Atlas desnudo: la mitología neoliberal

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ATLAS DESNUDO: LA MITOLOGÍA NEOLIBERAL Juan Luis Conde Profesor Titular de Filología Latina en la UCM [email protected]

Para muchas personas la idea de “mitología” suena a cosa de otro tiempo. Para unos, para los que siguen creyendo en las creencias, las mitologías fueron superadas por las religiones; para otros, los que prefieren no creer en las creencias, las mitologías han sido erradicadas por la ciencia. Y sin embargo el proceso mediante el cual se crearon y desarrollaron en el pasado es perfectamente atemporal, y sigue muy vivo a fecha de hoy. Podríamos decir que, en la más sencilla de sus presentaciones, una mitología es una nomenclatura detrás de cuyos términos no hay definiciones, sino historias, relatos. A diferencia de cuando pregunto por “diámetro” o por “capa freática”, cuando pregunto por “Hércules” no espero una definición formal como respuesta, sino una o varias anécdotas de las que los griegos atribuían a Heraclēs y los romanos a Hercules. Los términos de una mitología no se escriben con minúscula, como los nombres comunes, sino con mayúscula, como corresponde a los nombres propios. En otras palabras, los miembros de este particular catálogo no son conceptos sino personajes - incluso aunque, a empujones del escepticismo moderno, se pretenda lo contrario. Un buen ejemplo de ello es el programa neoliberal contra la llamada crisis. Camuflado tras las apariencias de una ciencia positiva, maravillosamente adaptada para el Power-Point (estadísticas, gráficos, porcentajes, infogramas), reúne sin embargo todos los rasgos de una nueva religión. Me atrevería a decir que esa fe sustituye ya con ventaja a las viejas y gastadas creencias - por lo menos es la única fe en la que los ricos y poderosos de todo el mundo parecen creer a pie juntillas. El origen de ese programa es un relato que puede seguirse en una novela publicada en los primeros tiempos de la guerra fría (1957) por Ayn Rand,

 

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pseudónimo de una escritora rusa exiliada en Estados Unidos, cuyo título original, Atlas shrugged, se tradujo al castellano como La rebelión de Atlas. En dicha narración, los ricos y poderosos se presentan como las grandes víctimas de la sociedad: identificados con las personas activas y emprendedoras (en consonancia con el mito calvinista que considera que la suerte de cada uno en la Tierra es una señal divina), son explotados por los parásitos que constituyen el cuerpo social en la doble forma de impuestos que alimentan la ociosidad y salarios cada vez mayores. Para protestar contra esa intolerable “explotación”, los espíritus productivos se ponen en huelga, una huelga ciertamente novelesca que trae como consecuencia el empobrecimiento generalizado. Su desaparición de la escena se traduce en lenguaje de la mitología clásica: es como si Atlas dejara de sostener el mundo sobre sus hombros. Moraleja: el (merecido) enriquecimiento de unos pocos es lo que hace posible la prosperidad de todos. Punto final. Sobre ese relato fundacional (de tamaño nada desdeñable: unas mil páginas) se desarrolló un trabajo posterior en pos de la respetabilidad académica. Formalizado como doctrina económica por Milton Friedman, padre de la llamada Escuela de Chicago, la mitología neoliberal ha sostenido una ofensiva reaccionaria activa desde los años 70 que fue galardonada con el Premio Nobel de Economía en 1976. Su expansión inicial, sin embargo, tiene poco que ver con sosegados seminarios universitarios: se identifica más bien con golpes de estado, juntas militares, torturas y desapariciones en el Cono Sur americano. Una aproximación a sus métodos y objetivos nos la ofrece el libro de Naomi Klein La doctrina del shock. Hay que subrayar que esa ofensiva se plantea, desde muy pronto, la necesidad de una victoria también a través del discurso, así como la superación del triunfo de la izquierda en la Kulturkampf, la “guerra cultural”. De hecho, es la crítica de izquierda la que había puesto de manifiesto la vacuidad del lenguaje ideológico y la posibilidad de su manipulación. También de hecho, una buena parte del trabajo consistió en revertir el prestigioso lenguaje de la izquierda contra sí mismo. A ese trabajo se pusieron con renovadas energías en Estados Unidos produciendo teología laica en dos entornos intelectuales fundamentales: las business schools surgidas a partir de las ideas de la Escuela de Chicago y los think tanks neoconservadores financiados con ese objetivo. La caída del muro

 

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de Berlín, en 1989, revolucionó el proceso. Una vez que el enemigo ideológico había sido sonoramente derrotado ya no había lugar a dudas o tibiezas: a los pocos meses se sancionaba el Consenso de Washington, convirtiendo al neoliberalismo en esa particular especie de nueva religión oficial con aspecto de ciencia incuestionable - las sayas que ocultan una mitología a quienes ya no creen en las mitologías.

1) Los grandes dioses En la cúspide del sistema mitológico neoliberal hay una divinidad a la que todo lo demás -todo, desde la política hasta el amor- ha de subordinarse: la gran diosa Economía. Economía es la moderna heredera de las grandes hipóstasis de la Antigüedad, gracias a las cuales conceptos enigmáticos y convenientes, como Fortuna, Victoria, Concordia, Paz o Libertad, se personalizaban primero y se sacralizaban a renglón seguido. Su nombre griego significa “la administración de la casa”, lo cual permite a algunos economistas establecer alegremente y a conveniencia ecuaciones directas entre la administración del Estado y la doméstica. Enemiga mortal de su hermana Ecología, es mundialmente célebre por sus crisis periódicas de histeria, durante las cuales -paradójicamente- se vuelve apática y se contrae (en ese estado depresivo llega incluso a sentirse “estrangulada” o “asfixiada”). Economía es la gran diosa a la que todo se sacrifica: ella nos promete felicidad tan pronto como esté cómoda y satisfecha (léase “activada”, “reanimada”, “en expansión”, “en crecimiento”), pero nunca parece estar lo suficientemente satisfecha y siempre exige más sacrificios. (Toda religión tiene tabúes, y la neoliberal con mayor motivo: nótese que no debe mencionarse la política. La política y los políticos han sido desacreditados gracias a un esfuerzo al que se han sumado ellos mismos con entusiasmo. Para que se comprenda que uno se mantiene en la ortodoxia y no pueda ser acusado de herejía o cisma, ha de hablarse de gobernanza en lugar de política. Asímismo el dios Dinero ha desaparecido de la nueva mitología: no se habla de él. Se habla de financiación, inversiones, capitalización, recursos

 

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económicos y otras mil expresiones, pero mentar expresamente al “Dinero” es de mal gusto.) Para combatir los periódicos ataque de histeria de la diosa Economía, la mitología neoliberal ha propuesto su matrimonio con el dios Mercado, en la raíz de cuyo nombre (merc-) podemos todavía percibir los ecos de viejos dioses como Mercurio, patrono al mismo tiempo de los mercaderes y de los ladrones. Incluso alguna corriente analítica ha llegado a insinuar un parentesco con cierto apellido alemán - Merkel. El dios Mercado es, como lado masculino de la celestial coyunda, lo Sagrado, lo Incuestionable, aquel que los sucesivos sínodos neoliberales han identificado, sin excepción, como irremplazable macho de la Gran Hembra. Como esposo de Economía tiene una misión particular: regular sus periódicos ciclos de malhumor contra los mortales. Algunos de los escépticos y rebeldes se atreven a insinuar que Mercado es una advocación encubierta para no hablar profanamente de “capitalismo”. Aunque poner en duda sus poderes testiculares así como su vínculo natural con Economía constituye un gran tabú, y a quienquiera que se le ocurra hacerlo tendrá que sufrir graves acusaciones y persecuciones sin cuento, lo cierto es -aseguran los incrédulos- que nada prueba que Mercado sepa regular el carácter hostil que la diosa muestra hacia la gente. Una prueba de esa impotencia la proporciona una de sus más misteriosas epifanías. Como le sucede al viejo Dios uno y trino de la religión católica, o a la Hidra de múltiples cabezas, el dios Mercado también conoce a las Personas del Verbo, presentándose sobre la faz de la Tierra como entidad plural. Pero es precisamente en su forma plural (los Mercados), en la que con más claridad exhibe su naturaleza irracional, infantil, caprichosa y agresiva. El actual ministro

de

Economía

de

España,

buen

entendedor,

ha

declarado

recientemente: “Los Mercados siempre sobrerreaccionan”. En consecuencia, éstos siempre han de ser “calmados” o “tranquilizados”. Para propiciarlos, hay que “ganarse su confianza”, seducirlos y de paso también congraciarse con la gran diosa: eso se consigue, al parecer, mediante una buena “imagen”, por ejemplo, “la imagen de España”, cuyo ideal podría resumirse con la sencilla fórmula Trabajar como chinos y callar como muertos. Toda esta mitología requiere para su engranaje de un tótem fundamental, una piedra angular sobre el que descansa: el dios Empleo. Entre los hijos,

 

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primos y demás familia de esta sagrada coyunda hay una constelación de pequeñas y no menos poderosas divinidades menores entre los que destaca este dios escaso y esquivo. Él es lo que más se echa de menos como consecuencia de la “crisis”, constituyéndose así en la Gran Coartada, el Gran Fetiche, la Gran Invocación - el amuleto en cuyo nombre (en la forma, por ejemplo, la “Creación, Generación de Empleo”) se permiten todas las transgresiones, todas las violaciones, todas las agresiones y tropelías. Podría decirse que cualquier corrupción, cualquier atentado contra el ser humano o el planeta se perdonan en nombre del Empleo. Hablaremos con detalle sobre esto más abajo, pero como idea-aperitivo y para dejar en evidencia la subordinación de las viejas religiones a la nueva fe: si es en nombre del Empleo, los leguleyos cristianos pueden crear un complejo de juego, consumo de droga y lupanares varios con la correspondiente bendición apostólica y modificando todas las leyes a que hubiere lugar. Ítem más: nótese que debe decirse Empleo y no “Trabajo”. La idea fundamental es que todo el mundo debe trabajar y, desde el relato fundacional de Ayn Rand, los que más trabajan son los jefes, los directivos, los “líderes”. Ellos son amantes entusiastas del trabajo (¡con gran cuidado en este capítulo del catecismo no se menciona a los “inversores”, que hacen dinero mientras duermen!). Incluso S. M. el Rey aduce tener “mucho curro”. Por lo tanto no se puede llamar “trabajadores” en exclusiva a los “empleados”. Esta última denominación tiene la innegable ventaja de que sitúa a éstos en una relación de dependencia natural (los díscolos dirían sometidos al chantaje) de los llamados “creadores de empleo”, a quienes siempre se invoca con especial predilección y en cuyo beneficio se organiza la sociedad. Por esta vía -aseguran los heterodoxos- cuando se piensa en forzar a la gente a trabajar, se les habla de la necesidad de “crear empleo”. La referencia al “trabajo” no es, sin embargo, un tabú convencional. En la liturgia neoliberal la palabra se utiliza, sí, pero de una manera estrictamente moral: en las guerras sostenidas por el Orden dominante, el enemigo (terrorista siempre) mata, asesina, roba y saquea; “nuestros chicos”, en cambio, están haciendo su trabajo. Hacer “su trabajo” exonera de cualquier pensamiento o de cualquier exigencia ética. Los demás, naturalmente, tenemos la obligación de comprenderlo: ¡hay que pagar las facturas! Cuando la policía agrede a los

 

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pacíficos manifestantes que protestan contra el imperio del dogma neoliberal y sus consecuencias, se dice que están, también ellos, haciendo su trabajo. En definitiva, de una manera paralela a Empleo, pero sin confundirse con el Gran Fetiche, “trabajo” se usa como lenguaje cohonestador de infamias y desafueros: soldados invadiendo países, policías reprimiendo o ... políticos aprobando “reformas” por decreto (véase asímismo “remangándose y haciendo los deberes”). Ítem más más: nótese que en este marco de creencias, cuando se menciona a las personas se hace bajo advocaciones que ponen de relieve su condición de practicantes y creyentes de la fe económica. No diga ciudadano o trabajador, no diga siquiera gente o pueblo - diga consumidor, contribuyente, empleado, desempleado, etc. En el Metro de Madrid la megafonía ya no se dirige a los viajeros, o a los usuarios, sino a los “señores clientes”. “Clientes” son también los estudiantes de las Universidades o los pacientes de los hospitales.

2) Dioses menores: las Reformas Las violaciones de las que los mortales somos víctima en nombre del sacrosanto dios Empleo y con la pretensión de congraciarse a la diosa Economía son perpetradas por las divinidades menores conocidas como las Reformas. Como las Harpías o las Furias de la mitología grecolatina, las Reformas no dejan títere con cabeza: sientan bien a Economía, pero dañan a la gente sin compasión. O bien, formulado como subordinación temporal, cada vez que agreden a la gente, sube la Bolsa. Se comprende que desde la Bolsa se subraye su inexorabilidad: “No queda otro remedio”, “No hay alternativa”, “Es lo que hay que hacer”, etc. Instrumento efectivo de los sacrificios exigidos por la diosa, sus nombres se repiten incesantemente como mantras a través de todos los Medios de Comunicación. Pegando la oreja a la radio o al televisor, cada mañana podemos escuchar en boca de los imames (o cantamañanas) también llamados “periodistas” tres familias de inexorables Reformas, a saber: Dades, Encias y Ciones. Entre las malvadas Dades se cita a Competitividad, Flexibilidad, Movilidad o Productividad; entre las pérfidas Encias, a Solvencia,

 

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Excelencia,

Eficiencia

o

Transparencia;

Desregulación,

Privatización,

Modernización y Liberalización son las más célebres de las salvajes Ciones. Como el lector avispado habrá advertido, sus nombres colectivos coinciden con sus desinencias comunes. Pero, como expondré a continuación, esta comunidad formal parece arropar cierta comunidad de objetivos. 2.1) Dades: contra los trabajadores y sus sindicatos Según el credo neoliberal, la diosa Economía no es infinita: no puede arrojar sus beneficios sobre todos sus feligreses a la vez. Si bendice a unos, maldice a otros, y viceversa. La gran diosa Economía nunca podrá abarcar a todos en su abrazo: siempre habrá perdedores. Eso significa que sus creyentes están en pugna permanente entre sí por sus favores: es la llamada Competitividad. Escuchemos al ministro español de Asuntos Exteriores, señor Margallo: “En un contexto como éste de competencia por capitales escasos, etc.” Adviértase la idea del sistema subyacente: una manta que no puede tapar a todos. Y ciertamente, si uno tuviera que identificar la diosa con alguna referencia concreta en la realidad, hablaría de “capitales errantes”, es decir, de toda esa masa monetaria que circula por el mundo en permanente huida de las Haciendas nacionales. En nombre de esta competición por capitales errantes y escasos (sic), cuyo lastre fundamental -se insiste en ello- son los llamados “costes laborales”, se exigen ineluctablemente la rebaja salarial, el despido libre, el retraso de la jubilación y hasta la semana laboral de seis días. La Competitividad es la madre de las otras Dades, todas ellas flagelo de sindicatos y martillo de trabajadores. La preeminencia de esta Dad inexorable, en cuyo nombre se propone incluso el enterramiento tout court de la política, es tal que en los últimos tiempos hemos vivido un proceso bien conocido de las figuras mitológicas, pero infrecuente: su institucionalización. De ese modo el señor De Guindos dirige por primera vez en nuestro país un Ministerio dedicado a la “Economía y Competitividad”. Por su parte, la Reforma llamada Productividad une a su plaga contra los hombres, su agresión contra el planeta, convirtiéndose así en ariete de

 

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Economía contra Ecología. Por lo demás, delata los profundos vínculos entre dos mitologías aparentemente antitéticas: el neoliberalismo y el estalinismo. Las dos religiones enemigas en principio y por principio estaban sin embargo de acuerdo en una cosa: poner a todo el mundo a trabajar. Lo que unos llaman Productividad, la otra Iglesia lo llamaba Estajanovismo. Una de las supuestas facultades tanto de Productividad, como de Competitividad, y que incide en su pretensión de realidad, es que son mesurables. Si algo se puede medir, es que existe. Hay sin embargo quien dice que no hay manera. Por suerte no soy el único que piensa que tratar a los países como si fueran empresas es una superstición bastante turbia además de una gruesa manipulación de los saberes compartidos: en octubre de 2012 el herético mensuario Le Monde Diplomatique publicaba un artículo en portada titulado “La competitividad, un mito”, en el que se desechaba con buenos argumentos semejante pretensión de la ortodoxia. Como sucedía con los peores demonios tradicionales (el apodo del Príncipe de las Tinieblas, Lucifer, significa “el que trae la luz”), los hombres tratan a menudo de conjurar la perversidad de estas modernas furias detrás de eufemismos delicados o benéficos, conocidos por los expertos como “apotropaicos”. Así, al despido libre y la extinción de otros derechos laborales, tachados de “rigideces”, se los denomina con galantería Flexibilidad. Los nombres de las Reformas nos ofrecen un buen ejemplo del fino trabajo apotropaico desarrollado en los think tanks de cuya manufactura ha salido todo este tarot, y cuya pericia en el manejo de los sufijos no debe despreciarse: igual que Flexibilidad, otra de las más graves Dades, Movilidad, presenta los hechos como una bonita oportunidad que parece liberar a los empleables -digamos- de una parálisis, en lugar de evocar en la imaginación la malhadada obligatoriedad o constricción a la que castiga: la necesidad perentoria de perseguir de pueblo en pueblo contratos precarios. Para hacer justicia al personaje en cuestión, en lugar de Movilidad laboral, el orginal inglés Mobility hubiera debido traducirse como Migración. Quizá aún más fecundo a la hora de representar ideas en la cabeza del oyente hubiera sido Nomadismo, aunque, para entendedores mesetarios, sin duda nada más claro que Trashumancia.

 

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2.2) Encias: contra el servicio público y el Estado redistribuidor Blanco prioritario de los disparos del neoliberalismo (como bien sabe el señor Rosell, presidente de los empresarios españoles) es el servicio público, el funcionariado que lo sostiene y, en último extremo, el Estado en su faceta redistribuidora. Contra ellos preferentemente cabalgan las Encias: cada una de ellas ataca un defecto que el discurso recurrente achaca sin paliativos a la esfera pública. Así, la idea de rentabilidad a toda costa está inscrita en Solvencia, que galopa garrocha en ristre contra la insolvencia endémica del Estado. Por su lado, el mito posee la virtud de desafiar cualquier experiencia personal y arrinconarla: poco importa que la solvencia de las empresas privadas resulte, cuando menos, intermitente; poco importa que los servicios públicos se hayan vuelto insolventes gracias a años de (mala) administración por parte de equipos de gobierno empeñados en hacerlos insolventes para después acusarlos de insolventes. Y cuando resulta que la empresa pública es indiscutiblemente solvente (como el Canal de Isabel II en Madrid) se aplica la ideología de la privatización - sobre la cual, más abajo. Las Encias actúan como contrafiguras redentoras de los mitos negativos que, a su vez, el neoliberalismo ha creado en torno a lo público. De nuevo los mitos obturan la consciencia y achatan las entendederas: supuesta realidad en los dominios de la empresa privada, la Encia conocida como Eficiencia se dirige con ceño fruncido contra el mito del derroche público - a pesar de que todo el mundo guarda en su retina una imagen farandulesca, deslumbrante e inconfundible de Manhattan la nuit, vista desde Brooklyn, iluminada hasta la última bombilla de sus privadísimos pisos de oficinas, en lo alto de los rascacielos, mientras que, a ras de calle, el alumbrado público está entre tenebroso y directamente apagado. ¡Ah!, qué díficil equilibrio debe guardar el capitalismo (quiero decir, el Mercado) sobre el canto de esas dos imágenes antitéticas que lo representan: el glamur y el relumbrón festivo con que triunfó sobre la siniestra miseria del comunismo, por el anverso, y el ahorro putañero que se supone a la gestión privada sobre cualquier cosa colectivizada, por el reverso. Pero esa contradicción es la que fundamenta la acuñación de sus Encias: si alguna palabra adora el moderno capitalismo es la de Transparencia, erigida contra la

 

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opacidad proverbial de las cuentas públicas - en el mundo de los paraísos fiscales, los secretos bancarios o las SICAV. ¿No es pasmoso que haya cundido como ejemplo de Transparencia el recurso a auditorías externas, empresas conniventes necesariamente con quienes les pagan, elevadas a la fama y a la gloria - sólo para ser abatidas una tras otra como fichas de dominó? Debiera añadir algo sobre una de mis más odiadas Encias, Excelencia, un personaje concebido específicamente en contra de la educación pública, acusada de mediocridad o, en términos aguirrescos, de “igualar hacia abajo”. Bajo su manto se esconde un elitismo que parece de derecho propio, el de la inteligencia, y que desvergonzadamente se usa de estandarte para todos los demás, en particular el burdo clasismo dinerario. El hecho de que incluso la Universidad pública y otras instituciones que defienden la igualdad se hagan eco y uso de este término da una idea de hasta qué punto ha calado la mitología neoliberal incluso entre quienes más tienen que defenderse de ella. Alguna explicación sobre este punto puede darnos la tercera ristra de Reformas pendencieras.

2.3) Ciones: contra la ley y su propósito igualador De las tres familias de Reformas que conocemos, quizá sean las Ciones las más crueles y, a la vez, engañosas. Ellas representan el núcleo ideológico del neoliberalismo - un núcleo que, como le sucede a la cebolla cuando quitamos capa tras capa, resulta que está vacío. Monstruos huecos de carcasa dura, los nombres de las crueles Ciones están formados sobre eufemismos aprotopaicos. A su cabeza se encuentra Modernización, cuya actividad fundamental consiste en configurar una “modernidad” con un único pasado del que abjurar: el comunismo o el socialismo en cualquiera de sus facetas (incluso en esa presentación desleída y sosa, la socialdemocracia). Los sindicatos son “anticuados y reaccionarios”, los “progres” son carcas, las políticas de izquierda, “rancias y trasnochadas”, la sanidad y la educación públicas, “antimodernas”. Sin embargo, detrás de esa máscara de vanguardia, Modernización pretende simplemente devolvernos mucho más atrás aún, literalmente hasta el feudalismo, es decir, hasta un mundo de señores caritativos y siervos

 

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agradecidos, un mundo en el que la desigualdad es un hecho reconocido y aceptado con naturalidad. Las Ciones en su conjunto están diseñadas para destruir el efecto igualador de la ley, aquel que daba armas al débil contra el fuerte y que se encuentra en los mismísimos orígenes de la ley escrita en Grecia y Roma. Para la mitología neoliberal, el regreso es el progreso. La devolución de poderes a los fuertes avanza a empujones de ogros y quimeras tales como Desregulación (una posesión demoníaca que ha conseguido convencer al público de que sería bueno que a los combates de boxeo se le quitasen las reglas, los árbitros y las categorías, de modo que un peso pesado pudiese enfrentarse “en libre competencia” a un peso pluma) o Privatización, un célebre pelotazo cuya fama dudosa a veces se camufla, aún más eufemísticamente, como Externalización, engendro monstruoso, frankensteiniano, resultado de la coyunda pseudocientífica entre un anglicismo “external”, un helenismo pasado por el latín “iza” y la desinencia correspondiente a su triste familia de Reformas. A propósito de Privatización y la extraña relación de las Ciones con el tiempo, conviene advertir que con el mismo empeño y terquedad con que los oligarcas del nuestro se empeñan en desmantelar lo público, los nobles romanos de la Antigüedad se negaban a privatizar el ager publicus (campo público). Esto era así porque su control total sobre los resortes del Estado les confería, de hecho, la exclusiva sobre su explotación. En tiempos, sin embargo, en que el Estado se ha visto asaltado por la chusma y corrompido por prebendas para los más débiles y privilegios para los más pobres, los oligarcas y potentados “adelgazan” sus hechuras para dejarlo reducido a facultades represoras y resortes legislativos que permitan seguir trasvasando fondos públicos a bolsillos privados y dando aire a sus Reformas. Del mismo modo que cuando la veleta cambia de orientación no es la veleta la que cambia, sino el viento, el lenguaje para defender los privilegios se adapta, pero la defensa cerrada de los privilegios sigue siendo la mismita de siempre. Las Ciones son piezas clave de la mitología neoliberal y sus nombres especialmente apotropaicos, idóneos para un contenido hueco, explica por qué una ideología que pretende convertir en esclavos a la inmensa mayoría envía en su contra a la diosecilla Liberalización. Detrás del ya de por sí confuso adjetivo “liberal” aletea aquí un sentido de “Libertad” que significa, específicamente, el

 

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derecho del dinero a gozar de sus privilegios: siempre que el neoliberalismo habla de “libertad” está hablando del negocio, del derecho a ejercer su poder económico y encadenar a él a quien no lo posee.

3) Las instituciones eclesiales y su lenguaje Como los estados de conmoción en que se ha sumido a la población con golpes de Estado o juntas militares, tras el tsunami en Sri Lanka o el colapso de la Unión Soviética, la “crisis” que en Europa ha sido resultado necesario de la ofensiva neoliberal, se ha convertido, al mismo tiempo, en oportuno cooperante de su intensificación. En tales condiciones, con el público anonadado, puede observarse una cierta ambivalencia explicativa del experimento: nadie sabe si las Reformas se desencadenan porque no queda más remedio (como sacrificios a una diosa Economía apática y contraída) o porque es lo bueno y lo moderno (como sacrificios debidos en cualquier caso, incluso aunque la diosa estuviese “activa” y “en expansión”). Las Reformas en tiempos de Crisis, ¿son cosa de la modernidad o de la austeridad? Por ejemplo, las Privatizaciones: ¿se abaten sobre nosotros porque el Estado no puede (el Estado de Bienestar es insostenible, hay déficit público, etc.) o porque no debe (es malo para la diosa Economía, como se decía en épocas de bonanza)? En cualquier caso, nieve o haga sol, las Reformas siguen siendo alentadas año tras año por los intérpretes legítimos de la voluntad de la diosa, a quienes parece importarles un comino lo sospechosa que resulta la coincidencia entre conveniencia y necesidad. La nueva Mitología ha generado, naturalmente, sus coros eclesiásticos, sus instituciones y sus principados, poderes y potestades. En primer lugar en este capítulo habría que mencionar a las Siglas, sacerdotes e intérpretes infalibles de la voluntad de la diosa y de sus machos superiores, los Mercados. Entre las Siglas más recurrentes e influyentes podemos citar a FMI, OCDE, BM, OMC, UE o BCE. A veces estos hipocorísticos mutan en advocaciones de tipo local como “Bruselas”, “Berlín” o “Washington”. A las Siglas y Topónimos deben añadirse asímismo los diversos Alfanuméricos: G-7, G-8, G-20, etc. Todas estas instituciones y sus portavoces saben en cada

 

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momento, sin lugar para la equivocación, lo que Economía o los Mercados “desean”, “exigen”, “esperan” o “demandan”. Un tipo particular de colegios sacerdotales, son las Agencias. Estas divinidades propias del folklore norteamericano, constituyen una forma especial de Encias. Vigilantes activos de la aplicación de las Reformas, su poder es inmenso, porque son los ángeles emisarios de los irracionales Mercados y traducen en cifras los deseos insaciables de Economía. Siglas, Topónimos, Alfanuméricos, Agencias y demás sacros institutos del organigrama eclesial neoliberal manejan, desde que la Escuela de Chicago formalizase académica y científicamente el relato fundacional de Ayn Rand, un lenguaje bien conocido cuyos términos (“ajustes estructurales”, “control del gasto público”, “desequilibrios fiscales”, “consolidación fiscal”) se repiten litúrgicamente con independencia de la situación, boyante o crítica. Repetitiva y esotérica, como todo buen lenguaje eclesial (¡y, como dios manda, siempre en globish!), la jerigonza de estos colegios sacerdotales no debe intimidar a la persona voluntariosa que aspire a penetrar sus secretos y beber de su ciencia. Pero por si se resistiera a alguno que, con mediocre inteligencia, desease acceder a estos misterios, nada queda ya verdaderamente por entender después de que una diputada del Parlamento español expusiese, con generosa espontaneidad, el mensaje profundo que para las clases trabajadoras y populares trasladan las Reformas, recurriendo para ello a la traducción en idioma privado y coloquial (vamos, en cuatro sílabas) de los borborigmos místicos. Gracias a su prodigiosa didáctica nadie podrá llamarse ya a engaño sobre el sencillo sentido último de toda la compleja mitología neoliberal. “¡Que se jodan!”, exclamó Andrea Fabra, dejando así a Atlas, como el niño al rey, en cueros a los ojos de todos.

 

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