APUNTES SOBRE FILOSOFÍA DE LAS MATEMÁTICAS

May 18, 2017 | Autor: Carlos Blanco | Categoría: Philosophy Of Mathematics, Gottlob Frege, Georg Cantor, Filosofía de las matemáticas
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APUNTES SOBRE FILOSOFÍA DE LAS MATEMÁTICAS

Carlos Alberto Blanco Pérez

1. Del logicismo al formalismo en filosofía de las matemáticas

Las matemáticas han sido consideradas durante siglos como la expresión más pura de la inteligencia. En ella resplandecen ideales como los de claridad y rigor, y no es de extrañar que muchas disciplinas científicas y filosóficas se hayan afanado en emular semejante grado de certeza. Descartes anhelaba construir una filosofía matemática; análogamente, Spinoza pretendía deducir las verdades universales de la metafísica more geometrico. Una aspiración similar permea también la obra de Leibniz y, en general, la de los grandes filósofos racionalistas. La tradición analítica contribuyó a recuperar el aprecio por la exactitud que el razonamiento matemático imprime en el quehacer filosófico. Las principales cuestiones de la teoría del conocimiento aparecen con toda su pujanza cuando investigamos los fundamentos de las matemáticas. Adentrarse en los interrogantes que aborda la filosofía de las matemáticas permite sondear los problemas más importantes de la epistemología de una forma límpida. Para el logicismo, las verdades matemáticas son analíticas en el sentido kantiano. El gigantesco edificio de las matemáticas puede entonces contemplarse como una vasta y redundante tautología. La matemática se basa en una serie de leyes generales a partir de las cuales se deducen las diferentes verdades. Estas leyes generales en realidad constituyen definiciones, sustentadas sobre ellas mismas (erigen su propia fundamentación). Son, por tanto, autorreferenciales, pero responden a un principio de economía del pensamiento: deducir el mayor número posible de verdades desde el menor número posible de axiomas. Frege, conspicuo exponente del logicismo, atribuía a los enunciados matemáticos una existencia independiente de la mente humana. Al contrario que los intuicionistas, piensa que la aritmética (“la reina de las matemáticas” para Gauss, la teoría de números) es analítica, pues remitiría a verdades eternas de la lógica que subsisten en algún tipo de cielo platónico, ajeno a las construcciones de la mente y a las vicisitudes del espacio y del tiempo. La matemática, para Frege, se deduce de la lógica. Es una lógica de orden superior. Por supuesto, la expresión más aquilatada de esta perspectiva la encontramos en los Principia Mathematica de Whitehead y Russell, quintaesencia de una reducción de la matemática a la lógica. La verdad de los

enunciados matemáticos cede así el testigo de la fundamentación a la verdad de los enunciados lógicos, y éstos, a su vez, no pueden fundarse en ninguna verdad previa, sino que se alzan como auténticos primeros motores inmóviles de todo razonamiento. Para Frege, podemos contar conjuntos sin emplear números. Basta con compararlos con otros conjuntos para comprobar si existe una correspondencia biunívoca, es decir, si hay el mismo número de elementos. Se trata de un procedimiento que ya había empleado Cantor en sus investigaciones sobre la teoría de conjuntos. Así, A es subconjunto de B si todos los elementos de A se encuentran en B, y A es subconjunto propio de B si todo elemento de A se encuentra en B y no todo elemento de B se halla en A. No hay problema en que un conjunto infinito sea subconjunto propio de sí mismo. Sabemos, desde Cantor, que existen más números reales que números naturales, por lo que no se da una correspondencia biunívoca entre el conjunto de los números naturales y el conjunto de los números reales. Cabe determinar el número de objetos de un conjunto no mediante la vaga apelación al concepto de “contar”, a la “intuición” de que estoy designando elementos yuxtapuestos, como parecería colegirse desde el enfoque intuicionista, sino que, en el logicismo, el cómputo se reduce a una precisa operación lógica: la comparación de un conjunto con otro y la elucidación de las relaciones que guardan sus elementos. Dos conjuntos A y B serán entonces equinuméricos si existe una correspondencia biunívoca entre los objetos que caen bajo sus respectivos dominios. Según el principio de Hume, para cualquier concepto A y B, el número de A es igual al número de B si y sólo si A y B son equinuméricos. Estamos ante un importante principio de la filosofía de las matemáticas. Frege lo utilizó para legitimar su noción de número. Desde este ángulo, es incluso capaz de definir un número tan esquivo, imbuido de tan profundas resonancias metafísicas y protagonista de una fascinante historia que involucra a numerosas civilizaciones, como el cero. El número cero no es otra cosa que el número de un conjunto z definido de tal forma que { | }. Una astuta invocación del principio de no contradicción, porque, en efecto, z constituiría el conjunto de objetos no idénticos a sí mismos. Como no existe ningún objeto que no sea idéntico a sí mismo (si excluimos el factor tiempo), z no se aplicará a ningún objeto. Por tanto, representará el conjunto vacío, denotado por el número cero. Frege es, en consecuencia, un realista ontológico. Piensa que los objetos matemáticos existen con independencia de la mente humana. Poseen un referente real cuyo valor de verdad está garantizado por las irrevocables leyes del pensamiento lógico. La escuela formalista presenta estrechas conexiones epistemológicas con la logicista, aunque su realismo ontológico se atenúa e incluso desaparece. Para los formalistas, los enunciados matemáticos obedecen también a procedimientos axiomáticos de raigambre lógica, pero, por lo general (al menos en el caso de Hilbert), no suelen creer que los objetos matemáticos existan con independencia de la mente en un paraíso pitagórico. Las matemáticas son simplemente el resultado de elaborar una teoría axiomática, integrada por un conjunto de oraciones y unas reglas de inferencia. De nuevo, ambas se justifican por sí mismo y no pueden encontrar su fundamento en

leyes más básicas del pensamiento. Los axiomas, u oraciones de partida, constituyen oraciones independientes y no son deducibles de una verdad antecedente. El conjunto de axiomas que vertebra la geometría euclídea no es, desde luego, necesario. Si lo fuera, bastaría con omitir uno de los axiomas para que el fabuloso templo de las verdades geométricas se viniera abajo e incurriera en sonoras contradicciones, pero el descubrimiento de las geometrías no euclídeas a comienzos del siglo XIX puso de relieve que podemos prescindir del quinto axioma, el de las paralelas, sin abismarnos en la contradicción. La geometría no es, por tanto, el fruto de ningún juicio sintético a priori, que goce de universalidad y necesidad. Brota de una actividad libre del espíritu y responde a criterios meramente funcionales (deducir el mayor número de verdades desde el menor número de presupuestos). La metamatemática, es decir, el estudio de las propiedades de las teorías axiomáticas, implica para los formalistas la consideración de la actividad matemática como una manipulación de signos, guiados, claro está, por un conjunto de reglas. Cada rama de la matemática posee un vocabulario, unos símbolos conjugables mediante ciertas reglas. Si, para el intuicionismo, los objetos matemáticos no moran en ninguna dimensión de la realidad, sino que dimanan de la actividad constructiva de la mente, son productos del espíritu humano, el formalismo ofrece una interesante síntesis de logicismo e intuicionismo. Despoja a los objetos matemáticos del grado de perennidad y misticismo platonizante que ostentaban en el logicismo fregeano, pero adopta una perspectiva que, al conferir gran importancia a las reglas de transformación, incide significativamente en las propiedades analíticas de las teorías matemáticas. Por ello, en esta escuela resuenan, de modo innegable, los ecos de la devoción logicista por el estudio de las reglas formales y de las correctas metodologías deductivas a la hora de fundamentar la verdad de los enunciados matemáticos. La noción clave es siempre la de consistencia: la verdad de una teoría matemática no depende de su correcta referencia a objetos extramentales que justifiquen su valor de verdad en su propia ontología, sino del uso consistente de objetos y reglas para evitar la contradicción. Para los formalistas, las teorías matemáticas no hablan de objetos, de referentes externos a la mera manipulación de reglas y de símbolos. Es en este juego con reglas formales donde reside el verdadero objeto de la matemática. Al enfatizar la forma y diluir el contenido, los formalistas asumen una ontología económica, metafísicamente neutra y constitutivamente parsimoniosa. La actividad matemática se asemeja entonces a un juego que cumple determinadas reglas formales, cuya justificación reside en ellas mismas, en un principio de utilidad, en una versión aderezada de la navaja de Ockham. La matemática es un enorme sistema deductivo que parte de principios sencillos y clarividentes. Estos principios, junto con un principio de reglas, permiten transitar de unas oraciones a otras atendiendo exclusivamente a la forma de los enunciados. Sin embargo, estas reglas no pueden esconder su arbitrariedad. Es vano ansiar una fundamentación absoluta de la matemática, porque no podemos remitir sus reglas más básicas a unos principios primordiales. Peano no tuvo más remedio que definir una serie de elementos primarios (función sucesor, suma, multiplicador, número cero, constantes

individuales…), que pueden equipararse a signos de objetos, para, mediante la adición de unos axiomas, deducir la aritmética elemental. Redujo así la aritmética a un conjunto de axiomas aplicados sobre un conjunto de signos. Por ejemplo, puedo obtener cualquier número natural desde el cero; basta con un número finito de aplicaciones de la función sucesor. La matemática puede interpretarse como un conjunto de reglas, incapaz de justificar los principios mediante los que opera. La relación de consecuencia lógica, que permite preservar el valor de verdad del antecedente al consecuente y que, por tanto, representa el auténtico nervio del razonamiento lógico, viene determinada por el vocabulario lógico que haya empleado. Los axiomas de una teoría metamatemática son tanto axiomas como definiciones de los símbolos primitivos que en ellos figuran. Gracias a Gödel, sabemos que existe un límite para toda tentativa de extender el razonamiento formalista hasta abarcar la totalidad de verdades deducibles en la aritmética de Peano. Mediante métodos finitarios como los propuestos por Hilbert es imposible probar la consistencia de una teoría axiomática. No puedo, por tanto, axiomatizar la aritmética de modo consistente y completo. Además, la consistencia de una teoría axiomática no puede probarse con esa misma teoría.

2. La matemática y el infinito

Aunque el cálculo infinitesimal representa una de las mayores creaciones del intelecto humano, sus formulaciones iniciales distaban mucho de satisfacer los más elementales criterios de rigor matemático. La explosión inventiva que supuso el alumbramiento del cálculo diferencial e integral en el trabajo de Newton y de Leibniz se tradujo de inmediato en importantes aplicaciones para la resolución de inveterados problemas matemáticos, como la determinación de la tangente a un punto dado o el cómputo del área comprendida por figuras curvas. Sin embargo, esta efervescencia práctica eclipsó casi por completo la investigación de sus fundamentos teóricos y, sobre todo, el desarrollo de una formulación clara y libre de contradicciones. No es de extrañar, por tanto, que el agudo obispo Berkeley denunciase las incoherencias metafísicas en que incurrían los defensores del cálculo infinitesimal, quizás excesivamente cautivados por el valor práctico del nuevo descubrimiento y menos concernidos por la fijación de criterios nítidos que disipasen las sombras de la contradicción. En su conocido trabajo The Analyst: A discourse addressed to an infidel mathematician, de 1734, el sutil filósofo británico señala las innegables prestidigitaciones conceptuales propiciadas por los matemáticos que utilizan el cálculo infinitesimal. En particular, se detiene en la problemática y esquiva naturaleza del

infinito. Y, en efecto, era difícil –por no decir imposible- comprender la idea misma de infinitésimo, de una cantidad infinitamente pequeña, pero mayor que cero. Un valor tan evanescente no hacía sino semejar un artificio matemático desprovisto de fundamento sólido, un hechizo obrado por Newton y Leibniz cuya utilidad práctica parecía exonerarle de cumplir las leyes de la lógica. Por fortuna, la matemática decimonónica fue capaz de liberar al cálculo de su onerosa sujeción a la idea de infinito, que tantas dificultades teóricas había suscitado. Se logró así preservar la valiosa creación newtoniana y leibniciana, pero despojada de las perturbadoras alusiones a infinitésimos y demás cantidades cuasi místicas, más propias de la especulación filosófica que de la exactitud matemática tan alabada por Descartes. Así, Weierstrass y Cauchy demostraron que el cálculo infinitesimal no precisaba de la noción de infinito en acto, como es probable que pensara Leibniz (cf. Gerhardt, Mathematische Schriften VI, 235, 247, 252), sino que bastaba con un correcto planteamiento de las ideas de límite y continuidad para asentar firmemente los pilares de tan brillante creación matemática. De hecho, la centralidad de los conceptos de límite y de continuidad para la elaboración del armazón teórico del cálculo parece haberla atisbado Newton en los Principia Mathematica (cf. I, sección I; Russell, The Principles of Mathematics, XXXIX, 303). Los infinitésimos en realidad constituirían cantidades finitas, minúsculas pero distintas de cero, y no un infinito actual que desatase toda clase de elucubraciones metafísicas, como las que pueden encontrarse en Hegel (cf. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas…), siempre interesado en poner de relieve cómo en toda entidad finita late lo infinito, en una especulación de resonancias esotéricas, reminiscente de la célebre identificación entre el “macrocosmos” y el “microcosmos” en las tradiciones iniciáticas y alquímicas que tan cercanas conceptualmente se hallan a la metafísica del idealismo clásico alemán. Si el tratamiento matemático del infinito goza de independencia con respecto a la fundación teórica del cálculo, la pregunta pertinente es qué método emplear para proceder a un estudio riguroso y sistemático de “aquello que carece de fin”. Es aquí donde entran en escena las profundas y revolucionarias investigaciones protagonizadas por Georg Cantor (1845-1918), sin duda el autor más original y fecundo en lo que respecta al estudio de un concepto que ha fascinado a la mente humana desde tiempos inmemoriales, y que todavía hoy despierta asombro, incertidumbre y veneración. El trabajo de Cantor sobre el infinito puede dividirse en dos partes principales: el estudio de los cardinales “transfinitos” (la denominación que él mismo les confirió, pero que es en realidad sinónimo del término menos desconcertante y enigmático de “infinito”) y el de los ordinales transfinitos. Dada la primacía expositiva de los cardinales transfinitos, deteniéndonos en la investigación de Cantor sobre este tipo de números contemplaremos las líneas maestras de su desarrollo y la suma relevancia que en ellas ostenta la teoría de conjuntos. La belleza de la aproximación cantoriana al examen del infinito radica en su forma eminentemente constructiva. Desde el concepto básico de conjunto como colección de objetos, y de número como

abstracción normalizadora de la cantidad de objetos que componen un conjunto, va a ser capaz de levantar un imponente edificio matemático donde lo infinito no figura desgajado de lo finito, como una noción elusiva que la mente se ve obligada a yuxtaponer a lo finito, sino como la prolongación natural de lo finito, de modo que los mismos fundamentos teóricos que nos facultan para dotar de rigor a la aritmética elemental nos brinden también el andamiaje conceptual de la idea de infinito en sus distintas manifestaciones. En su artículo seminal de los Mathematische Annalen (XLVI, 1), Cantor ofrece la siguiente definición del número cardinal o potencia: “Potencia o número cardinal de M es aquella idea general que, mediante nuestra activa facultad de pensamiento, se deduce del conjunto M abstrayendo de la naturaleza de sus diversos elementos y del orden en que vienen dados”. Como vemos, la definición no esconde mayores dificultades, pues simplemente nos informa de que la cardinalidad de un conjunto se refiere al número de elementos que lo integran, sin importar el orden en que aparezcan. En otras palabras: cada conjunto posee un número. Es evidente que Cantor toma como presupuesto la existencia de esa propiedad en cualquier conjunto (cf. Russell, 305), pero se trata de una asunción tan legítima como el hecho mismo de contar, que nos retrotrae a la génesis de la actividad matemática humana. La asignación de un valor cuantitativo a un conjunto brota por tanto de la equiparación numérica de sus elementos, de manera que, más allá de sus características individuales, podemos conmensurarlos mediante la atribución de un valor unitario a cada uno de ellos. De nuevo, este proceso de normalización remite a la esencia de cualquier cálculo numérico elemental. Ahora bien, ¿cuáles son las propiedades de los números cardinales? Salta a la vista que puedo efectuar operaciones de adición, pues puedo establecer una sucesión entre ellos. Esta adición obedecerá a la propiedad conmutativa (a+b = b+a) y a la propiedad asociativa (a + (b+c) = (a+c) + b). En lo que respecta a la multiplicación, Cantor defiende que “si M y N son dos clases, podemos combinar cualquier elemento de M con cualquier elemento de N para formar un par (m,n); el número de pares será el producto de los números de M y N”. Y, en efecto, no podemos olvidar que una multiplicación representa un tipo de suma. Si multiplico 3 por 5, en realidad estoy sumando 3+3+3+3+3, esto es, cinco veces tres. Por combinatoria, la expresión nos permitirá calcular el número de clases que pueden construirse con n elementos. De todo lo anterior podemos inferir que un concepto absolutamente neurálgico para el estudio de cualquier conjunto es el de correlación. Por ejemplo, elevar la serie de los números naturales al cuadrado implica establecer una correlación del tipo:

n

1

1

2

4

3

9

4

16





Al hacerlo, habré fijado una correlación biyectiva entre el conjunto de los números naturales n y el de sus cuadrados. Para entender cualquier conjunto, o cualquier elemento de ese conjunto, necesitaré entonces construir un plano donde proyectar esos elementos según la operación a la que he decidido someterlos. Así, en el caso que acabamos de reseñar, puedo trazar un plano en el que convergen, por el eje x, los números naturales, y por las ordenadas los cuadrados de los números naturales, tal que a cada elemento del conjunto n le corresponda un elemento del conjunto . El plano no es otra cosa que el espacio formal que contiene el conjunto de todos los posibles elementos agrupables según la norma establecida por el tipo de correlación que haya adoptado. Relacionar significa, por ende, añadir una dimensión a la del conjunto inicial. Parto, claro está, de la premisa de que es posible dibujar una recta con los números del primer conjunto y que es legítimo trazar otra recta ortogonal a la primera. Pero, conceptualmente, los elementos primarios de la definición no son otros que los de agrupar (definir un conjunto), computar (calcular el número de elementos del conjunto), trazar (o, formalmente, seguir una secuencia, una sucesión) y correlacionar.

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