Benjamín Valdivia - Algunos criterios teóricos para la formulación de políticas culturales

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Descripción

ALGUNOS CRITERIOS TEÓRICOS PARA LA FORMULACIÓN DE POLÍTICAS CULTURALES1

Benjamín Valdivia

Toda producción humana puede ser considerada como objeto cultural. En ello fundamenta Lévi-Strauss2 la divergencia entre las ciencias de la naturaleza y las de la cultura: las primeras se orientan a los seres que no deben a la intervención humana su especificidad en el mundo; en tanto las segundas sólo tratan de los seres en cuanto modificados por la intervención humana. Así, la tierra de cultivo (agri) tiene una estructura de objeto natural, y el cultivo de la tierra (agricultura) tiene una estructura de objeto cultural. Sin embargo, tal distinción no deja de proporcionarnos una sensación de artificialidad o, cuando menos, de ser sólo teórica. En especial cuando el marxismo —más reduccionista pero también más consistente— había ya señalado que la naturaleza sólo es visible como cultura, esto es, humanizadamente.3 Para el marxismo no hay dos órdenes del objeto (uno natural y otro humano), pues toda tierra es vista en perspectiva de su inserción (o no) en el proceso productivo. Así, para el marxismo, las distinciones no son alusivas a los objetos sino a los valores. Para terciar entre las posiciones mencionadas, se acepta que, si bien la naturaleza sólo puede entenderse desde la cultura, la cultura sólo puede entenderse como representación. Tal es la tesis de Schopenhauer,4 quien afirmaba que la naturaleza es representación, imagen, presencia percibida. Con un carácter más actual esta visión es sustentada por Roland Barthes, sobre todo en su libro Mitologías:5 los productos culturales pertenecen al rango de los significados, no al de los objetos. El ejemplo crucial, para Barthes, es la lucha libre, en la cual no importa que el luchador sufra sino que represente el sufrimiento; a su vez, el espectador ya sabe que el agonista no padece el dolor, sino que lo representa. Esta disputa respecto de la cultura, entre otras de igual o mayor complejidad, nos conduce a una serie encadenada de preguntas: ¿La cultura aleja al hombre de la naturaleza o la cultura es la forma humana de pertenecer a la naturaleza?; ¿la cultura incide en la realidad material o sólo en la representación?; ¿la cultura produce objetos o

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Publicado en: Colmena Universitaria # 81, Guanajuato, 2003, 08, pp. 57-77. “Existen dos modos distintos de pensamiento científico, que tanto el uno como el otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atrapar por el conocimiento científico.” p. 33 de El pensamiento salvaje. FCE. México, 1964. Esta distinción había sido tratada, más analíticamente, por Ernest Cassirer en el capítulo III de Las ciencias de la cultura. FCE. México, 1972, libro en el que discute las tesis de Lipps, Husserl, Vossler, y Wölfflin, entre otros. 3 “Donde existe una relación, existe para mí; pues el animal no se comporta ante nada, ni tiene comportamiento alguno”. Así, toda relación con la naturaleza es necesariamente humanizada. p. 31 de La ideología alemana. Grijalbo. Barcelona, 1970. 4 “La idea de que las funciones vitales y vegetativas llevadas a cabo sin conciencia tienen por su más íntimo motor a la voluntad, es una idea que se confirma”; “esta voluntad, que es la única cosa en sí [...] en un mundo en que todo lo demás no es más que fenómenos, es decir, mera representación.” Lo anterior lo afirma Schopenhauer en las pp. 26 y 56 de Voluntad en la Naturaleza. El buen lector. Buenos Aires, 1969. 5 Siglo XXI. México, 1980. Incluye un ensayo teórico titulado “El mito, hoy”; allí señala el carácter semiológico de los objetos culturales y el estrato secundario del mito frente al lenguaje. 2

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sólo significados?; y, en fin, ¿la cultura se configura como asunto propio de alguna ciencia o es un asunto subsidiario? Las disputas teóricas, relevantes por cierto y de implicaciones tanto amplias como sutiles, llevan a creer que no existe una respuesta definitiva. Y, en afán de mayor perplejidad, debemos decir que la disputa misma sobre el estatuto de la cultura y sus productos es, de suyo, un producto de la cultura y su estatuto. Sin discutir aquí sus argumentaciones, asumiremos que el ser humano es un producto de la naturaleza; y, en consecuencia, la cultura, como resultado de la actividad humana, es un subconjunto de los productos naturales; asumiremos también que la cultura incide simultáneamente en la dimensión del mundo físico y del mundo representacional; por ello, sus productos son generalmente dobles (es decir: físicos y significativos); y, de lo anterior, consideraremos que la cultura es tema subsidiario de muchas ciencias y que, si fuese asunto propio de una ciencia específica, ésta tendría que ser necesariamente multidisciplinaria y compleja. Sin duda la cultura seguirá siendo un tema debatible; pero igualmente será una acción presente. Interesa en especial adentrarse en esa presencia irrebatible, así como en sus varias acepciones y ámbitos. Por el término ‘cultura’ se entiende, en la teoría, la totalidad de lo humano manifestado; en ese entendido, todo es cultura “en tanto se eleva sobre las condiciones animales”, según Freud (en El futuro de una ilusión).6 En un segundo plano, se dice ‘cultura’ a un sector delimitado de lo humano, ya sea en una región o una época; y se habla, en esa línea, de la cultura griega o la cultura renacentista, a partir de sus instituciones, relaciones, costumbres, creencias y productos característicos.7 En tercer sitio, se usa el término para señalar la apropiación, individual o colectiva, de las tradiciones valiosas; se afirma entonces que alguien es muy culto o que la sociedad mexicana es más culta que la sociedad norteamericana;8 tendríamos aquí la aceptación de las formas del pasado para continuarlas en una supervivencia que muchos han querido ver como preservación y otros muchos como enajenación. Por último, en nuestro breve e incompleto repaso, tenemos la mención de ‘cultura’ como un área especializada de la organización social, sobre todo en lo que atañe a la estructura del estado;9 se designa con ese término a una esfera del poder, a saber el sector cultural; tal sector forma parte del orden del estado y es campo de enfrentamiento entre visiones opuestas respecto del futuro que debe alcanzar la sociedad. Es esta última acepción del concepto en la que nos detendremos. Las presentes páginas se refieren a la cultura como ámbito de la organización social, puesto que resulta inútil, por lo ya expuesto, abordar la cultura como conjunto de las manifestaciones humanas; y no se diga cuando es sólo en un rápido ensayo como éste sino, incluso, en múltiples tratados durante largo tiempo. Tampoco abordaremos la cultura de una región o época, cosa que es más bien de motivaciones didácticas para la Historia de la

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También encontramos una exposición de esa tesis en la p. 34 de El malestar en la cultura (Alianza. Madrid, 1970): “aceptamos como culturales todas las actividades y los bienes útiles para el hombre: a poner la tierra a su servicio, a protegerlo contra la fuerza de los elementos, etc.” 7 Como lo hace Lenin en sus artículos recopilados con el título de La cultura y la revolución cultural; Progreso; Moscú, s/f. 8 Ese es uno de los puntos de vista de Max Scheler: “la cultura es, en primer término, una forma, una figura, un ritmo individual, peculiar en cada caso [...] es decir, todo el modo de conducirse y manifestarse esta persona.” p. 71 de Hombre y cultura. SEP. México, 1947. La idea de Scheler parece provenir del romanticismo a lo Schiller (La educación estética del hombre. Espasa-Calpe. Buenos Aires, 1943.) 9 Como en Roger Díaz de Cossío, Hacia una política cultural. Limusa. México, 1988.

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Cultura. Ni la cultura como aprendizaje y asimilación del pasado, que se orienta más al mundo de la conducta o la pedagogía. Cada sociedad acumula formas de comportamiento y formas de pensamiento, las cuales contradictoriamente se aceptan como valiosas por uno u otro grupo dentro de ella. Estas formas valiosas adquieren diferentes rangos, para los cuales se estipulan parámetros cuantitativos (qué porcentaje de la sociedad acepta tal o cual forma como más valiosa) y cualitativos (en qué nivel social se encuentra quien acepta tal o cual forma como más valiosa). Con esos parámetros se constituyen dos categorías sociales fundamentales: la élite y la masa; y como siempre la masa es más crecida en número, se formula la alegoría de la “pirámide social”, ancha en su base masiva y aguda en el vértice elitista. No han faltado teóricos que consideran esa composición piramidal como una aberración histórica, señalando que algún día futuro esa pirámide será sustituida por un hermoso cubo o una perfecta esfera. Pero, amén de esas geometrías utópicas, lo cierto es que la estructura piramidal es aludida ya en tiempo de los clásicos griegos (incluso Platón se muestra partidario de una aristocracia intelectual y moral que gobierne a una masa dirigida y encauzada10). El poder se ostenta en una persona, en un pequeño grupo o, cuando mucho, en un grupo supuestamente representativo, como sucede en la actualidad eufemísticamente democrática. No discutiremos las bondades y los abismos del sistema llamado democrático (al que Platón consideraba una degeneración de la tiranía y que resulta ser apenas una democracia sólo entre iguales), sino que afirmamos lo siguiente: tanto las sociedades arcaicas como las sociedades actuales, aunque distantes y divergentes en muchos puntos, muestran un orden social en que la obediencia le pertenece a la mayoría, en tanto el poder pertenece a unos cuantos (se digan o no representantes del resto). Quiero dejar claro lo anterior, porque la cultura, como cualquier parte de la estructura del poder, es orientada por un grupo o un individuo, y seguida por el resto. Así, nos parece prudente, aunque esquemático, el análisis de Althusser11 sobre la producción y la reproducción de las formas sociales. El teórico francés cita una carta de Marx a Kugelmann (11 de julio de 1868): “si una formación social no reproduce las condiciones de la producción al mismo tiempo que las produce, no puede durar ni un año”.12 Sin duda es el conjunto de la sociedad el que produce la cultura, pero parece ser el estado el que se asegura de que se reproduzcan las condiciones en las cuales esa cultura se produce; y en las cuales, también, ese poder puede continuar ejerciéndose. Digamos, a modo de estampa ejemplar, que los artesanos indígenas tienen interés en seguir produciendo vasijas similares a las de sus ancestros; pero son los organismos no-indígenas quienes insisten en que los artesanos tengan las condiciones para continuar repitiendo la producción de vasijas ancestrales. Lo dicho, desde luego, no es válido en la totalidad de los casos, pero es ilustrativo de cómo la masa y la élite adquieren concreción en actos y personas específicos. Lo mismo pasaría en la producción de ideas: los indígenas pretenden conservar los usos y costumbres de sus antepasados; pero son los no-indígenas quienes exigen (por Internet y por los medios de información nacionales e internacionales) las condiciones en que esos usos y costumbres han de ser considerados y garantizados.

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En su diálogo La República Louis Althusser, La revolución teórica de Marx. Siglo XXI. México, 1968. Y sobre todo en otro de sus libros: La filosofía como arma de la revolución. Siglo XXI/Pasado y Presente. México, 1977. 12 Citado en Louis Althusser, Crítica de la ideología y el estado. Cuervo. Buenos Aires, 1977. 11

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Hemos hablado de dos tipos de producción: vasijas y costumbres. En efecto, ambos productos pertenecen a aquello que señalamos en general como cultura. Pero a la vez son modos puntuales de la cultura como parte del poder. Es decir, con ambos productos no sólo se humaniza la naturaleza y se manifiesta la actividad social en una región o época, o se expresa un aprendizaje (el conocimiento de la fabricación de vasijas o el conocimiento de los rituales y usos de una comunidad). Si hemos de creer a la tesis marxista, las vasijas pertenecen fundamentalmente a la estructura económica y las costumbres a la superestructura ideológica. Y la última depende de la primera.13 A pesar del matiz althusseriano de que no es la producción económica lo fundamental sino la reproducción de sus condiciones, estamos tentados a preguntar: ¿la fabricación de vasijas no es una costumbre en las comunidades de artesanos indígenas?, o bien, en el tinte contrario: ¿las costumbres de las comunidades de artesanos indígenas no incluyen la fabricación de vasijas? A pesar de la intuición althusseriana, podríamos vislumbrar también una interpretación en la que las vasijas son un objeto ideológico, y las costumbres una mercancía. Pero no desviemos la atención del punto crucial. No se trata de deslindar, por ahora, el sitio de las vasijas en la ontología marxista. Lo que se revela realmente tras todo ello es la aceptación de que la cultura alcanza un ámbito material y otro inmaterial. Y, por ende, estamos tratando con un sector del estado que oficia su dominio tanto en la estructura como en la superestructura. Nos enfrentamos al fenómeno que hemos denominado de la “doble producción”, del cual trataremos seguidamente. Sólo completemos, antes de pasar a ello, la exposición del tema althusseriano. El estado es el campo de lucha por el poder entre las clases sociales; para su defensa, el estado cuenta con un aparato represivo o público, y con aparatos ideológicos o privados, entre los que se cuentan el escolar, familiar, jurídico, político, sindical, informativo y cultural. Por “cultural” debemos entender, en la enumeración de Althusser, lo artístico. Es claro que varios de los aparatos se mezclan o confunden: como en una demanda judicial entre dos hermanos que pertenecen a diferentes sindicatos de obreros tramoyistas de una institución pública, según lo refiere una nota periodística (interviniendo así aspectos judiciales, familiares, artísticos, sindicales e informativos). Por eso es que, en última instancia, el ámbito del poder abarca todas las formas del orden social, es decir que se juega en todos los aparatos ideológicos. Aún más: cada manifestación humana podría ser vista como una afirmación del sí mismo y una búsqueda de negación (o imposición) sobre el otro. Entre las formas de manifestación en la sociedad, el arte —el aparato cultural— representa un campo peculiar y con cierto grado de mayor complicación, con ventajas ejemplares en su análisis. Las buenas intenciones revolucionarias de Althusser resultan ser, ni más ni menos, parte de la denominada lucha ideológica. De hecho, toda argumentación es un intento de dominio.14 Cuando se dijo arriba que una vasija es un objeto ideológico, se pensaba en lo

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O, como dice la frase clásica de Engels en La ideología alemana: “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”. Vid. Marx-Engels. Textos sobre la producción artística. Alberto Corazón. Madrid, 1976. Althusser desarrolla el tema en sus textos sobre la ideología (Cfr. n. 11, supra) Un artículo de Gramsci insiste en matizar que no hay una correspondencia inmediata entre estructura y superestructura, en su Filosofía de la praxis (Premiá. México, 1983. Vid. pp. 71 ss. y 81 ss.) 14 Cfr. Benjamín Valdivia, Argumentos para la retórica (Desierto, San Luis Potosí, 1999)

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afirmado por Kostas Axelos,15 respecto a que los significados son un mundo dentro del Mundo; y que la producción de sentidos es una actividad conquistadora y organizadora. No sólo se produce una vasija, es decir una mezcla de arcilla y colores en cierta figura, pues se produce, además, una conquista y una organización. La conquista viene a ser esa imposición del objeto sobre un mundo preexistente de otros objetos; es a lo que se nombra también la transformación de la realidad material mediante el trabajo. La organización es la relación y proporción que el nuevo objeto establece con el resto de objetos preexistentes a él. Pero la conquista y la organización también suceden en el terreno de lo inmaterial, como queda señalado. Así, la vasija conquista nuestro campo perceptual y nos obliga a ajustar la organización de nuestras impresiones; y, consecuentemente, de nuestra interioridad. El artesano está modelando la materia de la vasija; y a la vez las condiciones de percepción que dicha vasija solicitará. En una proposición teórica general, diríamos que el objeto cultural tiene una manifestación material y un impacto inmaterial. El objeto cultural es un signo, una imagen, una representación. En tanto signo, tiene su enunciación física en la objetividad y su sentido en los sujetos. Se produce un objeto cultural, y con él se produce una significación. Con todas esas consideraciones generales a la vista, entremos al asunto de la cultura y la política. El estado procede mediante lineamientos de política, los cuales siguen las instituciones llamadas culturales, que a su vez impulsan o minimizan a los artistas y sus obras según su cumplimentación (o no) de los lineamientos del estado. A esos lineamientos, en sus diversos niveles de alcance y aplicación, se les conoce como políticas culturales. En general, las políticas culturales son enunciados que describen —en términos de deberes o de objetivos— los propósitos (o despropósitos) de un grupo en el poder. En tanto enunciados, las políticas culturales no son actos ni son leyes ni son instituciones, aunque todas esas políticas parecen darse según leyes mediante instituciones que apoyan la realización de acciones. La institucionalización de las políticas culturales conlleva proyectos; y los proyectos conducen a acciones. A guisa de ejemplo, presentaremos brevemente un caso histórico: al inicio del siglo XX, en México se presentaban tres tendencias de política cultural en torno a la definición de la identidad nacional; una de ellas pretendía recuperar y fortalecer las formas populares de expresión, mediante la disponibilidad de medios productivos de imágenes en manos de la masa, pues considera que la identidad nacional se da por la expresión del pueblo; otra tendencia pretende imbuir en el país las más altas formas de cultura universal, haciéndolas llegar a los sitios más recónditos, pues considera que la identidad nacional estriba en la asimilación de la universalidad; una tercera pretende integrar las formas más técnicamente depuradas de la expresión mexicana a la comunidad internacional, pues aduce que la identidad nacional consiste en establecer una voz propia en un diálogo mundial en que cada país tiene el mismo derecho y nivel expresivo que los demás.16

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Axelos trata diversamente dicha afirmación en Horizontes del mundo (FCE. México, 1980), en Argumentos para una investigación (Fundamentos. Madrid, 1973) e Introducción a un pensar futuro (Amorrortu. Buenos Aires, 1972). Y en especial en su artículo “El arte en cuestión”, pp. 7-14 de Idem (comp.). El arte en la sociedad industrial. Rodolfo Alonso. Buenos Aires, 1977. 16 Estas tres tendencias —por medio de la alusión a Guadalupe Posada, Jesús Contreras y Saturnino Herrán— se analizan con detalle en: Armida Patrón, Las categorías estéticas en tres tendencias dominantes a inicios de la Revolución Mexicana (Universidad de Guanajuato, 1998, Tesis de Licenciatura en Filosofía).

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Notamos de inmediato el enlace y la consistencia entre los lineamientos de política cultural, los proyectos culturales y las acciones respectivas. También vemos la coexistencia de diversos lineamientos en lucha por constituirse en dominantes. Y su condicionalidad histórica. Esto es, que las políticas culturales son históricas, son beligerantes y son coherentes con un conjunto de proyectos y acciones en ese ámbito. Al tomar una decisión en política cultural, se acepta, con un carácter histórico (es decir, efímero), una posición entre las diversas opciones sociales; y con esas decisiones se orientan proyectos, principalmente institucionales, y se motivan acciones de parte de agentes culturales concretos. Particularicemos todo lo anterior al rubro de las artes, el cual resulta trascendente por su peso y prestigio. Según Vassily Kandinsky,17 las obras artísticas son hijas de su tiempo y se caracterizan por establecer con su público un vínculo de acercamiento, de alejamiento o de indiferencia. En la plástica, que es el área particular de Kandinsky, el elemento concreto de este vínculo es el color: el amarillo se acerca a la pupila, el azul se retira a la profundidad, en tanto el verde neutraliza ambos movimientos. Si bien es la presencia de colores concretos lo que forma las obras, se pecaría de ingenuidad al creer que el color lo es todo en esa relación con el público. Así, la acción concreta de las obras plásticas no está en los colores, sino en la disposición de los mismos. Lo que atrae, rechaza o deja fluir al espectador es la forma en que se organizan los colores. Para nuestro asunto, diremos que las artes utilizan materias primas específicas, pero que no son esas materias, sino su conformación, lo que se inserta en una línea de política cultural. Kandinsky avanza, para situar la relación obra-receptor, en la teoría de la pirámide social: el tipo de organización que se da a los colores está en función del sitio que ocupa cada cual en la pirámide. A diferencia de la alegórica pirámide que ya hemos presentado en vistas del marxismo, Kandinsky habla de un triángulo que mantiene un constante dinamismo: es un triángulo de orden espiritual (tal vez debemos entender: de orden significativo) y por tanto no se juega en la objetualidad sino en la inmaterialidad. Es decir que el producto cultural del artista se inserta más directamente en el debate ideológico que en los procesos productivos de objetos. El triángulo de las significaciones descansa sobre una base amplia y se cierra hasta un vértice superior, el cual representa la élite. Este pequeño grupo, pleno de innovaciones y hallazgos, permanece al margen del resto de la sociedad. Lo forman los artistas, críticos y público de vanguardia. El resto del triángulo mantiene las tradiciones y repite las fórmulas expresivas ya conocidas. En términos de política cultural, lo que Kandinsky expone nos hace advertir dos lineamientos: uno que tiende a conservar sin mayores desviaciones aquellos significados que garantizan que el estado prosiga en su misma situación; y otro que considera que el estado sólo puede mantenerse mediante la asimilación de lo nuevo. La decisión a tomar se da por la respuesta a este cuestionamiento: ¿el estado vigente se fortalece mediante la reiteración de los significados sociales o mediante la innovación de significados? De nuevo la mediación resuelve el antagonismo, pues, en vistas a la continuidad en el poder, se promoverá tanto la reiteración como la novedad, ya que responden a expectativas divergentes en el seno de la comunidad. Mas, hemos dicho, el triángulo de Kandinsky es dinámico. En la cúspide elitista se trama una clase de expresión que no cuenta con un parangón claro en el momento histórico 17

En su ensayo De lo espiritual en el arte. Premiá. México, 1978.

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en el cual se desenvuelve. La base masificada, mientras tanto, continúa en su labor tradicionalista. Sin embargo, esa labor de la masa tiene varios matices. Por un lado, se sigue la producción de objetos culturales anacrónicos, que en la conciencia de la colectividad tienen visos de intemporalidad y aseguran un mínimo de identidad con los ancestros: somos lo mismo. Por otro lado, se producen objetos culturales que copian los modelos que hace poco eran elitistas, incorporando a la cultura de masas lo que era coto de un grupo reducido. Esa tarea asimilatoria, junto a la repetitiva, forman el carácter de copia (espacial cuanto temporal) de la mayor parte de la producción cultural masificada. Existe un tercer caso: aquel en el cual se avanza una modificación, ya sea en el modelo pretendidamente intemporal o en el modelo anteriormente elitista. Contemplado en su totalidad, el triángulo de las simbolizaciones sociales rotaría, en cada tiempo histórico, sobre su propio centro. Con ello, Kandinsky quiere señalar que los planteamientos de la vanguardia no surgen de pronto, sino que tienen el fundamento del pasado. Toda vanguardia es ruptura y recuperación de lo histórico, trátese de la historia de su comunidad o de su arte. De igual forma, el vértice superior, vanguardista en cierto instante, se vuelca hacia delante y llega a constituirse en uno de los vértices de la base. Se pretende mostrar, con ese giro, que la vanguardia de un momento resulta un patrimonio amplio en un momento futuro. La alegoría de la pirámide social pierde su solidez y estaticidad cuando se vierte al campo de la producción significante; y deviene un modelo que es a la vez jerárquico, histórico y dinámico. Es representativo y explicativo de las transformaciones y causaciones en la creación de formas expresivas. Consideremos ahora que, si bien la producción de bienes culturales pertenece, en su aspecto material, a la estructura dominante sustentada por el estado, es en la construcción de ideas y formas expresivas donde se dará la posibilidad de alternativas. Incluso encontraremos casos en los cuales dos lineamientos opuestos de política cultural sirven al mismo interés del estado; es decir que se afilian a una misma perspectiva respecto del poder, a pesar de ser irreconciliables en su especificidad ideal. Si ello es cierto, será pertinente abordar las diferencias de nivel cultural, dentro de una sociedad, como diferencias en la vigencia de sus significados. Propongo, para una posible diferenciación de los objetos culturales conforme a su significación, la siguiente teoría: los grupos sociales responden, variablemente, a una de tres formas de transferencia de significados, a saber: aumento, disminución o conservación.18 Vayamos primero al último. Una gran cantidad de manifestaciones expresivas tiene una larga duración en cuanto a sus estilos, modelos y métodos de producción. Se trata de reiteraciones tradicionales cuyo mejor ejemplo pueden ser las piezas de cerámica fabricadas por las comunidades indígenas. En este tipo de objetos la intención y el objetivo es continuar la actividad efectuada por generaciones anteriores. Y a pesar de que los materiales se modifiquen según los cambios tecnológicos (como el uso de pinturas industriales con plomo en vez de colores minerales arcaicos) no hay visos de actualización en otros detalles. Así, ninguno de los productores de este tipo de expresiones pretendería ser un creador original de significados, los cuales, en este caso, pertenecen al tiempo, a la 18

Mi teoría parte de un enfoque de significaciones. A diferencia del trabajo de Bigsby (Idem. Examen de la cultura popular. FCE. México, 1982) mi concepción de lo folclórico no se ciñe a lo tradicional en sus formas, sino en sus significados. Pero resulta correcta la apreciación del propio Bigsby respecto a que no podemos reducir la cultura folclórica al medio rural y la popular al medio industrial y urbano.

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tradición, a la comunidad. Incluso los consumidores de dichos productos buscan que se apeguen a los cánones, de tal modo que tiene más valor una pieza que muestra más completamente el conjunto de cualidades que ya habían mostrado otras piezas en generaciones anteriores. Para esta forma de transferencia de significados no existe el individuo como entidad importante; y a veces ni siquiera como entidad discernible. Podemos afirmar que el autor de los contenidos expresivos de ese tipo de objetos no es la persona, sino la comunidad; y no la comunidad presente, sino el continuo de habitantes de la localidad. Así, se habla de los rebozos de Santa María, de la porcelana de Delft, de la orfebrería en cobre de Santa Clara. Aun cuando, en efecto, son los individuos concretos quienes elaboran físicamente los objetos, es la serie indefinida de pobladores del lugar quien ha precisado los elementos composicionales de esos objetos. El individuo participa de manera vicaria, en tanto el conjunto histórico de la comunidad del lugar es el sujeto propietario de esos significados. Hay una conformación anónima y no-original del sentido que adquieren los objetos producidos en estas condiciones de conservación y reiteración dentro de una comunidad. En una segunda instancia, vemos que existe otro tipo de significación opuesto al ya señalado. Se trata de aquel que no busca conservar —mediante la participación anónima de los individuos— los valores tradicionales que corresponden a un grupo social. En tal caso, el punto central de la producción de significados reside, precisamente, en no ser pertenecientes a la tradición establecida por el conjunto de la comunidad, aunque no se desliga de la masa para efecto de su consumo. Igualmente, no tiene como procedimiento el anonimato, pero continúa con una tendencia a la falta de originalidad. En lo que atañe al factor tiempo, estos productos significativos del segundo tipo adquieren una rápida presencia en un grupo social, sólo para ser desechados al término de una temporada que puede ser más o menos duradera. Son objetos que no se producen en el seno de la comunidad, aunque la exigen como consumidora. A diferencia del tipo previamente descrito, y por su misma falta de arraigo productivo dentro del grupo social, este segundo rubro de significación disminuye hasta volverse insignificante, con toda la implicación de la palabra. Estos objetos desarraigados pero de constante surgimiento tienen como parámetro la moda, y asumen su carácter efímero y de consumo masivo como su principal virtud. Y, en fin, revisemos la primera de las tres formas de transferencia de significados que ahora nos ocupan. Su origen normal no es la masa, puesto que esta primera forma se desarrolla en el seno de las élites culturales que sucesivamente se producen dentro de una sociedad. Se da en un tipo de objetos cuya significación no se agota rápidamente, a pesar de que no reitera el valor tradicional. Al contrario, conforme pasa el tiempo, su producto se revela como una pieza de mayor sentido, de significación creciente. La generalidad de estos objetos tiene un autor individual identificable. Si sucede que el sujeto no es identificable, se consigna, precisamente, como una obra anónima; pero, valga la expresión, se trata de un anonimato muy bien identificado. En el caso de que el significado tenga un aumento, es notorio que lo hace no por la mera producción de sentido residente en el objeto físico, sino que estos objetos permiten una asociación de significados subsidiarios que se agregan al objeto mismo en tiempos sucesivos. Cada agregado distingue más evidentemente la singularidad del producto, que se revela como cada vez más original. En resumen de las tres modalidades de significación, tendríamos: objetos culturales expresivos que son producidos y consumidos en el seno de la colectividad, y por tanto son 8

anónimos y tradicionales, y conservan invariable en lo general el significado que se reitera sucesivamente; otros, son producidos por un individuo específico en forma no-tradicional, aunque son consumidos por la colectividad, que los abandona tras un lapso determinado, con lo cual se disminuye el significado del objeto, y eventualmente desaparece; otros son producidos, sobre todo, por individuos específicos y consumidos por un grupo reducido, el cual agrega sus consideraciones de valor al objeto, con lo cual aumenta el significado. Pues bien, con esa tipología de la significación estamos ahora en posición de precisar los conceptos distintivos de la cultura folclórica, la cultura popular y la alta cultura o cultura de élite. Desde luego que la palabra ‘folk’ y la palabra ‘populus’ tienen una proximidad clara; pero distinguiremos como folclóricas aquellas formas que tienen una producción y un consumo comunitarios de significados anónimos que se conservan en periodos de largo plazo; mientras que serán populares aquellas formas cuya producción es de un sujeto que se distingue del anonimato tradicional precisamente por su producto, el cual introduce un significado novedoso que es consumido por una masa que no intervino en su elaboración y que dejará la obra en el olvido. El ejemplo más típico sería la danza: el baile de matlachines o de concheros se conserva y practica en el seno de las comunidades con pocas variantes desde hace varios siglos; en tanto las modas de baile como el shotís antiguamente o el mambo, o, en nuestros días, el rap o el slam, dejan de ser practicados luego de unos meses o años y son suplidos por otros órdenes de baile igualmente efímeros. La danza de matlachines o concheros es folclórica; en tanto el mambo o el rap son populares. Una vez dilucidada la cuestión entre lo folclórico y lo popular, quedamos a punto para observar que la cultura de élite tiene una producción y un consumo restringidos. Sin embargo, en términos del poder, los significados de la cultura de élite tienen una mayor influencia e importancia. Su principal característica, dijimos, es el agregado de sentidos que un objeto recibe por parte de sus consumidores. Pensemos que un matlachín actualiza el sentido original del baile de sus ancestros, y un mambeador ejerce el sentido del baile del momento; en tanto que Nureyev, al bailar un ballet de Tchaikovski, no sólo no actualiza un sentido tradicional ni uno del momento, sino que suma el sentido de su baile al de aquellos que lo han ejecutado antes y lo harán posteriormente. La cultura de élite se muestra aparentemente intemporal. No es que no responda a parámetros temporales, sino que éstos no son los de actualizar la tradición o los de participar en el presente efímero. Observemos que se da, más bien, un presente proyectivo, es decir un tiempo actual que se lanza hacia un futuro. Así, el receptor de los productos folclóricos es exigido respecto del pasado superviviente; el de los populares, respecto del presente fugaz; y el de élite respecto de un futuro posible. La cultura de élite tiene, pues, un sentido de anticipación. De ahí su importancia e influencia en la consolidación del poder para un momento próximo. En la planeación de políticas culturales, se debería considerar —además del carácter masivo o elitista del proceso o producto promovido— si los significados que se pretende privilegiar corresponden a la conservación de las tradiciones, a la asimilación en un presente efímero (esto es, de moda), o a la progresión a futuro. Mi punto de vista personal es que el político de la cultura tiene el compromiso de atender los tres frentes, ya que cada uno de ellos es representativo de un sector social diferente. Los errores, tanto de prospectiva como de operación, se deben a la inadecuación entre el tipo de producto significativo y la franja de consumo a la que se dirige, así como su inadecuada planeación o sopesamiento para las relaciones de poder. Pensemos en la estrategia de Vasconcelos: 9

llevar los libros clásicos europeos a las poblaciones rurales del México de los años veinte del siglo pasado. ¿Funcionó su propósito? Estamos ante un caso de inadecuación, similar al que, con otras intenciones políticas, realizaban en los años ochenta del mismo siglo, en Chiapas, los misioneros católicos. Más efectiva me parece la propuesta de Gabriel Fernández Ledesma,19 unos años después de Vasconcelos, para darle a la comunidad no la cultura, sino los medios de producirla. Se formaron entonces, bajo su dirección y magisterio, las Escuelas de Arte al Aire Libre. No obstante, estas escuelas produjeron, con técnicas similares a las del arte de élite, un arte entre folclórico y popular. Uno de los engaños más notables en las actuales sociedades llamadas democráticas consiste en la falta de diferenciación entre las finalidades políticas y los actores sociales. Vasconcelos, y en menor medida Fernández Ledesma, confundieron la finalidad aculturizadora con los agentes participantes. Si hemos interpretado correctamente a Platón, la democracia no sería, entonces, que el pueblo decidiera a su leal saber y entender (siempre fluctuante, dirigible y dudoso, por cierto), sino que el gobernante tomara las decisiones más viables para cumplimentar lo que el pueblo demanda o necesita. Consideremos cuál era la demanda de servicios culturales en los años veinte o treinta en nuestro país (o en cualquier otra fecha o cualquier otro país). De inmediato notaremos que la demanda se extiende tanto en tiempos como en significados hacia las tres vertientes analizadas: conservación de las tradiciones; innovaciones efímeras dentro de la masificación; y renovaciones de ruptura orientadas al futuro. Esto es, que las sociedades pretenden cubrir sus necesidades de significación cultural sobre su propio pasado, su atmósfera presente y sus potencialidades futuras. Desde luego, no son los mismos sectores los que tienen todas las demandas señaladas. La habilidad de una política cultural coherente radica en vislumbrar la finalidad del proceso en armonía con los agentes concretos. Hemos recorrido ya, en forma breve pero, esperamos, ilustrativa y sugerente, un trayecto desde las vertientes teóricas hasta algunos criterios útiles para el diseño de políticas culturales. El abrupto camino que trazamos aquí se inserta en un área poco frecuentada, llena de improvisaciones, inconsistencias y modificaciones de diversa amplitud. También habremos de enfrentar temas de mayor detalle sobre la labor concreta del diseñador de políticas culturales. En todo caso, consideremos estas líneas como un primer atisbo en vías de sistematizar y conceptualizar una actividad que presenta complicados matices filosóficos, antropológicos, ideológicos y operativos, tal como lo es la política cultural.

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Véase Benjamín Valdivia, El eco de la imagen: vanguardia y tradición en Gabriel Fernández Ledesma (Instituto Cultural de Aguascalientes. Aguascalientes, 1992).

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