Ángel para un final

October 7, 2017 | Autor: Juan Mojica | Categoría: Narración Cuentos
Share Embed


Descripción

Ángel para un final




Inusitada, casual, insospechada, alta y baja, una mujer esperaba en una
esquina a un hombre. La tarde le acariciaba suavemente ese cabello largo y
debidamente cuidado en la mañana como si fuera un escudo para la guerra.
Sus ojos azules no reflejaban el cielo, eran el cielo. Su boca se iluminaba
con una sonrisa cuando el viento le lanzaba sobre la cara ese cabello largo
y lleno de rayos de sol. Sus manos, frías, retiraban lentamente el cabello
de la cara, de los ojos, de la risa. Y su cuerpo, martillado por un
escultor griego, disidente, hace dos mil años, se escondía debajo de un
traje negro hecho a la medida. Nada había para decir. Solo para ver. Desde
mi ventana, solo la veía, la dejaba traspasar mis ojos, mi mente, mi deseo,
la dejaba danzar sobre la tarde y esperar con ella que llegara el final.

De pronto, como si hubiera sospechado que había sido descubierta, se volteó
y aguzó su cielo sobre mi tierra: me miró de frente, me miró como si
tuviera el poder de atravesar las paredes, los vidrios, las ventanas, la
piel, los huesos, la historia de mi vida. Sobre el marco de la ventana
advirtió, enseguida, que estaba a su merced. Vino caminando lentamente sin
dejar de mirarme y me habló: "tiene cigarrillos", "claro" le dije. Mi voz
salió de mi boca como empujada por el miedo de tenerla frente al bar y de
sentirme completamente desnudo. "¿De cuáles? pude decir al fin, luego de
tres segundos que parecieron un siglo. "Mentolados" me dijo bajando la
mirada al ver que yo no podía ni hablar, y escondiendo otra hermosa sonrisa
detrás de sus rayos de sol. Petrificado, no era capaz de estirar la mano ni
de voltear la cabeza para buscar los mentolados. Ella volvió a mirarme y me
dijo como tranquilizándome: "Están sobre este lado, ¿los ves?" Finalmente
pude moverme. Automático tome los cigarrillos y se los entregué. ¡Ah! dijo,
este loco no va a venir. Y se volteó nuevamente, como si insistiera en otra
batalla de poder, y me dijo: Tienes una cerveza fría. Sí le dije, y ahora
como una máquina tome una del congelador y sin preguntar qué quería la
destapé y la serví con la firmeza de siempre. Ella tomó el vaso y se metió
de lleno en el local.

Ni ella ni yo sospechamos que esa conversación sería el comienzo de una
historia efímera pero completa, una unidad de sentido. No sospechamos que
esa tarde traía un mensaje, cifraba un futuro. No comprendimos porque no
sospechamos. No comprendimos porque no había nada que comprender. Cuando te
cruzas con alguien en la vida no sabes nada del futuro, apenas sabes el
presente y algo del pasado que ya no cuenta. Pero cuando se abre el mundo
entre dos uno no sabe, no sospecha, porque todo está por decir, por ser,
por llegar a ser, por desaparecer. En ese movimiento entre lo que ha sido,
lo que es y lo que está próximo, por llegar a ser, tú solamente te entregas
y no comprendes, no sospechas, no piensas, solo sientes y te dejas ser. Esa
tarde, apareció un ángel, un ángel para un final.




Nuestra conversación inicial fue bastante simple: "Espero a alguien, ¿te
sientas un momento conmigo?" fue su primera frase sin prevención. Yo me
senté. De un momento a otro todo lo que había sentido al verla desapareció.
Me senté y hablé con ella como si nos conociéramos de otro tiempo, de
tiempo atrás. Ella continuó: "Ese idiota tiene que aparecer. Salgo la otra
semana para Miami y no puede dejarme sin un peso. Claro, yo siempre
confiando, siempre confiando en los hombres…" Y, entonces, como si se
hubiera dado cuenta de mi presencia masculina en esa tarde, en esa mesa, en
su vida, rectificó: "bueno, en la mayoría".

Después todo fue como un hechizo. Ella empezó a hablarme como si contara
una historia de Cortazar, como si estuviera elaborando una narrativa
propia, un mundo imaginario. Me habló de sus padres, de sus amores, de sus
penas en la adolescencia, de sus derrotas de mujer adulta, de sus sueños:
"Y por eso me voy. Me cansé de esta ciudad, de su gente, de su ambiente, de
su falsa modestia, de su derrota". Yo la escuché como quien adora a un ser
místico, como si me hablara un Hada Madrina. La escuché mientras atendía a
los escasos clientes en esa tarde ya desaparecida. Cuando por fin se calló
había bebido seis cervezas y me miró como escudriñando a su audiencia: "y
tú, ¿quién eres?".

La noche, por fortuna, me interrumpió, y los clientes aparecieron como
enviados por el guardián de mis días. Ella se fue perdiendo entre la gente,
el humo y el licor. Hacia las diez de la noche ya había bebido lo
suficiente como para no poder ni pararse de la silla. Yo le acompañaba por
momentos; ahora asustado de tener que "mostrarme" sobre un fondo
melancólico y bastante triste, evité estar más de cinco minutos a su lado.
En algún momento que la miré entre la multitud estaba llorando. Su belleza
florecía con las lágrimas que incontenibles caían sobre el vaso de cerveza
vacío. Su cielo se había oscurecido y reflejaba un intenso dolor que venía
del costado izquierdo. Al fin logré convencerla de que me acompañara. Ya
habíamos cerrado y era hora de llevarla a su casa.

Cuando nos subimos al taxi me abrazó y me besó como quien bebe agua de un
oasis luego de días de caminar en el desierto. Yo me dejé llevar y la bese
sin prisa, pero con el ardor de quien hace ya muchos años que no besa unos
labios deseosos. Sus caricias me encontraron desarmado. Me dejé llevar por
el deseo, por la suerte, por el dolor del costado izquierdo, me dejé llevar
como en un sueño. Al llegar al apartamento tropezamos y caímos al suelo sin
darnos tiempo de sentir dolor; nos enfrentamos como dos gladiadores que
quieren terminar de una sola vez la lucha. Nos amamos sin amarnos, nos
entregamos como si ya hubiéramos muerto.

Luego ella se durmió y me pareció que todo era irreal. Esa mujer que apenas
esa tarde fue una fantasía en medio de la dureza de la calle, estaba ahora,
al lado mío, tendida, de cuerpo entero, desnuda. Su cuerpo ocupaba las tres
dimensiones de mi cama, era ancho, largo y alto, tenía realidad porque al
tocarlo no desaparecía; era como un gran bloque de mármol blanco tallado
por un escultor griego disidente hace apenas unas horas. La besé mientras
dormía. La aprehendí toda de memoria. La descubrí en su intimidad más
profunda.
Y así pasó una noche entera. Me sentí como un enloquecido español que
hubiera encontrado el Dorado. Me paré la miré de lado. Me senté y la miré
en su temporalidad abierta por la noche y el sueño. Ella movía los ojos y
trataba de hablar, balbuceando palabras inconexas. Descendí hasta los
confines de sus pesadillas y leí en sus facciones el futuro. Luego me
sometió el cansancio. Al despertar había desaparecido.

Alejandra, lo único que supe fue su nombre. Alejandra no volvió jamás. No
regresó al bar, ni a la esquina, ni a una tarde parecida. Solo dejó una
frase enigmática sobre un papel arrugado: "Espérame, en una tarde parecida
volveré a ti". El papel lo conservo sobre el fondo rojo carmín de un cofre
que adquirí para guardar el único recuerdo tangible de Alejandra. Todavía,
cuando el sol se empeña en iluminar la esquina, espero que ella aparezca de
repente, que vuelvan sus ojos de cielo, su cabello, su sonrisa y sus manos
frías. La espero toda con su traje negro y su cuerpo esculpido por un
griego disidente. La espero aunque sé que, tal vez, nunca volverá. Y de
noche, cuando ya me han abandonado todas las esperanzas, recupero en mi
recuerdo la profundidad de su sueño, los bocetos de un futuro ya gastado.

Soñó, lo sé como sé que el reloj marca las cuatro de la mañana de hoy 16 de
septiembre, soñó con una mano tibia sobre sus dedos largos y precisos. Soñó
con un hombre que la amaba como ella siempre lo soñó: con libertad. Soñó
que ese hombre era yo, que la tomaba por la cintura y la acomodaba sobre mi
cintura como se acomoda el horizonte al atardecer. Soñó con una hija tomada
de la mano de su padre como ella tomó de la mano a su padre. Soñó con la
vejez, con la alegría de los días cumplidos para con los dioses en los que
nunca creyó. Soñó con una mirada de amor al amanecer, al despertar, y con
el abrazo de un cuerpo atado a su cuerpo. Soñó con el llanto de una
vergüenza que no podía borrar de su cuerpo. Soñó con el regreso a unos
brazos, a unos labios y a una cama sobre la que dormía placidamente. Soñó
que soñaba lo que sería el futuro por-venir. Y la despertó la angustia del
círculo que se cierra sobre sí mismo, que no tiene principio ni fin, que es
al mismo tiempo antes, ahora y después. La despertó la pesadilla de
construir un futuro perfecto. La despertó la sensación de que alguien la
veía, la soñaba y la veía soñar.

Una tarde, como muchas en que esperé su regreso, una mujer se acercó a la
esquina. Iba con una niña de cinco o seis años tomada de la mano. Me perdí
en las elucubraciones de pesar dónde estaría Alejandra, en los juegos de
construir un final para esa historia. La niña era un doble de la madre. La
mujer volvió su cara hacia mi ventana. Por un instante pensé en Alejandra,
pensé en su cabello movido por el viento y recordé la tarde en que la
conocí. Cuando quise ver de cerca a la mujer con la niña de la mano, ya
había cruzado la calle alejándose de la esquina. Pensé entonces que ella
era Alejandra y que había vuelto como lo prometió. Pero pensé en lo curioso
que esa mujer fuera de la mano de una niña: imaginé que esa niña con su
madre eran una alucinación más de la soledad; creí ver a una niña con su
madre; creí ver a dos personas y ahora pienso que solo era una. Pensé
entonces que había llegado el momento de olvidar a Alejandra. La niña, como
Alejandra aquella vez, era de nuevo un ángel para un final.
Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.