Antropología de la conservación. Naturaleza, Estado, mercado y cultura

June 14, 2017 | Autor: Oriol Beltran | Categoría: Political Ecology (Anthropology), Protected areas, Biodiversity Conservation
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Descripción

Antropología de la conservación. Naturaleza, estado, mercado y cultura1 Ismael Vaccaro, McGill University Oriol Beltran, Universitat de Barcelona Pierre-Alexandre Paquet, McGill University

En los últimos veinte años, la conservación se ha convertido en un tema central de interés para el conjunto de las ciencias sociales y para la antropología en particular. Este proceso, que comenzó con una serie de estudios sobre las relaciones entre algunas áreas protegidas y sus comunidades humanas (Carruthers, 1995; Duffy, 1997; Neumann, 1994; Ranger, 1999; Stevens, 1997), conformará pronto una línea de trabajo que abarca casos de estudio de todo tipo, en el marco tanto de monografías (Brockington, 2002; Haenn, 2005; Heatherington, 2010; Igoe, 2003; Theodossopoulos, 2003; Walley, 2004; West, 2006) como de un número creciente de artículos (Berkes, 2008; Chapin, 2004; Lowe, 2004; Moore, 1998; Wilshusen, 2010). Los estudios de caso fueron seguidos por trabajos teóricos orientados a establecer un marco general para el análisis de la conservación (Borgerhoff-Mulder y Copolillo, 2004; Brockington y Duffy, 2011; Milton, 1996; Orlove y Brush, 1996; West, 2005; Zimmerer, 2006). La bibliografía sobre el tema se ha consolidado con la publicación de varias compilaciones de artículos en forma de libros (Anderson y Berglund, 2003; Brockington, Duffy, y Igoe 2008; Brosius, Tsing y Zerner, 2005) o de números monográficos de revistas (Annual Review of Anthropology, 2006; Conservation and Society, 2007; Antipode, 2010). Este mismo interés 1

Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación: Patrimonialización y redefinición de la ruralidad. Nuevos usos del patrimonio local (CSO2011-29413), financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia y el Programa Feder.

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ha comenzado a afianzarse también en nuestro país, a través tanto de investigaciones sobre la implantación de espacios naturales protegidos y su impacto local (Beltran, Pascual y Vaccaro, 2008; Pascual y Florido, 2005; Valcuende, Quintero y Cortés, 2011) como de trabajos orientados a proporcionar un marco para su interpretación (Bretón, 1986; Santamarina, 2009). Este artículo pretende identificar las distintas genealogías teóricas que confluyen en el análisis antropológico de la conservación.

1. Antropología, conservación e historia En líneas generales, la literatura antropológica sobre la conservación ha establecido un marco histórico de análisis que es paralelo a la propia evolución de la «industria conservacionista» en tres grandes etapas (Wilshusen et al., 2002): a) la preservación a ultranza (Brockington, 2002; Neumann, 1998); b) la conservación participativa (Brechin et al., 2003; Brosius, Tsing y Zerner, 2005; Gibson y Marks, 1995; Peters, 1998); y, c) la conservación neoliberal (Brockington y Duffy, 2011). Esta última modalidad parece haber surgido como una reacción frente a los modelos participativos y propugna el retorno a la preservación radical aunque con algunos cambios significativos, como la concentración del capital, el conocimiento científico y el poder político en manos privadas. Esta respuesta autoritaria se manifiesta a veces como una apropiación particular de la conservación y otras mediante una interacción entre la empresa y la administración pública (Brosius y Russel, 2003; Fortwangler, 2007; Langholz, 2003; Peterson et al., 2010). A pesar de haber surgido en momentos históricos distintos, las tres etapas mencionadas pueden llegar a coexistir en algunas ocasiones o sucederse de un modo variable en función de los vaivenes manifestados por los responsables de la gestión de las áreas protegidas: los criterios empleados por los funcionarios gubernamentales, las prioridades de las ONG o las nociones acerca del manejo ambiental de los distintos actores sociales implicados, incluida la población local (Zanotti, 2011). La historia de la conservación está asociada de un modo tan estrecho a sus propios contextos como lo están las formas políticas y las ideologías que han dominado, a lo largo del tiempo, la administración pública y la producción científica. La preservación a ultranza. La primera etapa de la conservación pública se 10

basa, de una manera indiscutible, en el arquetipo estadounidense de Yellowstone (Spence, 1996). Este modelo se caracteriza por un enfoque excluyente y ha comportado, a menudo, el desalojo de los habitantes locales. A la vez, una parte importante de su esfuerzo de gestión se destina a la defensa de los límites territoriales de los espacios protegidos frente a las intromisiones externas. Habitualmente, la responsabilidad de la gestión no es compartida con los actores locales sino que se asigna en exclusiva a determinadas instancias (Brockington, 2002; Peluso, 1992, 1993). Esta posición no se limita sólo a los parques del siglo xix: sigue implementándose en la actualidad a pesar de que su adecuación ha sido muy cuestionada (Wilshusen et al., 2002). El discurso que propugna sobre la conservación es congruente con las principales narrativas de la modernidad (como la aplicación de la gubernamentalidad burocrática del Estado o el protagonismo de los expertos), asociadas, en última instancia, al proceso de mercantilización (Lowe, 2006; Saberwal et al., 2001; Vaccaro, 2005). La conservación participativa. En un determinado momento, un número creciente de voces contrarias a las posiciones más extremas comenzaron a reclamar lo que era obvio: la conservación impuesta constituye una forma de injusticia ambiental y comporta un notable trastorno en el escenario local, dando lugar con frecuencia a un rechazo local en contra de la gobernanza externa y hasta de los mismos bienes naturales (West y Brechin, 1991). Esta oposición se relaciona, sobre todo en el Tercer Mundo, con movimientos sociales más amplios. En este contexto, se identifica una convergencia entre: a) la independencia postcolonial que estimuló la demanda de un mayor reconocimiento político y económico, la inclusión y el empoderamiento de los actores no-occidentales, y favoreció los enfoques participativos en el desarrollo; b) el reconocimiento del papel desempeñado por las comunidades locales en el manejo (incluso en la configuración misma) de entornos valiosos (Posey y Balick, 2006; Redford y Mansour, 1996; Toledo et al., 2003); y, c) la introducción del concepto de «desarrollo sostenible», que pretende conectar los sistemas sociales y ecológicos a través de la historia (CMMAD, 1988). El desarrollo sostenible se orienta a resolver también la relación entre la preocupación por la conservación del medio ambiente y el derecho al desarrollo (Sachs, 1999). A partir de la década de 1970, las reivindicaciones políticas de los nuevos países independientes del Tercer Mundo y la idea del desarrollo sostenible se introdujeron en la agenda conservacionista. Los proyectos apropiados de conservación pasarán a ser aquellos que la contemplan como un medio para 11

el desarrollo (West, 2006). A raíz de esta reformulación, instituciones incluso como el Banco Mundial trabajaron en la «ecologización» de sus políticas (Goldman, 2006) y adoptaron enfoques participativos. Había, por tanto, una importante necesidad de redefinir las políticas de conservación y, sobre todo, las relaciones entre la gestión ambiental y las poblaciones locales. En estas circunstancias se produce un cambio generalizado en el discurso y la práctica del conservacionismo en lo que refiere a la aceptación de la presencia y la actuación humana en el interior de las áreas protegidas y, particularmente, en las cuestiones de gobernanza, la devolución de competencias a los actores locales y la participación, parcial o total, de las comunidades en la gestión de la conservación (Brosius, Tsing y Zerner, 2005). En lugares como Australia (Bergin, 1993; Lewis, 1989) o Sudáfrica (Reid, 2001; Steenkamp, 1998), este proceso tuvo lugar al mismo tiempo que triunfaban las reivindicaciones de las poblaciones indígenas sobre sus territorios. La UNESCO, a su vez, promovía las Reservas de la Biosfera donde los espacios protegidos son compatibles con distintos grados de uso humano (Batisse, 1982). Los programas de Gestión Comunitaria de Recursos Naturales (CBNRM), impulsados por el World Wildlife Fund (WWF) y otras ONG y gobiernos del Primer Mundo, o las Áreas de Conservación Indígenas y Comunitarias (ICCA), amparadas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), han proliferado como formas de articular el desarrollo y la iniciativa local con la conservación (Igoe y Croucher, 2007). La conservación neoliberal. No obstante, algunos investigadores, gestores y otros actores interesados comenzaron a reflexionar acerca de las iniciativas conservacionistas en términos de su sostenibilidad económica y su viabilidad a largo plazo. Las políticas de conservación requieren recursos y, salvo algunas excepciones, los parques, las reservas y las áreas protegidas no generan los ingresos suficientes para alcanzar sus objetivos. Estas áreas necesitan un aporte continuado por parte del Estado o de otras instancias externas para perdurar en el tiempo. El turismo y los subsidios, que proceden de gobiernos, ONG o empresas interesadas en lograr una respetabilidad verde, han pasado a ser una parte fundamental de los planes de gestión de los espacios naturales protegidos (Igoe, 2010). Estas transferencias de financiación y de legitimidad son negociadas a menudo con un desprecio absoluto hacia la población local y los pueblos indígenas (Chapin, 2004; MacDonald, 2010; West, Igoe y Brockington, 2006). En la actualidad, la naturaleza protegida se ha convertido en una 12

mercancía que se vende en los mercados internacionales como una palanca política o económica de los gobiernos, las ONG y las empresas (Igoe y Brockington, 2007). Este proceso ha favorecido una desregulación de la conservación mediante la cual la privatización y la alienación ambiental han adquirido, al mismo tiempo, un papel cada vez más relevante (Fortwangler, 2007). La antropología de la conservación se ha desarrollado paralelamente al crecimiento de la importancia social de la conservación. La interpretación de la protección de la naturaleza como un fenómeno ideológico y político exige analizar los cambios y las implicaciones que ésta ha experimentado en tres ámbitos distintos (aunque estrechamente relacionados entre sí): la gobernanza territorial (la política), la integración en el mercado (la economía) y el gusto (los valores culturales). Las etapas mencionadas, el marco estructural de su aplicación (tanto desde el punto de vista de las interacciones entre el poder político y la racionalización económica, como de la integración del mercado), y los cambios culturales necesarios para la consolidación de su hegemonía permiten considerar la conservación como un producto paradigmático de la modernidad tardía (Appadurai, 2001; Baudrillard, 2009; Harvey, 2001). El establecimiento de un espacio protegido es al mismo tiempo un proceso social con consecuencias políticas y económicas, y un proyecto ecológico donde los intereses de gestión y, por tanto, las preferencias culturales y el conocimiento, desempeñan un papel fundamental (Cooper, 2000; Forsyth, 2002; Saberwal y Rangajaran, 2003; Vaccaro y Beltran, 2009). Las ciencias sociales se acercaron inicialmente a la conservación interesándose por sus consecuencias políticas y sociales. En el modelo de la preservación a ultranza, la exclusión del uso humano del territorio fue interpretada como destinada a proteger la naturaleza frente a la destrucción antrópica. Las instituciones externas de origen urbano eran las que habían establecido la delimitación de los espacios protegidos (Cronon, 1996). Aunque supuestamente defendía a la naturaleza frente a los abusos externos, este tipo de conservación dejó a las poblaciones locales sin un acceso a los recursos que las habían mantenido históricamente y eran fundamentales para su supervivencia e incluso, en algunas ocasiones, implicó el desplazamiento forzoso de estas mismas poblaciones (Blaikie, 1985; Nietschman, 1973). La desigualdad política inherente a las políticas de conservación favoreció la investigación sobre la economía política de naturaleza y el análisis de las diferencias de poder entre los actores, 13

locales y externos, de tales procesos. Sobre el terreno, este énfasis dio lugar al análisis histórico de las transformaciones en los regímenes de tenencia y los patrones demográficos de asentamiento así como al examen de la incidencia de las divisiones sociales (de clase, género y otras) en el acceso a los recursos. Los estudios sobre la conservación combinaron, a partir de aquí, el análisis de las políticas modernas y sus consecuencias locales con el examen de tres temas clásicos de la antropología: a) la ecología humana de las comunidades indígenas (Orlove, 1980); b) el conocimiento ecológico tradicional (Dove, 2006; Hunn, 2008); y, c) los impactos de la integración política o regional en las comunidades locales (Ensminger, 1992; Peters, 1994; Scott, 1998). En este contexto, algunas de las preguntas que se formulan son las siguientes: ¿Qué prácticas productivas tenían las poblaciones afectadas antes de la implantación de los parques? ¿Se pueden mantener estas prácticas económicas y estos modos de vida después de implementarse las medidas de conservación? ¿Qué actores compiten, cuáles son sus historias, y cómo interactúan en el proceso de transformación inherente al establecimiento de las áreas protegidas?

2. El Estado: la política de la conservación La creación de un espacio natural protegido da lugar, siempre, a una redistribución y una renegociación de la economía política de la zona afectada (Gibson, 1999). La racionalidad y las estructuras que regulan el acceso y el control de los recursos naturales se ven alteradas por la intervención de una entidad política externa (Anderson y Berglund, 2003; Neumann, 1998). De acuerdo con este proceso, desde el nuevo institucionalismo, con su énfasis en los sistemas de tenencia (Broomley, 1992; Hann, 2003) y la acción colectiva (Ostrom, 1990; Ostrom et al., 2002), se han analizado los impactos que comporta la sustracción del territorio de la jurisdicción local para transferirlo a órganos de gestión impersonales y externos. De este modo, la conservación está estrechamente ligada a la integración del Estado y a las iniciativas gubernamentales (Craib, 2004; Vandergeest y Peluso, 1995). A través de la conservación, el Estado extiende su aparato administrativo al conjunto de su territorio: la nación es territorializada por medio de una gestión homogénea de sus espacios naturales (Lefebvre, 1974; Winichakul, 1997). Dado que los Estados-nación modernos tratan de afianzar el 14

control sobre sus territorios, los paisajes culturales y los elementos naturales se integran en las identidades nacionales a partir de los diferentes romanticismos de corte nacionalista (Anderson, 1993; Storey, 2012). El ambientalismo formará parte del arsenal ideológico de la nación (Cederlof y Sivaramakrishnan, 2006). La idea de patrimonio colectivo sostiene y legitima al Estado en el monopolio de la conservación de la naturaleza. El patrimonio colectivo está confirmado por los elementos culturales y las características del paisaje que han sido definidas como un legado intergeneracional y que requieren de una protección «pública» (Roigé y Frigolé, 2011). La construcción del patrimonio, a su vez, contribuye a cimentar tanto las comunidades nacionales como las locales a través de la práctica simbólica (Augé, 1998; Davallon, 2006). La patrimonialización es, en definitiva, un proceso que tiene a la vez dimensiones culturales, simbólicas, institucionales, económicas y administrativas. Weber (2011) y Gellner (1988) describen la emergencia del Estado-nación moderno como la consolidación de un aparato burocrático impersonal que demanda, en nombre de la ciudadanía, el monopolio de las principales jurisdicciones colectivas (como la ley, la violencia o la educación). El hecho de que la soberanía haya pasado de la figura del rey a la colectividad nacional (la ciudadanía) es lo que confiere legitimidad a este reclamo. La demanda de monopolio para ejercer el control sobre el territorio y los recursos naturales por parte del Estado se traduce en la imposición de una determinada forma de gubernamentalidad (Dean, 1999; Foucault, 2007, 2008) sobre la base de la territorialidad nacional (Delaney, 2005; Hannah, 2000; Sack, 1986). Emerge, en este contexto, una forma de gobierno dedicada a la conservación y el manejo de los recursos naturales (Agrawal, 2005; Busher y Dressler, 2007; Sivaramakrishnan, 1999). El patrimonio y los valores colectivos también habían sido utilizados por las administraciones coloniales para justificar sus intervenciones territoriales en nombre de la preservación ecológica y la eficacia administrativa (Griffiths y Robin, 1997; Grove, 1995; Mackenzie, 1988; Pels, 1997; Rangajaran, 1996). La naturaleza se convierte en un referente cultural que traspasa las fronteras nacionales.

3. El mercado: la economía de la conservación El proceso de revalorización de la naturaleza como un bien colectivo y 15

como parte del patrimonio público atrajo rápidamente la atención de los intereses económicos. Éstos, a su vez, redefinían el patrimonio como cualquier entorno valioso capaz de generar ingresos por medio del turismo. De este modo, el patrimonio natural se convierte en una mercancía más dentro de un gran mercado (global) (Hayden, 2003; Woods, 2007). La mercantilización del patrimonio natural y la valorización de la naturaleza mediante las actuaciones de conservación dirigidas por el Estado, no obstante, entrarán en competencia con los usos locales del territorio y los recursos, tales como la ganadería, la agricultura, la minería o la silvicultura. La protección, en este contexto, puede llevarse a cabo en oposición o articulada con alguno de estos usos posibles. En cualquier caso, las lógicas que dan lugar a la patrimonialización pública y a la mercantilización de la naturaleza son, de hecho, similares y están conectadas con el marco intelectual y económico de la industrialización. En las sociedades industrializadas de finales del siglo xix, que se especializaron cada vez más en la producción a gran escala y debían soportar unos altos niveles de contaminación urbana, la naturaleza se convirtió en un bien escaso y remoto: un bien que las capas acomodadas de estas sociedades pronto comenzaron a apreciar (Plumb, 1973). A lo largo de los siglos, los sectores pudientes de estas sociedades industriales, la llamada clase ociosa, habían desarrollado una forma de vida consumista donde la inversión de capital sólo se dirigía marginalmente a la subsistencia y se destinaba sobre todo a subrayar el estatus a través de la distinción (Bourdieu, 2000; Veblen, 1998). La revolución fordista, sin embargo, democratizó el acceso a los bienes y dio lugar, con ello, a una sociedad de consumo de masas (Cross, 1993; Galbraight, 2011). La emergencia de una sociedad basada en el consumismo también democratizó y abrió el acceso a la naturaleza como un bien de consumo. De este modo, el turismo, como el principal sector en una economía del ocio donde la naturaleza constituye una mercancía contemplativa, pasará a ser un fenómeno generalizado. La naturaleza, que siempre ha formado parte de las disciplinas y las prácticas del yo (Foucault, 1990), se convierte en el contexto moderno no sólo en un lugar de relajación o de estímulo, sino también en algo deseable y por lo que merece pagar dinero. En los primeros tiempos del turismo moderno se crean importantes redes de infraestructuras turísticas a la vez que se establecen nociones acerca de la belleza y la salud en relación con el ocio al aire libre. La revolución fordista y el desarrollo de la idea de que la producción a gran escala debe ir acompañada de una igualdad en el consumo de masas favorecerá la 16

apertura de la economía del ocio a otros grupos sociales (MacCannell, 1999). La producción en masa, de automóviles o de lugares turísticos, tiene un efecto inherente de homogeneización (totalitarista) en las preferencias y el comportamiento tanto en el plano productivo como en el del consumo (Horkheimer y Adorno, 1994). La «masificación» y la «democratización» del acceso al ocio coincidirán con el crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra Mundial (Bell, 1976). A partir de los años sesenta y setenta del siglo xx, muchas zonas urbanas pròsperas comenzaron a prestar atención a la idea de calidad de vida, a la necesidad de hacer frente a la contaminación y de proteger el medio ambiente. El nacimiento y la consolidación del ambientalismo moderno, como una corriente ideológica propia de las sociedades occidentales, coincide con la emergencia de una sociedad donde los alimentos y la vivienda dejan de ser necesidades continuamente cuestionadas. Las sociedades occidentales no entran en una era postmoderna a la manera de Lyotard (1984) o de Jameson (1992), a partir de cuestionar los principios fundamentales de la modernidad (el Estado, el mercado, la monetización, la producción y el consumo en masa). Estas sociedades aceleran su modelo y entran en una era hiperconsumista (Charles y Lipovetsky, 2005; Lipovetsky, 2007; Virilio, 2000): la industrialización es externalizada a las zonas periféricas o los países del Tercer Mundo, mientras que las sociedades postindustriales pasan a estar dominadas por los valores postmaterialistas (Inglehart, 1997). Es en la opulencia, en situaciones posteriores a la escasez y en el seno de las élites donde se despliegan prioridades postmaterialistas como el ocio y el ambientalismo (Galbraith, 2004; Giddens, 1983). La hipermodernidad estará dominada por la economía del ocio y la industria de los servicios (Nazareth, 2007).

4. El gusto: la cultura y la conservación La emergencia del paradigma ambientalista a finales del siglo xix favorece una transformación paulatina de la naturaleza, tanto en el exterior y en el propio país, que pasa de ser considerada como un lugar baldío, hostil, a constituir un bien colectivo, valioso, un patrimonio nacional (Arnold, 1996; Braun y Castree, 1998; Wark, 1994). Al mismo tiempo, esta naturaleza entrará a formar parte del ámbito de las mercancías, del imaginario nacional y del campo 17

de acción de las políticas públicas (Cronon, 1983). Las transformaciones culturales relacionadas con este cambio se darán a distintos niveles. El paisaje es reconceptualizado (Cronon, 1996; Darby, 2000), pero también los son otros actores y elementos: los animales, por ejemplo, dejan de ser vistos como alimañas para devenir en iconos referenciales (Philo y Wilbert, 2000; Whatmore y Thorne, 1998; Wolch y Emel, 1998). Estos cambios en los gustos, combinados con la expansión del consumismo, convierten la naturaleza en una materia prima de primer orden que permite generar beneficios por medio del turismo, el comercio y la industria del ocio en general (Baudrillard, 2009, Cross, 1993; Stearns, 2001). La naturaleza patrimonializada se convertirá en una mercancía susceptible de generar valor en sí misma y a través del mercado. En un mundo globalizado, la expansión o la comunicación de los valores productivos, políticos, consumistas, que van y vienen entre el Norte y el Sur, da lugar a una distribución desigual de la riqueza a nivel internacional (Harvey, 1989; Smith, 2008) y genera, al mismo tiempo, diálogos culturales (Gupta, 1998; Hannerz, 1998). El capitalismo hipermoderno implica la movilidad del capital (la búsqueda permanente por reducir los costos de producción) y unas expectativas culturales asociadas a las efímeras conexiones de las economías de mercado a nivel mundial (Fergusson, 1999; Vaccaro, 2010). Este proceso político y económico ha tenido también consecuencias simbólicas para las sociedades que han adoptado el paradigma conservacionista moderno. El análisis de la conservación requiere una comprensión del complejo territorial, institucional y cultural que promueve (Escobar, 2010; Latour, 2008; Ong y Collier, 2004; Sassen, 2006). Los Estados modernos son de origen urbano al igual que la mayoría de sus electores. Los valores que mantienen, por tanto, son los que dominan entre las élites y las poblaciones urbanas, entre sus miembros y sus beneficiarios. La legitimidad de la conservación pública es doble: defiende un bien colectivo y se apoya en los valores socialmente dominantes y culturalmente hegemónicos. El ambientalismo es uno de estos elementos ideológicos y, lentamente, desde finales del siglo xix, se fue extendiendo hasta convertirse en hegemónico (Guha, 1999). Las élites del Tercer Mundo emulan las tendencias propuestas por las del Primer Mundo. Los valores ambientales de las élites, a su vez, marginan las identidades culturales de los grupos subalternos (Murray Li, 2007; Scott, 1998). Las intervenciones de las zonas no urbanas de la nación y del mundo, comparables al colonialismo 18

interno o externo, logran legitimarse mediante el uso del conocimiento especializado, científico (por tanto racional), que es supuestamente superior a su contraparte local (Fisher, 2002; Guha, 1997). La idealización moderna de la naturaleza no sólo afecta a bosques deshabitados, terrenos pantanosos y montañas. A menudo, la protección de estas «naturalezas» se logra a través de una reorganización de las zonas rurales. Este reordenamiento, aunque se basa en valores sociales y culturales, tiene lugar a distintos niveles: administrativo (creación de límites jurisdiccionales), infraestructural (servicios, vivienda y vías de comunicación necesarias para el turismo), demográfico (cambios en los flujos de población), económico (transformación de las estructuras productivas hacia una economía de servicios). La proliferación de espacios protegidos favorece la urbanización del mundo rural (Williams, 2001). Las nuevas áreas rurales son el resultado de la interacción entre distintos imaginarios colectivos y los nuevos mercados (Vaccaro y Beltran, 2007). En este nuevo orden mundial, las zonas rurales «naturales» agregan valor a su producción agraria mediante la comercialización en los mercados de alimentos orgánicos y tradicionales añadiendo una marca natural y cultural a la misma (Vaccaro y Beltran, 2010). Los espacios protegidos, como polos emergentes de atracción y desarrollo, están en el corazón de los procesos de gentrificación y de urbanización selectiva (Prados, 2009). El incremento del valor del suelo, el paisaje y el estilo de vida favorece a veces el conflicto cultural (Duncan y Duncan, 2004; Boglioli, 2009), o una marginalización de la población local y de su acceso al territorio y sus recursos (Phillips, 2005; Stoddart, 2012). La gentrificación del medio ambiente no se limita a un espacio nacional determinado. A escala mundial, existe una demanda de la naturaleza como un bien escaso y altamente valorado, y las áreas rurales periféricas disponen en abundancia de este producto solicitado por parte de las poblaciones urbanas. Las zonas rurales están, por consiguiente, conectadas, integradas en los planes de gestión así como en los mercados regionales, nacionales e internacionales (Ensminger, 1992; Godoy, 2001; Peters, 1994). Esta integración comportará transformaciones infraestructurales, económicas y culturales (Castells, 2005; Hannerz, 1998). La idealización de la naturaleza como un lugar no alterado por la acción humana (Braun y Castree, 1998; Cronon, 1996) añade a ésta un barniz de autenticidad (Roigé y Frigolé, 2011) que tiene un efecto colateral interesante: a menudo la protección entraña esfuerzos de restauración que pretenden recrear 19

una naturaleza pre-humana (Barrett y White, 2001; Castree, 1995; Howell et al., 2011). Los espacios protegidos, en distintos grados, tratan de simular una naturaleza idealizada (Peet y Watts, 1996; Knight, 2006). La restauración ecológica, la reforestación y los proyectos relacionados con la conservación se orientan más a imitar el ideal de una Arcadia imaginaria (Auerbach, 1950; Baudrillard, 2009) que a tratar de comprender el cambio ambiental real.

5. El dilema político de la conservación Junto al predominio de concepciones distintas en torno a la conservación que permiten identificar varias etapas, el desarrollo histórico de las políticas de conservación también puede ser descrito en términos de una tensión entre dos posiciones antagónicas que parecen traducir, más allá de unas opciones de gestión, un dilema social fundamental. En un extremo se situarían las fórmulas donde primaría una visión elitista de los objetivos de la conservación: la protección de los espacios naturales justificaría que se limiten no sólo los aprovechamientos locales sino también una afluencia masiva de visitantes. En estas circunstancias, las ofertas turísticas destinadas a un público con un alto poder adquisitivo permitirían hacer compatible el aprovechamiento económico de la naturaleza (su mercantilización) con un bajo nivel de impacto. Las distintas modalidades de ecoturismo de lujo surgidas en los últimos años asociadas a iniciativas privadas o de carácter empresarial (Beltran, 2012), parecen actualizar otros modelos históricos de corte aristocrático como la caza mayor o las expediciones «geográficas» en regiones recónditas. En realidad, los primeros espacios protegidos y las reservas impulsados por parte del Estado, tanto en los márgenes del territorio nacional como en la lejanía de los dominios coloniales, se dirigían igualmente a satisfacer las demandas de un sector privilegiado de la población. Por el contrario, la asociación entre la protección de los espacios naturales y la idea de parque (de carácter nacional, en su origen, regional o «de la humanidad», más tarde) manifiesta una concepción democrática o socializante de la conservación. Desde esta perspectiva, la naturaleza constituiría un derecho antes que una mercancía de consumo exclusivo. El protagonismo de las instituciones públicas en las iniciativas ambientalistas así como la propia noción de la naturaleza como patrimonio estarían avalados aquí por el objetivo de favo20

recer el acceso de amplios sectores sociales a las áreas protegidas. En ocasiones, el uso público llega a ser considerado como prioritario, por delante incluso de la protección misma: la única intervención efectiva que se llevará a cabo refiere a la gestión de los visitantes (facilitar la accesibilidad de los mismos, brindarles servicios, limitar su impacto), por medio de actuaciones más próximas a la promoción turística que a la administración ambiental estricta. Al igual que en los parques urbanos, la valoración de los servicios ambientales que proporcionan los espacios protegidos próximos a las zonas metropolitanas, más que la integridad, la autenticidad o la singularidad de sus características naturales, da cuenta de esta posición que atraviesa igualmente la historia de la conservación desde sus mismos inicios.

6. Conclusión La politización y la mercantilización de la naturaleza no pueden entenderse sin conectar las transformaciones sociales y económicas generadas por la conservación con los conflictos políticos, las luchas y las economías morales. Polanyi (1989) y Thompson (1989) analizaron cómo los marcos morales, asociados a unas determinadas formas de vida, fueron sacudidos por la «desincrustación» radical y la alienación (Sivaramakrishnan, 2005). Las poblaciones locales pueden rebelarse cuando ven amenazado su «sentido de lugar» (Feld y Basso, 1996; Hirsh y O’Hanlon, 1995). Las prohibiciones impuestas por la conservación o los usos implantados por el ecoturismo y otras actividades económicas pueden entrar en conflicto con las prácticas anteriores y con los significados del territorio y sus recursos que derivan de las formas locales de resistencia cotidiana (Guha, 2000; Scott, 1976). La comprensión de estos conflictos hace necesaria una perspectiva multivocal (Fairhead y Leach, 1996; Raffles, 1999) o un enfoque centrado en el actor (Bayley y Bryant, 1997). Las transformaciones de la «naturaleza», a partir del contexto productivo de las actividades humanas ordinarias hasta convertirse en iconos nacionales e imaginarios que precisan de la protección institucional, no habrían sido posibles sin un cambio paralelo en la manera en que esta naturaleza se conceptualiza. La naturaleza, mediante este proceso de modernización y a través de las distintas etapas que registran las políticas de conservación (radical, participativa y neoliberal), se convierte en algo valioso, público, puro e idealmente 21

auténtico. Esta revisión de la literatura sobre la conservación desde la antropología se ha estructurado, a partir de una ordenación un tanto engañosa, en tres secciones (política, economía y cultura). Este recurso heurístico no supone ignorar que el análisis de cada una de las dimensiones discutidas (la territorialización, la mercantilización o la idealización de la naturaleza), debe desarrollarse en los tres momentos mencionados. Ninguno de estos procesos o transformaciones se ha producido de una manera aislada. Desde una perspectiva antropológica, la conservación, como un proceso de territorialización y de gentrificación del medio ambiente, tiene lugar en el cruce de cambios políticos, económicos y culturales que se producen a un mismo tiempo.

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