Antes de Hiroshima. Reflexiones sobre la ciencia frente a la guerra

June 29, 2017 | Autor: Diego Malquori | Categoría: Ethics, Philosophy of Science, History of Science
Share Embed


Descripción

DIEGO MALQUORI

Antes de Hiroshima. Reflexiones sobre la ciencia frente a la guerra 

E

1950 en la revista Science, el que probablemente sea el científico más emblemático del siglo XX, Albert Einstein, reflexionaba así sobre la pregunta fundamental que está en la base de muchos de los problemas éticos relacionados con la ciencia: «¿Cómo debe comportarse el hombre si el Estado lo obliga a ciertas acciones, si la sociedad espera de él cierta actitud que su conciencia considera injusta?»1 Una pregunta que nace de la reflexión impuesta por la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Una catástrofe que toca cada ámbito de la vida humana, y que resulta aún más dolorosa, como observará Adorno, justamente porque se ha generado en el corazón mismo de la cultura europea. De ahí la necesidad de un replanteamiento global de los fundamentos éticos de nuestra cultura. En ese contexto, la responsabilidad que en aquel momento pesaba sobre los que ‘construían’ la ciencia era particularmente grave. Ya no podían permanecer aislados en sus torres de marfil, porque a partir de sus teorías se había materializado la posibilidad de destruir el mismo planeta en que vivimos. No en vano, la pregunta que Einstein pone en evidencia significó un dilema profundo para toda una generación de científicos. Un dilema existencial en el verdadero sentido de la palabra, porque implicaba una incertidumbre sobre la misma posibilidad de existencia, tanto a nivel individual como de la humanidad entera. Ahora bien, un punto fundamental que Einstein pone en evidencia es que ninguna reforma moral podrá nunca resolver este dilema, si no es asumida por individuos vivos. Lo que él entiende por individuos vivos se puede apreciar en otro de sus escritos, dedicado justamente al problema de la educación: «No es suficiente enseñar a los hombres una especialidad. Con ello se convierten en algo así como máquinas utilizables pero no en individuos válidos. Para ser un individuo válido el hombre […] tiene que recibir un sentimiento vivo de lo bello y de lo moralmente bueno. En caso contrario se parece más a un perro bien amaestrado que a un ente armónicamente desarrollado».2 Sería oportuno, en esta misma dirección, detenerse sobre la exigencia moral e intelectual —además que estrictamente científica— de oponerse a la fragmentación del conocimiento que domina en las universidades y en general en la sociedad contemporánea. 

N UN ARTÍCULO PUBLICADO EN

Comunicación presentada en el XIX Col·loquis de Vic; en J. MONSERRAT, I. ROVIRÓ (eds.), La Guerra, Barcelona: Societat Catalana de Filosofia, 2015, pp. 160-165. 1 A. EINSTEIN, Mi visión del mundo, Barcelona: Tusquets, 1995, p. 18. 2 Ibid., p. 29.

Volviendo ahora a aquella pregunta, tal como la expresa Einstein, creo que vale la pena ampliar su alcance, antes de atreverse a una respuesta: ¿Cómo debe comportarse el hombre de ciencia —podría reformularse esa misma cuestión— frente a la posibilidad de que los resultados de sus investigaciones, aun cuando estas sean inspiradas por unos principios que no contradicen su propia conciencia, puedan ser utilizados, sucesivamente, en una dirección diferente, que contradice o incluso traiciona aquellos principios? Dicho de otra manera, ¿puede el hombre de ciencia rechazar sus responsabilidades, como aquellos oficiales procesados en Nüremberg, por el hecho de no saber lo que ocurría más arriba de su pequeña esfera? O incluso, sabiendo de ello, por el hecho de haber ofrecido solamente unas ideas, pero no la cerilla para encender la mecha, ni la mano para encender la cerilla… Y por otro lado, la responsabilidad por haber tan solo entrevisto esa posibilidad, ¿puede ser menor por el hecho de que otras posibilidades eran igualmente o incluso más espantosas? En otros términos: ¿puede valer, desde un punto de vista ético, el argumento del mal menor? Un argumento, vale la pena recordar, que en aquel momento significó una aceleración en la carrera hacia la bomba atómica, antes de que pudieran llegar a ella los científicos del Tercer Reich. A todas estas cuestiones, naturalmente, sería imposible contestar en esta breve discusión; creo que ya habré hecho algo útil al ponerlas sobre la mesa. Y sin embargo, las posibles respuestas a estas preguntas no son el punto central. Más bien, pueden verse como una parábola de un dilema existencial más profundo. Porque la cuestión fundamental, que necesitamos por lo menos plantear antes de intentar cualquier respuesta, es simplemente: ¿Cuál es el significado de la ciencia, en el contexto de nuestra vida? Lo que importa no es solamente la posición frente a la tragedia de la guerra, sino también frente a la totalidad de las cuestiones que conciernen a nuestra vida. No en vano uno de los problemas de nuestra época es la fragmentación del conocimiento. Es la idea de que sea posible ocuparse de un problema concreto olvidando o ignorando expresamente el contexto más amplio. Y es ahí que se genera aquella dramática división —une lutte à mort, como la define Michel Henry3— entre la ciencia y el mundo de la vida, a partir de la cual se desarrolla la sociedad moderna. Por eso, antes de seguir esta breve discusión, me gustaría dejar la palabra a otro de los científicos que en aquellos años han abierto el camino de la nueva física, y que también ha reflexionado sobre la relación entre la ciencia y la vida. Así escribió Schrödinger en un ensayo sobre ciencia y humanismo: «¿Qué valor tiene la investigación científica? […] ¿Tiene un valor en sí el progreso del conocimiento en un campo concreto limitado […] o lo tiene el conjunto de los logros de todas las ciencias, y cuál es ese valor?».4 Schrödinger naturalmente era escéptico sobre las consecuencias prácticas aportadas por la tecnología o la ingeniería. Para él, el «objetivo, alcance y valor [de la ciencia] son los mismos que los de cualquier otra rama del saber humano. Pero ninguna de ellas por sí sola tiene ningún alcance o valor si no van unidas. Y este

3 4

Cf. M. HENRY, La barbarie, Paris: Grasset, 1987. E. SCHRÖDINGER, Ciencia y humanismo, Barcelona: Tusquets, 1998, p. 11.

2

valor tiene una definición muy simple: obedecer el mandato de la deidad délfica: νϖθι σεαυτόν, conócete a ti mismo».5 Finalmente, casi como una ilustración del dilema existencial al cual se refiere Einstein, puede ser útil detenerse sobre la posición del mundo de la ciencia frente a la realización de la bomba atómica. La historia del proyecto Manhattan, la operación científico-militar que condujo a las bombas de Hiroshima y Nagasaki, es suficientemente conocida, así como la participación de algunos de los científicos más importantes de aquel momento. Lo que me interesa aquí observar es la diferente postura frente al dilema que comportaba aquella carrera hacia la liberación de la energía del átomo. Una reproducción, en una escala dramáticamente mayor, de aquella misma pregunta sobre la responsabilidad del hombre de la ciencia en la sociedad en que vive. Hubo evidentemente quien participó y se implicó totalmente en el proyecto. Robert Oppenheimer, en primer lugar, que dirigía la parte científica del proyecto. Como escribió Leonardo Sciascia, en su imprescindible libro sobre el caso Majorana, 6 la relación entre el físico estadunidense y el general Groves, que dirigía la parte militar del proyecto, recuerda la del prisionero colaboracionista con los comandantes de los campos de exterminios; no en vano Oppenheimer salió destrozado de Los Alamos. Un caso ligeramente diferente es el de Enrico Fermi, aun siendo él el padre científico de la ‘pila atómica’ y habiendo participado activamente en el proyecto. Fermi era una persona muy pragmática, un científico de laboratorio que no se hacía muchas preguntas sobre el mundo externo. Las ideas y las opiniones, sobre todo en el ámbito de la política, eran demasiado ambiguas para su mentalidad, algo que difícilmente se encajaba con la exactitud de sus experimentos. Por ello, incluso a posteriori, a través del testimonio de sus colaboradores, su posición resulta difícil de encuadrar. En algunos aspectos, la suya parece más bien una curiosidad científica; lo que ciertamente no disminuye sus responsabilidades. El caso de Einstein es más conocido. A pesar de su posición fundamentalmente pacifista —expresada en muchos de sus escritos—, él también siguió la lógica del mal menor: frente a la posibilidad de que del otro lado también estuvieran trabajando en ello, utilizó el peso de su nombre para escribir al presidente Roosevelt, en agosto de 1939, pidiendo de apoyar sin reservas el proyecto de la bomba atómica (aunque, como era de esperar, Roosevelt no le hizo mucho caso, y se decidió solo después del ataque de Pearl Harbour). Y sin embargo, del otro lado, el que sin duda hubiera tenido la habilidad científica para llevar a cabo este proyecto, Werner Heisenberg, no solamente se negó a colaborar, sino que pasó los años de la guerra con la angustia de imaginar que algunos de sus viejos compañeros hubieran podido utilizar aquellas ideas para producir algo tan espantoso: nada menos que arrancar la energía que compone la materia para volverla contra el mundo. Como dijo Otto Hahn: «¡Dios no puede querer esto!»7 Ibid., p. 14. L. SCIASCIA, Il caso Majorana, Torino: Einaudi, 1985. 7 Citado en ibíd., p. 50. 5 6

3

Por último, me gustaría hablar de un caso tan enigmático como poco conocido, el de Ettore Majorana, uno de los jóvenes discípulos de Fermi en el instituto de Via Panisperna, en Roma, y que según el propio maestro estaba a la altura de los más grandes científicos de todos los tiempos. Pero su tiempo fue muy fugaz, y desapareció en la nada cuando apenas tenía treinta años. Evidentemente no hay ningún dato cierto, sino que desde el mundo de la ciencia se ha siempre negado la idea de que él hubiera podido entender, antes que los demás, lo que finalmente ocurrió en aquellos años. Aun así, a través de los pocos escritos que él dejó y de las palabras de quien vivió aquel momento, no es imposible entrever aquella posibilidad, y consecuentemente imaginar que sea aquella la razón de su misteriosa desaparición, en marzo de 1938, solo unos meses antes de que se anunciara el descubrimiento de la liberación de la energía del átomo.8 Esta simple posibilidad tiene un valor simbólico muy grande. Frente a la destrucción de la estructura natural de las cosas, el silencio como respuesta existencial. El silencio de aquel convento en el cual, según algunos, huyó de la locura del mundo, o más en general el silencio como dimensión fundamental, como condición de posibilidad de la existencia y del propio pensamiento.

8

Sobre esta tesis véase por ejemplo el citado libro de Leonardo Sciascia, así como el ensayo de Lea Ritter Santini incluido en el mismo volumen.

4

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.