\"América\" en Diccionario de la Independencia de México

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Descripción

DICCIONARIO DE LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO Alfredo Ávila Virginia Guedea Ana Carolina Ibarra Coordinadores

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Comisión Universitaria para los Festejos del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana

+AMÉRICA + América dio nombre, santo y seña a una lucha difusa, ambiciosa y con una multitud de futuros posibles en la vorágine de su propia dinámica revolucionaria. La de los rebeldes novohispanos en contra del mal gobierno fue la “causa americana”; Hidalgo ostentó el pomposo título de Generalísimo de América, el nombre oficial de la Junta Nacional de Zitácuaro fue Junta Nacional de América y, en fin, algunas de las publicaciones periódicas insurgentes llevaron títulos como El Despertador Americano, El Ilustrador Americano o el Correo Americano del Sur. ¿De qué América habló ese conglomerado de grupos e intereses que hemos llamado insurgencia? En principio parece inconcuso que la América de la insurgencia nunca pretendiera aludir a la totalidad de la entidad geográfica y sí, en cambio, a las posesiones de la Monarquía española en el continente. Más aún, lo americano de la insurgencia novohispana se ceñía, en función de la secular división hispánica, a la llamada América septentrional o boreal e incluso mexicana, en oposición a la América meridional o peruana; es decir, aquella vasta territorialidad que a la postre precisaría el artículo 10 de la Constitución de Cádiz y que integraba a la “Nueva España con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatemala, Provincias Internas de Oriente, Provincias Internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y 217

la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar”. La América enarbolada por la insurgencia contenía la carga de la densa y añeja configuración identitaria del criollismo. El lento proceso histórico que implicó la construcción de América en la conciencia occidental, al pasar de los siglos, fue modelado por la intelectualidad de la América española como la reafirmación de lo propio. Así, lo novedoso, lo posible y lo fantástico del Nuevo Mundo adquirieron el sentido de la pureza religiosa, moral y social libre de los vicios de la vieja Europa. En el siglo xviii las diatribas de los philosophes en contra de la naturaleza, la historia y la sociedad del Nuevo Mundo provocaron la decidida defensa de lo americano como modo auténtico de ser, dotado de su propia y gloriosa historia y manifestado en su desarrollo político y cultural. Sin embargo, el amplio mundo de la Monarquía española era un conglomerado de identidades compartidas —simultáneas y compatibles— que no conllevaban, en principio, pretensiones políticas separatistas. El sentido de pertenencia de los individuos remitía en primera instancia a la ciudad y, posteriormente y en menor medida, a la provincia, al reino y a la Monarquía toda sin conflicto aparente ni necesidad de exclusión. Se trataba de una identificación con comunidades y expresiones que no se tenía que convertir en fuente de legitimidad política.

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CONCEPTOS Y CULTURA POLÍTICA

No obstante, América y lo americano llegaron a desarrollar su potencial de reivindicación política que ya venía despuntando desde el siglo xviii y que se manifestó con toda su fuerza en la crisis de la Monarquía española. América considerada como un conjunto de reinos diferenciados de los peninsulares, América como uno de los dos pilares de la Monarquía católica y América como una patria grande que dotaba de una determinada conciencia de singularidad a varios grupos. No son pocas las semejanzas que se pueden establecer entre la “nación española americana” en nombre de la cual el Ayuntamiento de México demandó, en 1771, justicia en la distribución de altos empleos y dignidades, y aquella “nación americana” gloriosamente insurrecta que refería Andrés Quintana Roo en su Semanario Patriótico Americano en 1812. En ambos casos se aludía a una comunidad excluyente y sin límites precisos que entablaba ciertos reclamos. El grado de exclusión de esa nación fue variable: aquella famosa representación del Ayuntamiento hacía referencia a los patricios americanos como aptos gobernantes de su patria, del suelo que los vio nacer, y se deslindaba abruptamente de los indios; los testimonios insurgentes, en cambio, no siempre fueron tan claros en cuanto al grupo a nombre del cual se reclamaban los supuestos agravios. Aun así, Miguel Hidalgo publicó en un manifiesto fechado en Guadalajara en 1810: “El francés quiere ser mandado por francés; el inglés, por inglés; el italiano por italiano; el alemán, por alemán [...] Esto entre las naciones cultas; y entre las bárbaras de América, el apache quiere ser gobernado por apache; el pima, por pima, el tarahumara, por tarahumara, etcétera. ¿Por qué a los americanos se les ha de privar del goce de esta prerrogativa?” De tal forma que para el cura de Dolores la nación americana de la que él se sentía parte y cuya lucha encabezaba era otra bien diferente de las naciones cultas de Europa y de las “bárbaras”

de América, ninguna de las cuales quedaba incluida en su demanda: los americanos debían ser gobernados por americanos. Nunca dejó de ser ambiguo e impreciso el término y no fueron pocos los que protestaron su completa carencia de legitimidad pues, decían, la nación americana ni era nación ni era en estricto sentido americana; era, en todo caso, un producto de la usurpación y falsedad de los rebeldes. La América mencionada a lo largo de la revolución significó, para unos, el último asilo no sólo de la verdadera religión sino también del rey preso; era la tierra originaria de María que debía conducir el destino de la Monarquía y reasumir sus derechos luego de tres siglos de ataduras; era, en fin, la patria vigorosa, rica, madura e incluso más genuinamente española que la metrópoli en desgracia; para otros se trataba de la hija inmadura, cruel y desnaturalizada que abandonaba a su madre en el peor trance. A pesar de que en 1809 el gobierno metropolitano reconoció a América como parte esencial e integrante de la Monarquía y, luego, “elevó” a los americanos a la dignidad de hombres libres (según rezó la convocatoria a Cortes), los españoles europeos nunca lograron desprenderse de la visión patrimonialista de América que la concebía como un elemento accesorio de la configuración política de España que históricamente se constituyó prescindiendo de aquel supuesto pilar del mundo hispánico. América —antes una entidad política imaginada que un ente propia y únicamente geográfico, representación al fin y al cabo— dio expresión a las pretensiones de mayor autonomía, autenticidad y legitimidad política de un grupo variopinto. América y lo americano no dejaron de aludir a la geografía, pero incorporaron dentro de su contenido semántico la reivindicación del grupo que fue (menos por nacimiento que por elección) “americano”. En el ámbito de la Nueva España, la llamada “cau-

AUTONOMÍA / AUTONOMISMO

sa americana” no se refirió tanto a la identificación de una lucha del todo continental sino más bien a la reivindicación política de aquellos que, con toda la conciencia de la carga pública del término, fueron americanos. No es casual que en la exhortación del Plan de Iguala, Iturbide haya convertido la fatalidad del gentilicio en un acto de voluntad política: “¡Americanos! Bajo cuyo nombre comprendo no sólo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella residen...” El Imperio Mexicano nació entre vivas a la América septentrional. Lo “americano” concretó la trabajosa apropiación simbólica de un ámbito territorial e histórico imaginado como propio. América legitimó en distintos momentos las variadas e incluso contrapuestas pretensiones políticas de una serie de grupos. Tan americano fue el partido que se asoció en torno a las propuestas juntistas del Ayuntamiento de la ciudad de México en 1808, como la insurgencia encabezada por Hidalgo o la trigarancia de Iturbide, aunque las miras de cada movimiento fueran bien distintas. América, empero, dio nombre a todas y permitió identificar criterios y definir búsquedas. La constante enunciación de América permitió concebir un ente separado en forma legítima de la metrópoli —y del Viejo Mundo en su totalidad— con toda su carga histórica y cultural. Hablar y pelear en nombre de América trajo consigo la posibilidad de reconstruirla públicamente, de dotarla de capacidad moral y política como una nación. Justo ése fue uno de los primeros pasos de la

+AUTONOMÍA / Uno de los conceptos de análisis más útiles y socorridos para explicar el complejo proceso de desintegración de la Monarquía española en América y el surgimiento posterior de Estados

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compleja revolución simbólica que fue la Independencia: asumir como propia la soberanía, el derecho a gobernarse. Rodrigo Moreno Gutiérrez

Orientación bibliográfica

Guerra, François-Xavier, “La ruptura originaria: mutaciones, debates y mitos de la Independencia”, en Izaskún Álvarez Cuartero y Julio Sánchez Gómez, eds., Visiones y revisiones de la independencia americana. Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2003. (Aquilafuente, 52) Jiménez Codinach, Guadalupe, “La insurgencia de los nombres”, en Josefina Zoraida Vázquez, coord., Interpretaciones sobre la Independencia de México. México, Nueva Imagen, 1997, pp. 103-122. Moreno Gutiérrez, Rodrigo, “La América en los lenguajes políticos del ocaso de la Nueva España”, en Alicia Mayer, coord., América en la cartografía. A 500 años del mapa de Martin Waldseemüller. México, unam, Instituto de Investigaciones Históricas/ Cátedra Guillermo y Alejandro de Humboldt/GM Editores, 2010 (Serie Historia General, 27), pp. 189-207. Portillo Valdés, José M., Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana. Madrid, Fundación Carolina/Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos/Marcial Pons, 2006.

AUTONOMISMO +

nacionales es el de “autonomía” y su derivado “autonomistas”. Conviene aclarar que no es un término que se empleara a comienzos del siglo xix en la Nueva España ni en México.Al

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