Aristoteles y la bilis negra. Huellas de la melancolía en la antigua Grecia

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Descripción

ARISTÓTELES Y LA BILIS NEGRA. HUELLAS DE LA MELANCOLÍA EN LA GRECIA ANTIGUA GABRIEL LIVOV UBA CONICET

La creciente implementación de efectivas tecnologías de gobierno de la salud de las poblaciones, el avance de las técnicas médicas de monitoreo y diagnóstico de los movimientos internos del cuerpo humano, las perspectivas y posibilidades actuales de la genética y la biotecnología, el diseño y la producción de nuevas drogas y medicamentos parecen arrojarnos, ya adentrados en el nuevo siglo, la imagen de una corporalidad cada vez más clara y transparente, cada vez más previsible y manipulable. Sin embargo, un célebre fluido humoral de oscuras resonancias parecería permanecer todavía opaco a la luz de estas máquinas de visión y previsión orgánicas, un jugo de texturas densas, enlazado de formas impredecibles con las napas profundas de la afectividad, la percepción, la imaginación y el pensamiento, capaz de arrastrar a los sujetos, en cualquier momento, en direcciones insospechadamente lejanas de la normalidad psíquica cotidiana. Y, posiblemente, en las raíces de la inestabilidad anímica del sujeto contemporáneo pueda vincularse a lo que los griegos denominaban mélaina chóle, “bilis negra”, de donde procede “melancholía”. El agitamiento audiovisual constante, la sobreestimulación psíquica, la rapidez, multiplicación e intermitencia de percepciones superpuestas, las alteraciones bipolares del carácter −en ocasiones eufóricos, eléctricos, luego tonalizados de tristeza, languidez, hastío sin causa, tedio mórbido− son parte de la sintomatología que ya los escritos médicos de los antiguos hipocráticos dedicaban a la bilis negra. Uno puede tirar del hilo negro de la melancolía y constatar su considerable persistencia a lo largo de los siglos. El fluido de este líquido espeso y neblinoso ha transitado los más diversos paisajes de la historia cultural occidental: oscurecimiento de la razón, locura profética o desarreglo fisiológico determinante de la genialidad artística e intelectual en el mundo antiguo; la acedia de la Edad Media, con su proliferación demoníaca de imágenes y sus visiones místicas; aquel furor de inspiración divina en las alucinaciones panteístas del Renacimiento italiano; la tristesse de la sociedad cortesana; la mirada sombría y abatida del

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ángel de la melancolía en el grabado de Durero; la llamada “enfermedad isabelina”, que aquejaba a las almas más sensibles de la Inglaterra del siglo XVI; la melancolía en la Edad de Oro de la España imperial; el sentimentalismo romántico; el temperamento abatido que arraiga en la vida de las modernas metrópolis (spleen); sentimiento trágico de Unamuno, desesperación kierkegaardiana, escritura del sufrimiento en Dostoyevski, sol negro en Gerard de Nerval, poesía saturnina en Verlaine, saudade en Pessoa, sonoridad paranoica y alucinada de la música en Joy Division. Lejos de la intención de encerrar la afección melancólica en categorías y diagnósticos psiquiátricos, abrirse al plexo de sentidos sobre el que nuestros estados afectivos se sustentan cultural e imaginariamente convoca a una arqueología, un trabajo de excavación en torno a los estratos espirituales profundos de una tonalidad afectiva determinante para la cultura occidental. La melancolía, entonces, como concepto-huella, que indica el espacio para una exploración posible; psicopatología simbólica de un jugo y del mundo de significaciones transmitidas que fluyen junto con él. “Melancolía” encuentra su origen, como muchos de los conceptos que pueblan nuestros discursos contemporáneos, en tierras griegas. La huella remite a una cultura desaparecida, pero conservada. La palabra es como una moneda antigua, y aunque el uso corriente y continuado a través de los siglos ha desdibujado significativamente sus trazos originales, tal vez sea posible distinguir ciertos rasgos todavía visibles e iluminarlos a partir de la reconstrucción de ciertas problemáticas y distinciones arcaicas. Desandar la curva de la bilis negra hasta su origen griego encuentra en el tratamiento aristotélico el hilo conductor del presente ensayo. La propuesta de tender canales entre nuestros destinos contemporáneos y la tradición aristotélica se basa en la idea de que los textos clásicos son líquidos, que fluyen en su singularidad pero que esencialmente se ven empujados a desbordarse y trasvasarse en cada época según formas nuevas. El trabajo directo con el idioma griego se propone como un experimento de trasladar la compleja problemática de este fragmento de afectividad humana a los términos y sonoridades de una lengua desaparecida, pero de plásticas y expansivas articulaciones, quizás incluso vinculadas al espesor de los tiempos actuales. A modo de introducción, presentaremos los orígenes médicos de la noción y su recepción semántica en los siglos V y IV a.C., para luego sí, en las siguientes tres secciones,

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volcarnos al análisis de los textos aristotélicos sobre el tema, intentando proyectar las patologías de la bilis negra sobre el horizonte ético-político.

1. Introducción La noción de melancolía fue acuñada en el ámbito de la antigua doctrina hipocrática de los humores (en torno al siglo V a.C.) y apuntaba a circunscribir una gama de estados patológicos en los que el equilibrio saludable de los cuatro fluidos corporales originarios se inclinaba a favor del predominio de uno de ellos, un jugo de oscuras coloraciones denominado “bilis negra” (mélaina chóle). El prevalecer de la bilis negra en el organismo se asociaba de modo amplio a malestares físicos varios, tanto como a alteraciones mentales, miedo, ofuscación de la conciencia, estados alucinatorios, depresión, aislamiento y misantropía, como antesala a formas más graves de demencia. En la tradición del humoralismo antiguo, el fluido melancólico aparece enmarcado dentro de una teoría del equilibrio que esquematiza la salud desde el punto de vista de la armonía de cuatro jugos básicos: éstos alternan y rotan los lapsos de su hegemonía según las estaciones del año, las edades del hombre, los movimientos de los astros, los factores climáticos. La sangre, caliente y húmeda, prevalece al llegar la primavera; la bilis amarilla, caliente y seca, se liga al verano; la flema, fría y húmeda, conoce su período de hegemonía en invierno; la bilis negra, sustancia crepuscular vinculada a los siniestros rasgos de Cronos (luego Saturno), se adscribe al otoño en función de sus cualidades frías y secas. En términos de edades del hombre, se delimita la segmentación de cuatro períodos en correlación con el predominio de cada uno de los cuatro fluidos (chumoí): la infancia es flemática, la juventud es sanguínea, la madurez es colérica y la vejez es melancólica.1 Los cuatro humores, de cuya equilibrada combinación depende la normalidad psicosomática, exceden los límites puramente subjetivos, no circunscriben únicamente el territorio de una subjetividad cerrada, sino que reciben un espesor cósmico y generacional, son fluidos internos, pero son a la vez vehículos de comunicación con el mundo y con los otros. 1

Cf. Klibansky, R., Panofsky, E. y Saxl, F., Saturno y la melancolía. Estudios de historia de la filosofía de la naturaleza, la religión y el arte, trad. M. E. Balseiro, Madrid, Alianza, 1991 (1964): 29-41.

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La bilis negra aparece definida en estricta dependencia respecto de los otros tres jugos corporales, e incluso en ciertos textos se la hace derivar de la combinación de estos humores [sangre, bilis amarilla y flema] (es decir que ni siquiera tiene un estatuto somático propio). Una lectura de los textos médicos de la época presenta una serie de patologías asociadas a la bilis negra. Entre las corporales se cuentan: dolor de cabeza, mareos, parálisis, pérdida del habla y de la visión, tétanos, calambres, espasmos, ataques de epilepsia, disentería, malaria con accesos de fiebre, erupciones en la piel, hemorroides, dolores en los riñones, el hígado y el bazo.2 Los malestares psíquicos relevados incluyen miedo, depresión, aislamiento, pérdida del deseo, insomnio, ataques de ira, excitación, así como también extravío de la razón/locura/estados maníacos.3 Sin embargo, a pesar de estas evidencias textuales, la asociación clara de estas patologías mentales con la bilis negra como causa de un cuadro sintomático global y unificado es más tardío: en los escritos hipocráticos no existe un único enlace, además de que estos cuadros de morbosidad son tratados aisladamente, no en una sintomatología de conjunto.4 El concepto de melancholía aparece entre los siglos V y IV en expresiones coloquiales que se hallan principalmente en Aristófanes (Aves, Asamblearias, Riqueza) y en Platón (Fedro, República), presencias que demuestran que el vocablo excedió las fronteras del saber médico y llegó al acervo popular. El verbo melancholân se traduce aquí sí unívocamente como “estar loco”, así como su versión por la negativa elleborízein (es decir, necesitar del remedio del eléboro, supuesto fármaco contra la locura atrabiliosa).5 Esta presencia semántica evidencia que ya en pleno siglo V es común asociar bilis negra y estados maníacos. Aquí sí se encuentra cierta familiaridad en el enlace entre este jugo corporal y sus consecuencias en la pérdida del juicio. Se pasa de ciertas imágenes aisladas de enfermedades tanto físicas como psíquicas (s. VI-V) a un fundamento unificado de extravío

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Este último órgano resulta simbólicamente importante en la historia del concepto, ya que se traduce en inglés como spleen. 3 En griego: manía, paránoia, paraphrónesis, ékstasis; vocabulario del “estar fuera de sí”, “fuera de la propia mente”. 4 Esto se debe también a que en sí mismo el llamado Corpus Hipocrático se asemeja más a una yuxtaposición de investigaciones distintas que a un conjunto de doctrinas argumentativamente articuladas y conceptualmente interconectadas. 5 Para un análisis del vocabulario melancholeîn/elleborízein, cf. R. Padel, A quien un dios quiere destruir antes lo enloquece. Elementos de locura griega y trágica, Buenos Aires, Manantial, 1997.

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mental, que define un cuadro sintomático tipificado unívocamente como espectro de la locura (s. V-IV). Es recién a partir de mediados del siglo V, entonces, que la figura del melancólico, ese sujeto cuya acrópolis anímica se veía asediada por los negros vapores de la atra bilis, aparece recortada como temperamento psíquicamente anómalo, socialmente instalado como paradigma para pensar ciertas formas de la enfermedad mental. Es así que la independización, hipostatización o autonomización del humor melancólico (respecto de la serie cíclica de alternancia con otros humores, con los cuales la bilis negra compartía un mismo rango) ocurrió primeramente a partir de fuentes del saber popular, antes que médicas, y se definió a partir de la adscripción del término al vocabulario de la demencia, del estar fuera de la propia mente.6 Aristóteles se inscribe en la historia del concepto a lo largo de este vector de autonomización. O al menos es ésta la hipótesis que guía la presente exposición: la analítica aristotélica de la melancolía subraya el desborde cualitativo de este jugo específico, sin reducirlo a una combinatoria cíclica. En las cinco próximas secciones analizamos algunos textos en los cuales aparece el concepto, ensayando una aproximación desde el horizonte político de la filosofía aristotélica, mientras que cerramos el trabajo con una reflexión final.

2. La phantasía en la filosofía práctica: dimensión política de la afección melancólica La historia de los abordajes de la melancolía por parte del discurso filosófico ha transitado recurrentemente el cruce entre las nociones de melancolía e imaginación. El síndrome melancólico se ha tratado a menudo en textos filosóficos como una hipertrofia malsana de la facultad fantástica. Leemos a Descartes, meditación primera: “¿Y cómo negar que estas manos y este cuerpo son míos, a no ser que me empareje a algunos insensatos [insanis], cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los vapores de la bilis negra [atra bilis] que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura, estando en realidad desnudos o

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W. Müri, “Melancholie und schwarze Galle”, en H. Flashar (comp.), Antike Medizin, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971, pp. 165-191.

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se imaginan que son cuencos o que tienen el cuerpo de vidrio? Mas tales son locos; y no menos extravagante fuera yo si me rigiera por sus ejemplos”.7 Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía, afirma: “el hecho de que los melancólicos y enfermos conciban tantas visiones fantásticas, apariciones y tengan tales absurdas suposiciones, como que son reyes, caballeros, gallos, osos, monos, búhos, que son pesados, ligeros, transparentes, insensibles o que están muertos, no se puede imputar más que a una imaginación corrupta, falsa y violenta”.8 Kant, en su poco conocido Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza, sostiene: “el hipocondríaco tiene un mal que, sea cual sea el lugar en que tenga su principal asiento, probablemente recorre de forma variable el tejido nervioso de todas las partes del cuerpo. Sobre todo, extiende un vapor melancólico en torno al asiento del alma, de modo que el paciente siente en sí mismo la ilusión de casi todas las enfermedades de las que oye hablar”.9 La afección melancólica del espíritu determina así la emergencia de fantasmagorías irracionales, produciendo una imaginación delirante, morbosamente autonomizada de su sentir corporal. El enlace entre imaginación, enfermedad mental y temperamento atrabiliario también puede encontrarse en textos antiguos, y en comparación con los tratamientos modernos, es quizás en la doctrina aristotélica de la phantasía donde el desarreglo melancólico asume más marcadas consecuencias políticas, por el hecho de que no se trata de una facultad confinada

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R. Descartes, Meditaciones metafísicas, trad. M. García Morente, Buenos Aires, Austral, 1986, p. 116. (trad. levemente modificada). 8 R. Burton, Anatomía de la melancolía, trad. A. Sáez Hidalgo, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2003, p. 254. 9 I. Kant, Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza, Madrid, Machado Libros, 2001, p. 77. Aun así, mientras que Descartes y Burton describen el poder patógeno de la bilis negra en términos de disturbio enfermizo de la unidad del compuesto alma/cuerpo, Kant encuentra en esta separación de lo espiritual respecto de las inclinaciones corporales una precondición fundamental para la consecución de la virtud moral: “Un sentimiento profundo de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana […] está próximo a la melancolía, a una sensación noble y suave, en cuanto ésta se funda en aquel horror que siente un alma encarcelada cuando, imbuida de un gran propósito, ve los peligros que hay que superar y tiene a la vista la difícil pero grande victoria de la superación de sí mismo. La verdadera virtud basada en principios tiene algo que parece concordar óptimamente con la disposición temperamental melancólica en su sentido más moderado” (I. Kant, Observaciones acerca de lo bello y de lo sublime, Alianza, Madrid, 1990, p. 50). Aunque, por cierto, puede haber desviaciones: “Cuando este carácter degenera, […] cuando su sentimiento se invierte y carece de una razón animosa, viene a caer en la insensatez. En sugestiones, fantasías, ideas fijas, sueños verídicos, presentimientos y señales milagrosas, corre el peligro de ser un visionario o un loco” (Ibid., p. 54).

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al mero ámbito de la interioridad de un sujeto (como sucede con el yo moderno), sino que constituye una facultad central desde el punto de vista de la acción y la vida en la pólis. Sin embargo, y ante la sospecha de que phantasía e imaginación quizás no son tan directamente asimilables, creemos necesario realizar un rodeo por ciertas precisiones preliminares al respecto. Es conocida la tesis de Heidegger según la cual la traducción de los conceptos griegos al latín y luego a las lenguas modernas constituye un proceso de alienación semántica irreversible.10 Tal observación resulta especialmente aplicable al caso de la phantasía. Su traducción usual como ‘imaginación’ parte de una raíz latina (imaginatio) que ya desde un principio opera una reducción de significado, en la medida en que la apertura de sentido que tiene ‘phantasía’ en tanto vinculada al aparecer (phantázesthai, phaínesthai) se ve limitada a la dimensión de apariencia de las imágenes visuales entendidas como representaciones mentales.11 La declinación latina de la transliteración del término (‘phantasia, -ae’), a su vez, se transforma en soporte de la otra traducción corriente del término griego en español, ‘fantasía’, donde se conserva la forma griega pero se oscurece la conexión con el “aparecer”. Así, asume el sentido de aprehensión ilusoria meramente subjetiva y llega, incluso, a abarcar la facultad creativa del artista.12 Una vez quebrado el nexo con los semas del aparecer y de la aparición, tanto ‘imaginación’ como ‘fantasía’ refieren en nuestro idioma a una facultad que opera exclusivamente en el interior de la mente de un sujeto; más aún, tal facultad lo hace en ausencia del objeto, ya sea porque combina imágenes sensoriales retenidas en la memoria, o porque se despega de 10

Comentando la inadecuación de traducir phúsis como natura, Heidegger afirma que “el proceso de semejante traducción de lo griego a lo romano no es arbitrario ni inofensivo, sino que señala la primera sección de un transcurso que se cerraba y se tornaba extraño a lo que constituye la esencia originaria de la filosofía griega. La traducción latina, decisiva para el cristianismo y la edad media cristiana, se afirmó en la filosofía moderna, la cual se movió dentro del mundo conceptual de la edad media, creando aquellas ideas y definiciones corrientes, que aún hoy hacen inteligible el comienzo de la filosofía occidental. Este comienzo tiene el valor de tal: la actualidad consistirá en la supuesta superación de lo que desde hace mucho tiempo se ha dejado atrás. Pero ahora saltamos por encima de todo este curso de desfiguración y decadencia para tratar de reconquistar la fuerza nominal no destruida del lenguaje y de las palabras” (M. Heidegger, Schelling y la libertad humana, trad. A. Rosales, Caracas, Monte Avila, 1985, p. 52). 11 Cicerón proponía traducir la phantasía estoica por visum, que si bien significa también representación, en su primer significado denota la cosa vista (Acad. I, 40). Quintiliano, ya en época imperial (s. I d.C.), propone su versión retórica del término como visio, aludiendo a la facultad por la cual podemos “representarnos mentalmente imágenes de las cosas ausentes hasta el punto de tener la impresión de verlas con nuestros propios ojos y de tenerlas frente a nosotros” (Inst. Orat. VI 2, 29). 12 Pseudo Longino (s. I d.C.), DS. XV. Filostrato neo-Platónico: transfigura la noción filosófica en una versión creativa, fuente de inspiración. VA. 6, 19, 256.

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la realidad hacia lo ilusorio o hacia un trabajo de composición creativa libre. Sobre este sustrato se construirá la noción de imaginación en la filosofía moderna, vale decir, a partir de una fuerte “subjetivización” de la noción, lo cual supone una tajante distinción entre sujeto y objeto, ausente o desdibujada en el pensamiento antiguo. Por esta razón la modernidad reduce drásticamente el espectro de sentidos de la phantasía antigua.13 En la antigua Grecia, la phantasía abarcaba todo aquello que surge de la aparición, de la presentación tanto a la conciencia como a los sentidos de una realidad exterior puesta a la luz. Este aparecer o llegar a la presencia podía sobrevenir inmediatamente en el curso de una percepción o ser fruto de un recuerdo; podía asimismo asumir un carácter tanto verdadero como ilusorio. En este sentido, refería a la vez a la apariencia y a un parecer (cognitivamente próximo a ‘creer’) correlato de esa apariencia. Por otra parte, ni siquiera en los desarrollos filosóficos del siglo IV la phantasía asume unívocamente el carácter de facultad psíquica: en muchas ocasiones no puede decidirse si se trata de una capacidad, una actividad o proceso, o un resultado, dado que el mismo término cubre todas estas acepciones. A su vez, dentro de esta constelación semántica puede incluirse el término ‘phainómena’, que en su versión castellana de “fenómenos” acusa relación con el término griego.14 Además, la phantasía abre el camino al juicio. De ahí la cercanía semántica que guarda en muchos contextos con relación a la dóxa y, también, la apertura al ámbito de la ética y de la política: los fenómenos que conciernen a los asuntos humanos son en efecto inseparables del parecer y del creer, tanto de sujetos individuales como de grupos tales como asambleas de ciudadanos.

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Quizás sea Heidegger quien señala con mayor insistencia la importancia que guarda la phantasía en el pensamiento griego. Desde su perspectiva, que entiende el ser como phúsis, y a su vez la phúsis como alétheia (“desocultamiento” según su célebre interpretación), el aparecer forma parte de este plexo de conceptos a través de los cuales “se esencializa el ser”, pues es el que hace salir del estado de ocultamiento. Por eso para los griegos “ser quiere decir aparecer”. Establece también una progresión semántica en lo que concierne a la phantasía. Sostiene que encontramos tres modos del aparecer: 1. en tanto brillo o esplendor (Schein); 2. en tanto mostrarse, parecer externo (Vorschein) a que algo adviene; 3. el parecer como mero parecer, el aparentar (sich scheinen). Para romper con “el equívoco gnoseológico moderno” señala la estrecha solidaridad entre parecer y aparecer “la esencia del parecer está en el aparecer” (M. Heidegger, Introducción a la metafísica, trad. E. Estiú, Buenos Aires, Nova, 1959, pp. 136-141). 14 Rige para dicho término la misma ambivalencia en la cual insistimos en nuestro análisis: lo que se aparece o parece a alguien. Central en el pensamiento aristotélico, este término de origen griego habrá de tener una larga historia en la filosofía posterior.

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Dentro de la filosofía práctica de Aristóteles, la phantasía cumple un rol central que la crítica actual no deja de subrayar y comentar.15 La phantasía aristotélica se halla estrechamente conectada con el deseo, y por ende se encuentra en el principio de los movimientos animales y, también, de las acciones de los hombres. Dentro del ámbito humano, la phantasía es bouleutiké y logistiké, calcula y delibera sobre los medios en vista de un fin. A través de la phantasía se aparece el bien a los seres humanos. Pero también a las ciudades: una suerte de facultad imaginativa colectiva rige también las deliberaciones y las decisiones políticas. De manera que, a contramano de la modernidad, que piensa el desarreglo melancólico en términos excesivamente individuales, sufrir nubes de negros vapores en la phantasía constituye en Aristóteles un desarreglo ético-político de primer orden, que afecta a las composiciones colectivas que los sujetos traman en el espacio perceptivo común de una ciudad-Estado. Pasemos entonces a trabajar con los textos, específicamente con tres pasajes de sus Breves tratados de historia natural (Parva naturalia). En Acerca de la adivinación por el sueño, se propone negar la tesis homérica de que sea la divinidad la que envía los ensueños a los hombres. En este contexto afirma: En efecto, hombres vulgares pueden perfectamente ver por anticipado o tener sueños verdaderos, puesto que la divinidad no [los] envía, pero aquellos cuya naturaleza es como locuaz y melancólica, experimentan visiones de toda clase: pues a causa de perturbarse mucho y de múltiples maneras, se encuentran con imágenes correspondientes [a la realidad].16

Aun si este argumento parte de un supuesto de la moralidad popular según el cual los destinatarios de los sueños divinos deben ser sabios e inteligentes, el propósito de Aristóteles consiste en racionalizar la creencia tradicional en la locura adivinatoria: aquellos cuya razón se encuentra nublada por los efectos patógenos de la bilis negra tienen visiones verdaderas sólo porque entre la inmensa y multiforme variedad de visiones que los asaltan habrá en algún momento alguna que coincidirá con lo real. En este sentido interesa aquí analizar la imagen del melancólico como agitado receptor de visiones (ópseis) de toda 15

Cf., entre otros, M. Nussbaum, Aristotle’s De motu animalium, Princeton, University Press, 1978; “Aristote sur l’imagination”, Les Etudes Philosophiques nº 7, 1997 (número monográfico dedicado al tema); J. L. Labarrière, Langage, vie politique et mouvement des animaux, Paris, Vrin, 2004. 16 De divinatione per somnu 463b 15-20 (todas las traducciones del griego son nuestras, a menos que se indique lo contrario; seguimos las ediciones de W. D. Ross para Oxford University Press).

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clase, causadas por una intensa y diversificada perturbación anímica y fisiológica (cf. el infinitivo kineîsthai). En Acerca de los sueños, se procede a una analogía que esclarece este pensamiento aristotélico: De igual forma que en lo líquido, si se lo agita con violencia, a veces no se aparece ninguna representación, y a veces sí aparece, pero completamente distorsionada, de manera que parece diferente de como es, mientras que si [el líquido] está en reposo [las representaciones] [se muestran] nítidas y visibles, así también [ocurre] en el sueño, a veces las imágenes y los movimientos remanentes [i.e., los restos diurnos] que provienen de las sensaciones se desvanecen completamente por obra de que el movimiento en cuestión es más intenso y a veces las visiones aparecen confusas y monstruosas y los sueños [se muestran] enfermizos, como [sucede] a los melancólicos, a los afiebrados y a los poseídos por el vino. En efecto, todas las afecciones de esta clase, al ser vaporosas, producen intenso movimiento y agitación.17

La phantasía agitada del melancólico (y también del afiebrado y del ebrio) funciona como modelo de inteligibilidad de la actividad onírica: phantasía convulsionada por imágenes distorsionadas, oblicuas y hasta monstruosas, que ella misma produce.18 En Acerca de la memoria y de la reminiscencia, Aristóteles apela al melancólico como ejemplo de que el proceso de reminiscencia no se da exclusivamente en el alma, sino en el compuesto: La prueba de que se trata de cierta afección del cuerpo y de que la reminiscencia es la búsqueda de una representación en tal estado reside en que algunos se atormentan toda vez que no pueden rememorar, aun cuando aplican completamente su razón, y no menos cuando no intentan ya rememorar en absoluto, especialmente los melancólicos: pues las representaciones los agitan en grado sumo.19

Aquí el melancólico es retratado como un sujeto que no logra controlar los procesos psíquicos que dependen de la armonía del compuesto alma/cuerpo: las imágenes mentales lo mueven pasivamente, sus propias figuraciones fantásticas se imponen a sus designios o propósitos racionales.

3. Melancolía y velocidad práctica

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De insomniis 461a 14-25. Si bien en este, como en otros textos comentados, no aparece explícitamente el término “phantasía”, nos sentimos autorizados a tratar la problemática en estos términos por la presencia de expresiones pertenecientes al campo semántico de la phantasía, como el verbo phaínesthai (“(a)parecer”) y el sustantivo phántasma (“aparición”, “representación”, “visión”, “imagen”). 19 De memoria 453a 14-19. 18

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En términos generales, la phantasía aristotélica consiste en la capacidad del alma de operar en ausencia de los objetos de percepción, con plena conciencia por parte de quien la experimenta de que, por más relacionada que se encuentre con la percepción, remite a sus propios objetos (phantásmata). Esta capacidad de operar con representaciones que no implican la presencia inmediata de los objetos sensibles explica el rol destacado que Aristóteles le adjudica respecto del pasado, ya que la memoria es una de las funciones de la phantasía, y del futuro, en tanto interviene en todas las proyecciones del pensamiento acerca de las posibilidades futuras. La phantasía abre el espacio del sujeto al pasado y al futuro, y en términos políticos, abre el espacio de la pólis al tiempo de la historia. Es por ello que la afección melancólica, que aqueja directamente a la phantasía del sujeto, bloquea en él la normal percepción del tiempo (aísthesis chrónou) y, así, la posibilidad de cumplir con la temporalidad de la acción virtuosa. Volvamos al tratado Acerca de la adivinación por el sueño; unas líneas después del fragmento ya leído, retoma la cuestión de la adivinación de los locos: La causa de que algunos de los locos vean por anticipado [reside en que] sus propios movimientos psíquicos no los perturban [i.e., no imponen un filtro a sus sucesos anímicos] sino que son movidos por ellos como por un soplido: por lo cual perciben principalmente los asuntos inusuales. […] Y los melancólicos, a causa de la violencia [de sus procesos psíquicos], como disparando desde lejos, dan en el blanco y en virtud de su inestabilidad, a ellos se les aparece súbitamente lo que va a seguir: en efecto, del mismo modo que los locos recitan los poemas de Filénides y conciben las palabras que siguen a continuación a partir de las semejantes, como en “Afrodita, frodita”, así también enlazan [los hechos] hacia delante. Y además, a causa de la violencia, entre ellos un proceso psíquico no es rechazado por otro proceso.

Al parecer, Filénides (de quien no nos han llegado textos) escribía poemas recursivos del tipo “Afrodita, frodita, rodita, odita, dita, ita…” etc., todo un poeta de vanguardia que Aristóteles utiliza como forma de aproximarse a la inteligencia melancólica. Es así que la “racionalidad” atrabiliosa procede como una veloz versificación demente y automática, casi como el flujo inconsciente de escritura practicada por algunos surrealistas. El argumento aristotélico se propone secularizar el poder sobrenatural con el cual la tradición investía a la manía profética, y no es muy distinto del sentido común: los locos [ekstatikoí, “quienes están fuera de sí”], los melancólicos, tienen anticipaciones verídicas del porvenir porque continuamente, de modo insensato, están tirando al blanco, y en alguna ocasión por cierto que acertarán. Pero lo que importa aquí son las notas que se adscriben a la figura del atrabilioso. Se trata de un alma yuxtapuesta, en la cual no hay coordinación de 11

procesos psíquicos, sino sucesión. Y, no menos importante, en el modo de la violencia [tò sphodrón; sphodrótes]. Si en los textos anteriores se destacaba que la phantasía producía visiones de toda clase, aquí se enfatiza el carácter veloz y apresurado del imaginar melancólico, determinado por una inestabilidad psíquica, una pendular ciclotimia de fondo [tò metabletikón]. Pero quizás lo decisivo es comprender que lo central no pasa por lo meramente cuantitativo, la cantidad de veces que disparan al blanco, sino que estamos ante el problema de que no logran controlar la construcción de sucesivas cadenas causales hacia el futuro, no pueden evitar verse arrojados hacia la maquinación constante de futuros posibles. El tema del apresuramiento de la phantasía nos remite a un núcleo ético fundamental en la filosofía práctica de Aristóteles, la cuestión de la correcta velocidad de la acción. El proceso de constitución del hombre virtuoso, feliz y bienaventurado, que coincide en principio con la habituación del ciudadano obediente, no se mueve en el campo temporal del instante, sino que exige afianzamiento a través de un lapso considerable, reclamando una estructura temporal durativa, de sedimentación de un pasado: “un solo día y poco tiempo no hacen a nadie ni venturoso ni feliz” (EN 1098a 19-20). La consolidación de hábitos orienta el campo de acción del sujeto en la dirección de la recta razón, y para que esta dirección se vea asegurada contra todo desvío resulta importante adquirir las costumbres desde jóvenes, de modo que hallen una temprana adherencia en el carácter.20 El hábito llega a ser relevante en el campo político-moral cuando merced al uso continuado sedimenta como principio de la acción. La educación por medio de la costumbre y la presión habitualizante de la ley facultan a los hombres para la vida buena, otorgándoles un carácter estable: el temperamento bien formado está templado en la correcta velocidad de la acción y en la precisa direccionalidad de su objeto, cualidades identificadas como propias de una manera de ser intermedia, héxis metaxú, mése: “es claro que el modo de ser intermedio en cuanto a estas cosas es conveniente: porque no se precipita ni se demora, ni se irrita con quienes no hay que hacerlo ni deja de irritarse con aquellos con los que no debe hacerlo” (EE 1231b 22-26). El

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“Los modos de ser (héxeis) surgen a partir de actividades afines. Por ello es necesario realizar cierta clase de actividades: pues los modos de ser se adhieren según las diferencias en estas actividades; por lo tanto no difiere en poco acostumbrarse (ethízesthai) inmediatamente desde jóvenes de una manera o de otra, sino que difiere muchísimo, o mejor, en todo” (Ética Nicomaquea [en adelante abreviada como: EN] 1103b 21-25).

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correcto sentido del tiempo es fundamental para el sujeto de la filosofía práctica, pues las acciones éticas y políticas tienen un momento propicio para realizarse, una ocasión, el kairós, que debe ser captada en su punto justo, ni demasiado tarde ni demasiado temprano. Frente a este patrón de corrección es legítimo leer al melancólico como anomalía, cognitiva pero antes que nada práctica; leemos en el libro VII capítulo 7 de EN: Principalmente los precipitados y los melancólicos son incontinentes en cuanto a la incontinencia de apresuramiento: en efecto, los unos a causa de la velocidad y los otros a causa de la violencia no esperan a la razón, por seguir a la imaginación.21

El temperamento melancólico aparece aquí dentro de una disociación de nociones de la incontinencia [akrasía], y de una incontinencia denominada “de apresuramiento”. En este sentido, el perfil desviado del melancholikós se corresponde con la precipitación de ciertas figuras como el iracundo22, el pusilánime (mikrópsuchos)23 y el joven24. En sus ataques de bilis negra el melancólico no logra actuar moralmente, dado que a causa de su precipitación, su phantasía se halla autonomizada respecto de ulteriores instancias racionales, “no espera a la razón”. El tiempo de la reflexión ética es calmo y pausado, en espera del momento oportuno, mientras que el tiempo eléctrico que rige el territorio corporal y psíquico del melancólico es vertiginoso, acelerado, impulsivo, instantáneo, impaciente. Es entonces que Aristóteles puede afirmar que el melancólico no es injusto, en el sentido en que es inimputable desde el punto de vista de la responsabilidad moral de sus actos: [el incontinente] no es injusto pues no premedita: en efecto, de entre éstos [los incontinentes], uno, por un lado, no puede perseverar en lo que haya deliberado, y el melancólico, por el otro, no delibera de modo acabado.25

En cualquier caso, el melancólico no puede llevar a término un proceso deliberativo racional, condición de posibilidad para convertirse en un sujeto éticamente virtuoso, pero

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EN 1150b 25-28 Cf. EN 1149a 30, donde la ira es analogada a un servidor demasiado apresurado que, por acaloramiento y ansiedad, corre a cumplir una orden de la razón que termina por traicionar, por no actuar de modo sosegado. 23 Cf. EN 1125a 15: es veloz, apresuradamente se afana por muchas cosas. 24 Cf. EN 1156a 34, b 1, b3: los jóvenes persiguen lo agradable y lo presente, se hacen amigos y dejan de serlo con facilidad y rapidez al ritmo del placer, quieren y dejan de querer rápido, alterando sus cariños y simpatías incluso muchas veces en un mismo día. 25 EN 1152a 17-19. 22

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también para participar activamente de las deliberaciones que en el espacio colectivo de la asamblea conciernen a los asuntos de todos los ciudadanos.

4. Melancolía e intensidad La fuerza de un carácter virtuoso se fragua no sólo en relación con el tiempo, sino también en torno a una temperancia de la intensidad del sentir: frente a la alta afectabilidad de los caracteres atrabiliosos sacudidos por pasiones que los conmueven más agudamente que al resto de los hombres, la construcción del sujeto virtualmente moral implica una tarea de atenuación de la violencia de irrupción de las tonalidades afectivas26. Ante la impulsividad y desasosiego del carácter desarreglado, es necesaria una formación que regule la dinámica expansiva del deseo e inmunice a la ciudadela de la razón contra los asaltos de las fuerzas invasoras del cuerpo. En la medida en que prepara el deseo y, a partir del deseo procede el movimiento, en De Anima III 10 Aristóteles considera a la phantasía como una especie de intelecto (tis noûs, 433a 10), y no sólo la phantasía humana, como podría aparecer a primera vista, sino también la phantasía propiamente animal. Al estructurar las diversas capacidades del alma de todos los vivientes desde lo inferior a lo superior,27 conteniendo esto último a las funciones inferiores (en el orden nutrición, percepción, phantasía, intelección) preserva la posibilidad de explicar ciertos comportamientos humanos como una regresión a un estado animal. Según De Anima III 11, puede suceder que la deliberación del sujeto se imponga al deseo y lo mueva, siendo agente del proceso, o bien puede suceder que el deseo se imponga a la deliberación y la mueva o que un deseo venza a otro deseo y lo mueva. Estos dos últimos casos implican funciones desviadas de la phantasía, al constituirse en situaciones en las cuales el hombre no se mueve por el intelecto sino por una función inferior. Autonomización de una phantasía que no aguarda las órdenes del intelecto. Los sujetos melancólicos, en las antípodas de la normalidad práctica del hombre virtuoso aristotélico, no logran controlar sus procesos psíquicos ni, en consecuencia, sus acciones: de este modo, sus cuerpos son escenario de la violenta tiranía de los placeres corporales.

26 27

Cf. Ética Eudemia [en adelante abreviada como: EE] 1228b 35 y ss. Cfr. De partibus animalium 687a 14-15.

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Además, [los placeres corporales] son perseguidos a causa de que son violentos por parte de quienes no son capaces de gozar de otro tipo de placeres: por ello éstos se procuran a sí mismos ciertos deseos ardientes (EN 1154b 2-4). Y no tienen otras cosas con las que disfrutar, y para muchos, a causa de su naturaleza, la neutralidad resulta penosa (EN 1154b 5-6). Por su naturaleza, los melancólicos siempre necesitan de curación: pues a causa de su temperamento su cuerpo vive picando y constantemente están en el deseo violento: y el placer expulsa el dolor, tanto el placer [específicamente] contrario [a ese dolor] como cualquier otro, siempre que sea violento: y a causa de estas cosas llegan a ser desenfrenados y viciosos (EN 1154b 11-15).

La hipersensibilidad y excitabilidad del melancólico resulta un obstáculo ético de primer orden para la consecución de la virtud. El vocabulario de la afectabilidad intensa testimonia la presencia de un cuerpo inquieto, aguijoneado constantemente por el punzón del deseo, atormentado por la irrupción inmediata de impetuosas fuerzas pasionales de signo opuesto que chocan en un espacio anímico agitado, guerra civil de una subjetividad escindida en ráfagas de voluptuosidades en conflicto.

5. Melancolía y excepcionalidad: el Problema XXX, 1 Luego del recorrido temático de las tres secciones anteriores, nos dedicamos aquí a discutir un texto central desde el punto de vista de la historia del concepto de melancolía, aunque existan dudas acerca de su autenticidad.28 En esta obra se afirma la controvertida tesis de que todos los hombres excepcionales, que han sobresalido en la filosofía, la poesía o las artes, han sido melancólicos. Se trata de una reflexión brillante y audaz, situada en el campo de confluencia de la filosofía y la medicina, que intenta aclarar, sirviéndose de una serie de analogías y ejemplos no siempre bien eslabonados con los razonamientos, cómo es posible que este humor negro y residual pueda convertir a un hombre en genial y creativo. En sus páginas desfilan una serie de personajes melancólicos tomados de la mitología o de la tradición cultural griega, todos ellos sometidos a un examen fisiológico que busca enlazar las excentricidades de sus conductas con las variaciones de temperatura de la bilis negra: siendo capaz de enfriarse o de calentarse de un instante a otro, el fluido melancólico acarrea las notas de la inestabilidad, la fragilidad y la multiplicación de comportamientos en 28

Utilizamos la siguiente versión española, una edición bilingüe del texto con una brillante introducción: Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía, introducción de J. Pigeaud, trad. C. Serna, Quaderns Crema, Barcelona, 1996.

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tensión, aunque, debe decirse, no necesariamente es una enfermedad en todos los casos. De lo que se trata es de poder contrabalancear los excesos de temperatura ya sea mediante fármacos, cuidados o actividades que apuntan a reponer el equilibrio perdido. De todos modos, el excesivo detallismo y la falta de desarrollo teorético, abstracción y encadenamiento de los pensamientos expuestos nos dan la pauta de que muy probablemente no sea Aristóteles el autor del texto sino un discípulo peripatético, quizás el mismo Teofrasto.29 Aun así, la belleza y la potencia del texto nos inducen a tomarlo en cuenta, y principalmente también ciertos puntos de confluencia con la analítica aristotélica de la melancolía, tal como la venimos reconstruyendo hasta aquí. Por cierto que no pretendemos resolver con tanta soltura el problema de la autenticidad de esta obra, misión que depende también de competencias en materia de filología, papirología, estilometría, etc. pero en cuanto a los argumentos filosófico-doctrinarios para tal descrédito, los creemos insuficientes e inconcluyentes. ¿Por qué? Porque el melancólico sigue funcionando en este texto como excéntrico respecto del justo medio ético-político, aun si se lo califica de perittós: que no quiere decir a mi entender “genio” sino “hombre excepcional”, en el sentido de “fuera de lo común”, y de allí, incluso “raro” o “anómalo”. Los hombres que se han destacado por su hipertrofiada inteligencia no han dejado de compartir una relación de exterioridad respecto del ágora con aquellos locos vulgares, no geniales: ambos, por ascenso o por descenso, se hallan fuera de la medianía requerida para cumplir cabalmente con las exigencias de la esfera de los asuntos humanos. De los tópicos ya repasados, en el Problema XXX reaparecen las temáticas de la locura profética (954 a 36 ss), de la inestabilidad y de la lujuria de los atrabiliosos (953 b 30-32). Entre otras notas de interés que presenta este texto para el hilo conductor de nuestro análisis, debemos mencionar tres puntos de contacto con los textos transitados. En primer lugar, el tema de la praxis insensata del melancólico: al pasar a la acción son audaces (tharráleos) 953 b 3 ss, temerarios, pecan por exceso en cuanto a la virtud del coraje, lo cual los puede llevar a cumplir hazañas tanto como acciones muy reprobables. Luego, su carácter antisocial: se subraya la soledad y aislamiento del melancólico, y aquí Aristóteles convierte a los héroes míticos en casos clínicos: la locura iracunda de Áyax, el exilio en el desierto de Belerofonte, “evadiéndose de la huella de los hombres” (953 a 21-26), la 29

Cf. W. Müri, “Melancholie und schwarze Galle”, art. cit., p. 165.

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demencia homicida de Heracles, que atenta contra la unidad básica de toda sociedad al asesinar a sus propios hijos. Finalmente, su insuficiencia dialógica: o “se queda callado” (silencio que impide la comunicación) o se vuelve excesivamente locuaz (anulando el diálogo por exceso): de un modo o de otro, es un ser humano, es decir un animal dotado de lógos (zôon lógon échon), que no pone en práctica adecuadamente la marca diferencial de su naturaleza política. De modo que creemos posible recrear una continuidad de sentido en lo que tradicionalmente se ha considerado como una fractura doctrinaria en el tratamiento aristotélico del carácter melancólico, y que ha derivado en la desacreditación de ciertas fuentes a favor de otras. La alegada inconsistencia residiría en una doble actitud del Estagirita: mientras que en sus textos éticos la melancolía aparece negativamente representada, acusada de operar como fuente de irracionalidad y minar desde adentro el normal circuito de la razón práctica del sujeto virtuoso, en la sección XXX,1 de los Problémata el exceso de bilis negra se ve evaluado positivamente, rehabilitado en tanto causa fisiológica de la excelencia y genialidad de los hombres que se han destacado en la filosofía, la poesía y las artes. Para superar esta dicotomía meramente evaluativa, analizamos al melancólico aristotélico como un sujeto librado al poder de una fuerza imaginativa autonomizada que termina por anular la operatividad de la memoria, el hábito y la razón práctica. Teniendo en cuenta que se trata de personalidades fácilmente excitables, inclinados a dejarse llevar por visiones, sueños y reminiscencias, los melancólicos aristotélicos se hallarían propensos a la locura tanto como a la genialidad, ambos extremos que podrían considerarse complementarios en virtud de su relación de excentricidad respecto del justo medio que habría de habitar el sujeto éticamente virtuoso. El exceso de bilis negra o bien suspende la racionalidad práctica del sujeto, animalizándolo, o bien hipertrofia sus facultades intelectuales, divinizándolo: en cualquier caso, por ascenso o por descenso, lo coloca por fuera de la pólis.

6. Terapéutica: ¿curar la melancolía? A la hora de pensar en la cuestión de la terapéutica, un sucinto recorrido por otros perfiles desviados de la ética aristotélica nos permitirá comprender por analogía las posibilidades de tratamiento del mal de la bilis negra. 17

Tomemos inicialmente el perfil del loco, bastante próximo al melancólico. Se trata de alguien incapacitado de razonar de manera correcta30, y por lo tanto dotado de una percepción, una memoria y una imaginación no disciplinadas por juicios de carácter racional. A causa de sobrellevar una alucinación perceptiva no moderada por una discriminación noética, el loco ignora las circunstancias concretas de la acción, e incluso a sí mismo como sujeto31; delibera sobre cualquier cosa, no sabiendo remitirse a lo que depende de él hacer o no32. Oscila anárquicamente entre la insensibilidad y la hipersensibilidad: o no tiene miedo de nada, ni de los terremotos ni de las olas33, o se ve fracturado en su capacidad de actuar por un miedo animal, producto de una fóbica hiperexcitabilidad que no soporta el ligero ruido de un ratón34. Llegando a formas más extremas de pérdida del juicio, la locura puede convertirse en principio de los crímenes más terribles, que trascienden por descenso los confines de lo humano y se aproximan a la intersección con la bestialidad (theriótes), como el hombre que devoró a su madre o el esclavo que se comió el hígado de un compañero35. En este punto la manía constituye una desviación peligrosa, y así se espera que reciba una “corrección médica o política” (kólasis iatrikè kaì politiké), mediante remedios o azotes36. Con lo cual parece ser posible una rectificación. La locura de tipo báquico (bakcheutikós), inducida por el vino37, recibe en el corpus práctico aristotélico la adscripción a otro perfil específico: el poseído por el vino (oinómenos), el embriagado (methúon). Como el sueño, la ebriedad es en sí misma agradable por poner fin a las preocupaciones y sumir al sujeto en una agradable somnolencia onírica38; tal como sucedía entre los dormidos, el saber del borracho dominado por la pasión es sólo nominal, sin asimilación ni práctica efectivas39. Pero la especificidad del ebrio debe buscarse en que llega a ser principio de acción en un estado de inconsciencia (ánoia) que es enteramente imputable al mismo sujeto. El vino vuelca al ebrio activo a la 30

EN 1149b 35. EN 1111a 7. 32 EN 1112a 20. 33 EN 1115b 26; EE 1229b 27. 34 EN 1149a 7. 35 EN 1148b 25. 36 EE 1214b 32-34. 37 Política [en adelante abreviado como Pol]1342b 4, b 25, b 27. 38 Pol 1339a 17, a 20. 39 EN 1147b 12; EN 1152a 15. 31

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dimensión temporal del futuro, lo acelera desmedidamente, tornándolo esperanzado (euélpis) e intrépido (tharraléos), anulando por lo tanto su capacidad de automoderación racional a favor de una insensata temeridad40. Si bien la recuperación del conocimiento es posible, resultando la locura inducida por la bebida una anomalía temporaria que desaparece una vez que sobreviene la sobriedad, del mismo modo que sucede cuando uno se despierta del sueño y recobra la conciencia41, los embriagados reciben doble castigo por parte de los legisladores, por ser responsables de haberse colocado en ese estado de suspensión del poder del hábito y de la razón que fue origen de la acción injusta42. Es por este motivo que la ley no debe permitir a los jóvenes sentarse en mesas comunes y beber, hasta tanto la educación no proteja el carácter contra una inclinación prematura hacia los excesos43. El paradigma del incontinente (akratés), dentro del cual debe incluirse a los melancólicos, resume y profundiza las insuficiencias que respecto del conocimiento práctico exhiben los perfiles desviados tematizados: como su nombre lo indica, en el akratés la inteligencia no domina (krateîn) la conducta44; se trata de sujetos en cuya misma existencia se cifran casos límite de la ética intelectualista socrática, en cuanto conocen perfectamente lo que está bien y lo que está mal, sólo que no pueden actuar en consecuencia45. Son personajes trágicos, pues saben lo que hay que hacer pero no logran realizarlo: el que no tiene dominio de sí halla su esencialidad en torno a una fundamental incapacidad de obrar, por una deficiencia y debilidad del carácter que lo hace sucumbir a las pasiones, seguir su ritmo sin poder oponerles un principio subjetivo que inaugure un curso de acción eficazmente divergente de la irracionalidad afectiva46. El incontinente busca al instante el placer,

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es apresurado (en tanto es arrastrado por las páthe y no

reflexiona), o incluso débil (en la medida en que reflexiona pero no logra atenerse a sus resoluciones).48 40

EE 1229a 20; EN 1117a 14. EN 1147b 7. 42 EN 1113b 31. Aristóteles atribuye al legislador Pítaco la autoría del castigo agravado a los borrachos que obran inicuamente (Cf. Rhet 1402b 12; Pol 1274b 19). 43 Pol 1336b 82. 44 EN 1168b 34. 45 El capítulo 2 del libro VII de la EN es una discusión del socratismo moral desde este punto de vista. 46 EE 1246b 14; EN 1148b 13; EE 1223a 37; EN 1111b 13; De an. 433a 3; etc. 47 Retórica [en adelante abreviado como: Rhet] 1372b 13. 48 EN 1150b 6. 41

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El incontinente es un sujeto escindido, enemigo de sí mismo, recortado por Aristóteles en contraposición con el hombre bueno, que es uno y amigo de sí. Padeciendo un desdoblamiento psíquico que una y otra vez pone en jaque la unidad de la subjetividad político-moral, el akratés no es uno sino muchos, en el mismo día desarrolla esquizofrénicamente innumerables orientaciones, en función de las pasiones que colonicen su cuerpo como plano de expresión; por ello es inconstante y vive en perpetua disensión interna, reprochándose a cada paso todas las cosas que hace49. La razón del incontinente es una plaza vacía toda vez que la turbulencia de la pasión despliega la nube de insensatez de su reinado, y ello no deja de suceder en quien no tiene dominio sobre sí, dado que un deseo se impone a otro deseo50. De este modo, el desarreglo del akratés no es permanente, y aparece homologado a una sucesión de ataques de epilepsia51, en cuyos intersticios la deliberación y la elección no son más que intermitencias que no alcanzan a convertirse en factores prácticos relevantes. Aunque la incontinencia no sea un vicio52, comparada sobre todo con la intemperancia (akolasía)53, no por ello es totalmente excusable: de hecho, consiste en hacer lo que no se cree que debe hacerse54, en desear lo que se está convencido de que es malo55, y en este sentido la akrasía es contemplada en la Retórica como causa de actuar contra lo que dicen las leyes56 y considerada como condenable en la Ética Nicomaquea57. Si bien no se trata en sí misma de una injusticia, bien puede ser origen de iniquidades58. Ahora bien, para volver sobre la pregunta inicial de esta sección, ¿es posible curarse de melancolía? Retomemos el texto que cerraba la sección 3 de este ensayo: por su naturaleza, los melancólicos siempre necesitan de curación: pues a causa de su temperamento su cuerpo vive picando y constantemente están en el deseo impetuoso: y el placer destierra el dolor, tanto el placer [específicamente] contrario [a ese dolor]

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EE 1240b 1-34; EN 1166b 8. De anima [abreviado De an.] 434a 14. 51 EN 1150b 33. 52 EN 1150b 30. 53 El akólastos persigue el placer deliberadamente, con convicción, por razonamiento (mientras que el akratés lo hace por debilidad), no se arrepiente (como sí lo hace el incontinente), no actúa bajo el impulso de un deseo (tal es el caso del akratés): cf. EN 1145b 30 y ss; EN 1152a 23 y ss.; EN 1148a 17; EN 1146b 21. 54 EN 1136b 6. 55 EE 1223b 33-36. 56 Rhet 1368b 14. 57 EN 1148b 5. 58 EN 1151a 10. 50

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como el que ocurra [cualquier placer], siempre que sea potente: y a causa de estas cosas llegan a ser desenfrenados y viciosos.

Así las cosas, pareciera ser imposible una curación efectiva: el cuidado que pareciera poder recibir el alma melancólica no diferiría del de los enfermos terminales, que sólo obtienen calmantes para una dolencia irreversible, sólo mitigada a corto plazo, bajo un régimen provisorio, de urgencia, que no hace más que perpetuar un estado éticamente morboso de desenfreno y vicio. En el Prob XXX (954b 28ss) se abona esta tesis: si abandonan su exigencia de cuidados constantes, los melancólicos por naturaleza serán propensos a sufrir las enfermedades derivadas de la bilis negra, llegando incluso hasta el suicidio, la autosupresión del ámbito de la vida colectiva de los hombres. Sin embargo, en otro texto, Aristóteles deja abierta la puerta para una cura de la melancolía: Entre las distintas incontinencias, es más curable la que padecen los melancólicos que la de quienes deliberan pero no pueden atenerse [a sus deliberaciones] (EN 1152a 27-29).

Aquí parecería admitirse la posibilidad de una cura más o menos definitiva para la melancolía. Quizás habría que pensar entonces en qué consistiría dicha terapéutica. Nos parece que Aristóteles afirma que la incontinencia melancólica es más curable que la incontinencia de quienes tienen pleno ejercicio de su racionalidad práctica pero no logran ponerla en acto, porque la melancolía se juega en un nivel pre-racional, y por lo tanto se trataría de un estado pasible de ser revertido mediante la fortificación del carácter. A través de un trabajo de consolidación del carácter, podría quizás sobreimprimirse en la desafinada lira melancólica una naturaleza segunda, estable y perpetuable, fomentando un proceso de habituación que configure una sustancia práctica sólida para el individuo cuya alma era por naturaleza como un líquido en constante agitación. Quizás podría citarse a tal efecto el siguiente texto de la EN: “es necesario refrenar lo que apunta a lo vergonzoso y lo que tiene una excesiva expansión (aúxesis), y de tal clase son el deseo y el niño: pues los niños viven según el deseo, y entre ellos en grado sumo se halla el apetito de lo agradable. Por lo tanto, si no llega a ser dócil (eupeithés) y a estar bajo un principio rector, irá hacia el exceso: pues el deseo de lo agradable es insaciable, y en todo sentido para el insensato (anóetos; no dotado de razón

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[que podría ser también el melancólico]), y el ejercicio del apetito aumenta (aúxei) lo emparentado con él, y si [los apetitos] son grandes e intensos, incluso desalojan a la facultad de razonar. Por ello, éstos deben ser pocos y estar mitigados, y no contradecir a la razón –y a algo de tal clase llamamos ‘obediente’ y ‘refrenado’–, y así como el niño debe vivir conforme al mandato del pedagogo, así también lo apetitivo de acuerdo con la razón” (EN 1119b 3-15). Quizás la orientación temprana podría prevenir ya de pequeños el enloquecimiento a causa de los negros vapores de la bilis, y entran aquí en juego ciertos cuidados especiales dentro del programa de educación pública de los libros VII y VIII de la Política: gimnasia, música, dibujo. No hay que menospreciar tampoco la fuerza benéfica de la poesía, es decir, de la purificación por la palabra en el espacio colectivo del teatro, y quizás también podría pensarse en los circuitos de circulación colectiva del lógos (asambleas y tribunales): terapia de curación verbal para poder reinsertar al sujeto atrabilioso en la comunidad de comunicación de la pólis y para habilitarlo a desbloquear el normal tránsito de la racionalidad práctica desde el deseo hasta la razón. La educacion y la habituación se proponen en el libro VII de la Política como paliativos contra la incontinencia, de la cual la melancolía es una subespecie: “entre todas las medidas mencionadas para asegurarse la permanencia de los regímenes políticos es de la máxima importancia la educación de acuerdo con el régimen, que ahora todos descuidan. Porque de nada sirven las leyes más útiles, aun ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen, democráticamente si la legislación es democrática, y oligárquicamente si es oligárquica, porque si la incontinencia es posible en el individuo, lo es también en la ciudad” (Pol 1310 a 10-19). En textos admitidamente aristotélicos tanto como en el problema XXX, el melancólico adquiere un rango ontológico propio, no es ya un ocasional descompensado que sufre un desequilibrio cíclico y pasajero en el predominio de un humor respecto de la contrapesada proporcionalidad de los otros. Adquiere de este modo una problemática positividad, que lo convierte incluso (y aquí reside el sesgo novedoso que imprime Aristóteles) en un caso límite de su ética y de su filosofía política. Así, no alcanza ya con prescribir lavajes en la cabeza o la ingestión de “cinco óbolos de eléboro negro administrado en vino dulce” (texto

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hipocrático De los trastornos internos). La cura debe resolverse en otro ámbito que el de la mera naturaleza, es decir, en el espacio del carácter y los hábitos, individuales y colectivos. Desde el carácter puede incidirse en la naturaleza para corregir sus desarreglos, el carácter puede modificar a la naturaleza, y por lo tanto, como ulterior derivación de nuestro análisis, la naturaleza es en la filosofía práctica aristotélica un concepto escaso, deficitario en sí mismo (contra las extendidas interpretaciones naturalistas ingenuas), que no alcanza para tematizar los complejos dominios de la praxis humana. Lejos del reduccionismo somático de la medicina hipocrática, la mente y el cuerpo humanos exceden en Aristóteles los condicionamientos biológicos a que se hallan confinados los animales, pueden ser modificados ético-políticamente, son algo más que un conjunto de disposiciones genéticamente heredadas. Es entonces que sí parece posible contrarrestar los efectos patógenos de la bilis trabajando sobre los hábitos de los atrabiliarios, sin encerrarlos como hacen las modernas instituciones disciplinarias de normalización de la locura, sino integrándolos a la vida comunitaria de la ciudad. Aristóteles le otorga así un espesor práctico-político a una noción que hasta entonces era sólo patrimonio del arte médico y de sus formas de intervenir sobre el cuerpo. Lejos del reduccionismo somático de la medicina hipocrática, y lejos también de la moderna comprensión meramente subjetivista de la melancolía, Aristóteles emplaza su analítica de la bilis negra dentro del horizonte de su filosofía práctica: la cítara desafinada del alma melancólica es analizada en sus implicancias éticas y políticas, y de este modo su armonización es en gran parte tarea de la educación, la habituación y la integración a las dinámicas colectivas de la ciudad.59 Así, el melancólico puede atenuar las disonancias que lo aquejan y llegar a participar melódicamente de la orquesta ciudadana de la pólis. 7. Conclusión Finalizamos aquí el recorrido por los contornos del concepto de melancolía entre los griegos, y específicamente en Aristóteles. La pregunta con la que puede cerrarse esta reflexión quizás se desprenda de una mirada crítica sobre las primeras páginas de este 59

A. Oksenberg-Rorty destaca que, frente a las modernas concepciones psicológicas focalizadas en lo individual, Aristóteles habría concebido la posibilidad de un determinante social de la patología akrática. La especificidad de la terapéutica aristotélica contra la akrasía, por lo tanto, admite como parte fundamental del tratamiento cierta reforma del orden colectivo de la pólis («The social and political sources of akrasía», en Ethics, vol. 107, issue 4, july 1997, pp. 644-657, cf. p. 647).

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trabajo: ¿es cierto que hay un hilo que conecta la melancholía griega con ciertas patologías psíquicas contemporáneas? Si en el mismo corpus aristotélico no es tan simple unificar los diversos materiales para pensar la melancolía, ¿no será que la dificultad está en la cosa misma, algo tan inestable, tensionado y polimorfo como la diversidad de comportamientos y personalidades con los cuales se vincula? La variedad de sus modos de manifestación a lo largo de la historia también podrían abonar la tesis de una radical discontinuidad que no haría posible el contacto entre mundos e imaginarios tan distantes como nosotros y los griegos. Mucho más si tenemos en cuenta que hablamos de pasiones, vale decir, de las variables anímicas más inestables, discontinuas, localizadas y, en este sentido, profundamente adheridas a las circunstancias y a los contextos. Sin la intención de negar la radical heterogeneidad de un fenómeno psíquico difícil de reducir a una unidad clara y armónica, y asumiendo la amplitud de un concepto tan multiforme y esquivo en el curso de los siglos como el jugo negro al que se refiere, nos anima el mismo impulso universalista de Robert Burton, quizás la más grande eminencia en materia melancólica: “¿quién no está demente, melancólico, loco? ¿quién no es un enfermo mental? La demencia, la melancolía, la locura no son sino una enfermedad, cuyo nombre común a todas es Delirio. […] ¿Quién está libre de melancolía? ¿A quién no le ha alcanzado más o menos, en hábito o en disposición?”.60 El modesto recorrido que hemos intentado llevar a cabo intentó ilustrar la posibilidad de trazar una continuidad simbólica entre nuestras melancolías actuales y aquellas que fueron conceptualizadas por los griegos, y es entonces que nos resistimos a considerar estos textos como propios de una cultura desaparecida, cuyos lazos con el presente han sido definitivamente cortados, sino que preferimos pensarlos como napas profundas con las cuales se enlaza el espesor histórico e imaginario de nuestros destinos contemporáneos. La escritura de la historia de las configuraciones culturales como parte de las ciencias humanas se ve directamente comprometida con esta convicción, y tal vez es en gran medida gracias a ella que es posible practicar y custodiar el enlace con los estratos profundos de nuestro mundo afectivo compartido.

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R. Burton, Anatomía de la melancolía, Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2003, pp. 59-60.

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