Arte e “interpretación de la vida” en Heidegger y Tarkovsky

July 6, 2017 | Autor: E. Quesada Salazar | Categoría: Film Studies, Hermeneutics, Martin Heidegger, Heidegger, Tarkovsky, Andrei Tarkovsky
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Descripción

Revista de la Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte



Consejo Superior Fernando Sánchez Torres (Presidente) Jaime Posada Díaz Jaime Arias Ramírez Rafael Santos Calderón Pedro Luis González Ramírez (Representante de los docentes) Rodolfo Velásquez García (Representante de los estudiantes)

Rector Guillermo Páramo Rocha

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UNA PUBLICACIÓN DE LA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES, HUMANIDADES Y ARTE Gloria Alcira Alvarado Forero Decana de la Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte Fernando Miguel Cuevas Ulitzsch Edición general Investigación – creación ISSN: 2027-6265 © Ediciones Fundación Universidad Central Carrera 5 N.° 21 – 38. Bogotá, D.C., Colombia Tel.: 334 49 97; 323 98 68, exts.: 2353 y 2356 [email protected] PRODUCCIÓN EDITORIAL

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Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su totalidad, ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por sistemas de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito de los editores. Los argumentos y opiniones expuestos en este documento son de exclusiva responsabilidad del autor, refleja su pensamiento y no necesariamente el de la Universidad Central.

Contenido

Presentación

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Capítulo I. Artículos

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Arte e “interpretación de la vida” en Heidegger y Tarkovsky Esteban Adolfo Quesada

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Campo de la comunicación y la construcción de lo público Martha Lucía Mejía Suárez

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Ciudad y justicia social: El sentido de la multiculturalidad y de la interculturalidad Luisa Soraya Vega Díaz

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Comunicación –TIC – Educación Un campo de desarrollo para las organizaciones Martha Lucía Mejía Suárez

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Divulgación de la ciencia y desarrollo social Justificación de la misma en el ámbito nacional Alejandro Rodríguez Mendieta

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El lugar de la ciencia en la “sociedad del riesgo”: Una aproximación a las representaciones sociales y culturales de los científicos David Fernando García El Show de Jorge Barón como paradigma de neopopulismo cultural en la televisión colombiana Isabel Noemí Rodríguez y Adolfo Chaparro Amaya

67

¿Estética del desespero? Gisela García Cardona

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Formalización académica del acto de argumentar Reflexión pedagógica Nidia Zoraya Colmenares M.

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Pensamiento, saberes e interculturalidad Luisa Soraya Vega Díaz

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ARTE E “INTERPRETACIÓN DE LA VIDA” EN HEIDEGGER Y TARKOVSKY

Esteban Adolfo Quesada1

La cuestión de la profundidad del arte Resumen Este artículo desarrolla la problemática de la interpretación de la vida según las teorías estéticas de Heidegger y Tarkovsky, expuestas en El origen de la obra de Arte y Esculpir en el Tiempo. Desarrolla esta problemática en torno a la pregunta por el origen y la función del arte, y por aquello que el arte, de acuerdo con este origen y esta función, tendría para decir sobre la existencia. El ensayo muestra, finalmente, cómo la diferencia de los planteamientos de ambos autores implica una discusión en tres niveles: 1) la estética desde la cual se determina el arte se fundamenta en 2) una ontología con aspectos claramente metafísicos que, a su vez, se soporta en 3) una interpretación de la temporalidad de la existencia. Palabras clave: función del arte, metafísica, existencia, Heidegger, Tarkovsky.

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Tanto Tarkovsky como Heidegger se oponen a las determinaciones de la estética moderna según las cuales el sentido de la creación artística sería la “distracción”, dado que la actividad fundamental del espectador frente al arte sería la de un puro “consumo”. Estas nociones, nacidas en el seno de la estética burguesa, en una interpretación demasiado vaga del romanticismo, convierten el concepto de “educación del pueblo”, con el que a menudo se designa la función del arte en los S. XVIII y XIX (en tanto que ligada al proyecto de formación [Bildugn] de la humanidad), en determinaciones que una crítica histórica consistente hallará en vinculación intrínseca con formas modernas de enajenación (v.g., “entretenimiento”). En las tesis de nuestros autores, la estética que determina la actividad creativa en virtud de una distracción utilitaria, y que por tanto justifica el arte por su consumo, es un estética que: a. desliga por principio al arte de su “función ontológica” (sobre esto volveremos

Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia, actualmente cursa la Maestría en Filosofía de la Universidad del Rosario; ha publicado en las áreas de fenomenología, hermenéutica, estética y psicología “gestaltista”, ha sido docente de Comunicación Social y Periodismo y trabaja actualmente en la Coordinación de Investigación.

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abajo); b. proyecta al arte como artesanía; es decir, como insumo decorativo; c. considera al artista como sujeto sometido a una cadena, una corporación o institución de producción (galerías, museos, etc.), y solo en relación con estas; d. tiene al espectador por “sujeto pasivo”, meramente receptivo, cuya actividad consistiría solamente en intercambiar una mercancía (el dinero) por un determinado uso del arte (la distracción). En nuestra era, la era del capital no-industrial (e incluso ya desde antes), la cultura burguesa dominante, al someter al arte a las intermitencias del valor de cambio, le ha despojado del valor cultural que desde los griegos ha caracterizado su concepto. A este “valor cultural” es a lo que nosotros llamamos su “función ontológica”. Es que la modernidad ha enmascarado al hombre el problema de su existencia (es decir, con Heidegger, el hecho de que la existencia consiste en una problematicidad fundamental) con la distracción, con la banalización de todo lo profundo e importante (y esto no sería, de nuevo, más que otra forma de enajenación, tal vez la característica de nuestro tiempo). Todo lo contrario, al hombre se lo debe enfrentar directamente con la cuestión de su existencia, y esto es justamente lo que el arte hace: “explica al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante” (Tarkovsky, 1991, p. 60). El arte tiene un valor cultural ligado a la formación de la humanidad; la identificación de este valor con una función ontológica viene determinada por el hecho de que el arte es, y es “obra”; es decir, en tanto que es cierto tipo de ente en el que emerge el problema del sentido; y en ello va implícito el hecho de que en la “verdadera” expectación o contemplación de la obra de arte (en todo caso, no en el mero divertimento) emerge “para el espectador” una problemática ontológica que hace sentido de su propia existencia. La determinación de esta problemática en su conjunto tiene en las obras de Heidegger y de

Tarkovsky unas tendencias teóricas bien particulares, que tendremos ocasión de señalar en detalle en lo seguido. Haremos, ahora, un breve esquema de las mismas. En El origen de la obra de arte, el problema del sentido de la existencia está intrínsecamente relacionado con el problema de la emergencia del sentido en general. La emergencia del sentido es a lo que Heidegger llama “mundo”, concepto que, como se sabe, está íntimamente relacionado con su determinación de la existencia humana en tanto que “arrojamiento al mundo”. El “sentido estético” del arte será, aquí, aquello gracias a lo cual el mundo recupera el significado (griego) de la palabra “estético” como sensible, más concretamente, como con-figuración o con-formación de lo sensible. En este orden de ideas, la función ontológica del arte será el “hacer emerger”, en cuanto obra de arte, un mundo como algo habitable por el hombre, quien se determina, finalmente, como arrojamiento al sentido o, lo que es lo mismo, como arrojamiento al mundo en cuanto algo de naturaleza sensible. Para Tarkovsky, el arte es una “forma de conocimiento” vinculada a la realidad y a la verdad. Empero, y a diferencia por ejemplo de la actividad científica, con el arte se trata de un tipo de conocimiento no-lógico ni discursivo (cuando esto lógico o discursivo refiere del orden introducido por las palabras en el mundo), un saber de naturaleza intuitiva y emocional que arroja al hombre a la comprensión de lo absoluto y que, en este sentido, está en una relación más directa con la fe y con la religión (lo que aquí abarcaremos con el concepto de misticismo) que con la ciencia. El arte, cuya lógica es la “lógica la de las imágenes”, tendrá para Tarkovsky la función de profundizar las dimensiones espiritual y moral, esto es, lo que será para Esculpir en el Tiempo el dominio o ámbito propio de la cuestión del sentido de la existencia.

Sobre la modernidad, la verdad y el arte La moderna cultura de masas –una civilización de prótesis-, pensada para el ‘consumidor’, mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual Tarkovsky, El arte como ansia de lo ideal Heidegger y Tarkovsky comparten la idea de que el arte tiene que ver, por esencia, con el concepto de verdad; quizá no con la verdad científica; es decir, no con la verdad sobre un ente o sobre una cosa, técnicamente comprobable, cuyo experimento-sostén, iterable al infinito, corrobore cada vez los datos. Se trata, antes bien, de un nivel diferente de lo verdadero, ligado a una compresión general del mundo, a una verdad configurada entre los sujetos o más allá de la subjetividad, es decir, más allá de una determinación de la esencia de lo subjetivo, realización, quizá, del devenir propio de “lo absoluto” (Tarkovsky), de la historia, momento en que el espectador ex-tasiaría su existencia [de ex-istere: estar allí, afuera de sí], como si se tratara de una experiencia mística. Pero entonces tenemos que hacer comprensible el camino a este concepto diferente de verdad, mostrar sus diferencias con la determinación reinante en la modernidad: la adecuación o conformidad. No se tratará ahora, desde luego, de explicar otra vez este concepto, sino de volver a pensarlo, de mostrar sus raíces y sus presupuestos. La determinación del concepto de verdad como conformidad o adecuación “entre la cosa y la mención”, o “entre un estado de cosas y una enunciación”, retiene elementos del cristianismo (o, mejor aún, de lo que Heidegger llama la onto-teología metafísica de origen judeo-cristiano), elementos que habrían sido “olvidados” o “hechos cosa evidente” por la época moderna. “Mentar” y “enunciar” son, dice Heidegger, determinaciones del intelecto fundadas en el modo en que se hace significativa la proposición latina Veritas est adaequatio

res et intellectus. Esta proposición puede entenderse en dos direcciones: o bien es el intelecto, el conocimiento, el que se adecua a la cosa, o bien es la cosa la que se adecua al conocimiento. La diferencia entre ambas opciones no es un mero cambio de plano o una alteración del orden de las palabras en la proposición, porque en ambos casos intellectus y res se piensan de un modo diferente. Para Heidegger, la verdad comprendida como “adecuación de la cosa al conocimiento” 1) alude, antes que al trascendentalismo kantiano, a la fe teológica cristiana según la cual las cosas son... sólo en cuanto que, como creadas (ens creatum), corresponden a la idea previa pensada en el intellectus divinus, es decir, en el espíritu de Dios, y de ese modo son ordenadas a la idea, adecuadas y en ese sentido ‘verdaderas’.

Para el pensamiento cristiano, los juicios ontológicos son también juicios éticos sobre el orden del universo: las cosas son adecuadas primaria y fundamentalmente al espíritu de Dios [intellectus divinus], y el entendimiento humano es “ordenado a la idea sólo en el caso que cumpla en sus proposiciones la adecuación de lo pensado a la cosa, que por su parte debe ser conforme con la idea” pensada en el espíritu divino. En la modernidad laica sigue manteniendose esta doctrina, solo que la idea de un orden en la adecuación, separada por la ciencia de la idea de creación, “puede representarse, en general e indeterminadamente, como orden del mundo”. En la modernidad temprana el plan divino será reemplazado por un “plan de la naturaleza” pensado, primero, conforme al orden de la pura técnica (por ejemplo en Galileo) y, luego, conforme al fundamento de la técnica y, por tanto, del mundo mismo en el logos. Con la inmediación del “orden del logos” (matemático para la ciencia, pero en general racional), que es fundamentalmente el orden del discurso, se determinará, finalmente, a la cosa y al mundo como siendo conforme a las leyes y condiciones del conocimiento humano (2). El ente, al haber per-

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dido su calidad de creatura divina, así podrá ser determinado como lo “ahí-en-frente”, y el conocimiento se determinará como adecuado a la cosa precisamente porque la puede tener como “objeto de pensamiento”. El hombre mismo, liberado de su atadura a la voluntad divina y de su lugar en ella en tanto que creatura, será “liberado para sí”, para lo que la modernidad determinará como libertad de la voluntad (libre arbitrio), o, en general, como subjetividad, lo que impone sus condiciones lógicas a la ontología del objeto. La determinación más correcta del hombre es, en el contexto de su relación representativa con el ente, la de ser un puro pensamiento; la percepción, la imaginación, pero también la conducta, el juzgar, el dudar, etc., serán ahora “modalidades del pensamiento” (Descartes), e ingresarán en la relación entre pensamiento y objeto a título de cogitare del Ego, referidos siempre a cogitata (objetos) correlativos. La determinación del hombre como Ego Cogito, de la completa planificación de la razón sobre sus objetos, que ahora no son más que “objetos para el pensamiento”, es al mismo tiempo la determinación de la subjetividad, de la esencia de humana como un dominio absoluto sobre el mundo. El ente, en el mundo moderno, ya no tiene lugar en el mundo por sí mismo: lo real en la época moderna está determinado como disponible para el pensamiento (como matematizable a priori, si se quiere), y lo que no quepa en esta determinación simplemente no será comprendido bajo la modalidad de lo ente. La modernidad tendrá también que hacer ingresar, cosa que nos interesa aquí, a título de ente a la obra de arte interpretada como una “cosa” con ciertas “propiedades”, tal vez de naturaleza simbólica o analógica. Semejante determinación, muy propia de la estética moderna, tiene para Tarkovsky dos problemas fundamentales: 1) que violenta la naturaleza y estructura imaginarias de la obra de arte; es decir, que se la hace ingresar al planodel “logos discursivo”, al que por esencia no pertenece (esto

lo detallaremos más adelante) y con el cual la obra tiene una relación más bien de “tensiones”, “flujos” y “contraflujos”; y 2) el arte, comprendido en estos términos, no hará más que afirmar la determinación de la esencia del hombre en los conceptos de razón discursiva y libre arbitrio, olvidando de plano lo que Tarkovsky llama la “dimensión espiritual profunda”, mística e intuitiva del hombre, y su aspecto esencialmente moral. En primer lugar, dirá Tarkovsky, en los tiempos modernos “la llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que busca tan sólo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad” (Tarkovsky, 1991, p. 62). Fundamentada en esta errada comprensión de la creación artística, la dirección subjetiva de la estética moderna adquirirá la forma de una reflexión sobre las “dimensiones psíquicas individuales” puestas en la obra, por el artista o por el espectador; se hará inteligible, así pues, como “crítica del gusto”, comprometiendo en ello un concepto de “gusto” y de “apariencia” demasiado vagos, demasiado artificiales o demasiado politizados, dependientes de las circunstancias de la época. En segundo lugar, en la época moderna se sobrevivió al “riesgo del empobrecimiento y de una educación parcial, de una monotonía cuya causa era el sistema cerrado del mundo del trabajo” (Tarkovsky, 1991, p. 107). Este componente sociológico agrava la situación en lo que refiere al arte y la estética: como resultado del tecnicismo imperante (que se funda en la ontología del dominio sobre el ente), se obliga a los sujetos a estandarizar sus relaciones laborales bajo la forma de una profesión cada vez más especializada, y a estandarizar sus relaciones sociales en el aislamiento y en la soledad. “En una palabra, se estandarizó el destino de las personas, en muchas ocasiones sin tener en cuenta las cualidades individuales y el perfeccionamiento intelectual de la personalidad, expuesta cada vez más a la presión de exigencias industriales”(p. 107). Pensada la humanidad en términos de enajenación y de aislamiento, se determinará entonces la función del arte como la de un distractor, y la

estética, pensada ahora como “cultura de masas”, se mostrará no siendo más que una suerte de prótesis de la cultura burguesa y de sus instituciones. Al espectador, por medio del entretenimiento, se le tendrá disponible la definición de su propia esencia en los elementos de la autonomía y la racionalidad absolutas (o lo que es peor, una precarización de estos conceptos, una malformación de su verdadero significado); se le enseñará, así pues, a pensarse a través de o según lo que estos conceptos digan que él es, mas no a cuestionar el significado propio de su existencia, no a postular las leyes que rigen su concepto de individualidad ni el sentido de sus particulares vivencias subjetivas. No podemos más que concluir que “el arte moderno ha entrado por un canino errado, porque en nombre de la mera autoafirmación [del yo] ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida” (Tarkovsky, 1991, p. 107). La búsqueda del sentido de la vida es, pues, la función del arte. Pero si, como hemos visto, la ontología moderna no es más que una laicización de la forma de la teología medieval, que deja intacta su estructura fundamental; si el hombre y el ente comprendidos en cuanto partes de una estructura racional y discursiva (un plan logotético de la configuración de la naturaleza, “un libro escrito”, como decía Galileo, “en lenguaje matemático”) que en sí misma no corresponde, sino a los procesos modernos de laicización, a la eliminación de Dios, que es más bien la transformación de su concepto en el de Razón; y si esta idea de Dios, que es la propia de la metafísica Occidental, permite que se haga con ella una traducción semejante, es, dirán nuestros autores, porque algo se ha perdido de la experiencia religiosa auténtica, porque en el devenir de la historia moderna los conceptos de Ser, Razón y Dios (que llegarían a ser, por demás, intercambiables) han sido pensados como “entes de nivel superior”, más generales o más fundamentales que los otros, pero, al fin y al cabo, como entes.Tarkovsky y Heidegger comparten la crítica a esta “versión teológica” de la ontología, y, sin embargo, no se desarrolla en sus obras en los mismo términos; porque mientras para Heide-

gger la metafísica occidental se fundamenta en lo que él llama una ausencia de fundamento o un abismo [Abgrund] entre el ser y el ente, que la metafísica habría confundido, para Tarkovsky lo absoluto es algo más que una entidad manifiesta en un plan natural racional (convertido en la fe dogmática de los tiempos modernos). Más allá que una entidad pensable desde el logos matemático-discursivo, para Tarkovsky lo divino será lo que admite en sí mismo las contradicciones y las supera, la absoluta armonía del caos, lo infinito accesible por medio de lo finito de una experiencia concreta: más que una entidad, más que un plan divino o racional, lo absoluto será, para Tarkovsky, un proceso de naturaleza dialéctica e intuitiva al que tendremos que volver más adelante. Heidegger: arte y arrojamiento Para Heidegger la esencia de la verdad no es la conformidad, sino la aperturidad, un espacio no-geométrico, sino vital y práctico, dotado de una significatividad propia en la que el hombre, incluso antes de tener la posibilidad de judicar, está inmerso, en la que nace. Esta espacialidad es, justamente, aquella en la que “las cosas tienen su lugar propio” (en el sentido coloquial de la expresión), aquella dimensión fáctica en la que somos introducidos al sentido por el comportamiento, por la necesidad de responder ante las exigencias del mundo, del horizonte. Que la espacialidad humana sea un ámbito nojudicativo, no quiere decir que el juicio escape a las condiciones “pragmáticas” de las que surge. El enunciado es, dirá Heidegger, también un comportamiento que está abierto a la “cosa en cuanto que cosa”, que busca su identidad a través de la multiplicidad de su darse. Y el enunciado, como todo otro comportamiento, “se mantiene en lo abierto de un ámbito, dentro del cual el ente, en lo que es y cómo es, se pone propiamente y se vuelve expresable” (Heidegger, 1967, p. 116): justamente, en el ámbito de la apertura. Este “ámbito de apertura”, vital y

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pragmático, al que nos hemos venido refiriendo como esencia de la verdad, es determinado por Heidegger como desocultamiento. Este concepto es una recuperación del concepto de verdad griego, “αλήθεια”, como desvelamiento, como un hacer manifiesto algo que antes estaba oculto, encubierto. Hay, así pues, diferentes formas, diferentes modalidades del comportamiento, que permiten “tener” al descubierto o desoculto algo; una de ellas es el juicio. El juicio desoculta al ente concreto del caso, lo hace patente y manejable, permite identificar la región ontológica (en sentido aristotélico) a que pertenece y, por tanto, hacer ciencia. Otra forma es, precisamente, el arte (y aquí está la necesidad de introducir “El origen de la obra de arte” por el concepto heideggeriano de verdad). Una obra de arte, contrariamente a la judicación, no habla de la verdad de un ente concreto, sino de la “verdad del mundo”, esto es: de la verdad de la realidad como un horizonte significativo y prejudicativo, en un sentido eminentemente comportamental, en la que la existencia humana se instala, en el que el hombre es arrojado. Es que el mundo, que Heidegger también llama el “ente en totalidad” (en el sentido de una significatividad general del horizonte), no es “algo”, no es en el modo en que los entes particulares son algo; es, por el contrario, lo inaprensible, permanece oculto y se muestra solo a través de lo que emerge como ente, porque es el ámbito de su emergencia. De modo que lo que muestra, lo que hace emerger a la obra de arte es, en cierto sentido, un misterio [Geheimniss] en la obra emerge el sentido del mundo como una totalidad, pero esto no es nada más que una ocultación; es decir, algo desconocido o indecible de naturaleza no aprehensible, justo en la medida en que es el ámbito de aprehensibilidad; aquello sobre lo cual se debe permanecer en estado de alerta, en actitud de constante cuestionamiento,“calveado”, como gustaba decir a Hölderlin, esperando la llegada del rayo del padre, en escucha de las voces de los dioses. Lo “misterioso” en la obra de arte es explicita-

do, por Heidegger y Tarkovsky, como la presencia de la divinidad, de lo infinito, en algo finito que, sin embargo, no es una cosa. La obra de arte no puede, pues, ser comprendida como “cosa”. Una a cosa es, para Heidegger, fundamentalmente un útil, una herramienta, con una estructura pragmática bien determinada. Cuando usamos un martillo no tenemos que preguntarnos qué es ni para qué sirve; lo usamos, simplemente, porque no lo tenemos “ante los ojos” [Vorhandenheit]; es decir, porque no lo percibimos como una cosa pura con cualidades puras, porque su percepción no es de orden contemplativo o representativo, sino como “algo que se usa para algo”, es decir, bajo la categoría de lo “a la mano” [Zuhandenheit], portando el sentido de la referencia a un determinado horizonte de significatividad pragmática, de utilidad en que la cosa concreta cobra su lugar, precisamente, como útil. Pero en el comportamiento cotidiano, la estructura del útil no se hace inteligible: usamos cosas y comprendemos su uso, pero no somos conscientes de su esencia, de su utilidad; la estructura ontológica de la cosa no “salta a la vista”, sino que es comprendida irreflexivamente por el comportamiento. Todo lo contrario sucede en el arte. En la obra de arte los objetos puestos en imagen pierden su calidad pragmática, no pueden ser usados efectivamente. Su aparecer es más que la aparición de un ente, es la aparición del ente en su esencia, en su significatividad, en su referencia a un ámbito significativo total. Pasa lo mismo que cuando al martillo, por ejemplo, se le cae la cabeza de hierro: pierde su utilidad, pero esta, la utilidad como tal, se hace inmediatamente patente al pensamiento al no poder ser cumplimentada. La obra de arte, poniendo los útiles en imagen, es decir, “ante los ojos” (mas no como una mera representación), hace comprensible su estructura ontológica, su compromiso con un horizonte significativo (o Mundo) y su pertenencia a un contexto material (o Tierra). Heidegger explicita esto con el análisis de una tela de Van Gogh, intitulada “Zapatos de campesino”.

En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte (Heidegger, 1995, p. 27).

lugar de culto, el ámbito de apertura en que los dioses emergen y donde los hombres deciden si deberse a ellos o rechazarlos: se trata del emergimiento en la obra de “la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino” (Heidegger, 1995, p. 34); la obra, así pues, instaura un mundo donde los mortales puedan habitar, donde su vida tenga sentido, pero logra ello dando su lugar a lo divino, al sentido vital de los valores fundamentales en que la vida humana debe transcurrir, la orientación general del ámbito de apertura, una vía de realización de la existencia.

La obra de arte enseña la pertenencia de la cosa a la Tierra, en virtud de la cual esta puede “reposar sobre sí misma”, y su refugio en el Mundo, su significado al interior del mundo de la labradora. La consistencia de la obra de arte no es la de las cosas, sino la de una imbricada relación entre estos dos contextos. Las botas, en el cuadro, emergen en un horizonte de mundo, el “temor por tener seguro el pan”, la pauperización de la vida y la “silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria”, los motivos fundamentales del miedo a la muerte y el agradecimiento por la vida. Pero esta, la emergencia del sentido, es posible solamente gracias a una base “terrenal”, al reposar sobre fuerzas o elementos terrenales, el “viento helado” del “campo invernal”, “la humedad y el barro del suelo”, el “regalo del trigo maduro” y la visibilidad de la obra, la configuración de los colores y su iluminación, la configuración del tejido de la tela, etc., solo pueden ser en intrínseca relación con estos elementos. Quizá todo esto se haga más claro en una obra escultórica (Heidegger y Tarkovsky parecen darle un lugar importante al esculpir, en tanto que formación de un material informe) o arquitectónica; un templo griego, por ejemplo. El Paestum reposa sobre su base rocosa, y el tallado y hechura de sus muros y columnas hace resaltar dicha base; la ‘quietud’ de su estar ahí resalta la tempestad del mar, el movimiento de los vientos, la vida de los animales, etc. Pero el Paestum es también el

La relación entre Mundo y Tierra sucede de modo que “la obra..., ahí alzada, abre un mundo y... lo vuelve a situar sobre la tierra que sólo a partir de eso momento aparece como suelo natal” (Heidegger, 1995, p. 35). La obra instaura un mundo, inaugura una ámbito de apertura del sentido, y ésta instauración hace patente el material de que la obra está hecha, su sustento. “La obra le permite a la tierra ser tierra” [Heidegger, 1995, 38]: en la elaboración de la obra, la Tierra es traída a presencia como aquello que, justamente, permanece cerrado, hermética a cualquier intento de intromisión a sus secretos, mientras el mundo permanece como ámbito esencialmente abierto. Entre Mundo y Tierra hay, pues, una lucha, es decir, un juego dialéctico: el Mundo, como apertura (desocultamiento), intenta apropiarse de la tierra (formalmente hablando, definirla; las épocas históricas, las culturas han significado la tierra a su modo), mientras la Tierra intenta recoger sobre sí al mundo, albergarlo bajo su seno, sin mostrarse (ocultamiento). Y aunque esencialmente diferentes, ninguno de ellos puede en la obra acontecer por separado, pues el mundo necesita una tierra sobre la cuál fundarse, y la tierra, un mundo que le haga visible, que le cree un sentido al concepto de “habitar” (Heidegger, 1995, pp. 40-41). A este juego, a esta contienda dialéctica Heidegger la llamará “acontecer de la verdad” en la obra de arte [Ereignis]: la lucha entre oculta-

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miento y desocultamiento. El arte es un proyecto expresivo por medio del cual surge, se instaura como creación (como obra, justamente), algo nuevo, un lugar nuevo de la verdad, una nueva apertura o ámbito de sentido del ente en totalidad. Pero la obra de arte no es, de nuevo, el desocultamiento de una verdad, como lo es el juicio, sino el acontecer de la verdad misma como lucha, como una dialéctica entre la Tierra y el Mundo que toma la forma de lo bello: “la belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento” (Heidegger, 1995, p. 47). El acontecimiento de la verdad como belleza en la obra de arte sucede en virtud de su configuración, en su esencia en la poesía [Dichtung], en cuanto creación, instauración [Dichten]: el arte da al hombre la posibilidad de crear, de instaurar un reino ontológico, de acercarse a los dioses. Empero, como poesía, el arte es la instauración del ser con la palabra. Aquí es donde cobra fuerza la forma dialéctica del arte, bajo una interpretación metafísica o mística (parecida en su forma, además, a la de Tarkovsky, pero diferente de esta por el lugar del lenguaje). Una creación, la lucha entre Mundo y Tierra, no puede sino tomar la forma de un diálogo entre lo patente, en ente, y lo misterioso, el Ser. La patencia solo puede darse a la luz de algo permanente, como persistencia de la actualidad, como apertura temporal; el hombre, por su parte, es lo arrojado a lo permanente, el ser que se sitúa en la actualidad de una permanencia; es un ser histórico. El mundo en que el hombre habita es, así pues, un mundo histórico; pero este mundo, que es una apertura de sentido, se erige sobre algo que no aparece, que se oculta a sí mismo: el Ser. Como en Hölderlin, para Heidegger, el poeta, el crea-

dor, temporaliza al ser, crea un mundo histórico y funda lo duradero, para él y para los hombres para los que canta. Pero esta instauración, esta creación, solo es posible porque el poeta capta los signos por medio de los cuales hablan los dioses, porque su función es la de ser un intermediario entre los dioses y los hombres, porque el arte, como el pensar, consiste en un calveamiento continuo, en una actitud de escucha que responde al llamado del Ser. Tarkovsky: el arte como ansia de lo ideal El artista es un vasallo que tiene que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un milagro. Pero el hombre moderno no quiere sacrificarse, a pesar de que la verdadera individualidad sólo se alcanza por medio del sacrificio. Tarkovsky

Lo que podemos llamar una “teoría estética” en Tarkovsky es pensada para determinar, en la variopinta gama de posibilidades plásticas y literarias (a las que, por otro lado, constantemente hace referencia), la forma y la función del cine al que, por otro lado, Heidegger no tendría como arte (por lo menos, nunca lo menciona). No se queda, sin embargo, Tarkovsky en las inmediaciones de este último, sino que, por medio de su versión del análisis de lo presupuesto en la actividad creativa en general y en la del espectador (impensables, como hemos querido mostrar, sin una crítica a la estética moderna), y en virtud de las diferenciaciones entre lo que llama los “principios estéticos” de cada área (plástica, literaria o dramática), Tarkovsky irá avanzando como por peldaños hasta llegar a su determinación de la función del cine, su relación con las formas de vida del S. XX y con el concepto de temporalidad2.

En esta sección haremos una breve referencia al cine, pero nos ocuparemos en lo fundamental de la teoría estética general de Tarkovsky, y su disputa frente a la reducción del arte a la poesía (es decir, frente a Heidegger). La determinación de lo que hemos llamado la forma y la función que abordaremos luego, una vez hallamos incluido el análisis del problema que consideramos fundamental en las obras de Heidegger y Tarkovsky a la hora de “interpretar la vida”: el papel de la temporalidad. Como en Tarkovsky es impensable el cine sin la determinación de la estructura o forma del tiempo, y como su función estética está en una fuerte vinculación con esta, hasta el final del texto podremos hacer tema del cine.

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La crítica a la estética moderna consiste en una crítica a sus fundamentos, particularmente en una idea del sujeto y de la divinidad. La cultura tecnocrática, mediante la educación de la humanidad en la idea de una subjetividad autónoma, racional y absolutamente panificadora de los objetos, evita que los hombres se planteen la pregunta por la estructura de su propia subjetividad, hace, así pues, del hombre moderno un sujeto “interiormente impotente”. El verdadero artista, en contraste con esta tendencia de la cultura moderna, partirá de un principio al que Tarkovsky llama una “fidelidad radical a sí mismo”: “un genio no se manifiesta en la perfección absoluta de una obra, sino en la fidelidad absoluta a sí mismo, en la consecuencia frente a su propio apasionamiento” (Tarkovsky, 1991, p. 76). El artista debe ser fiel a su comprensión del mundo, y esta está mediada, necesariamente, por su configuración emocional y moral. Solo en este sentido se debe comprender la afirmación de que “cada artista está determinado por leyes absolutamente propias, carentes de valor para otro artista” (Tarkovsky, 1991, p. 59). Frente a una estandarización de la humanidad en los conceptos de especialización (profesional), aislamiento (social) y Ego cogito (individual), en Tarkovsky hay la idea de una proliferación de configuraciones subjetivas, vitales, cuyas leyes deben ser determinadas por el arte o, dicho más precisamente, cuyas leyes son el “principio estético” fundamental de la actividad artística. Que el artista deba ser fiel a sí mismo no quiere decir, entonces, que deba comprender su obra solamente como una autorrealización, que la actividad creativa solo tenga sentido para sí. El arte tiene, según Tarkovsky, una función comunicativa: “el arte es un metalenguaje, con cuya ayuda las personas intentan avanzar la una en dirección a la otra” (Tarkovsky, 1991, p. 63). Esto manifiesta especialmente en la relación del creador con el espectador, que no está mediada por el “valor de cambio”. El espectador no es un consumidor de arte, cuyo sentido del consumo sería el mero entretenimiento, sino que por medio de lo que el arte presenta al espectador le debe sobrevenir la pregunta por el sentido de su existencia. Se trataría, así pues,

de una comunicación esencial entre subjetividades. Esta característica del arte no cumple, sin embargo, una labor institucional, esto es, no es pensada para mantener la estabilidad social en la configuración de un ámbito donde lo institucional sea normalizado. Por el contrario, y más allá de una pretendida “ventaja práctica” del arte, lo que fundamenta la comunicación entre subjetividades es “la idea del amor, cuyo sentido se da en una capacidad de sacrificio enteramente contrapuesta al pragmatismo” (p. 63). En Heidegger y Tarkovsky, la comunicación que permite el arte no es de naturaleza racional, aún cuando tenga elementos racionales, sino emocional y en general sensible. “El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante todo sea sentida” (Tarkovsky, 1991, p. 61). Es, pues, a la sensibilidad que se dirige el arte, no al entendimiento. Y esto, porque la comunicación entre el artista y su público no puede ser menos que dolorosa y terrible, al tiempo que bella y erótica (en el sentido amplio de “placentera”). Todos estos elementos en su conjunto los recoge el arte como una unidad de cierto tipo a la que Tarkovsky llama una imagen. Y lo en la teoría estética aparece como fondo, como sentido de la función comunicativa que se realiza por medio de las imágenes, es la catarsis: “sólo a través de la conmoción, de la catarsis, [el arte] está en condiciones de capacitar al hombre para lo bueno” (Tarkovsky, 1991, p. 71). La catarsis, la función comunicativa del artes es, así pues, ética. Y de lo que se tratará en lo seguido será de explotar esta dimensión ética del arte. Para Tarkovsky, como para Heidegger, hay diversas formas de conocimiento de lo real, de las cuales la artística y la científica parecen ser las eminentes. En su dimensión racional y científica, el conocimiento, que avanza por grados o por peldaños, se dirige hacia el mundo en la pretensión de encontrar las leyes de su configuración. El conocimiento, sin embargo, incluso el de lo real, conlleva necesariamente otra orientación que es, finalmente, la que interesa al arte, el autoconocimiento: la dirección hacia el propio

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sujeto, a la determinación de las leyes que configuran la existencia. La reunión de ambas tendencias es lo que Tarkovsky llama la “verdad absoluta”, un ideal irrealizable que funge, empero, como tendencia de las formas de conocimiento. Heidegger y Tarkovsky comparten la idea de que lo particular del arte respecto de las formas de conocimiento científicas, fundamentadas en la judicación, es que se realiza por medio de una intuición de la realidad en su totalidad (que en Tarkovsky adquiere las dimensiones de la “intuición intelectual” romántica) y no de un objeto o de una región de objetos en particular. El artista tiene, así pues, una intuición profunda sobre lo real, y es el conocimiento de las leyes interiores que la rigen, fundamentalmente emocionales, lo que plasmaría en la forma de una imagen. La imagen, esencialmente finita en el tiempo y en el espacio, en cuanto forma de conocimiento y de comunicación busca la verdad absoluta, parte objetiva parte subjetiva, bella al tiempo que terrible, esto es, una unidad donde los elementos contrapuestos se armonizarían, un todo cuyo sentido sería la contenencia unitaria de las diferencias de sus elementos. “Con ayuda de esta imagen se fija la vivencia de lo interminable y se expresa por medio de la limitación: lo espiritual, por lo material; lo infinito, por lo finito” [Tarkovsky, 1991, 61]. Este, como es evidente, es el concepto romántico de lo absoluto. Y al igual que Heidegger, también Tarkovsky ilustra su posición metafísica con el análisis de un cuadro, esta vez no de Van Gogh, sino de Vittore Scarpaccia (Carpaccio), artista renacentista italiano del S. XV., intitulada “La muerte de Santa Lucía”.3 Las composiciones de Carpaccio, tan ricas en figuras, entusiasman por su ensoñadora belleza. Ante esos cuadros, uno tiene el maravilloso sentimiento de la promesa: cree que ahora se le explicará lo inexplicable… Y ese principio de la armonía es extraordinariamente sencillo y expresa en grado máximo el espíritu humano del renacimiento. Me

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estoy refiriendo al hecho de que el centro de las composiciones de Carpaccio, con tantas figuras, es cada una de las figuras, cada una por separado. Si uno se concentra en una de las figuras en cualquiera de ellas, de inmediato reconoce con sorprendente claridad que rodas las demás, la ambientación y el entorno, sólo son un pedestal para aquella figura ‘casual’. El círculo se cierra y la voluntad contemplativa del observador sigue inconsciente y perseverante el flujo de la lógica de los sentimientos que busca el artista, va paseándose de un rostro a otro, rostros que se pierden en la masa (Tarkovsky, 1991, p. 71).

A decir de Tarkovsky, el artista no “busca” la verdad; por el contrario la siente, la persigue desde su más pura intimidad, desde su imbricación en la vida; su creación no significa, pues, la creación de la verdad, sino la realización de lo absoluto por su medio, el de la vida y el de la imagen. El arista, como dijeran ya Hölderlin y Heidegger, es un servidor de la verdad, una suerte de profeta. Pero esta verdad no es la sustancia más allá de los fenómenos, no tiene una “consistencia” propia e independiente de ellos. La imagen es “perfecta”, esto es, es la representación de una contradicción, de una lucha entre contrarios, y “lo perfecto es algo único. O está en condiciones de producir una cantidad infinita de asociaciones, lo que al fín y al cabo es lo mismo” (Tarkovsky, 1991, p. 69). En lo finito de la imagen hay la infinitud de lo entremezclado, en su unidad se manifiesta la diferencia de lo existente. Es que, dice Tarkovsky, la imagen artística “para poder ser realmente verídica, tiene que conjugar en sí el carácter contradictorio de los fenómenos” (Tarkovsky, 1991, p. 75). Como en la realidad, como en la vida, en el arte se manifiesta la pugna, la luchas entre elementos contrapuestos; y en esta pugna, para Tarkovsky y para Heidegger, no hay vencedor ni vencido, en cuyo caso la lucha cesaría, sino amalgama, perpetuación al infinito de su entrelazamiento, de la contradicción: “La vida está involucrada

En realidad, Tarkovsky refiere a los cuadros de Carpaccio en general. Escogí “La muerte de Santa Lucía” porque es el que mejor ilustra las relaciones entre los rostros, las figuras, el medio y la situación. Para verla el lector puede dirigirse a la dirección web: http://easyweb.easynet.co.uk/giorgio.vasari/carpacc/pic5.htm

en esa contradicción, grandiosa hasta llegar al absurdo, una contradicción que en el arte aparece como unidad armoniosa y dramática a la vez. La imagen posibilita percibir esa unidad, en la que todo se halla contiguo al resto, todo fluye y penetra lo demás” (Tarkovsky, 1991, p. 62). Empero, justamente por ello la imagen no se puede comprender racionalmente, no pertenece a la lógica del discurso, de las palabras. No hay aquí, como en Heidegger, posibilidad alguna de reducir la lógica de las imágenes a las de la habla, incluso cuando se trata de la “palabra diciente”, porque finalmente el poeta, dirá Tarkovsky, “es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño” y porque “su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva en las grandes ideas del universo” (p. 64); el poeta, así pues, también piensa en imágenes (p. 70). El arte así pues, hace inmediatamente perceptible, no intelectualmente inteligible, lo infinito, y lo infinito no es una “cosa”, sino un proceso, una totalidad dialéctica infinita. La estructura de este proceso es, sin embargo, diferente a la propia del movimiento dialéctico hegeliano, pues no se trata ya de una dialéctica solucionable en una síntesis, porque no hay positividad absoluta, porque en la realidad, en la vida o en el arte hay un infinito continuo de la contradicción, una imposibilidad de principio de “solución positiva”. Más aún, porque esta dialéctica, la de Hegel, es una que ha reemplazado la contradicción esencial de los fenómenos por la lógica del pensamiento, y “el pensamiento es efímero, y la imagen, absoluta” (Tarkovsky, 1991, p. 63). Con la de Tarkovsky se trata, finalmente, del “Hein kai Pan” heraclíteo del que ya hablaran los románticos: la unidad de una totalidad, la percepción o intuición de una totalidad absolutamente diferenciada en una unidad, de sentido y de estructura sensible.

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Dos interpretaciones sobre el tiempo y sobre la pertenencia (habitar) ¿En que consiste, en todo esto, la novedad del cine frente a la literatura y las demás artes? ¿Cómo entender lo que Tarkovsky llama un “nuevo principio” estético del cine, el de lo inmediatamente dado en el tiempo? Pero, ¿cómo entender la temporalidad para que esto sea posible? Y en este contexto, ¿cómo entra el problema de la “interpretación de la vida”? Decíamos al principio que las teorías estéticas de Heidegger y Tarkovsky se fundamentaban en una particular ontología con visos de metafísica, que ya hemos desarrollado un poco, pero también que en ambos autores esta ontología tomaba su fundamento en una particularidad interpretación de la temporalidad de la vida: en Heidegger, se trata de la pertenencia de la vida a una tradición cultural,4 en Tarkovsky, de la estructura natural de las emociones y de cómo se configura temporalmente lo moral en el hombre. 1. Heidegger: temporalidad y tradición. El sentido de la temporalidad histórica de la vida La cuestión que plantearemos en esta sección es la del sentido de la existencia que, como hemos sostenido, ha sido desalojada por la modernidad de la esfera de las cuestiones fundamentales. En el concepto moderno de subjetividad están presupuestos algunos elementos de la tradición substancialista, entre los cuales el más problemático es la diferenciación entre dos ámbitos subjetivos: uno de “logicidad” y constitución y otro de simple “contingencia”. Si desde Descartes hasta Kant y el neokantismo, pasando por Hegel y Marx, se tematizó lo subjetivo en términos lógicos y apriorísticos, es porque la vida cotidiana nunca ha sido objeto de investigación en y por sí misma, porque por su “alogicidad”

Desarrollaremos el concepto de temporalidad tal cual se presenta en la así llamada “hermenéutica temprana” de Heidegger, en particular en el Informe Natorp que a nuestro parecer es el que desarrolla mejor la temática de la relación del tiempo con la vida (mejor incluso que Ser y Tiempo).

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parecería no hacerla merecedora de análisis, y todo ha sucedido como si los análisis sobre la cotidianidad, dada su contingencia, debieran recurrir a categorías externas a ella para poder determinarla. Lo discutible de esta forma de determinar los “ámbitos subjetivos”, lógico y alógico, es para Heidegger, no el hecho de que la vida cotidiana no tenga una “estructura lógica”, sino que de allí se suponga que no tiene estructura de ninguna naturaleza. Para Heidegger y también, en parte, para Tarkovsky, en la aclaración de la estructura temporal de la vida cotidiana entra en juego el problema del sentido de la existencia. En la vida cotidiana no somos yoes trascendentales deambulantes viviendo en un ámbito apriórico puro; estamos, por el contrario, arrojados al mundo. Esto no es una mera contingencia, sino el acontecer mismo de la vida en la experiencia cotidiana. Estar arrojado al mundo quiere decir que, en la cotidianidad, permanecen necesariamente indeterminados el yo y el mundo, que el “hombre” no es nunca un sujeto ni el “mundo” un mero horizonte. Hombre y mundo se diluyen en un “aquí”, en la aperturidad, y la relación entre mundo y facticidad es, tanto en el arte como en la vida, una relación dinámica [Bewegtheit] de apertura de sentidos. Es el mundo (que no es un conjunto de cosas sino, como ya dijimos, la totalidad de las vías fundamentales de significación) el que nos reclama ocuparnos en algo, el que induce al comportamiento; y el comportamiento, prelógico o lógico, se mueve siempre en un “horizonte de familiaridad” del asunto del que se ocupa, porque tiene al mundo como significación total. El comportamiento está siempre situado, es decir, pertenece a ciertas condiciones de interpretación y comprensión anteriores a las determinaciones del pensamiento. La vida pertenece, así pues, a un ámbito en que las cosas aparecen como ya interpretadas: es histórica o, como acostumbra decir Heidegger, “se nace en un estado de interpretación heredado”. La vida, el comportamiento, las cosas significan porque pertenecen a una tradición. Y si hay que preguntar por el problema del sentido de la exis-

tencia, de la vida, hay que aclararse primero el problema de la pertenencia a una tradición donde esta pregunta pueda, en primer lugar y sobre todo, formularse. La vida tiene lo que Heidegger llama una estructura temporaria: no se trata solo de que el comportamiento tenga en sí mismo una estructura “temporal”, esto es, que esté referido al recuerdo o que se proyecte al futuro, sino que el sentido por el que circula, el horizonte en el que se vive y significa (el mundo), es también temporal. Nosotros hacemos parte de una época, y nos pensamos desde ella; ahora bien, cuando se “acusa” a la modernidad de enajenar al hombre mediante una definición, se está diciendo también algo sobre la propia estructura de la cotidianidad. Es que no es propio solamente de la modernidad tener una determinación de la esencia del ser humano. Nacemos siempre en un mundo que ya significa, y en donde, sobre todo y fundamentalmente, “ser humano” significa ya algo. Aprendemos, así pues, a comprendernos a nosotros mismos desde lo que en el mundo “se” dice que somos, nos despreocupamos de nuestro propio ser. Esta es una de las dos tendencias fundamentales de la vida, aquella que Heidegger llama “caída”: “se” hacen las cosas que “se” acostumbra hacer, “se” dice lo que habitualmente “se” piensa, “se” vive; el mundo es el ámbito del desarraigo, donde “nadie existe”. Quien vive la vida en la cotidianidad es, pues, un sujeto impersonal. La segunda tendencia de la vida es, ahora bien, la “propiedad”, la necesidad vital de “tener que vérselas” con el hecho de que somos sujetos fácticos y con que, como tales, somos finitos: en cuanto individuos (“hay que hacerse cargo de la propia muerte”) y porque la interpretación de “ser humano” es epocal (“hay que hacerse cargo de la propia historia”). Se trata en ambos casos de la necesidad esencial de asumir la vida como problematicidad fundamental, en la consideración de que, si la vida tiene que ver consigo misma es, precisamente, porque en la cotidianidad, en las decisiones y conductas habituales, la vida está en juego, porque la vida es un constante riesgo de pérdida

del sentido. Y con esta se trata de una “interpretación de la vida que se preocupa por el sentido de su ser... [donde] la existencia es sólo una posibilidad que se despliega temporalmente en el ser de la vida” (Heidegger, 2002, p. 45), en el sentido de la cotidianidad. La tendencia reapropiante de la vida es aquella que radicaliza la filosofía, una “aprehensión explícita”, porque hace explícito en cada caso lo que el hombre es, ¡siéndolo! No se puede filosofar sobre la vida, sino desde la vida misma, es decir, desde la cotidianidad. Así pues, la filosofía solo logrará tomar una decisión acertada, que le arroje a la vida fáctica misma, si se comprende como “fundamentalmente atea” dentro de una tradición “fundamentalmente cristiana y griega”. La experiencia de vida de que se hace tema en la filosofía de tradición occidental es una especie de hibridación de teologías, mientras decidirse por la filosofía es abandonar la perspectiva teológica de la fe. En esta interpretación la historia y, en general, la situación actual de la filosofía, harían parte de una exégesis greco-cristiana de la vida, conjuntamente la inclusión de la antropología filosófica y del romanticismo alemán procedente de una especulación teológica de larga tradición, cuyo anclaje en la modernidad es la Reforma, fundamentada en la apropiación originaria de Pablo y Agustín por parte de Lutero. Las nociones cristianas se han sedimentado en la cultura occidental, forman parte de lo disponible, desde lo cual los hombre se autointerpretan. Por eso Heidegger ve en la “Carta a los Tesalonisenses” de Pablo de Tarso una interpretación de la vida similar a la suya. La vida es riesgo por cuanto está atrapada entre dos muertes, la de Cristo y la propia. Esta situación es absolutamente tensionante porque, habiendo sido redimidos por Cristo, podemos alejarnos de la culpa y vivir en el puro arrojamiento, pero, sin saber cuán próxima o lejana está la vuelta de Cristo al mundo y, por tanto, el juicio final, debemos decidir cada vez en presente, en cada acto, en cada circunstancia el sentido de nuestra propia existencia, nuestro deber para con, o nuestro rechazo de, los valores cristianos de la vida.

2. Tarkovsky: Esculpir en el tiempo En el sentido de la temporalidad natural de la vida es cuando el individuo cae en dependencia directa de su destino social y cuando la estandarización del individuo se convierte en un peligro altamente real, cuando surge el cine Tarkovsky, Esculpir en el Tiempo. Para Heidegger, la vida fáctica debe decidirse por el presente, desde el futuro (es decir, desde la muerte, como individuos) y por el pasado (esto es, desde la culpa, desde la tradición). Para Tarkovsky, como para Heidegger, la experiencia fáctica de la vida es de naturaleza temporal. En su actualidad está en juego una determinada interpretación de la pertenencia al pasado y una apertura hacia el futuro, hacia la dimensión de sus posibilidades. De hecho, también para Tarkovsky la finalidad de una interpretación adecuada de la vida, como lo es la artística, consiste “en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda” (Tarkovsky, 1991, p. 66). Precisamente, si el arte nos debe preparar para la muerte es porque con ella desaparece la dimensión temporal de la existencia, el fundamento de la individualidad, de la historia y (elemento que Tarkovsky aporta para la discusión) también de lo moral. El tiempo, antes que una linealidad donde se concatenen los acontecimientos, “es una situación, el elemento que da vida al alma humana, en el que el alma está en el hogar” (Tarkovsky, 19921, p. 77). Si el mundo, si la realidad es temporal, lo es solo en relación con el espíritu, una mezcla de recuerdo y proyección, de predestinación y destino; pero, en los términos de esto último, dirá Tarkovsky a Heidegger que la determinación de lo temporal solo puede ser de naturaleza moral: “durante el tiempo que vive, una persona tiene la posibilidad de reconocerse como un ser moral, capacitado para buscar la verdad... El limitado espacio en que queda acorralada nuestra vida nos pone con extrema claridad ante los ojos nuestra responsabilidad para con nosotros mismos y para con los demás” (Tarkovsky, 1991, p. 78). Esta determinación de responsabilidad no la tematiza, empero, como un evento que suceda en los dominios del pensamiento, de la esfera racional de

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la conciencia; es, por el contrario, un hecho espiritual, de naturaleza religiosa y emocional, anclado en la vida concreta, en la vida fáctica e individual del hombre. La facticidad a la que refiere Tarkovsky no es, sin embargo, cultural, algo propio de una determinada tradición, portando el significado impuesto por unos símbolos particulares; se tata, por el contrario, y esto es lo fundamental de la propuesta de Tarkovsky, de una facticidad fundamentalmente natural, correspondiente con los modos en que la vida, los sueños o las alucinaciones adquieren una configuración emocional concreta, su propia lógica o estructura temporal, su sistema de referencias al pasado o al futuro. Es precisamente esta comprensión de lo temporal, este concepto de facticidad y de vida, aquello con los cuales el hombre moderno ha perdido conexión. Y es, precisamente, aquí donde entra el cine: “el hombre va al cine por el tiempo perdido, fugado o aún no obtenido. Va al cine buscando la experiencias de la vida, porque precisamente el cine amplía, enriquece y profundiza la experiencia fáctica del hombre mucho más que cualquier otro arte” (Tarkovsky, 1991, p. 84). A cine solo puede ir el hombre moderno; justamente, aquel que ha sido despojado de su relación con su vida concreta, fáctica, quien tiene necesidad de llenar el vacío espiritual, la flaqueza interior de la vida moderna. Es que el tiempo, dice Tarkovsky, puede ser apropiado como material artístico; empero esta apropiación no la pueden ejecutar las artes plásticas tradicionales ni la literatura, sino solamente el cine. Desde el rodaje de “La llegada del Tren”, de Auguste Lumière, inicia pues un “nuevo principio estético”; este no consiste en ser una mera síntesis de los principios del arte poético y del pictórico, de lo que resultaría más bien un “eclecticismo indecible”, una configuración intermedia, pero sin solución en una imagen, poética o plástica. Por el contrario el principio del cine “consiste en que el hombre, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, había encontrado la posibilidad de fijar de modo inmediato el tiempo, pudiendo reproducirlo (o sea, volver a él) todas las veces que quisiera” (Tarkovsky, 1991, p. 83). La imagen, decíamos arriba, permite recoger una totalidad diver-

sa en una unidad esencial; pero el cine permite recoger una multiplicidad de imágenes seriadas, cada una con su unidad esencial, constituye una unidad de tipo mayor, del nivel mismo de los fenómenos: recoge, así pues, una secuencia como si se tratara de un hecho. “La fuerza del cinematógrafo consiste precisamente en dejar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia de esa realidad que nos rodea cada día, e incluso cada hora” ( p. 84): recoger, así pues, los fenómenos fácticos, o más bien recoger el tiempo como un fenómeno fáctico, en eso consiste el novedoso principio estético del cine. El cine pretende mostrar cómo se relacionan los hechos, cómo acontece su sucesión, si la hay, y bajo qué medios o contextos espirituales, emocionales. El hombre, la estructura espiritual de los hechos, se confunde con ellos en lo ilimitado; el cine abre, así, un espacio de sentido vital en el que todo está en relación con el todo, en el que una cosa refiere a otra inmediatamente. La correlación entre los hechos no es simplemente un sumandum de elementos, sino una totalidad, una unidad que se mantiene más allá de la diferencia aparente entre las cosas, la creación de una “nueva realidad”, indiferente respecto de lo objetivo y lo subjetivo. Esta realidad nace de lo que Tarkovsky llama la observación pura de la vida, la observación de los hechos “situados en el tiempo, organizados según las formas propias de la vida y según las leyes del tiempo de ésta” (Tarkovsky, 1991, p. 89). Y esta observación requiere de una selección, es decir, de una interpretación. Esta interpretación no consistirá en dotar a las imágenes de simbolismo, en hacer de las secuencias de la vida medios para expresar otras cosas, para defender aspectos sociales o institucionales. La esencia del cine no puede entenderse de modo superficial, “de una limitación de medios de expresión debida solo a una época concreta, de simples costumbres o esquemas estereotipados” (p. 90): en un esquema de condicionamientos ideado por el director. Todo lo contrario: se tata de ofrecer en la imagen una secuencia, una forma de la temporalidad, de la interconexión de los hechos en la vida. Justamente, de ofrecer una interpretación de la vida.

Bibliografía HEIDEGGER, Martin (1995). “El Origen de la Obra de Arte”. En Caminos de Bosque, Madrid: Alianza. HEIDEGGER, Martin (2002). Informe Natorp: interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, Madrid: Trotta. HEIDEGGER, Martin (1967). “De la esencia de la verdad”. En ¿Qué es Metafísica? Buenos Aires: Siglo XX. TARKOVSKY, Andréi (1991). “El arte como ansia de lo ideal”, “El tiempo Sellado”, “Predestinación y Destino”. En Esculpir en el Tiempo. Madrid: Rialp.

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