‘Beauty Is Truth, Truth Beauty’. Apuntes sobre los sentidos de la relación entre la belleza y la verdad con ocasión de unos versos de John Keats

July 7, 2017 | Autor: Rogelio Rovira | Categoría: Truth, Beauty, Transcendentals
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José María Torralba (Ed.)

MUNDOS DE PAPEL Las difusas fronteras entre ficción y filosofía

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ISBN: 978-84Depósito Legal: M-

-2014

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«Beauty is truth, truth beauty». Apuntes sobre los sentidos de la relación entre la belleza y la verdad con ocasión de unos versos de John Keats Rogelio Rovira Universidad Complutense La Oda a una urna griega (Ode on a Grecian Urn), de 1819, es sin duda uno de los más célebres poemas de John Keats (1999: 167-169). En la última de las cinco estrofas que lo componen, Keats se dirige a la urna o ánfora griega a la que dedica la poesía y concluye su apóstrofe con estos versos (que cito según la versión que de ellos hizo Julio Cortázar, 1996: 271): Cuando a nuestra generación destruya el tiempo tú permanecerás, entre penas distintas de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo: «La belleza es verdad y la verdad belleza»... Nada más se sabe en esta tierra, y no más hace falta.

«Beauty is truth, truth beauty,»—that is all / Ye know on earth, and all ye need to know. En una primera impresión, puede muy bien pensarse que los últimos versos del poema de Keats contienen una doble, o quizá triple, exageración. Las palabras que la imperecedera urna seguirá por siempre diciendo a sus amigos, los pasajeros y sufrientes hombres, hacen rigurosamente idénticas, sin resquicio alguno de distinción, dos cosas que, sin embargo, no confundimos: la belleza y la verdad. Y, por si fuera poco, el poeta apostilla extremosamente que esta identificación es lo único que en realidad sabemos y lo único que necesitamos saber.

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La exageración es, ciertamente, disculpable en quien escribe un poema y no un tratado filosófico o científico. Y la demasía es todavía más justificable en el caso de los poetas románticos, como lo es Keats, que se cuenta entre los principales de ellos. El espíritu romántico, como se sabe, tiende a suprimir las diferencias entre los seres para fijarse en lo común e idéntico en todos ellos. El propio Keats, en fecha muy poco posterior a la composición de la Oda y muy poco anterior a su propia muerte, confió a su amada su credo poético con estas palabras: «He amado el principio de la belleza en todas las cosas (I have lov’d the principle of beauty in all things)» (carta a Fanny Brawne, circa febrero de 1820, Keats, 2002: 335). Todo, pues, se confunde, para Keats, en la belleza y solo a la belleza es necesario amar. Pero la identificación de la belleza y la verdad que se afirma en el verso de Keats ¿constituye realmente una exageración, disculpable acaso por ser debida a una inspiración poética? ¿No cabría entenderla de alguna manera que haga emerger el acierto que, pese a todo, presentimos en esa equivalencia? ¿No ha tratado incluso la filosofía de dar razones de la equiparación o, al menos, de la íntima trabazón entre la belleza y la verdad? Bien mirado, lo que enuncia el verso de la Oda a una urna griega que hermana la belleza y la verdad es susceptible de ser interpretado al menos en tres sentidos distintos. Tratemos de explorarlos sucesivamente y preguntarnos en qué medida puede considerarse una exageración el dictum: «Beauty is truth, truth beauty». I La afirmación según la cual la belleza es verdad y la verdad, belleza, recoge, ante todo, un hecho sorprendente de nuestra experiencia. Advertimos, en efecto, una relación de hecho entre la verdad, entendida como la concordancia del entendimiento con la cosa conocida, y la belleza, concebida como esa cualidad, difícil de definir, y que la tradición ha visto en la conjunción de integridad, proporción y claridad, de que se hallan dotados ciertos entes y cuya aprehensión nos produce fruición. Acaso no sea correcto afirmar, como asegura Keats en su poema, que nada más se sabe en esta tierra que esta íntima conexión entre la verdad y la belleza así entendidas. Pero que ciertamente se sabe y se ha sabido desde antiguo es cosa innegable. Unas someras indicaciones bastarán para confirmarlo. Los que ante todo buscan descubrir la verdad de las cosas, los científicos, han solido ver en la belleza que resplandece en algunas de sus teorías, hipótesis, demostraciones o fórmulas, signo, casi diría que in-



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equívoco, de la verdad de tales construcciones teóricas. La perfección, simetría y luminosidad de lo que se ofrece como saber se ha tomado por indicio de su adecuación con lo que en efecto ocurre en la realidad. Consideremos un caso egregio: la fórmula matemática de la equivalencia del número π descubierta por Leibniz (aunque acaso no haya sido él el primero ni, por tanto, el único en hallarla). Son muchos los matemáticos que consideran que en la llamada «serie de Leibniz» resplandece una belleza inusitada. A la división de π por 4 corresponde una serie numérica en verdad estupefaciente: π/4 = 1/1 – 1/3 + 1/5 – 1/7 + 1/9 – ... y así al infinito. ¿No es lícito pensar que Leibniz, antes de haber obtenido la prueba definitiva de esta equivalencia, ha supuesto su verdad precisamente en razón de la belleza con que se le presentó esta serie de números quebrados cuyo numerador es siempre la unidad, su denominador es sucesivamente cada uno de los números impares y su sucesión la constituyen restas y sumas en rigurosa alternancia? ¿No fue por haber encontrado una fórmula matemática sumamente bella por lo que Leibniz pensó que tenía que ser verdadera? ¿No es todavía considerada esta fórmula como un descubrimiento matemático de primer rango solo y exclusivamente por su excepcional belleza, dado que en la práctica se ha revelado como poco útil para el cálculo de π? O tomemos el caso de la llamada conjetura de Goldbach, según la cual todo número par mayor que 2 puede escribirse como la suma de dos números primos. ¿Por qué otro motivo han tratado los matemáticos de probarla, desde hace más de doscientos años, si no es por la belleza de la fórmula? En este sentido es ilustrativo el testimonio de los matemáticos que han reflexionado sobre el proceso que lleva al descubrimiento de verdades matemáticas. Henri Poincaré, en una conferencia dedica a La invención matemática, no tuvo reparo alguno en hablar del «sentimiento de la belleza matemática, de la armonía de los números y de las formas, de la elegancia geométrica», hasta el punto de que, según afirmó, esta «sensibilidad estética especial» desempeña el papel de criba para escoger nuevas combinaciones útiles de entes matemáticos. «Esto hace bastante comprensible —declaró— la razón por la cual quien carezca de dicha sensibilidad estética jamás será un auténtico inventor» (Poincaré, 1908: 12, 13). Uno de sus discípulos, Jacques Hadamard, autor de un celebrado Ensayo sobre la psicología de la invención en el campo matemático, no solo dio en él la razón a su maestro, sino que todavía fue más lejos al defender que el sentido de la belleza es lo único que en realidad impulsa la invención en el dominio de las matemáticas (Hadamard, 1954: 39, 126-127). La belleza, pues, revela la verdad.

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Pero también los que sobre todo buscan crear la belleza, esto es, los artistas, o los que aspiran a disfrutar de lo bello, los estetas, podríamos llamarlos, y aun los que meramente reflexionan sobre los productos artísticos, los teóricos del arte, no han podido dejar de reconocer que la belleza no puede darse sin la verdad. Por paradójico que parezca, el mismo Platón da testimonio de ello. No ignoro que el filósofo expulsó a los artistas del Estado perfecto, precisamente porque los acusó de producir una belleza que, por imitar lo sensible, se halla alejada irremediablemente de la verdad. Pero, justo por ello, Platón no negó valor al arte cuando este no se abandona a sí mismo, sino que se pone al servicio de lo verdadero. La belleza genuina se da, pues, para Platón, en profundo nexo con la verdad. Siguiendo esta estela, son muchos los artistas que han pensado que uno de los fines esenciales —si no el esencial— de su actividad productora de belleza (sea en la pintura, la escultura, la literatura o la música) es el de enseñar a ver y a detener amorosamente la mirada en la realidad, sea esta natural o humana. Pero conducirnos a una contemplación ajena a todo interés y capaz por sí misma de producir fruición no es otra cosa que entregarnos a la contemplación de la verdad. Así lo declaró el propio Keats: «Lo que la imaginación no deja escapar como belleza tiene que ser verdad, existiera antes o no (What the Imagination seizes as Beauty must be truth, whether it existed before or not)» (carta a Benjamin Bailey, 22 de noviembre de 1817, Keats, 2002: 36). Pero si no se quiere aceptar el aserto, sospechoso acaso de exageración, de nuestro poeta, un solo testimonio, también ilustre, servirá para confirmar este punto. En una de las últimas cartas que escribió Cézanne se contienen unas palabras sobre su ideario pictórico que, según me parece, muy bien pueden servir de glosa del lema fenomenológico de «¡a las cosas mismas!». Escribe el pintor: La tesis que desarrollar es —cualquiera que sea nuestro temperamento o forma de poder en presencia de la naturaleza— la de dar la imagen que vemos, olvidándonos de todo lo que haya aparecido antes de nosotros. Eso, creo, debe permitir al artista dar toda su personalidad, sea grande o pequeña (carta a Émile Bernard, 23 de octubre de 1905, Cézanne, 1978: 314-315).

La verdad es, pues, solidaria de la belleza. Entendida en este primer sentido, la afirmación contenida en el verso de Keats es plenamente acertada: la belleza es verdad, porque la verdad es revelada por la belleza; la verdad es belleza, porque la belleza va acompañada de la verdad. Lo que la urna griega del poema recuerda a los hombres constituiría una exageración en un solo caso: si se olvidara que la conexión advertida entre la belleza y la verdad es puramente contingente y se halla sujeta, por tanto, a innumerables excepciones.



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La belleza, en efecto, no es garantía de la verdad de una construcción teórica. ¿No es, en verdad, bellísimo pensar, como hizo Kepler, que, dado que cada uno de los cinco sólidos platónicos se puede inscribir en una esfera y que cada uno de ellos puede a su vez circunscribir otra, si inscribimos un cubo en una esfera, y en la esfera que este cubo circunscribe inscribimos a su vez un tetraedro, y en la esfera que este circunscribe inscribimos un dodecaedro, y en la circunscrita por este un icosaedro, y en la circunscrita por este, en fin, inscribimos un octaedro, hallaremos entonces la exacta proporción de las distancias que guardan entre sí los planetas que giran por las esferas celestes? La belleza de la hipótesis no impide lamentablemente su falsedad. Por el contrario, ¿no cabría citar innumerables proposiciones triviales —la trivialidad es una de las antítesis de la belleza— cuya verdad está, sin embargo, sólidamente asegurada? Por su parte, la misma enseñanza de Platón que he aducido como prueba del nexo de la belleza y la verdad revela también, y de manera inequívoca, que semejante nexo no es necesario. Muchas son las obras de arte a las que con injusticia cabría negar la belleza, cuyos autores han seguido, sin embargo, el principio que Poe aplicaba a la poesía: «Todo lo indispensable a la poesía es precisamente aquello con lo cual la verdad nada tiene que ver» (Poe, 1984: 76). ¿Debemos considerar entonces como una pura coincidencia la belleza que sorprendemos en algo verdadero o la verdad que contemplamos en algo bello? II Por más excepciones que reconozcamos a la conexión empírica entre la verdad y la belleza, los nexos realmente hallados son tan íntimos, tan profundos, que nos resistimos a creer que sean meras casualidades. Se nos presentan, antes bien, como objeto de un genuino asombro. No extrañará entonces que el verso de la Oda de Keats pueda interpretarse también de un segundo modo, que trate de dar razón de lo que suscita nuestra admiración. Esta nueva interpretación ensaya fundar en la esencia misma de la belleza y de la verdad el sorprendente lazo con que en ocasiones se nos presentan unidos lo bello y lo verdadero. En este punto tengo para mí que las observaciones que Hildebrand consigna en su Estética, herederas de la tradición platónica, pueden prestar una ayuda impagable. Hildebrand vincula la esencia de la belleza con el valor. Entiende la belleza como un valor cualitativo, como el esplendor que refulge en ciertos entes. Sus análisis fenomenológicos le conducen, sin embargo, a

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sostener que el valor de lo bello se encarna en los entes de diversa manera, lo que a su vez le lleva a distinguir dos especies capitales de lo bello. La belleza la poseen temáticamente los entes dotados de esos peculiares valores cualitativos que llamamos valores estéticos, como la magnificencia, la grandiosidad, la apacibilidad o la elegancia. Cabe entonces hablar de lo que Hildebrand llama la «belleza de la forma» o «belleza de lo visible y lo audible». Pero también llamamos bellos a los entes dotados de otros valores cualitativos, como los valores morales y los valores intelectuales. Reconocemos asimismo la peculiar belleza que cada ente posee en razón del diverso valor ontológico propio de su naturaleza específica. Y no dejamos, en fin, de atribuir la belleza a las potencias que poseen los valores peculiares de su respectiva perfección inmanente. Pero los entes dotados de estos valores no encarnan la belleza de manera temática, sino, más bien, como una cualidad que acompaña de modo necesario a los diversos valores que esos entes poseen temáticamente. Cabe entonces hablar de belleza en un nuevo sentido: como belleza «metafísica», según la denomina Hildebrand. Por tal entiende entonces el brillo, el esplendor que acompaña a todos los valores cualitativos distintos de los estéticos, a los valores ontológicos y a los llamados «valores técnicos». Solo el «valor formal de ser algo», en tanto que opuesto al no ser, carece como tal, según sostiene Hildebrand, de esa aura o refulgencia en que consiste la belleza. No es de extrañar entonces que Hildebrand haga suya la tesis de los platónicos sobre el vínculo esencial de la belleza y la verdad: pulchrum splendor veri est. En sus concretas encarnaciones, el valor de la verdad arrastra necesariamente, por así decir, el valor de la belleza. La verdad es, por ello, portadora de belleza metafísica. Cuanto más significativa y más fundamental es la verdad hallada, mayor y más acabada es la belleza que sigue como su sombra o, mejor, como su brillo y su aroma, a lo verdadero. Pero Hildebrand no se contenta con consignar la íntima y necesaria conexión que se da entre la verdad y la belleza que llama metafísica. Prosigue, en efecto, sus análisis fenomenológicos para poner de relieve el parentesco esencial que une la verdad con la belleza de lo visible y lo audible. En este caso, la verdad no es portadora de la belleza ni es lo bello el resplandor de lo verdadero. Pero tanto en lo verdadero cuanto en lo que por su forma resulta bello, se realizan, ciertamente de diverso modo, dos fenómenos originarios, que, por ello, hermanan esencialmente a la verdad con la belleza. Un elemento esencial de la verdad es, sin duda, lo que Hildebrand llama su «carácter de ininventable» (Unerfindbarkeit). Lo verdadero se opone a toda suerte de invención caprichosa. Lo verdadero impone, por



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así decir, su necesidad al entendimiento, que lejos de determinar la verdad, se ve medido por ella. Es acaso este elemento de la verdad el que tenía delante Aristóteles al escribir en su Metafísica (IX, 10, 1051b 6-9): «Tú no eres blanco porque noso­tros pensamos verdaderamente que eres blanco, sino que, porque tú eres blanco, nosotros, los que lo afirmamos, nos ajusta­mos a la verdad». Junto a este rasgo, la verdad posee asimismo el elemento que Hildebrand llama «clasicidad» (Klassizität). Por tal no entiende ni una categoría histórica ni un mero elogio. Se trata, más bien, del fenómeno de la validez última y definitiva, de «la plenitud», del «estar en el lugar metafísico correcto», según las expresiones del propio Hildebrand (1997: 418). Si la ininventabilidad se distingue radicalmente de toda especie de arbitrariedad, la clasicidad se opone a todo exceso o defecto, a todo «estar de más en el mundo». Estos dos elementos esenciales de la verdad se realizan también, a su modo y manera, en la belleza de lo visible y lo audible. Ciertamente, el artista, el creador, inventa nuevas formas y armonías de colores y sonidos. Pero la belleza que con sus creaciones hace aparecer no la inventa a su vez: la descubre y la reconoce. Es justamente la belleza —acaso nunca vista ni oída— la que busca hacer surgir, la que le guía en la producción de su obra artística y la que en definitiva juzga el producto realizado. La belleza, tanto la de la naturaleza como la del arte, posee una soberanía e ininventabilidad análogas a la de la verdad. Y lo mismo puede decirse del carácter de la clasicidad, que la belleza de la forma realiza de modo eminente. Pocas cosas son, en efecto, menos prescindibles y superfluas que la belleza, que ocupa un lugar inviolable en el mundo. El célebre dictum que Nietzsche refirió a un tipo de belleza artística: «Sin música la vida sería un error» (Ohne Musik wäre das Leben ein Irrtum), podríamos acaso decirlo de todas las especies de la belleza de lo visible y lo audible: no sabríamos vivir sin ellas, como tampoco podríamos vivir sin la verdad. A la luz de estas consideraciones, el verso de Keats cobra una nueva significación. En este segundo sentido, hay que concederle también la razón al poeta. La belleza es verdad, porque la belleza metafísica es el resplandor de lo verdadero. La verdad es belleza, porque la verdad es portadora de belleza metafísica. Asimismo, la belleza es verdad y la verdad es belleza, porque tanto en la verdad como en la belleza de la forma se da una comunidad esencial. Las esencias de lo verdadero y de lo bello comparten dos elementos capitales: la ininventabilidad y la clasicidad. De este modo, la afirmación de los diversos nexos esenciales entre las distintas especies de la belleza y la verdad solo constituiría una exageración si, como literalmente hace Keats en su verso, se identificara realmente la verdad con la belleza en todas sus formas. Pero ¿es solo como una conexión necesaria entre dos esencias distintas como cabe interpretar el nexo entre la belleza y la verdad? ¿Es

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entonces imposible mostrar la cabal identificación de lo bello y lo verdadero? ¿Ha de resultar a la postre la afirmación de Keats una mera exageración poética? III Una nueva vía permanece todavía hoy abierta para interpretar de una tercera manera el nexo entre la belleza y la verdad proclamado por el verso de Keats. La posibilidad de identificar realmente la belleza y la verdad la abrió el genio de Aristóteles al sostener que el objeto de estudio de la ciencia especulativa máximamente universal no puede ser otro que «el ente en tanto que ente». Pues, en un célebre lugar de su Metafísica (IV, 2, 1004b 15), el Estagirita añadió que «el ente en cuanto ente tiene algunas propiedades, y de esto es de lo que el filósofo debe investigar la verdad». Como es notorio, los pensadores que siguieron esta indicación aristotélica desarrollaron en el devenir de los tiempos una doctrina que se conoce con el nombre de «propiedades trascendentales del ente». Entre las virtualidades de esta doctrina no parece imposible encontrar razones para afirmar la radical identidad de la belleza y la verdad. Los pensadores que, en sus investigaciones metafísicas, quisieron desplegar lo que encerraba la citada observación aristotélica, entendieron que las propiedades a las que se refería el Estagirita eran propiedades sui generis. No pueden ser propiedades realmente distintas del ente ni tampoco, claro es, rigurosamente idénticas a él. ¿Cómo podríamos añadir al ente algo realmente distinto de él, si todo lo que es está ya contenido en su concepto, que es el máximamente universal y en el que se resuelven forzosamente todas nuestras concepciones? ¿Y cómo podríamos decir que del ente predicamos de manera genuina, sin incurrir en una miserable tautología, una propiedad que, en rigor, es idéntica a él? No parece que se pueda salir de esta aporía de otro modo que estableciendo dos afirmaciones. Primera: las propiedades del ente en cuanto ente tienen que ser también máximamente universales y, en consecuencia, coextensivas con él. Segunda: las propiedades trascendentales se distinguen del concepto del ente como lo explícito se distingue de lo implícito; tales propiedades despliegan, por así decir, aspectos solo confusamente contenidos en el concepto de ente, y de ahí que sean convertibles con él. No es cosa de referir ahora, ni siquiera someramente, la intrincada pero apasionante historia del descubrimiento del repertorio de las propiedades trascendentales. Basta con que atendamos a una cima en esa historia: el sistema que de los transcendentalia entis propuso Tomás de



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Aquino, y que preguntemos si la verdad y la belleza se encuentran en ese elenco de propiedades trascendentales. Si la respuesta fuera afirmativa, tendremos que preguntar entonces todavía por el fundamento de esa inclusión y el modo en que es preciso concebir la verdad y la belleza en tanto que propiedades del ente. Ya desde las primeras formulaciones de la doctrina de los trascendentales aparece lo verdadero o la verdad como uno de los conceptos dotados de máxima extensión, convertible, por tanto, con el de ente. Tomás de Aquino no dejó, desde luego, de incluirlo en el repertorio de las propiedades trascendentales que establece en un célebre pasaje de sus Quaestiones disputatae de veritate (q. 1, a. 1). En ese lugar, en efecto, se expone una de las enseñanzas más claras que nos ha legado la filosofía del medievo. Merece por ello la pena recordar brevemente el fundamento de la inclusión de la verdad en el elenco de los trascendentales. Como se sabe, el Aquinate enseña en el referido texto que de dos modos es posible hacer explícitas las propiedades que implícitamente se hallan contenidas en el concepto del ente: según que la propiedad se siga o bien de todo ente considerado en sí mismo o bien de cada ente respecto de otro. Si la propiedad se sigue absolutamente de todo ente, expresará en todo ente, a su vez, o algo afirmativo, a saber: el qué, la cosa (res), o algo negativo, a saber: el no estar separado de sí, la indivisión, el uno (unum). Si la propiedad, en cambio, se sigue relativamente, mostrará o bien la disconveniencia de cada ente respecto de los demás, o sea, el ser cada ente un otro qué, el algo (aliquid), o bien la conveniencia de un ente respecto de otro. Mas, ¿qué ente puede tomarse como término de referencia de la conformidad con el ente en cuanto ente que no sea precisamente el ente mismo? La respuesta de Tomás de Aquino es conocida: el alma, que, según la célebre sentencia de Aristóteles, es en cierto modo todas las cosas, dada la universalidad propia de sus potencias. Y como según la psicología tomista en el alma hay dos facultades, la cognoscitiva y la apetitiva, la concordancia del ente con el entendimiento manifiesta la coincidencia del ente con la verdad o lo verdadero (verum) y, por su parte, la conformidad del ente con la voluntad declara la identidad del ente con la bondad o lo bueno (bonum). Adviértase que la verdad en tanto que propiedad trascendental no se entiende ya como la concordancia del entendimiento con la cosa conocida, sino, más bien a la inversa, como la conveniencia que todo ente tiene con el ser del entendimiento. La verdad en sentido ontológico es, pues, la capacidad que todo ente tiene de estar abierto a ser entendido, de iluminar al logos. La verdad ontológica es, brevemente, la inteligibilidad constitutiva de todo ente. Y es en razón de esta universalidad por lo que cabe afirmar: Ens et verum convertuntur. Naturalmente, el filósofo tendrá que justificar esta equiparación frente a las objeciones que ale-

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gan la presunta ininteligibilidad de ciertos entes o la pretendida inteligibilidad de algunos no-entes. Pero la doctrina que acabo de recordar revela también un llamativo vacío: la belleza no aparece explícitamente nombrada en el sistema de las propiedades trascendentales que propone Tomás de Aquino. ¿Indica entonces esta ausencia que el esplendor de lo bello no debe cegarnos hasta el punto de que nos haga atribuir erróneamente la belleza a todo ente por el mero hecho de ser ente? ¿No tenía razón Hildebrand al negar que la belleza metafísica acompañe al ente en cuanto tal, a todo lo que posee el mero «valor formal de ser algo»? A la sospecha expresada por estas preguntas se ha querido oponer desde antiguo la convicción que entrañan estas otras cuestiones de Plotino (Enéadas, V, 8, 9): «¿Dónde puede existir lo bello privado del ser? ¿Y dónde el ser privado de ser bello?». No han sido pocos, en efecto, los pensadores que han ensayado ampliar el catálogo tomista de los trascendentales para incluir en él a la belleza en sentido ontológico, al pulchrum. Sin pretender tomar postura en esta difícil quaestio disputata, parece que el modo en que el propio Aquinate deduce las propiedades trascendentales deja abiertas al menos dos vías principales para lograr esa ampliación. Cabe, en efecto, afirmar de manera indirecta la equivalencia de lo bello y el ente reconociendo la identidad de lo bello con la propiedad trascendental que surge de la concordancia del ente con la facultad apetitiva. Tal parece ser la vía apuntada por el propio Tomás de Aquino, quien ya en el mismo tratado De veritate (q. 22, a. 1 ad 12) escribe que «quienquiera que apetece el bien apetece por esto mismo lo bello (quicumque appetit bonum appetit hoc ipso pulchrum)». Pues, según sostiene expresamente en un lugar de su Summa theologiae (I-II, q. 27, a. 1 ad 3), lo bello y lo bueno solo difieren conceptualmente: Pulchrum est idem bono, sola ratione differens. Pero también se podría afirmar de manera directa que todo ente es bello en razón de la conveniencia del ente con las dos facultades del alma, el entendimiento y la voluntad, conjuntamente consideradas. También esta vía la abre el propio Tomás de Aquino, cuando escribe en su Summa theologiae, justo a continuación de la frase que acabo de citar, que «pertenece a la razón de lo bello que con su vista o conocimiento se aquiete el apetito. Por eso se refieren principalmente a lo bello aquellos sentidos que son más cognoscitivos (maxime cognoscitivi), como la vista y el oído al servicio de la razón». La conclusión la infiere expresamente el propio Aquinate: «La belleza añade al bien cierto orden a la facultad cognoscitiva (ad vim cognoscitivam), de manera que se llama bien a lo que agrada en absoluto al apetito, y bello a aquello cuya sola aprehensión agrada».



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Si alguna de estas vías, la indirecta o la directa, condujera, en verdad, a la meta deseada, entonces habría que entender por belleza, no la integridad, proporción y luminosidad de que se hallan dotados ciertos entes, ni tampoco el resplandor que acompaña a los diversos valores, sino la perfección que compete a todo ente por el hecho mismo de ser, la conformidad que todo ente tiene con la facultad apetitiva en su conexión con la facultad cognoscitiva. La belleza en este sentido ontológico sería, pues, la capacidad de atraer a la voluntad y al entendimiento de la que ningún ente puede carecer, porque radica justamente en su propio acto de ser. La belleza ontológica sería, dicho concisamente, el esplendor constitutivo de todo ente. Y en razón de esta universalidad cabría también afirmar: Ens et pulchrum convertuntur. También en este caso el filósofo, para justificar hasta el final esta equivalencia, ha de allanar la dificultad que supone la imperfección, desarmonía y deslucimiento de determinados seres de nuestro mundo. El logro de este resultado, si es que en verdad se pudiera afianzar definitivamente, no podría por menos de arrojar nueva luz sobre lo que con pleno acierto enuncia el verso de la Oda a una urna griega. La frase que, según el poema de Keats, dirige la urna a los efímeros hombres: «La belleza es verdad y la verdad belleza», en modo alguno podría interpretarse ya como una exageración. El dicho puede entenderse, con todo rigor, como un axioma que enuncia la identidad real de lo bello y lo verdadero, aspectos del ente mismo que solo difieren conceptualmente. La belleza y la verdad son algo uno y lo mismo porque ambas se identifican con el ser en cuanto tal. Dos cosas que son convertibles con una tercera son convertibles entre sí. Si lo bello es convertible con el ente y otro tanto le ocurre a lo verdadero, entonces es lícito afirmar: Pulchrum et verum convertuntur o, en la fórmula de Keats: Beauty is truth, truth beauty. *  *  * El poeta Keats se ha tomado la licencia de hacer hablar a una urna griega, y las palabras que le hace decir envuelven en velos de armonía atisbos de verdades que queremos desentrañar y no sabemos. ¿A qué clase de relación entre la belleza y la verdad se refiere la urna? ¿Al mero vínculo de hecho entre lo bello y lo verdadero? ¿A la conexión necesaria entre la esencia de la belleza y la esencia de la verdad? ¿A la identificación lógicotranscendental del pulchrum y el verum? ¿A alguna otra especie de relación que no hemos acertado a ver? ¿Qué afinidades habría, a su vez, entre los posibles tipos de nexos, tan distintos, entre la belleza y la verdad? Nada nos responde la urna sobre estas cuestiones. Solo una enigmática observación añade el poeta: la de que «nada más hace falta saber en

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esta tierra» que la identidad entre la verdad y la belleza. Paradójicamente, solo si tomamos esta manifestación en su estricta literalidad podemos sacarle sentido. Como sabemos, la filosofía clásica ha reconocido que la conveniencia de todo ente con nuestro entendimiento y con nuestra voluntad, en la que consisten la verdad y la belleza transcendentales, es una conformidad que se deriva de otra más originaria y radical: la concordancia con el entendimiento y la voluntad divinos. Si a esta doctrina se refiriera acaso el poeta a su modo y manera, difícilmente se le podría negar la razón. ¿Qué otra cosa, en efecto, nos es más necesaria en esta tierra que saber si somos conocidos y queridos por Dios, pura identidad sin fisuras de la belleza y la verdad mismas? Bibliografía Cézanne, Paul, Correspondance, prefacio de John Rewald, París, Grasset, 1978. Cortázar, Julio, Imagen de John Keats, Madrid, Alfaguara, 1996. (La traducción de la Oda a una urna griega de Keats contenida en las páginas 270 a 271 de este libro constituye una nueva versión respecto de la que dio a conocer Cortázar en su artículo «La urna griega en la poesía de John Keats», actualmente recogido en Obra crítica/2, edición de Jaime Alazraki, Madrid, Alfaguara, 1994, págs. 25-72, esp. págs. 51-53). Hadamard, Jacques, An essay on the psychology of invention in the mathematical field, Nueva York, Dover, 1954. Hildebrand, Dietrich von, Ästhetik, 1. Teil, en Gesammelte Werke, ed. von der Dietrich von Hildebrand Gesellschaft, Regensburg-Stuttgart, Josef Habbel-W. Kohlhammer, vol. V, 1977. Keats, John, Selected Poems, ed. con introducción y notas de John Barnard, Londres, Penguin, 1999. — Selected Letters, ed. de Robert Gittings, revisada, con nueva introducción y notas de Jon Mee, Oxford, Oxford University Press, 2002. Poe, Edgar Allan, «The poetic principle» (1850), en Essays and reviews, selección de textos y notas de G. R. Thompson, Nueva York, Literary Classics of the U.S., 1984. Poincaré, Henri, L’invention mathématique, Conférence faite à l’Institut général psychologique, París, Au siège de la Société, 1908.

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