Aquelarre, de Francisco de Goya y Lucientes

September 3, 2017 | Autor: Anto Destéfano | Categoría: Goya, Barroco, Ecfrásis
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Descripción

Destéfano Antonella Écfrasis.Fecha de entrega: 23/06/2014
Destéfano Antonella

Écfrasis.
Fecha de entrega: 23/06/2014





Aquelarre, de Francisco de Goya y Lucientes
En un terreno arenoso se encuentra situado un espectador testigo de una atrocidad que no se sitúa en ningún tiempo y en ningún espacio. Lo macabro reinante en la escena no merece ser colocado en ningún tiempo ni espacio, por lo que el artista decidió no darle al espectador más pistas al respecto.
Una mujer recostada que cubre su cabeza con un manto blanco da la pauta al observador de que su presencia poco importa, que nada ni nadie interrumpirá este lúgubre aquelarre. Cuatro mujeres están a su lado, dos a cada uno de ellos. Las de la izquierda extrañamente visten de blanco, dejando al descubierto la rugosidad de sus carnes, producto de la vejez que también refleja el rostro de una de ellas, cuya mandíbula permite sospechar la falta de algunos dientes. Porta un madero que contiene fetos o cuerpecitos de niños que jamás pudieron abrir los ojos al mundo, raptados por esta anciana que sólo puede estar en contacto con la juventud robándole la vida a los indefensos. La grisácea piel de los pequeños contrasta amargamente con los hombros desnudos de la mujer que los carga, a la manera de un cazador que se volvió dueño de la presa. Las brujas de la derecha se diferencian de las anteriores porque visten de negro, pero son igualmente funestas: una de ellas carga entre sus brazos el esqueleto de un niño, muestra figurativa del alma que abandona el cuerpo para ser dada como ofrenda al Maligno. Del mismo modo, ninguna de las concurrentes al aquelarre –a excepción de la primera mujer mencionada, cuyo rostro permanece oculto y no viste ropas similares a las otras participantes- parece conservar aún su voluntad: la resignaron y entregaron sin dudarlo a este ser, a cambio de poder participar en esta reunión de ultratumba. Pareciera que todo el paisaje juega a favor de este aquelarre y desea presenciarlo también, personificándose en las ancianas que componen el telón de fondo de la composición, camufladas entre las montañas.
Ni siquiera la luna en cuarto creciente es capaz de iluminar esta macabra reunión presidida por el macho cabrío, que no podría llevar otro nombre más que Satanás. Los destellos que ella despide no logran atravesar la frontera del oscuro firmamento, invadido por la ornamenta de la bestial aparición, coronada por laureles, (ya que el animal, victorioso, triunfa arrebatando la vida y propagando la muerte). El estar rodeado de sus seguidoras, adictas a su poder, enciende los ojos del enorme animal todopoderoso, quien extiende sus patas delanteras a la manera de quien preside una importante celebración en la que al anfitrión se le presentan regalos y ofrendas que honran su presencia. La apta izquierda de la bestia se encuentra extendida, en el acto mismo de asirse con la vida de un niño, tal vez recién nacido, que se diferencia claramente del niño que se halla precisamente en diagonal a él, arrojado sobre el suelo, por su color rosado y la vitalidad que aún esboza su cuerpo. Quien lo carga es una mujer de dudosa procedencia, cuyos mantos, todavía en movimiento, anuncian una llegada reciente. Su boca abierta tal vez entona cánticos en honor del anfitrión, o gime desesperadamente la salvación de quien lleva en brazos. El rostro enardecido del fiero animal no parece mostrar duda alguna, no obstante, del acto que está por llevar a cabo. La imagen en su conjunto anuncia lo que pasará en instantes con este niño que descansa entre los brazos de la mujer, vivo. Será uno más entre los cuerpos colgados del madero, o yacientes sobre la arena. Una arena que no merece ser colocada en ningún tiempo y en ningún espacio.

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