Andrenio vs. Robinson: la religión como agente y excusa en la colonización hispano-británica de América

May 20, 2017 | Autor: R. Gutiérrez Simón | Categoría: Religion, Max Weber, Colonization, Indigenismo, Puritanismo, Juan A. Ortega y Medina
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ANDRENIO VS. ROBINSON: LA RELIGIÓN COMO AGENTE Y EXCUSA EN LA COLONIZACIÓN HISPANO-BRITÁNICA DE AMÉRICA Rodolfo Gutiérrez Simón Universidad Complutense de Madrid Comunicación leída el 27 de abril de 2017 en el III Congreso Internacional sobre vínculos históricos entre España y Norteamérica: Raíces y herencia hispana ayer y hoy, Instituto Franklin de la Universidad de Alcalá de Henares Como muchos de ustedes sabrán, en el año 1905 Max Weber publicó uno de sus textos más conocidos y, desde luego, uno de los más interesantes: La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo. Aunque caben distintas lecturas sobre el mismo, la idea que más nos interesa retomar aquí podría resumirse del siguiente modo: el triunfo del capitalismo en el centro y norte de Europa habría estado determinado por una condición teológica típicamente protestante. Aunque es un asunto más o menos conocido, conviene a mi exposición que elabore mínimamente esta cuestión. Si en el catolicismo la salvación se produce por las obras, en el protestantismo (y Weber piensa sobre todo en el protestantismo ascético calvinista) la decisión de salvar o no a cada humano particular es algo que queda más allá de las posibilidades de éste: a ello se refiere la famosa predestinación protestante. Así las cosas, desde esta perspectiva religiosa los humanos poco o nada podemos hacer para ganarnos el paraíso; sin embargo, sí podemos entrever si alguien se salvará o no gracias a ciertos rasgos o cualidades entre los que Weber destaca, claro está, la buena marcha económica. Esto explicaría que el capitalismo (no necesariamente con la carga negativa que hoy le atribuimos: en Lutero y en Calvino la usura no están bien contempladas, no se refiere en modo alguno a la explotación del obrero, etc.; es más bien comprendido como un intento por ser productivo y por llevar una vida poco excesiva) triunfase, como he indicado, en ciertas partes de Europa. En contraposición, dice Weber, los hombres y mujeres del sur de Europa responderían a un tipo ideal diferente al que denomina “tradicional”: si un campesino de estas latitudes necesita 20 monedas diarias para sobrevivir, no trabajará más horas de las debidas a cambio de obtener 30 monedas.

Aunque, como todos los resúmenes, lo que he dicho hasta ahora tiene muchas carencias, creo que permite entender las claves de esta obra weberiana: el auge del capitalismo en una determinada región y, lo que es más importante, que sea una razón teológica la que ha impuesto un determinado modo de vida que a la postre ha resultado el imperante. Para que esta idea quede del todo articulada, es necesario recoger un concepto de Lutero que Weber, por supuesto, analiza: el concepto de Beruf. Es un concepto que no podemos traducir sin más al castellano: aunque lo que más se aproxima es la palabra “profesión”, resulta más ajustado hablar de vocación (se ajusta más la traducción inglesa calling) por cuanto tiene de llamada divina a un desempeño concreto en la vida y de cuyo correcto cumplimiento depende que tengamos pruebas de nuestra selección para la salvación. Con estos mimbres, puedo permitirme dar paso a quien será el verdadero protagonista de esta comunicación, Juan A. Ortega y Medina. Su apasionante vida merecería ser contada con mucho detenimiento, pero dada la limitación que una comunicación impone, voy a ceñirme sólo a los datos esenciales: fue un historiador español, nacido en Málaga en 1913 y fallecido en México DF en 1992. Es un caso paradigmático de lo que José Gaos llamó “transterrados”: tras luchar en la Guerra Civil por el bando republicano (perdiendo un ojo y la movilidad de un brazo), y tras pasar por un campo de concentración en Francia, emigró a México, donde consiguió llevar a cabo una carrera académica pletórica, plagada de premios y reconocimientos. Sus principales temas de interés fueron la Reforma y la Contrarreforma, la Historia de España y la de México, Humboldt y la historiografía, asuntos a los que dedicó muchísimos libros y artículos que felizmente se están publicando en el formato de Obras Completas en la UNAM (hasta ahora, han aparecido los tomos 1-4 y 6), gracias a sus dos discípulas más queridas: María Cristina González Ortiz y mi muy querida amiga Alicia Mayer González. Hechas las presentaciones, voy a dedicar los siguientes minutos a mostrar que las hipótesis de Juan A. Ortega y Medina (en particular en sus dos obras más importantes: El conflicto angloespañol por el dominio oceánico. Siglos XVI y XVII y, sobre todo, La evangelización puritana en Norteamérica. Delendi sunt indi) recogen y, a la vez, matizan las tesis weberianas para explicar la diferente manera en que se produjeron las colonizaciones y, sobre todo, evangelizaciones en la América hispana y en la América anglosajona. Creo que sus explicaciones no sólo resultan de gran

interés histórico, sino que permiten incluso comprender algunos comportamientos estrictamente contemporáneos. Asimismo, antes de acabar, y en relación con esto último, informaré del contexto en que Ortega y Medina analiza todo esto, a fin de que podamos hacernos una idea de sus motivaciones. Aludiendo a figuras literarias y artísticas de toda índole (en particular, tal y como refleja el título de mi intervención, al Andrenio del Criticón y al Robinson de la obra de Daniel Defoe), Ortega y Medina va a analizar los dos modos que tuvieron los españoles y los ingleses de encarar no sólo el mar, sino también el tipo de empresa que habría que llevar a cabo en América. Debo decir que si alguien, por algún motivo, decidiese llevar a cabo un estudio en el que poner a caer de un burro a Felipe II, disfrutaría mucho con la lectura de El conflicto angloespañol por el dominio oceánico. En dicha obra, como he anunciado, se enfrentan dos maneras de comprender el mundo que implican, claro está, dos maneras de comportarse en y frente a él. Por ser lo más breve posible, diré que lo teológico se entrecruza con lo vital de un modo decisivo: en el caso hispano, se produce un monopolio de los viajes transatlánticos en tanto en cuanto son organizados por la Iglesia y el Estado; los ingleses, en cambio, abogarán por un modelo de empresas privadas para esta clase de negocios, llegando a considerar héroe nacional a quien, desde el trono de El Escorial, pudiera considerase vil pirata: Francis Drake. El modo felipino de comprender las cosas hará que ni siquiera ante la palmaria evidencia de que le están ganando la partida opte por cambiar: defendella e no emmendalla es, como sabemos, su triste lema. A lo anterior contribuyen otros elementos decisivos como son la distinta manera que españoles e ingleses tuvieron de enfrentarse al mar; y, por supuesto, ya late algo de la Beruf, del trabajo esforzado en lugar de la búsqueda de lo simplemente necesario: tal cosa es lo que caracteriza al irreductible Robinson. Con estos mimbres podemos abordar la que, como he indicado, es la gran obra de Ortega y Medina: La evangelización puritana en Norteamérica. Delendi sunt indi. Es una obra prologada por Leopoldo Zea que, en primer lugar, resulta asombrosamente llena de nombres, fechas, lugares y datos. Así, para cualquier historiador que se precie de serlo, ha de ser una lectura obligada. Sin embargo, como yo soy filósofo, voy a centrarme menos en los datos para atender sobre todo a la tesis que se sostiene. Podemos reducirla a lo siguiente: una serie de motivos teológicos sirvieron como excusa a los colonizadores británicos para justificar la

explotación económica, la apropiación de tierras y el exterminio de los nativos; a su vez, son motivos teológicos los que llevaron a españoles (en el sur) y franceses (en el norte) a proceder de un modo bien distinto. Aunque los primeros encuentros con los indios de los (hoy) Estados Unidos de América con los peregrinos fueron pacíficos y cordiales (todos hemos oído hablar del Mayflower), conviene no idealizar las cosas. Los primeros visitantes, como ocurrió también con las expediciones españolas que comenzaron a ser conscientes de que eso no eran las indias, transitaron inicialmente por una visión idílica de América y de los indios (me permito aquí recomendar una obra de un compañero de trabajo de Ortega y Medina: Edmundo O’Gorman, La invención de América). Así, durante un tiempo se vio en América el paraíso perdido, única explicación posible para mantener la visión ecuménica del mundo. Dos tipos de problemas, sin embargo, empiezan a aparecer sin que pasase mucho tiempo. El primero, que la generosidad suele acabarse cuando escasean los bienes, empezando a producirse ciertos robos de maíz, etc. Menos acuciante, pero más profundo (y más interesante para nuestros intereses ahora), es otro punto: los indios, de momento considerados como seres puros o, en todo caso, neutros, han de ser evangelizados. Si esto es así se debe a una doctrina que Ortega y Medina trata específicamente en otro lugar y que a algunos de ustedes les sonará: el famoso destino manifiesto. El destino manifiesto no deja de ser un sentimiento típicamente judío según el cual el de Israel es el pueblo elegido por Dios. Esto tiene una implicación relevante (entre otras), a saber: la obligación de transmitir la palabra sagrada por toda la faz de la tierra. Este sentimiento, que como digo se atribuye originariamente a los judíos, habría sido heredado en buena medida por los ingleses y, claro está, por sus herederos norteamericanos. Retomo lo que decía: el indio debe ser evangelizado. Aquí está quizá la gran piedra de toque para diferenciar el procedimiento hispano/católico (pues en Canadá fueron sobre todo jesuitas franceses los que llevaron a cabo la evangelización) del anglosajón. En México, como es bien sabido, se llevaron a cabo grandes bautizos en masa; los jesuitas canadienses, por su parte, no tenían empacho en convivir con los indios, comiendo de su comida y, en último extremo, adaptándose a las costumbres locales. Los puritanos ingleses, en cambio, tenían una manera diferente de hacer las cosas: entra aquí en juego lo que se ha llamado, no sin acierto, el “racismo

TEOLÓGICO protestante”. Cierto es que los predicadores intentaban de buena fe (nunca mejor dicho) salvar las almas de los indios; sin embargo, acabada la predicación, se iban a comer a su casa la comida preparada por su esposa. Aún más grave: bajo ningún concepto estaba autorizado el mestizaje, algo que en la América hispana supuso un cierto enriquecimiento. Es de imaginar que los indios, aun con unos esquemas mentales diferentes a los occidentales, sintiesen un cierto resquemor ante estas actitudes. Aunque estoy resumiendo, pueden ya imaginar que las hostilidades fueron aumentando de manera paulatina y constante. Sin embargo, el punto decisivo se produce con un giro en la visión inglesa de América y del indio amparada (conscientemente o no) por autores como John Locke. Los colonos vieron grandes porciones de tierra que, dicho de manera clara, se desperdiciaban; si hablamos con un término de Weber al que ya me he referido, los indios tenían un tipo “tradicional” de vida que se limitaba a trabajar lo justo para subsistir. Sin embargo, una lectura de Locke nos dirá que la tierra ha de explotarla aquel que sea capaz de sacarle un mayor rendimiento. Sibilinamente, aquí se ha dado un cambiazo fundamental: ahora de lo que se trata es de justificar que esas tierras, desaprovechadas por sus dueños originarios, han de cambiar de manos. Como digo, Locke es una justificación filosófica; sin embargo, los empujones religiosos son siempre más efectivos: lo que hicieron estos autores fue emplear la doctrina religiosa de la predestinación para amparar la toma de la tierra. Los indios no están cumpliendo fielmente con la Beruf, no se están esforzando tanto como podrían Y NO TIENEN GANANCIAS; los ingleses, en cambio, sí lo harán, por lo que la tierra ha de ser explotada por ellos. Como consecuencia de lo anterior, tiene lugar un último giro. Recordemos que el libro al que me estoy refiriendo, La evangelización puritana en Norteamérica tiene un subtítulo bien claro: Delendi sunt indi. Lo que se produce, pues, es una demonización del indio (sobre la transformación en la visión del indio, Ortega y Medina tiene otro texto: Imagología del bueno y del mal salvaje). No es casualidad: el destino manifiesto que hace del pueblo elegido el transmisor de la palabra de Dios obliga a otra cosa que, estratégicamente, no he indicado antes, a saber: la aniquilación del diablo. Y esos indios, que plantaron batalla a los ingleses por defender sus tierras, eran también (a ojos de los interesados) seres malignos que se negaban a aceptar la palabra del verdadero dios. Todo estaba dado para que los

habitantes originarios de Norteamérica fuesen eliminados casi en su totalidad, explicándose así el tono de piel predominante de los Estados Unidos actuales. Esta historia, que he resumido muy rápidamente, tiene una serie de consecuencias obvias y otras, quizá, menos claras. De entre estas últimas, me gustaría destacar algunas. En primer lugar, que existe algo que Ortega y Medina llamó “americanidad insuficiente”: ya en el siglo XX, la academia estadounidense apreció que no había productos históricos propiamente suyos. Esto les llevó a adoptar una postura que nuestro historiador llamó “monroismo arqueológico”, y que se resume en la necesidad de comprar piezas artísticas e históricas mayas y aztecas para tratar de apropiarse ese patrimonio (y la justificación era muy ingeniosa: si alguien estaba dispuesto a vender tales obras, moralmente no merece poseerlas). Me gustaría dedicar los últimos minutos de esta intervención a tratar de poner en contexto el interés de Ortega y Medina en todas estas cuestiones. En primer lugar, evidentemente, está el propio interés que la historia de la Reforma y la Contrarreforma tienen de por sí, y también la historia de América de los últimos cinco siglos. Sin embargo, a mi modo de ver hay algo más. Recordemos que el historiador malagueño vivía en México, lugar que le acogió desde los años cuarentacincuenta del siglo XX. Como bien sabe el señor Trump, México tiene una larga frontera con los Estados Unidos, una frontera más difícil de atravesar en una dirección que en otra. Lo que él entrevió es que el destino manifiesto seguía latiendo en el corazón y el espíritu norteamericano, y previó el peligro de que el coloso Mammón se les echase encima. Esto, sin embargo, requiere una aclaración muy interesante. Como espero que sepan, vivimos en un mundo claramente secularizado. Y la cuestión es que también el destino manifiesto ha encontrado el modo de secularizarse. Prueba de ello la tenemos en el mundo contemporáneo: cuando un país cualquiera (en particular Estados Unidos, pero valen otros) quiere meterse en otro, nunca apela a causas religiosas (y muchísimo menos dice que va a Irak a coger petróleo o posiciones geoestratégicas), sino que van a llevar cosas como la democracia y la libertad. En último término, esto puede traducirse a “llevar el modo occidental de vida, que es el bueno”, frase que el día menos pensado podemos escuchar de los labios de Donald Trump o de Marine Le Pen.

Esta secularización del destino manifiesto, que he presentado aquí en su caso más extremo, tiene formas más sutiles de proceder, y a ellas temía Ortega y Medina. En particular, tal y como puede leerse en textos suyos sobre historiografía, es el colonialismo cultural el modo más fácil que tienen las grandes potencias de llevar a cabo sus nuevas conquistas. Así, Ortega observó que los estudios verdaderamente potentes sobre historiografía iberoamericana eran, fundamentalmente, soviéticos y norteamericanos (qué casualidad que así fuese en plena Guerra Fría). Por lo que él abogó, y se esforzó mucho en ello organizando congresos, revistas, publicaciones, etc., fue por auspiciar una historiografía iberoamericanista propiamente iberoamericana, la cual, sin restar valor a lo que se hacía en otros lugares, diese voz propia a la Academia local, permitiendo, entre otras cosas, disolver la leyenda negra o, al menos, extenderla: los colonos británicos no fueron mejores con los autóctonos que los “malvados” conquistadores españoles.

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