Auschwitz desde la Porciúncula. Diógenes de Sínope y Francisco de Asís, maestros de una Razón alternativa

Share Embed


Descripción

Auschwitz desde la Porciúncula.
Diógenes de Sínope y Francisco de Asís, maestros de una razón alternativa

G. G. Jolly

'Quínico, adj. U. t. c. s. Canalla cuya visión defectuosa le hace ver las cosas como son, no como deberían ser. De ahí surgió la costumbre entre los escitas de arrancar los ojos a los quínicos para mejorarles la visión.'
Ambrose Bierce
Vivimos, según Peter Sloterdijk, en la época de la razón cínica. Conocemos, en efecto, el precio de todo y el valor de nada. Hacemos como que no nos damos cuenta de que las cosas no van como deberían ir o de que ni siquiera funcionan como en otro tiempo sí lo hacían. Nuestra indignación dura lo que un videíllo de YouTube o un reportaje de CNN y nuestro esfuerzo acaba donde empieza nuestro confortable estilo de vida permisivo-burgués. En una época en que las ciencias han abandonado ya su pretensión de alcanzar conocimientos universales, necesarios, eternos e inmutables, en que Dios y la religión han sido letalmente desacreditados o resurgen de una manera boba y light y en que toda manifestación cultural es relativa, pretendemos que haya derechos humanos no relativos, absolutos, universales, necesarios, eternos e inmutables… Es más, ahora hasta queremos estirar esos derechos para incluir toda clase de cosas e incluso compartirlos con los animales no humanos…
Y nada de esto es mera coincidencia. Cualquiera que haya leído un libro de historia o visto un documental, quienquiera que posea una mirada aguda o una sensibilidad azuzada, o alguno que haya tomado en serio a los críticos de nuestro tiempo, de Foucault a Wojtyła, sabrá que la Ilustración está exhausta, si no es que fracasada. Como bien señala Sloterdijk: 'Dado que todo se hizo problemático [en nuestra época], también todo, de alguna manera, da lo mismo'. Y, así, 'Se temen catástrofes, [y] los nuevos valores, al igual que los analgésicos, experimentan una fuerte demanda. Con todo, la época es cínica y sabe que los nuevos valores tienen las piernas cortas'. Ante las cenizas del siglo XX y las ruinas de las utopías de la razón instrumental y la voluntad de poder, la ideología ha perdido toda su credibilidad y los sistemas de pensamiento, si acaso se atreven a intentarlo, escollan al navegar frente a Auschwitz y el Gulag, naufragan con Hiroshima y Wall Street. Como bien reta Giorgio Agamben a los filósofos y moralistas de nuestro tiempo: Ethica more Auschwitz demonstrata.
Es famoso el dictum de Theodor Adorno donde declara que ya no es posible la poesía —o la creatividad, la cultura, la civilización— después de Auschwitz, así como la respuesta de Paul Celan, en el sentido de que, tras la Shoah, única y exclusivamente, es posible la poesía. Enfrentados a una realidad tan extrema, el discurso tradicional de la filosofía y el arte no funcionan ya: queda reinventarlo desde cero o renunciar a él definitivamente. También, en la línea de Agamben, cabe la tercera alternativa que ha propuesto el escritor húngaro Imre Kertész, él mismo superviviente de los campos: después de Auschwitz, sólo es posible escribir poesía… sobre Auschwitz. Sin embargo, 'No es fácil escribir poesía sobre Auschwitz', admite, y explica por qué:
Existe aquí una contradicción indeciblemente grave: sólo con la ayuda de la imaginación estética somos capaces de crear una imaginación real del Holocausto, de esa realidad inconcebible e inextricable. Porque pensar el Holocausto es en sí una empresa tan enorme, una tarea espiritual tan dura que supera con creces la capacidad de aguante de quien tiene que vérselas con ella. Porque sucedió, hasta resulta difícil imaginarlo. En lugar de que la imaginación se convierta en juguete —como las leyendas imaginadas, como las ficciones literarias—, el Holocausto resulta ser una carga pesada e inamovible como las tristemente célebres piedras de la cantera de Mauthausen: los Hombres no quieren acabar aplastados por ellas. En montones, las imágenes del asesinato agotan y desalientan: no inspiran la imaginación. ¿Cómo puede el horror ser objeto de la estética si no contiene nada original? A diferencia de la muerte ejemplar, los meros hechos sólo pueden ofrecer montañas de cadáveres.
Y, en efecto, a los sobrevivientes de Auschwitz u otros campos nazis, o del Gulag soviético, Guantánamo, Ruanda, Kosovo, Camboya, Darfur, El Salvador y un largo y penosísimo etcétera, no les resta más que callar o hablar sin cesar de su experiencia. Como confiesa Primo Levi: 'Los recuerdos de mi reclusión [en Auschwitz] son mucho más vívidos y detallados respecto de cualquier otra cosa acaecida antes o después'. Surge, entonces, el problema del testigo, que es el mismo del místico: cómo dar testimonio de un tercero y cómo elaborar un discurso acerca de lo inefable. Por una parte, está latente la contradicción señalada por Kertész y, por otra, la que expone Agamben en su Homo sacer III, a propósito de Levi, entre otros: los supervivientes del Holocausto son excepcionales y, de éstos, los que han hablado de cuantos vivieron, más aún. La experiencia última de destrucción y degradación de los campos nazis era la de saberse asesinado en vida y, por tanto, renunciar a sobrevivir; la máxima victoria del totalitarismo: despojar a la persona de toda su dignidad, ya no sólo la externa, sino de la autoconciencia misma. Sobra decir que ninguno de estos Musulmanen, como eran llamados en el argot del Lager, jamás sobrevivió. Como tampoco lo hizo casi ninguna de las víctimas destinadas al asesinato inmediato, ya sea en las fosas de Babi-Yar o en las cámaras de gas de Treblinka. Si Primo Levi sobrevivió por ser químico y otros tantos por conocer algún oficio u ostentar suficiente fuerza física, está también el caso de los miembros del Sonderkommando, los judíos que, a cambio de menor maltrato y más comida, se encargaban de vaciar el gas en las cámaras, recoger, lavar e incinerar los cadáveres. Y es precisamente una de estas víctimas tornadas forzosamente en victimarios quien resume lo que he tratado de decir hasta ahora. Salmen Lewental, del Sonderkommando que operaba el crematorio III de Birkenau, enterró unas hojillas de papel en las que escribía en un rudimentario yídish: 'Ningún ser humano puede imaginarse los acontecimientos tan exactamente como se produjeron, y de hecho es inimaginable que nuestras experiencias puedan ser restituidas tan exactamente como ocurrieron… nosotros, un pequeño grupo de gente oscura que no dará demasiado quehacer a los historiadores'.
Así pues, en nuestros tiempos se sabe todo esto, pero se hace como si no se supiera, se cree, pero no se toma en serio la creencia —como el judío ateo que come kosher o el cristiano no practicante que celebra la Navidad, pues quien lo hace de verdad es tachado inmediatamente de 'fundamentalista'—, de la misma forma en que se toma café… sin cafeína, chocolate sin cacao, crema sin grasa o cerveza sin alcohol. O lo más perverso de todo: se rechaza, ideológicamente, toda ideología y se vive como si no hubiese tal cosa. Lo cual le viene como guante a la definición de ideología dada por Marx: 'Ellos no lo saben, pero lo hacen'; sólo que con el giro cínico que parafrasea Slavoj Žižek: 'Ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así, lo hacen'. En esto consiste el cinismo moderno que denuncia Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica: 'aquel estado de la conciencia que sigue a las ideologías naïf y a su ilustración'; la falsa conciencia ilustrada que produce casos límites de melancolía. Los cínicos de la actualidad, bien posicionados en juntas directivas, parlamentos, consejos de administración y facultades universitarias, mantienen bajo control sus síntomas depresivos y siguen siendo laboralmente capaces. Sin embargo, 'Una cierta amargura elegante matiza su actuación. Pues los cínicos no son tontos y más de una vez se dan cuenta, total y absolutamente, de la nada a lo que todo conduce'. Baste si no encender el televisor y ver series como Seinfield, The Sopranos o Dr. House, donde abundan antihéroes rayanos en el nihilismo.
¿Cómo es posible, entonces, la creatividad, la poesía, la filosofía, en los tiempos de la creencia descafeinada? ¿Cómo no hablar al vacío relativista y multicultural, quedarse atrapado en las formas estéticas y enredarse en las tretas de un lenguaje gastado por la epidemia eufemística de la corrección política y las neolenguas totalitarias, estas últimas que redefinieron la semántica de 'actividades contrarrevolucionarias', 'disolución social', 'campo de trabajo', 'solución final', 'evacuación', 'deportación', 'Arbeit macht frei'?
La respuesta, creo, es simple pero incómoda. Si Kertész tiene razón y, mientras el ser humano sueñe, tenga grandes relatos, mitos y problemas fundamentales, habrá siempre literatura. La poesía tendrá siempre materia prima para reflexionar, crear, dilucidar, pintar, actuar, aventurar… Y el 'mito' del siglo XX es nada menos que Auschwitz, lo cual requiere ir más allá del mero arte, de los juegos de palabras y las metáforas, para hondar en la realidad y preocuparse, con toda honestidad, por la verdad. Significa una renuncia a los bienes y comodidades de la filosofía ilustrada y la crítica del siglo XX; requiere una pobreza efectiva en el discurso plat nico y la metodología académica. Llevar los hechos hasta sus últimas consecuencias, hasta la verdad desnuda, siempre violenta e incómoda, como hace Dostoievski con sus arquetipos o Shakespeare con los sentimientos humanos. Es decir, una razón alternativa. En palabras de Sloterdijk:
Desde que la filosofía, sólo de forma hipócrita, es capaz de vivir lo que dice, le corresponde a la insolencia decir lo que se vive. En una cultura en la que los idealismos endurecidos convierten a las mentiras en "formas de vida", el proceso de la verdad depende de si hay personas que sean suficientemente agresivas y libres ('desvergonzadas') para decir la verdad.
¿Y qué mejor que la razón quínica, la filosofía del tonel y la mística de la hermana Pobreza, muy distinta de la sinrazón cínica de nuestros días?
Todos los filósofos hemos oído de Diógenes de Sínope, Menipo de Gadara y los suyos, de esa variante excéntrica del socratismo llamada quinismo. Por desgracia, casi siempre, se lo pasa por alto y se lo desdeña como un mero juego satírico, episodios anecdóticos a mitad de camino entre la diversión y la porquería. El quínico es
un extravagante solitario y […] un moralista provocador y testarudo. Diógenes en el tonel pasa por ser el patriarca del tipo. En el libro ilustrado de caracteres sociales figura desde entonces como un espíritu burlón que produce distanciamiento, como un mordaz y malicioso individualista que pretende no necesitar de nadie ni ser querido por nadie, ya que, ante su mirada grosera y desenmascaradora, nadie sale indemne.
Conocemos muy bien la desfachatez de Diógenes ante el poderosísimo Alejandro y su opinión sobre la definición platónica de Hombre, al perruno que en una plaza atestada de gente busca Hombres con una linterna, que halaga a los que dan, ladra a los que no dan y muerde a los malos. Es, junto con Aristófanes, el patriarca de todos los caricaturistas, artistas y satiristas. Se ha dicho, y con razón, que Diógenes era un Sócrates vuelto loco. Y así como los estoicos exaltaban al Sócrates sobrio e incólume, los epicúreos al Sócrates de la vida placentera y apacible, los platónicos al Sócrates cuentamitos, los escépticos al Sócrates que cuestiona y cuestiona sin concluir nada y los aristotélicos al Sócrates máximo dialéctico, los quínicos reivindicaron al Sócrates feo y gordo, molesto y ocioso, que, tras su 'Yo sólo sé que no sé nada', esconde la sonrisa mordaz y la carcajada burlona de los perrunos. ¿O no acaso se puede leer entrelíneas su petición a Protágoras de que le hable claro y despacio, aduciendo de pretexto su falta de luces intelectuales, como un: 'Déjate de estupideces y contesta la maldita pregunta'?
La propuesta de Diógenes es la de arremeter frontalmente contra la escisión entre teoría y praxis. Se trata de la rebelión insolente contra una especulación demasiado complicada, imposible de traducir a la vida cotidiana; un método filosófico dignísimo de consideración, con el que los grandes sistemas filosóficos hasta hoy no han sabido qué hacer, salvo descalificarlo. Como dice Sloterdijk:
Diógenes, último sofista arcaico y primero en la tradición de la resistencia satírica, crea una ilustración grosera. Inaugura el diálogo no-platónico. […] Las flechas mortíferas de la verdad penetran allí donde las mentiras se ponen a cubierto tras autoridades. Aquí la 'teoría inferior' pacta por primera vez una alianza con la pobreza y la sátira.
El quínico realiza un desnudamiento o desvelamiento de algo que estaba escondido tras la facha de las buenas costumbres o de exquisitos revestimientos filosóficos. Podríamos decir que se trata de una metáfora viva o una analogía existencial: como el gallo desplumado que echa por tierra la antropología platónica o las obscenidades públicas que le recuerdan al filósofo que, antes de componer bellos himnos a Eros y Afrodita, es un animal con necesidades fisiológicas irrenunciables. La alta teoría platónica, sofisticada hasta entretejer una densa argumentación y un entramado lógico, se ve confrontada con una 'teoría inferior' que la exagera y la lleva hasta sus últimas y absurdas consecuencias, exhibiéndola en una grotesca paradoja; mientras Sócrates discurre sobre la justicia, Eros y el alma, Diógenes se hurga la nariz. Según Sloterdijk, se trata de un verdadero 'materialismo dialéctico', pantomímico, existencial y antiidealista, que trata de derribar la elucubración metafísica para regresarla a la reflexión callejera. Por eso, la argumentación quínica no procede silogísticamente, sino ad hominem, más cercana al refrán popular y, sobre todo, al arte, que siempre ha sido un camino más directo y a veces más eficaz para transmitir una idea y ahondar en la esencia de las cosas, puesto que 'Publicar algo significa la unidad fáctica de mostrar y generalizar. (En ello radica el sistema semántico del arte)'. Diógenes inauguró la crítica encarnada, que no habla contra el idealismo, sino que vive contra él, lo cual, de ahí en adelante, presenta un enorme problema para la filosofía: el cómo decir la verdad.
Al apelar a una naturaleza primitiva común, el quínico golpea al filósofo académico con la vara, siempre vulgar, de la realidad. Quita el velo argumentativo de la ideología y desnuda la cosa en sí, en un gesto para el que pocos están preparados. No conoce de fronteras, porque es 'ciudadano del mundo'. Cuestiona ácidamente el status quo cuando le preguntan a qué hora conviene comer y responde: 'Si se es rico, cuando se quiere; si pobre, cuando se puede'. Desconfía de las argucias jurídicas y las teorías filosóficas que se ponen al servicio de la injusticia, como en la ocasión en que, 'habiendo visto a los diputados llamados hieromnémones que llevaban preso a uno que había robado una taza del erario, sentenció: "Los ladrones grandes llevan al pequeño"'; con lo cual dio pie a San Agustín para decir que los imperios de la Antigüedad no eran sino bandas de ladrones a gran escala o a Bertolt Brecht para preguntarse la diferencia entre robar un banco y abrir uno nuevo.
Ya que dicho materialismo, existencial y ocurrente, no se satisface del todo bien con palabras —aunque la gran literatura lo logra—, ha de pasar al terreno de la argumentación material y la rehabilitación del cuerpo. Y no hace falta decir que esto requiere de un espíritu libre y soberano, como pocos ha habido. Es por ello que quiero traer a colación al máximo y más benévolo de los quínicos: San Francisco de Asís, cuya vuelta radical al Evangelio significó una incómoda y no menos violenta crítica de la instalación, ensoberbecimiento y enriquecimiento cínicos de la Iglesia de su tiempo. Así, tiene pleno sentido quínico la reivindicación franciscana de lo material y la naturaleza como dignísima creación divina, paralela al intento tomano de rescatar a Aristóteles, y con él a la naturaleza, de un mundo desdibujado y abrumado por un cierto espiritualismo agustiniano.
Si bien San Francisco de Asís es un fenómeno revolucionario en sí mismo, forma parte de una tradición anterior, la del monacato cristiano, que, en sus más prístinos orígenes, llega a confundirse con la última oleada del quinismo de Diógenes. Tal como deja en claro José María Castillo, la Vida Religiosa primitiva surgió como movimiento de protesta contra lo que se ha llamado el 'giro constantiniano': la romanización de la Iglesia, que salta de las catacumbas al trono imperial, que del testimonio humilde se encumbra al prestigio del derecho y la filosofía, que pasa de ser perseguida a perseguidora, que de minoría pobre se convierte en una poderosa y masiva organización. Por este motivo, la rebelión de San Antonio y los Padres del Desierto es radical, llena de toques quínicos clásicos, como las penitencias extremas, la vida rústica al estilo perruno, lo estrafalario de muchas de sus figuras, confinadas a una columna, encerradas en una cueva o encadenadas a una viga… Mas la crítica quínica les venía a estos hombres y mujeres, como a Francisco, de otra fuente, también rebosante de insolencias, ácidas ironías y acérrimas críticas al poder y la riqueza: la revelación bíblica.
¿No está acaso la Biblia hebrea repleta de momentos irónicos y gestos cínicos? Baste recordar las preguntas que hace un Dios omnipotente y omnisciente a Adán tras el pecado original: '¿Dónde estás, Adán?'; o a Caín, luego de matar a Abel: '¿Dónde está tu hermano?'. Sara riéndose porque ha de concebir ya anciana, David cortando la punta del manto de Saúl mientras éste estaba en la letrina, Elías mofándose de los profetas del dios Baal… También Moisés es un típico ejemplo del quínico religioso, que no da al faraón razones, sino que deja caer plagas sobre Egipto, y que, con rabia santa, destruye los ídolos de los infieles israelitas. O los profetas que, mugrosos y solitarios en el desierto, gritan con potente voz y sin pelos en la lengua, las maldades, los crímenes y las infidelidades de Israel, al que Ecequiel llega incluso a comparar con una ramera. Vaya, y no olvidemos que el corazón del Nuevo Testamento, los Evangelios —sobre todo, los sinópticos—, se centran alrededor no de un sistema lógico de enseñanzas y preceptos, sino de parábolas al más puro estilo semítico, con un indudable sabor campesino, de una cultura oral en torno a fogatas. Por supuesto, se trata de dicharajos y cuentos populares y experiencias personales de un campesino oriundo de un pueblo de mala fama, un factótum general, un hacelotodo o chambitas, que lo mismo hablaba de siembra y cosecha de trigo, que de albañilería, pastoreo, carpintería o trabajo de jornalero en una viña, como la sabiduría popular de Sancho Panza sobrepasa la locura erudita de Don Quijote. A diferencia de la pulida retórica griega que ya hallamos en el cuarto evangelio o las epístolas paulinas, las parábolas jesuánicas tienen ese inconfundible tono semítico del desierto, que considera a la poesía, con sus inolvidables hipérboles, únicas dignas de recordarse en medio de la infinita arena, la forma más alta de racionalidad. Como cuenta la historia, famosísima, de Hatim, un beduino que, a falta de su camello, para agasajar con carne a unos forasteros, tal como requería la 'etiqueta' del Sahara, sacrificó a sus hijos y los dio a comer a sus convidados. Hasta nuestros días, los árabes, para elogiar la generosidad de alguien, dicen: '¡Es más generoso que Hatim!'. De ahí, la enorme piedra de molino atada al cuello, el setenta veces siete o el quínico desenmascaramiento de los hipócritas: 'Quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra'…
Cualquiera que haya leído las Fioretti de San Francisco sabrá que, tras esa fachada sentimental y de piedad medieval —que ya de por sí, con sus reliquias y peregrinaciones, estaba bastante avocada a promover una fe emotiva y vivencial—, hay siempre un duro golpe de profeta. No puede uno leerlas y permanecer indiferente, sin escandalizarse o sentirse culpable, tal como deben de haberse sentido Inocencio III y su Curia al ver al mendigo aquel parado en medio de la imponente basílica de San Pedro. Sin embargo, a diferencia del quínico clásico y del satirista moderno, el quinismo franciscano no es moralista, no juzga ni condena, tampoco se burla y se ríe socarronamente. Desarma con la ternura y la inocencia, devela la Verdad desde la impotencia y la debilidad, como queda claro en una vieja historia de la tradición franciscana, en la que Francisco viajaba por el sur de Francia, por entonces infectado por la herejía cátara, cuando un par de cátaros reconocieron al célebre y piadoso varón, y deciden darle una lección. Lo tomaron del brazo y lo llevaron a la taberna del pueblo, donde señalaron a un ebrio y obeso hombre que jugueteaba con un par de sucias mujeres. Los dos cátaros se volvieron hacia Francisco y le espetaron: 'He allí al cura del pueblo, al representante de tu Iglesia'. El santo, sin inmutarse, se acercó al sacerdote, lo miró fijamente y, arrodillándose ante él, le dijo: 'Hermano, yo no sé si seas un pecador o no, pues eso toca sólo a Dios decirlo. Yo sólo sé que eres sacerdote de la Iglesia y que tus manos consagran el Cuerpo y la Sangre de Cristo', y, acto seguido, besó sus manos…
Contrariamente a Diógenes, Francisco no apuesta por una naturaleza burda y primitiva, que una a todos los Hombres en su animalidad, sino por una radical desnudez ontológica que hermane a la Humanidad entera en la fragilidad absoluta de su condición de orfandad. Sólo en la precariedad que se sabe necesitada puede actuar la Gracia. Baste un solo ejemplo, que tomo no del libro, sino de la versión fílmica de las Florecillas, la hermosísima película de Roberto Rossellini, Francisco, juglar de Dios (1950), en la que el guionista, Federico Fellini, recoge una pequeña historia del corpus franciscano y la transforma en una escena que reproduce a la perfección el delicioso tono de las Florecillas a la vez que amplifica la incisiva encarnación quínica de la verdad: Francisco y otro fraile se arriman a una casa para pedir limosna y resguardarse de la lluvia. El dueño del lugar les contesta con un tajante no. Los frailecillos, sin arredrarse, invocan bendiciones y paz para aquella morada, y reciben, a cambio, gritos y amenazas. Por última vez, dicen: 'La paz contigo y los de esta casa', hasta que sale el hombre aquel, les da de palos y los arroja fuera, al descampado, hundiendo sus rostros en el fango. Francisco, que había negado que la felicidad fuese la multiplicación de los hermanos menores, la conversión de la Iglesia toda o el bautismo de moros y judíos alrededor del mundo, responde, con la boca aún embarrada: 'Ésta es, realmente, la verdadera felicidad: sufrir oprobios y humillaciones por Jesús'.
Dicha encarnación desproporcionada y loca del mandato de la pobreza y del amor radical que exige el cristianismo la representan los yuródivii o 'locos por Cristo' de la tradición rusa, en la misma línea que San Antonio, Simón el Estilita, Francisco de Asís o San Bruno; vagabundos, harapientos, hombres extravagantes que no parecen sino repetir invectivas incoherentes y pronunciar sinsentidos y que, sin embargo, son los únicos realmente cuerdos y honestos en un mundo patas arriba. En los arquetipos de Dostoievski podemos observar una sofisticada construcción metafórica, quínica, que desnuda la Verdad, escandalosa e incómoda del Crucificado, al retratar la realidad última de lo inefable llevando a sus personajes al extremo de encarnar la radicalidad cristiana, como el príncipe Míshkin en El Idiota. Tampoco podemos olvidar la que se yergue, probablemente, como la mejor crítica quínica del cinismo mundano y religioso jamás escrita por un cristiano: el Elogio de la locura. En dicha obra, Erasmo de Rótterdam, erudito a la vez que sardónico, donde los haya, se atreve a asociar la figurilla del sileno, fea por fuera y bella por dentro, de la misma manera como se ha hecho con Sócrates y con Diógenes, con el mismísimo Cristo.
El quínico, los yuródivii, y el santo idiota pueden llegar, entonces, a descubrir la verdad tan contundentemente que evidencien las peores injusticias y hagan obvia la miseria humana. Por ello, el quínico vive en un barril lo mismo que el profeta y el eremita en el desierto. Y se ganan, entonces, el desprecio de los filósofos de Academia, el descrédito de los fariseos y maestros, la excomunión de la casta sacerdotal y la ejecución por parte de los Herodes y Pilatos de este mundo. No en vano René Girard ve en el despojo último de la Cruz la revelación definitiva —e, irónica o quínicamente, en medio del misterio— y el develamiento irrevocable del mecanismo satánico que está detrás de toda violencia e iniquidad en el mundo. Y así, descubierta la mentira y puesto en evidencia el mal, los potentados se lo piensan dos veces antes de deshacerse de los profetas y convertirlos en mártires, es decir, en el tipo extremo de quínico. Hoy ya no es posible menospreciar la potencia de las manifestaciones callejeras, los graffitti, los cartones satíricos, los documentales neoquínicos à la Michael Moore, los plantones, las huelgas de hambre o las performances de denuncia. Valga, de lo contrario, sopesar, en la Historia reciente, el testimonio vivo de monseñor Romero en El Salvador, la revolución pacífica de Solidarność en Polonia, la transición y reconciliación sudafricana, el papel de Gandhi en la independencia india o del reverendo King en la lucha por los derechos civiles en EE. UU. Incluso en nuestros días cínicos y descreídos, los poderosos han de tener mucho cuidado en esconder y manipular la información, sin tener que suprimir al crítico, al quínico o al profeta, pues entonces agravarían el problema: no sólo confirman abiertamente que éste tenía razón, sino que lo inmortalizan y lo convierten en un símbolo que traspasa fronteras, culturas, filosofías, religiones y valores culturales. En un verdadero ciudadano del mundo, como diría Diógenes, y en uno ejemplar.
No es coincidencia tampoco que los filósofos neoquínicos, también llamados 'de la sospecha', hayan intentado develar aquellas fuerzas y mecanismos ocultos o disimulados que hacen tan disfuncionales y perversas a nuestras sociedades. Si bien ya no tienen el prestigio de antes la voluntad de poder nietzscheana o la lucha de clases marxiana, sobreviven la Libido y el Deseo de Freud y Lacan, las relaciones de poder foucaultianas y la mímesis girardiana, las estructuras de pecado y la 'cultura de la muerte' de Juan Pablo II, el ontologismo y el connatus essendi levinasiano. Igualmente, vemos los intentos de Judith Butler y Giorgio Agamben, entre otros, de deconstruir la falaz ilusión moderna de unos derechos humanos en abstracto y fundar la dignidad humana en la realísima precariedad a priori de todo Hombre —le podríamos llamar, también, solidaridad en la miseria, y tendríamos una relectura del pecado original agustiniano—. Y esto seguirá siendo así mientras la razón cínica permanezca en su posición descarnada y dominante, pues el quinismo, por el contrario:
se atreve a salir con las verdades desnudas, verdades que en la manera como se exponen encierran algo de irreal. Allí donde los encubrimientos son constitutivos de una cultura; allí donde la vida en sociedad está sometida a una coacción de mentira, en la expresión real de la verdad aparece un momento agresivo, un desnudamiento que no es bienvenido. Sin embargo, el impulso hacia el desvelamiento es, a la larga, el más fuerte. Sólo una desnudez y una carencia de ocultaciones de las cosas nos liberan de la necesidad de la sospecha desconfiada. El pretender llegar a la 'verdad desnuda' es uno de los motivos de la sensibilidad que quiere rasgar el velo de los convencionalismos, las mentiras, las abstracciones y las discreciones para acceder a la cosa.
A pesar de que Oscar Wilde, nuestro quínico mejor vestido, concuerde conmigo al decir: 'No soy en absoluto quínico; sólo tengo experiencia… lo que, en último término, es lo mismo'; cabe mencionar que el quinismo original, al rechazar in toto la razón filosófica, al no aceptar siquiera las mismas condiciones del diálogo, acaba por desconocer a qué se opone y olvidar por qué optó originalmente por la vida quínica. La inestabilidad del hambre y la indigencia son contrarias al estudio y la filosofía, tanto como la pobreza contradice la posesión de libros y títulos universitarios. Ya el franciscanismo bien pronto enfrentó esta contradicción entre el irracionalismo al que tiende el quinismo y la razón cínica y satánica a la que tiende la lógica del poder y del saber: no es posible la predicación —ni siquiera la catequesis más fundamental de la que brota la fe— sin Lógos, sin libros, sin el Libro; y el saber arrastra, siempre e inexorablemente, hacia la certeza, la soberbia y la Inquisición. San Francisco, que se rehusó a escribir una regla que insertara su movimiento dentro de la rígida lógica del derecho canónico, permitió, no obstante, que su culto hermano, Antonio de Padua, estudiara y predicara. Un delicadísimo y peligroso equilibrio cuyo mejor ejemplo —y principal artífice— es el humilde catedrático San Buenaventura. Mas si, en efecto, como clama lapidariamente Levinas, el Lógos, dejado a sí mismo, acaba en Auschwitz, los quínicos que intentan servirse de él corren el riesgo de terminar como el cínico Gran Inquisidor de Dostoievski, crucificando en nombre del Crucificado, y justificándose con esa eruditísima pieza de argumentación escolástica, repleta de citas de Santo Tomás, que es el Manual de Inquisidores.
Pero es precisamente Dostoievski quien nos da la respuesta acertada, pues ante el Gran Inquisidor y su crudo e irónico realismo, producto de la desilusión y la insatisfacción profunda, presenta un Cristo cuya Verdad es demasiado grandiosa como para reducirla a palabras que refuten las de su oponente y que, en un gesto típicamente quínico, calla y besa en los labios al Inquisidor. Es decir, el quinismo auténtico, como el de los profetas y el de San Francisco, al igual que toda filosofía, sólo obtiene su valía y se alza a su verdadera altura, por efecto directo de la Gracia divina. Ese beso en los Karamazov resume perfectamente bien el núcleo duro del cristianismo, de la experiencia cristiana fundamental: la redención/liberación por la Gracia/Verdad. Liberación con respecto a un orden de las cosas falso, liberación de mentiras arraigadas sobre Dios, el mundo y nosotros mismos. Liberación un tanto insolente y desfachatada, como la de Giovanni di Bernardone desnudándose en la plaza de Asís, fulminante y contundente como la de Saulo cayéndose del caballo en el camino a Damasco, violenta y dolorosa como la de Íñigo y la bala de cañón que le rompió la pierna y el orgullo… pero siempre con la luz incuestionable de la Verdad desnuda de Dios, que impulsa el dejar todo y seguirle incluso hasta donde no se quiere, con la fuerza sobrenatural de la Gracia, que posibilita a lo temporal y corruptible tornarse eterno e inmortal; a la filosofía, en sabiduría; y al Hombre pecador, en santo.
Ahí está, si no, Maximiliano Kolbe, franciscano, nada más ni nada menos que en Auschwitz, contradiciendo todo lo que dicta la lógica humana: que el mal absoluto no tuvo la última palabra, por más que su pequeño y absurdo gesto quínico no tuvo el más mínimo efecto humano. De hecho, tras su muerte, en 1941, Auschwitz se expandió a Birkenau y Monowitz para convertirse en la mayor central de matanza industrializada de la Historia, donde más de un millón de personas serían asesinadas.
Quizás es por ello que, al final, Adorno se mordió la lengua y se retractó. Sí, la creatividad existencial, vital, graciosa, del espíritu humano, la poesía, ha de erguirse por sobre sus categorías, formas y tradiciones, sin renunciar a ellas, para purificarse, aunque sea desnudándose groseramente de vez en cuando, de cara al rostro del prójimo y a las realidades más simples y a las experiencias más extremas:
La filosofía tiene que pasar por el shock de que cuanto más profunda y fuertemente se adentra en su tema, tanto más sospechosa se hace de alejarse de él como es de verdad. Si llegara a desvelarse la esencia, se vería que las opiniones más superficiales y triviales tienen más razón que las que buscan lo esencial. Es una cruda luz la que así cae sobre la verdad. La especulación se siente obligada en cierto modo a conceder a su adversario, el common sense, el valor de un correctivo. La vida da pábulo al horroroso presentimiento de que lo que debe ser conocido se parece más a lo que se halla a ras de suelo que a lo noble.
Entonces, si tenemos suerte, tal vez podamos alcanzar a ver la Belleza, el Bien y la Verdad que para Maximiliano Kolbe brillaban intensamente en Auschwitz. No incluso en Auschwitz, sino, sobre todo y especialmente, en Auschwitz, el producto más acabado de la razón cínica.



Ambrose Bierce, El diccionario del diablo, México, Premià, 1977, p. 58. El término que aparece originalmente en el diccionario es, obviamente, el de 'cínico', pero yo utilizaré, como se verá a lo largo del artículo, el de 'quínico', que expresa la acepción positiva del cinismo clásico.
Cfr. Oscar Wilde, El abanico de Lady Windermere, acto III.
Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, Madrid, Ediciones Siruela, 2004, p. 21.
Ibid., p. 15.
Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Valencia, Pre-Textos, 2009, p. 10.
Cfr. Theodor W. Adorno, Gesammelte Schriften VI, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1977, p. 30.
Cfr. Ricardo Ibarlucía, 'Simiente de lobo: Celan, Adorno y la poesía después de Auschwitz', en: http://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0101-31731999000100011&lng=es&nrm=iso&tlng=es
Imre Kertész, 'Sombra larga y oscura', en Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura, Barcelona, Herder, 2002, p. 66.
Primo Levi, Entrevistas y conversaciones, Barcelona, Península, 1998, p. 174.
Citado en Giorgio Agamben, op. cit., p. 8.
Cfr. Slavoj Žižek, 'La Pasión en la era de la creencia descafeinada', en: http://geocities.ws/zizekencastellano/artpasion.html
Id., El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI, 1992, p. 57.
Peter Sloterdijk, op. cit., p. 37.
Ibid., p. 40.
Cfr. W. J. Leatherbarrow, 'Introduction', en Id. [ed.], The Cambridge Companion to Dostoevskii, Cambridge University Press, 2004.
Cfr. Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, Bogotá, Norma, 2008.
Peter Sloterdijk, op. cit., p. 177.
Cfr. Ibid., p. 175.
Ibid., p. 38.
Cfr. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, VI, II, 29
Peter Sloterdijk, op. cit., p. 177.
Ibid., p. 182.
Diógenes Laercio, op. cit., VI, II, 31.
Ibid., VI, II, 14.
Id., VI, II, 18.
Cfr. Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, IV, IV.
Cfr. Éloi Leclerc, OFM, Francisco de Asís o la vuelta al Evangelio, Salamanca, Sígueme, 2009.
Cfr. Gilbert Keith Chesterton, St. Thomas Aquinas and St. Francis of Assisi, Nueva York, Ignatius Press, 2002.
Cfr. José María Castillo, El futuro de la Vida Religiosa: de los orígenes a la crisis actual, Madrid, Trotta, 2003.
Cfr. Wael Farouq, 'En las raíces de la tradición árabe', en AA. VV., Dios salve a la razón, Madrid, Ediciones Encuentro, 2008, pp. 93-124.
Cfr. Hans-Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, vol. V, Madrid, Ediciones Encuentro, 1988. pp. 179-190.
Cfr. Erasmo de Rótterdam, Elogio de la locura. Coloquios, México, Porrúa, 2007.
Cfr. René Girard, Veo a Satán caer como el demonio, Barcelona, Anagrama, 2006.
Cfr. Judith Butler, Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Barcelona, Paidós, 2010.
Cfr. Giorgio Agamben, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011; o bien: Id., 'Sobre lo que podemos no hacer', en: http://nohacerlopreferiria.blogspot.com/2011/05/sobre-lo-que-podemos-no-hacer.html
Peter Sloterdijk, op. cit. p. 30.
En su libro, Sabiduría de un pobre, Éloi Leclerc, OFM, narra la siguiente historia, que ilustra bien este punto: 'Después de haber estado rezando en el bosque, según su costumbre, Francisco encontró en la ermita un hermano joven que le esperaba. Era un hermano lego, venido expresamente para pedirle un permiso. A este hermano le gustaban mucho los libros, y quería que el padre le permitiera tener algunos. Especialmente deseaba poseer un salterio. Su piedad ganaría, explicaba él, si podía disponer libremente de estos libros. Tenía ya el permiso de su ministro, pero le gustaría tanto obtener el de Francisco… Francisco escuchaba al hermano exponer su demanda. Veía mucho más lejos de lo que él decía… Bajo pretexto de piedad estaba, pues, a punto de desviar a los hermanos de la humildad y simplicidad de su vocación. Pero no bastaba eso. Los innovadores querían que él, Francisco, diera su aprobación. La autorización que diese a este hermanito sería evidentemente explotada por los ministros. Verdaderamente, era demasiado. Francisco sintió que le subía una cólera violenta. Pero se tensó y se contuvo. Hubiera querido estar a mil leguas de allí, lejos de la mirada de este hermano que esperaba y espiaba sus reacciones. De repente le asaltó una idea.
—¿Quieres un salterio? —gritó—. Espera, voy a buscarte uno —saltó hacia la cocina de la ermita, metió la mano en el hogar apagado y cogió un puñado de ceniza y volvió corriendo al hermano—. Aquí tienes un salterio —dijo. Y, al decirlo, le frotó la cabeza con la ceniza. El hermano no esperaba eso y se quedó con la cabeza baja. Francisco mismo, una vez pasada su primera reacción, se encontró desarmado ante este silencio. Había sido demasiado rudo. Hubiera querido ahora explicarle por qué había obrado así, decirle que no tenía nada contra la ciencia ni contra la propiedad en general, pero que sabía él, el hijo del rico mercader de tejidos de Asís, lo difícil que es poseer algo y seguir siendo el amigo de todos los hombres y, sobre todo, el amigo de Jesucristo. "Si tenemos posesiones, nos harán falta armas para defenderlas": al salterio seguirían el breviario, los libros de teología, la facultad universitaria, y mucha sabiduría, y las armas para protegerla: la Inquisición… Todas las relaciones humanas falseadas, corrompidas, reducidas a relaciones de dueño y de siervo a causa del haber. A causa de bienes que creemos poseer. Eso era grave, demasiado grave, para que se pudiera sonreír. Pero Francisco no tenía ante él más que a un niño, pero a quien era preciso tratar de salvar. Se sintió lleno de inmensa piedad por él. Lo cogió maternalmente por el brazo y lo llevó junto a una roca, en la que se sentaron los dos.
—Escucha, hermanito —le dijo—. Voy a confiarte una cosa. Cuando yo era más joven, también fui tentado por los libros. Me hubiera gustado tenerlos. Pensaba entonces que me darían sabiduría. Pero, mira, todos los libros del mundo son incapaces de dar la Sabiduría. En la hora de la prueba, en la tentación o en la tristeza, no son los libros los que pueden venir a ayudarnos, sino simplemente la Pasión del Señor Jesucristo —Francisco se calló un instante. Después, dolorosamente, añadió—: Ahora yo sé a Jesús pobre y crucificado. Esto me basta'. Cfr. Éloi Leclerc, OFM, Sabiduría de un pobre, Madrid, Ediciones Encuentro, 2010.
Cfr. Nicolás Aymerich, OP, Manual de Inquisidores, Madrid, La Esfera de los Libros, 2010.
Theodor Adorno, 'Después de Auschwitz', en Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1975, p. 364.



Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.