los elementos que integran el patrimonio del territorio, sino que permanezca como una institución permanente de garantía ante los valores y amenazas del patrimonio del Camp de Morvedre. Sin embargo, la sociedad morvedrina no puede ser acusada, en este caso como en otros, de tener lo que se merece. Ni las constantes denuncias de la situación, ni el ánimo constructivo y de trabajo patrimonial que ha guiado a decenas de entidades y asociaciones de todo tipo en la ciudad, ni las posibilidades de presunto cambio en la orientación política cada cuatro años, ni la supuesta garantía jurídica de nuestra legislación, han conseguido evitar el desconcierto, la negligencia y el deterioro del patrimonio cultural como recurso activo en el territorio. A mayor redundancia, la gestión y congestión del patrimonio cultural se politiza. A la intervención sobre el Teatro Romano de Sagunt, que lo mantuvo inactivo durante más de cinco años generando un trauma socio-cultural que todavía perdura, se suman recientemente el criticado proyecto de construcción de un palacio de congresos municipal justo en el entorno protegido del Castillo de Santa Bárbara de Alacant, o la descatalogación de un Bien de Interés Cultural

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como el Barri del Cabanyal en Valencia para trazar una avenida. La politización de intervenciones sobre el patrimonio conduce finalmente en una judicialización de los casos tratados obligando a resolver en los tribunales iniciativas que, de manera más prudente y consensuada, debieran resolverse previamente en el seno de la sociedad. Con sentencias del todo respetables, el resultado respecto de la recuperación en valor del patrimonio sigue siendo desigual, con dictámenes colegiados más o menos acertados que deben conjugar los aspectos formales, procedimentales y técnicos propios del ámbito jurídico a la consideración de un bien o entorno patrimonial cuyo valor resulta a veces difícilmente objetivable. El territorio, entendido como una triangulación de elementos compuesta por recursos, gestores de recursos y habitantes adolece en general de no tener en cuenta al ciudadano patrimonial: es decir a ese ser social que de manera activa o pasiva, pero no indiferente, convive en la epidermis del valor patrimonial de un elemento o entorno del patrimonio cultural e interactúa con él. La gestión y ordenación urbanística y territorial no debe propiciarse sólo y directamente sobre el bien patrimonial como si de un elemento aislado o especial se tratase en el tejido urbano del territorio afectado. Cuando se habla de rehabilitación o intervención integral sobre un territorio patrimonial el plan de actuación debería tener en cuenta el valor añadido que ese ciudadano patrimonial puede y debe otorgar al proyecto. En aquellos casos donde la iniciativa pública se ha preocupado de incentivar la revalorización de su territorio, asimilando en su planificación los elementos patrimoniales existentes, se ha hecho necesario con el tiempo horizontalizar la gestión e integrar la participación ciudadana como garantía de supervivencia del proyecto ante los avatares y disparates del juego político. Pero sobre todo, esta horizontalización permite fidelizar la implicación de tejido social local ante los retos que el dinamismo en valor del bien

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patrimonial afronta en su dilatada existencia. Al respecto fueron pioneros los primeros ecomuseos galos y la posterior revisión de sus proyectos museísticos11. De la misma manera, una sociedad patrimonial madura debe saber organizarse y aportar interlocutores válidos ante la administración y los demás agentes que deben intervenir en los procesos de planificación. El interés y la incentivación deberían ser mutuos. Y son numerosos los casos en los que allí donde no puede llegar la administración en la implementación de políticas culturales, es el tejido social o asociativo quien aporta los recursos humanos y el necesario grado de interés social de los programas e iniciativas a desarrollar. Los bienes culturales en el territorio son un elemento estratégico para practicar cierta cohesión territorial. Independientemente del valor o interés intrínseco que detentan, los bienes que integran el patrimonio cultural pueden y deben jugar un papel clave en la cohesión de un territorio dado. El patrimonio cultural contribuye decisivamente a la singularización del territorio por lo que respecta a identidad de la oferta cultural i/o turística, permite frenar iniciativas desconfiguradoras y agresivizadoras del entorno cotidiano en bien de la comunidad de residentes y, sobre todo, resulta un elemento de adhesión eficaz en la incorporación de agentes y organizaciones no lucrativas más próximas a la vertebración social del territorio. En un momento histórico en el que la sociedad empieza a ser consciente globalmente que los recursos son planetariamente limitados, que existen desequilibrios profundos fruto de un desigual reparto de la riqueza y que como ciudadanos somos finalmente más vulnerables de lo que la sociedad del bienestar, ahora en crisis, nos había prometido, la reconciliación con nuestro

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HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, FRANCISCA, (1998) El museo como espacio de comunicación, Gijón, Trea pp. 298-299.

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territorio, a pequeña escala, a escala local, se hace más importante y necesaria que nunca. Malbaratar nuestro patrimonio cultural nos predispone a globalizarnos mal, a perder la capacidad de disponer el discreto territorio que habitamos con una deformada carta de presentación. Detectar la presencia de patrimonio y llamar la atención sobre su existencia, exigir su uso público para la comunidad y disponer de él por derecho12 es quizá una de las últimas posibilidades de crecer y desarrollarnos armónicamente. Ante las agresiones que este bien no renovable continúa sufriendo y ante el poco eficaz sistema de garantías, quizá tenga vigencia seguir insistiendo en el papel fundamental de los profesionales que intervienen desde diferentes disciplinas en la ordenación y planificación de los territorios. Continúa siendo elemental que seamos definitivamente más sensibles a la realidad patrimonial de los entornos donde se va a actuar y nos permitamos compartir con otros agentes iniciativas creativas y más participativas de gestión del territorio con procesos más complejos, sí, pero con resultados más equilibrados y consensuadamente asumidos. Ni siquiera hablamos del territorio patrimonial evidente. Nos referimos al sin fin de entornos y de poblaciones donde todavía es debatible o está en litigio planificar el territorio integrando elementos de perdurabilidad activa como es el patrimonio cultural, de la misma manera que empezamos a proteger el medio natural. Se hace urgente hacer nuestras las palabras de Loventhal cuando dice que sólo podremos usar el pasado con éxito si nos damos cuenta de que heredar es también transformar. La acción de transformar no implica necesariamente destruir. Desperdiciamos porque no encontramos utilidad aparente al pasado. Y 12

LÓPEZ BRAVO, C. (1999) El patrimonio cultural en el sistema de derechos fundamentales, Sevilla, Universidad de Sevilla.

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esa utilidad algunos sólo la reconocen en forma de beneficios. Ordenar el territorio ante los restos de la nueva economía y de la llamada sociedad de la información pasa por incidir personal y cívicamente en los beneficios de los vestigios del pasado y aproximarnos a sus sensaciones como difícilmente podrán hacerlo en el futuro las urbes que ahora consientan ser devastadas.

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