Arquitectura popular y urbanismo en la provincia de Sevilla

August 28, 2017 | Autor: S. Rodríguez-Becerra | Categoría: Hábitat Y Vivienda, Arquitectura y urbanismo, Sevilla, Sociabilidad, Haciendas y cortijos
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Descripción

ARQUITECTURA POPULAR Y URBANISMO EN LA PROVINCIA DE SEVILLA

Salvador Rodríguez Becerra Universidad de Sevilla

Publicado en Tierra y gentes. Provincia de Sevilla, J. Mª Arenzana y otros, Sevilla: Diputación de Sevilla, 2004. pp. 144-181. ISBN 84-933909-3-3

La arquitectura popular, tradicional o vernácula es un hecho complejo condicionado por un conjunto de factores que se han modificado en el transcurso del tiempo; no es válida, al menos en toda su extensión, la caracterización que realizara en su día el historiador de la arquitectura Torres Balbás como “utilitaria, local y adaptada al modo de vivir familiar” y desde luego, no creo que sea actualmente una expresión comparable al lenguaje, ni signifique una respuesta pura al medio, ni tampoco sea tan ajena a los estilos históricos. Estos juicios pensados como generalizaciones de la arquitectura popular a escala universal o europea, quizás no hayan sido nunca válidos. Considerar como arquitectura popular solo algunas de las manifestaciones constructivas elaboradas por los sectores menos privilegiados de los pueblos andaluces es una posición reduccionista que no refleja la realidad de estos núcleos urbanos. En Andalucía, en todas las villas y ciudades han existido numerosos edificios: iglesias, conventos, ermitas, casas de cabildo, casas de encomienda, casas de nobleza titulada o local, inspirados cuando no diseñadas por arquitectos y maestros con planos o directrices de superiores de las órdenes religiosas, de la iglesia diocesana o de los nobles titulares de los señoríos. En consecuencia, no podemos generalizar al hablar de arquitectura vernácula caracterizándola como una arquitectura ingenua, meramente utilitaria, espontánea y como uno de los elementos distintivos de la “nacionalidad”, en palabras del tratadista anteriormente mencionado, sino en estrecha relación con la arquitectura culta que siempre se ha hecho en estos lugares (1946:151). 1. Condicionantes de la vivienda y el urbanismo Y no es que no haya que contemplar los factores medioambientales, locales y hasta personales, pero no podemos minusvalorar las circunstancias históricas que nos hablan de un secular flujo de influencias de valores culturales, sociales y estéticos del estado y la ciudad hacia las localidades menores. Considero que hay que hacer un replanteamiento de la llamada arquitectura popular o vernácula. Hace falta valorar en sus justos términos la influencia del medio, los materiales y la adaptación al relieve, que con frecuencia suele ser un factor muy condicionante de viviendas y núcleos urbanos, así como de las funciones económicas, pero sin dejar de lado las vicisitudes históricas y la relación dialéctica entre los elementos infraestructurales y el poder y sus expresiones. Desde hace décadas y de forma generalizada la arquitectura con y sin arquitecto, si dejamos a un lado las nuevas promociones urbanísticas que han inundado las ciudades y bastantes pueblos y de las que aquí no nos ocuparemos, es básicamente construcción de nuevas viviendas unifamiliares en solares preexistentes de los cascos históricos de cada localidad, o remodelación de las ya existentes. Quedan fuera también de nuestra consideración las viviendas adosadas y pareadas, que salvo excepciones ocupan terrenos rústicos en los límites del caserío tradicional y que en muchos casos, por su repetición mimética y su localización constituyen serias agresiones al paisaje. 1

Andalucía es una región de agrociudades, hecho palpable en la Bética y por tanto en la provincia de Sevilla, en la que aunque cada pueblo no se corresponde con una agrociudad, lo cierto es que muchos de ellos participan de las características que se adjudican a este modelo de poblamiento y de vida en núcleos urbanos, según han puesto de manifiesto López-Casero (1989), y Driessen (1981). El modelo de casa sevillana, que no es actualmente, tanto de la ciudad como de los pueblos, se ha generalizado y el que pudiéramos llamar modelo “neosevillano”, en el que se dan azulejos, mármoles, rejas y cancelas podemos encontrarlo en mayor o menor medida en todos los pueblos de la provincia. Las nuevas construcciones y el caserío se ha renovado en un alto porcentaje siguiendo una línea que rememora las antiguas casas con las modificaciones que imponen los tiempos: se han estandarizado las cocinas y los baños, cobran un primer plano las salitas y se mantienen, cuando ello es posible, los recibidores. La vivienda y el urbanismo, o modo de agruparse los edificios en un espacio determinado, han estado condicionados por tres factores fundamentales: el medio geográfico, el clima y las circunstancias históricas (económicas, sociales y culturales), que son difíciles de deslindar. La mutua influencia tiene lugar en un proceso cuyo resultado ha podido observarse hasta la generalización del uso del cemento primero y otros materiales constructivos industriales después. Ello ha producido cierta homogeneización que hace que los núcleos urbanos se parezcan cada vez más unos a otros, sin que la homogeneización sea completa, porque siguen estando condicionados por el pasado y su localización geográfica. Las nuevas construcciones, aunque sometidas a las capacidades creativas de técnicos y artistas, responden con los viejos elementos tradicionales, demandados por los propietarios. Existe un acendrado deseo de emulación de construcciones y elementos arquitectónicos que en otro tiempo fueron privativos de los sectores sociales más poderosos: miradores, porches, arcos, ladrillo visto o tallado en cornisas, puertas y ventanas, etc. Por todo ello, las comarcas siguen manteniendo cierta singularidad “tradicional” dentro de la homogenización creciente. Estos procesos se han visto favorecidos por la renovación total o parcial de un alto porcentaje del caserío, que en ocasiones puede alcanzar al 75% de los núcleos urbanos. Ello ha ocasionado la casi desaparición de viviendas de una sola planta, que eran comunes entre jornaleros y familias de poca renta, y desde luego las chozas que se situaban en los márgenes de las poblaciones y en terrenos públicos (coladas y cañadas, cursos de ríos y arroyos). No podemos olvidar que aunque existen formas arquitectónicas comunes en los pueblos y ciudades de cada comarca e, incluso, en zonas más amplias --recuérdese que las provincias separan comarcas naturales--, las vicisitudes de cada núcleo son únicas y crean respuestas singulares. Ello queda de manifiesto sobre todo en las construcciones comunes y no tanto en los grandes edificios creados por el poder eclesiástico y en menor medida por el civil, aunque indudablemente mantienen una unidad formal y estilística que les caracteriza como pertenecientes a un período y a una tradición. Tampoco podemos dejar de lado la fuerte influencia que a todos los niveles ejercen y han ejercido directamente en las clases poderosas e indirectamente en las más débiles, modelos, elementos y materiales propios de las elites urbanas, especialmente las de Sevilla. La diferencia de comportamiento entre unos y otros estriba en que los primeros han podido materializar en sus casas y propiedades esas corrientes y los otros los han interiorizado como algo valioso. Resulta ejemplificador cómo el uso del arco de medio punto, que ha formado parte indisociable de las casas burguesas y centros religiosos, ha pasado a un lugar muy secundario entre los profesionales actuales de la arquitectura, y por el contrario, goza de todas las predilecciones de la gente común que lo usan, y con frecuencia abusan, en las segundas viviendas. Igualmente, se ha generalizado el uso de rejas, balcones y cierros de hierro forjado que antes eran privativos de las clases más altas. Es oportuno dejar constancia de la capacidad de difusión de corrientes estilísticas y formas que ha 2

ejercido la ciudad de Sevilla desde la conquista cristiana en el siglo XIII y probablemente antes, a la actualidad. Esta ciudad fue durante siglos un gran centro de poder y de irradiación de ideas, gustos estéticos y modas, pero también de directrices y dinero, en un amplio territorio de Andalucía occidental. Este poder de la ciudad venía definido por su amplísimo alfoz, donde los caballeros veinticuatro como regidores del Cabildo municipal con su Asistente a la cabeza, ejercían funciones de gobierno y justicia y administraban los bienes que la ciudad tenía repartidos por todo ese amplio territorio. La ciudad ejercía también su poder por mediación del Arzobispado y Cabildo eclesiástico, cuya amplia demarcación -era una de las diócesis más grandes de todo el reino-, incluía las actuales provincias de Huelva, Sevilla, gran parte de las de Cádiz y algo de las de Málaga y Badajoz. A la poderosa iglesia de esta ciudad llegaban los diezmos y las rentas de los bienes eclesiásticos de todo el amplio y rico territorio de referencia, pero además determinaba los estilos arquitectónicos de las iglesias parroquiales, las cillas y otros edificios religiosos. El Maestro Mayor de la catedral era de hecho el “arquitecto jefe” de la diócesis. La unidad de estilo y la elegancia de los campanarios de las iglesias de este arzobispado hablan de esa unidad e influencia. De otra suerte, la iglesia influía a través de los curas en las capas más poderosas de las respectivas localidades a cuyas familias pertenecían mayoritariamente. Tenía también su sede en la ciudad la Real Audiencia, un poderoso tribunal de justicia con prerrogativas similares a las Reales Chancillerías, lo que hacía que a ella confluyeran litigantes, y desde ella partieran visitadores, letrados y escribanos para actuar en el amplio territorio que incluía su jurisdicción. Existían además otros tribunales e instituciones y las “casas grandes” de numerosas órdenes religiosas, que mantenían una estrecha relación de dependencia entre los pueblos y la ciudad. Resulta clara, por tanto, la íntima relación entre urbanismo, arquitectura y relaciones de poder. Los edificios de los ayuntamientos son en su inmensa mayoría construcciones recientes frente a la antigüedad de iglesias y capillas, y las casas-palacio de la nobleza y la burguesía. La debilidad de la vida municipal expresada en la casi inexistencia de estas sedes municipales antes del siglo XIX es algo patente. Si hacemos un ligero sondeo podemos constatar que son muy pocas las villas y ciudades que levantaron edificios de cabildo con anterioridad a esa fecha y en todo caso no debieron ser significativos cuando no se han conservado: los casos de Arahal y el propio de la ciudad de Sevilla, constituyen algunas de las excepciones que confirman la regla. Aunque no pretendemos negar el peso del medio ambiente y la actividad económica en la conformación de las viviendas y edificios que han determinado una peculiar forma de usar y organizar los elementos constructivos, parece que estos factores por si mismos, no explicarían el resultado final. Resulta claro que el uso del ladrillo está en estrecha dependencia de la existencia cercana y abundante de terrenos arcillosos que son propios del Valle; que el tapial lo está en función de terrenos calizos: alberos y albarizos predominantes en los Alcores; por la misma razón que lo están la presencia de piedra en la construcción de muros de mampostería, propio de las sierras Béticas y Sub-béticas y sus estribaciones. Todas las construcciones incluyen la cal y la arena para unir, cubrir y proteger paramentos mediante enlucidos y enjalbegados, la teja árabe para formar cubiertas, chimeneas y tejados a dos aguas, azulejos y solerías para protegerlos de la humedad, y enchinados para salvar las solerías de barro de la agresión de los cascos de las caballerías en el acceso a las cuadras. Las casas, ligadas tradicionalmente al ámbito femenino, disponían de salas y dormitorios, soberados, cocinas y alacenas; corrales en donde se criaban cerdos y aves; pozos, pieza clave en una casa antes de que se generalizaran las redes de abastecimiento de agua, etc. Todas estas dependencias tenían una clara función en el conjunto de la casa. ¿Pero, y las torres y miradores, que función tenían? Aunque en algún caso tuvieran alguna función utilitaria, más bien parece que se trata en origen de una cuestión de prestigio. Es significativo que donde históricamente han predominado los miradores, como es el caso de de las haciendas rurales y urbanas del Aljarafe y en los términos de Écija o Carmona, el valor 3

simbólico de estas construcciones se ha interiorizado hasta el punto que han sido mimetizados por toda una clase social emergente que los reproduce en sus nuevas viviendas. En la Campiña, por el contrario, en las casas del caso histórico, se ha generalizado el uso de formas y materiales: portadas, zócalos, cierros, rejas y balcones de hierro forjado, mármoles, azulejos y cancelas, puertas forradas de chapas de hierro o de latón, ladrillos vistos en zócalos y portadas, cuando en origen estos materiales y formas constructivas eran solo patrimonio de las casas de los grandes y medianos propietarios agrícolas y de algunos profesionales liberales, que unían con frecuencia en sí mismos, la doble condición. Con estos datos estamos tratando de decir que por distintas razones y motivaciones los elementos de la llamada arquitectura tradicional, especialmente los que están cargados de prestigio, se repiten y se siguen utilizando, adaptados a los nuevos materiales y funciones de la casa. Aunque desde una mirada superficial y poco afinada todos los pueblos son iguales; en cuanto se observan y recorren con detenimiento, podemos deducir las principales vicisitudes históricas, razones de su poblamiento, estructura social, bases económicas que los justifican, pues todas estas circunstancias se expresan en su arquitectura y urbanismo. Así, hay pueblos enclavados en la sierras donde pacen los ganados y crecen los bosques: Castilblanco, Almadén, La Nava, Algámitas, Pruna; pueblos en el valle: Villaverde, Brenes, Cantillana; ribereños: Peñaflor, Alcolea del Río, Puebla del Río; en la campiña cerealista y olivarera: Arahal, El Coronil, Los Molares; en la Marisma ganadera: Isla Mayor, Puebla del Río, Villamanrique; nacidos de una venta o apostadero, llamados pueblos-camino como Espartinas; pueblos enquistados en una fortaleza o surgidos a su amparo y cuya principal función fue la defensa y protección de caminos, pasos o territorios: Cazalla, Constantina, Alanís, Alcalá, Aznalcázar, San Juan de Aznalfarache; villas y ciudades realengas, nobiliarias y eclesiásticas: Utrera, Morón de la Frontera, Osuna, Olivares, Marchena, Umbrete, Villaverde del Río; encomiendas de órdenes militares: Tocina, Lora del Río, Castilleja de la Cuesta; pueblas fundadas con el propósito de repoblar tras la conquista cristiana: Puebla de Cazalla, Montellano; pueblos resultado de la unión de dos, preexistentes o creados posteriormente: Los Palacios y Villafranca, Villanueva del Río y Minas; pueblos surgidos por la agregación de viviendas a explotaciones agrarias como alquerías y haciendas: Castilleja de Guzmán, Gerena, Umbrete, Palomares; pueblos abiertos: Paradas, Fuentes, La Campana; pueblos creados entorno a una estación del ferrocarril: San José de la Rinconada, Los Rosales; pueblos nacidos de un proyecto colonizador: La Luisiana, Cañada Rosal; pueblos surgidos al amparo de la minería: Almadén, El Cerro del Hierro, Minas del Castillo de las Guardas, aldeas o lugares que permanecen con esta categoría jurídica: La Aulaga, El Madroño, o que han alcanzado la de villazgo con posterioridad; e incluso, pueblos en los que puede percibirse la influencia de ideologías de izquierdas o derechas: Marinaleda, Los Corrales, Martín de la Jara, Lebrija, Sanlúcar la Mayor, Valencina de la Concepción; y finalmente, las ciudades, las pocas que lo eran antes de la conquista cristiana: Sevilla, Carmona, Écija, marcadas por una vida económica, administrativa y religiosa muy intensa: comercio, cabildos, conventos, tribunales, escribanías. Si hemos elaborado esta larga relación de pueblos y ciudades, que desde luego no es exhaustiva, es para hacer ver la enorme variedad de circunstancias de orden histórico y medioambiental que inciden en cada una de las poblaciones, lo que condiciona su configuración y las individualiza y, consecuentemente, las hace en general más atractivas y sugerentes. 2. La casa sevillana Si hubiese que fijar algunas características comunes para todas las casas de la provincia, habría que decir que es la disposición de las crujías y caballetes paralelos a la calle, unidas lateralmente sin solución de continuidad formando medianeras; a esto habría que unir el enlucido y enjalbegado. El color blanco de los pueblos no es solo un lugar común sino un hecho constatable, aunque se encuentran casos excepcionales de casas con las fachadas revestidas de azulejos, y no 4

me refiero a la tendencia reciente sino a otra muy anterior que nos retrotrae a los comienzos del siglo pasado, y a otras que usaron en las fachadas revestimiento a la tirolesa pintado de gris u ocre, que se encuentran en las sierras. Las rejas que son ya una característica casi universal en la provincia, no lo era hasta hace unas décadas, salvo en las casas de medianos y grandes propietarios. Unas sobresalen de la línea de fachada, descansan en poyos o poyetes y están coronadas por guardapolvos de diversas formas y líneas pero en las que predomina la piramidal truncada o escalonada. Estas rejas eran frecuentes solo en el piso bajo; el piso alto carecía de ellas o eran enrasadas. En la Sierra son habituales las rejas empotradas y enrasadas con la fachada salvo en las grandes casas que seguían el modelo sevillano. Éstas disponen de rejas o cierros de gran altura en la planta baja dispuestas simétricamente con relación a la puerta. En la franja de campiña que abarca los pueblos de Arahal a Estepa se da en las casas rehabilitadas una alta incidencia de cierros en las segundas plantas. No puede hablarse de un solo modelo de casa para toda la provincia, como tampoco puede establecerse por comarcas, aunque existan ligeros predominios de ciertos elementos o funciones, porque la clave de las diferencias y modelos estriba sobre todo en la estructura de clases determinada por la propiedad de la tierra más que otros factores. Existen tipos de casa de jornaleros, pequeños y medianos propietarios, los llamados en algunas comarcas como pelentrines, y grandes propietarios, que no cultivaban directamente la tierra. El modelo de gran propietario lo encontramos en villas y ciudades muy distantes entre si dentro de la provincia. En función de ello, podemos hablar de: a) Modelo elemental, propia de jornaleros y braceros, con una sola planta, una o dos crujías donde se sitúan dormitorio, alcoba y sala de estar-comedor, acceso por un patio delantero o una puerta en la fachada en la que puede ser el único vano junto con un ventanuco sin cristales en la parte superior, y, cuando existe, un corral al fondo, donde se instala la cocina en un cobertizo. Las fachadas en general carece de rejas y cualquier adorno, las solerías son de barro cocido o ladrillos pintados y en algunos casos de tierra prensada. Este tipo muy extendido en la provincia, en otro tiempo, está hoy desaparecido, aunque predominaba en la Campiña, el Aljarafe y el Valle. b) Modelo de propietarios pequeños o medianos, dispone de una planta y soberao con un vano para luz, un pasillo central o lateral que recorre las dos o tres crujías mediante pequeños arcos sin puertas y da acceso a las diversas dependencias. Está precedido por un pequeño zaguán cerrado con una puerta y una escalera en la segunda o tercera crujía que incorpora la cocina y da acceso al soberao donde se guardaban los productos de la cosecha y para consumo (matanza, patatas, garbanzos, carbón, etc.) y al patio-corral. La fachada presenta ciertos adornos como guardapolvos y peanas en las ventanas con rejas y una portada que es simplemente un resalte que dibuja la puerta. Las solería de la planta baja, puesto que la alta era con frecuencia de tablas, es de ladrillo pintado sustituido posteriormente por losas hidráulicas con diversos dibujos y colores. Algunas de estas casas y en las zonas más cerealistas disponen de una amplia ventana en el segundo para recoger la paja. c) Modelo sevillano, es sin duda el prototipo de la casa sevillana y hasta de la casa andaluza, aunque esto responda más al imaginario colectivo y a la tendencia a generalizar desde la distancia que a los datos empíricos. Se caracteriza este modelo por tener dos plantas, la primera siempre habitable y la segunda puede estar habilitada, o servir de desahogo. En todo caso, los huecos de la fachada son simétricos en las dos plantas y adornada con cierros de gran altura en el piso bajo y ventanas y balcones con rejas en la segunda. La puerta esta protegida con una portada con pilastras adosadas y entablamento; la fachada, frecuentemente, se culmina con un paño de baranda que oculta las canales, y perinolas vidriadas. Este modelo separa las funciones de habitación de la familia de las agrícolas a las que se accede por un portalón en la misma calle o 5

en otra lateral o trasera. El patio, claramente diferenciado del corral, es el elemento central y de distribución de las distintas dependencias que son grandes y de altura elevada y a las que proporciona luz y aunque José Ramón Sierra Delgado (1980) cuestiona la generalización del patio, no cabe duda que esta muy presente y es una respuesta muy funcional dada la profundidad de las parcelas. El acceso esta protegido por un zaguán que suele estar decorado con una cenefa de azulejos y, en ocasiones, hasta el techo con yeserías y un portón o cancela que aísla del exterior y permite mantener la puerta exterior abierta. Dispone de tres o cuatro crujías, la primera la ocupa el zaguán y una alcoba a cada lado; en la segunda, desde donde surge la escalera, se sitúa el recibidor, pieza fundamental para quienes tienen que relacionarse con tratantes, empleados y trabajadores; en las siguientes se sitúan salón, comedor y cocina y sala de estar. La solería es de mármol, al menos en las primeras crujías y en la escalera. La zona dedicada a la actividad agrícola se comunica con el resto de la casa por el corral a cuyos lados se levantan cuadras, pajares, graneros y nave para aperos, y en donde, en función del tamaño, existen algunos árboles. Como ya apuntara Luis Feduchi (1978) existe poca diferencia entre la casa de la campiña y la serrana en cuanto a su estructura y distribución, y a su vez, esta última es parecida a la llamada aljarafeña; por su parte, Carlos Flores (1976) considera que la casa sevillana es el prototipo de casa andaluza, aunque esta afirmación responda más a una onerosa generalización que a una verdad estadística El panorama descrito, responde cada vez menos a la realidad observable, pues una cierta homogeneización se extiende por toda la provincia y fuera de ella, y salvo casos de auténtica agresión al patrimonio, los viejos modelos de clase se están difuminando: las casa de jornaleros crecen en altura y en general ofrecen soluciones formales inspiradas en los otros modelos, dentro de las limitaciones que ofrecen sus presupuestos: se han añadido rejas y balcones, zócalos y un pequeño zaguán con cancela y solerías de terrazo o más recientemente gres; las casas de agricultores de media fajía remodelan o edifican aferrándose a los elementos tradicionales, e incluso, incorporándoles otros de los que carecían: alfices, zócalos, cierros, patios, etc. Las casas de los grandes propietarios, salvo excepciones, presentan serios problemas de mantenimiento por su tamaño y el absentismo de sus dueños, que se han traslado a la ciudad, y por los escasos rendimientos agrarios en comparación con las épocas en que se construyeron. Algunos de estos edificios están siendo enajenados y demolidos para construir apartamentos, o refuncionalizados como edificios oficiales con usos administrativos, culturales, sociales, así como para restaurantes, salones de celebraciones, etc.; otros tienen una difícil perspectiva cuando sus dueños, carentes de medios económicos para mantenerlos buscan intencionadamente su ruina para tratar de especular con ellos. Patios y corrales de vecinos. En este tipo de casas comunitarias nacidas de la pobreza y favorecidas en parte por la escasez de viviendas, especialmente en núcleos de alta densidad poblacional, llegaron a ser un tipo característico de la ciudad de Sevilla, aunque se dieron en otras tantas ciudades andaluzas. A esta situación se le dio salida con la reutilización de palacios de la nobleza absentista, de conventos y monasterios que la desamortización puso en el mercado inmobiliario, y, en general, espacios y solares infrautilizados. Estos alojamientos llegaron a crear un modelo de vida y de relaciones sociales que ha atraído a muchos viajeros y visitantes y se ha elevado a categoría de símbolo de la sociabilidad y la ayuda mutua entre el pueblo llano, lo que en un principio no fue sino la respuesta privada para resolver un problema de habitación a las clases más desfavorecidas: eventuales, inmigrados y vecinos empobrecidos. Se concentraban estas patios en los arrabales históricos de la ciudad: Triana, San Bernardo, Macarena, San Julián, aunque se localizaban en otras poblaciones. El patio de vecinos sevillano, que describió con gran precisión Luis Montoto en el último tercio del siglo XIX, en un libro que subtituló “Costumbres populares andaluzas”, prueba de la identificación que hizo el autor entre pueblo llano y estos 6

corrales, ha disminuido casi hasta la desaparición, ocupados por familias envejecidas, en el curso de las últimas décadas del siglo XX. Se han recuperado algunos especimenes como patrimonio por la intervención de las administraciones públicas y ocupados por inquilinos que nada tiene que ver con los tradicionales ocupantes. Constan estos edificios con un patio central que puede ser rectangular y de grandes dimensiones, pero también más pequeño y con otras configuraciones; con galería en la segunda y tercera planta que recorre toda la superficie construida, adosada a los muros de los edificios colindantes; disponen de servicios de pozo, lavadero y sanitarios comunes, y a veces cocina, y de una o dos habitaciones que reciben la luz precisamente del patio. En uno de los lados se sitúa un azulejo u hornacina con un santo y una cruz que se convertía en el centro de las miradas y atenciones con motivo de las fiestas de las cruces de mayo, fiesta con las que identificaban estos patios. Las celebraciones tenían un fuerte sentido comunitario, especialmente los bautizos, pero también los duelos y entierros. En otro tiempo, la casera, delegada del dueño en el corral, administraba y ponía orden entre los numerosos vecinos que podía llegar a tener. Algunos de éstos han sido declarados Bien de Interés cultural, tales como el del de la calle Jimios y el del Pumarejo, sito en la plaza del mismo nombre, aunque el más conocido de todos es el afamado Corral del Conde, en la calle Santiago. 3. Espacios y edificios para la sociabilidad y los rituales La plaza es el espacio para la sociabilidad por excelencia; la encontramos casi en todas las sociedades y culturas. La plaza era el lugar de encuentro para la celebración festiva, para la contratación laboral, para la exaltación de los símbolos del poder, para la oración o desagravio de los seres sobrenaturales, para las ejecuciones públicas, amén de para el encuentro cotidiano. En la vida de pueblos y ciudades tiene una vital importancia; resulta difícil concebir una localidad sin plaza, su ausencia es indicativa de que no se ha creado una verdadera comunidad: es el corazón de la población aunque no siempre constituya el centro geográfico. En ella se concentran los edificios de mayor fuerza simbólica: iglesia con la torre-campanario, el ayuntamiento, el casino y bares, entidades bancarias, y otros elementos de relevancia que, o son exclusivos, o se instalaron primeramente en ella: reloj, bancos, farolas. Estas plazas, aunque tienen orígenes muy antiguos, algunas deben su existencia a la época de al-Andalus, es posteriormente cuando se crean como espacios abiertos ante iglesias y palacios para magnificarlos; otras son recuperaciones de antiguos cementerios parroquiales y templos y conventos desaparecidos, espacios respetados ante puertas de murallas, mercados, puentes, cruces de caminos y fuentes que, en todo caso siempre han experimentado profundas transformaciones a lo largo del tiempo. En su actual configuración las plazas son todavía expresión del siglo XIX, aunque en el último tercio del siglo XX, los ayuntamientos democráticos han remodelado o construido ex novo, con mayor o menor fortuna, muchas de ellas. En los núcleos urbanos de la provincia son pocas las plazas rectangulares o cuadradas, con soportales y grandes balconadas, que se conservan. Estas plaza durante el Antiguo Régimen se usaban además de para las funciones reseñadas anteriormente, para correr toros, el coso, como aún se denominan algunas de estas. El modelo no arraigó demasiado en Andalucía, quizás porque las elites urbanas tuvieron que enfrentarse al abigarrado urbanismo musulmán, y solo con el tiempo y haciendo un gran desembolso, algunos cabildos municipales lograron implantarlo; tal debió ser el caso de la plaza de “San Fernando” de Carmona o el “Salón” de Écija; otras villas lo conseguirían mucho antes, como por ejemplo, Olivares, plaza casi cuadrada en la que uno de los lados lo ocupa la iglesia abacial y el opuesto el palacio de los señores de la villa, los condes de Olivares. En otros tantos casos, las plazas han perdido su centralidad geográfica y han sido sustituidas por otras que cumplen mejor las funciones sociales para las que fueron concebidas: las 7

iglesias y los viejos edificios del cabildo son testigos de estos traslados, tal es el caso de la plaza del cabildo de Arahal y de Marchena. Otras, finalmente, mantienen parcialmente sus funciones al no haberse trasladado los edificios públicos, reteniendo por algún tiempo la casi inevitable huida hacia espacios más favorables, como ocurre en La Campana. La ciudad de Sevilla es un ejemplo de extemporaneidad al construir una plaza rectangular en pleno centro histórico en el siglo XIX, aprovechando los terrenos dejados libres tras el incendio del convento de San Francisco (1811), para proyectar y construir (1862) una plaza que fuera, en palabras de Madoz “capaz de contener la numerosa población de Sevilla los días destinados a festejos públicos” remodelando el ayuntamiento sus casas consistoriales con nueva fachada a la Plaza Nueva (Álvarez, Collantes de Terán y Zoido, 1979:98). Los casinos son otros centros de sociabilidad que tuvieron una gran actividad en el siglo XIX y gran parte del XX y que languidecen desde el último tercio de este mismo siglo. Los casinos tendían a situarse en la plaza principal o en sus inmediaciones. En las poblaciones de mayor riqueza y población llegaron a construir edificios propios o readaptaron otros de gran envergadura. Suelen contar con una amplia sala para lectura dotada de cómodos sillones, abierta al exterior por grandes ventanales, un bar o repostería también en la planta baja; así como un salón de baile y otro para los juegos de azar en la planta alta. Aunque existieron también casinos de artesanos y obreros, los que han pervivido y responden a las características mencionadas son los comúnmente llamados de los señoritos por ser sus socios, grandes y medianos propietarios (Cantero, 2001). Las peñas deportivas y menos frecuentemente las flamencas y taurinas, llenan con creces el hueco dejado por los casinos, ocupando en algunos pueblos edificios muy notables. Completan los espacios de sociabilidad, los jardines, paseos y campos de ferias que en bastantes casos han devenido en parques públicos, por haberse quedado pequeños y demasiado céntricos, como en los casos de Mairena del Alcor y El Coronil; las antiguas ventas y ventorros, que se situaban en las cercanías de los núcleos urbanos y en los cruces de caminos, tenían una arquitectura propia que incluía un espacio adintelado abierto, la mayoría de las cuales han desaparecido sustituidas por otras más recientes, grandes y ruidosas, situadas en función de los trazados de las carreteras. En el término de Santiponce, en la carretera de Extremadura y entre los de Castilleja y Gines, en la antigua carretera de Huelva, aunque muy transformadas, existen sendas ventas en las que todavía pueden reconocerse sus elementos característicos. Las ermitas. Esta provincia, dispone de una compleja red de ermitas y santuarios marianos que albergan los iconos sagrados de mayor devoción de los respectivos pueblos y comarcas, y constituyen centros de importancia ritual y religiosa, festiva y de centros de sociabilidad. Puede decirse como regla general que todos los pueblos tienen una imagen y ermita propias, aunque en algunos casos la devoción y los rituales superan el ámbito local y sus imágenes tienen un reconocido prestigio de bienhechoras que le hacen recibir cantidades de mujeres, acompañadas de miembros de su familia, para agradecer o pedir algún favor especial y hacer una ofrenda. Los santuarios y ermitas son casi exclusivamente rurales, sus orígenes los sitúan las leyendas que los justifican en la Edad Media, pero en general son posteriores. Están situados generalmente en parajes de gran belleza y arquitectónicamente ofrecen una gran variedad de épocas y estilos: los hay de estilo mudéjar como es el caso del santuario de Valme entre Sevilla y Dos Hermanas, el de la virgen del Águila establecida en la primitiva parroquia de la villa en Alcalá de Guadaira, la de Cuatrovitas instalada en un antiguo morabito en Bollullos de la Mitación, la Villadiego en una torre de vigilancia en Peñaflor, la del Castillo que recibe culto en una fortaleza en Lebrija, la de Guaditoca en un edifico de estilo grecorromano del siglo XVII en Guadalcanal, la de Consolación de Utrera en un soberbio edificio del siglo XVII levantado por los mínimos, Gracia de Carmona, hoy en la iglesia de Santa María la Mayor pero hasta la exclaustración en el monasterio jerónimo de Carmona del que solo resta actualmente la ermita. Un caso singular lo ofrece la ermita de la 8

Divina Pastora de Cantillana, obra del arquitecto Aurelio Gómez Millán, diseñada con una gran fachada y poca profundidad que permite paliar las aglomeraciones de visitantes en la romería de Septiembre. La mayoría de los santuarios destacan por disponer de elementos y formas de la arquitectura culta adaptados al mundo rural: una sola nave, cúpula en el crucero, portada con elementos clásicos, naves laterales porticadas y abiertas, y en general predominio del ladrillo y la mampostería enfoscado y pintado de blanco. Las ermitas por ser devociones muy permanentes y la calidad constructiva escasa, han experimentado numerosas rehabilitaciones y añadidos que la hacen más sugerentes si cabe. En sus proximidades existen otros elementos como son pozos y fuentes, relacionadas con la capacidad sanadora de la virgen; pozas o hitos en el camino romero, monumentos conmemorativos, etc. Además de las ermitas existen tanto en los núcleos urbanos o en sus cercanías otros edificios y construcciones religiosas: capillas, calvarios, hornacinas, nichos y retablos cerámicos. 4. Construcciones para la producción y la transformación

La producción y transformación de productos agrícolas ha exigido respuestas constructivas específicas, adaptadas a la tecnología en un abanico tan amplio que va desde la sencilla era hasta la sofisticada y compleja hacienda de olivar que demanda unos grandes espacios constructivos para instalar un amplio conjunto de elementos tecnológicos y de servicios. Haciendas, cortijos, almazaras y molinos, fuentes y pilares, norias, y otras construcciones menores, como las eras que solo requieren un pequeño terreno llano y bien ventilado, constituyen arquitecturas que singularizan y conforman tanto al paisaje rural como urbano de los pueblos de la provincia. Las haciendas de olivar constituyen en la actualidad el elemento paisajístico más característico y definidor de gran parte de la provincia, aunque la mayoría se concentran en un radio de unos cincuenta kms. alrededor de la ciudad, con especial incidencia en el Aljarafe y la Campiña. Este paisaje se ha hecho más patente al eliminarse gran parte del olivar, lo que ha puesto al descubierto los anchos lienzos de tapia que a modo de pequeña villa cercada cierra el conjunto de las diversas construcciones que componen este complejo sistema agropecuario y arquitectónico que constituyen las haciendas. Éstas son las reinas de las construcciones rurales y difieren notablemente de los cortijos, con los que habitualmente se confunden. Desde que el profesor Antonio Sancho Corbacho estableciera en 1952 la distinción entre haciendas y cortijos y fijara las características constructivas y funcionales de ambos tipos, se ha generalizado su uso y, recientemente, han proliferado los estudios y publicaciones sobre ambos complejos arquitectónicos. La hacienda supone la concreción del sistema alimentario mediterráneo pues en ella se han cultivado los tres grandes productos que caracterizan a esta región: el olivo, el cereal y la vid, a la que habría que añadir en pequeñas proporciones la huerta. Hasta muy recientemente en que el monocultivo del olivar se impusiera era posible encontrar en las haciendas, molinos de aceite, trojes de trigo y cebada, y lagares junto a unas pequeñas porciones de huerta y jardín. La rentabilidad del olivar durante el monopolio americano del puerto de Sevilla y hasta la utilización de esta grasa como aceites industriales hizo de él casi un monocultivo que ha llegado hasta nosotros. Como consecuencia de la diversidad productiva y de la bonanza económica, que durara varios siglos, pero que debió acentuarse a partir del siglo XVIII, surgen unas complejas edificaciones que harían que motejáramos de locos a sus propietarios, si no fuera porque el fenómeno fue muy general entre la burguesía y la nobleza de la época. El hecho es que a las viejas fincas les fueron añadiendo patios de labor, en torno a los cuales se fueron levantando las construcciones dedicadas a la producción y a viviendas de los trabajadores eventuales o gañanes. En éstos se sitúan el granero con accesos en rampa, pajar, cuadras, yegüerizas y tinajones, 9

algunos de gran monumentalidad, que a veces se sitúan fuera del recinto o en los lugares más apartados, quizás en función del carácter de espacio habitado que tenía el conjunto de la hacienda. El segundo patio o de señorío puede ser más pequeño y se accede a él por un espacio cubierto o apeadero en el que se suele situar la vivienda del encargado, cuya situación viene marcada por su doble función de dirección de las labores agrícolas y de servidor junto con su familia. En este patio se realizan las labores de transformación y almacenamiento, pero lo que lo distingue es la presencia del señorío o residencia casi palaciega del propietario y su familia que pasa largas temporadas en la finca. En él se sitúan la almazara o molino de aceite como pieza principal con una o dos torres de contrapeso y una o dos naves en función de la cantidad de aceituna a prensar con la viga. Ésta será sustituida en muchos casos, una vez inventada la caldera de vapor, por la prensa hidráulica, el tren de molienda o empiedro con la solera y las muelas cónicas o troncocónicas y las tinajas de decantación y almacenamiento enterradas en el suelo o a media altura. Las torres contrapeso constituyen uno de los elementos mas notorios de las haciendas y almazaras pues, aparte de su funcionalidad original, constituyen elementos patrimoniales que han resistido la agresión urbanística; pueden verse desde muy lejos en el olivar y en el interior de los núcleos urbanos. El mecanismo de prensado y aprieto de la masa oleosa esparcida en los capachos apilados exige un gran peso que resista la fuerte presión que se consigue mediante un mecanismo de palanca de segundo género: la fuerza humana aplicada sobre un tornillo y una piedra contrapeso situado en un extremo constituyen la resistencia, la pila de capachos la potencia y la base de la torre contrapeso sobre la que se sitúa la cabeza de la viga el punto de apoyo. Esta viga ha exigido unas naves estrechas y largas y unas torres construidas con bloques de piedra y mampostería rellena de materiales y rematadas con una variada gama de formas: tejados a dos o cuatro aguas, chapiteles, pirámides polilobuladas, almenadas, con pináculos, etc. Completan el conjunto arquitectónico, pozos o norias que proveen de agua para la molienda, el riego y las necesidades de los hombres y animales, y ciertos elementos ornamentales que las singularizan tales como torres miradores, portadas y arcos, azulejos con santos y hornacinas, espadañas y capillas u oratorios. El señorío o vivienda temporal de los propietarios se ubica en la zona de mejor orientación y parte más recoleta y alejada del tráfago de los gañanes, esta construida con materiales nobles y dispone de jardín y torre mirador desde la que se alcanza con la vista hasta los confines de la finca. Un elemento singular de las haciendas aunque en ocasiones se encuentra en los cortijos es la capilla u oratorio público o privado. Estas pequeñas iglesias nacieron del deseo de los propietarios, nobles y burgueses terratenientes, de disponer en sus fincas de los servicios religiosos a los que obliga el precepto eclesiástico dominical y festivo, y del deseo de prestigio de esta clase social que la distinguía, reforzaba su poder real y simbólico y explicitaba la alianza entre la institución eclesiástica y este estamento privilegiado. En las haciendas, estas capillas construidas exentas pero formando parte del complejo constructivo y siempre dentro del muro que la circunda, con sus espadañas y campanas llaman poderosamente la atención y singularizan el paisaje. Con frecuencia y debido a que la espadaña pudiera quedar en el interior de la hacienda, contraviniendo así lo ordenado por cánones y sínodos, se saca a la fachada y adorna con un precioso azulejo de primorosa factura dieciochesca que representa al santo o imagen bajo cuya protección se ponen los propietarios y la finca. La Institución eclesiástica que todo lo regulaba, ponía ciertas condiciones para su autorización, que reservaba Roma, y para ello exigía informe y autorización previa de los obispos, en este caso el arzobispado de Sevilla, que a su vez se servía de vicarios y visitadores eclesiásticos para emitir el informe. En general, los solicitantes conseguían la bula justificando la distancia a las parroquias más cercanas, la inexistencia de lugares sagrados donde administrar algunos de los sacramentos más frecuentes, así como la existencia de una importante población dispersa de gañanes y otros trabajadores relacionados con la finca y los servidores de la casa. La autorización exigía la existencia de una construcción 10

digna, exclusiva y separada del resto del edificio para este menester y, en el caso de los oratorios públicos, una campana y un acceso directo a un camino público o al campo para que, al menos formalmente, facilitara la entrada a las personas ajenas a la propiedad y no dependiera de la voluntad de sus dueños. Éstos, la familia y sus visitantes notables eran, sin embargo los primeros y principales sujetos de la petición, a los que se concedía el privilegio de recibir los beneficios de los rituales que podían celebrarse todos los días, salvo las festividades principales, que era obligatorio asistir a las parroquias. Estos edificios proliferaron a partir del siglo XVIII coincidiendo con el desarrollo económico de las explotaciones agrarias, sobre todo olivar y vid, que el monopolio de los mercados americanos y en general la demanda de aceite y vino hicieron muy rentables, aunque en algún caso se trata de edificios muy anteriores, como en el caso de la hacienda y ermita de Gelo que data del siglo XV (González Moreno, 1998 y Pomar, 2002). Cortijo ha significado genéricamente en Andalucía, construcción y explotación agrícolaganadera rural, aunque por comarcas, especializaciones, extensión y tipología existen otras muchas acepciones: ranchos, casillas, cortijadas; como “alquería, casería o casa destinada en el campo para recoger los frutos de la tierra. Es voz usada en los reinos de Andalucía, Granada y otros vecinos”, lo define el Diccionario de Autoridades, en la voz ‘cortijo’. No obstante, hay cortijos de campiña, los más frecuentes en el imaginario colectivo, en los que el gran patio empedrado con el pozo es el centro alrededor del cual giran las demás dependencias; están construidos de piedra y ladrillo y se alzan severos, aislados, en una loma o altozano. Los hay de sierra, ganaderos y agrícolas, de grandes extensiones, tanto en el caserío como en la superficie, y de pequeña extensión, con propietarios absentistas que delegaban su gestión en un administrador o encargado, y con dueños que vivían habitualmente en el campo, ayudados por todos los miembros de la familia: guardaban el ganado cabrío y lanar, cuidaban las aves de corral, hacían queso, atendían al huerto, colaboraban en las labores de siembra, escarda, siega y recolección y solo se ausentaban para hacer compras en el pueblo, las menos posibles, pues en el autoabastecimiento se basaba en parte el ahorro. Estos campesinos acudían a las ferias comarcanas para comprar o deshacerse del ganado y para colocar los productos excedentarios en el mercado que casi monopolizaban tratantes y corredores de la ciudad. Conviene tener en cuenta que el término cortijo es el de más frecuente uso y significación y que para nada se confunde con otros, como ejemplo la huerta, que implica siempre regadío. La mayoría de los pequeños y medianos cortijos se han arruinado poco a poco, están abandonados o reestructurados para una mayor funcionalidad. Ya no existe gente que habiten estas viviendas permanentemente o, su presencia se ha reducido drásticamente, solo el casero y su mujer son a veces los únicos inquilinos. Las puertas cerradas y unos perros en su interior o algún sistema de seguridad electrónico son la única salvaguarda. Hoy los descendientes de estos cortijeros que nacían, vivían e iban a morir al pueblo de origen, hacen vida urbana y en todo caso se trasladan cada día a los cortijos. Se acabaron los cortijeros, como se les llamaba hasta hace pocas décadas a los residentes habituales de estos asentamientos, que despertaban la atención por sus modales y falta de instrucción entre sus paisanos de la villa. Esta denominación también la recibían los propietarios de los cortijos de campiña, pero en este caso era sinónimo de señorito. Hubo un tiempo en que el imaginario colectivo medía el poder y la riqueza por la extensión y el número de cortijos que se poseían. Los viñedos siguen en importancia a los cultivos del olivo y los cereales, y aunque en la provincia no tengan tanta importancia en la actualidad, si la tuvo en otro tiempo y por ello quedan no pocos testimonios de ese pasado vitivinícola. Abundaban los viñedos en los ruedos de pueblos y ciudades de la campiña, la vega y las sierras, en las tierras más soleadas. Del cultivo generalizado se pasó en el siglo XVIII a una especialización motivada por la productividad y el comercio consiguiente en zonas como el Aljarafe y la Sierra Norte, sufriendo una fuerte crisis a finales del siglo XIX, como consecuencia de la plaga de la filoxera. Su cultivo y transformación 11

está con frecuencia ligado a las haciendas de olivar, por lo que los edificios destinados a este efecto ofrecen características semejantes. Los lagares son construcciones que exigen un espacio donde se pisa la uva, una prensa de viga de menor tamaño que las de las almazaras y las bodegas de fermentación y almacenamiento. En el Aljarafe, estas edificaciones son urbanas y constan de una nave con una portezuela o taquilla por donde se introduce la uva, una prensa de husillo o de jaula, unos pozos de fermentación y decantación y unos conos verticales de gran tamaño, donde se deposita el vino, amen de las botas tradicionalmente almacenadas para la crianza. Estos edificios son de gran altura y ventilación a través de una serie de ventanas regulares abiertas a bastante altura; el suelo permanece terrizo y muy compactado. Algunas de estos lagares venden la cosecha al por menor y para ello instalan en el mismo lugar un mostrador y unas mesas cumpliendo funciones de taberna. En la Sierra Norte existen numerosos ejemplares de lagares y caseríos y haciendas de lagar asilados reformados como explotaciones de olivar. La producción de vino se complementa en ocasiones con los alambiques para la fabricación del aguardiente, que tanto nombre dieron a Cazalla aunque también se producía y produce en Constantina. Muchos de estos alambiques se transformaron en auténticas fábricas con edificios específicos o reutilizados de conventos desamortizados (Agudo, 1984:547-560). Los molinos harineros van ligados a los cursos de los ríos, a los vientos y, excepcionalmente, a las mareas. En el lenguaje común el término molino se aplica también a los molinos de aceituna o almazaras, aunque este último término, bonito y sonoro, no ha sido de uso general en toda Andalucía y, desde luego, no lo recoge Sebastián de Covarrubias en su conocido Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611). El término molino es referente toponímico de espacios urbanos y rústicos y da nombre o adjetiva a muchos cursos de agua. El Guadalquivir, río andaluz por antonomasia, es gaditano y onubense en las marismas, sevillano, porque atraviesa la provincia y divide en dos a la ciudad, también cordobés por las mismas razones, y jienense porque en ella se ha situado su nacimiento, es también por el Genil, su mejor y más grande tributario, granadino y malagueño y por el Guadiana Menor, almeriense. Este río, el Gran Río de los musulmanes, no ha sido demasiado molinero, probablemente por discurrir en su curso bajo con escasa pendiente y cierta profundidad, que no permitió aprovechar la fuerza motriz de esta agua para mover las ruedas hidráulicas de los molinos harineros. Han sido, sin embargo sus afluentes, que conforman la red hidráulica de Andalucía, en los que se asentaron muchos molinos; quizás el más conocido sea el Guadaira que proporcionaba harina y pan para abastecer a la ciudad de Sevilla y dio fama y nombre a la villa de Alcalá de Guadaira, llamada popularmente de los panaderos. Los molinos almenados, cuyo origen se remonta a la Edad Media, constituyen parte del importante patrimonio cultural de la localidad. En todo caso, los molinos fueron una realidad tan ligada al hombre mediterráneo que la geografía andaluza y por ende la sevillana, esta llena de ellos y cada núcleo urbano hacía lo posible por crear su propio sistema para moler los granos –indispensable para el aprovechamiento humano de los cereales- sin depender de otros; para ello, construían acequias y acueductos que conducían el agua, a veces procedentes de minas, a largas distancias, o la retenían con azudas que la elevaban hasta el nivel necesario para por el caz o caos llevarla hasta los cubos de los molinos que generaban la fuerza suficiente para mover las ruedas o rodeznos. Toda la rudimentaria maquinaria se albergaban en estos edificios, construidos en lugares de difícil acceso, que constituyen una pequeña obra de ingeniería popular, pues exigía gruesos contrafuertes para soportar la presión del agua almacenada en el cubo, el empuje del desnivel del terreno y la bóveda de cañón que soporta la agresión del agua. Ésta alberga el rodezno y el saetillo y soporta el peso de las piedras de moler, lo que exigía una sala de molino suficiente para instalar la tolva, la grúa, y en ocasiones, el malacate, la artesa y el propio horno, cuando se daban ambas industrias de transformación conjuntamente. En el propio edificio del molino o en edificio anejo se situaba la vivienda del molinero. 12

Las chozas han sido una forma de habitación humana hasta los años ochenta del pasado siglo en numerosos pueblos de la Baja Andalucía, aunque siempre tuvieron un carácter marginal, han persistido como albergue de ganado hasta bastante tiempo después. Las chozas de base rectangular con extremos redondeados y excepcionalmente circulares, estaban hechas básicamente de materiales vegetales como retama y palmas hábilmente tejidas, lo que las hacía impermeables; para la armadura se utilizaban los pitacos o vástagos de la pita o sisal como vigas. Las de carácter más permanente levantaban alrededor un muro de mampostería que era encalado una y otra vez y donde se colgaban algunos tiestos y latas de geranios. Se situaban en terrenos públicos: ejidos, cañadas, coladas y márgenes de ríos y arroyos. Aunque la choza ha sido un tipo de habitación permanente en determinadas comarcas, como es el caso de la Marisma (Aznalcázar, Villamanrique), también lo ha sido temporal para determinadas faenas que requerían largas ausencias de la casa, como corcheros, resineros, carboneros, cisqueros y pastores. Las tribunas son también una forma de habitación temporal utilizada para albergar a los aceituneros durante la recolección, actividad que coincide con los meses más fríos del año. Son habitáculos de base cuadrada, con un banco o tribuna alrededor para dormir sobre un jergón de paja o follico de maíz y una gran chimenea en el centro que sirve para calentar la estancia en conjunto y cocinar sobre trébedes. Estas construcciones están levantadas de mampostería y cubiertas de teja árabe a cuatro aguas y pueden verse todavía aunque con distintas funciones en la Sierra Norte (Cazalla, Alanís, Constantina). Las zahúrdas, enramadas o cabreizas, cuadras y tinahones, son construcciones para albergar el ganado y por tanto están adaptadas a las características de los animales y a las necesidades del hombre. Cabras, ovejas y cerdos pueden pasar parte del día estabulados o estar apartados permanentemente para engorde, cría o por enfermedad. Las primeras necesitan ser ordeñadas una vez al día en la enramada o cabreriza, que puede ser de mampostería o conformada por una valla vegetal, mientras que en el caso de los cerdos necesitan una fuerte tapia de mampostería de poca altura y comederos de obra. Las cuadras y tinahones son construcciones de mucha envergadura y en algunos casos de auténtico valor arquitectónico, tanto en cortijos como en haciendas; suelen tener gran capacidad, dado que tenían que albergar a muchas yuntas de mulos o bueyes y en ocasiones de ambos: ciertas tierras requerían la poderosa fuerza de los bueyes mientras que otras se beneficiaban de la rapidez de los mulos. Suelen ser construcciones robustas y de altura pues albergan el pajar en la parte superior para así alimentar más fácilmente a los animales. La diferencia fundamental entre las construcciones para un ganado u otro esta en la disposición y características de los pesebres: para los mulos se sitúan adosados a las paredes laterales, son más altos y de mampostería; por el contrario, los pesebres de los bueyes son de piedra labrada y están dispuestos en el centro formando una calle, lo que permite al boyero o velador alimentarlos fácilmente Las fuentes son manantiales de agua surgidos in situ o conducidos a distancia para proporcionar agua potable para hombres y los animales; los pilares son construcciones específicas para abrevar al ganado y consisten en unas pilas rectangulares de poca profundidad y muy alargadas para permitir que varias caballerías beban simultáneamente. A la caída de la tarde, solían verse concentraciones de bestias que saciaban la sed antes de llegar a las cuadras. Los pilares podían tener dos secciones consecutivas, una más alta dedicada al ganado mayor y otra más baja al menor. Aunque las fuentes solían estar en lugares céntricos de la población, si el agua podía ser conducida por su peso a través de tuberías, generalmente se situaban a las salidas de los pueblos en laderas y hondonadas, donde la capa freática permitía la salida del líquido a la superficie o mediante galerías que buscaban el venero a mayor profundidad. Las fuentes con frecuencia formaban una unidad con los pilares y lavaderos para un mayor aprovechamiento, caso de que fuera aceptable para el consumo humano. Las fuentes y pilares han condicionado el urbanismo de 13

las poblaciones pues al ser elementos preexistentes y difícilmente trasladables, necesitaban de amplios espacios para el desenvolvimiento de personas y animales y en ocasiones han dado origen a plazas. Las fuentes fueron preocupación central de las corporaciones locales que las embellecieron y adornaron, quedando grabados los nombres de los ediles y las fechas de construcción, la mayoría de los siglos XIX y XX, y raramente anteriores. La expansión urbana las ha engullido, aunque generalmente no han sido destruidas, dado su valor simbólico y sentimental y han pasado a tener un valor patrimonial, incluso en los casos en los que se trata solo de sencillos pilares blanqueados. Otros, constituyen verdaderos monumentos, como es el caso de las fuentes y complejos hidráulicos de Montellano y Arahal, paralelepípedos exentos de piedra rosa que pueden admirarse en sendos parques y zonas de recreo creados al efecto. Con frecuencia, éstas se encuentran formando un complejo en batería que incluye el pilar y el lavadero público. Los pilares son más grandes en la campiña que en la sierra por elementales razones de cantidad y dispersión de los manantiales acuíferos. Son dignos de mención las fuentes de Alanís, Guadalcanal y Olivares y el pilar de Burguillos. Las norias son mecanismos que articulan una rueda giratoria en sentido horizontal movida por una caballería que trasmite el movimiento a otra vertical, dotada de una correa o cremallera con canjilones o pequeños depósitos de hierro o cerámica que saca el agua desde el pozo o aljibe hasta la superficie. Los canjilones vierten el líquido en una rampa que termina en una alberca, y lo que permita regar por pie. Esta forma de obtención de agua requiere capas freáticas no muy profundas que hagan viable el peso de la cadena de canjilones y una plataforma circular sobreelevada por donde camina el animal haciendo girar el sencillo mecanismo que, desde hace mucho tiempo es de hierro en estas latitudes. Muchas de estas norias están todavía instaladas en fincas de la Campiña y del Aljarafe; en ocasiones, se la dotado de una bomba de extracción que se cobija en una pequeña caseta, en otras se han sustituido por pozos buscando manantiales más ricos. 5. Proceso histórico y perspectivas actuales En el pasado reciente hay varios hechos y procesos que han tenido una honda repercusión en la arquitectura popular y el urbanismo, me refiero al fin de los señoríos jurisdiccionales (1812), la desamortización de los bienes de las órdenes religiosas y de otras instituciones eclesiásticas (1833), la crisis agraria que empezó en los años sesenta del pasado siglo acompañada en paralelo con la emigración, y el turismo. El final de los señoríos jurisdiccionales igualó legalmente a todos los cabildos de las villas y ciudades e hizo desaparecer las autoridades e instituciones que el régimen señorial mantenía, así como sus derechos y obligaciones para con estas poblaciones. Dicho con un ejemplo que lo ilustre y aclare, la villa ducal de Osuna no tendría el patrimonio monumental y arquitectónico que posee: Colegiata, Panteón, Universidad, Audiencia, iglesias, conventos, cillas, pósitos, etc., si no hubiese sido la cabecera de los estados de la casa de Osuna. El fin de los señoríos que vino acompañado por la pérdida de poder y de los privilegios legales de la nobleza como estamento y la desaparición de los mayorazgos, que acabó con la prohibición de enajenar los bienes, trajeron como consecuencia la pérdida de la función simbólica de palacios, castillos y torres, muchas de las cuales pasaran a ser casas de vecinos y a otros usos. La desamortización trajo importantes consecuencias para el urbanismo. La mayoría de los edificios religiosos y bienes rústicos y urbanos fueron expropiados y sacados a pública subasta, lo que puso en el mercado de los que pudieron adquirirlo, básicamente burgueses, una gran cantidad de bienes inmuebles. La venta de edificios religiosos: conventos, ermitas y capillas de hermandades, ha condicionado y en ocasiones determinado el urbanismo de muchos pueblos, villas y ciudades y afectado drásticamente a su fisonomía. El poder económico de las órdenes religiosas les hacía instalarse en lugares destacados del casco urbano, salvo que por razones 14

teológicas prefirieran situarse en las afueras de ellas, como ocurriera con la reforma que afectó a todas ellas en el siglo XVI, y así, controlar grandes parcelas que permitían llevar una vida retirada en su interior. Tras la desamortización, esos bienes inmuebles fueron destinados a otros usos y aprovechamientos públicos y privados, y en no pocos casos, se arruinaron. Es significativa la utilización de algunos de estos edificios: una ermita situada en la plaza principal de Guadalcanal es sede de la Peña Bética de la localidad, el convento franciscano de Cazalla de la Sierra es compartido por el mercado de abastos y una industria de anisados que ocupa la iglesia del cenobio como almacén, un convento de la Puebla de Cazalla se ha rehabilitado como museo de pinturas, otro en Carmona ha sido recuperado como Palacio de Justicia y ha permitido crear, sin demasiada fortuna, una amplia plaza. La crisis agraria y la mecanización, con la desaparición de los animales de tiro ha condenado a las grandes y pequeñas construcciones rurales a su desaparición: una gran cantidad de caseríos se han arruinado en las últimas décadas, una vez que les han retirado las tejas, vendidas para las nuevas casas de recreo y de segunda residencia. Las grandes construcciones, con una arquitectura de más calidad y robustez, como las haciendas y algunos cortijos, han sido readecuadas a las nuevas necesidades y tecnologías agrarias que ha alejado los centros de transformación de la aceituna y han hecho inservibles cuadras y tinahones donde se albergaban las yuntas de mulos y bueyes; otras se han convertido, una vez rehabilitadas, en centros sociales de urbanizaciones, turísticos y de celebraciones, especialmente bodas, y otros servicios de restauración. La cercanía a la capital, la general disponibilidad de vehículos y el magnífico marco arquitectónico, que resulta más atractivo por desconocido, y desde luego, por la originalidad que supone la ruptura con los habituales y monótonos salones, garantizan por el momento el éxito de esta nueva actividad empresarial. En cuanto se refiere al caserío de los núcleos urbanos, podemos hablar de cierta regularidad en el mantenimiento de las formas tradicionales, aunque adaptadas a las nuevas necesidades y materiales, salvo excepciones: algunos “nuevos ricos” encuentran en el mármol el material adecuado para proclamar a los cuatro vientos su nuevo estatus y por ello, revisten toda la fachada de este material; otros manifiestan su fervor por los colores deportivos de su club o la devoción por una determinada imagen utilizando sus colores e insignias en la decoración, o colocando en las fachadas grandes azulejos que simbolizan a uno u otra. Finalmente, unos terceros, quizás con más frecuencia de la deseada, hacen realidad sus sueños infantiles o de juventud y cuando tienen ocasión dotan a su segunda casa con arcos varios de medio punto. Bibliografía Agudo Torrico, J. 1984 Arquitectura popular en la provincia de Sevilla. En Sevilla y su provincia. IV:117145. Sevilla: Gever Agudo Torrico, J. 1984 Caseríos de lagar en el término de Cazalla de la Sierra. En Antropología cultural de Andalucía, ed. Salvador Rodríguez Becerra, pp. 547-560. Sevilla: Junta de Andalucía Agudo Torrico, J. (coord.) 1999 Arquitectura Vernácula y Patrimonio (monográfico). Demófilo, 31, Sevilla: Fundación Machado Álvarez, L., Collantes de Terán, A. y Zoido, F. 1979 Plazas, plaza mayor y espacios de sociabilidad en la Sevilla intramuros. Sevilla: Aguilar, M. 15

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