Apuntes sobre pobreza, cultura y políticas sociales en el Uruguay actual. La etnologización de los pobres

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Apuntes sobre pobreza, cultura y políticas sociales en el Uruguay actual. La etnologización de los pobres Marina Pintos García*1 La Reforma Social (CNPS, 2011) y la Estrategia por la Vida y la Convivencia (Presidencia de la ROU, 2012) que constituyen la orientación política y teórica de las políticas públicas asistenciales y punitivas del Uruguay en el período 2010-2015, y que se presentan como sucesoras de estrategias ya definidas en el primer gobierno de la coalición de izquierda (2005-2010), señalan que nos encontramos ante una “subcultura de la pobreza”, en vista de la cual estas políticas deben ofrecer respuestas. A través de la lectura de documentos que orientan la acción política y técnica en ambos escenarios, el texto reflexiona sobre la etnologización de la pobreza en las políticas sociales, a saber, la tendencia a concebir a los pobres como pertenecientes a una “cultura diferente”, recurso que supone la confusión entre desigualdad socioeconómica y diversidad cultural e implica respuestas públicas aparentemente contradictorias en la articulación de las políticas asistenciales y punitivas. Se abordan algunos efectos posibles de este expediente, en Uruguay, desde el inicio del gobierno de la coalición de izquierda (2005 a 2014). Se plantea que la etnologización de la pobreza implica distintas formas de individualizar a grupos sociales afectados por la desigualdad social en tanto que “culturalmente” diferentes, que oculta relaciones de violencia estructural, que debilita perspectivas sistémicas de protección social y que despoja a los fenómenos de su naturaleza política. Palabras clave: pobreza, cultura, desigualdad social, diversidad cultural, políticas sociales

Introducción En agosto de 2013 la Junta Departamental de Montevideo votó la desafectación de un “espacio verde”, para realojar a dieciséis familias provenientes del asentamiento Las Duranas. La situación generó el enfrentamiento entre ediles y vecinos. El diario El País recoge el episodio:

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Los vecinos del espacio libre ubicado sobre Pedro Trápani, entre Bayona y Comandiyú […] concurrieron ayer al Plenario de la Junta Departamental a presenciar lo que sabían era “una muerte anunciada”. El barrio no quiere que parte del asentamiento Las Duranas sea realojado en ese espacio verde. Y el FA sostiene que las viviendas que allí se ins-

Estudiante del Diploma de Especialización en Políticas Sociales del Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la UDELAR. Licenciada en Ciencias Antropológicas por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UDELAR. correo electrónico: [email protected]

90 talarán forman parte de la “integración” que debe darse en la sociedad. […] El edil Pablo González fue blanco de la mayoría de las críticas de los vecinos. “Yo estaba haciendo uso de la palabra cuando se pararon y empezaron a agredirme verbalmente. Simplemente hablé de la integración social y de que muchas veces se hablaba de la pobreza asociada con la delincuencia. […]. Expliqué que yo viví en un rancho de lata y cartón y que no me consideraba de otra cultura por haber estado en esa situación de pobreza” (López, 2013) [La cursiva es mía] La nota es significativa, en primer lugar, porque representa una actitud conservadora de la sociedad uruguaya que tiene como telón de fondo el tema de la inseguridad y que puede entenderse como parte de una matriz de interpretación predominante sobre las manifestaciones de la violencia y la criminalidad. En segundo lugar, porque actualiza un expediente común en las políticas públicas: el recurso a la etnologización de la pobreza, es decir, la tendencia a concebir a los pobres como pertenecientes a una cultura diferente. El tema se vincula con la antropología no tanto porque cada vez más se integran antropólogos a los llamados “técnicos sociales”, sino porque remite a los usos de la noción de cultura y porque descubre campos problemáticos comunes de la disciplina: el enfrentamiento entre el etnocentrismo y el relativismo cultural; la relación de la antropología con la “mitología blanca” (Derrida, 1971), la proyección equívoca en la que concurren las ciencias sociales desde la visión etnocéntrica del hombre occidental de clase media; y las críticas al multiculturalismo – la ideología del capitalismo global -, con sus usos de la diversidad cultural, el énfasis en las trayectorias individuales y la reivindicación de particularismos. El recurso a la etnologización de la pobreza deriva de una confusión entre desigualdad socioeconómica y diversidad cultural e implica considerar a los pobres como portadores de una alteridad radical, de orden cul-

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tural, que determinaría buena parte de sus prácticas (Fraiman y Rossal, 2011a). Se trata de una exotización de los pobres, producida por una culturización de la pobreza: es decir, no se trata ya de una naturalización de las diferencias; las diferencias no se sitúan ya en la naturaleza, sino en la cultura, pero no por ello pasan a comprenderse mejor, no por ello dejan de constituir unas identidades o unidades esenciales, sustanciales o fijas, no por ello pasan a ser permeables sus fronteras. El tema es importante porque este expediente que sirve para etnologizar a los pobres genera un desplazamiento del problema y por tanto, de las respuestas públicas asociadas a la pobreza. Esta situación implica el ocultamiento de las relaciones de desigualdad estructural, en nombre de la atención a los aspectos subjetivos de los pobres, de la necesidad de intervenciones que elaboren “trajes a medida” de sus necesidades, y de la demanda de intervenciones “territoriales”, orientadas a fortalecer presuntas identidades locales o comunitarias, herederas de la matriz neoliberal. El artículo plantea la reflexión sobre algunas variantes de la etnologización de la pobreza, sus efectos de sentido y de realidad en las políticas sociales en Uruguay, desde el inicio del gobierno de la coalición de izquierda (2005 a 2014). Para ello aborda algunos discursos que aparecen instalados en ámbitos de definición, coordinación e implementación de políticas sociales desde el año 2005, a partir de la lectura de documentos institucionales. Constituye un avance de la monografía del Diploma de Especialización en Políticas Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República. Procura llamar la atención sobre los efectos perniciosos de algunos usos de la noción de cultura y contribuir al diálogo entre la antropología, el trabajo social y las políticas públicas, a través de la identificación de campos problemáticos comunes. La estrategia metodológica supuso la lectura de documentos elaborados por el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) – publicaciones, informes de evaluación, términos

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de referencia – y documentos producidos en otros ámbitos de elaboración, ejecución y seguimiento de las políticas sociales en Uruguay en el período considerado: entre ellos, la Reforma Social (CNPS, 2011), el Plan Siete Zonas (Ministerio del Interior & MIDES, 2013) y la Estrategia por la Vida y la Convivencia (Presidencia de la ROU, 2012). El trabajo es tributario de las contribuciones de Bourdieu y Wacquant (1995) a la comprensión de la violencia simbólica, noción que atraviesa todo el texto. En relación con la confusión entre las nociones de diferencia (cultural) y desigualdad (socioeconómica) remitimos a la distinción que hacen Fraser (2000) y Fraser y Honneth (2006) entre políticas de reconocimiento y políticas redistributivas, como correlato del orden de status y la desigualdad de clase weberianos, respectivamente, sin dejar de considerar las advertencias de Wacquant (2013) sobre la falsa oposición entre clase y etnicidad, oposición que busca garantizar sea a la cuestión social, sea a la cuestión racial, la preferencia analítica y la prioridad política. El desafío en este sentido no es sopesar la atención a la reducción de las desigualdades sociales en relación con la lucha en nombre de las diferencias culturales (sabemos que diversidad cultural y desigualdad social van de la mano y que, evidentemente, existen “aspectos culturales” en la reproducción de la pobreza), sino preguntarnos en qué medida y de qué forma, en consonancia con los rezagos institucionales (y disciplinares) de la vieja matriz neoliberal, ciertas políticas acaban configurando (y subjetivando) desde lejos y desde afuera, “otros culturales” allí donde no los hay. 1. La cultura como problema “Los hombres han elaborado culturas diferentes en función de la lejanía geográfica, de las propiedades particulares del medio y de la ignorancia que tenían del resto de la humanidad” (Lévi-Strauss, 1999: 60). Pero ¿qué

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hay que entender por culturas diferentes? La idea de “diversidad” está indefectiblemente asociada a una noción de cultura como el conjunto de “rasgos distintivos” de un grupo social determinado (Unesco, 2001). Pero, como advierte Lévi-Strauss (1999: 38-40), más que el producto de la continuidad de una serie de rasgos propios, esa diversidad es el resultante de los contactos directos e indirectos entre sociedades. La actitud más antigua consiste en repudiar las formas culturales más alejadas de aquellas con las que nos identificamos. Los otros se veían representados como grupo indiferenciado, marcado por su diferencia respecto a nosotros, diferencia que siempre jugaba en contra suya (eran supersticiosos, perezosos, promiscuos, no controlaban sus emociones). Así confundía la Antigüedad todo lo que no participaba de la cultura griega con el nombre de bárbaro y, más adelante, la civilización occidental con el término salvaje. “En ambos casos rechazamos admitir el mismo hecho de la diversidad cultural. Preferimos expulsar de la cultura a la naturaleza” (Lévi-Strauss, 1999: 40) Pero – sigue LéviStrauss – “el bárbaro, en primer lugar, es el hombre que cree en la barbarie” (íbid) En lo que respecta a la noción de cultura, más que retomar algunas de las distintas definiciones conocidas1, remitimos al trabajo de Kuper (2001), que muestra que las mayores dificultades en torno a los usos de la cultura se encuentran no tanto cuando se la quiere describir o explicar, sino cuando la cultura se constituye ella misma en el origen o fuente de las explicaciones.2 Entendemos, además, que 1 En 1952, Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn compilaron una lista de más de ciento cincuenta definiciones de cultura en Culture: a critical review of concepts and definitions (Kroeber & Kluckhohn 1978). En 1871, Edward B. Tylor en Primitive Culture, realiza una de las definiciones más ampliamente aceptadas de la cultura, como el “todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre”. (Tylor 1995:29) 2

Es interesante considerar la situación de Kuper en relación al tema, en ocasión de los abusos de la teoría de la cultura en Sudáfrica, donde

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el problema que nos concierne no es tanto la definición de la cultura, sino la idea de una cultura, que es siempre relacional. La delimitación de una cultura no puede establecerse sino en función de las propiedades que se atribuyen a sus factores internos (que para el antropólogo son de origen social) y que resultan de las particularidades que, desde el punto de vista de la prospección, presenta en relación con otras culturas. Fue Oscar Lewis el que, desde la antropología, describió la “cultura de la pobreza”. En 1966 publicó The Culture of Povery, habiendo estudiado familias pobres en las ciudades de México, Nueva York y Lima (19611966). La noción fue criticada duramente por intelectuales de izquierda de Estados Unidos porque estigmatizaba y responsabilizaba a los pobres de su pobreza, facilitaba el abandono de la atención a la explotación económica, las diferencias de clase y la desigualdad estructural y promovía un cambio cultural entre los pobres, al ideal de los blancos de clases medias (Valentine, 1970). Los rasgos económicos característicos de la “cultura de la pobreza” incluían la lucha constante por la supervivencia, el subempleo o la alternancia de períodos de desocupación y subocupación, bajos salarios, ocupación en tareas no calificadas, trabajo infantil, falta de ahorros, escasez crónica de dinero, empeño de objetos personales, compras pequeñas y diarias, pedido de préstamos a prestamistas locales, etc. También asume la existencia de unos rasgos “sociales y psicológicos”, tales como vivir en barrios de gran densidad de población, falta de intimidad, espíritu de gregarismo, alcoholismo, recurso a la violencia como medio para solucionar las disputas, castigos corporales a los niños, violencia contra las mujeres, iniciación precoz en la sexualidad, frecuente abandono de mujer e hijos, predisposición hacia el autoritarismo, creencia en la superioridad masculina, preferencia por el presente; y por último, una tolerancia un argumento benigno en América podría haberse convertido en una desesperada justificación del apartheid (Kuper, 2001: 13-14).

general por todos los casos de psicopatología (Lewis 1982). Sin duda, estos rasgos no son más que efectos, respuestas o “soluciones” a problemas que el Estado, la familia, el mercado y la comunidad no han resuelto. Siguiendo a Wacquant (2010), se trata de verdaderas reacciones socio(lógicas) a las violencias estructurales que han sufrido, en el marco de carencias económicas, familiares, sociales y afectivas, aunque la idea de una “cultura de la pobreza” con frecuencia es reeditada a pesar de sus críticas (por ej. Golovanevsky, 2004; Midré, 2008). En Uruguay, en el marco de las políticas sociales, los técnicos apelan al acompañamiento familiar y a la proximidad para abordar los aspectos subjetivos y culturales de los pobres; los políticos insisten en la necesidad de un cambio cultural para resolver los problemas de la pobreza, las drogas, los delitos, la seguridad y la violencia. Se alude a la “cultura de la participación” y la “cultura del consumo”, así como a “culturas callejeras” en México (Indesol, 2010), a una “cultura de la cronicidad” (Wolch et al., 1988, apud Ciapessoni, 2013:15) o “cultura de la calle” (Amster, 2011; Hopper, 2003; Ravenhill, 2008; Snow & Anderson, 1993; apud Ciapessoni, 2014). Algunos programas quieren resolver la segmentación territorial con intervenciones tendientes a la promoción de la “cultura” y la memoria local (Uruguay Integra, 2010); los técnicos hablan del “choque de culturas” en la relación del agente comunitario con los usuarios de los programas orientados a familias vulnerables (CIESU, 2010: 129) y de las “serias barreras culturales” que impiden a los más pobres “aprovechar la estructura de oportunidades” y comprender las ofertas públicas existentes (íbid: 136). Con el telón de fondo que ofrece la dificultad para pensar lo extremadamente fuera del común (Gatti, 2011), señalemos que nuestro país, y fundamentalmente Montevideo (donde la pobreza se concentra con más dureza), no se caracteriza por una diversidad cultural significativa. Como señalan Fraiman y Rossal:

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No es la nuestra una ciudad multiétnica ni se caracteriza por la existencia de una gran diversidad cultural, tampoco es fácil advertir comunidades fuertemente diferenciadas, aunque existen sí grupos de estatus y sectores sociales diversos, con una adhesión diferenciada a moralidades a veces divergentes. […] en relación a un canon que emana de los dispositivos estatales (Fraiman y Rossal, 2011a: 29-30). Podemos asociar esos usos de la cultura con los cambios en las formas de concebir la llamada “cuestión social”, en un país que sigue buscando construir el lugar común de la “clase media generalizada” (Gatti, 2011). La crisis que conoció Uruguay entre 1999 y 2003 acaba configurando una matriz diferente de sociedad, marcada por la fragmentación social (De Armas, 2005). Le siguen diez años de crecimiento económico, durante los gobiernos de izquierda, con ampliación del Estado y expansión de las políticas sociales, pero marcados por la escisión entre una población de ciudadanos de clases medias y otra que había quedado radicalmente fuera. “Es de tal calibre esa escisión – señala Gatti (2011: 14) - que para los que quedaron fuera no sirve la categoría de pobres”. Con la expansión de las nuevas formas de actuar sobre la pobreza (conceptos de vulnerabilidad y exclusión, enfoque de capacidades, etc.) se expande la idea de una “otra pobreza”, una pobreza cuyas estructuras distan de estar plenamente dilucidadas, aunque comparte las características de masividad, cronicidad o condición extrema en ciertos grupos de población, la precarización e informalidad de las condiciones de trabajo, la acumulación de múltiples privaciones en los mismos hogares y su visibilidad pública, visibilidad que se asocia sin embargo a la segregación territorial y la marginalidad urbana.3

2. Pobreza, cultura y mano izquierda En Uruguay, las trayectorias políticas, económicas y sociales que se desarrollaron desde la salida de la dictadura militar hacia mediados de los años ochenta tuvieron, como en otros países de la región, una impronta neoliberal, productora de una mirada que persiste todavía hoy en las políticas sociales4. La intensa recesión económica de los años setenta y ochenta configuró un escenario favorable a nivel regional para el desarrollo de una reestructuración capitalista, con ampliación de bienes y servicios mercantilizados y abandono de las orientaciones que estructuraron el modelo de regulación social de bienestar. Si bien el país se caracterizó por una fuerte presión social ejercida sobre todo por el actor sindical (PIT-CNT), con el apoyo del Frente Amplio y otros actores, que lograron impedir una serie de privatizaciones de empresas públicas, el nuevo paradigma de bienestar social se caracterizó por una reducción de las funciones del Estado y por la formulación de políticas sociales residuales, sustentadas en la privatización de servicios sociales, en la tercerización de acciones y recursos, en la descentralización de la gestión y administración de los programas sociales, y en la participación de organizaciones de la sociedad civil en la provisión del bienestar, como socias del Estado. En materia de política económica, la orientación fue a la búsqueda de equilibrios macroeconómicos, con políticas ortodoxas de reducción y ajuste del gasto público, acompañadas de una gran apertura de la economía, y procesos de desregulación y liberalización del mercado interno. En las políticas sociales, los efectos fueron la focalización en los sectores más vulnerables y la casi ausencia de políticas de ampliación de derechos sociales universales (Narbondo, 2013). 4

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Cuando nos referimos a “otra pobreza” no hacemos referencia necesariamente a los “nuevos pobres” o a las características de nuevos grupos empobrecidos , en relación con la “pobreza estructural”, con la que Kessler y Di Virgilio(2008) comparan la “nueva pobreza”.

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Se entiende por Estado neoliberal, aquel cuya “lógica de acción dominante tiene por objetivo central y ordenador contribuir a construir y garantizar un orden político, económico, social y jurídico que permita garantizar y fomentar – tanto en el sector privado como en el sector público – la mayor ampliación posible de los bienes y servicios mercantilizados […]” (Narbondo, 2013: 3).

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La crisis económica que sufrió Uruguay en los años 2001 y 2002 implicó la alteración del modelo dominante en la década del noventa, con consecuencias sociales graves en materia de pobreza, desempleo y segmentación territorial, coyuntura que sienta las bases del triunfo electoral del Frente Amplio en 2004. Los veinte años transcurridos desde el inicio de la transición democrática en 1985, hasta este triunfo, marcan cambios radicales en la historia política uruguaya: el programa del Frente Amplio se presentaba como una alternativa en el marco del capitalismo al modelo de economía y de Estado neoliberal y planteaba impulsar un sistema de bienestar de tipo universalista5. La creación del MIDES significó un cambio importante en la configuración institucional de las responsabilidades de protección social, ya que pasó a coordinar el conjunto de prestaciones sociales estatales, en un contexto de alta dispersión (Amarante & Vigorito, 2012). Se respondió exitosamente a la emergencia social resultante de la crisis con políticas transitorias de transferencia monetaria focalizada a través del Plan Nacional de Emergencia Social (PANES) y, una vez resueltos los problemas más graves se pasó a un sistema de carácter permanente - Plan de Equidad, 2007 (CNCPS, 2008) -, en el que las políticas focalizadas debían articularse y dar acceso a prestaciones universales. La Reforma Social (CNPS, 2011), finalmente, constituye el marco conceptual de las políticas sociales en la etapa 2011-2015. Establece la intención expresa de avanzar en la construcción de una nueva matriz de protección social, implicando reformas estructurales de carácter universal y la consolidación del proceso de construcción de una red de asistencia e integración social – de naturaleza no contributiva – como sistema de acciones focalizadas en situaciones de pobreza y 5

Midaglia y Antía (2007) identifican en el gobierno que se inicia en 2005 tres tipos de orientaciones políticas en relación a la reformulación del sistema de bienestar uruguayo: restauradora (Consejos de Salarios), innovadora (Plan Nacional de Emergencia Social, Plan de Equidad, Salud y Reforma Tributaria) y de manejo cauteloso (seguridad Social y educación Pública).

pobreza extrema, red que incluye a los programas Cercanías, Jóvenes en Red, Uruguay Crece Contigo y el Plan Siete Zonas, éste último, con la orientación política de la Estrategia por la Vida y la Convivencia. Las políticas públicas activas concernieron a la acción sobre los salarios y las jubilaciones, el mercado de trabajo, y las políticas de acceso a los “servicios sociales”, sobre la base de concebir la política social focalizada e “integral” como un medio para acceder a prestaciones universales y con el afán de conjugar intervenciones socioeducativas, promocionales o de apoyo psicosocial (acompañamiento familiar o individual, talleres grupales, etc.) con transferencias monetarias o prestaciones “materiales” (Asignaciones Familiares o Tarjeta Uruguay Social), que den cuenta de la “complejidad” de la pobreza. Por otra parte, a pesar de la ampliación de la acción del Estado y aunque la Reforma concibe la acción focalizada en su función de facilitar el acceso a prestaciones de carácter permanente y universal, no ha resultado fácil “tender puentes” hacia la universalización ni superar la construcción de soportes transitorios para el accionar de los servicios sociales. En esta línea, se han identificado algunos campos problemáticos, en relación con tendencias que avanzan en las políticas asistenciales latinoamericanas, a saber: la individualización de lo social (Castel, 2010, Ortega y Vecinday, 2010), con el correlato de ocultamiento de los factores estructurales6; una concepción equívoca del territorio como potencialmente integrador, a pesar de la segmentación residencial que actúa como resultado de la concentración geográfica de la pobreza; y la creciente desatención a las condiciones materiales de existencia de los pobres, recurso que genera también la “desmaterialización” de las respu6

Castel (2006) alude a la pérdida de soportes colectivos del individuo en la sociedad salarial, que ahora debe hacerse responsable de sus propios riesgos. Siguiendo a Fitoussi y Rosanvallon (1997: 37), si es innegable que la individualización fue en parte una historia de emancipación, la libertad y la responsabilidad se convierten en pesados imperativos que acaban por hundirnos en un double bind, una forma de vínculo contradictorio con las personas y las cosas.

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estas públicas a partir de la minimización del factor económico y un desplazamiento de la atención hacia los aspectos subjetivos de los pobres (Baráibar, 2011: 39-43) 7. 3. La etnologización por izquierda La Reforma Social, cuando alude a la pobreza, supone que nos encontramos ante un “fenómeno distinto y nuevo” que debe ser abordado con políticas específicas: La pobreza presenta en nuestro país algunas características relevantes, algunas de larga data y otras que se han hecho más remarcables luego de las transformaciones ocurridas en los años noventa: los hogares pobres son por lo general más numerosos, y lo son cuánto más extrema es la pobreza; los niños, niñas y adolescentes están sobrerrepresentados en estos hogares; las personas adultas poseen bajo nivel educativo; los perceptores de ingresos del hogar son proporcionalmente menos que en los hogares no pobres, y esto se agudiza en la pobreza extrema; los trabajadores del hogar tienen una inserción precaria o informal en el mercado de trabajo; residen en las periferias urbanas, en viviendas con carencias de diverso tipo, propias y del entorno; y por todo ello se trata de una pobreza más homogénea y más débil en sus interacciones con otros sectores sociales. El efecto combinado de todas estas dimensiones de la pobreza se ha expresado con fuerza creciente en el territorio y en la conformación de una subcultura de la pobreza, dado que las personas perciben que los mecanismos 7

En un estudio sobre los supuestos implicados en el diseño, planificación, implementación y evaluación de cuatro programas sociales, en el marco del convenio entre el Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales y el MIDES, Leopold y González hacen referencia a los problemas de la focalización, la sobrevaloración de lo local y una tendencia a la “desmaterialización de las prestaciones sociales basadas en la orientación de la palabra técnica, con la consecuente individualización de los problemas sociales que esta perspectiva de intervención social supone […]” (Leopold y González, 2013: 50-51).

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de ascenso social no le llegan o dejaron de operar, primando las estrategias de sobrevivencia en la pobreza (CNPS, 2011: 13). [El subrayado es mío] Este recurso a la (sub)culturización de los pobres radicaliza y devalúa la concepción de la “cultura de la pobreza” de Lewis. Es coherente con la tendencia de las políticas asistenciales a desplazar la atención desde las causas de la pobreza hacia las conductas de los pobres y, en consecuencia, a proponer intervenciones sociales focalizadas en estos sectores. Así por ejemplo, el acompañamiento familiar y las “estrategias de proximidad”, con lo que se alude al trabajo de los técnicos en los domicilios de los usuarios, son intervenciones personalizadas, en las que el núcleo de intervención es el operador social. Procuran adaptarse a una multidimensionalidad de situaciones de exclusión y se basan en una serie de acuerdos entre el técnico y el usuario con el fin de que éste retome el poder sobre su propia vida, defienda sus derechos y logre emanciparse de una situación de alienación (Pérez, 2014). Tanto el acompañamiento familiar como la técnica de mediación de conflictos, empleada en el marco de las llamadas “perspectivas sistémicas” o vinculares para la asistencia a los pobres, se ven facilitadas por la adopción de modelos de prácticas no directivas, orientados hacia la comunicación, más que a la búsqueda directa de soluciones. Más allá del componente contractual, característico de los sectores privados, el acompañamiento familiar y la mediación consideran al individuo como “portador de su propia palabra” (Faget, 2012). Ambos se integran en un proyecto individualista que, cuando proclama la no responsabilización de los pobres, lo hace en función de posiciones relativistas (¿qué derecho tenemos nosotros de juzgar como viven ellos?), ocultando cualquier referencia a los procesos de violencia simbólica que nos someten, desde donde se construyen deseos, voluntades o creencias. La relación entre ese “fenómeno nuevo” que postula la Reforma y un cierto tipo de políticas sociales culturizantes y focalizadas - la

96 focalización a veces crea subcomunidades allí donde no las hay (Lo Vuolo, 1997)- es más o menos clara. El recurso a la culturización de la pobreza implica sobre todo una confusión entre desigualdad socioeconómica y diferencia cultural. La aceptación de una “cultura de la pobreza” plantea entonces un problema a sus reediciones: es deseable intentar eliminar la pobreza, pero no sus atributos de “cultura”, que - como toda “cultura” - hay que respetar y preservar. Paradójicamente, además, por vía del relativismo y el particularismo que promueve, esta versión de la pobreza y sus respuestas, también son variantes de procesos de individualización de lo social, con la tendencia a centrar la cuestión del riesgo en comportamientos asociados a “estilos de vida” de los pobres: la protección frente a los riesgos no es susceptible de socializarse (Ortega y Vecinday, 2010). Esto constituye precisamente un campo problemático común al multiculturalismo, a saber, esa “situación” que supone la coexistencia de varias culturas en un mismo espacio territorial y nacional, pero también, y sobre todo, la forma ideal de la ideología del capitalismo global (Žižek, 1998). El multiculturalismo supone que ya nada puede ser socializado, sino solo narrado (así por ej. a las víctimas de violencia doméstica o las personas en situación de calle solo les queda “narrar” su experiencia única, sus “trayectorias individuales”). Como muestra Žižek (2004), el límite de la narrativa multiculturalista posmoderna es no tener nada que decir. El problema fundamental del “derecho a narrar” es que se refiere a la experiencia particular única como argumento político: sólo una mujer negra lesbiana puede experimentar y decir lo que significa ser una mujer negra lesbiana. Este recurso a la experiencia particular que no puede universalizarse es siempre y por definición un gesto político conservador: en última instancia, todo el mundo puede evocar su experiencia única para justificar los actos que realiza (aspecto paradójico, porque junto con el multiculturalismo, las políticas sociales y la sociedad en general con frecuencia tienden a culpabilizar a la víctima (Wacquant,

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2010). Y, desde luego, el multiculturalismo es la forma ideal de la ideología del capitalismo global, esa actitud que -desde una suerte de posición global vacía- trata a cada cultura local como el colonizador trata al pueblo colonizado: como “nativos”, cuya mayoría debe ser estudiada y “respetada” (Žižek, 1998: 22). Se entiende, con Fraser (2000), que no todas las políticas de la identidad o del reconocimiento cultural son igualmente perniciosas. La cultura constituye un terreno de lucha legítimo, incluso necesario, en el que se asienta la injusticia y en el que ésta aparece profundamente imbricada con la desigualdad económica y social.8 Tampoco se trata de conceder prioridad a la clase social por encima del género o la etnicidad, sino de conocer las consecuencias adversas de las políticas culturizantes y evitar la confusión naturalizada entre las desigualdades sociales y las diferencias de orden cultural, atendiendo a la falsa oposición entre clase y etnia, y evitando que la desigualdad venga a concebirse como efecto superestructural de la desvalorización cultural de la “identidad” de los pobres. 4. Seguridad, convivencia y mano derecha Como apuntan Fraiman y Rossal (2009: 131), hay dos versiones igualmente perniciosas de la pobreza: Lo que aparece como bastante extendido entre los agentes de la “mano izquierda” del Estado es una consideración de la pobreza como productora de una cultura otra. Frente a esta “alteridad cultural”, frente a esta “cultura otra” se pueden distinguir dos posiciones complementarias, equivocadas y de consecuencias negativas para las políticas públicas: a) Estamos frente a una cultura que encierra características negativas, una cultura problema, si siguiéramos las consecuencias de esto, caeríamos en una posición inconscientemente “etnocida”, fascista; o b) si entendemos a dicha “cultura” como 8

Así también la etnicidad o el género.

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una cultura a la que hay que, meramente, preservar y respetar, nos encontraremos colaborando con la posición conservadora que confunde desigualdad económica con diferencia cultural. Mientras la Reforma alude a una pobreza con rasgos de “subcultura”, el Plan Siete Zonas, que nace como uno de los puntos de la llamada Estrategia por la Vida y la Convivencia, supone que la existencia del “núcleo duro” de pobreza -los protagonistas de la fractura social- es la prueba de un problema “de mayor alcance” que el de la desigualdad: ha consolidado una “subcultura de la exclusión”, con expresión territorial, que amerita desplazar el problema de la desigualdad al problema de la seguridad ciudadana y la convivencia: Los datos muestran que luego de ocho años de caída sistemática de la pobreza y la indigencia en todo el país, el año 2012 registra una luz de advertencia: por primera vez la pobreza no desciende y la indigencia crece (aunque levemente) en Montevideo. Este ritmo diferencial de Montevideo da cuenta de un problema de mayor alcance: en el área metropolitana se ha consolidado una subcultura de la exclusión que denota fuertes dificultades de incorporarse al mercado de trabajo y a la educación (Ministerio del Interior & MIDES, 2013). Las siete zonas en otros lados, estuvo con mayúscula, unificar fueron seleccionadas a través del análisis de datos georreferenciados sobre delitos y pobreza. El Plan implica la instalación de un “dispositivo combinado” de trabajo de la policía comunitaria en los territorios, un sistema de patrullaje intensivo y un reforzamiento de acciones de investigación sobre el crimen organizado y tráfico de drogas, con la intervención de equipos de trabajo social, que trabajan en contacto con los jóvenes, familias, niños y niñas, madres y embarazadas (Presidencia de la ROU, 2012b). La Estrategia, precisamente, inicia su fundamentación con la constatación de que estamos ante la emergencia de “la violencia” como problema prioritario para la población.

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La “convivencia ciudadana” pasa a ser “el corazón del problema que la sociedad uruguaya toda (Estado y ciudadanos) debemos enfrentar” (Presidencia de la ROU, 2012: 1). La explicación de la criminalidad y el delito “por los factores sociales y económicos derivados del impacto de las políticas neoliberales” se proclama como insuficiente. El “quiebre cultural” supone, otra vez, la explicación “por la cultura”: subcultura de la exclusión, cultura de la criminalidad, cultura de la intolerancia.9 La respuesta pública es territorial, una “modalidad de intervención urbana integral” (íbid: 7). No podemos dejar de relacionar este dispositivo de intervención con el discurso de la descentralización y la participación local, que sigue siendo hegemónico en las políticas sociales. Esas políticas apelan a la participación de la “comunidad”, cuyo sujeto es el “vecino”. La “participación comunitaria” es el resultado de un desplazamiento ilegítimo: la concepción protestante de la participación -que domina en el discurso de las agencias trasnacionales que la promueven– se imprime en una sociedad marcada por la historia de una participación política, una sociedad de origen católica y con un proceso de secularización temprano que aunó laicismo a escolarización y ciudadanización. La sustitución apócrifa implica la confusión de la comunidad con la sociedad, generando la figura del “vecino” como una categoría “nativa”10. El Plan también es producto de un giro individualizador (Vecinday, 2013: 377) en la explicación del delito: la pobreza y la desigualdad estructural pierden importancia en la comprensión del problema mientras se destacan las expectativas de consumo, la distorsión de los valores, el consumo de drogas, las nuevas formas de crimen organizado, la violencia en los espacios públicos y los niveles de reincidencia. La articulación de las medidas asistenciales y punitivas implica el trabajo coordinado de los profesionales de los servi9

“El problema no es sólo el delito, sino también la cultura de intolerancia, crispación y violencia cotidiana que ha construido la sociedad uruguaya en los últimos años” (Presidencia de la ROU 2012: 7).

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Véase al respecto Fraiman y Rossal (2011b:151-167).

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cios sociales con la institución policial, que es quien ejerce el monopolio legítimo de la fuerza física (Bourdieu, 1997). Y la permeabilidad de las fronteras entre las formas de violencia física y simbólica es un riesgo inmanente a este tipo de propuestas articuladas de la gestión de la pobreza (Vecinday, 2013: 378). La articulación problemática entre las manos derecha e izquierda del Estado se intensifica en barrios en los que se implementaron “megaoperativos”11 y ocurre también con la ley de Faltas12, visiblemente, en el trabajo del Programa de Atención a personas en Situación de Calle13. Paralelamente, apunta la Estrategia (Presidencia de la ROU, 2012:10): Una acción decidida y sistemática de prohibir el uso del espacio público para dormir o acampar debe concebirse como una estrategia que apunta a garantizar los derechos humanos, en primer lugar de quienes duermen y viven en la calle. […] Pero también, hay que concebirlo como una decisión de hacer valer los derechos de todos los ciudadanos. Al priorizar la seguridad pública, la síntesis de las políticas de la mano derecha y la mano izquierda se resuelve a favor de la primera. En el marco de la herencia de la matriz neoliberal: […] se parte de una percepción conservadora de la cuestión social como amenaza de conflicto y cuestionamiento del 11

Se llamaron megaoperativos a un conjunto de intervenciones policiales intensivas de corte territorial que se realizaron principalmente entre los años 2009 y 2011 por iniciativa del Ministerio del Interior, en barrios pobres, donde se presumía se concentraban grupos de delincuentes.

12

Se trata de la Ley No 19120, Ley de faltas y conservación y cuidado de los espacios públicos, aprobada en agosto de 2013 y promulgada por el Poder Ejecutivo a partir de la preocupación por la seguridad ciudadana. El artículo 368 refiere a la ocupación indebida de los espacios públicos, estableciendo que aquel que pernocte o acampe en éstos será sancionado con la realización de trabajo comunitario, luego de haber sido intimado en dos ocasiones, y en caso de incumplimiento será penado con prisión.

13

Ver Camejo, S. et al (2014). Se trata de un trabajo realizado por un grupo de estudiantes y egresados que trabajan como técnicos del Programa de Atención a las personas en Situación de Calle del MIDES.

orden público y la gobernabilidad. Por tanto se prioriza la seguridad como norte de la política orientada hacia el disciplinamiento de los pobres. Como contrapartida, se plantea una integración social vía mercado estimulando la movilización del potencial económico de los activos y capital social de los pobres (Serna; 2011: 145-146). El Plan se configura como un ejemplo de la revinculación que hace Wacquant (2011, 2013) de las políticas punitivas y asistenciales, con el fin de comprender nuevas formas de neoliberalismo. El avance de la lógica punitiva en la gestión de la pobreza, precisamente en el transcurso de dos gobiernos de izquierda, no debe sorprender: Wacquant (2011) advierte que la penalización de la pobreza no es exclusiva de los políticos neoconservadores. Se tiende a participar así de una hegemonía conservadora (Paternain, 2012) y se confirma el “triunfo cultural del neoliberalismo” (Grassi 2003), en el marco de un “Estado centauro”, a decir de Wacquant (2013:3), liberal en la cima y punitivo en la base. Lo que oculta el recurso a la etnologización es que la pobreza debe pensarse como una relación social. Pero hay algo más: como ilustra la nota en la introducción, a los pobres se les obliga a reconocerse en la imagen estereotipada que las prácticas asistenciales y punitivas les devuelven. El resultado es un grupo de individuos estigmatizados cuya única posibilidad es vestir el traje que se les fabricó a medida. La metáfora del “traje a medida”, precisamente, usada con frecuencia por técnicos sociales para referirse al tipo de intervención que busca ofrecer un paquete de respuestas específicas a cada persona o familia, es expresiva de la subjetivación14 a la que se 14

El término subjetivación es utilizado como efecto de la influencia del psicoanálisis francés. Remite a la noción lacaniana de sujeto, pero siguió un camino que lo separa de este origen. En términos generales, la noción apunta más bien a destacar la instauración de un núcleo autónomo del sujeto, lo cual es en cierto modo una forma de ser infiel a la influencia de Lacan, luego de que desacreditara la idea de una autonomía del yo y de sus procesos de adaptación (Bernardi 2006). El concepto también se relaciona con la idea de “subjetivar a alguien”, siempre otro, a la creación de un espacio entre dos sujetos en el

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somete a los usuarios, que se ven obligados a asumir el estigma. Volvámonos finalmente al campo de producción de conocimiento. La academia también produce versiones etnocentristas y/o busca explicar fenómenos a partir de esquemas aplicados a contextos totalmente alejados de aquellos para los cuales fueron concebidos. Un ejemplo de estas versiones se encuentra en la apelación al rigor de la “lógica” para explicar la pobreza (o la apelación a una suerte de “lógica de la pobreza”). Bogliaccini (2005: 179) habla de una “cultura de la criminalidad”, que asocia al desajuste entre el mundo adulto y joven, a la vez que postula la existencia de “dos lógicas de supervivencia”: una del trabajo y otra de la oportunidad: El trabajo analiza el conflicto entre dos lógicas alternativas de supervivencia: la lógica del trabajo frente a la lógica de la oportunidad. Se profundiza especialmente en el fenómeno de la juvenilización de esta última lógica, que articulando drogas y delincuencia es percibida por los colectivos barriales como la principal causa de inseguridad (Bogliaccini, 2005: 170). Y más adelante: Estas zonas asisten a una innegable disputa interna entre dos lógicas diferentes de socialización, ambas con vocación de control sobre las pautas de convivencia colectiva y estructuración de las redes de vínculos sociales. La lógica del trabajo tiende a desaparecer a consecuencia del precario vínculo con el mundo laboral, pero a su vez es el único canal habilitado para transitar el camino de regreso al mainstream. La otra es la lógica de la oportunidad, surgida de la necesidad de generar recursos por parte de poblaciones que vienen siendo derrotadas en la batalla, cada vez más difícil, por mantenerse en las vías de integración. […] Estos tres procesos operan simultáneamente en que uno de ellos constituye su self apoyado en la mirada del otro. Foucault (2001) se refiere a los modos de subjetivación para dar cuenta de las prácticas donde se constituye el sujeto.

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forma compleja y según un principio tan básico como obvio: todo individuo busca los recursos necesarios para la supervivencia de su hogar por los medios que encuentre disponibles (íbid: 177-178). Pues bien, ese principio que Bogliaccini describe como “básico” y “obvio”, al parecer, heredero de un racionalismo ingenuo que supone que opera en todas las esferas de la vida, no es un principio válido en el mundo social. No es simplemente verdad que “todo individuo busque los recursos necesarios para la supervivencia de su hogar por los medios que encuentre disponibles”, en principio15, porque la definición de lo que cada sociedad considera “disponible” no es una verdad simple y mucho menos evidente (pensemos en el ejemplo clásico de las vacas en India, o en la prohibición de comer la carne del tótem: no se comen porque no son para comer, porque “no están disponibles”). El error de proyectar explicaciones “científicas” para explicar objetos y contextos diferentes a aquellos para los cuales fueron elaboradas las teorías, constituye el mismo equívoco de un etnocentrismo metodológico inadmisible, principalmente cuando sus enunciados sirven a la decisión política. Señalemos que la construcción de estos problemas – y sus respuestas públicas – generan sus propios profesionales y técnicos que, en su lucha contra la pobreza subjetiva (o contra la violencia subjetiva, para volver con Žižek [2009]), devienen agentes de la pobreza (y la violencia) estructural, en el marco de un discurso hegemónico en dos escenarios. Por una parte, el de una hegemonía conservadora (Paternain, 2012; 2013) 16, asociado 15

No vamos a profundizar en este tema para lo cual remito a otras lecturas (Lévi-Strauss, 2001).

16

“En definitiva, las conversaciones sobre la inseguridad son relaciones sociales que modelan una ‘hegemonía conservadora’. Esta debe ser entendida como el predominio de una determinada matriz de interpretación sobre las manifestaciones de la violencia y la criminalidad. Las demandas punitivas de la ciudadanía, la activación de todos los resortes de la estigmatización, la búsqueda de argumentos en razones morales o patológicas y la reivindicación de la acción policial reactiva en espacios ‘feudalizados’ (así se le llama a la segregación urbana), son algunos de los insumos con los cuales se constituye el “consenso” contemporáneo (Paternain, 2012: 7).

100 a las respuestas de la mano derecha del Estado, que promueve una “cultura” devaluada (una “subcultura” o una cultura de la criminalidad), una “cultura problema” (Fraiman y Rossal, 2009:131). Por otra parte, en la mano izquierda, se instala la idea de que a la pobreza solamente se responde desde intervenciones que den cuenta vis a vis de las particularidades (Baráibar, 2011). Se apela al conocimiento de las trayectorias individuales (o de comunidades inexistentes de orden local) que inspiran micro intervenciones a imagen y semejanza del problema, generando acciones en reconocimiento de la diversidad (y de unas identidades – particulares, sociales, locales, etc.), que aportan al desmonte de los componentes universales de las políticas sociales (íbid). 5. Consideraciones finales Hemos abordado algunas implicaciones de lo que llamamos etnologización de la pobreza, buscando contribuir a la identificación de algunos campos problemáticos, en relación a respuestas públicas asistenciales. Por etnologización de la pobreza entendimos distintas formas de individualizar a grupos sociales afectados por la desigualdad social, en tanto que culturalmente diferentes, sean llamados “culturas” o “subculturas”: de la pobreza, de la exclusión, de la intolerancia, de la criminalidad, etc. Mencionamos el afán de “conservación” de la cultura, que define una etnologización “positiva” de la pobreza, pero con efectos negativos similares, al ocultar relaciones de violencia y desigualdad estructural, en nombre de particularismos y presuntas diferencias culturales. Por otra parte, aludimos a una etnologización “negativa”, parte de una visión predominante del mundo que descansa en la indignación moral y en la afición moralizante por las nociones patológicas o subculturales (Paternain, 2013). El tema se situó en dos escenarios productores de versiones aparentemente contra-

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puestas, que se combinan en los modos de atribuir a los pobres una alteridad cultural y que tienden a generar respuestas públicas complementarias, de clara orientación punitiva en el tratamiento social de la pobreza. Por un lado, se ubica en un escenario construido con los restos de la matriz neoliberal (que actualiza los principios que dominaron la década del noventa), que aparece asociado a las políticas de la “mano izquierda” del Estado (Bourdieu, 1999). Por otro lado, remite al escenario de una hegemonía conservadora (Paternain, 2012), donde se encuentran las demandas dirigidas a las agencias de la “mano derecha”, el Ministerio del Interior especialmente, orientadas a la gestión punitiva de la marginalidad. Como señalamos, ambos escenarios son representativos de una etnologización positiva (en nombre de la conservación de la diversidad cultural y el respeto por las diferencias) y otra negativa de los pobres (que tiende a la criminalización de la pobreza), expediente que en ambos casos estigmatiza, oculta situaciones de violencia estructural y despoja a los fenómenos de su naturaleza estructural, social y política. El tema es importante porque a pesar de la ampliación del Estado y las políticas sociales en los dos períodos de gobierno de izquierda, en el terreno de las políticas asistenciales, subsisten -con frecuencia disimulados por la generosidad de los principios que los inspiran o por la imprecisión del vocabulario que los sostiene- prácticas que naturalizan una herencia (o una inercia) de la matriz neoliberal, enraizada en antecedentes y rutinas institucionales o en trayectorias profesionales asociadas a estas temáticas, en el marco de las cuales se debilitan perspectivas sistémicas de protección social y avanza la lógica punitiva. Bibliografía Amarante, V. & Vigorito, A. (2012) La Expansión de las Transferencias no Contributivas en Uruguay en los Últimos Años. In-

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