Alteridades inmersibles: el deseo de contactos insolubles que devienen “entre-cuerpos”

June 15, 2017 | Autor: M. Rodríguez-Arias | Categoría: Aesthetics, Contemporary Poetry, Subjetividad, Alteridad, Contemporary Aesthetics
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Descripción





Febrero 30 de 2014 [email protected]

ALTERIDADADES “INMERSIBLES”: El deseo de contactos insolubles que devienen “entre-cuerpos”

Fig. 1. Inmersión sensible. Fotografía de Mateo Rodríguez Arias, febrero 22 de 2014.

Inocua, afluente, permeable, líquida, suelta, inunda el recinto en la penumbra de la noche. El tiempo se hizo agua. Abrázame fuerte, envolvámonos juntos en el rumbo de la corriente y página a página, encuentro tras encuentro, encárgate de obsesionarme más y



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más, vuélveme a decir al oído el cuento, que ya está amaneciendo y yo soy humo entre tus brazos. Sólo quedará una antología de “entrecuerpos”, pellejos de contactos, capas de agua y sueños. RESUMEN La vida es un flujo permanente entre unos y otros, entre separación y contacto, encuentros que producen huellas que le permiten al ser humano llenar el vacío que lo aísla del otro deseado, entreteniendo la nostalgia de su soledad. La única posibilidad de inventarse junto al otro coreográficamente está en los intentos de inmersión sensible, de meterse entre-cuerpos (sustancias, espacios, tiempos), advirtiendo las capas que los componen y que al yuxtaponerse, logran “entre-tenerse” alivianando las tensiones de la separación. Cuerpos y aguas, maneras de disolución de la obsesión sensata en medios sensibles. Lo sólido y lo líquido tratando de consumarse uno y no teniendo más posibilidad que resultar muchos. “Entre-aguas”, o “entre-cuerpos” terminan siendo lo mismo, un entramado de sueños que configuran un gesto de “auto-invención”. ABSTRACT The life is a permanent flow between one and others, among separation and contact, meetings that produce vestiges that allow the human to fill the emptiness that isolates it of wished other one, entertaining the nostalgia of his loneliness. The unique possibility of feeling invented choreographically next to the other, is in the attempts of sensitive immersion, of putting



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“between-bodies” (substances, spaces, times), noticing the layers that compose them and that when juxtaposing, manage to entertain some with others lightening the tensions of the separation. Bodies and waters, ways of dissolution of the logic obsession on sensitive ways. The solid and the liquid treating to complete one and not having more possibility than to be many. “Betweenwaters”, or “between-bodies” means the same at the end, a framework of dreams that forms an “auto-invention” gesture. PALABRAS CLAVES Encuentro, inmersión, contacto, intercambio, sensible. KEY WORDS Encounter, immersion, contact, exchange, sentient. I.

PRIMERAS REZUMACIONES En los intentos del hombre por no sentirse solo, su permeabilidad y afluencia hacen que su

vida sea un juego constante de tensiones: entre querer tenerse como uno y tener al otro en la experiencia, en el contacto. Sería fatal querer aferrarse a la frustración de la insolubilidad absoluta entre cuerpos, sin advertir la potencia estética que nos trae el gesto agónico del intento, de la búsqueda reiterativa de horadar el espesor de la separación entre alteridades, de inmergir en aquella contingencia que nombramos como lo otro. La deriva de aquel deseo inconcluso se abre como la posibilidad de hacer visible el flujo que nos liga al otro, el vínculo afectivo emergente de las configuraciones del deseo de no estar solo, pretendiendo evidenciar la importancia del movimiento, del vaivén de las contorsiones que hacen al hombre con la capacidad de inventarse a sí mismo e inventar al otro a través de gestos eróticos, y cómo el transcurrir entre alteridades,



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genera desprendimientos que al ser advertidos, son un refugio en la vida sensible que aliviana las tensiones de la condición de soledad. La metáfora del cuerpo y el agua trae aquí una consideración, una configuración que redunda por su propia exuberancia sensible. ¿Censado o censurado?, es decir, estimado o sesgado, expandido o reducido, Dionisiaco o Apolíneo, caos mesurado o cosmos desestructurado. La imagen y el texto, el trazo sensible y la síntesis de la forma. ¿Cuántas metonimias resultarían de desplegar la dicotomía de la mesura y la exuberancia?; de aquí la redundancia, la reiteración, la expansión de sentido que se logra a través de la ampliación enfática de la inmersión cuerpo en aguas. Vivimos arriesgándonos al borde de esta decisión que parece nunca determinarse, haciendo andaduras retóricas alrededor, tratando de crear multiplicidades en el código emotivo y encontrando las derivas, las ampliaciones sensibles, los despliegues conceptuales, que en el transcurrir entre la simpatía simbólica y el método analítico, permiten estimar la importancia de considerar la vida sensible en un mundo regido por la razón, pero a la vez, contemplar una lógica admirable en las estructuras que tratan de contener la plétora de nuestra condición humana. Sumergido en una superposición de capas de alteridades que terminan por configurar el “entrecuerpos” líquido performativo que es el espacio, lo único que parece soluble de este deseo insatisfecho del uno y del otro, es permitirse sentir la afección, considerar la inmersión sensible. II.

INUNDACIÓN

“El anhelo de algo superior se origina en la necesidad individual de expandirnos más allá de los dominios de nuestro Yo, algún tipo de “más allá” al que entregarnos” (Jeremiah Abrams y Connie Zweig 135).



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Anegamos territorios, andamos entre vacíos y llenos, nos derramamos a cada instante, encubrimos superficies, ocupamos lugares, nos vemos a tientas de explayarnos de nuevo, una vez tras otra, para entregarnos, para tenernos unos a otros. Expansivos, afluentes, buscamos encontrarnos para llenar nuevos recipientes, encontrarnos con otros o con nosotros mismos, romper la superficie, ahondar en el instante, encharcar el parapeto que delinea nuestras fronteras en una búsqueda constante de desbordar nuestra propia exuberancia. Inmersos en un mundo lleno de gente, permeable, líquida, suelta, deseamos constantemente ir más allá de nuestros propios límites, regar alrededor nuestro la tinta que fluye entre las capas del cuerpo e impregnar al mundo con la profunda inundación. Delante del agua profunda, eliges tu visión; puedes ver, según te plazca, el fondo inmóvil o la corriente, la orilla o el infinito; tienes el ambiguo derecho de ver y de no ver. (…) Un charco contiene al universo. Un instante de sueño contiene un alma entera. (Gastón Bachelard 83) Destilamos mares de interioridad, nos envolvemos en fluidos que devienen del cuerpo, nos bañamos de la sustancia que arroja nuestra vida al ser vivida, y aún así, seguros de tenernos, seguimos con el sueño de desembocar más allá de nosotros mismos, de verter lo que somos en un encuentro, de buscar un solvente adecuado, de derramar en cantidades abundantes y evidentes aguas que se conviertan en lugares de encuentro, en excusas para el contacto, en oportunidades de movimiento. A. Embarcaciones En una mar oscura, mar de noche, el agua refracta el claro de luna desfigurado por el movimiento de la marea. En la penumbra, los rayos de luz que atraviesan la superficie parecen descomponerse

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en azules y verdes tierra que pierden fuerza con la profundidad. Un cuerpo sumergido, volumétrico, se ve reducido a contornos afectados por luz y agua como una sola, y se contrasta su figura simplificándose a luces y sombras. Barcos que surcan en perífrasis aguadas guardan en sus mazmorras mercancías para el intercambio. Primero contacta la roda, rompiendo con las olas y abriendo la brecha que permitirá el movimiento para la inmersión; se moja la quilla y pronto el codaste, y envuelta en luz y agua, la embarcación parece un espejo de cara al sol. El agua absorbe el halo de la luna y el mismo navío se hace sombra por sus aristas mientras que el mástil y las velas se tiñen de la tenue luminiscencia del astro noctívago en una gama de azules gráciles que reflecta la superficie de la mar sobre ellos. Desde esta disposición, el barco es una suma de dos partes: Velas iluminadas y una envoltura sombría de trancaniles que convergen en un mascarón. Luz y sombra que componen un cuerpo, variedades de capas de materiales que se traducen en eso, que se ven ante el encuentro como un entrecruce de polaridades que configuran ese todo que flota y que sólo funciona como unidad. Todas las posibles embarcaciones que vayan al encuentro del agua, esas maneras y variedades del yo que podrían entrar en contacto con variedades de aguas, son poco más que una unidad que brilla por un convivio de luz y sombra, una configuración energética como representación de lo que somos, un cuerpo que se irgue de proa a popa alivianando su propia tensión en el flote, y que puede devenir en barca diferente, pinaza, gabarra, canoa, batel, chalana, bote, falúa o lancha; basta con variar la proporción, con aflorar un poco la sombra, la cual “Se halla esculpida en nuestros músculos, en nuestros tejidos, en nuestra sangre y en nuestros huesos. En nuestro cuerpo, en fin, se halla grabada toda nuestra biografía personal presta a ser leída por quienes hayan aprendido su callado lenguaje” (Abrams y Zweig 149). Y que da lugar a esa variación.

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La embarcación es un pretexto para designar quién se encuentra, un dispositivo que dada su volubilidad tonal, dadas sus “meta-inclinaciones”, cambia, y permuta las posibilidades de diferentes encuentros. Agua y barca jamás serán lo mismo por más que la barca anhele el agua desde su propia creación. Fuimos creados para el encuentro, para emprender una búsqueda enmarcada en un espectro que vira entre la luz y la oscuridad. Encontrar al otro, encontrarse a sí mismo, podría ser esa metáfora de poder desmantelar por el roce del contacto todas las superficies y capas que componen la barca, que sólo reaccionan y se vuelven vulnerables en los intentos de encuentro, en inmersiones, sumersiones, zambullidas, hundimientos, en ese momento en el que la marea ronda, y sin la barca dejar de ser barca, y el agua, agua, a la deriva se mezclan las luces y las sombras de los dos. El barco incandescente sumergido en aguas nocturnas las afecta tanto como ellas lo permean a él; el agua inocua se enamora del forro exterior hecho de entables, y el desprendimiento de la madera vadeada por las olas desaparece entre las sombras de la masa de agua para nunca volver. La barca, el hombre, se enamora de su luz o de su sombra, el cuerpo casi celeste brilla alucinante en la oscuridad. Cuanto más fuerte es la luz, más fuerte es la sombra, siempre viramos entre dos polos, brillamos siempre por una tensión, una fusión encarnada de vida y muerte, Eros y Tánatos consumados en lo indiviso, Apolo y Dionisos pensando y gimiendo en la misma resonancia cóncava. Una pregunta asecha a la deriva entre dos extremos, el hombre pone y nombra sus dos puntos y de pronto, sin darse cuenta, ya está deambulando en ese espectro en el que su tensión se acuesta. Veo al otro, lo siento, lo escucho hablar y le tomo la mano, es como un rito, pronto se apuntalan las luces performáticas queriendo iluminar la oscuridad. El alma vibra en el yo como queriendo



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romper la tensión superficial y fugarse hacia el otro, pero la piel cerrada no logra evocar el encuentro, por falta de comprender que cuando estamos cerca comenzamos a hacernos agua, a propiciar la solvencia, precisando impulsar el instinto de inmersión. Rompo el silencio con la boca, como el umbral que deviene de dentro hacia afuera y viceversa, forrada de piel en verso y anverso sólo le queda emanar profundidad. Con una mano acuosa te toco la mejilla y la comisura de la boca, y trato de impregnarte de la inundación que habita este lugar, y en ése tacto de ésa mano con ése beso, en la proeza, se abren surcos espirales que mezclan la luz y la oscuridad. Destellos de brillos alumbran con sutileza, capas y capas de yos en diferentes gamas de grises se yuxtaponen creando una envoltura de piel que parece metálica por su resplandor. La luz del cuerpo se funde en pantallas de agua, se traslapan capas de sueños que devienen en incorporaciones que se diluyen “entre-tensión”. Naufragamos en contenciones, en ese territorio delimitado por la tensión, nos sentimos cada vez más y más cerca, tinturas y fluidos invasivos pasan por causes para desembocar en vibración, se mojan los ojos con palabras inocuas, imprimimos de amor un instante, se tensionan los extremos de la inquietud. Las manos hacen tangencia en el complemento, el enigma desnudo causa conmoción. Nuestros cuerpos se hacen luces y sombras el uno al otro, y el agua permea el vacío llenándolo, desbalanceando la proporción de la sombra y la luz. Después de cada inmersión ni el soluto ni el solvente vuelve a ser como antes, la embarcación pierde pellejos de sus materiales, el agua se contamina por el paso del cuerpo, cambia su temperatura, su color, su presión. Una balsa flota frágil ante el encuentro con el agua, el plenilunio alcanza a iluminar toda la superficie seca creando un cara y cruz. Una lancha por la curvatura de su estructura quiebra con



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facilidad la voracidad de las olas, y la borda alumbrada se desvanece en capas tonales que deambulan la amplia escala de los grises ante el reviro del plástico que confluye en la mojada quilla que se condena al color más oscuro de esta entonación. Un velero sólo es iluminado totalmente en el área cercana a la veleta y la parte superior de las velas, y aunque la penumbra de la mar grisácea cautiva gran parte de la superestructura por el hundimiento, generando grandes lugares de oscuridad, el cuerpo encapado del bastimento se hace juegos de sombras a sí mismo y genera otra variedad de encuentro en el que el cuerpo luminosamente menos uniforme, parece estar más decidido a romper la tensión superficial y comenzar la inmersión. El hombre, diseñado para el encuentro, creado con la excusa de inmersión, se vuelve embarcación en un cuerpo y un mundo hechos en su mayoría de aguas para permitirse naufragar en las contingencias del otro, para conquistar su interior y su exterior, y juega a ser variedades de barca que propician diferentes maneras de encuentro, algunos totalmente inmersos, algunos sólo húmedos, algunos superficiales y flotantes, y que le permitan encontrarse entre su luz y su sombra, y a la deriva remediar su tensión. B. Puertos “En la cumbre saturada de lo mixto, el éxtasis de la existencia es una suma que se vuelve posible por la contingencia del otro. Mi contingencia vuelve posible el encuentro para él” (Michel Serres 33). La barca no puede hacerse agua, nunca sale ilesa del encuentro, pero entiende que no puede desintegrase en una aleación, su única posibilidad es la tangencia, los lugares comunes entre el barco y la mar siempre son producidos, efímeros, hechizos. Un ingenuo paseo de un bote no es más que querer juntar un sólido de plástico aséptico con una porción de agua que lo soporta por



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su densidad mayor, y que no deja que se hunda por su volumen insignificante comparado con la mar profunda. Por más superficie que se sumerja del bote en la mar jamás podrán ser uno. La mar es inmensa y siempre lo expulsa, el bote es iluso y no se quiere liquidar. La marea alta llega por las noches y el único puerto posible, el único lugar de contacto, parece ser aquel corto tiempo en que la plenamar agita el navío tratándolo de ahogar. La plenamar no se trata de la mar o el barco, no es ninguno de los dos, son las condiciones y el tiempo, el “entrecuerpos” que los une y congrega, el límite en el que el barco y ella pueden ser casi uno, sin llegar a desintegrarse, cuando la marea alta azota y el barco se hace agua, pero también, el agua tratando de acariciarlo se hace barco, cuando no se puede pronosticar cuál está dentro y cuál fuera; el barco está dentro del agua, y el agua dentro del barco, cuando por un instante, en una mutua impresión, en el encuentro, se aman los dos. El amor es uno, el amor es libre. Ningún ser humano es directo ni completamente etéreo. Amar es evadir, dar vueltas, rondar el territorio. Cada ser humano es un intaglio, una aparición que interfiere al mundo y afecta todo lo que toca por su propia afección. Nadie ama sin rodear, sin darse vueltas a sí mismo y darle vueltas al mundo buscando más y más con qué interferir. Amar es imprimir, sólo estamos destinados a destilar lo que somos a través del cuerpo para con ese fluir teñir el mundo y nuestros alrededores. Hacemos surcos con nuestra presencia, alteramos capas y capas que se sobreponen constantemente en una labor de amor, soñamos con el otro como un lienzo en el que podamos imprimir y ver como en un espejo todo lo que somos. Pero el amor es libre, todo eso que veo reflejado en otro que soy yo, no soy yo, ahí está la tragedia, el amor impreso es una incorporación entre dos partes, entre quien ama e impregna, y quien se deja impregnar; la libertad del amor es esa, el otro es un deseo que nunca se satisface, una necesidad de ver cómo las manos que tocan estampan al otro pero jamás podrán llevarse en ese instante



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todo lo que somos, porque el amor no es la huella, deja marcas de su labor pero no se fija allí, deja pellejos que nos recuerdan que no podemos atarnos a otro, sólo queda un rastro que no es el amor, ni yo o el otro, sino la conjunción. Cuando amo, amo esa conjunción, pero amar no es el amor; el amor es uno, la abundancia de exuberancia que habita el cuerpo, que se expide desde lo más profundo como esa posibilidad de contacto entre el adentro y el afuera. Una exteriorización de un cuerpo compuesto de sustancias acuosas, viscosas, ferrosas, que se entretejen para devenir carne y gesto; entidad intervenida constantemente, y aliada a ésta una variedad de otras materialidades que reinventan el mometum. Cuerpos que son una superposición de capas, y el espacio entre ellos, capas. Amar es ser capaz de inscribirse en el paisaje, dejar una huella del deseo de fusión, fundir las capas del cuerpo con las capas del mundo. Ahí está la trampa, la inventiva del hombre de imprimir las capas del mundo por una labor de amor. La labor del arte no es más que saber bien cómo hacer la trampa, impregnar al mundo de amor en un éxodo de la exuberancia del propio cuerpo. Poner en evidencia el contacto inadvertido permanente, la interferencia que somos inmersos entre las capas. Te abrazo, nuestra contingencia produce, aquí, ahora, matiz sobre matiz, mezcla sobre mezcla. Café sobre gris o púrpura sobre oro. Carta sobre carta, cartas sobre la mesa. Dos aleaciones cambian de ley, se barajan las cartas, se redistribuyen. Una tormenta estalla sobre los dos campos. Las líneas de fuerza, curvas de nivel, pendientes, valles, se vuelven a dibujar. Las cadenas cambian de trama. Cuando un amarillo desciende al azul se convierte en verde. (Serres 32) La transmutación no funde los cuerpos en uno mismo, sino que abre paso a nuevos seres, a nuevas formas de sentir y de vivir, y deja una marca que aclama con deseo un nuevo encuentro.



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Llevamos agua dentro, nos cercamos en sudor, la envoltura perfecta, siempre a la medida, siempre en movimiento, como un recubrimiento externo para acercarnos al otro indefensos y expuestos a la transmisión de todo su amor. Nos integramos a través de los fluidos, producto de la secreción del contacto “cuerpo-mundo”, los cuales traen consigo la memoria de la realidad en la que se reintegra constantemente y danza el entrecuerpo vivo que somos los unos con los otros. Aparecemos en el mundo como una promesa, un intaglio mutante que sólo está destinado a intervenir el mundo, a traducir las fronteras a través del fieltro que es el cuerpo, a destilar interioridad en exterioridad. La saliva, las lágrimas, la cera, el semen, la sangre, la mucosa, el plasma, son sólo variedades de capas que se hacen reflejos y sombras con “otros-capas”, “otrascapas” del mundo y del cuerpo. Amor es tramar, tramar el cuerpo con la urdimbre del mundo, darle vueltas y vueltas e intercambiar posiciones, el único amor verdadero es el de uno por uno mismo, no se puede creer que el otro es una cuestión de conquista, no se puede integrar, no se puede totalizar. El ser es una energía espiral que se compone constantemente de todo eso que somos, cada cuerpo emana luz, e imana luces de otros que vibran con una frecuencia similar, cada uno atrae lo que es en el otro por esa misma capacidad de amor propio. “Sólo podemos ver en los demás aquello que hemos visto en nosotros mismos” (Abrams y Zweig 126). La labor de amor más grande de la existencia humana no es más que ser capaz de amarse a uno mismo, de pintarse, de contorsionar e inventarse a sí mismo cuando a un hombro lo toca la cara, o una pierna se pone sobre la otra, cuando el intaglio que somos se vuelve sobre sí mismo entendiendo que hay que imprimirse del propio amor para poder ser verdadero, para ser genuino, para tenerse como uno y poder ir en un éxodo en búsqueda de otro. Por más que alguien intente



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estar solo, por más que su estampa no intervenga su propio ser, el amor es libre, el amor es uno, jamás estaré solo porque me tengo solamente a mi. “Apenas supe de la existencia del amor comencé a buscarte sin saber de mi ceguera. Los amantes jamás se encontrarán porque moran eternamente uno en el otro” (Abrams y Zweig 143). Pero el otro siempre asechará como una inquietud, una oportunidad de contacto, un deseo que desde la imposibilidad de mezclarse completamente clama un entretenimiento que se vuelva rastro, más que una posibilidad de continuidad. La intención de por un momento, por un pequeño instante, estar imprimiendo de amor las capas que componen a otro, y en un acto inventivo disolver el propio cuerpo en sustancias de otros cuerpos y espacios. Un encuentro insoluble, que desde el reconocimiento propio aleja la fatalidad y da lugar a un entretenimiento, una labor de amor propio que permite el darse vueltas a sí mismo y reinventarse a través del otro, devenir en terceros cuerpos que constituyen memorias, tramar las capas del encuentro, superponer sustancias que refractan la luz y generan juegos de sombras de lo que es un cuerpo en sus propias contenciones y de lo que es un cuerpo al intercambiar capas con otro. El amor es uno: la posibilidad de delinearse, de reconocerse, de “autoeditarse”; el amor es libre: la posibilidad de dejarse ir a la deriva, de “inmergir-se”, de diluirse, de fluir con otro, y con esa solución en un juego de intaglios, volverse a imprimir. Nuestra emoción marca el signo exacto. Estuvimos tan conmovidos que cambiamos de color, espectros de repente inestables. Tú me abrazas de colores salpicados, yo te abandono tornasolado; yo te abrazo red, tú me abandonas haz. Nosotros nos acariciamos según las curvas de nivel, nos abandonamos nudos variados, entrelazamientos que han cambiado de lugar. (Serres 33)



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El único puerto posible es la creación del otro. El agua espermática hace al bote, el bote urgido de inmersión se inventa su propia agua, el deseo da lugar al encuentro donde el barco se esfuma y la mar se acalla, y entonces, cuando cada uno se separa, siempre tendrá marcado ese puerto en una variación de sus capas, siempre podrán apreciarse los pellejos y el barco no será mar, ni el agua embarcación, pero cada uno será diferente a lo que fue antes del encuentro, y el puerto será un sello afectivo que impregna la piel de los dos. C. La mar nocturna “El agua es un órgano del mundo, un alimento de los fenómenos corrientes, el elemento vegetante, el elemento que lustra, el cuerpo de las lágrimas” (Bachelard 23). Setenta porciento. La mar y el cuerpo ante la estadística son en cada siete de diez partes, lo mismo. El agua purifica y empantana, limpia e inunda, aviva y daña, evapora y expande. No se puede enmarcar ni exhibir como epifanía, no se puede contener, no se atrapa ni en sueños, y sobrepasa siempre lo imaginario. ¿Cómo puede la sensualidad parecerse tanto al componente más común de este mundo?; las aguas, femeninas por naturaleza, siempre aguardan en su fluir un pedazo de eso que el hombre no avista en sí mismo y que más desea. Pensar en agua es pensar en exuberancia, una abundancia que sobrepasa los límites humanos, es nacimiento y muerte, una cualidad que se pone en el otro, que se busca en las contingencias del otro, que hace parte de la bruma, de una oscuridad que desconocemos con la vista, pero que al inmergir los cinco sentidos en ella afecta y se manifiesta inundando todo lo que somos. La mar es la posibilidad de contacto; la mar diurna es paisaje, horizonte y destino; la mar nocturna es la mar sensible, una mar que exige la apertura de los sentidos para llenarse de ella,



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para sentir y ser sentido, para descomponer en el medio acuático la luz que emana el cuerpo en capas tonales que terminan por desvanecerse. La mar nocturna no es precisamente una variedad del agua, es un misterio de cómo el sinfín alegórico de agua se convierte en un fluido magmático y progenitor por una variación de la luz y del tiempo. Nadie se encuentra sin envolverse en riegos de profunda creación, sin inventarse como imagen, como una aspiración fuera de sí que se proyecta como un devenir próximo. El agua es el encuentro con otros, la sustancia propensa al intercambio y que como superficie se emplasta como un lugar exquisito para generar una afección. Nada más puro que una pantalla de agua potable, y a su vez, nada más vulnerable y provocativo para la contaminación. El agua es una tinta que aún cargada de potencia plástica sigue receptiva de impresiones de otros pigmentos, la pintura que se pinta y que muta su esencia y a quien interviene en ella. El agua, a la penumbra enigmática, parece provocar la inmersión más que cualquier agua clara y no fugitiva. No ver la profundidad ni la proyección de la sombra, permitirse habitar la bruma, la pérdida de las fronteras propias que parecen hacerse de agua, expandirse en agua, derramarse en ella. Somos agua pero ella siempre nos sobrepasa, la mar es el lugar del eterno retorno, la remembranza de nuestros orígenes más remotos; -¿cómo puede la sensualidad parecerse tanto al componente más común de este mundo?-, el cuerpo humano es sensual por naturaleza, abunda en exuberancia, es potencia pura. Me hipnotizo frente a la mar en el mecer constante de sus olas porque sus movimientos obsesivos me hacen reflejos. El agua contorsiona y termina haciéndose espuma, yo en una contorsión me froto los ojos y me desvanezco; me sería imposible no contemplar la mar nocturna porque en su vaivén callado guardamos tanto en común, es como si en su consideración pudiera reconocerme, como si toneladas de agua en movimiento pudieran al fin darme los límites que necesito, impresionarme en su encuentro. “Como la sensibilidad es

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capacidad de sentir, sólo hay sentimiento cuando el cuerpo, envolvencia exterior del alma, perturba el interior, le hace padecer, lo que equivale a reconocer el primado de la exterioridad” (José Luis Pardo n. pág.). La mar diurna es empalagosa, bucólica, ingenua; la mar nocturna es onírica, mística, profunda, envuelve a quién se encuentre con ella, transformándolo, afectándolo. El deseo de inmergir en aguas a la penumbra es una obsesión por exponer al cuerpo ante medios alucinantes, el permitirse desbordar el sentido, descomponer las capas del cuerpo en variedades tonales, sabores caldosos, sonidos líquidos, sensaciones húmedas y olores serosos, para en ese diluirse en ella, tenerse holísticamente, casi como en sueños, casi perfectamente, seguro de sentirse, abierto a ser sentido. El agua es receptora y tinte, fuente de inspiración, sueño y melancolía, bendición y karma. No puede serlo todo, pero quisiera, nunca deja de mostrarnos lugares comunes. La mar nocturna es espacio y tiempo, es exterioridad e interioridad. Aguas magmáticas nos recorren el cuerpo, una inmersión en aguas profundas subvertiría el interior en exterioridad. Abrimos la boca e iluminamos la noche, movemos los dedos y dejamos pasar la oscuridad, estar inmersos es la sedición del agua que llevamos dentro, es vibración que conmueve el interior perturbándolo, sensibilidad aflorada, compañía que se crea desde el reconocimiento de nuestra propia exterioridad. III.

EL TIEMPO SENTIDO

En el marco de las estéticas contemporáneas se considera el hecho estético como un tejido de relación, un producto del comportamiento afectivo del ser humano en el que se enmarcan todos los hechos emotivos de la vida. Cumple una función de congregación, es el flujo que transcurre entre dos o más cuerpos afectados mutuamente. Es parte de la capacidad de invención del



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hombre. El ser humano no puede existir sino inventándose a sí mismo, es parte de su naturaleza poética, inventarse a sí mismo queriendo ser uno, pero también, ser otro, a través de labor de arte. Según lo anterior, todo puede ser considerado un hecho estético, todo fenómeno que se espere comprender a través de un trato considerado de parte de algún sujeto, todo lo que se pueda contemplar. El encuentro como especificidad del hecho estético es un fenómeno en el que es necesario estimar el deseo de dos cuerpos para concurrir en el mismo lugar como una posibilidad de sentir y ser sentido, como escenario de intercambio para remediar la soledad. “El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: hay alguna reacción, ambas se transforman” (Abrams y Zweig n. pág.). Todo encuentro impresiona a sus partes, acontece estéticamente porque afecta sensiblemente las superficies de contacto, mar y barco, río y balsa, laguna y lancha, agua y cuerpo, ambos guardan memoria en sus capas por una simpatía de aquel momento de tangencia, de roce, un roce que al suceder, desgasta y libera a su paso terceros cuerpos, “entrecuerpos”. El “entrecuerpos” no es propiamente un cuerpo anatómico ni metafísico, aunque no es intangible. Es una situación que acontece entre dos cuerpos, es un cuerpo que se está haciendo constantemente, una emergencia que aparece del desvelamiento de lo sensible. Se genera del intento de fusión entre dos o más cuerpos que no tienen más remedio que sólo hacer tangencia, en un flujo permanente entre uno y otro, y que en esa búsqueda constante de contacto generan desprendimientos, productos de la afección de las partes que se encuentran, despellejando, rayendo, raspando, intercambiando sustancias y experiencias que se sedimentan en dispositivos de memoria.



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El “entrecuerpos” es parte del devenir expresivo del ser humano. Un fenómeno estético generado del repliegue y el despliegue, que permite evidenciar esos rastros inadvertidos del encuentro como una potencia estética; todos los pellejos generados por el encuentro de dos o más cuerpos son materia plástica capaz de generar una sucesión de capas que conformen una geografía como esa memoria que da cuenta de aquellos encuentros. A su vez, estas capas deben develar todas aquellas maneras de intercambio acontecidas entre los cuerpos. “A partir de la huella en la tierra el tiempo discurre, bien recogiéndose en el interior y constituyendo un alma, bien desenvolviéndose en el exterior y convirtiéndose en cuerpo” (Pardo n. pág.). El hombre se unta del mundo y, en su búsqueda incesante del encuentro, de saciar el deseo del otro, de hallar esos puertos donde confluye el agua y el bote, comienza a dejar marcas en el paisaje, a inscribirse en el espacio, a producir huellas que se pueden sobreponer, narrar y percibir como geografías, como cuerpos emergentes. No tiene más remedio que esto, para no estar al solo lo único que queda es estar atento, considerar lo inadvertido, los pellejos que quedan del contacto con el otro, reconocerse como intaglio, como creador constante de experiencias memorables, como interferencia, como sustancia reactiva y maleable, a veces como barca, a veces como agua, pero siempre mutante. Para no estar sólo únicamente queda abrir la piel, ser vulnerable sensiblemente, mezclarse, advenirse al tiempo sentido. A. Barco de papel Un par de jóvenes se conocen en un vagón de tren, ambos bajan en Viena, destino al cual se dirigía el hombre para retornar a su país de origen a la mañana siguiente. Él le propone a ella que lo acompañe a pasar la noche, y que cuando amanezca, podrá seguir su ruta hasta París, lugar al que ella primeramente se dirigía.



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Before Sunrise, es ya, luego de casi veinte años, un filme distinguido como uno de los mejores del cine romántico, una sencilla obra de esos dos personajes caminando, conociéndose, hablando de lo trascendental y lo prosaico. Un manto cubre su paraje siempre en movimiento, cada uno se lastra un traje líquido de discursos, la ciudad nocturna es testigo de su ensoñación profundamente despierta. La mujer asiente con los ojos ante el encuentro, y baja precipitadamente los peldaños del vagón, ambos escuchan ansiosos los relatos del otro y entre vuelta y vuelta, entraman una relación que congrega un armazón. La deriva de lo que parece un breve encuentro les hace creer padecer una afección efímera, pero en aquel juego ingenuo de pasar la noche el vela, de decidir si volver a verse, o no, el desgaste de sus cuerpos atraídos y distraídos entre las escenas, genera un enlace que no los deja ilesos en su despedida, una necesidad de verse de nuevo, una memoria sedimentada en los lugares que recorrieron, las palabras que se dedicaron, los extraños que intervinieron, las situaciones que resultaron. Cada “choque” impone una cierta pérdida de materia que hace de cada cuerpo un detritus, un des-hecho, aunque nuestra mezquina naturaleza nos veda la visión de las partículas que a cada momento nos abandonan. La sensación, al leer los cuerpos se descifra a sí misma (cada cuerpo sólo sabe cuál es su gramática a medida que la descifra en esos choques-prueba que son los encuentros con otros cuerpos). (Pardo 156) Una variedad del entrecuerpo emerge y la angustia del último contacto invierte la decisión; quizás un beso fue el umbral del choque entre sus cuerpos, quizás haya sido una noche corta, y aún en esa serenidad de la inocuidad del encuentro, el entramado de desprendimientos cobra vida



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convirtiéndose en incorporación. Sellan el pacto con fecha y hora para el reencuentro, la inadvertida afección sensible les causa conmoción. Aún durante la noche, caminando en un callejón se sientan sobre una carreta, ella se repliega a la mitad, como queriéndose tocar los pies con las yemas de los dedos, cierra los ojos y evoca algunos recuerdos de momentos de su vida cotidiana pasada. Las vaguedades que suscita esa noche, el tacto de una mano sobre su mano, y la consciencia de su fugaz encuentro, la incitan a pensar en la insolubilidad de las relaciones entre cuerpos, en la imposibilidad de continuidad absoluta, en los instintos de inmersión que terminan siendo sólo deseos. Pronto advierte la nostalgia que suscita la incorporación emergente entre ambos, descifra ante el encuentro aún en presente progresivo la sensación de estar perdiendo pellejos de sí misma en una inmersión sensible que sólo parecía un juego, se da cuenta del poder de congregación que graba sobre sus cuerpos aquella noche, y en un tono melancólico, sabiéndose discontinua, replica: Creo que si existiera algún tipo de dios, no estaría en ninguno de nosotros, ni en ti ni en mí, sino en este pequeño espacio intermedio entre los dos. Si existe alguna magia en este mundo, debe estar en el intento de comprender a alguien que comparte algo, sé que es casi imposible lograrlo, pero ¿a quién le importa en realidad?, la respuesta está sólo en el intento. (Richard Linklater) Es irreversible, ante la disolución los factores cambian, aún heterogéneos y sin poder ser uno por la imposibilidad de fusión, son diferentes, como al usar un pliego de periódico para formar con origami un barco de papel. Desdoblase en retroceso la pieza ya armada para darse cuenta que aquella hoja primera tomada para generar la contorsión, guarda memoria entre vértices y aristas producto del comportamiento afectivo del tacto que recorrió los bordes y replegó las superficies.



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Vuelto el papel a su disposición inicial deja ver sobre su piel ajada la simpatía con aquel momento en que fue barco de papel, y su presente, su nueva versión emergente se comporta como retrogresión de la barca, del encuentro con la mano, de la imposibilidad de volver a ser, entre pliegues y repliegues, lo que se fue antes del encuentro. B. Sopa de letras Tocarse a sí mismo es casi como verse al espejo, reconocerse en el recorrido del tacto, llenar de sentido las esquinas del cuerpo explorando su geografía. No conocemos nuestros límites hasta que chocamos con el otro, y desde aquel encuentro, comenzamos a considerarlo como algo que está afuera de nosotros, una exterioridad a conquistar, un lugar para inmergir. Reconocerse a sí mismo requiere del otro, de piel sobre piel, tacto sobre tacto, ojo sobre ojo. Una mirada fija es una sedición del interior en exterioridad. Volvemos al origen para recordar aquella continuidad primera, aquel repliegue que aún permitía el contacto con otro, pero que desde la ingenuidad no recordamos, como aquella posibilidad de plenitud sensible, de intimidad mutua. El placer exteriorizado, fuera de sí, es una analogía que hacemos por nuestra misma forma de nacer, por traspasar una capa invaginada que nos arroja a la discontinuidad y nos hace poder al fin reconocernos a nosotros mismos ante el encuentro con el otro. Tratamos constantemente de integrar de nuevo al interior ésta sensación, sentimos que necesitamos incorporar al otro completamente para poder volver a sentir el placer como parte de nosotros mismos, y obviamos que en aquel origen intrauterino creíamos a la madre como una extensión más de nuestro cuerpo. Andamos inconscientemente esperando unir al otro a nuestro cuerpo como queriendo ser sólo uno, porque sentimos que la única forma de estar completos es en la aleación, en una falsa identificación que tratamos de hacer con el otro, pero cuando abrimos los sentidos, cuando

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consideramos la vida sensible y nos reconocemos como seres fraccionados, frágiles, en movimiento, inestables, observamos en ese vacío que no se llena entre uno y otro, en esa proximidad, una versión emergente de nosotros que está dispuesta a asomarse al encuentro con el otro, que no revela aún nuestra completa intimidad por las variedades de yos que asisten al encuentro, pero que sí se aventura “entremostándose” ante el otro, con ansias de evocar ese lugar maternal, con ansias de replegarse confiado envuelto por el otro, sintiendo placer a la vez, y construyendo alrededor del encuentro un lugar entrañable que sólo es posible junto al otro, pero que hace tenerse más a uno mismo. Saber nacer y hacer nacer, reconocer un lugar de escisiparidad, en el cuerpo, alrededor del cual el sujeto se ordena, y que sale del cuerpo, y que deviene relación y objeto, lo íntimo colocándose a distancia y ausentándose de repente de mí, generoso; ahí lo alejado, lo completamente extraño también puede recibir albergue a placer, frecuentar la proximidad y la interioridad. (Serres 434) Volver al origen como cuestión de reconocerme a mí mismo, es una labor de arte, de aceptarme sentir lo primario, lo primitivo, aquello que determina mi comportamiento y se hace parte lo que soy, las inclinaciones que produce mi movimiento constante, como generadoras de mis gustos y afinidades, pero también de indeterminaciones que me labran esta necesidad y este vacío que siento de no poder tener a nadie en la congruencia, de solamente poder hacer tangencia por estar esculpidos todos los cuerpos por variedad de materiales, experiencias, tiempos, gestos y desprendimientos superpuestos, que hacen que no se puedan generalizar, que no se deslíen los unos en los otros por no ser compatibles.



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Vuelvo al origen para encontrarme con lo único verdaderamente idéntico a mí, conmigo mismo, y en esa simulación ya desasistida por la madre, en ese recorrerme con el tacto, sigo evocando esa referencia del otro que me toca y parece hacerme verosímil, pero en ese repliegue ensoñado hacia el otro, me puedo reconocer como el resultado emergente de los múltiples encuentros con los otros, que concentran una sopa de letras que a diario se llena con más ingredientes del vaivén “entre-cuerpos”, de pellejos de contactos, componentes que hacen a la solución que somos en sí mismos, a nuestro cuerpo compuesto de capas y constantemente reinventado, un fluido magmático que describe un recorrido sensible alrededor de los sentidos. Tocamos al otro para contaminar nuestra receta de sus deseadas sustancias, no existen palabras para nombrar aquello que produce su intrusión en nuestra contingencia, sólo letras sueltas que se entremezclan y crean otras lógicas, otras maneras, otros sentidos. C. Canción sin nombres Tus manos calientan piel solo de rozarla y mis manos van jugando a conocer tu espalda con toda la calma se alarga la delicia de mi expedición hacia tus nalgas Y no hay mas que una sola versión una sola muestra total de perfección llenas de luz la habitación con tus brillos de neón y yo sin trabajo suelto así un último botón (…) Eso no fue nada. (Willy Rodríguez)



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Conmocionados por la afección sensible, dos cuerpos que se “entre-tienen” danzan variando su proxémica y kinética. No se percatan del ritmo de las respiraciones que se entrecruzan, ni de la manera como la temperatura corporal varía, ni de sus micro vibraciones internas, ni del impulso erótico que se manifiesta en exuberancia sexual, una exuberancia de la vida que los lleva a ambos hasta el extremo, alejados de la conciencia, animalizados,

el raudal de admiración por el

encuentro atenúa en ellos la facultad de discernimiento. Solamente están allí deviniendo carne en una situación que los arroja fuera de sí mismos, como queriendo marcar en una exhalación furtiva todo lo que han aguardado para ese momento, y aglutinar la materialidad de sus cuerpos en roces repetitivos que describen a través de sus manos la topología de sus pieles desnudas.

El deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos quebrásemos. Pero, puesto que el objeto de deseo nos desborda, nos liga a la vida desbordada por el deseo ¡Qué dulce es quebrarse en el deseo de exceder, sin llegar al extremo, sin dar el paso! ¡Qué duce es quedarse largamente ante el objeto de ese deseo, manteniéndonos en vida en el deseo, en lugar de morir yendo hasta el extremo! (Georges Bataille 147)

El “cuerpo-aconteciendo” ensalza el aparato sensible y el momentum saturado de sentido estalla en una afección que alcanza su máximo nivel en el presente, desbordando el instante, y necesitando de metáforas y metonimias para poder contar y ampliar el acontecimiento. Aquel encuentro sexuado, cargado del anhelo que representa la quimera que es para el hombre poder acercarse a la piel desnuda del otro, estriada por el tiempo y por los gestos que recorren al cuerpo en sus reacciones y comportamientos, sobrepasa incluso toda mesura y orden, la loca racionalidad



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por la que estamos regidos, aflorando la sensualidad y permitiendo abrirse al caos, arriesgándose a unirse al mundo, a confundirse con el otro.

En un repliegue ambos cuerpos se vuelven sobre sí mismos luego del encuentro, y es tanta la exuberancia del sentido, que necesitan recogerse, trazar los límites, retornar al territorio que proporciona un centro estable, un microcosmos. El eros se pasa por la palabra en una reducción para tratar de entender cómo el umbral de esas ansias del otro nos desbordan y trastornan. Sublimamos el encuentro y alegorizamos el contacto con el otro como queriendo establecer una especie de rito que de cuenta de todo eso que el acercamiento representa para nosotros, nos expandimos en devenires expresivos que pensamos puedan contener toda nuestra nostalgia desencontrada en el contacto.

El arte como expresión de aquello que parece inexpresable irradia una canción sin nombres, un acallamiento de la vida racional que termina por construir un entramado de muchos sentidos que nos permite considerar la potencia de la vida sensible, y en esa inquietud, en ese medio vibratorio de idas y vueltas, el otro cobra un significado más, se convierte en materia de expresión, en un lugar en el que el caos y el cosmos convergen y se entrelazan y nos hace llegar al límite de nuestras contenciones. El hombre como un artista “escenopoeta”, de pulsiones entre puntos y contrapuntos, deviene arte por esa necesidad del otro, por vacío o profusión, por variabilidad de flujos y ritmos, entre impulsos internos y condiciones externas, produce arte para inventarse al otro, para remediar la separación, para tratar de comprender la plétora de sentido que detona el encuentro, para encontrar un lugar intermedio entre la razón y la neta sensación. IV.



AMANECER

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No bastaría con estar siempre atento, con tratar constantemente de advertir la vida sensible de los cuerpos, para ver cómo el sólo hecho de tener un cuerpo y de estar presente en un espacio traza una huella que jamás termina de hacerse, sino que se incorpora fluctuantemente como queriéndose constituir por completo. Nuestra vida y condición humana nos impulsa a una búsqueda zigzagueante, un vaivén entre el uno y el otro, una aventura que por natural, parece azarosa ante nuestra propia percepción. Estar vivo además de ser una representación fiel del concepto de “movimiento”, es también una oportunidad para tratar de acercarse al otro como una posibilidad de darle la cara a nuestra profunda nostalgia. Siempre estaremos seguros de la extrañeza del otro, de su sutil persistencia, del éter que representa. El acercamiento es un riesgo que corremos pues no sólo proporciona un tiempo sentido, una permeabilidad pletórica del sentir, sino también una necesidad de aguardar por el rastro del otro, una posibilidad de admirar esos vestigios del contacto entre ambos que nos recuerdan que por más intentos que hagamos de tenernos juntos lo separados que somos, siempre estaremos disueltos y en búsqueda de esas marcas que nos hacen sentir acompañados. A través de la huella me hago del otro, me unto de las rezumaciones que deviene su cuerpo, me salgo de mí para espaciarme, espesarme, derramarme, sustituir el aislamiento que soy en mis contingencias, en mi individualidad, para tratar de no sentirme solo. Con un gesto autopoiético me recojo, me cubro y me aseguro cuando siento que no puedo ser del otro y me convierto en un caparazón; en una compulsión nostálgica me desenvuelvo, necesitado de sentir, de darme en un encuentro, y dejo capas regadas por ahí de esa desenvoltura, como señuelos para luego saber cómo retornar de nuevo a mí. El amanecer es el signo de que el ciclo ha dado la vuelta, vivimos constantemente enredados en un círculo, en una decisión que se tensa en un espesor elástico: Darnos hasta el límite de no

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desintegrarnos y morir en el intento, retraernos hasta el punto en el que el otro casi se desvanezca por falta de contacto. Absorbemos al otro hasta el umbral en el que siga habiendo otro, nos alejamos para protegernos y para naufragar en nuestro propio interior. A. Disoluciones “Aunque siempre permanezcamos unidos jamás podemos llegar a ser uno… Preferimos ser “yo” y nada más que eso” (Abrams y Zweig 133). Somos el otro de otros, determinamos, miramos y cercamos, nos hacemos de reflejos de otros, delimitamos lugares, marcamos territorios. El agua infinita permea y ronda, y la envolvencia exterior sentida, afectada por el sentir, permuta las posibilidades de fusión, pero también las posibles disoluciones. El cuerpo hecho de agua prefiere, por necesidad, al aire, el cuerpo se busca continuo al agua hasta el límite en que su naturaleza se lo permite. El barco hecho para el agua, inspirado en ella, soñado para su encuentro, no tiene posibilidad de seguir siendo barco si su cubierta besa las profundidades de la mar. Ya no hay barco en un naufragio, el agua anegó toda su existencia, se inventan continuos al borde de la inundación, son casi uno en el límite, en el instante en que la contingencia del otro sigue existiendo y no se permea toda por uno mismo; no se puede tener al otro, no se puede creer que el deseo será capaz de tenernos juntos en unísono, tratar de integrar al otro por completo sería desaparecerlo, hacerse uno en vez de dos, morirse de erotismo. Hay un deseo, que por más fuerte que sea, siempre se revierte, un anhelo imposible, onírico, surreal, cargado de la potencia humana, de la ensoñación de no estar solo, de evitar la fatalidad que resulta de saberse individuo, en cierto modo impermeable, que nos obliga a alivianar ésta tensión “entre-tensiones”, entre las tensiones de unos y otros, entre traslapos de contingencias,



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superposición de territorios, entre juegos coreográficos de unos con otros, entre inmersiones de variedades de agua y variedades de yos. En el fondo cada ser se sabe solo, es más, se prefiere solo, jugamos a arriesgarnos, a atravesar nuestras propias superficies, a imprimir al otro y marcarlo para nuestro propio reconocimiento, pero luego del encuentro, de la posibilidad de ser sentido, queremos regresar y replegarnos hasta el punto en el que podamos dibujar de nuevo nuestras fronteras y tenernos como uno, de reconocer en nuestras propias capas las huellas de esos movimientos, de esos momentos en los que inmersos en nuestra discontinuidad, nos fantaseamos continuos a otro. La discontinuidad es un desafío al movimiento que fatalmente derribará las barreras que separan a los individuos, distintos entre sí. La vida, su impulso y su movimiento, puede exigir por un instante las barreras sin las cuales no seria posible ninguna organización compleja, ninguna organización eficaz. Pero la vida es movimiento, y nada en el movimiento está fuera del alcance de él. (Bataille 103) No hay solución perfecta ante el movimiento, el medio acuático vibra y expulsa al cuerpo, el cuerpo no soporta la presión de capas y capas de agua en movimiento sobre él y busca la superficie. Soñamos con la mar pero luego de tocar sus profundidades necesitamos emerger, luego de surcar sus infinitos horizontes anhelamos volver a la orilla. Por más que el mismo movimiento sea quien disuelve el encuentro, es a su vez la única manera de contacto, una plenamar que en su fricción altera los sentidos y permite la revelación de cada una de las partes del encuentro. Buscamos al otro para soltarnos a nosotros mismos y “entre-tenernos”; soltamos al otro para encontrarnos con nosotros mismos. Nos vaciamos para llenarnos del otro, para llenarnos



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de sentido, entendiendo que la única manera de no estar solos es el movimiento, una necesidad de variar constantemente el entrecuerpo que emerge del contacto, de las contorsiones producto de nuestra nostalgia, un anhelo de encuentros que no logran solucionarse. Somos seres discontinuos, individuos que mueren aisladamente en una aventura ininteligible; pero nos queda la nostalgia de la continuidad perdida. Nos resulta difícil soportar la situación que nos deja clavados en una individualidad fruto del azar, en la individualidad perecedera que somos. (Bataille 13) Llamamos al agua por su nombre y al barco por el suyo, no existe una palabra que los una a los dos, hacemos conjunciones constantemente, aleaciones de unos con otros que luego de un intercambio terminan en disolución; siempre seremos sólo uno, mutando ante inmersiones, individuos marcados por la reacción de otras sustancias y cuerpos. Abandonamos el agua en una contorsión entre tenernos y darnos, y en ese desencuentro, en la emergencia, inadvertimos un flujo entre agua y barco que genera una nueva incorporación. B. Vahos No hay posibilidad de volver de la misma manera, inmergimos un cuerpo y emergemos otro, nos permitimos el encuentro sabiendo que parte de nosotros se desintegrará en la tangencia. El otro es un oasis que absorbe toda nuestra energía, cerca de él, un campo magnético bloquea toda nuestra capacidad de replegarnos. Sentimos al otro como una sustancia volátil que se nos escapa, nunca nos es suficiente, la no permeabilidad absoluta hace que el cuerpo del otro parezca desvanecerse entre más se aleja, su circunstancia otra nos nubla la vista y siempre sentimos una leve extrañeza que no nos permite tenerlo por completo.



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Etéreas, vaporosas, nuestras aleaciones cambian de estado, el cuerpo sólido no comprende toda la información sensible del encuentro, el agua líquida contenida deja escapar de su tención superficial variedad de sentidos que no nos permiten la sensibilidad plena. Pronto, ante la contingencia desconocida que nos representa el otro, ante su intimidad innombrada y completamente imaginaria, los escenarios cómplices del encuentro comienzan a parecer dotados de mayor sentido que incluso el otro quien se encuentra conmigo, pues guardan en su configuración coreográfica el devenir gaseoso de los cuerpos que se esfuman y que se derraman en el exterior. “El mundo sensible no es sólo el mundo de los cuerpos, es el exterior. La exterioridad es la pérdida del tiempo: el espacio” (Pardo n. pág.). El espacio como contenedor de la inmersión sensible guarda en sus superficies la sedimentación de la sensibilidad aflorada, e incluso de la contorsión creativa de devolverse hacia sí mismo, para redibujarse los límites del cuerpo y para tratar de reconocer en esa huella de desprendimientos mezclados, esos pedazos raídos del propio cuerpo que se fueron como recompensa del encuentro con el otro que se ha ido y ya no es lo que fue. Ante un encuentro que sólo tiene posibilidad de ser real en el momento en que sucede, en el que los cuerpos que asisten dejan de ser imagen para convertirse en un acontecimiento ya casi gerundio, lo único que parece no ser ficción de cualquier relato de contacto ya pasado, son esos pellejos que demuestran los indicios de los comportamientos afectivos de los cuerpos y que cumplen el papel de congregar y traer al presente de quien los estima, a los cuerpos que fueron parte de la afección sensible. El vaho que marca el trayecto desde el lugar del encuentro hasta los puntos de fuga por los que los cuerpos se disiparon, marca también las direcciones del intercambio, quien confluye deja



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algo, pero también se lleva algo. Se visten ambos cuerpos en el choque de la contingencia gaseosa del otro, se impregnan del humor y de los olores que devienen de entre las capas que los componen, inhalan la presencia del otro, exhalan hálito de la conjunción de los dos, traducen interior en exterior y viceversa, incitan mezclas, se condensan en la frecuencia entre un choque y otro, se vuelven tiempo fijado en el espacio, mundo sensible que pervive aún cuando los cuerpos están ausentes, cuando emerge el entrecuerpo afectivo, la huella sensible depositada en el exterior. C. Emergencia Inmergir supone desde la intención misma una próxima emergencia, ante un encuentro con la mar profunda estamos destinados a ir y volver, nos aferramos al otro fuertemente, y en un espaciamiento de ese vacío entre los dos, lo soltamos para permitir una expansión del entrecuerpo, y reconocernos a nosotros mismos en el vaivén. Entre abrir y cerrar, entre advertir la vida sensible o simplemente dejar de sentir, tenerse como uno completamente aislado es una imposibilidad, entretenerse con otros como una fusión homogénea tampoco se logra. Cuando el hombre quiere replegarse sobre sí mismo simplemente cierra la piel, y entonces anestesia la percepción de la configuración constante que es junto al otro. Pero si la búsqueda es por desplegarse, basta con darse a la tarea de sentir, con advertir la estesis del “entrecuerpo” que se hace entre separaciones y contactos, entre tenerse uno y devenir otro. A través de artimañas, de artilugios, artefactos, el hombre se inventa continuo, aún considerando la potencia de su cuerpo se ve incapaz de concretar en vida su labor de amor, y a través de gestos nostálgicos y planeados construye esfinges sobre su soledad. Tenerse como uno, soportarse indiviso, intocable en la totalidad, supone que encontremos en nuestro propio movimiento, en



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nuestra manera, el desvelamiento de manar de sí mismo el otro deseado, la satisfacción efímera de poder tener al otro, la producción del otro sentido, que se deja sentir pues hace parte del devenir del propio cuerpo. Que las cosas se mueven, que hay movimiento, que yo siento algo (modificación, cambio, alteración), que siento ser, tal es el principio de lo Físico. Y el movimiento no es, como queda dicho, un simple cambio de lugar sino, en su más cabal sentido, producción de cosas, producción de sentido(s), es decir, poética (poíesis). (Pardo 109) Nos soportamos discontinuos por nuestra capacidad de movimiento, por esos gestos que desembocan en incorporaciones capaces de simular al otro deseado, por esa afección mixta que nos proporciona las herramientas para componer al otro que idealizamos por la aspiración de un momento de sensibilidad plena, que incluso viciado por nuestra interpretación, no es más que una versión de nosotros mismos. Penetrar en la intimidad del otro siempre será sólo un sueño, por ello esa obsesión por el movimiento, por esa aliteración que además de ser el juego de contorsiones que es la vida, termina por construir ante nosotros medios para entretenernos. El deseo también es alterado por el movimiento, por ello al querer producir de esas coreografías al otro, lo único que hago es enamorarme de retratos que yo mismo hago bajo los parámetros de mi mirada, una mirada poética que no tiene más remedio que inventar lo que es ese otro, y que por temor al riesgo que sugiere su otredad, termina por ser una variedad de uno mismo. Todo el tiempo, de mi contorsión, de mi movimiento, produzco autorretratos como alternativas de otros para no estar solo, variedades de mí mismo que representan el anhelo inconcluso de llenar el vacío que hay entre el tú y el yo, desaparecer el entrecuerpo en una labor poética,



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inventarme perfecto en una labor de arte, buscarme continuo. En ésta mismidad disfrazada de alteridad, en la “otra-mismidad” que soy ante el encuentro con el otro, está grabada una ensoñación de inmersiones sensibles, que por más que sean una búsqueda del otro, siempre terminan por ser una construcción de lo que soy. No estoy solo porque me tengo a mí mismo en esta búsqueda insaciable por el otro; sigo buscando a otros porque no me queda más que moverme hacia ellos para tenerme más a mí. OBRAS CITADAS Abrams, Jeremiah y Connie Zweig, eds. Encuentro con la sombra. Barcelona: Kairós, 1993. Medio impreso. Bachelard, Gastón. El agua y los sueños. Ciudad de México: FCE, Medio impreso. Bataille, Georges. El erotismo. Buenos Aires: Tusquets, 2010. Medio impreso. Before Sunrise. Linklater, Richard, dir. Julie Delpy, Ethan Hawke. DVD. Castle Rock Entertainment, 1995. Medio fílmico. Pardo, José Luis. Las formas de la exterioridad. Madrid: Pre-textos, 1992. Medio impreso. Rodríguez, Willy. “Ilegal” Por Cultura Profética. La Dulzura. Luar Music Corp, 2010. CD. Serres, Michel. Los cinco sentidos. Bogotá: Taurus, 2002. Medio impreso.



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