Artistas, cuerpos y sexualidad

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Descripción

Artistas, cuerpos y sexualidad Paula Melo Corbalán Movimientos artísticos contemporáneos

Índice



1. Introducción

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2. La hegemonía heteropatriarcal

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3. El cuerpo y el acto sexual

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4. Arte homosexual y feminista

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5. Bibliografía

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1. Introducción El arte, entendiéndose esta como la expresión, por medio de muy diversas técnicas, de aquello que el ser humano siente o percibe, es creada y consumida habitualmente en la sociedad contemporánea. Si bien aún existe un sector que abarca obras de mayor consideración, comprendidas dentro de la “alta cultura”, el arte se ha ido volviendo más accesible a medida que se han vuelto asequibles los recursos y conocimientos necesarios para producirla. Esto ha supuesto un aumento exponencial del número de individuos que se atribuyen o a quienes se les atribuye la etiqueta de “artistas” y, por consiguiente, de la cantidad de temas a tratar y de puntos de vista. A estas alturas del siglo XXI y en una sociedad industrializada y culturizada, las personas impregnamos todo lo que nos rodea de los valores y comportamientos aprendidos a lo largo de nuestra vida en comunidad. El arte mantiene una inevitable relación directa con la realidad social vigente en el momento de ser creada: nunca es independiente de sus características sociopolíticas, culturales y económicas. Lo representado y, sobre todo, la manera en que se representa, evoluciona con el paso del tiempo según van cambiando factores como las corrientes de pensamiento político, los avances tecnológicos o la percepción de la sexualidad. La representación del cuerpo humano siempre ha sido una de las principales preocupaciones de los artistas, especialmente en pintura, escultura y fotografía. Sin embargo, e incluso cuando la intención del artista es puramente figurativa, muchas obras llevan intrínsecas pinceladas de imposiciones sociales (por ejemplo, en lo relativo a los géneros binarios y la apariencia estandarizada de cada uno de ellos) que son parte de un sistema que establece lo permitido y lo prohibido, lo venerado y lo censurado en relación al físico y al sexo. Aunque el artista no tenga intención de añadir juicios personales a su obra de manera deliberada, su pensamiento está marcado por normas tales como la superioridad del hombre sobre la mujer, la heterosexualidad impuesta y la invisibilidad de asexuales, lesbianas, transexuales, etc. Normas que, aunque no provienen del propio individuo, este las acepta por ser impuestas, colectivas y supuestamente válidas. Si bien estas ideas van camino (o parecen ir camino) de la extinción, pronunciándose cada vez más artistas a favor de la diversidad y la rotura de estereotipos, hoy en día siguen presentes, asentadas en su hegemonía. En pintura y fotografía, la representación de los cuerpos



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ejemplifica perfectamente esa influencia de los valores sociales en las mentes de los artistas. Que estos se decanten por desviarse de lo establecido depende, en la mayoría de los casos, de que sean mujeres y no hombres y, en el caso de ser hombres, de no ser heterosexuales. A partir de una visión masculina y heterosexual se erige todo el arte, así como masculina y heterosexual es la sociedad, y transgredir esa norma solo ha sido posible desde mediados del siglo XX, al mismo tiempo que las mujeres, los homosexuales y demás identidades (excluidas por el sistema binario establecido) se han abierto paso a nivel social y político.

2. La hegemonía heteropatriarcal Ninguna sociedad conoce, ni ha conocido jamás, un modelo distinto del heteropatriarcal. Desde el principio de los tiempos se han establecido roles estrictos para cada individuo dependiendo de su sexo, es decir, de su consideración como hombre o mujer dependiendo de sus genitales. La pronta asunción de la mujer como sujeto inferior fue, a mi parecer, fruto de la caprichosa forma que la naturaleza ha dado al pene y el impacto de este hecho en las mentes humanas, y del carácter penetrable de la vagina, que con facilidad se asocia a la sumisión. La posibilidad de penetrar en otro cuerpo humano sirviéndose de su falo convence al hombre de que posee una “vara” con la que activamente ejercer poder sobre otros seres humanos. En pintura, la forma del falo equivale a la del pincel que ejercer su poder sobre el lienzo, e incluso acaba con su blanca pureza (correspondida con el ideal de mujer virgen). En un contexto en el que la heterosexualidad, tanto del artista como del espectador, se da por hecho, apenas ha habido cabida en el arte para los otros muchos “tipos” de orientaciones. “La heterosexualidad es” (Aliaga, 1997, p. 44), y la supremacía del hombre hace que conciba a su gusto la imagen del cuerpo femenino, que es el que le atrae sexualmente, desde que este pasó a ser lo más demandado por los compradores en el mundo del arte. El hombre ha marcado las pautas y los límites del arte desde sus orígenes, y rara vez ha sido él mismo quien ha decidido sobrepasarlos, siendo esta tarea de mujeres, homosexuales y demás “minorías”. Hasta el momento en que esta ruptura empezó a tomar forma, el hombre y su mirada heterosexual ha moldeado el cuerpo de la mujer, impidiendo que ella se represente a sí misma, e incluso consiguiendo que acepte los estereotipos y atributos que el hombre ha delineado para ella (delicadeza, pudor, inocencia, contención). Ocurre en pintura y también en

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publicidad, televisión y cine; el hombre traza un espacio dentro del cual coloca un prototipo ideal de belleza femenina, un “eterno femenino irrealizable” (Scimé, 2004, p. 152) al que las mujeres nos adaptamos inconsciente y automáticamente, porque está vigente en la sociedad en el momento en que nacemos y no conocemos otra opción. A partir de esta imposición, el hombre no solo modela el cuerpo femenino para perpetuar el sometimiento de la mujer, sino que también se define a sí mismo como hombre y como artista. La mujer, al ser representada (generalmente desnuda) por un hombre, se convierte en objeto, pasivo y poseído, que sirve para que el artista se presente como superior, activo y poseedor. La mujer desnuda se elige porque es atractiva para el artista (siempre que responda a sus normas de belleza y salud), por tanto, él es el centro, es quien decide qué representar y cómo hacerlo. El “cómo” responde a unas ideas que provienen del Clasicismo, que contribuyó a la creación y conservación de los roles de género y estereotipos estéticos que acechan tanto a hombres como a mujeres (hablaré más adelante del hombre sometido a su propia norma). No es tanto que el hombre venere el cuerpo femenino, sino que lo utiliza para “definir su masculinidad e identidad artística” (Nead, 1998, p. 84), su preeminencia. Lo que venera (si es que puede llamarse así, teniendo en cuenta el carácter peyorativo que se asocia a los “valores femeninos”) es una perfección femenina impuesta, no natural, y “la recepción pasiva de estas ideas necesariamente implica un tipo de rendición o renuncia al poder en las mujeres” (p. 79). Las mujeres no empiezan a reivindicar su cuerpo hasta el siglo XX, viéndose obligadas a luchar contra una serie de normas externas a ellas mismas y contra aquellos que las intentan eternizar.

3. El cuerpo y el acto sexual Si bien el cuerpo femenino ha sido uno de los “temas” a los que más han recurrido los artistas a lo largo de la historia, hubo un tiempo en que esta posición estaba ocupada por el cuerpo del hombre desnudo. “La imagen enmarcada de un cuerpo desnudo (…) es un icono de la cultura occidental” (p. 11); se pinta un cuerpo, pero se podría haber optado por un paisaje o un bodegón. Las obras más icónicas de la historia del arte sirven para ejemplificar las tendencias que se han ido sucediendo a lo largo de la misma: sin ir más lejos, el David de Michaelangelo (1501-1504, Italia) demuestra que hubo una etapa en la que el desnudo masculino se mostraba sin pudor, gozando, además, de prestigio y respeto por parte del público y del sector. Giuliana

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Scimé, en el fragmento Objeto: Hombre incluido en La certeza vulnerable, deduce que hay un vacío entre el Renacimiento y la llegada de la fotografía en lo referente a la representación de los cuerpos masculinos. Expone que esto se debe a la intervención de la Iglesia Católica, misógina y retrógrada donde las haya, que prohibió la lascivia que supuestamente expresaban los desnudos masculinos. Como consecuencia de esta pérdida de costumbre, se tomó a la mujer como referencia y objeto único, descendiente del hombre como bien impone el Génesis, siendo Eva creada a partir de la costilla de Adán; el hombre pasa a domarla, a exterminar su rebeldía (acción de comerse la manzana) y a re-crearla en base a unas ideas no naturales. La religión tiene mucho que ver en este aspecto, ya que gran parte de las reglas impuestas a la mujer provienen de la moralidad cristiana: la virginidad, la pureza, la maternidad; el hombre del arte clásico deja de representar la armonía universal y cede su testigo a la mujer, en un papel recatado, sumiso y mucho menos imponente. Diversas disciplinas han teorizado sobre el cuerpo, desde su menosprecio platónico a favor de la pureza del alma hasta el Islam y su prohibición de la iconografía referida a Dios. El cuerpo es, a grandes rasgos y considerando múltiples creencias, una parte fundamental del ser humano, ya sea como mero contenedor del alma o bien como reflejo de la personalidad. La religión ha llegado a considerar el cuerpo como algo sagrado, hasta necesario en el Antiguo Egipto para la reunión con Dios (evitando que se descompusiera a través de la momificación). Si hay un factor común a extraer, este es el de la relevancia del cuerpo para la persona que lo posee o habita, y también una pureza que, si es perturbada, pasa a simbolizar todos los males imaginables. El arte de la Iglesia que prohibió los desnudos se caracteriza por representar violencia y cuerpos mutilados (Jesucristo crucificado) de manera totalmente normalizada y aceptada. Interesante cómo toda esa sangre y desgracia no sufren la misma censura que los desnudos y, yendo un paso más allá, el acto sexual. En concreto para el Catolicismo, el cuerpo de la mujer es un lugar sagrado en constante peligro de perder su carácter puro, algo sobre lo que la propia mujer no tiene ni nunca ha tenido poder de decisión. Aún ahora, prevalece la idea de que una mujer pierde su honor tras mantener su primera relación sexual, sobre todo al hacerlo antes de contraer matrimonio; también de forma extraconyugal, o sin estar enamorada; por no hablar de hacerlo con otra mujer e, incluso, al ser violada, cargando con la culpa y el castigo ella misma y no el violador. Ese primer contacto debe suceder tal y como lo dictan las leyes patriarcales,



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adyacentes a la idea de que la mujer “necesita” ser pura, mientras que no es así para el hombre y, sobre todo, necesita ser pura para complacer al hombre, para acatar sus reglas. Tratándose el cuerpo del aspecto “más natural” del ser humano, o al menos uno de ellos, es curioso que la unión entre dos cuerpos sea llevada al otro extremo: al de la vergüenza, lo sucio y el deshonor. El hombre corre también peligro de quedar en evidencia durante o tras el acto sexual, pero debido a distintas razones: históricamente se ha impuesto a sí mismo un ideal de virilidad que repele cualquier signo de femineidad por miedo a ser ridiculizado socialmente. Masculino y femenino son géneros que provienen de la dicotomía de los genitales, que son o de hombres o de mujeres, dejando fuera de toda consideración cualquier condición intermedia o nula. José Miguel G. Cortés explica en La certeza vunerable que, en determinados momentos de la historia, se creía que mujeres y hombres tenían los mismos genitales, solo que ellas hacia dentro y ellos hacia fuera, por lo que solo había un sexo único, concluyéndose que las mujeres son una “copia imperfecta” de los hombres “porque tenían los mismos órganos que ellos pero en lugares equivocados” (p. 66); una vez más, supremacía y sumisión. Sea como fuere, la diferencia existe y de ella nace la imposición de los géneros que las personas abrazamos sin cuestionarlos. Son un recurso ideológico, “protegen y preservan el orden social existente” (p. 70) y “marcan y encorsetan los comportamientos y las conductas humanas” (Aliaga, 1997, p. 19). El conflicto entre los géneros y la sexualidad lo plantearé más adelante; ahora me interesa continuar con la presencia de los géneros en la pintura y la fotografía. “Lo femenino” se expone con mayor naturalidad que “lo masculino” porque es el cuerpo de mujer el que predomina en los retratos pictóricos; sin embargo, es paradójico que esa “naturalidad” no proceda, como sería lógico, de la naturaleza, sino de las imposiciones del heteropatriarcado. Este maneja el cuerpo de la mujer a su antojo e impone los límites que regulan “dónde empieza y termina la femineidad” (Nead, 1998, p. 23): cultura de la contención, del no-exceso, de la docilidad; de una piel de porcelana y un cuerpo sin orificios. Estos dos últimos rasgos están presentes en los retratos de desnudos femeninos de casi toda la historia del arte, asimilándose como norma general hasta el momento en que algunos artistas han optado por transgredirla. El cuerpo femenino desnudo ha presentado, por lo general, una falta de realismo en tanto que luce piel blanca y tersa, sin vello ni ninguna otra “imperfección”; posturas relajadas y desprovistas de sensualidad, pudorosas que cruzan las piernas para evitar mostrar agujeros; a veces, también se llevan la mano a los pechos en señal de timidez.

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El nacimiento de Venus, Sandro Botticelli (1484), Italia

El nacimiento de Venus, Alexandre Cabanel (1863), Francia



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El fetiche de perfección heteropatriarcal se refleja en obras tan pretéritas como El nacimiento de Venus de Botticelli, que cumple con todas las normas anteriormente enumeradas. La religión tiene un importante papel como fuente de inspiración para los artistas, a pesar de que, al mismo tiempo, en ocasiones sirva como entidad censora. Cuatrocientos años después, la obra homónima de Cabanel presenta los mismos rasgos. Esta belleza idealizada emana de la mente del hombre heterosexual, quedando las modelos rezagadas a ser representadas, sin posibilidad de autodefinirse a sí mismas. “La modelo desnuda funciona como un signo de la autoridad y talla del artista” (Nead, 1998, p. 84), quien realmente no está haciendo un retrato fiel del colectivo de mujeres, sino de un prototipo creado e inexistente. Es lógico que las reivindicaciones que van surgiendo durante el siglo XX insistan en mostrar un mayor grado de realismo que en innumerables ocasiones se ha calificado de obsceno por retratar el acto sexual y el cuerpo tal y como son (tal y como sabemos que son a raíz de nuestras experiencias íntimas). Las nuevas artistas, muchas de ellas renunciando al uso de modelos y optando por la auto representación, se centran en tomar decisiones propias y en estirar los límites hasta su desaparición.

4. Arte homosexual y feminista A comienzos del siglo XX, corrientes como el Fauvismo defendían el carácter placentero del arte, que debía contribuir al descanso del cerebro, a tranquilizar en lugar de alterar. Esta idea la recoge Lynda Nead en El desnudo femenino cuando cita a Wendon Blake condenando la exageración en las obras: sin maquillaje, sin poses forzadas, sin detalles. Precisamente, solo hay que colocarse en el extremo opuesto de esta calma para impactar al espectador, llamar su atención y rebelarse así contra los tópicos. Y qué mayor tópico que la presunción de que todo el mundo es hombre y heterosexual hasta que se demuestre lo contrario. Los artistas de mediados de siglo que se proponen romper los moldes optan por representar cuerpos desnudos y escenas sexuales que, curiosamente, escandalizan más a la sociedad que la violencia o la propia muerte (a cuya representación nos tiene acostumbrados el arte católico). Dice Rosa Olivares, en En cuerpo y alma:



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“Nuestro cuerpo y el cuerpo de otros es el territorio donde se escenifican, a veces en público y a veces en privado, todos nuestros miedos y nuestros deseos más ocultos (…) Todos los pueblos han visto siempre con una mezcla de horror y fascinación las representaciones del cuerpo humano” (Olivares, 2004, p. 139).

El cuerpo, en tanto que inherente a nosotros, siempre está presente. Fascina cuando es bello, horroriza cuando no lo es, y con estos estándares que marcan lo que es bello y lo que no tratan de romper los “nuevos” artistas. En muchas ocasiones emplean sus propios cuerpos, porque el cuerpo es algo que todos tenemos, y la identificación y empatía son fáciles de alcanzar gracias a este factor común. La fotografía, que “representa la realidad de una manera particularmente directa e inmediata” (Nead, 1998, p. 88), trae consigo la posibilidad de mostrar realidades por lo general invisibles en la industria del arte, al menos durante la mayor parte de su historia. Al tratarse de un medio asequible, surgen nuevos artistas que deciden ignorar las pautas históricamente marcadas por el artista hombre heterosexual, que siempre había sido quien elegía la cantidad de desnudo o de insinuación que contenía una obra de arte, trazando la línea entre lo obsceno y lo aceptable. En El desnudo femenino, Lydia Nead equipara el derecho de las mujeres a la autodefinición con un “derecho a hacerse visibles”, reivindicando la representación de sus órganos sexuales; los cuales, como puede verse en las imágenes anteriores, eran tabú en el arte clásico. El surgimiento de mujeres artistas supone que dejen de ser objetos pasivos que sirven para definir al artista y pasen a ser activas con el propósito de definirse a sí mismas, otorgarle nuevos significados al cuerpo femenino y presentar, también, identidades femeninas alternativas, diferentes al ideal de belleza extendido por el hombre. Mientras que las mujeres se dedican a modificar su representación en el arte, el colectivo homosexual se esfuerza por generalizar y poner en circulación obras que lo representen, ya que las relaciones entre personas del mismo sexo nunca han tenido cabida en la industria del arte, regida por normas heteropatriarcales. Se evidencia la importancia de la identidad sexual del artista y sus preferencias: el hombre heterosexual (y cisgénero) se centra en sus propios deseos, en retratar aquello que encuentra atractivo (la mujer perfecta); al ser mayoría y ejercer opresión sobre el resto de grupos consigue que mujeres, gays, lesbianas, etcétera no tengan cabida en el arte, ni como artistas ni como modelos. Una vez las artistas mujeres, los gays, las lesbianas, etcétera se abren paso, plasman en el papel sus propios deseos.



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Aquellos que no sientan atracción por personas de su mismo sexo recurrirán (si en algún momento se ven obligados a representar a alguna minoría) a estereotipos elaborados socialmente, mientras que una persona homosexual será capaz de plasmar el crisol de identidades existentes dentro de su comunidad: “hay diversas heterosexualidades, incluso afeminadas, como hay distintas homosexualidades” (Aliaga, 1997, p. 209). La fotógrafa americana Catherine Opie representa a la comunidad queer con imágenes como las siguientes:

Mike and Sky, Catherine Opie, (1993), Estados Unidos

Al subordinar a la mujer, el heteropatriarcado señala en ella rasgos que “justifican” dicha subordinación, véase el carácter “penetrable” ya mencionado, o su ausencia de músculo. Estos rasgos peyorativos son trasladados al hombre homosexual, que “pierde” esa virilidad que se considera necesaria para “ser un hombre”. Los hombres parecen tener la obligación de “llevar la masculinidad marcada en la frente, en los ademanes, en los gestos, en las poses (o, mejor dicho, en su ausencia de pose)” (Aliaga, 1997, p. 209), y esto es algo que se han impuesto a sí mismos. El hombre rechaza toda señal de femineidad tanto en su propio cuerpo como en el de sus semejantes: si ser mujer equivale a ser inferior, el hombre no quiere tener nada que ver con



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eso. Los hombres heterosexuales “no se aceptan a sí mismos en posición pasiva” (p. 77), en tanto que la pasividad está “tradicionalmente vinculada con la esfera de lo femenino y de lo socialmente degradado por tratarse de dominación” (p. 63). El hombre siente temor ante la idea de que un semejante “pueda verse invadido como su fuera una mujer” (p. 35), por lo que cierra su cuerpo herméticamente ante el miedo a “visualizar su propio cuerpo como un espacio penetrable” (p.29). De forma global, el hombre heterosexual atribuye al homosexual "características secularmente asociadas con el imaginario construido en torno a lo femenino, eliminando con ello de su masculinidad todo posible contagio con la femineidad sobre la que proyecta aquello que rechaza por temor. Lo masculino, según los parámetros establecidos desde la heterosexualidad, parece obstinarse en perpetuar el binomio genérico, la separación estricta de sexos, resistiéndose a sustituirlo por un continuo que dé cuenta de la multiplicidad sexual, de deseo y comportamientos que conforma al individuo" (pg. 17).

Que el arte homosexual haya tardado tanto tiempo en abrirse paso se ha debido a esta mezcla entre indignación y terror por parte del heteropatriarcado. Mike and Sky demuestran que ser homosexual no equivale, necesariamente, a guardar ningún parecido con las mujeres (y, si acaso, con la mujer heterosexual, en su gusto por los hombres). Una pareja de gays puede conservar los rasgos que la sociedad heteropatriarcal ha establecido como “viriles” (vello, brazos tatuados, músculos…) y el arte, como reflejo de la sociedad, debe dejar constancia de la existencia de múltiples sexualidades. Los artistas homosexuales no sienten pudor ni vergüenza al retratar a otros hombres, de la misma forma que los heterosexuales no tienen problema a la hora de representar a mujeres. Además, los colectivos históricamente apartados del arte por el artista hombre tienden a unirse en su lucha, por lo que podemos encontrar a mujeres heterosexuales retratando a hombres homosexuales. No obstante, ha sido más fácil para los segundos introducirse como artistas, dada su condición de hombres, que en cierto modo les abrió el camino. El hombre tiene la posibilidad de seguir la estela abierta por el artista hombre, y empezar después a elaborar su reivindicación homosexual; no corren la misma suerte las lesbianas, que solo pueden sumarse a lo logrado por las mujeres hace apenas treinta años. La imagen de las lesbianas resulta especialmente conflictiva dentro del régimen heterosexual obligatorio, ya que aquello que las distingue de las heterosexuales es la total exclusión del hombre en todos los aspectos. A las lesbianas les perjudica



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“haber optado por una orientación sexual en la que el hombre no desempeña ninguna función, cosa que enerva sobremanera a la cultura machista contemporánea, la cual solo consiente la imaginería lésbica pornográfica para uso exclusivo del heterosexual voyerista” (p. 78).

El lesbianismo se concibe, a ojos del heteropatriarcado, erotizado al exponerse para disfrute del hombre heterosexual: o se utiliza para satisfacerle, o no existe. A finales del siglo XX, las lesbianas no disponían de una iconografía propia para representarse a sí mismas y descartar estereotipos, ya que la incorporación de la mujer artista se produjo de forma tardía durante la segunda mitad de siglo. De forma paralela a los gays, a las lesbianas se les atribuyen rasgos “masculinos”, y la suya es una doble tarea por no ser hombres ni tampoco heterosexuales. No sin motivo la incorporación de las artistas a la industria es generalmente feminista, en un intento de redefinir el término “mujer”. La mujer del artista heterosexual responde a un canon de belleza único que representa a una mujer ficticia, por lo que al feminismo le interesa reubicar el término para que englobe a todas las mujeres en todas sus variedades (raza, clase, orientación sexual, etc.) y, al mismo tiempo, deje constancia de que cada mujer es una, sola e individual. Es habitual que las mujeres utilicen sus propios cuerpos como símbolo de un control que han recuperado recientemente, sobre todo a base de performances. Esto es muy diferente del uso de modelos al que recurre el artista hombre: la mujer no retrata a una modelo que sirva como representante de una belleza universal, sino que se crea y recrea a sí misma. De esta forma, y empleando un referente real opuesto al ideal clásico, se representan a sí mismas como artistas y, a la vez, representan a todas las mujeres del mundo en toda su diversidad. Desaparece la modelo clásica que les servía a los artistas para autodefinirse como tales para ser sustituida por una artista que se autodefine a partir de su propio cuerpo. Las mujeres y los homosexuales, además, innovan al plantearse el fin del binomio genérico que los hombres se empeñan en perpetuar. Dice Jessica Lott sobre Catherine Opie: “Estos cuerpos, con sus intrincados tatuajes, brazaletes, vello en las axilas, piercings, bigotes de pega, perillas, gorros de fieltro, vestidos de cocktail, y botas de albañil ofrecen tanto exceso de códigos de información genérica que los géneros rápidamente se vuelven sobre sí mismos e implosionan, volviéndose, de muchas formas, irrelevantes” (Lott, 2008).



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Smokin Jo, Wolfgang Tillmans (1995), Berlín Jerome Caja, Catherine Opie (1993), Estados Unidos Smutty, Robert Mapplethorpe (1980), Estados Unidos

La transexualidad, el travestismo o la androginia ocupan el centro de la obra de muchos nuevos artistas. Son conceptos que el artista tradicional ignora por miedo a que se extiendan miradas alternativas a la suya; algo que “si bien parece posible, solo podrán delimitarse y constituirse a medida que el imaginario colectivo sobre la sexualidad vaya abandonando sus prejuicios” (Aliaga, 1997, p. 89).

Self-portrait with mom (2005) y Self-portrait with mom (2016), Jess T. Dugan, Estados Unidos



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Si hay algo que caracteriza al arte es que está en constante transformación. Es cierto que el sistema heteropatriarcal es el único que conocemos, pero todo apunta a que es posible salir de él. Quizá para ello sean necesarios varios siglos, de la misma forma que la perspectiva en pintura no empezó a quebrantarse hasta finales del siglo XIX pero, hoy en día, todo avanza más deprisa. Desde que los artistas empezaron a cultivar lo grotesco a mediados de los años noventa, los límites de la representación se han difuminado y hasta borrado, aunque solo haya sucedido en determinados contextos. El sexo explícito, cuerpos desnudos distintos al ideal clásico e identidades no binarias van reforzando su presencia en disciplinas como el cine o la televisión; paso a paso, pero cada vez con mayor aceptación popular. La pintura y la fotografía, como reflejo de una realidad social de la cual no se pueden separar, son esenciales para construir, registrar y mostrar los cambios que se van produciendo. Los artistas tienen la posibilidad de normalizar la diversidad a través de la difusión de sus obras: cuerpos desnudos de distintos colores y formas, géneros cuya hibridación no extrañe, sino que fascine; prácticas sexuales llevadas a cabo por todos aquellos que así lo deseen, nacieran con los genitales que nacieran; en definitiva, un empleo positivo del mayúsculo poder del artista a la hora de reflejar del mundo tal y como es: diverso.

El nacimiento de Venus, Marvin Bartley (2012), Jamaica



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5. Bibliografía •

Aliaga, Juan Vicente (1997), Bajo vientre: representaciones de la sexualidad en la cultura y el arte contemporáneos. Direcció General de Promoció Cultural, Museus i Belles Arts, Valencia



Fender, Chevonese (2012), Photography Untamed: The Method to Marvin Bartley’s Technique. ARC Magazine. Disponible en: http://arcthemagazine.com/arc/2012/04/photography-untamed-the-method-to-marvinbartleys-technique



Lott, Jessica (2008), Catherine Opie: American Photographer at the Guggenheim, New York. WhiteHot Magazine. Disponible en: http://whitehotmagazine.com/articles/opiesolomon-r-guggenheim-museum/1624



Nead, Lynda (1998), El desnudo femenino. Arte, obscenidad y sexualidad. Editorial Tecnos, Madrid



Pérez, David et al. (2004), La certeza vulnerable. Cuerpo y fotografía en el siglo XXI. Editorial Gustavo Gili, Barcelona



Art Blart. Wolfgang Tillmans. Disponible en: https://artblart.com/tag/wolfgang-tillmans/



Jess T. Dugan. Disponible en: http://www.jessdugan.com



TATE. Robert Mapplethorpe, Smutty, 1980. Disponible en: http://www.tate.org.uk/art/artworks/mapplethorpe-smutty-ar00188



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