Bárbaros en el templo: el arte contemporáneo en el MUNAL

July 6, 2017 | Autor: James Oles | Categoría: Museum Studies, Contemporary Art, Mexico
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Descripción

la invención

de lo cotidiano El Instituto Nacional de Bellas Artes, a través del Museo Nacional de Arte, agradece ampliamente el generoso apoyo e interés de los copatrocinadores que han contribuido a hacer posible la exposición “La invención de lo cotidiano” y el catálogo que la acompaña: Fundación/Colección Jumex Patronato del Museo Nacional de Arte, a.c. © Textos Roger Bartra Frédéric Bonnet Peter Burke Jorge Esquinca James Oles Coordinación editorial Mauricio Montiel Figueiras Traducción Adria Cordero Diseño editorial Taller de Comunicación Gráfica Cuidado editorial Paulina Bravo Villarreal Violeta Solís Horcasitas Primera edición, 2008 © d.r. Instituto Nacional de Bellas Artes © d.r. Fundación/Colección Jumex isbn: 978-607-95037-1-0 Museo Nacional de Arte Tacuba 8, Centro Histórico, C.P. 06050 México, DF Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura San Antonio Abad 130-5º piso Colonia Tránsito, C.P. 06820 México, DF Fundación/Colección Jumex Av. Vía Morelos 272, Col. Santa María Tulpetlac Ecatepec de Morelos, C.P. 55400 Estado de México Impreso en México | Printed in Mexico Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal de Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes.

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El augusto nombre del Museo Nacional de Arte (munal) podría llevar a los fuereños a creer que tal recinto se parece a instituciones latinoamericanas como el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires o el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana (fundados en 1895 y 1913, respectivamente). Sin embargo, estos dos lugares son más antiguos y se establecieron de acuerdo con un esquema que jamás existió en México: el museo de arte con visión enciclopédica y global. Aunque ningún museo en Latinoamérica puede emular la riqueza de instituciones europeas o estadounidenses como el Louvre o el Museo Metropolitano de Arte, los recintos de Buenos Aires y La Habana sí reflejan las estrategias de colección bastante ecuménicas de sus élites locales, que abrazaban lo nacional a la vez que privilegiaban lo internacional: por esta razón encontramos antigüedades romanas en Cuba y pintores impresionistas franceses en Argentina, aunque no en la Ciudad de México, donde —hasta años recientes— los coleccionistas particulares y los museos públicos han mirado más hacia dentro que hacia fuera. Mientras que los otros dos museos nacionales siempre han incluido arte “contemporáneo” —un término en cambio constante, que aquí me limitaré a definir en términos muy generales como el arte que en cierto momento es “actual” y se ha producido a partir de las dos décadas anteriores— como parte fundamental de sus programas de adquisición y exhibición, éste no fue el caso del munal, al menos en su plan original. Esta ausencia, que se podría considerar más bien una exclusión y es cada vez más cuestionada, es resultado directo del reciente surgimiento del munal dentro de un archipiélago de museos nacionales en México que se parece más al Instituto Smithsoniano de Washington —que también es un museo nacional aunque siempre se ha apoyado más en la filantropía privada, como su nombre indica— que cualquier otra institución hermana en Latinoamérica. El munal no se fundó sino hasta 1982 (por decreto oficial),1 pese a estar albergado en un palacio monumental que se terminó de construir en 1911 para la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, como parte de una escenografía erigida en los años menguantes del porfiriato en un intento para que la Ciudad de México se pareciera a París aunque fuera por unas cuantas cuadras (fig. 1).2 El nuevo museo fue ideado para acoger una colección nacional de carácter casi enciclopédico —el primero de su tipo en el país— que presentaría arte mexicano desde la época de la Conquista —aunque en realidad han sobrevivido muy pocas obras de este periodo temprano— hasta los años cincuenta.3 Una de las razones fundamentales para crear el munal podría haber sido dar a México una gran “galería nacional”, pero había un motivo más concreto: no existía entonces ningún museo que mostrara en forma adecuada la rica y extensa colección de arte decimonónico que se exhibía erráticamente en el Museo del Palacio de Bellas Artes y otros espacios. El munal permitió que el gobierno centralizara esa parte crucial de la historia del arte en México en un espléndido edificio justo cuando los historiadores revisionistas empezaban a prestar mayor atención a una

terminus ante quem —que tiene un contexto histórico específico, aunque también ha estado sujeto a modificaciones en las últimas dos décadas—, ya que influye directamente en la muestra “La invención de lo cotidiano”, ayudándonos a situarla en un contexto institucional más amplio. Antes de estudiar lo que al munal le faltaba, sin embargo, creo que convendría hablar de lo que ya tenía. Para plantear el panorama general, los fundadores contaron con los amplios recursos del Instituto Nacional de Bellas Artes (inba), dependencia de la Secretaría de Educación Pública (sep), para sacar pinturas y esculturas de espacios públicos y bóvedas de almacenamiento como la antigua Academia de San Carlos (ciento sesenta y tres obras), el Museo de Arte Moderno (ciento ocho), la Oficina de Registro de Obras (cuatrocientas cuarenta y nueve) y la Pinacoteca Virreinal de San Diego (treinta y cuatro), entre otros.5 Por ende la colección del munal se integró a partir de las de otros museos, y no se podría comprender del todo sin remontarnos hasta antes de 1982, a las intrincadas historias detrás de la formación de toda la colección nacional de arte mexicano de la época posterior a la Conquista. El grueso de la colección del munal se formó con obras que alguna vez se exhibieron en las galerías de pintura de la Academia de San Carlos, fundada en 1785 como la primera escuela de arte de América (fig. 2). Desde el inicio, y como herramienta pedagógica, se juzgó necesario integrar una colección. Primero llegaron los embarques de

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práctica académica previamente desdeñada por la vanguardia. Obras de las épocas moderna y colonial —que ya contaban con museos especializados— se incluyeron para enmarcar aquellas realizadas durante un largo “siglo xix” que empezó en 1785 con la fundación de la Academia de San Carlos y terminó en 1910 con el estallido de la revolución. Así, se abrió un panorama que abarcaba más de cuatro siglos de arte mexicano pero que resultaba incompleto, dado que las expresiones posteriores a 1960 quedaron excluidas desde el inicio, sin duda para mitigar las rivalidades institucionales dentro de la fragmentada estructura museográfica del estado. Con el tiempo se desarrolló una vocación oficial para el munal: sería una institución dedicada a “coleccionar, conservar, comunicar, exhibir y difundir el arte mexicano desde el siglo xvi hasta la década de los cincuenta de la pasada centuria, con énfasis en el periodo comprendido entre la fundación de la Academia de San Carlos y la culminación de la llamada Escuela Mexicana de Pintura”.4 En este ensayo quisiera ceñirme a este

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Europa, con moldes de yeso de esculturas clásicas y renacentistas que los estudiantes debían dibujar; después estaban las obras ejecutadas por profesores y estudiantes que ingresaban en la colección como “donaciones” obligatorias, como propuestas enviadas por alumnos becados en el extranjero (primero en Roma, luego en París), o como trabajos premiados en los concursos anuales de la Academia.6 Entre las piezas más antiguas del munal se encuentran pinturas coloniales “rescatadas” o confiscadas a las iglesias y conventos que fueron suprimidos en los albores de la Reforma en el siglo xix, muchas de ellas expuestas durante años en las galerías de San Carlos. Aunque algunos coleccionistas privados donaron obras al paso de los años, otros conservaron sus tesoros bien escondidos. A principios del siglo xx, la Secretaría de Instrucción Pública encabezada por Justo Sierra facilitó la compra de obras realizadas por varios de los pintores más reconocidos de la época, del Dr. Atl a Ángel Zárraga; en 1911, el estado adquirió diversos cuadros que Diego Rivera acababa de pintar en Europa. Durante más de un siglo existió una auténtica conciencia institucional de formar una colección aunque con un marcado sesgo nacionalista, ya que prácticamente no incluía nada de arte “moderno” europeo a no ser por obras de aquellos profesores de segunda que habían sido “importados” por el consejo directivo. Las raras excepciones parecen haber sido fomentadas por exposiciones temporales: la compra de unos cuadros españoles relativamente conservadores de Joaquín Sorolla y otros artistas, a partir de una muestra efectuada durante las celebraciones del Centenario de 1910, y la adquisición de una serie de pinturas belgas tras una exhibición llevada a cabo en la Ciudad de México en 1922.7 El gobierno, no obstante, demostró poco interés en coleccionar arte mexicano moderno incluso en el contexto febril de los años posrevolucionarios, cuando la sep patrocinó los grandes ciclos murales de Diego Rivera y José Clemente Orozco. Pese a los ocasionales llamados de artistas como Gabriel Fernández Ledesma para emprender una acción más agresiva (fig. 3), los fondos para adquirir arte mexicano moderno —o lo que entonces era en realidad “contemporáneo”— eran limitados. Además la pintura de caballete, y de hecho los museos de bellas artes en sí, habían sido tachados de elitistas por los miembros de izquierda del sindicato de pintores, encabezado por Rivera y David Alfaro Siqueiros. Los murales públicos fueron los principales beneficiarios de los subsidios estatales, aunque la sep realizó ocasionales adquisiciones de imponentes pinturas de caballete, por ejemplo Accidente en la mina (1931), de Siqueiros, y Las dos Fridas (1939), de Frida Kahlo.8 Gracias a la transformación del modernista Teatro Nacional en el Palacio de Bellas Artes, que con su flamante interior art déco fue inaugurado en 1934 bajo el control administrativo de la sep, se empezó a ampliar el espacio para contar la historia del arte mexicano posterior a la Conquista. Había, sin embargo, poca estabilidad institucional: el Museo de Artes Plásticas, establecido en 1934, dio lugar en 1947 al Museo

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Nacional de Artes Plásticas, que a su vez fue remozado como el Museo Nacional de Arte Moderno en 1958.9 Posteriormente, a principios de los sesenta, la administración de Adolfo López Mateos lanzó un programa de construcción de museos que incluyó un imponente Museo Nacional de Antropología y un más discreto Museo de Arte Moderno (mam), ambos inaugurados en el Bosque de Chapultepec en 1964. La colección del mam se inspiró en sus antecesores directos del Palacio de Bellas Artes pero hizo énfasis en el arte moderno y contemporáneo del siglo xx. El Museo Carrillo Gil —establecido en 1974— y el Museo Rufino Tamayo —fundado como institución privada en 1981, pero bajo control estatal a partir de 1986— sirvieron básicamente para complementar el mam con colecciones y exposiciones también enfocadas exclusivamente en el siglo xx. Mi hipótesis es que los académicos y los burócratas que marcaron una fecha límite a la colección del munal imaginaron que la práctica posterior a 1960 era un territorio bien cubierto por el Museo de Arte Moderno, el Museo Carrillo Gil y el nuevo Museo Tamayo. El resultado visual y didáctico en el munal, no obstante, fue privilegiar la figuración (“la culminación de la Escuela Mexicana”) en la colección permanente al eliminar una serie de corrientes artísticas internacionales de la posguerra, sobre todo las que exploraron los artistas de la llamada Ruptura.10 Tal como se pensó a principios de los ochenta, en el munal la “historia del arte” culminaría con la figura que grita en Terror cósmico (1954), de Rufino Tamayo, misma que se podría interpretar —con un poco de imaginación— no sólo como una metáfora de la angustia en la era nuclear sino como un guardián que “protege” al museo-templo de los embates del expresionismo abstracto, el arte-instalación y cualquier otra manifestación plástica demasiado cercana a nuestras realidades actuales.11 Pero ¿qué era exactamente lo que este guardián protegía? Me pregunto si en un principio los burócratas culturales detrás del munal buscaban una “colección permanente” patriótica sin mayor complicación, elaborada durante los años de la caída del priismo como una narración relativamente sencilla de la identidad nacional mexicana referida a través de una serie de tesoros artísticos. De hecho la primera instalación de la colección, un panorama cronológico a cargo de Jorge Alberto Manrique —primer director del museo—, Juana Gutiérrez y Rogelio Ruiz Gomar, incluyó ejemplos de la escultura prehispánica para enraizar, al menos de modo simbólico, el arte posterior a la Conquista en un pasado antiguo. Esta estrategia curatorial sería aplicada también por los organizadores de México: esplendores de treinta siglos, la exitosa muestra inaugurada en 1990 en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York como la parte central de un espectáculo cultural patrocinado por el gobierno mexicano y Televisa e ideado para allanar el paso al Tratado de Libre Comercio. Al igual que el pri, esa narración imperturbable y continua no tardó en ser atacada en México, cuestionada casi desde el inicio por el discurso revisionista (aun cuando

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el Met la había validado). Marcando un cambio fundamental en el sistema museístico mexicano, el munal llamó a curadores invitados no sólo para las exposiciones temporales sino para las instalaciones de la colección permanente, que han sido organizadas en su totalidad por equipos de académicos pertenecientes sobre todo al Instituto de Investigaciones Estéticas (unam) y la Universidad Iberoamericana, que cuentan con los mejores programas de historia del arte en el país. Recurrir a académicos externos reflejaba el estatus hasta cierto punto débil de los curadores internos en el sistema museístico mexicano —al menos hasta hace poco—, aunque significaba que el discurso del munal se vería moldeado directamente por la creciente profesionalización, diversificación e internacionalización de la disciplina de historia del arte en el país.12 Una segunda instalación, que ofreció una lectura más temática y contextual de las obras de la colección, fue desarrollada entre 1986 y 1989 por Jaime Cuadriello, Fausto Ramírez, Rita Eder y Karen Cordero.13 Luego, en diciembre de 1989, tras dos administraciones endebles, Graciela de Reyes Retana —ex directora del Museo Nacional de San Carlos— fue nombrada por el gobierno para encabezar el munal.14 El énfasis en la historia revisionista progresó sin tropiezos en los noventa, empezando con la revolucionaria Modernidad y modernización en el arte mexicano, 1920-1960 (1991), a la que siguió una novedosa serie de exposiciones monográficas y temáticas casi sin precedentes en la historia de los museos de arte mexicanos, acompañadas todas por catálogos académicos de un refinamiento y una relevancia cada vez mayores.15 En 2000 un exhaustivo proyecto de renovación y restauración amplió el museo, modernizó sus instalaciones e incluyó una tercera reinstalación de la colección permanente, Arte en México 1550-1954, asignada de nuevo a un equipo de curadores invitados que —hay que admitirlo— eran realmente insiders del munal, ya que habían participado en varios proyectos anteriores del museo.16 Este extraordinario periodo culminó con una serie de cuatro exposiciones que abarcaba casi toda la historia del arte mexicano, de la Conquista a 1960, titulada Los pinceles de la historia (1999-2004). Estos triunfos académicos acentuaron el énfasis institucional del munal en el arte anterior a 1960 producido en México, aunque durante los últimos diez años estos límites han empezado a borrarse, sobre todo al cabo de la reapertura del museo en 2000. De hecho ha habido varias incursiones del arte tanto internacional como posterior a 1960 en el otrora restringido espacio del munal. Un plan de exposiciones temporales de obras no mexicanas, iniciado bajo la dirección de Roxana Velásquez (2004-2007) y hoy parte segura de la programación del museo, levantó polémica entre los historiadores de arte que se sentían incómodos ante cualquier disolución del antiguo mandato, pero las protestas se acallaron y el público al parecer aceptó el cambio. Algunas de estas muestras entrelazaron objetos nacionales y extranjeros: El espejo simbolista (2004) comparó el simbolismo europeo con sus secuelas en México, mientras que una más reciente, La carne y el color (2008), confrontó —aunque de forma

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demasiado indirecta— los acervos del munal y el Museo de Bellas Artes de Rennes. Otros proyectos han incluido un panorama de arte estadounidense de la colección del Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (2006) y exposiciones más centradas en “contemporáneos” europeos de los maestros mexicanos como Francisco de Goya (2005) y James Ensor (2008). Las dos últimas muestras en particular habrían sido hace tiempo terreno exclusivo del Museo de San Carlos, que alberga la colección nacional de arte europeo, pero el munal ha tomado la delantera con facilidad gracias a la sofisticación y amplitud de sus instalaciones, a su mayor capacidad de negociación internacional y a la mayor riqueza y dedicación de sus principales patronos. Quizá lo más complicado para el munal ha sido incursionar en ese territorio seductor pero anárquico conocido como “arte contemporáneo”. La puerta se abrió literalmente en 1998 cuando Graciela de Reyes Retana pidió que Robert Littman montara una exposición —titulada En crudo con afán provocador— en varias salas derruidas del Palacio de Comunicaciones, controladas antiguamente por Telecomunicaciones de México y recién entregadas al museo después de arduas negociaciones. Littman andaba en busca de proyectos desde que el Centro Cultural/Arte Contemporáneo de Televisa —precursor conceptual de Fundación/Colección Jumex—, un museo que dirigió desde su fundación, fuera clausurado, recordándonos a todos la fragilidad del patrocinio corporativo en México. En crudo incluyó obra de varios artistas mexicanos jóvenes, entre ellos Abraham Cruzvillegas y Silvia Gruner, a quienes se les solicitó entablar un diálogo con la colección permanente, tal vez para suavizar el golpe de esta primera “incursión”.17 Las piezas más memorables presentadas en estos espléndidos y amplios espacios “crudos” —posteriormente restituidos a su gloria porfiriana— fueron las fotografías de la serie Empleado del mes, de Miguel Calderón, donde los trabajadores del munal posan imitando las famosas obras académicas exhibidas en las galerías de la planta alta (figs. 4, 5). Ese mismo año, el munal presentó la primera exposición que integraba el arte contemporáneo con su colección permanente: El cuerpo aludido. Anatomías y construcciones fue un proyecto diseñado por Karen Cordero y fundamentado en teorías de género que abordaba el cuerpo como tema artístico entre los siglos xvii y xx. De hecho la vocación del munal se replanteó específicamente a finales de los noventa para incorporar “expresiones artísticas modernas no necesariamente circunscritas a la Escuela Mexicana de Pintura” y permitir “un posible diálogo del arte contemporáneo vinculado estética o temáticamente con su acervo”.18 Dos muestras menos complicadas consistieron en revisiones de colecciones corporativas de arte contemporáneo que se habían quedado “sin hogar”: Texturas, tonalidades y resonancias latinoamericanas. Una lectura de la Colección FEMSA (2001) y Lugar(es): la urbe y lo contemporáneo. Acervo artístico Fundación Televisa (2002), ninguna de las cuales se involucró con la colección permanente. Además de estas tres exposiciones, se han realizado algunos

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experimentos que combinan la práctica contemporánea y no contemporánea en los espacios curatoriales concebidos como parte fundamental del proyecto munal 2000: las “Salas monotemáticas” y los “Espacios hipertextuales”.19 La puerta, en realidad, se había abierto bastante. La más reciente de estas victorias —algunos dirían de los bárbaros a las puertas del templo— es “La invención de lo cotidiano”, una colaboración entre el munal y Fundación/Colección Jumex —que posee el principal acervo de arte contemporáneo internacional en México—, un proyecto cuyo marco conceptual se discute en otra parte de este catálogo. Al igual que la yuxtaposición de la máquina de coser y el paraguas planteada por el Conde de Lautréamont, aquí tenemos la confrontación de dos colecciones totalmente distintas, tanto en contenido como en contexto (esto la distingue de la exposición de Rennes). Una es vieja y la otra, nueva; una es un ensamblaje integrado por numerosos actores durante tres siglos o más, mientras que la otra es el logro de un solo individuo comprometido seriamente como coleccionista desde hace poco más de una década; una forma parte de una extensa y complicada trama histórica, mientras que la otra se ubica dentro de un momento histórico más específico; sobre todo, una encarna el patrimonio nacional y la otra, la riqueza corporativa. Habrá quienes reprueben este proyecto de Fundación/Colección Jumex, esta invasión, así como hubo quien criticó En crudo o lamentó el cierre de la Pinacoteca de San Diego cuando las obras coloniales que quedaban en su colección fueron absorbidas por el proyecto munal 2000. Efectivamente, algunos podrían decir que el munal es un monstruo que busca devorar todo lo que se cruza en su camino, llenando todos los espacios cronológicos disponibles y convirtiéndose —aunque el peligro, la verdad, es menor— en un auténtico museo internacional de arte-no-sólo-nacional. Dado que nada en esta historia implica coleccionar, sino sólo programar, el riesgo a largo plazo dista de ser dramático. Y en cuanto a la erosión del mandato o la disolución de la “verdadera” misión, hay algo que decir a favor de la competencia institucional. Es cierto que muestras como las que involucran a Rennes o a La Colección Jumex tienen un impacto relativamente menor en la historia del arte; de plano, no pueden suplantar la continua necesidad de proyectos de investigación histórica más firmes y académicos, un elemento de la programación del munal que se ha tambaleado de algún modo en años recientes. No obstante, cuando se llevan a cabo con inteligencia, estas raras yuxtaposiciones entre colecciones, polémicas o no, moldeadas por el reciente discurso crítico sobre la renovación de estrategias curatoriales, prometen romper las reglas y forjar nuevas ideas: como los surrealistas comprendieron muy bien, lo extraño genera el sentido. El munal no ha cambiado tanto desde su reapertura en 2000. Pueden ser factibles nuevas y originales reinstalaciones de la colección permanente, aunque un cambio radical será difícil puesto que la colección del siglo xx es amplia pero demasiado ceñida para el gusto de un curador: por citar un ejemplo, aunque el inba posee

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varias obras cubistas de Rivera, sólo una está expuesta en el munal —el famoso Paisaje zapatista de 1915— y no hay ninguna en bodega.20 Para la reapertura del museo en 2000 se presentaron en las salas la mayoría de las pinturas y esculturas de relevancia; al mismo tiempo, nuevas adquisiciones importantes son poco probables, debido a un inexistente presupuesto federal para este rubro y a las fuerzas de un mercado del arte aún acelerado en el que cuadros cursilones de Alfredo Ramos Martínez han rebasado la marca del millón de dólares en subasta y un buen Frida Kahlo, que llenaría el hueco más significativo en la colección del munal, estaría fuera del alcance de cualquier institución pública.21 Entretanto, los coleccionistas privados

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y los artistas ahora tienden a intentar crear sus propios museos o fundaciones más que a donar obras al estado.22 En este contexto las exposiciones temporales, los materiales didácticos y las nuevas confrontaciones —como la actual exploración de cómo la vida cotidiana se refleja en dos colecciones tan distintas— son vehículos esenciales para animar el discurso y hacer de los “especímenes” históricos —desde la pintura devocional jesuita barroca hasta las escenas de género de un academicismo melodramático— algo profundamente relevante y novedoso, en especial para los públicos menos interesados en las preguntas atendidas por la “historia del arte” clásica que en temas y narraciones más urgentes y personales. Sin este rejuvenecimiento de los iconos nacionales seguiremos revisitando la misma historia insigne una y otra vez, sin llegar realmente a ningún lado. “La invención de lo cotidiano” confronta lo viejo y lo nuevo, renovando el pasado e historiando el presente. La exposición ha sido diseñada para que nos preguntemos no sólo cómo la vida cotidiana se representa en el arte, sino cómo esa misma vida se transforma merced a la imaginación artística. No obstante, más allá de esta explícita noción curatorial, la frase nos recuerda también que la experiencia cotidiana de recorrer un típico museo de arte es asimismo una invención que sigue un guión minucioso y está regulada por ciertas normas de conducta, sean prohibiciones categóricas —no tocar, no usar teléfonos celulares— o corteses instrucciones para leer las cédulas y seguir un recorrido fijo. Aquella experiencia se tiene que reinventar constantemente; de lo contrario se vuelve invisible debido a su exceso de familiaridad y problemática por el énfasis en un solo canon de obras maestras. Porque si en algún tiempo el museo de arte fue ideado como un templo aislado de la “realidad”, ahora sabemos que la experiencia cotidiana de visitar un recinto como el munal es producto de esa realidad, moldeada por las tensiones entre el control autoritario y la libertad democrática, entre el sector público y privado, entre el trabajo y la administración, entre el deseo de divertirse y la búsqueda de la confrontación, entre los sueños y la vida cotidiana: las mismas tensiones que enfrentamos a diario, de hecho, en el hogar y en la calle.

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