Análisis de fuentes relativas a la historia de los EE.UU. en el período de entresiglos (XIX-XX)

July 25, 2017 | Autor: Claudio Damian Sacco | Categoría: Historia de los Estados Unidos
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Descripción

Parcial de Historia
de los EE.UU.

Cátedra a cargo del Prof. Pablo Pozzi

Comisión de práctico a cargo de la Prof. Alicia Rojo

Alumno: Claudio Damián Sacco

L.U.: 22.724.153



Fuentes analizadas

Ley Sherman Antitrust (2 de julio de 1890)
John Hay: Circulares sobre "La Puerta Abierta" (6 de septiembre de 1899, 20
de marzo y 3 de julio de 1900)
Brooks Adams: "la guerra, fase extrema de la competencia económica" (agosto
de 1901)
La enmienda Platt (incluida en el Tratado de Reciprocidad Comercial firmado
por los gobiernos de EE.UU. y Cuba el 22 de mayo de 1903)
Randolph Bourne: "la guerra, salud del Estado" (1918)












Lista de abreviaturas por orden de aparición


EE.UU.: Estado Unidos

RU: Reino Unido

ESA: Estructura Social de Acumulación

IWW: Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales
del Mundo)

AFL: American Federation of Labor (Federación Americana del Trabajo)























Desde el fin de la Guerra Civil (1865) hasta la aprobación por parte del
Congreso de la Ley Sherman en 1890, los EE.UU. fueron escenario de
dramáticos cambios que afectaron los horizontes materiales y simbólicos de
su reproducción socio-estatal. Los más significativos consistieron en: a)
la reconstrucción económica de post-guerra iniciada en 1867 que implicó la
efectiva destrucción del esclavismo sudista al tiempo que consolidaba los
términos políticos de la industrialización norteña cifrados en altas
tarifas aduaneras[i]; b) la recurrencia de crisis económicas capitalistas
de sobreproducción o subconsumo, propiciatorias –con especial fuerza a
partir de la acaecida en 1873-, de la exploración de nuevas formas de
organización del trabajo que conducirían hacia fines del XIX a su
homogeneización en un marco industrial dominado por el incremento de la
composición orgánica del capital[ii]; y c) la concentración y
centralización de grandes capitales en entidades sui generis como el trust,
dependientes de un flujo de liquidez acumulado por el sector bancario
hegemónico del eje industrial-comercial nordeste (con epicentro en New
York)[iii]. Y si bien la existencia de estos cambios confirmaba el
histórico tránsito de una ESA basada en laissez faire a otra cimentada en
el capital monopolista o corporativo, las resistencias, que diferentes
sectores opusieron a dicho tránsito, darían por resultado la ley Sherman
Antitrust de 1890. De hecho, el imaginario librecambista cifrado en los
principios teóricos del mercado autorregulado, elevaba su vigencia
ideológica al plano de las decisiones estatales dotando de contenido a las
tres primeras secciones de la ley. La sección primera declaraba ilegal
cualquier convenio entre capitalistas (vg. bajo la forma de trust) que
limitase por colusión la fuerza autorreguladora de los precios generada en
el mecanismo de equilibrio competitivo entre oferta y demanda. De esta
forma, la sección primera consideraba ilegal y punible, "cualquier
confabulación por la cual se restrinja la industria o el comercio entre
diversos estados, o con naciones extranjeras" (Núñez García y Zermeño
Padilla: 1988; 189).
La sección 2 declaraba ilegal cualquier forma de monopolio efectivo
"sobre alguna parte de la industria o del comercio" (Idem; 189), mientras
que la sección 3 atacaba de forma explícita al trust en tanto que
confabulación restrictiva de la industria o el comercio (Idem; 189).
La sección 4 enmarcaba jurisdiccionalmente la ejecución de la ley en los
procuradores de distrito, supeditados a la dirección del Procurador
General. Aquellos operarían en los marcos de tribunales de equidad que
vigilarían el cumplimento del texto legal, administrando en caso de ser
necesario puniciones que no debían superar los cinco mil dólares o la
prisión por término no mayor a un año (secciones 1 – 3).
La sección 6 afectaba mayor dureza al declarar expropiable "toda
pertenencia que se posea en virtud de un contrato o de una sociedad, o que
provenga de una confabulación (…) como la que se indica en la sección 1"
(Idem; 190).
La sección 7 estipulaba las cláusulas restitutivas de los damnificados
por el ejercicio de la colusión monopólica, mientras que la sección 8
aclaraba que el término "persona" era extensible "a las compañías y
sociedades" (Idem; 190).
Por esta ley articulada en siete secciones, el gobierno federal pretendía
salvar un modelo de acumulación basado en aquel mercado autorregulado que
daba paso a la competencia feroz intercapitalista. Sin embargo, en tren de
ponderar los alcances reales de la ley Sherman, debemos decir que se mostró
profundamente incapaz de ceñir un proceso estructural acelerado por la
crisis de 1873[iv]. Piénsese que fueron las necesidades inexorables de la
ganancia "las que impulsaron la constitución de los trust" (Daniel Guerin y
Ernest Mandel: 1972; 41). En un principio, la salida a una competencia
ruinosa entre colosos consistió en el establecimiento de precios
consensuados para repartirse alícuotas de los mercados (ya fueran de
capital o de bienes de consumo). Claro que dicha salida pudieron ponerla en
práctica aquellos mismos capitalistas que habían provocado con sus
estrategias de absorción la quiebra de cientos de empresas en sus
respectivas ramas de actividad. Exponentes emblemáticos al respecto
continúan siendo John D. Rockefeller con la Standard Oil (petróleo), Andrew
Carnegie con la United States Steel Corporation y el banquero J. Pierpont
Morgan. En el caso de la Standard Oil, las empresas ferroviarias que
beneficiaban a Rockefeller con un precio diferencial en la tarifa de
transporte, le permitieron fijar un precio de venta que acabó desplazando a
buena parte de las cientos de petroleras que se disputaban el mercado[v].
Así las cosas, acabaría siendo mucho más fuerte que la ley Sherman
aquella otra ley gestada en la transición de la ESA, conforme a la cual,
pesaban más las necesidades estratégicas de los capitalistas que requerían
aumentar sus márgenes de beneficio para saldar el incremento de su capital
constante (vg. maquinaria y desarrollo de nuevas tecnologías), que las
necesidades del ciudadano-consumidor que participaba con márgenes de
decisión irrisorios en mercados modificados por la creciente integración
vertical de las ramas económicas.
De esta forma, "el censo de 1900 (revelaba) 185 combinaciones
industriales que concentraron menos de la mitad del 1% de los
establecimientos manufactureros" (Nigra: 2007; 35-36), en tanto que trece
años después el "poder combinado de Morgan & Co. y de los First Nacional y
Nacional City Banks"[vi], lograrían dominar no sólo las finanzas, sino
también buena parte del sistema de transporte, de comercialización, de
producción industrial y de servicios públicos (vg. telefonía, gas,
telégrafo, etc.)[vii].
Vale preguntarse entonces, ¿cuál resultó ser el campo de aplicación de
esta ley antimonopólica en la tierra de promisión de los capitales
monopolistas? Dicho campo fue el de las organizaciones sindicales de
trabajadores, las cuales "corrían" los sacros principios del mercado
autorregulado mediante la monopolización del factor de producción
"trabajo". De esta manera, la huelga resultó criminalizada en tanto que
coacción organizada por los trabajadores contra esa libre concurrencia que
avasallaban todo el tiempo sin punición ninguna los magnates del capital
reconcentrado. Al menos para estos últimos, la ley se convirtió en un
cenotafio jurídico sobre cuyo mármol pudieron inscribir promediando el
siglo XX: "más de la mitad (54,6%) de (nuestras) ganancias provinieron de
operaciones realizadas fuera de los EE.UU.".[viii]
En el pasaje del siglo XIX al XX, los EE.UU. sepultaron definitivamente
el idílico sueño jacksoniano de una nación de colonos propietarios de sus
instrumentos de producción y ejercitantes de una democracia rural,
convirtiéndose de forma acelerada en una gran potencia industrial que
ocupaba militarmente lejanas regiones para hacer recaer sobre ellas el peso
de sus determinaciones políticas y económicas.
Aún cuando esta imagen pudiera hacer lugar a matizaciones, válido es
señalar que a partir de la experiencia bélica triunfante que supuso la
guerra Hispano-norteamericana de 1898, los EE.UU. consiguieron integrar las
múltiples problemáticas de su espacio interno en la arena de arriesgadas
posibilidades que les brindaba el espacio externo. Más aún, las divisorias
políticas que hasta entonces señalaban los límites entre ambos espacios,
comenzaron a desdibujarse dentro de un único espacio vital: el
imperialista. De esta forma, una preocupación básica de los intelectuales
estadounidenses en general y de las corrientes historiográficas en
particular, consistió en dar una explicación coherente –otras veces solo
ideológica-, al inicio de la expansión imperialista que quebró el viejo
aislacionismo continental.
La intelectualidad epocal ligada a la izquierda socialista, siguió en
líneas generales las tesis de Hobson respecto del imperialismo como
expediente político para satisfacer la demanda por mercados donde colocar
la sobreproducción -y eventualmente las inversiones-, y de los cuales
obtener materias primas[ix]. Otras teorías en cambio pretendieron esconder
la responsabilidad del gran capital monopólico, atribuyendo la
responsabilidad por el ingreso de EE.UU. en la senda expansionista
ultramarina a la prensa sensacionalista de un Hearts, o bien a
intelectuales estratégicamente situados como T. Roosevelt y H. C. Lodge[x].
Más allá de estas discusiones, lo cierto es que en virtud de todos los
condicionantes heredados del período aislacionista la guerra de 1898 dio a
EE.UU. un imperio más potencial que real. Piénsese que para el año 1895,
EE.UU. contaba con un ejército federal de apenas 27.495 efectivos[xi].
Agréguese a ello que entre 1899 y 1901 debió enfrentar la rebelión
guerrillera que en Filipinas le plantó Emilio Aguinaldo y en virtud de la
cual acabó sufriendo 4.200 bajas y 2.800 heridos. Estas cifras
representaban el 25% de los efectivos contabilizados en 1895. Puede suceder
que los "halcones" como T. Roosevelt y Cabot Lodge impulsaran desde las
altas esferas un política expansionista agresiva, pero no resulta menos
cierta su carencia de medios de violencia positivos a partir de los cuales
conquistar el poder y sobre todo, retenerlo. Desde esta perspectiva de
análisis, cobran pleno sentido histórico las circulares de John Hay acerca
de la política estadounidense de las "Puertas Abiertas". En las circulares
de 1899, el secretario de Estado de McKinley propone al resto de las
cancillerías europeas con intereses en China, zanjar sus diferencias
respetando los principios estructurantes del librecambio. De este modo John
Hay trataba de reducir las pérdidas económicas que al expansivo capital
manufacturero de su nación podía significarle un recrudecimiento de la
política de "esferas de influencia" en China. Esta política podían
sostenerla Estados con mayor despliegue y presencia militar, siendo ellos
Alemania, Rusia y sobre todo Japón. Por otro lado, la tradición
librecambista de los ingleses, sumada a su temor por la consolidación de un
bloque capaz de aislar al RU de los suculentos beneficios que deparaba
China, fueron factores que explicaron el alineamiento de dicha potencia con
la política de Hay. En virtud de lo dicho, las circulares de John Hay nos
permiten visualizar los riesgos inherentes a la dramática ruptura del
aislacionismo continental en el marco finisecular de la rivalidad
interimperialista. Dicha rivalidad reducía una brillante civilización
milenaria a un simple mercado donde reproducir las ganancias y
contradicciones propias de las formaciones sociales capitalistas
occidentales y del Japón. Sin embargo, el precario equilibrio de poder
entre las potencias, condujo en más de una vez a la colisión de intereses.
La circulares de Hay trataban de zanjar por la diplomacia aquello que el
Estado norteamericano no podía zanjar por las armas. La pregunta que se
impone es ¿por qué debía embarcarse el Estado en la tenaz empresa de
promover circulares defensoras del librecambio en China?
Por la simple razón de que a través del librecambio serían los
capitalistas de EE.UU. quienes obtendrían mayores márgenes de ganancia en
el mercado chino, en razón de su mayor potencia industrial que al abaratar
los costos de sus exportaciones quedaba capacitada para desplazar a los
capitalistas de las otras nacionalidades[xii]. Para 1899, esta salida
librecambista se expresó en tres puntos clave de sus circulares, como ser:
A) Primero: proteger la libre circulación de mercancías y capitales
abrogando para ello la posibilidad de que una potencia impida el desarrollo
de los negocios de otra en el territorio que aquella considera como su
esfera de interés. B) Segundo: Impedir la generación de políticas
arancelarias de privilegio, ni siquiera en las propias esferas de interés;
y C) Igualar los aranceles portuarios y los fletes internos en todas las
esferas de interés a todas las potencias participantes del mercado chino.
Si bien las circulares de Hay fueron reconocidas a regañadientes por las
restantes potencias, fue la reacción nacionalista china encarnada en los
boxers la que planteó los más serios problemas a la política de Puertas
Abiertas entre 1899 – 1900. De allí que en las "segundas notas de puerta
abierta" (LaFeber: 1991; 81), Hay insistiese, una vez derrotada la revuelta
boxer, en la necesidad de que las potencias conserven la integridad
regional y administrativa de China. Nuevamente un doble proceso condiciona
la decisión del secretario de Estado. Por un lado la necesidad de expandir
mercados ultramarinos a los cuales los EE.UU. se encuentran integrados
desde por lo menos un siglo. Por otro lado, la imposibilidad militar
concreta de neutralizar al resto de las potencias incluida China.
John Hay reconocía la debilidad del incipiente imperio en una carta
fechada el 14 de septiembre de 1900. Si recortamos lo más significativo de
esa misiva obtendremos una visión más clara del contexto en que fueron
producidas las circulares: "nuestra opinión pública no nos va a dejar
interferir con un ejército para que otros roben. Además no tenemos
ejército".
Aún cuando pudiera sonar a exabrupto la consideración final, no carece de
toda validez aquella posición que sostenga las enormes dificultades
norteamericanas de poner un pie firme en China, máxime si consideramos lo
dificultosa que resultó ser la represión del movimiento guerrillero de
Aguinaldo en Filipinas. Las cosas serán desde el vamos muy diferentes
cuando se trate de un espacio geográfico más cercano a EE.UU. En Cuba y
Puerto Rico no habrá necesidad de prácticas librecambistas.
El fin del siglo XIX fue testigo de un reajuste geográfico del equilibrio
de poder entre las potencias europeas, del cual no quedaron fuera EE.UU. y
Japón. La Conferencia de Berlín de 1884 – 1885, procuró el reparto del
botín africano entre las potencias europeas. De este modo, Inglaterra,
Francia y Alemania recibieron premios grandes, mientras que a Portugal,
Bélgica, Italia y España, les tocaron premios consuelo.[xiii] Esta
distribución del botín guardaba relación con el avance del capitalismo
industrial en Estados como el RU y Alemania. Los capitalistas de estos
países requirieron el compromiso estatal –una de cuyas expresiones
consistió en la guerra colonialista-, para sostener sus tasas de
ganancia[xiv], compromiso que se expresa abriendo mercados por medio de la
diplomacia o los cañones.
EE.UU. no pudo escapar a una lógica que hundía sus raíces en las
contradicciones mismas de la revolución industrial. Y entre los
intelectuales norteamericanos que expresaron epocalmente este tenso momento
de las relaciones internacionales conocido como Paz Armada (1875 – 1914),
hallamos a Brooks Adams, escritor, historiador y descendiente de dos
presidentes de los EE.UU.[xv]
Desde su perspectiva, el sistema internacional creado en torno al
capitalismo de laissez faire estaba hundiéndose víctima de una crisis en el
polo europeo. A partir de 1873, dicha crisis fue llegando en sucesivas
oleadas a EE.UU., confiscando parte de su superávit comercial[xvi] mediante
la liquidación de préstamos que provocaron entre 1890 – 1901 déficits
recurrentes en la balanza de pagos[xvii]. En esta lectura cortoplacista de
la crisis, Adams postuló que la salida estadounidense a una inminente
crisis del crédito (por transvase de oro a los acreedores externos) había
consistido en el reajuste estructural de todo su sistema industrial y de
transporte[xviii]. Podrían ser aportadas infinidad de pruebas que avalarían
este postulado. Consideraríamos al respecto: el triunfo mismo del Norte
industrialista sobre la formación económico-social esclavista del viejo
Sur; los efectos expansivos acarreados sobre la economía nacional por la
Ley del Hogar de 1868, que hizo viable un prodigioso loteo de tierras
públicas que aunque no marginó del proceso a los especuladores, también
favoreció con millones de acres a genuinos colonizadores[xix],
"multiplicando por seis o siete el número de granjas" (Nigra: 2007; 9). De
esta manera, a un proceso de expansión agrícolo-ganadero hacia las tierras
del Oeste, se agregó la intensificación de un desarrollo industrial que a
partir de fines de siglo afectó por igual a las regiones atlánticas al
Norte y al Sur del paralelo 35. Así las cosas, mientras el viejo Sur
desarrollaba acerías en Birmingham (Alabama) y pozos petroleros en Arkansas
y Texas, las ciudades más populosas del nordeste se abocaban a la dura
tarea de absorber un flujo migratorio agigantado que su industria y
comercio supo utilizar para rentabilizar sus capitales a través de salarios
misérrimos[xx].
Retomando el modo en que Brooks Admas conceptuaba todo este crecimiento
económico, debemos decir que en su opinión los EE.UU. iban camino de
convertirse, por efecto de la potencia de su industria, comercio y moneda,
en una nación acreedora de las economías europeas. Por ende, esta situación
amenazaba destruir un sistema de equilibrio basado en el patrón oro, el
mercado autorregulado y el Estado-nacional como principal actor de la arena
política internacional[xxi]. En virtud del grado de mutua integración
económica al que habían arribado los Estados capitalistas metropolitanos,
las decisiones de uno de ellos podía acabar precipitando en la ruina a
algún otro, o acaso poner en crisis al sistema en su conjunto. Esta
situación según Adams se veía agudizada desde el momento en que los EE.UU.
lograron quebrar el virtual monopolio europeo en la oferta de manufacturas.
Para 1901, las políticas proteccionistas de administraciones como la de
Harrison y McKinley, habían alcanzado el prodigio de consolidar la
producción manufacturera interna para un mercado nacional de dimensiones
continentales, sin descuidar por ello la exportación de bienes primarios a
mismos países industriales del Viejo Mundo a los que se les cerraba los
puertos de importación. Este tipo de situación podía comprometer de hecho
la acumulación capitalista de las potencias europeas, aunque el movimiento
mismo del colonialismo entre los años 1870 y 1918, acabaría impugnando las
tesis de Adams acerca de un choque frontal entre los EE.UU. y Europa. No
obstante lo dicho, es curioso darle la razón en un punto clave, a saber: en
el sistema mundial del que Brooks Admas fue testigo, la guerra se
presentaba como fase superior de la competencia económica. Este presupuesto
originado en la empírica observación del movimiento internacional de los
precios relativos, los capitales, los mercados y en última instancia, de la
creación de valor; condujo a un intelectual británico como J. A. Hobson a
conclusiones similares y contemporáneas de las de Adams.
Puede advertirse entonces, que meteórico ascenso de los capitales
concentrados requirió la explícita reformulación de los modelos teóricos
que por entonces se habían utilizado para dar cuenta de las relaciones
políticas y económicas entre las naciones. No se trataba en esta nueva
coyuntura de explotar las "ventajas comparativas" a través de pacíficas
relaciones de intercambio. Por el contrario, el poder de un Estado
ambicioso y decidido a sostener su tasa de crecimiento económico, debería
apoyarse y sufragarse con la guerra. Así lo identificó Adams,
considerándola el precio más barato que debía pagarse para hacer efectivo
un "reajuste radical del equilibrio económico mundial" (Núñez García y
Zermeño Padilla: 1988; 588). Y ciertamente fue consciente de cuán
gigantesca resultaba la tarea en el caso de una nación que contaba para
1900 con cerca de 76.100.000 de habitantes[xxii] y cuyo ejército federal
apenas si superaba en 1895 los 25.000 efectivos[xxiii].
A pesar de ello, para Brooks Adams, como así también para Albert J.
Beveridge[xxiv], los vientos del destino manifiesto podían hinchar el
velamen de la nave imperialista, dado que ambos consideraban a la raza
anglosajona poco menos que heredera de la tierra toda. En este sentido, la
guerra no sólo expresa una agudización de la competencia económica por
mercados, capitales y materias primas. También expresa ese duro
revestimiento epocal de la ideología empresarial que fue el darwinismo
social. Desde esta matriz ideológica, defenderse atacando devenía -y
deviene- una acción de alta racionalidad política, con lo cual surge una
pregunta impostergable: ¿han renunciado los EE.UU. a considerar la guerra
como una fase extrema de la competencia económica? ¿Puede un imperio
considerar siquiera la existencia de otro camino a la acumulación
capitalista que no se halle cifrado en la compulsión más o menos
desembozada de naciones enteras?
Por el Tratado de París del 1º de enero de 1899, las autoridades
colonialistas españolas entregaron el poder al general John Brooke,
designado gobernador militar en Cuba por el presidente McKinley.
Si consideramos a la enmienda Platt de 1901 como una mediatización
articulada de la soberanía cubana[xxv], y consideramos la guerra entre
EE.UU. y España como una guerra colonialista entre poderes imperiales en
ciclos vitales opuestos, vale preguntarse acerca de ¿qué factores
específicamente norteamericanos explican de forma plausible la colisión
bélica con España?; ¿por qué motivo no se produjo esta colisión en la
administración de Cleveland (1893 – 1897) y se produjo en la de McKinley?;
Para responder la primera pregunta, consideremos entonces el primer
artículo de la enmienda. Por el mismo quedan mediatizadas las relaciones
políticas exteriores de Cuba. Esta nación no podrá "permitir que cualquier
potencia o potencias extranjeras obtengan mediante colonización o con
propósitos militares o navales, o cualquier otro, el asentamiento en la
mencionada isla".[xxvi] Entre las razones de índole estructural se
manifiesta el horizonte ideológico del Doctrina Monroe de 1823, "América
para los americanos" (ergo, para los estadounidenses). Dicha ideología fue
expresada en una época donde el colonialismo de corte mercantil dejaba
ciertos resquicios a la competencia entre países industriales. Sin embargo,
hacia fines del siglo XIX y tomando en cuenta el prodigioso crecimiento de
la economía norteamericana, como asimismo el cierre de sus fronteras
continentales[xxvii], la frase de Monroe se transformó en un imperativo
político para ciertos sectores. Dice Howard Zinn al respecto, que para la
década de 1890 "la ideología expansionista estaba muy extendida en las
altas esferas militares, políticas y financieras" (Zinn: 1999; 222). Y
estos factores políticos y económicos que explicarían la colisión bélica
con España, cobran real dimensión si tomamos en cuenta que desde mediados
del siglo XIX era muy significativa la presencia de capitales
norteamericanos en la economía cubana. Ni bien desatada la revolución
martiana de 1895, temiendo confiscaciones de ambos bandos sobre sus
propiedades, los titulares norteamericanos de las mismas llamaron en su
auxilio al presidente Cleveland. Este no los socorrió. Su inacción se debió
menos a las convicciones aislacionistas que a las condiciones críticas de
una economía sacudida por la crisis de 1893, la cual era percibida aún
desde el marco teórico del bimetalismo conforme al cual, la guerra
generaría sobreemisión monetaria, incremento del gasto público, inflación y
por ende, la profundización de la crisis. No tenía sentido desde este marco
de referencia tomar la iniciativa en Cuba. Sin embargo, durante la
presidencia de McKinley esta situación cambio como resultado de dos
fenómenos temporalmente convergentes: 1) la crisis del sistema de Puertas
Abiertas en China y 2) la radicalización del movimiento revolucionario en
Cuba.
Agredir a España en una guerra rápida conducida directamente por el
Ejecutivo, pasó a ser la mejor manera de asegurar la satisfacción combinada
de los capitalistas monopólicos sedientos de mercados, de los plantadores
norteamericanos dueños de ingenios en Cuba y de los políticos y militares
expansionistas que soñaban desperdigar bases navales por todo el Caribe
para ejercer un control hemisférico. De esta forma, la coyuntura y la
decisión presidencial de McKinley, permitieron a los EE.UU. poner un pie en
el Caribe (Cuba y Puerto Rico) y el otro en el sudeste asiático
(Filipinas).
Confiscada la soberanía cubana, el segundo artículo de la enmienda no
hizo más que validar la alianza de base entre capital monopólico y Estado.
Cuba se veía sujeta a no "asumir ni contratar deuda pública alguna para
pagar los intereses de la ya existente". En esta mediatización de las
relaciones económicas con el exterior, EE.UU. internalizaba su poder
económico en Cuba. El espacio interior y el exterior de la política y
economía nacionales se fusionaban en un único espacio imperialista, con
diferenciadas formas de gestión[xxviii]. De esta manera, el comercio que
vinculaba a ambos países y que hasta 1897 contabilizó 27.000.000 de
dólares, se había disparado a 300.000.000 en 1917[xxix]. Los capitales
norteamericanos también pasaron a controlar los ferrocarriles, las minas y
las propiedades azucareras nativas devastadas por la guerra[xxx]. Por otro
lado, los militares norteamericanos (en especial los expansionistas),
hicieron sus primeras armas como gobernadores provisionales, asegurando con
su presencia las condiciones represivas favorables a la acumulación[xxxi].
La enmienda Platt no olvida a estos garantes del capital monopólico en
expansión, cuando en su artículo VII se hace conceder por una falsa
soberanía cubana, "las tierras necesarias para establecer estaciones
navales o carboneras".[xxxii] Esta mediatización de la soberanía
territorial cubana, halló otra forma de expresión en el artículo VI,
conforme al cual "la isla de Pinos será omitida de los límites de
Cuba".[xxxiii] De hecho las decisiones tomadas durante el período de
ocupación militar por dichos funcionarios (vg. la creación de una guardia
rural represora del campesinado y de los jornaleros agrícolas), serían
ratificadas y validadas constitucionalmente por efecto de las disposiciones
del artículo IV. Pero el artículo que expresó con fuerza la indivisibilidad
del espacio imperial en que se hallaba presa Cuba, fue el número III,
conforme al cual los "EE.UU. pueden ejercer el derecho de intervenir para
(…) el mantenimiento de un gobierno apto, para la protección de la vida, la
propiedad y la libertad individual".[xxxiv] El consabido argumento
imperialista que justificaba las intervenciones militares en aquellos
países donde se hallasen en peligro las vidas y propiedades de ciudadanos
norteamericanos, pasó a cobrar por primera vez fuerza de ley en la Carta
Magna de un país sojuzgado. Si bien la enmienda Platt fue presidida por la
enmienda Teller de 1898 –que impedía formalmente la anexión de Cuba-, y si
bien existieron movimientos como la Liga Antiimperialista Americana que
movilizaron la adhesión de miles de personas[xxxv], la cada vez más sólida
alianza entre los intereses económicos y políticos en el marco de una ESA
en transición, acabó por unificar la adhesión de cientos de miles de
trabajadores a la causa chouvinista de 1898. Ellos darían su sangre en
intervenciones y guerras que tenían por objeto mantener la acumulación
monopolista y su correspondiente estructura de clases.








En las primeras dos décadas del siglo XX, el proceso de fusiones de
capitales en los EE.UU, había alcanzado su cenit. Parte del éxito era
debido a una renovación tecnológica de los bienes de producción, como así
también de los principales insumos industriales y de técnicas de
organización del proceso productivo, todo lo cual acabó redundando en el
pasaje del sistema de control simple sobre el trabajo, al sistema de
control directo u homogeneización.
Esto produjo una rápida transformación del mercado de trabajo,
conforme a la cual, el trabajador semicalificado ganó presencia
cuantitativa en relación con el trabajador calificado de formación
artesanal. Este último había sido dominante en la vieja estructura fabril,
poniéndole un freno a la acumulación del patrón mediante el control y
regulación temporal y económica de la jornada de trabajo[xxxvi]. El marco
general de las condiciones sociales de existencia para la mayor parte de
los obreros urbanos resultaban pésimas. El salario medio apenas si alcazaba
para cubrir las necesidades de alimentación, en tanto que la oferta de
vivienda escaseaba o era inalcanzable para la familia obrera que quedaba
obligada a medrar en condiciones de insalubridad y promiscuidad extremas.
Ante este cuadro, los obreros descalificados que comenzarían a nucleares
junto con otros calificados, en la IWW. Esta organización obrera de nivel
secundario había sido fundada en 1905. Su sindicalismo revolucionario
buscaba destruir la supremacía de la AFL, asociación que nucleaba
trabajadores de oficio, más conservadores en lo social e inclinados al
pacto político con las patronales y el Estado.
Este somero cuadro de la vida social, debe completarse hacia 1918 con un
hecho clave en la historia de los EE.UU., como fue su participación armada
como potencia de primer orden en la Ira Guerra Mundial.
De no presentar estas dos dimensiones de la misma realidad social, no
podría comprender el punto de vista que expresa Randolph Bourne en su
texto. Dicho autor da cuenta manifiesta los nuevos contenidos ideológicos
implicados en la transición de la ESA liberal a la corporativa. En un época
de inestabilidad, cruzada por fusiones de capital, quiebras estruendosas,
maquinización y pauperización de las condiciones laborales, la guerra
deviene un poderoso instrumento para la creación supraordenada de consenso.

Como bien señala Bourne, instalada la guerra como empresa de poder, el
Estado cobra una fuerza inusitada para contener todo tipo de reclamos (de
clase, sectoriales, provenientes de minorías activas, etc.) La oposición
queda abrogada por considerársela una puerta abierta al enemigo asechante,
mientras que se difunde por doquier el unanimismo que identifica partido-
gobierno-Estado como un solo bloque al que se debe obediencia. Y así como
la economía capitalista resulta determinada por la creación de plusvalía o
ganancia, la lógica de la empresa bélica en manos del Estado guerrero cifra
sus horizontes máximos de realización en las lealtades inquebrantables,
cuando no regimentadas. Esta caracterización antropológica –por hobbesiana-
del Estado generando poder a través de la creación de un enemigo externo e
interno, podría hacernos perder de vista los múltiples resortes económicos
que movilizan los esfuerzos bélicos. Sin embargo, las tesis principales de
Bourne pueden aplicarse bien a una época de activación social y política de
las clases trabajadoras, atravesada por el desarraigo de amplias masas de
población campesina migrante, que exigen por parte de la clase dominante el
despliegue de mecanismos ideológicos efectivos. De esta manera, la guerra
acaba siendo un excipiente terapéutico para curar los males propios de la
acelerada modernización capitalista. Vale tener presente que al menos hasta
ese año 1918, los estadounidense habían experimentado la óptima y rápida
victoria sobre España de 1898, el triunfo sobre las guerrillas filipinas
del período 1899 – 1902, como así mismo, otras exitosas excursiones
militaristas en el Caribe, Centroamérica y México. De esta forma, la
opinión pública podía ofrecerle al Estado ambicioso de manipularla, unos
márgenes de maniobra que no brindaría con posterioridad a experiencias
frustrante como fue el caso de Viet-Nam.
Por último señalaré, que la principal función de la guerra en tanto que
espantajo de un aparato estatal servidor del gran capital monopólico,
consistió en disciplinar a las masas trabajadoras detrás de determinados
símbolos de carácter jingoísta (entre los cuales destaca la bandera). Sin
embargo, como bien advertía el mismo Bourne en 1918, este proceso
encontraba sus límites cuando trataba de reducir a un movimiento obrero
revolucionario como la IWW.[xxxvii] Y aunque no explique las razones del
por qué el proletariado resiste con mayor fuerza este movimiento
uniformizador del Estado en épocas de guerra, deja en claro que el
principal apoyo proviene de las "clases significativas"[xxxviii] (elementos
burgueses y gente del común). La progresión de esta ideología belicista-
unanimista, base del consenso hegemónico, generará en la historia
norteamericana episodios de histeria masiva –jerárquicamente manipulados-
como el maccartismo de los años cincuenta o más recientemente los atentados
a las torres gemelas del 11 de septiembre de 2001. Ese enemigo que está más
allá y está aquí y en todas partes, también resultó exacerbado, cuando no
creado ex profeso, durante el período de transición hacia una ESA
fortalecedora de la acumulación monopolista.



























Notas
-----------------------
[i] Cfr. Beard: 1962; 349-362.
[ii] David Gordon, Richard Edwards y Michael Reich desarrollan el concepto
de homogeneización del trabajo los siguientes términos generales: a) como
etapa histórica subsiguiente a la de proletarización inicial que cubriría
el período 1820 hasta fines del XIX; b) como respuesta patronal
experimental a las resistencias que oponía a la explotación capitalista un
mercado laboral estructurado en torno a trabajadores calificados
capacitados para ejercer un control efectivo sobre el proceso de producción
en el ámbito fabril; y c) como serie de reformas institucionales al régimen
de acumulación cifradas en el aumento de la composición orgánica del
capital, la persecución y/o absorción de organizaciones sindicales de
trabajadores, la extensión de un mercado de trabajo nacional, el aumento
relativo de los operarios semicalificados que reflejaban una transición del
control efectivo del proceso productivo al sector patronal mediante cuadros
supervisores (vg. capataces), el acelerado proceso de fusiones inter-
capitalistas del que emergerían entidades centralizadoras del capital
global (vg. trust, cartel, pool, etc.) y la creciente hegemonía del capital
bancario centralizado que daría origen por fusión con el capital industrial
al capital financiero monopolista. Cfr. Gordon et. al.: 1986; 31-32.
[iii] Como bien señala al respecto Fabio Nigra, el capital líquido sirvió
de nexo para unir la incorporación de innovaciones tecnológicas -bajo la
forma de bienes de capital rentabilizadotes de la fuerza de trabajo-, con
la producción masiva de bienes y servicios. Cfr. Nigra: 2007; 32. Por otro
lado, como señalara en 1913 el Comité Pujo, New York alcanzaba a concentrar
en el año 1911 "el 21,73 por ciento del total de recursos bancarios del
país" (Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 641).
[iv] Como bien señala Nigra, "a partir de aquí (…) empieza a generarse una
transformación estructural dentro del patrón de acumulación (conforme a la
cual) comienzan a jugar (…) crecientes inversiones de capital en
actividades productivas (…) desarrollos tecnológicos que permitirán el
incremento de la productividad (…) y un mercado crecientemente integrado.
Cfr. Nigra: 2007; 31.
[v] Cfr. Nigra: 2007; 36.
[vi] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 643.
[vii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 643-648.
[viii] Cfr. Leo Huberman y Paul Sweezy: 1973; 258.
[ix] Sostenía el editor socialista Algernon Lee: "la guerra se hizo
inevitable, a fin de que los Hills, los Rockefeller, los Havemeyers, los
Carnegies, los Pierpont Morgans puedan recoger su cosecha…". Cfr. Philip
Foner: 1975; 358.
[x] Cfr. Philip Foner: 1975; 361-362.
[xi] Cfr. Chiaramonte: 2003; 281.
[xii] Cfr. La Feber: 1991; 80.
[xiii] La caracterización del reparto entre las potencias europeas en
términos de "premios gordos" y "premios consuelo", podemos hallarla en
Henri Wesseling: 1999; 447.
[xiv] Para explicar en qué consiste la ESA primero debemos hacer una
caracterización del proceso de acumulación de capital descomponiéndolo en
sus "tres grandes eslabones: 1) la inversión, 2) la organización del
proceso de trabajo y 3) la realización de la producido con lo que se
recupera lo invertido y se obtiene el beneficio" (Pozzi, P y Nigra F.;
2003; 11-15). A partir de esta caracterización podremos comprender que el
concepto de ESA "busca ocuparse de los efectos del entorno político-
económico en las posibilidades de acumulación de capital de los
capitalistas individuales" (Gordon et. al.: 1986: 41). El entorno debe ser
estable para favorecer las inversiones de capital que renuevan su
acumulación ampliada. Con esta herramienta conceptual podemos comprender
que el pasaje de ESA de fines de siglo XIX en los EE.UU., requirió del
compromiso imperialista del propio Estado, para asegurar a sus capitalistas
(individuales y sobre todo, corporativos), la rentabilidad de sus capitales
por medio de la apertura compulsiva de mercados en el Caribe y el sudeste
asiático.
[xv] Del segundo presidente constitucional, John Adams (1797 – 1801) y del
quinto, John quince Adams (1825 – 1829).
[xvi] Según Fabio Nigra, "los EE.UU., en el último cuarto del siglo XIX y
principios del XX, mantuvieron importantes superavits comerciales, con
fundamento en un 50 y un 60% de productos agrícolas". Cfr. Nigra: 2007; 47.
[xvii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 583.
[xviii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 584.
[xix] Cfr. Beard: 1962; 354.
[xx] Estos trabajadores inmigrantes fueron por lo común operarios
semicalificados en las fábricas de tejidos de algodón, calzado, lana y en
especial en las minas. Cfr. Nigra: 2007; 23.
[xxi] Cfr. Chiaramonte: 2003; 283.
[xxii] Cfr. Beard: 1962; 356.
[xxiii] Cfr. Chiaramonte: 2003; 281.
[xxiv] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 579 – 582.
[xxv] La historiadora cubana Marifeli Pérez-Stabile ha acuñado el concepto
de "república mediatizada" para referirse al período histórico en que se
halló vigente la enmienda Platt (1901 – 1934). Cfr. Pérez Stabile: 1998; 74-
109.
[xxvi] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 333.
[xxvii] "Para 1890, la sociedad norteamericana ya había alcanzado los
límites de sus fronteras físicas a la vez que se intensificaban las
llegadas de inmigrantes de Europa oriental y meridional". Cfr. Víctor
Arriaga: 1991; 47.
[xxviii] Por medio de la ley Foraker de 1900, Puerto Rico pasaba a ser un
territorio no incorporado a la Unión, mas no por ello independiente de la
soberanía del Congreso de los EE.UU. De esta forma, se creaba un
instrumento de expansión colonialista que tranquilizaba los ánimos de los
racistas domésticos que temían una progresiva integración de "razas
despreciables" al cuerpo político-constitucional estadounidense. A
diferencia de Puerto Rico, en Cuba la enmienda Platt pretendió crear la
ficción constitucional de una república plenamente soberana que sólo
recibía protección militar y dirección política por parte de una
civilización "superior". Cfr. LaFeber: 1991; 70.
[xxix] Cfr. LaFeber: 1991; 69.
[xxx] Cfr. Zinn: 1999; 230.
[xxxi] Señala Howard Zinn al respecto, "en septiembre de 1899, miles de
trabajadores emprendieron una huelga general en La Habana, reivindicando la
jornada laboral de ocho horas. El general norteamericano William Ludlow
ordenó al alcalde de La Habana que arrestase a once líderes huelguistas y
las tropas estadounidenses ocuparon las estaciones y los puertos". Cfr.
Zinn: 1999; 230.
[xxxii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 334.
[xxxiii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 333.
[xxxiv] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 333.
[xxxv] Cfr. Zinn: 1999; 226 y 231.
[xxxvi] Uno de los sistemas que regulaba las relaciones entre patrones y
asalariados artesanos fue el basado en la tarifa. Se trataba de la cantidad
que el patrón pactaba con el maestro artesano por el pago de cada pieza
producida. Dicho sistema imposibilitaba al patrón responder a los
movimientos fuertes de la demanda, fuesen estos en alza o en baja. Cfr.
Nigra: 2007; 37.
[xxxvii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 634.
[xxxviii] Cfr. Núñez García y Zermeño Padilla: 1988; 633.



Bibliografía utilizada

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18. Howard Zinn. La otra historia de los EE.UU. (México: Siglo XXI
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19. Silvia Núñez García y Guillermo Zermeño Padilla. EUA. Documento para
su historia política. Vol 7, "Randolph Bourne: la guerra, salud del
Estado", (México: Instituto Mora), 1988, págs. 628 a 636.


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Ley Sherman Antitrust (2 de julio de 1890)


John Hay: Circulares sobre "La Puerta Abierta" (6 de septiembre de 1899, 20
de marzo y 3 de julio de 1900)


Brooks Adams: "la guerra, fase extrema de la competencia económica" (agosto
de 1901)


La enmienda Platt (1901)

Randolph Bourne: "la guerra, salud del Estado" (1918)
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