\"Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías\"

July 18, 2017 | Autor: J. Escacena Carrasco | Categoría: Archaeology, Prehistoric Archaeology, Darwinism, Darwinian evolution, Protohistoric Iberian Peninsula
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Descripción

José Luis Escacena Carrasco Eduardo Ferrer Albelda (Editores)

ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES: EL SACERDOCIO EN LA ANTIGÜEDAD

SPAL MONOGRAFÍAS VII

Sevilla 2006

Monografía Revista Spal Núm.: VII

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o trasmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito del Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla.

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© José Luis Escacena Carrasco / Eduardo Ferrer Albelda (editores), 2006 Impreso en España-Printed in Spain I.S.B.N.: 84-472-1026-X Depósito Legal: SE-1.623-2006 Maquetación e Impresión: Pinelo Talleres Gráficos, S.L. Camas-Sevilla

ÍNDICE

Los siervos de Dios en el Egipto antiguo Margarita Conde........................................................................................

11

El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos J. Á. Zamora López....................................................................................

27

El sacerdocio en el Antiguo Testamento José Luis Barriocanal Gómez.....................................................................

43

El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico): las relaciones entre el culto y el poder y la continuidad en el cambio J. Á. Zamora López....................................................................................

57

La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico Ana Mª Jiménez Flores...............................................................................

83

Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías José Luis Escacena Carrasco......................................................................

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Sacrificio y sacerdocio entre los iberos Teresa Chapa Brunet..................................................................................

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El sacerdocio celta Vicente Fombuena Filpo............................................................................

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Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de Numas en Emporion y el Serapeo de Ostia Joaquín Ruiz de Arbulo Bayona.................................................................

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Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua Francisco Juan Martínez Rojas...................................................................

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José Luis Escacena Carrasco Universidad de Sevilla

La revolución eucariótica nos lleva a fijarnos en el hecho de que incluso en la evolución biológica, que Darwin llamó adecuadamente «descendencia con modificación», hay mucho espacio para la transmisión horizontal del diseño.

(Daniel C. Dennett, La evolución de la libertad, pág. 169)

Darwin en las sacristías Tal vez la opinión más común entre los historiadores y arqueólogos acerca de la religión sea la que sostiene que ésta puede ser definida como un mecanismo de reproducción de la estructura social y de las desigualdades económicas que, desde el nacimiento de los sistemas agrícolas, caracterizarían a los grupos humanos. En una proporción considerable, han sido las lecturas marxistas de la Historia las que más han reforzado esta visión particular del fenómeno religioso, acrecentando así entre el conjunto de la población y entre los especialistas en Humanidades del mundo occidental ciertos sentimientos de rechazo hacia las manifestaciones de fe en una divinidad, sobre todo por la repugnancia moral que suelen producir las injusticias y los desequilibrios sociales de clase que, según tal interpretación, la religión habría contribuido a afianzar. 1. Trabajo elaborado en el marco del proyecto BHA 2002-02740 (Ministerio Español de Ciencia y Tecnología) y del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación (Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía). Algunas de las propuestas que contiene habrían sido imposibles sin la ayuda de J.A. Belmonte Avilés, del Instituto de Astrofísica de Canarias. Igualmente, agradezco a mis colegas M.C. Marín Ceballos y A.M. Jiménez Flores sus orientaciones bibliográficas. 2. Departamento de Prehistoria y Arqueología, Universidad de Sevilla. C/ María de Padilla s.n., 41004 Sevilla. Telf. 954551413. E-mail: [email protected].

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Aunque es lícito pensar que esta explicación cuenta con avales científicos significativos, no es menos cierto que deja sin cobertura un aspecto clave que preocupa a quienes pretenden acercarse al estudio del comportamiento religioso sin acritud y conscientes de que las tendencias anticlericales constituyen valores no epistémicos: la paradoja que supone la existencia de una conducta humana generalizada a todas las culturas pero que sólo beneficiaría a la elite de cada comunidad. Si bien es verdad que existen personas agnósticas y ateas en todos los pueblos, no se conoce ninguno que prescinda o haya prescindido históricamente de un cuerpo más o menos elaborado de creencias. Asimismo, a causa del general desdén que los especialistas en Historia muestran hacia las ciencias denominadas «puras», que se manifiesta especialmente hacia la biología como disciplina que tenga algo que decir en la investigación histórica, quienes han estudiado el fenómeno religioso han desconocido los mecanismos que dentro de cada ser humano entrelazan la fe y el sistema inmunitario, unos vínculos que la medicina ha asumido sin problemas y que aparecen con relativa frecuencia en obras de divulgación sobre evolucionismo (p.e., Punset 2004: 17). A estas alturas de la exploración histórica, no cabe rechazar que las religiones hayan favorecido sobremanera la reproducción de las estructuras sociales en las que están integradas. En cambio, desde una perspectiva darwiniana sí es posible negar la idea de que los beneficiarios exclusivos de este mecanismo sean las clases o estamentos más elevados, en especial porque la jerarquización interna de una comunidad y sus consecuencias sobre la desigualdad social están relacionadas sobre todo con el grado de competencia por los recursos que se establecen entre grupos, es decir, están motivados por lo que V.C. Wynne-Edwards (1963) llamó selección interdémica. En todos los animales gregarios, este fenómeno ha originado una tendencia evolutiva espontánea hacia la estratificación intragrupal a lo largo de millones de años, sin que haya razones científicas para excluir de ella al hombre. En consecuencia, como desde este enfoque la religión tiene poco que ver con el mantenimiento de privilegios por parte de las minorías que detentan el poder, la razón fundamental que hace de las creencias un fenómeno culturalmente omnipresente puede explicarse por los beneficios que tal conducta simbólica produce al conjunto de la comunidad en sus fricciones con otros grupos por el control de un mismo nicho ecológico. Acorde con esta lectura evolutiva del comportamiento religioso, la idea defendida en este trabajo asume que las comunidades fenicias se beneficiaron de la estructura organizativa de sus creencias nacionales frente a otras poblaciones (especialmente griegas) que competían con ellas en la diáspora colonial por el Mediterráneo. Aunque el mecanismo era semejante al de otras culturas expansivas, las prácticas cananeas 3. Más que una difusión de saberes científicos, este pequeño libro procura la búsqueda de aplicaciones prácticas para el mundo de la empresa a partir del conocimiento que se posee hoy sobre la evolución, objetivo ya anunciado en su subtítulo. Aun así, consigue sin duda llevar al gran público muchas ideas básicas del pensamiento darwinista. 4. En términos biológicos –los únicos de carácter científico bajo los que comprendo al hombre– los beneficios se miden exclusivamente en función de las repercusiones sobre la reproducción. Como no podemos saber el grado de felicidad o de realización personal de un escarabajo o de un hongo, sólo la mayor o menor descendencia que originan se convierte en el baremo unitario con el que evaluar el triunfo de los seres vivos en los correspondientes ecosistemas que habitan.

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consistieron en organizar la dispersión poblacional y la fundación de nuevos enclaves a partir de santuarios preexistentes, para lo cual constituían herramientas de primera mano los conocimientos astronómicos del clero. Sin la aplicación correcta de esta sabiduría, en la que los fenicios –como otros muchos pueblos orientales– eran duchos, la ubicación de las colonias y factorías podría no haber sido la más idónea para establecer las rutas del comercio de ultramar. Esto explica que la apertura de caminos navales vírgenes estuviera presidida por la inauguración de ciudades portuarias en sitios previamente determinados a través de oráculos sagrados, un mecanismo mediante el cual la comunidad se aseguraba de que era aquel punto el más conveniente para el nuevo asentamiento. Desde una perspectiva evolucionista, podríamos inclinarnos a llamar a este fenómeno una exaptación del papel tradicional del sacerdocio oriental, al modo propuesto por S.J. Gould y E.S. Vrba (1982), si no fuera porque la mayor parte de las adaptaciones de los organismos, sean somáticas o de la conducta, no son más que exaptaciones, lo que invalida el término y el concepto que contiene. Estos aspectos están escasamente tratados en la literatura especializada sobre la colonización fenicia, en parte porque los arqueólogos han sido reacios a interpretar como símbolos cósmicos o como conocimientos astronómicos de aquella gente muchos de los documentos que hallan. En consecuencia, no espere encontrar el lector en los párrafos que siguen una relación exhaustiva de los datos relativos a orientaciones astrales de santuarios o de otros sitios y objetos de culto. Aquí hay aún mucho trabajo por hacer para las nuevas generaciones de investigadores. Sólo utilizaré como apoyo arqueológico algunos enclaves hispanos del primer milenio a.C. que recientemente he podido trabajar de forma más directa. En cualquier caso, mi preocupación no es tanto contar con una completísima base de datos como saber transmitir una visión particular de esta historia en la que estoy empeñado de un tiempo a esta parte, para lo que tal vez sea conveniente una profunda reflexión metodológica previa sobre mi perspectiva teórica, que se prodiga poco entre los arqueólogos. La capacidad para ocupar áreas de conocimiento para las que en principio no fueron propuestas es hoy una de las mejores balanzas para sopesar la calidad epistémica de las teorías científicas. En otras palabras, se diría que la fertilidad es la propiedad que permite a un cuerpo teórico dado hacer predicciones científicas en explananda que no formaban parte de la serie original (Ruse 2001: 49). Quizá sea ésta la 5. Se conoce como exaptación a una nueva función de un órgano para la que no fue seleccionada en principio, como ocurre por ejemplo con las mamas, antes glándulas sudoríparas. Son tantas las exaptaciones en la historia de la vida, que no sería fácil encontrar un órgano cuya misión actual fuera la misma para la que un día nació, porque la evolución es una historia de apaños y reciclajes. Acertadamente, algunos autores la han comparado con un trabajo de bricolaje (cf. Prevosti y Serra 2000: 12). 6. La última queja que he podido constatar sobre esta actitud proviene de W. Schlosser, catedrático de astronomía en la Universidad de Bochum en el Ruhr, publicada en el ejemplar de agosto de 2004 de Investigación y Ciencia (Schlosser 2004: 77). Es una desdicha para la arqueología lo que muestra este número de la revista: un trabajo firmado por un arqueólogo cuya competencia parece limitada a desenterrar, describir y medir cosas (cf. Meller 2004), seguido de otros artículos en los que la interpretación de lo encontrado se reserva a especialistas en distinto oficio (cf. Schlosser 2004; González García 2004). 7. A pesar de la lucidez de M. Ruse para captar los valores no epistémicos que subyacen a la investigación científica, tema al que está consagrado este libro suyo, yerra cuando afirma que la paleontología está

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razón por la que el darwinismo, es decir, la explicación de que los organismos han cambiado por el trabajo constante de la selección natural, ha penetrado en casi todas las disciplinas académicas. Así, la biología y sus distintas especialidades, referidas estas últimas tanto al análisis de los cambios anatómicos y fisiológicos como a los de la conducta –etología– casi carecen de otro enfoque que no sea el evolutivo, hasta tal extremo que algunos métodos del mismo constituyen herramientas disponibles para ser utilizadas en el caso de que algún día se encuentre vida extraterrestre. Las Humanidades, por el contrario, carecen hoy de una teoría que unifique el panorama interpretativo, de forma que son muchas las lecturas posibles de los mismos hechos cuando se pretende ir más allá de su mera descripción. En el caso de la arqueología prehistórica, terreno profesional al que dedico tanto mi investigación como mi docencia en la universidad, puede afirmarse que la situación se ha hecho más compleja durante la segunda mitad del siglo XX al abrirse el espectro de posiciones teóricas y metodológicas, por lo que está muy lejos de ser, en contra de lo que ha afirmado recientemente M. A. Querol, una disciplina lamarckiana. En la actualidad, la arqueología no es una ciencia monoparadigmática; por tanto, no puede ser definida ni como lamarckiana ni como darwinista, aunque la mayor parte de sus practicantes (incluidos los materialistas históricos, los procesualistas y los historicistas culturales, entre otras tendencias) lean los datos a través de Lamarck. De hecho, casi todos los prehistoriadores han aceptado a Darwin sólo para la explicación de la evolución somática, renunciando de forma paralela a tratar la conducta con el mismo enfoque. incapacitada para hacer predicciones. Si esto fuera cierto, también afectaría a la arqueología, cosa que me preocuparía en extremo por ser yo arqueólogo y porque la capacidad predictiva es uno de los baremos mejores para medir la calidad de las teorías científicas. De hecho, en el trabajo que ahora tiene el lector en sus manos propongo diversas predicciones. El error de Ruse en relación con los paleontólogos parte de pensar que “su tema de estudio está muerto por definición” (Ruse 2001: 250). Ni los paleontólogos trabajan con animales muertos ni los arqueólogos con hombres muertos. Unos y otros operan con elementos de hoy: fósiles y datos arqueológicos. Los extraemos y los estudiamos en el presente, y con ellos podemos hacer predicciones sobre lo que es probable encontrar si la ley deducida del registro parcial es correcta. Siguiendo la propuesta de Ruse, tampoco muchos astrónomos podrían hacer predicciones dado que la luz que observan puede proceder de galaxias tan lejanas que ya no existan. 8. I. Crawford, investigador del departamento de física y astronomía del University College de Londres, ha analizado los problemas teóricos y prácticos de los programas SETI para la búsqueda de vida inteligente extraterrestre mediante la detección de transmisiones de radio. En relación con otras posibles «civilizaciones» de fuera de nuestro planeta, este autor ha escrito el párrafo que ahora reproduzco, que podría ser suscrito por cualquier darwinista: [...] “creo que pueden señalarse varias razones por las que un programa de colonización interestelar tiene visos de verosimilitud. Una de ellas es que una especie propensa a colonizar ya gozaría de ventajas evolutivas en su propio planeta de origen, no siendo difícil imaginar que esta herencia biológica se transfiriera a la cultura de la era espacial” (Crawford 2000: 9-10). 9. A quienes hayan leído la obra de M.A. Querol a la que me refiero, tan lamarckiana a pesar de su título (Adán y Darwin), les recomiendo encarecidamente un buen antídoto: la consulta de la pág. 205 de la obra de D.C. Dennett a la que pertenece la cita con la que abro este artículo. Es evidente que M.A. Querol ha bebido hasta la saciedad de S.J. Gould, porque sus afirmaciones coinciden casi hasta la letra con las de este autor: “la evolución cultural es directa y lamarckiana en su forma: los logros de una generación se transmiten mediante la educación y la publicación directamente a los descendientes” (Gould 1993: 58). “Para las personas que trabajamos sobre la cultura, que investigamos los cambios que se han producido a lo largo del tiempo en el comportamiento de los grupos humanos, el “lamarckismo” nos viene muy bien, ya que la “herencia” cultural humana funciona de acuerdo con esta teoría, al transmitirse por aprendizaje de una generación a otra” (Querol 2001: 35).

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Esto supone una grave incoherencia si se participa de una concepción monista del individuo (Escacena 2002a). Así las cosas, entre los distintos especialistas en ciencias sociales abundan quienes participan de cualquier punto de vista epistemológico que no sea la teoría darwinista, dotada por lo general de mala prensa a causa de antiguas interpretaciones malintencionadas para su uso político. Pero hoy es ésta una de las pocas perspectivas que han logrado unificar campos científicos en principio tan distantes como la medicina, la antropología cultural, la sociología, la psicología, la lingüística, la arqueología, la demografía, etc., y especialmente hacer a todas ellas compatibles con la biología y hasta con la astrofísica10. Sólo este poder unificador, exponente de nuevo de su alta calidad científica, puede dar crédito a las afirmaciones de filósofos que sostienen que si “el hombre es el resultado de un proceso evolutivo enteramente secularizable, la única aproximación posible a su estudio es la evolucionista” (Castrodeza 1999: 81). No obstante, incluso entre quienes se dicen darwinistas o han aceptado las explicaciones evolutivas para las cosas que estudian, se deslizan con frecuencia problemáticas confusiones que interfieren en la interpretación de los datos. Quiero ahora entrar especialmente en una que, sin ser la verdadera causa del rechazo que los arqueólogos en particular y los historiadores en general muestran hacia la interpretación del cambio cultural por mecanismos darwinianos, es decir, hacia el papel único de la selección natural en las transformaciones de la conducta humana, se encuentra sin duda en la raíz del problema. Cuando preparaba un trabajo historiográfico sobre la penetración de las ideas evolucionistas en Andalucía (Escacena 2002a), tuve la oportunidad de leer casualmente en F. Savater (1997: 33-34) un párrafo que ilustra bien la cuestión y que contrasta con otros escritos suyos más proclives al lamarckismo: [...] la selección evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se daban mejores relaciones entre viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La supervivencia biológica del individuo justifica la cohesión familiar pero probablemente ha sido la necesidad de educar la causante de lazos sociales que van más allá del núcleo procreador. Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha inventado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir armónicamente maestros con discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado finalmente la sociedad humana y ha reforzado sus vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar.

10. El ejemplo más claro de esta última relación concreta con las ciencias que estudian la física del Universo puede ser la cantidad de veces que los evolucionistas han explicado algunos procesos mediante los principios que gobiernan la termodinámica, en especial por la segunda ley (p.e. Dennett 2004: 225; Punset 2004: 34; Margulis y Sagan 2003: 73-83; Escacena e.p.). Se ha apuntado, no obstante, que determinadas funciones fisiológicas que se expresan en medidas nanométricas se rigen mejor por condiciones cuánticas y por el principio de incertidumbre de Heisenberg que por la física newtoniana, ejemplo de lo cual pueden ser ciertas funciones cerebrales que eludirían la primera ley de la termodinámica (Eccles 1992: 177-182). No dudaríamos de explicaciones de este tipo si no fuera porque parece que John C. Eccles, Premio Nobel de Medicina en 1963, se agarra a un clavo ardiendo para buscar un posible salto evolutivo exclusivo de los homínidos que daría pie a pensar en una intervención divina para la creación de la consciencia del yo y, en última instancia, del alma (Eccles 1992: 230). Como este autor parece invitarnos a entrar en valores no epistémicos, rehúso ahora seguir reflexionando por este camino.

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El filósofo ha comprendido bien el concepto darwinista de selección, e incluso ha ido muy lejos por esta ruta al reconocer que los humanos y su sociedad son el producto de lo que la Naturaleza ha querido hacer de ellos. Pero cae inconscientemente en un trampa cultural que viene de bastante lejos: la confusión terminológica y conceptual que tiende a identificar lo biológico sólo con lo somático, error que para decepción mía he encontrado también en Dennett –precisamente en la cita de apertura de mi trabajo– y que impregna gran parte de su obra al distinguir paralelamente y como consecuencia de ello entre “Naturaleza y Crianza” como ámbitos distintos, cuando habríamos esperado la consideración de la segunda sólo como parte de la primera. Tamaña confusión fortalece una ficción de la que resulta difícil escapar, y que ha sido levantada históricamente casi siempre por pensamientos no científicos. La separación entre cuerpo y espíritu (o alma) como dos componentes del hombre (visión dualista) ha sido común, de hecho, al ideario filosófico y al religioso. Desde tal posición, en todos nosotros habría que distinguir entre lo material y lo espiritual como categorías que, aunque conviven en una misma forma física, convendría separar de manera nítida. Pero asumir lo natural y lo cultural como elementos dicotómicos es contrario a una visión darwinista del mundo. Ningún ser vivo es sólo materia. Todos constituyen a la vez cuerpo y comportamientos. Por eso no se puede confundir la parte con el todo e identificar como la misma cosa biología y soma. Lo biológico es algo más que lo corpóreo y lo fisiológico: lo biológico es un todo inseparable que hace de cada espécimen algo irrepetible, a la vez diferente de sus congéneres y similar a ellos. A pesar de la larga vida científica del evolucionismo, las interpretaciones darwinistas de la Historia carecen de una amplia trayectoria en la tradición europea. No obstante, recientes trabajos del ámbito anglosajón apuntan hacia este análisis particular, precisamente en el terreno de la arqueología (Maschner 1996; Hart y Terrell 2002). Los presupuestos teóricos y metodológicos de este enfoque concreto de la evolución asumen que la fuerza única que ha modelado el cambio cultural humano es la selección natural, entendida ésta en la forma básica en que fue pensada por Darwin. La línea de trabajo que utilizo en este trabajo pretende, pues, aplicar a la conducta de los fenicios los principios de la Teoría de la Evolución. Desde que se instaló en el panorama científico, sobre todo en el mundo de las ciencias de la Naturaleza, esta opción intelectual ha tratado el proceder de los seres vivos como uno de los principales territorios en los que se manifiesta la selección natural, vía iniciada por el propio Darwin cuando consideró los instintos humanos tan sometidos a los principios selectivos como el componente somático. Desde que el padre de la teoría publicara su obra sobre el origen de las especies, la conclusión inmediata fue que los fundamentos en ella contenidos podían aplicarse a la evolución humana. Por coherencia con sus planteamientos personales, el propio Darwin trataría poco después sobre nuestra ascendencia. El hombre no tenía por qué representar ninguna excepción a la regla, y por tanto podía y debía estudiarse con las mismas bases metodológicas que los demás seres vivos. La propuesta teórica darwinista constituyó desde entonces una forma de conocimiento diseñada para operar con individuos y poblaciones tanto en sus aspectos somáticos y fisiológicos como en sus formas de actuar. La Arqueología Evolutiva, línea en la que se inserta el presente artículo, propone que la teoría del cambio por selección es por tanto de

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aplicación universal; que explica el ayer y el hoy, lo somático, lo fisiológico y la conducta; y que, en última instancia, la cultura –y la tecnología como parte de ella– evolucionan de la misma forma. De hecho, esta última puede definirse como mecanismo adaptativo extrasomático de las especies que la usan (la humana y muchas otras); y así, las modificaciones en la vivienda o en las herramientas del hombre pueden ser interpretadas con el mismo enfoque teórico y metodológico que la evolución de los termiteros o de las telas de las arañas. Desde que Darwin leyó la obra de Malthus, percibió la importancia de la reproducción diferencial a la hora de la transmisión de los caracteres individuales (Ruiz y Ayala 1999: 306-309). En definitiva, la regla deducida en relación con la cantidad de descendencia de cada ser vivo o población propone que las peculiaridades que más se perpetúan son aquellas que conducen a un incremento demográfico. Desde este punto de vista, el principio evolucionista de supervivencia de los más fuertes fue transformándose hacia el de supervivencia de los más aptos, siendo así que los más aptos son los que más incrementan la fitness y los que, en definitiva, más posibilidades tienen de dejar descendencia. Desde este enfoque, la Arqueología Evolutiva debería dar cuenta de cómo y en qué proporciones la cultura material y los comportamientos humanos asociados a su uso acrecentaron la aptitud de individuos y poblaciones, ayudándoles a su expansión diferencial por los distintos territorios que ocuparon. Éste es el enfoque con que ya ha sido trabajado, por ejemplo, el nacimiento de la agricultura y de los utensilios vinculados al cultivo de la tierra (cf. Rindos 1990), el mismo con el que quiero descubrir ahora alguno de los papeles evolutivos del sacerdocio fenicio. Que esta perspectiva teórica ha suscitado una ardua polémica al menos desde los tiempos de Darwin no es algo que escape a ningún especialista en evolución. Una y mil veces los filósofos e historiadores de la ciencia han señalado dicho problema (p.e. Alonso 2000: 89). Desde casi todas las posiciones teóricas imaginadas para explicar la Historia, los expertos han sido contrarios a asumir que la selección natural tenga que ver algo en el diseño de nuestra conducta reciente, si bien han admitido su responsabilidad única en la construcción del cuerpo humano y de su fisiología. Como he referido antes, incluso desde visiones que se autoconsideran darwinistas se piensa que la cultura evoluciona por mecanismos lamarckianos por el mero hecho de que se transmite por herencia a las generaciones siguientes, como si lo somático no lo hiciera igualmente por esa vía. La Arqueología Evolutiva rehúsa empero estos planteamientos dualistas que separan radicalmente lo somático y el comportamiento con la intención de explicarlos con paradigmas epistemológicos distintos. Porque en la Naturaleza ambos elementos sólo se manifiestan juntos, la selección no puede distinguir entre cuerpo y conducta para proceder de forma discriminatoria, actuando sobre uno y olvidándose de la otra. Este análisis requiere, además, concebir lo natural como un concepto científico alejado de las connotaciones que socialmente tiene. Así, cualquier fenómeno puede ser considerado natural cuando es el producto de la vida desarrollada en los distintos ecosistemas terrestres. Nada tiene que ver esta idea con una supuesta “bondad” o “belleza” de lo natural frente a lo artificial, algo que los movimientos ecologistas actuales parecen haber heredado del “mito del buen salvaje” tan explotado en la literatura universal, y que constituye el problema que algunos epistemólogos han

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denominado la “falacia naturalista”, que pretende afirmar que “lo que es, debe ser” (Ruse 2001: 234). Desde nuestro enfoque, tan naturales son la trompa del elefante y el escupitajo de la llama como el teorema de Pitágoras, las feromonas sexuales de las mariposas y la jerarquización de una manada de leones como la vida monacal tibetana, los nidos de las golondrinas y las presas de los castores como los muros de un rascacielos, etc., etc. En la consideración de que lo artificial no es sino la forma natural de la conducta humana radica la justificación para poder abordar el tema de este artículo bajo un enfoque darwinista. Replicadores de la vida La teoría evolutiva propuesta por Darwin no ha sido aplicada casi nunca al estudio de la prehistoria reciente ibérica. Esa renuncia ha partido de posiciones teóricas que no han aceptado a la selección natural como diseñadora de la conducta de los humanos modernos. Para quienes sí han asumido la propuesta darwinista hasta sus últimas consecuencias, la evolución se ha manifestado a través de la competencia entre unas unidades mínimas de replicación. En la herencia somática, los códigos que transmiten de una generación a otra las características corporales estarían alojados en el ADN genético. Los genes constituirían así los replicantes básicos, y en ellos se produciría, como quieren los neodarwinistas, el principal nivel de selección. Según esta tendencia, en los genes están contenidas las directrices elementales que gobiernan también las pautas conductuales. Esos componentes básicos de la herencia han sido reivindicados por estudios posteriores a Darwin desde que las conclusiones mendelianas conectaron con la teoría evolucionista a partir de la Síntesis (Wilson 1980). En parte porque aún no se habían descubierto los genes, en parte porque desconocía al parecer los trabajos de Mendel, Darwin consideró que el plano en que actuaba la selección era el individuo. Posteriormente, algunos especialistas en el tema han considerado que el filtro selectivo podría trabajar entre poblaciones o conjuntos de individuos, una modalidad que se ha denominado selección de grupo y que usaré como concepto válido a la hora de valorar la competencia interétnica y de analizar la dispersión colonial fenicia. Los genetistas desconocen aún hasta qué punto las unidades mínimas de replicación transferidas de una generación a otra en el ADN controlan los comportamientos. Algunos, especialmente los vinculados a la tendencia sociobiológica, consideran que la conducta viene eminentemente diseñada por la carga genética en un alto grado de precisión. Quienes niegan tanto control por parte de los genes atribuyen al aprendizaje social y, en definitiva, al contexto cultural, el papel fundamental en dicha labor. Sin embargo, unos y otros reconocen que, al menos en líneas generales, nuestro proceder respeta instrucciones contenidas en el material genético, si bien dichas órdenes elementales no constituirían más que un amplio marco con posibilidades muy distintas de manifestación concreta. Por explicarlo con un ejemplo muy a propósito para nuestro tema, se trataría de aceptar que los genes nos permiten el pensamiento simbólico –sin el cual es imposible la conducta religiosa– pero no que nos transmitan la divinidad concreta en la que creer. Es misión de la cultura esta otra tarea.

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Desde el punto de vista de la herencia cultural, el cuerpo teórico del darwinismo viene desarrollando estudios mucho menos abundantes que los referidos a la parte somática humana. De hecho, es muy reciente en dicha trayectoria la propuesta de términos unívocos con los que llevar a cabo verdaderos análisis científicos. En 1976, R. Dawkins ideó la voz meme para las unidades mínimas de circulación de la conducta aprendida (Dawkins 1979; 277-293). Pero uno de los más elaborados empeños en desarrollar dicho concepto se debe a la psicóloga S. Blackmore (2000). A diferencia de los genes, los memes son los encargados de replicar con pretendida fidelidad las ideas y la conducta compleja no instintiva. Funcionan diacrónicamente para llevar a cabo la transmisión vertical –se entiende desde padres a hijos– del comportamiento aprendido; pero poseen la característica de poder desplazarse en horizontal en un tiempo dado, de manera que serían en este segundo caso los responsables de las interacciones culturales entre poblaciones e individuos coetáneos. Si la carga genética tolera en la práctica cierta heterogeneidad de manifestaciones concretas (la plasticidad fenotípica), la propagación memética presenta si cabe mayor elasticidad, aunque la supervivencia a largo plazo de los cambios queda siempre dentro de unos límites que marca la selección natural. La labor de genes y memes origina copias similares a sus progenitores. En ambos casos, los duplicados son siempre «erróneos» en relación con sus padres, en el sentido de que no constituyen imágenes absolutamente fieles de los mismos. Mutaciones genéticas y recombinación cromosómica por una parte, e «infidelidades» culturales por otra, ocasionan variación constantemente, las primeras en lo somático y las segundas en la ideología y en las acciones aprendidas. Tal diversidad es el área de trabajo o nicho ecológico de la selección. Sin variación no existe evolución, sencillamente porque la selección natural no puede llevar a cabo su tarea de elegir entre opciones diferentes. Entre los propios darwinistas existe recientemente una pugna por dilucidar si son los genes o los memes los motores básicos en la evolución humana (p.e. Alexander 1994: 74; Blackmore 2000: 143-177). Nuestro tema nos permitirá comprobar, no obstante, la posibilidad de una cooperación simbiótica entre ambos tipos de replicadores. Como todo mutualismo, esta alianza fue beneficiosa para sus partes, contribuyendo así a la expansión demográfica de sus propágulos (los fenicios) primero por el Mediterráneo y luego por el Atlántico. En cualquier caso, parece que las mutaciones experimentadas durante los siglos que duró este proceso difusor nunca fueron lo suficientemente profundas como para permitir la adaptación de la vieja cultura cananea a ecosistemas distintos a los subtropicales en que había nacido. Quizás sea ésta la razón por la que la diáspora fenicia encontró facilidad, como tantas otras migraciones (Diamond 2001: 88-89), en su viaje horizontal, y no pudo en cambio desplazarse en el sentido de los meridianos por el Océano más allá de las latitudes toleradas por la agricultura mediterránea que constituía la base de la alimentación fenicia: hacia el norte, la costa portuguesa; hacia el sur, la marroquí. Ni más arriba ni más abajo de estos límites atlánticos se conocen colonias fenicias permanentes. Es más, el enclave más alejado de todos, el sitio africano de Mogador, situado mil kilómetros al sur de Gadir, ni siquiera contó al parecer con viviendas permanentes, un claro indicio del carácter temporal del asentamiento (Aubet 1994: 258-260).

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Astros, colonos, curas y microbios Las lecciones más profundas sobre la evolución de la vida las está proporcionando en la actualidad el mundo microscópico, hasta el punto de que, de no ser por la fuerza epistémica del concepto darwiniano de selección, que una y otra vez consigue salir adelante como explicación más plausible de los procesos de cambio, algunos descubrimientos recientes en este campo habrían dado pie a dudar de su aplicación universal. La parcela de la biología consagrada al estudio de la vida microbiana socava una y otra vez cimientos de profundas raíces entre los naturalistas –y no digamos entre los especialistas en ciencias sociales– sobre el desenvolvimiento de la propia vida en el planeta Tierra. La misma noción de individuo, con la que tanto han operado los neodarwinistas, o la separación tajante entre vegetales y animales, han sido desestimadas al analizar organismos cuya dimensión escapa a nuestras capacidades ópticas normales (Margulis 2003: 118). Animales y plantas que viven en simbiosis, en una unión mucho más estrecha que cualquier tipo de mutualismo, o comunidades ingentes de seres que sólo medran como tales colectividades, recomiendan una duda razonable sobre cuáles sean las unidades mínimas de selección. Desde este mundo de tamaño ínfimo, la variación no es sólo producto de mutaciones al azar, aunque las mayores tasas de esta modalidad de cambio se alcanzan precisamente en cuerpos tan minúsculos como los virus de ácido ribonucleico (Elena 2002: 46). Por el contrario, se conocen aquí otros procesos que ensanchan constantemente la diversidad. La apropiación de material genético ajeno a lo largo de la vida de los microorganismos, por ejemplo, faculta para la ganancia de caracteres nuevos. En las amebas, la fusión de dos individuos permite alojar en el nuevo núcleo de la única célula resultante un bagaje genético distinto al que cada ejemplar poseía antes por separado, de forma que una futura reproducción por bipartición origina individuos con cargas genéticas distintas a las que portaban los que iniciaron la unión (Weismann 1994: 148-149). En las bacterias, parecidos fenómenos de intercambio de material genético proporcionan una enorme capacidad adaptativa a las siguientes generaciones. De esta forma, los descendientes ven incrementado el acervo de su genotipo (Castillo y otros 2003: 74), dando la falsa imagen de que la evolución operaría aquí por medios lamarckianos en tanto que tales adquisiciones se transmiten por herencia a la prole. Más abajo aún en la escala de complejidad de la vida, en la frontera ya con lo inerte, los virus llevan miles de millones de años introduciendo diversidad mediante transferencias horizontales de ADN por doquier, hasta el punto de haber sido reivindicados como una de claves de la evolución por su papel en el nacimiento otrora de los organismos eucariotas al ser quizás los responsables de la aparición del núcleo celular (Villarreal 2005: 59). En realidad, lo que estos dispositivos –verdaderas fábricas de variación– logran es un campo abonado para el trabajo de la selección natural. En este contexto empieza a comprenderse que las unidades que ésta elige para generalizar en las siguientes generaciones no sólo son los genes, sino también lo que comúnmente se denominan individuos en la vida macrobiótica, algo que desde los especialistas en microbiología se ve muchas veces como una forma de mutualismo simbiótico de ingentes colectividades de seres vivos. Es el mismo enfoque con que algunos neurólogos han tratado el origen del sistema nervioso de los animales, que no sería más que el resultado aún perceptible de la

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evolución de poblaciones de células nerviosas en conexión procedentes de espiroquetas ancestrales asociadas (Edelman 198511). Desde la Arqueología Evolutiva, que pretende analizar las culturas humanas del pasado como manifestaciones de la conducta personal y colectiva, es válido establecer la unidad mínima de selección en el individuo cuando se analizan situaciones concretas en contextos culturales determinados y únicos (cerrados), si bien es altamente problemático llegar a distinguir estos comportamientos individuales. Pero resulta igualmente operativo usar el concepto de selección de grupo cuando los fenómenos que se pretenden explicar implican a comunidades que, desde el punto de vista de su evolución cultural, se encuentran suficientemente alejadas entre sí como para que se reconozcan (y se autorreconozcan) como diferentes. La selección de grupo, entendida como selección entre poblaciones distintas y no como un conflicto de intereses entre el individuo y su propia comunidad, surge cuando el aporte cuantitativo de los componentes de cada población a la descendencia no es aleatorio, sino que deriva de sus respectivas conductas. Así, podría afirmarse que lo que la Naturaleza elige en realidad son los modos de proceder que influyen sobre el incremento poblacional, optando siempre por aquellos que implican mayor crecimiento demográfico neto y por la gente que los manifiesta. Para que intervenga este mecanismo selectivo es necesario que el nivel de variación entre individuos dentro de cada conjunto sea inferior al de los grupos entre sí (Boyd y Silk 2001: 220), circunstancia más que probable en los territorios del occidente colonial fenicio dada la lejanía memética entre los semitas y las poblaciones residentes de los sitios de llegada (Italia, la Península Ibérica o el Magreb, entre otros). La existencia de una selección interdémica ha sido negada con frecuencia por algunos evolucionistas, especialmente por los genetistas alineados en el neodarwinismo. Menos reacios a trabajar con este concepto han sido los ecólogos, y todavía menos quienes han estudiado la conducta de los insectos sociales, de forma que entre estos últimos se ha desarrollado el concepto de selección de parentela como una verdadera modalidad de selección de grupo. Esta aceptación tiene como base el reconocimiento de que la división en elementos reproductores y no reproductores en estos organismos no implica sustanciales diferencias genéticas entre unos y otros, y que los que no crían contribuyen más efectivamente a su propia replicación genética si ayudan a sacar adelante a sus hermanos que si se reproducen ellos mismos. Por este mismo hecho, la homogeneidad memética dentro de un grupo cultural cohesionado permite usar el concepto de selección de grupo cuando se pretende dar una explicación evolucionista a los fenómenos derivados del contacto intercultural producido en escenarios de colonización. En consecuencia, la constatación de situaciones multicomunitarias en las provincias coloniales (en Tartessos por ejemplo) puede ser explicada desde la Arqueología Evolutiva mediante el uso de este criterio, el que reconoce que el grupo social (en este caso también cultural) se presenta ante la selección natural como una verdadera «unidad de elección», y que entra así en competencia con otras «unidades» que representan las demás opciones (fig. 1). Es más, todavía sería posible otra vuelta de tuerca en el mismo sentido si, como recuerda la investigación 11. Citado en Margulis (2003: 347).

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Fig. 1: La selección interdémica se manifiesta cuando la diferencia entre los individuos de un mismo grupo es menor que la que separa a cada población. Así, cualquier elemento de A se parecerá siempre más a los de su propia comunidad que a cualquier elemento de B, y viceversa. En estos casos, la selección natural tiende a ver en las etnias unidades de selección.

histórica, los fenicios acabaron por establecer en Occidente un mosaico de unidades sociopolíticas parecido al que conformaba en la patria de origen el modelo de ciudad estado de la costa siropalestina, de manera que, dentro del grupo que la literatura especializada conoce con el común denominador étnico de fenicios, la realidad estuviera compuesta no tanto por una clara homogeneidad sino por subpoblaciones de tirios, de sidonios, de chipriotas, etc. Pero reconozco que este extremo está aún lejos de poder ser conocido mientras los métodos arqueológicos no permitan distinguir cada especie de árbol dentro del bosque genérico. Para los estudiosos del comportamiento, la conducta religiosa supone un terreno ideal para la experimentación evolucionista. De esta forma, contamos con análisis que desde una perspectiva biológica se han planteado explicar los mecanismos adaptativos que dan cuenta de fenómenos generales (por qué existen las creencias, por ejemplo) o de cuestiones más particulares (función del clero en las distintas culturas) (cf., entre otros, Burkert 1996; Lincoln 1991; Dennett 1998). En cualquier caso, debo recordar que, a pesar de que la religión tiene facilidad para transferirse en los primeros años de la vida a los miembros de la cultura propia y extrema dificultad para pasar en edad adulta a individuos de culturas ajenas, por falta casi siempre de reflexión teórica la cosa se ha visto al revés por la mayor parte de los investigadores que han tratado la expansión fenicia por Occidente. De esta guisa, y por lo que se refiere a los territorios que me van a suministrar aquí la información arqueoastronómica, a excepción de J. Alvar (1993) y de muy pocos autores más (Belén y Escacena 2002), casi nadie se ha cuestionado la académicamente asumida permeabilidad de los indígenas ante la llegada de un universo religioso ajeno, el fenicio. Por el contrario, para la mayor parte de los estudiosos las poblaciones locales hispanas habrían sido

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en general fuertemente aculturadas por los semitas tanto en los aspectos materiales de sus correspondientes complejos tecnológicos como en el dogma y la práctica religiosa. De ahí el uso general de los términos orientalizante y orientalización aplicados a situaciones que, como el caso tartésico, a mi entender no fueron más que manifestaciones concretas de escenarios coloniales fenicios, es decir, provincias de ultramar (Escacena 2004a: 41-42). La religión desempeña varias funciones evolutivas, algunas de las cuales han sido examinadas desde el darwinismo. Desde este enfoque teórico se ha descendido incluso al análisis de temas tan particulares como el alcance adaptativo de los preceptos morales de la ley mosaica (cf. Alexander 1994: 255-256). En cualquier caso, para una visión evolucionista carece en primera instancia de interés averiguar cómo y por qué surgió la conducta religiosa, que lo hizo seguramente como subproducto de la adquisición del pensamiento simbólico por nuestros antepasados ancestrales. Más valor tiene, por el contrario, saber la razón por la que las creencias constituyen hoy una práctica común a todas las culturas. Ese mismo hecho, el de ser una forma de conducta generalizada a todas las comunidades humanas históricas, habla ya tal vez de su contribución positiva a la reproducción de individuos y poblaciones, algo que explica igualmente la existencia de tabúes sexuales fuera y dentro del propio campo religioso. Por lo que se refiere a los fenicios hispanos, este último aspecto tiene desde luego connotaciones religiosas evidentes (Escacena y García Rivero e.p.). En cualquier caso, escapar de esta aparente tautología requiere explicitar con cierta minuciosidad los papeles concretos que la religión y su entorno social cumplieron entre dichas comunidades humanas alopátridas. Como ya adelanté, se conoce de forma genérica que, al incrementar el optimismo por creer en una providencia divina, la fe aumenta el poder defensivo del sistema inmunitario para luchar contra la enfermedad, del modo en que lo haría cualquier otro placebo. Esta constatación tiene una sólida base científica reconocida en las conexiones entre el sistema nervioso y nuestras defensas (Sagan y Margulis 2003: 317), y podría explicar muchas curaciones supuestamente milagrosas. De otra parte, es innegable que las religiones significaron para las culturas antiguas elementos de cohesión étnica, porque entonces pululaban los credos nacionales. Aunque parezcan en principio asuntos sin relación directa, esta observación tiene mucho que ver con la autopoiesis bacteriana, es decir, con la capacidad que poseen hasta los organismos más simples para dotarse de un limes o frontera, una membrana sin la que es imposible la consciencia singular/plural del yo/nosotros. De hecho, en clara discrepancia con múltiples escuelas filosóficas, algunos biólogos han defendido la existencia de esta autoconsciencia entre la vida microbiana (Sagan y Margulis 2003: 313-314), en choque directo con planteamientos antropocentristas que sólo reconocen dicha característica para el hombre, o como mucho para algunos de los denominados animales superiores (Eccles 1992: 193 ss.12). Pero la función evolutiva que ahora quiero analizar no es aquella que explicaría la existencia de la religión como fenómeno universal, 12. A pesar de su pretendido darwinismo, este autor es profundamente teleológico en su concepción de la evolución. Lo demuestra, por ejemplo, el título del apartado 9.4 de su obra: “La cumbre de la evolución: el albor de la autoconsciencia”

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sino la que da cuenta del ministerio biológico de los sacerdotes como productores de mutaciones meméticas adaptativas al servicio de sus correligionarios. Supongo que la lectura darwinista que voy a proponer carece de tradición historiográfica en el caso concreto del sacerdocio fenicio, de forma que puede ejemplificar mi esfuerzo por huir de generalidades poco comprometedoras. De todas formas, sin negar que muchas de mis observaciones particulares sobre los conocimientos «científicos» del clero cananeo hayan sido ya descubiertas por otros investigadores, sí presumo que han pasado desapercibidas las razones biológicas de las mismas, y ello sobre todo por el desconocimiento tradicional padecido por los especialistas en Humanidades acerca de los mecanismos evolutivos. Asume el darwinismo que la evolución opera, en última instancia, mediante la selección de mutaciones aleatorias. Esto supone que cualquier especie aumentará su aptitud para nuevas condiciones ambientales en razón directa a la cantidad de variación presente en sus poblaciones. La carencia de diversidad genética y, en su caso, la homogeneidad de las pautas de conducta, sean estas últimas aprendidas o instintivas, devienen a veces un callejón sin salida para la supervivencia. De esta forma, en términos evolutivos cualquier población resultaría agraciada a largo plazo si dispusiera de un heterogéneo bagaje de genes y de un variado repertorio de comportamientos. En muchos tipos de bacterias, la evolución ha solventado este reto dotándolas de la facultad de transferir en horizontal mutaciones genéticas recién adquiridas. Así, ante un medio hostil (caso de los antibióticos por ejemplo), reciben información genética beneficiosa de una parte de su propia población que se caracteriza precisamente por su alto rendimiento en la producción de cambios. En opinión de algunos autores que han propuesto una pedagógica comparación con los dispositivos informáticos, se diría que el programa genético contenido en el «disco duro» de algunos individuos puede ser transferido al de los otros por medio de «disquetes» de información genética (Castillo y otros 2003: 74). A tales subpoblaciones de «inventores» se las conoce como hipermutadores, porque uno de sus rasgos más conspicuos es su elevada tasa de creación de novedades (Baquero y otros 2002:76). La transferencia en horizontal de genes es relativamente común entre los seres vivos, en especial entre los de tamaño microscópico, cuyos estudiosos reivindican en voz cada vez más alta este mecanismo como fuente de novedades evolutivas (Margulis y Sagan 2003). Es posible que tales procedimientos, por los que determinados huéspedes temporales acaban por convertirse en endosimbiontes permanentes en los organismos en los que han penetrado, estén en la base de fenómenos tan generalizados entre los seres vivos como la capacidad de fotorrecepción, origen último de los ojos (Saló 2004; 66). En cierta medida, algunos transcursos infecciosos, las vacunas y las nuevas técnicas de manipulación genética dan lugar a efectos parecidos, que pueden definirse como la adquisición en ciertos individuos y/o poblaciones de cargas genéticas de las que hasta entonces carecían. En determinados escenarios, dicho injerto puede ser utilizado por los organismos inoculados en su provecho. Todos estos nuevos conocimientos no han jubilado la regla según la cual los caracteres adquiridos no se transmiten por herencia. El fenómeno descrito no afecta a la adopción de rasgos somáticos y/o fisiológicos del fenotipo a la que hace alusión la propuesta lamarckiana; por el contrario, incumbe sólo al genotipo. En este

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­ esplazamiento en llano de caracteres lo que en realidad viaja no es el plato acabado, d sino la receta para cocinarlo. Tal situación presenta estrechos parecidos con la transmisión humana de la conducta aprendida, y apoya la afirmación de Daniel C. Dennett que recojo en la cita de apertura: en efecto, en la evolución “hay mucho espacio para la transmisión horizontal del diseño”. El deslizamiento plano de los memes, conocido en la literatura antropológica como aculturación cuando afecta a influencias intercomunitarias, puede estudiarse por tanto con el mismo enfoque científico con que los biólogos comprenden la evolución de los seres vivos no humanos. A la vez que me sitúa en una posición claramente darwinista, esta afirmación me obliga a discrepar de la creencia de que la arqueología sea una disciplina lamarckiana por el hecho de que los caracteres culturales adquiridos, principal objeto de estudio de la misma, son heredables. La idea de que la evolución cultural humana tiene carácter autoteleológico está profundamente consolidada en el subconsciente de la mayor parte de los especialistas en la materia, sean antropólogos o arqueólogos, y en España puede llegar a arraigar de forma explícita entre los prehistoriadores si tiene eco la propuesta de M.A. Querol ya antes citada por mí (Querol 2001: 35). Se trata sorprendentemente de una visión que sostuvo hasta quien tenemos hoy por uno de los más fieles seguidores de Darwin: Stephen J. Gould (2001: 261-280)13. En realidad, todos estos mecanismos de trasvase de información, que desplazan los códigos genéticos y meméticos unas veces en sentido horizontal y otras en dirección vertical, no suponen para el darwinismo más que procedimientos que incrementan la variación por la dificultad que muestran para producir copias exactas, suministrando así el marco idóneo para que actúe a la postre la selección natural. En la dispersión fenicia por el Mediterráneo y por el Atlántico hispanomarroquí, los templos desempeñaron un papel relevante. La literatura especializada se refiere con insistencia a su función como centros en los que se llevaban a cabo, bajo la garantía de la supervisión divina, los pactos comerciales u otros acuerdos económicos (Bunnens 1979: 158; Marín 1993; Aubet 1994: 142). Los estudiosos del tema han señalado cómo los textos escritos y la arqueología muestran que la fundación de santuarios precedió en muchos casos a la de las propias colonias (Aubet 1994: 141). Este rasgo no es exclusivo de la expansión cananea del primer milenio a.C., pues 13. En el capítulo que aquí cito de este autor se presenta una malintencionada manipulación de las interpretaciones darwinistas de la conducta humana. Y digo malintencionada porque no es esperable de Gould rasgo alguno de torpeza. A través de una mezcolanza impresentable e indigna de ideas, situaciones y personajes, se procura que el lector identifique las lecturas darwinistas de la sociedad humana con lo que históricamente representó la ideología política conocida como Darwinismo social. Ningún investigador cabal juzgaría el materialismo histórico por la política de Stalin. Por su credo marxista, Gould confundió (o quiso confundir) la sociobiología con el abuso que de ella hicieron determinados movimientos políticos y sociales defensores de la superioridad de unos humanos sobre otros (Ruse 2001: 164-165). En cualquier caso, su propuesta, que evidentemente ha conseguido embaucar a muchos, debe ser muy interesante para la selección natural. De hecho, en realidad plantea por enésima vez, pero en esta ocasión con un espeso barniz científico, que el comportamiento humano escapa de ella. Resultado directo de esta forma de pensar es una inmediata potenciación del antropocentrismo de Homo: no hay mejor meme para incrementar la aptitud de individuos y poblaciones que creerse rey del mundo y dueño y señor del propio destino.

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está constatado también en el mundo griego. En Tartessos y su entorno se conocen ya muchos lugares sacralizados por las comunidades feniciopúnicas tanto en tierras del interior (Cástulo, Cancho Roano, Carmona, Montemolín) como en el litoral (La Algaida, Sancti Petri, Cueva de Gorham). Desde hace poco, a este segundo grupo se han añadido dos nuevos recintos especialmente importantes: uno dedicado a Baal Saphon en la antigua ciudad de Caura (Coria del Río) y otro consagrado a Astarté en el Carambolo (Camas), ambos en la provincia de Sevilla. Pero la característica que ahora quiero resaltar de estos complejos ceremoniales no tiene que ver directamente con las cuestiones económicas, sino con los aspectos deducidos de su orientación astronómica, pormenor que justifica en parte el título del presente trabajo. El santuario de Baal en Coria del Río ha proporcionado un altar de barro en forma de piel de toro cuyo eje longitudinal se proyectó, en dirección este, hacia el orto solar del solsticio de verano (fig. 2), y, en dirección oeste, hacia el ocaso solar del solsticio de invierno. Esta orientación, que obedece al patrón usado en la disposición de muchos templos ibéricos, griegos y fenicios (Esteban 2002: 94), se hizo adrede, dado que el ara muestra cierta desviación en relación con el eje de la estancia que lo aloja. La misma alineación tuvo el templo más antiguo de los cinco conservados, aunque este extremo resulta difícil de precisar a causa de lo poco que se conoce aún de él. En cualquier caso, las cuatro fases posteriores se vieron obligadas a transgredir dicha norma debido a exigencias urbanísticas y topográficas, por lo que la orientación helioscópica dogmática se respetó al menos en el altar conocido del Santuario III, construcción que corresponde al siglo VII a.C. Puede ser que esta preocupación por que el altar acatara la orientación solsticial esté revelando, como ocurre todavía en la liturgia católica, la enorme importancia de este elemento en las religiones orientales semitas del mundo antiguo, donde la mesa sacrificial ocupa la categoría inmediatamente posterior a la de la divinidad misma. Parecido problema al del altar de Coria se observa en otras muchas aras de época protohistórica, como ocurre en la del poblado alicantino de El Oral (Abad y Sala 1993: 179). El elemento en forma de piel de toro encontrado allí tampoco ofrece la misma disposición que la habitación que lo acoge, pues sus correspondientes ejes longitudinales no son paralelos; pero su orientación perece buscar también el orto solsticial de verano y el ocaso solsticial de invierno, como tantos otros altares. En el caso del Carambolo, las excavaciones recientes han puesto al descubierto un lujoso edificio cuadrangular que ocupa todo el cabezo alto (fig. 3), punto en el que apareció el tesoro que ha proporcionado fama al yacimiento14. Este espectacular recinto (Complejo A) está orientado también hacia el mismo horizonte (la entrada al este y la trasera al oeste), característica que en cambio no respetan las más humildes construcciones que se le adosan por la ladera norte del cerro (Complejo B). Aunque el edificio comenzó con un diseño más simple ya en el siglo VIII a.C. si no antes, desde su etapa inaugural presenta esa orientación solar, 14. Participo en los recientes trabajos en el Carambolo como asesor científico junto a F. Amores. Los nuevos datos arqueológicos aquí recogidos sobre el sitio proceden de la comunicación presentada por los arqueólogos de campo al congreso sobre el Orientalizante en el Mediterráneo celebrado en Mérida en 2003 (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.). Es de mi exclusiva responsabilidad su lectura histórica. Estando en imprenta el presente trabajo, ha visto la luz en Trabajos de Prehistoria un artículo más detallado sobre las últimas excavaciones en el Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005).

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Fig. 2: Orientación helioscópica del altar en forma de piel de toro del Santuario III de Caura.

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Fig. 3: Santuario de Astarté en el Carambolo. Tal vez este sitio corresponda al Fani Prominens de Avieno (Or. Mar. 259-261).

que fue escrupulosamente respetada en la etapa de engrandecimiento de la centuria siguiente a pesar de la extrema remodelación arquitectónica de esa otra fase. En su planta y en otras características, la estructura del Carambolo alto presenta estrechas semejanzas con el santuario extremeño de Cancho Roano (cf. Celestino 2001: fig. 24), otro templo orientado igualmente hacia el mismo punto astronómico según revela la planimetría publicada. El exvoto de Astarté localizado en el Carambolo alto, que apareció poco antes que el tesoro (Blanco 1968: nota 5), sugiere que aquel templo pudo estar consagrado a esa diosa fenicia. Sin embargo, la orientación del edificio hacia el naciente solar del solsticio de verano habla de la mayor importancia del dios masculino entre quienes diseñaron y ordenaron su construcción, y por ende entre quienes tenían un mayor protagonismo en la organización del culto y en las celebraciones rituales: los sacerdotes. Este hecho puede ser un legado de situaciones más antiguas, porque, frente a la preferencia popular por Astarté-Anat en la Ugarit del Bronce Tardío, la teología oficial cananea concedió siempre un papel más relevante a Baal (Liverani 1995: 452). Enfocar con cierta exactitud a estas posiciones solares requería una de estas dos condiciones: tener libre el horizonte al menos en el amanecer de ese día para marcar con precisión la disposición concreta de los templos y de los altares, o poseer el conocimiento suficiente en astronomía como para poder prescindir de esta circunstancia.

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Dada la sabiduría sobre el cosmos heredada del mundo oriental por los fenicios, es posible que ambas condiciones no sean excluyentes. En cualquier caso, parece razonable defender que dicha búsqueda helioscópica pudo tener como primera meta, entre otros aspectos rituales, fijar las jornadas exactas en que debían celebrarse las fiestas del ciclo vital de Baal15. Según la tradición que en época posterior asoció a esta divinidad con Adonis, especialmente vinculada a algún Baal concreto de Biblos a decir de Ribichini (2001: 105-106), la muerte y resurrección del dios y los ritos correspondientes se conmemoraban en los días del solsticio de verano (Du Mesnil 1970: 108; Garbini 1965: 44), cuando maduraban las cosechas de cereales y cuando la vegetación primaveral mediterránea moría, abatida por el ardiente calor estival y en paralelismo sin igual con la propia muerte del dios. En esa fecha el segmento diurno de cada jornada alcanza su máxima amplitud, para comenzar a menguar hasta el momento del solsticio de invierno, en torno al cual el mundo romano celebraba la fiesta del Sol Invicto. De esta forma, es decir, mediante la percepción correcta de cuándo ocurría dicha posición astral, se aseguraban con eficacia la regulación y el diseño del calendario marcando con precisión el principio del estío. El control del tiempo cronológico era, de hecho, una de las facultades de Baal, asimilado a Cronos-Saturno desde muy pronto (Bloch 1981: 127). A esta advocación los fenicios de Tartessos otorgaron singular importancia al dedicarle un templo en la propia Gadir. No ha pasado ­desapercibido a los especialistas en arqueoastronomía (Belmonte 1999: 95, 115, 145, etc.) la posibilidad de que en la iconografía antigua que representa a un león atacando a un toro, tan cultivada en el Próximo Oriente asiático, esté simbólicamente representada la caída de la primavera (Tauro) ante el ímpetu abrasador del verano (Leo). La fijación de los solsticios no estuvo en la Antigüedad exenta de problemas. Tanto en junio como en diciembre, en la segunda mitad del mes el Sol sale durante varios amaneceres (en torno a tres) prácticamente por el mismo punto del horizonte. Para la ciencia ptolemaica tal inmovilidad solar supuso un importante reto a la hora de establecer con fidelidad la auténtica posición solsticial y su fecha. Para la historia más tradicional de la astronomía, basaba en documentación escrita más que en datos arqueológicos, la cuestión sólo quedaría zanjada cuando en la Edad Media los astrónomos islámicos percibieron que podían realizarse mediciones más exactas en otros momentos del curso solar, deduciendo a partir de estas otras calibraciones la datación concreta del solsticio para cada año (Saliba 2003: 45). Sin embargo, la arqueología cuenta hoy con innumerables pruebas de que, al menos de forma empírica, muchas culturas prehistóricas dispusieron de las técnicas suficientes y de los conocimientos astronómicos imprescindibles para solucionar la cuestión. A la lista de tales testimonios, entre los que se citan siempre como más antiguos los del mundo megalítico del Neolítico y de la Edad del Cobre, se ha sumado recientemente el disco celeste de 15. El lector puede comprobar que uso indistintamente los apelativos Baal y Melqart referidos a la misma divinidad. Aunque los especialistas más ortodoxos en religión fenicia puedan llevarse las manos a la cabeza, esta opción deriva de la sospecha de que los fenicios fueron en realidad monoteístas por lo que se refiere al ente masculino, que forma díada siempre con Astarté: Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté en Sidón o Melqart-Astarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago –luego, aquí, Baal Hammon-Tanit en época púnica–. Si esto fuera cierto, estas divinidades que se dan por distintas podrían ser sólo diferentes advocaciones. No soy el único ni el primero que ha planteado esta cuestión (cf. Del Olmo 2004: 28-29).

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Nebra (Sajonia), una placa circular de bronce en la que, además de una barca solar, la Luna llena y en cuarto creciente y un campo estrellado como fondo de las Pléyades, se representaron los dos arcos del horizonte (el del oriente y el del occidente) por los que a lo largo del año el Sol se desliza en sus ortos y sus ocasos, es decir, los valores azimutales. Fechada en el Bronce Antiguo, esta pieza viene a demostrar de alguna forma que, en la Europa de la primera mitad del segundo milenio a.C., se disponía ya de conocimientos astronómicos sobre los solsticios parecidos a los de las civilizaciones del Mediterráneo oriental, y que los problemas prácticos para su fijación se controlaban con la pulcritud suficiente como para no originar excesivos errores de calendario. En el caso de los altares de barro hispanos en forma de piel de toro, su carácter inamovible facilitaba sin duda los correspondientes cálculos astronómicos, residiendo tal vez la máxima dificultad en determinar su fiel orientación al orto solar del solsticio de junio o al ocaso del de diciembre en el momento de su construcción. Durante el resto de su vida útil, debieron servir tanto para la planificación cronológica del año como para la identificación de otros cuerpos celestes importantes en la liturgia o en otros aspectos económicos y sociales. De hecho, como sustrato común a casi todos los semitas occidentales antiguos, los cananeos del segundo milenio a.C. y sus herederos, los fenicios del primero, conocieron un buen lote de astros y sus principales movimientos celestes, así como diversas constelaciones y otras agrupaciones estelares (Belmonte 1999: 115-145). El alcance evolutivo de estos saberes astronómicos está relacionado con los avances de la ola colonial fenicia por el Mediterráneo. Ya adelanté que, en coordenadas biológicas, los triunfos y fracasos de los individuos, de las poblaciones y de las especies los marcan exclusivamente sus tasas de reproducción y, como consecuencia de ellas, la expansión alopátrida consiguiente. Este baremo permite hacer una clasificación de las mutaciones (genéticas y meméticas) en positivas, negativas o neutras según contribuyan en más, en menos o en nada respectivamente al crecimiento demográfico. De la misma forma, una propuesta darwinista reconocería que toda población que disponga de un espectro amplio de diversidad estaría más sobre aviso para afrontar cambios venideros o situaciones imprevistas, y ello en el caso de que la evolución sólo consistiera en una respuesta adaptativa a la sucesión ecológica. Pero, como los procesos evolutivos se caracterizan también por modificaciones genéticas y conductuales que pueden cambiar el medio a favor del propio individuo, de la población o de la especie que origina dicha transformación, este rasgo por el que determinados grupos acaban disponiendo de una subpoblación de hipermutadores resulta un ingenio evolutivo sin parangón. Si el grupo cuenta con una máquina productora de variación, las condiciones para su propia expansión se hacen especialmente idóneas por la posibilidad de que entre los cambios originados por esa subpoblación hipermutadora concurran los memes convenientes al caso. Como consecuencia lógica de esta reflexión teórica, pretendo mostrar al clero como uno de los sectores sociales fenicios más dinámicos a la hora de producir memes ideológicos relacionados con el conocimiento científico, en especial el astronómico, con similar cometido al que hoy cumple la NASA en la conquista espacial. Así, entre las innumerables y profundas especulaciones nacidas en los santuarios, cuya

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c­ omplejidad simbólica, ritual y mítica recuerda la creación aleatoria de mutaciones en el genotipo, surgirían saberes científicos sobre el cosmos que devendrían rentables para toda comunidad. La razón evolutiva que da cuenta del beneficio expansivo para su propio demos originado por tales adquisiciones lógicas debe configurar, por tanto, la causa última que explica por qué los santuarios fueron la vanguardia de la ola de avance hacia el oeste de la colonización fenicia. Desde esta perspectiva, el acopio de ideas novedosas en los templos daría lugar sin duda a un subgrupo de memes deletéreos, así como a otros muchos de consecuencias neutras. Por no representar peligro alguno para la supervivencia y reproducción consiguiente de la comunidad, es posible que los segundos medraran durante mucho tiempo en calidad de conceptos dogmáticos y formas de expresión ritualizadas. En cambio, los primeros contenían en su propia esencia dañina la incapacidad de transmitirse por replicación de forma perdurable. Como sostiene el aserto popular, en su mismo pecado llevaban la penitencia. Los desplazamientos por mar en el Mediterráneo se habían limitado durante gran parte de la prehistoria reciente a navegaciones de cabotaje. Sin señales fijas que no fueran el horizonte costero, se hizo muy difícil establecer circuitos cerrados de ida y vuelta; de ahí que los contactos marítimos fueran siempre más viables en el Egeo y en algunas otras partes del Mediterráneo oriental donde abundan las islas como referentes. Aquí puede residir la razón por la que son tan escasos los testimonios del mundo micénico al oeste de la vertical Península Italiana-Sicilia. La alineación astronómica de muchos megalitos y de algunas otras construcciones calcolíticas revela conocimientos importantes sobre el cosmos ya en el tercer milenio a.C. (Hoskin 2001), por lo que es probable que ya en esas fechas algunas culturas de la Europa meridional llevaran a cabo desplazamientos navales guiados por los astros. En cualquier caso, el colapso que en gran parte de estas regiones dio al traste con el mundo de la Edad del Cobre, especialmente en la mitad occidental del Mediterráneo, supuso la pérdida en la práctica de esta posible tradición náutica. Llegado el segundo milenio a.C., la situación conocida hoy revela al menos un uso bastante extendido de la orientación por la línea costera, que por tanto no podía perderse de vista. En caso contrario, los marineros debían utilizar pájaros que ayudaran a localizar la costa (Luzón y Coín 1986), con un procedimiento similar al descrito para contextos orientales más antiguos en el mito del Noé bíblico (Génesis 8:6-11) o del Ut-Napishtim mesopotámico (Bartra 1972: 122-123). La confección de derroteros que describieran pormenorizadamente la costa para servir a los navegantes pudo tener uno de sus ejemplos más significativos conservados hasta nosotros en el periplo griego del siglo VI a.C. que sirvió de inspiración a Rufo Festo Avieno para su Ora Maritima, referido en este caso a las costas de la Península Ibérica. No obstante, el primer milenio a.C. supuso en realidad un cambio drástico en esta situación, porque se atribuye a los fenicios la introducción paulatina y sistemática en la mitad occidental del Mediterráneo de la navegación guiada astronómicamente (Plinio Nat. Hist. VII, 209; Estrabón Geog. I 1, 6). Con este nuevo sistema de comunicaciones se hizo más fácil la planificación de los viajes por mar, en tanto que podía ser calculada mejor incluso su duración. Todo ello contribuyó sin duda a incentivar el comercio y muchos otros mecanismos de contacto intercomunitario e intercultural, con el consiguiente aumento de la diversidad en muchas regiones. Desde la

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teoría evolutiva se sabe bien que la velocidad de cambio puede acelerarse en la misma proporción en que se incrementa la variación, sobre todo porque la nueva situación proporciona a la selección natural más alternativas. Definido con más celo en su aplicación biológica, este principio sostiene que “el ritmo con que una población aumenta su adecuación al ambiente en un momento dado es igual a su variación genética en ese momento” (Ayala 1994: 67). Cualquier historiador ducho en evolucionismo no podrá negar que aquí reside la razón por la que el primer milenio a.C. trajo tan drásticos y acelerados cambios a los distintos contextos culturales perimediterráneos. El empleo de los nuevos procedimientos náuticos se hizo posible gracias a la existencia de observaciones reiteradas que, bajo la apariencia teológica del conocimiento de los entes divinos –recuérdese, por ejemplo, la asimilación posible de Baal con el disco solar como dios y astro omnipotente o la identificación de Astarté con el planeta Venus– había acumulado el clero fenicio en los templos. Por esta razón, fue una condición necesaria para el progreso de la dispersión poblacional la creación de santuarios en los principales enclaves coloniales. Por similar razón, muchos de esos centros de culto se levantaron en sitios costeros, puntos que facilitaban la transferencia fluida de conocimientos entre los marinos y los sacerdotes. Es más, el número de santuarios ubicados en el litoral excedió el de ciudades, lo que demuestra de nuevo su utilidad y da cuenta de por qué muchos de esos santos lugares no estaban ubicados necesariamente en las áreas urbanas. Toda esta interpretación, en fin, explica razonablemente que las fundaciones coloniales por parte de expediciones marítimas estuvieran acompañadas en muchas ocasiones de oráculos emanados desde esos complejos ceremoniales, costumbre común también entre los griegos según revela la conocida tradición délfica. El ritmo y la cantidad con que se logran mutaciones meméticas de esta índole es directamente proporcional al esfuerzo que la comunidad aplica a dicho quehacer, medida esta inversión tanto en el número de personas empleadas en la tarea como en la cantidad de tiempo (completo o parcial) que éstas le dedican. Hoy se conoce bien tal indicador, porque se dispone de las cifras económicas adjudicadas a la investigación en los presupuestos anuales de cada estado o institución comprometida con ella. No obstante, en atención al ya citado criterio sobre que la teoría evolutiva sólo proporcionaría explicación al ayer pleistocénico y, como mucho, a las modificaciones corporales, pocos historiadores de la modernidad han tomado en consideración los procesos naturales involucrados en este asunto, que se pueden traducir a la larga en beneficios reproductores para el grupo. En este sentido, si para cualquier sociedad puede resultar un dispendio a corto plazo eximir de la producción directa de bienes materiales a una parte de su población, afecte esta liberación sólo al sector primario o también a otras áreas de la economía, y dada la escasa visión de futuro con que suelen operar tales mecanismos adaptativos, la evolución habrá tendido a promover remedios que impidan el fracaso de esta correlación entre coste y beneficios. Como mostraré, esta condición se cumplió mediante la adopción de barreras que dificultaban la cesión de los nuevos conocimientos a comunidades distintas a las que habían hecho el esfuerzo inversor. A propósito de un trabajo dedicado al clero entre los íberos, T. Chapa y A. Madrigal (1997: 189-190) han reseñado algunas de las dispensas características de su oficio en varias culturas del mundo antiguo. Tal vez el denominador común fue la exención de las obligaciones militares, de forma que la falta de armamento en las sepulturas

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podría utilizarse como marcador arqueológico de posibles enterramientos sacerdotales. Si a estas licencias se suma que los sacerdotes fenicios no cultivaban la tierra, ni trabajaban en los barcos, ni al parecer desempeñaban otras labores manuales, sostenerlos como mera subpoblación de hipermutadores meméticos habría resultado poco práctico si las ganancias que se cosechaban a cambio podían beneficiar a grupos que no habían pagado por ello diezmos y primicias, es decir, a gente que no había contribuido en nada a mantener a esos hipermutadores con ofrendas y sacrificios para los dioses o con impuestos que se recabaran directa o indirectamente en los templos. Esta condición evolutiva predice por tanto el uso paralelo de procedimientos para encriptar las mutaciones meméticas con el fin de que los resultados adaptativos de algunas de ellas no rebasaran los contornos del propio grupo. Mostraré en los párrafos que siguen la existencia de estos cierres, camuflados a veces en caracteres leídos de forma muy distinta a la mía por quienes no comparten el análisis histórico darwinista. Una barrera muy genérica fue la tendencia que el pensamiento religioso ha experimentado en todas las épocas hacia su propia ramificación. Por catalogar de errados («infieles») a quienes no siguen su mismo credo, cada religión consigue crear, con intención o sin ella, fronteras intercomunitarias. Como ya antes señalé, dicho subproducto de la conducta religiosa origina profundas dificultades para la aculturación en este sector de la ideología. En realidad, es posible que esta tendencia disgregadora del pensamiento creyente, marcada históricamente por la evolución espontánea hacia la diversidad a través de las «herejías» o de otras «desviaciones» menores, no sea sino una expresión más de la segunda ley de la termodinámica. Según acontece en el resto del cosmos, el aumento constante de la entropía regula también toda la vida sobre nuestro planeta (Atkins 1992: 33), en una dirección siempre acorde con la que sigue la flecha del tiempo (Hawking 1989: 191). Pero, sea o no así, los memes alumbrados por sacerdotes de religiones que se consideran mutuamente «paganas» –y falsas por tanto respecto al auténtico credo, el propio– disponen de escasas posibilidades de penetración en quienes no profesan la misma fe que ese clero. Los desprecios que los libros veterotestamentarios contienen hacia las creencias de los cananeos y hacia sus sacerdotes no hacen más que ejemplificar esta frontera. El inconveniente fundamental para historiar tales cuestiones en épocas tan antiguas es el escaso registro arqueológico que de ellas permanece. No obstante, podemos llevar a cabo un intento de hurgar en ellas a través de testimonios, ya existentes entonces, como la escritura; porque, examinados desde este punto de vista, los sistemas gráficos pueden ser tomados por mecanismos preservadores de los saberes científicos en manos del grupo propio. El mejor procedimiento de que se dispone en la actualidad para garantizar la propiedad de los progresos científicos y técnicos es el sistema de patentes. La relación entre la invención y este mecanismo de protección de sus resultados es hoy tan profunda que casi no se concibe lo uno sin lo otro. Las patentes constituyen así la garantía de que el nuevo descubrimiento contará con la correspondiente coraza protectora para su autor o para quien ha sufragado los gastos ocasionados para encontrarlo, en el sentido de que éstos verán de alguna forma recompensada su inversión de trabajo y capital. En el caso de los descubrimientos astronómicos del clero fenicio, su posible fuga del marco de la comunidad de origen se evitó en gran medida gracias a la escritura, porque, entre los diversos usos de ésta, el ceremonial estaba limitado a

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los especialistas en el culto (Oppenheim 2003: 222). A primera vista, tal afirmación podría parecer paradójica, sobre todo porque lo que nos viene a la mente de forma inmediata es que cualquier sistema gráfico escrito cumple como función primordial la labor de comunicar algo. Sin embargo, al ser muy restringidos su dominio y su uso en las culturas antiguas, la transmisión de ideas mediante pictogramas o grafemas de cualquier clase devino todo lo contrario, es decir, constituyó la garantía de que el contenido de cualquier texto sólo estaría disponible para sectores minoritarios de la sociedad. Esta interpretación no es necesariamente darwinista, y de hecho ha sido reconocida por quienes estudian las diversas escrituras de la Hispania protohistórica al señalar su carácter “un tanto esotérico” (De Hoz 1989: 549). Por esta capacidad para reducir el ámbito al que se propagan los nuevos conocimientos científicos, no puede extrañar que los distintos sistemas gráficos orientales surgieran en los templos, lo que en ningún caso se opone a los tradicionales argumentos que vinculan su origen al control administrativo de tierras, productos y mercancías. En Tartessos, una de las provincias más occidentales de la colonización fenicia, el ejemplo quizás más antiguo de escritura procede precisamente de un santuario. Se trata del epígrafe que la Astarté del Carambolo muestra bajo sus pies, en el que dos devotos de la diosa le agradecen una gracia concedida. La leyenda no contiene ningún conocimiento práctico de astronomía ni nada que pueda tenerse por saber científico, pero su mera presencia en un lugar sagrado sugiere que era en aquel ambiente donde alguien podía redactarla y entenderla. Esta geografía restrictiva del uso de la escritura es lo que ahora me interesa resaltar, y me lleva necesariamente a coincidir con quienes sostienen el carácter iletrado de la mayor parte de la población turdetana (Chic 1999: 179). Si la escritura supone una manera de ocultar mutaciones meméticas, sea este efecto buscado o no, su misma diversidad puede leerse desde el punto de vista evolutivo como una insistencia en la misma dirección. De esta manera, el mosaico político propio del sistema oriental de ciudad estado, replicado a lo largo y ancho de los territorios coloniales fenicios sea bajo el modelo monárquico sea como otras formas de gobierno, representó el ecosistema idóneo para esta radiación evolutiva, sólo reprimida con cierto éxito por unas transacciones comerciales necesitadas de lo contrario, esto es, de una lengua y de un sistema gráfico francos. Se comprende así, al menos, la existencia de escrituras diversas entre las distintas regiones lingüísticas prerromanas de Hispania (Pérez Vilatela 2004), porque unos grupos étnicos verían en los demás a «los otros», y porque los intercambios económicos entre ellos no alcanzarían la importancia que tuvieron en la comunidad semita. Entre los fenicios, los estrechos vínculos comerciales que ataban unas con otras a sus propias comunidades coloniales, y a éstas con las metrópolis, supusieron sin duda una fuerza que operaba contra la diversificación. Pero el recurso que en las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo impidió la circulación ilimitada de los descubrimientos científicos fue el empleo por los sacerdotes de una lengua extraña a la comunidad en la que desempeñaban su ministerio, una lengua que a veces era la progenitora de la que hablaba a diario la población pero que ésta ya no entendía. Esta costumbre, surgida tal vez de la necesidad de interpretar textos sagrados redactados en épocas más arcaicas, está atestiguada en un sinfín de casos asiáticos, así como en el mundo egipcio. Empero, se ignora si los fenicios del

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primer milenio a.C. la practicaban porque no existe documentación suficiente para resolver este extremo. En el contexto de nuevo del suroeste ibérico, y sin que pueda confundirse lengua con escritura, el sistema gráfico conocido como tartésico, probablemente surgido en ámbitos religiosos, copió precisamente unos signos vetustos del alfabeto fenicio, más arcaicos que los usados comúnmente por los colonos cananeos cuando llegaron a esos territorios en el siglo VIII a.C. o poco antes. Tal vez las contradicciones señaladas por J. de Hoz (1986: 76 y 80-82) entre las primeras fechas de la colonización de Hispania y las relativas a la expansión de los sistemas gráficos puedan encontrar respuesta en esta explicación del papel evolutivo jugado por los sacerdotes fenicios, según la cual éstos pudieron haber utilizado en los momentos en que accedieron a las nuevas patrias una escritura litúrgica diferente a la empleada a diario por su propia comunidad. Resta saber si también un lenguaje distinto. Una modalidad criptográfica parecida a la que propongo para el clero fenicio usó en determinadas circunstancias el mundo faraónico (Hornung 1992: 33-34), y hoy los sacerdotes cristianos coptos de Etiopía. Los mecanismos adaptativos que preservan los memes positivos para uso exclusivo del grupo propio derivan, pues, de poderosas razones evolutivas, y revalidan de nuevo la conocida experiencia darwinista de que la selección natural no actúa casi nunca considerando a la especie en su conjunto sino a partes de ella. A estas fracciones, conocidas en biología como poblaciones, nos referimos los historiadores y arqueólogos como etnias, naciones, pueblos y grupos humanos, entre otras denominaciones. La equiparación del clero fenicio a las subpoblaciones bacterianas que actúan para sus propias comunidades como hipermutadoras, dotándolas de cambios genéticos al azar algunos de los cuales devienen adecuados para escapar de contextos hostiles (antibióticos) y seguir aumentando así la demografía, sugiere que la cesión horizontal de genes y memes tiene barreras. También en relación con el comportamiento humano, la selección natural, que en este caso interviene como selección de grupo o interdémica, ha originado filtros inhibidores de la circulación de memes sin nada a cambio desde las poblaciones inventoras hacia otras distintas. Tales mecanismos de encriptación de las mutaciones de la conducta adoptaron distintas manifestaciones rituales, muchas de ellas todavía por investigar en su papel evolutivo. Pero este enfoque evolucionista permite identificar ya uno de los principales símbolos que en la época servían para reconocer al clero como garante de esos procedimientos de ocultación: los collares sacerdotales. En su trabajo sobre el clero en la cultura ibérica, T. Chapa y A. Madrigal (1997: 193 y fig. 1) recogen algunos testimonios arqueológicos de este emblema. Casi como único revestimiento litúrgico, las representaciones protohistóricas de sacerdotes –que se identifican como tales gracias a la tonsura correspondiente– exhiben brazaletes y collares, unas piezas que no faltan en el tesoro aparecido en el santuario del Carambolo. Esos collares portaban por lo general sellos, que en Oriente eran, al menos desde la Uruk del cuarto milenio a.C. (Liverani 1995: 113), símbolo de la preservación de los secretos divinos cuando se utilizaban en ambientes religiosos. En consecuencia, y por lo que se refiere a la provincia colonial que los fenicios organizaron en Tartessos, el collar del Carambolo puede considerarse uno de los ejemplares más singulares del atuendo que más identificaba al clero de origen oriental, trasladado hasta el sur de Hispania

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como el sacerdote Zakarbaal a Cartago en compañía de la reina Elissa. Según la nueva función que he trabajado con F. Amores sobre el conjunto de joyas del Carambolo como equipo para el sacrificio de bóvidos (Amores y Escacena 2003), esta pieza pudo contar sólo con siete sellos desde su origen. De hecho, las dos cadenillas que cuelgan, y que han dado pie a creer que falta un octavo, pueden interpretarse también como los dos extremos de un solo cordón que serviría de sostén a todos los sellos. Así, de ser cierta esta conjetura, el propio número siete representaría otro elemento simbólico más. Recuérdese al respecto que, siguiendo una arcaica tradición veterotestamentaria, son siete los sellos que refiere San Juan (Apocalipsis 4-8) como cerraduras mistéricas. Una reflexión más acerca del papel jugado por el clero fenicio en la transformación y dispersión de sus propias comunidades se refiere a la explicación evolutiva de algunas figuras que pudieron parasitar el sistema: los profetas. Frente a la norma cananea arcaica de escribir sobre tablillas de barro, el uso del papiro por los fenicios del primer milenio a.C. nos ha privado de la documentación que podría aclarar si en dicho mundo abundaron los “hombres de dios”, como les llaman a veces los textos bíblicos y otras fuentes orientales (Mayoral 1997: 42). Aunque este mismo término de “hombre de dios” está documentado en el mundo tirio (cf. Lipinski 1970: 41), desconocemos si las migraciones coloniales arcaicas difundieron a dichos personajes por las tierras de ultramar hasta Tartessos. En contraste con el auténtico sacerdote antiguo, el profeta no tiene como cometido mutar los memes científicos, sólo entiende de cuestiones morales y marca a la comunidad la senda del buen proceder, un camino que viene señalado precisamente por lo ya conocido, por el comportamiento arquetípico y no por la innovación. Aunque apelar a la ley consuetudinaria compete también al clero arcaico, el profeta hace de esto su único nicho ecológico. Tal exclusividad exige una relación fluida con la mayor parte de la población, y selecciona a la larga para su expresión verbal una lengua que entienda bien la gente común. No es casualidad, por tanto, que la extrema necesidad de transferir memes religiosos morales en los que se tiene una fe sólida aparezca en algunos textos sagrados antiguos ayudada por milagros que proporcionan el don de lenguas16. En cualquier caso, la emulación de los sacerdotes pudo suscitar en los profetas la utilización circunstancial de abracadabras poco inteligibles (García Recio 1997: 109). Por esta ruta, la imitación del 16. En Marcos (16, 17): se dice: “A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará, ...”. Más explícitos son los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12): “Al cumplirse el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse. Residían en Jerusalén judíos varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó una muchedumbre, que se quedó confusa al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. Todos, fuera de sí y perplejos, se decían unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto”. Traducción de Nácar y Colunga (1991). De esta versión al castellano se han tomado también los demás textos bíblicos citados aquí.

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clero les condujo a veces a la emisión de oráculos, que en la tradición bíblica casi siempre intentan la reentrada del pueblo en la norma moral correcta o anuncian graves penitencias a los enemigos de la comunidad. Como la falsa avispa que, sin gastar en veneno, exhibe su atuendo negro y amarillo como señal de peligro, el profeta vive de forma parecida al sacerdote y medra por los alrededores de templos y sacristías. Cumple en los sistemas religiosos semitas del primer milenio a.C. el papel de pastor de ovejas descarriadas del sendero que alguna vez los héroes, los dioses o los antepasados míticos dieron por bueno, y señalan por tanto el pecado en su acepción histórica más arcaica, la que reconoce que todo acto humano, para ser tal, debe contar con un ejemplo mítico acontecido in illo tempore (Eliade 1972: 34-39). Desde una perspectiva evolucionista, el profeta es muy gravoso para su propia comunidad, toda vez que, mimetizando al clero genuino, está exento de labores manuales. Una excesiva cantidad puede resultar casi un despilfarro. En consecuencia, un análisis darwinista estaría en condiciones de predecir que su alto precio para el grupo debió contener su número en una proporción considerablemente menor que la de los verdaderos sacerdotes en el caso de que las dos figuras estuviesen nítidamente separadas. Pero una tendencia evolutiva también probable pudo potenciar la adopción por el clero del acervo moral representado por la actividad profética. Por lo que parece, y a la luz de la escasa documentación disponible, esta segunda opción tiene datos a favor para el caso fenicio, porque sus sacerdotes tutelaban la piedad nacional y velaban por su fiel cumplimiento (Jiménez y Marín 2002: 80). Toda esta interpretación darwinista evidencia vastas incompatibilidades con otras escuelas arqueológicas e históricas. Como ya advertí al comienzo, casi todas las tendencias teóricas y metodológicas del análisis histórico han destacado la labor de los ministros del culto como garantes del mantenimiento y reproducción de la desigualdad social, entendida esta última, además, no como algo normal en casi todas las especies gregarias del reino animal sino como una secuela perniciosa del nacimiento de la agricultura humana. La lectura más frecuente entre los especialistas en Protohistoria hispana asume esa explicación (cf., entre otros, Chapa y Madrigal 1997: 192), que es también la más común en la literatura especializada sobre la historia del Próximo Oriente antiguo (cf. Liverani 1995: 119). Mas, para la Arqueología Evolutiva, la valoración del papel histórico del clero antiguo tiene que huir de análisis que contengan juicio moral alguno apoyado en criterios éticos de nuestra sociedad actual; en consecuencia, ha de llevarse a cabo exclusivamente en función de su aportación al crecimiento demográfico y a la correspondiente dispersión de las comunidades en que tales especialistas se desplegaron. Estas dos variables (auge poblacional y expansión geográfica) representan los marcadores ideales para valorar la aptitud (fitness) de individuos y poblaciones, así como el único instrumento científico posible para aplicar al hombre el mismo medidor de adaptación que a los demás seres vivos. Con este enfoque evolucionista darwiniano puedo reconocer en el sacerdocio fenicio un cometido clave en la diáspora de su gente: el de ser depositario y garante de los conocimientos astronómicos necesarios para la navegación marítima de altura, a la vez que acrecentadores de este acervo científico. No en vano, recordaré de nuevo que la fundación de muchas colonias importantes iba acompañada, cuando no precedida, de la correspondiente consagración de santuarios, edificios que a veces

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ordenaban incluso la trama urbana nacida en su entorno. No resulta en absoluto gratuito desde el punto de vista evolutivo que se conozcan expediciones colonizadoras orientadas por los correspondientes oráculos. Estrabón (III, 5, 5) recogió de Posidonio uno sobre el nacimiento de Cádiz, como cabría esperar repleto de referencias a características geográficas del nuevo enclave y de alusiones a interpretaciones sobre los sacrificios que en buena lógica deberían llevar a cabo los especialistas en el culto: Acerca de la fundación de las Gadeira, los gaditanos dicen recordar lo que sigue: que un oráculo ordenó a los tirios fundar un establecimiento en las Columnas de Hércules; los enviados a hacer la expedición llegaron hasta el estrecho que hay junto a Calpe y creyeron que los promontorios que forman el estrecho eran el fin de la tierra habitada y el límite de las aventuras de Hércules. Suponiendo entonces que allí estaban las columnas citadas en el oráculo, anclaron en cierto lugar de más acá de las Columnas, en donde está la ciudad de los exitanos. Pero, como en este punto de la costa sacrificaran a los dioses sin que el resultado fuera propicio, se volvieron. Tiempo después, los enviados rebasaron el estrecho, y llegaron a una isla consagrada a Hércules situada junto a Onoba, ciudad de Iberia a unos mil quinientos estadios fuera del estrecho; como creyeran que estaban allí las Columnas, hicieron nuevos sacrificios a los dioses, pero de nuevo fueron contrarias las víctimas; así que regresaron a la patria. En el tercer viaje fundaron las Gadeira y levantaron el santuario en el extremo oriental de la isla y la ciudad en el occidental.

Más sobre fenicios y arqueoastronomía protohistórica hispana En el apartado anterior cité varias veces los altares de barro en forma de piel de toro de algunos santuarios hispanos del primer milenio a.C. Toca ahora profundizar en ellos, sobre todo en la simbología de su forma y de sus colores y en los lazos que su especial diseño y orientación pueden tener con determinados dioses del panteón fenicio. Son tales vínculos, hasta ahora no comentados por mí, los que permiten establecer una más que posible relación entre los templos que los cobijan y una divinidad omnipotente que, entre los colonos semitas, puede identificarse con Baal (el Señor) en su calidad de numen masculino genérico, con acepciones concretas como Reshef o Melqart, entre otras. Mostraré que en este auténtico desciframiento he tenido la suerte de haberme topado en mis excavaciones con una pieza clave: el altar de Coria (fig. 4). Si antes de su descubrimiento en 1997 estas aras se tenían por imitaciones de la forma de los lingotes de cobre chipriotas de la Edad del Bronce, ahora es imposible seguir sosteniendo tal equiparación. El altar de Coria del Río es una plataforma exenta de barro de distintos colores construida en el centro del tabernáculo más antiguo detectado hasta ahora en el Santuario III de los cinco superpuestos ya localizados. Este templo corresponde al edificio que funcionaba durante el siglo VII a.C. Es cierto que su silueta subrectangular, con lados cóncavos y apéndices desarrollados en las esquinas, recuerda la de los lingotes de cobre mediterráneos de origen chipriota, pero se parece mucho más en todos sus detalles al diseño de las pieles de toro en la manera en que eran tratadas en ese mundo protohistórico. Puede afirmarse hoy, más bien, que lingotes y altares no

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Fig. 4: Altar de Caura en sus fases antigua (izquierda) y reciente (derecha).

muestran una relación directa padre-hijo, sino que pueden definirse como hermanos, ambos descendientes en todo caso del diseño del pellejo extendido de los bóvidos. En el caso de los lingotes, esta genealogía estaba de hecho plenamente asumida (Lagarce y Lagarce 1997). Mi nueva propuesta sostiene que lingotes, altares, piezas de orfebrería, exvotos y objetos decorativos, así como otros elementos que adquirieron en la época dicha forma, imitaron en última instancia la piel del animal y representaron en parte la carga simbólica de aquélla. De nuevo, los procedimientos técnicos de la teoría evolutiva pueden servirnos para aclarar tales lazos familiares (fig. 5). En realidad, aunque me referiré a este altar en singular, el de Coria constituye el resultado final de un proceso relativamente complejo de construcción y reconstrucciones, una historia por lo demás común a otros ejemplares según muestran los del santuario de Cancho Roano, en Extremadura (Celestino 1994). En nuestro caso se trata básicamente de dos altares embutidos, de manera que el más reciente (fase B) contiene al más antiguo y lo agranda (fase A). Merece la pena pararse en describir sus detalles porque éstos suministran las claves fundamentales de su posterior interpretación simbólica. Para conseguir el primitivo (altar A) se fabricó primero, al parecer, una mesa de planta rectangular de barro de color castaño, parte que hoy ocupa el centro de la obra. A continuación, este bloque en forma de paralelepípedo se enlució con una ancha capa de barro amarillento en la que se diseñó ya el contorno cóncavo de los cuatro costados, además de una protuberancia bicorne en uno de los lados menores, el que mira al nacimiento del Sol. Este apéndice disponía de menor altura que la mesa del altar, y se hizo con el mismo barro claro del contorno. A modo de cordón o moldura de media caña periférica, daba cobijo a una pequeña oquedad

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Fig. 5: Propuesta de cladograma filomemético de la piel de toro y sus imitaciones. Los cladogramas evolutivos sólo expresan las relaciones de parentesco, no contienen información cronológica.

que pudo estar dedicada a contener una muestra de sangre de la víctima sacrificada como ofrenda. Concluida así la estructura, sus cuatro caras verticales y esta protuberancia del flanco oriental se pintaron de rojo, siendo esta película de color en realidad la misma que discurría por el suelo de toda la estancia, incluido un banco también de barro que se levantó en el flanco norte, en paralelo al eje longitudinal del altar. El ara más vieja (fase A) funcionó así durante algún tiempo imposible de precisar aún. Pero, quizá todavía en el siglo VII a.C., se remodeló en parte la capilla que la contenía, lo que obligó a retocar también la mesa de sacrificios. Estas modificaciones produjeron el altar B, que utilizó en realidad como matriz el preexistente. Comenzó el cambio elevando el piso del tabernáculo y ensanchando el banco colateral. Al subir la cota del pavimento, quedó oculto el apéndice bicorne del flanco oriental, pero no se sustituyó por otro nuevo, permaneciendo ahora el segundo altar simétrico desde sus cuatro costados. No obstante, como el ara inicial tenía más anchura en la base que en su parte superior, al subir el nivel del suelo el altar resultó más estrecho y bajo que el anterior. Se consideró necesario por consiguiente proporcionarle de nuevo anchura, pero no así más altura. Por esta razón se le añadió un nuevo contorno amarillento al ya existente, respetando en todo caso la silueta prístina de márgenes cóncavos que daba al conjunto planta tetrápoda. Acabada la remodelación formal, se pintaron de rojo otra vez todas las estructuras a excepción de la cara superior del altar. Como sostendré, esta superficie debía mostrar siempre sus combinaciones cromáticas, sobre todo porque sus colores proporcionaban el quid de la lectura simbólica del propio altar, una clave comprendida por quienes lo erigieron y usaron. Antes de la construcción del santuario siguiente (el IV), se procedió evidentemente a clausurar el templo anterior. Aunque las excavaciones no han ofrecido hasta ahora muchos detalles de este ritual, parece claro que toda la capilla roja fue cubierta

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intencionadamente con una capa de tierra con abundantes gránulos de cal y casi virgen desde el punto de vista arqueológico. El altar fue respetado casi intacto bajo este relleno. Estas circunstancias sugieren que, como aún ocurre en el ritual cristiano, estamos ante el elemento litúrgico más importante después del propio dios, por encima incluso de las representaciones divinas antropoformas que nos han llegado de la época. De hecho, todos estas figurillas pueden tomarse por exvotos más que por imágenes de culto propiamente dichas (Belén y Escacena 2002: 178). Aparte de la silueta descrita, el altar de Coria tiene en su cara superior una oquedad de planta subcircular u oval que ocupa aproximadamente el centro del rectángulo de barro castaño. Este receptáculo contuvo en su día fuego o ascuas encendidas, pues su fondo está endurecido y muy quemado, casi convertido en un cuenco de cerámica. Tal característica supone una nueva garantía de su uso como altar, pues otras mesas de barro del santuario carecen de esta peculiaridad. En conjunto, puede ponerse en relación directa con los altares de barro de Cancho Roano, que presentan esta misma forma a excepción de uno de planta circular. En cualquier caso, los extremeños y los demás conocidos en la Península Ibérica responden al modelo del altar B de Coria, el más reciente, y han servido para relacionar su figura con la de los lingotes chipriotas de cobre. No obstante, a pesar de las evidentes semejanzas entre altares y lingotes, dos cuestiones impiden ahora seguir manteniendo esta interpretación: las combinaciones cromáticas, que sin duda contienen un mensaje que trasciende lo meramente decorativo, y el apéndice que presenta en su lado oriental la pieza más vieja (altar A), elemento que proporciona también una clave importante para ahondar en su significado simbólico. Así, S. Celestino (1997: 372) ha señalado el parecido de estas aras con la piel del toro, por lo que si su filiación se sigue vinculando a los lingotes es quizás por la existencia en Chipre a fines del segundo milenio a.C. de una divinidad supuestamente relacionada con el lingote que tenía su santuario en Enkomi (Ionas 1984: 102-105). No obstante, los detalles constructivos de la pieza de Coria, sobre todo los relativos a su silueta y a la intencionalidad de sus combinaciones cromáticas, aconsejan tomarla por la imitación directa de las pieles. Tanta meticulosidad en su fabricación y en la búsqueda de contrastes de colores debe obedecer a detalles simbólicos importantes, de los que el mundo religioso está tan cargado. Curiosamente, las formas correspondientes a las dos fases del altar de Caura pueden relacionarse estrechamente con la de los dos «pectorales» del tesoro del Carambolo, piezas dotadas de indudable simbolismo sagrado y sobre las que volveré. La búsqueda y el correspondiente hallazgo de las claves que permiten acceder a este mensaje inducen a una relectura y distinta traducción de la forma de estas aras. En este sentido, la silueta y los colores corresponden a la forma y a los colores reales que las pieles de los toros presentaban en la Antigüedad después de su curación. En egipcio medio, el ideograma usado para “piel de toro” recuerda esquemáticamente la forma de estos altares, si bien cuenta con un apéndice inferior correspondiente a la cola del animal (cf. Gardiner 1982: 464), un elemento desconocido en los altares. En la arqueología hispana, la imagen más directa de cómo eran curtidas las pieles de toros y cabras, o las zaleas de ovejas, aparece en algunas figurillas votivas de caballos rescatadas en santuarios protohistóricos, cuando no en escultura pétrea.

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Llevan estos équidos sobre sus lomos las correspondientes “sillas de montar”, que nos sirven como fotos directas de la forma de trabajar entonces las pieles. Fuesen éstas de bovino o de caprino, se recortaban en forma aproximada de X, siendo los extremos del aspa las zonas correspondientes a las cuatro patas del animal. Después se definía en el centro una parte en la que se preservaba el vello, mientras el contorno se rasuraba para obtener una orla lisa y desprovista de pelo. Así, la periferia tomaba el tono pajizo de los pellejos de panderos y tambores. Este resultado puede constatarse con claridad en un exvoto del Cigarralejo (Murcia), y es el mismo que de forma más esquemática presenta el caballo de bronce del santuario de Cancho Roano (cf. Celestino y Jiménez 1996: fig. 16). El arte egipcio reflejó con fidelidad estas pieles con el rectángulo central peludo y los bordes rapados (cf. Delgado 1996: fig. 81). Y esto es lo que el altar de Coria refleja puntualmente: la piel de un toro castaño con los flancos amarillentos del cuero depilado. Pues bien, en la forma elemental de la fase B del altar de Coria, estas aras se prodigaron por diversas áreas de la Península Ibérica. En algún caso, la bicromía que marca la diferencia entre la parte central y la periférica se observa también en cubiertas de sepulturas que muestran el mismo diseño, como ocurre en la necrópolis albaceteña de Los Villares (Blánquez 1992: lám. 2). Y, aunque a veces no se descendiera a tanto detalle, la mera silueta evocaba su significado, permitiendo así su evolución hacia un simbolismo más abstracto. Por lo demás, en el registro arqueológico son cada vez más abundantes los testimonios que pueden ser interpretados o releídos como altares o como elementos litúrgicos diseñados con la misma forma y significado: sendas “fuentes” de bronce aparecidas en La Joya (Garrido y Orta 1978: láms. XXXI-XXXII) y en la Mesa de Gandul (Fernández Gómez 1989), una pieza de oro del Instituto de Valencia de Don Juan (Kukahn y Blanco 1959: fig. 6), la posible tapadera de cajita en cerámica de la sepultura de El Carpio (Pereira y De Álvaro 1986: 39), un exvoto de barro cocido de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros 1992: fig. 13:3), un altar de piedra de Villaricos (Belén 1994: fig. 4:6), algunas tapas de tumbas de la necrópolis murciana de Castillejo de los Baños (García Cano 1992: 321), el empedrado de base de la torre funeraria de Pozo Moro (Almagro-Gorbea 1983: fig. 6), el probable altar del poblado alicantino de época ibérica del Oral (Abad y Sala 1993: 179), unas cajas cinerarias del yacimiento portugués de Neves, en el Alentejo (Maia 1985-86), etc., etc. Requieren alusión especial en esta lista los llamados «pectorales» del tesoro del Carambolo (Carriazo 1973: fig. 74), sobre todo porque reflejan con fidelidad, y a la vez con un esquematismo simbólico profundo, la manera de trabajar las pieles de toros en este mundo protohistórico. Pese del alto grado de abstracción de tales joyas, reflejan la silueta del cuero del animal y el reborde libre de pelo, además de la porción de piel del cuello convertida ya en una protuberancia de significado prácticamente desconocido antes del hallazgo del altar de Coria. Este apéndice, que Carriazo interpretó como artilugio de suspensión, se ha advertido también en el ejemplar que hoy carece de él (Kukahn y Blanco 1959: 39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127), por lo que los dos supuestos pectorales presentaron en su día la forma más antigua y canónica de la piel del toro, la misma que muestra el altar de barro de Coria en su momento inicial (fase A). Desde este diseño, y por una simplificación posterior del signo sin pérdida de su

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carga simbólica, muchos objetos religiosos que imitaban estas pieles evolucionaron hacia la pérdida del apéndice alusivo al cuello. Los mismos altares y las cubiertas de enterramientos prescindieron de esa protuberancia para adquirir simetría desde ­cualquiera de sus ­cuatro flancos. No obstante, mantuvieron con frecuencia los contrastes de colores como evidencia del diferente tratamiento de la piel en su derredor y en su parte central. En la fase A del altar de Coria, la más realista, se mantiene aún el apéndice del cuello en la parte que mira al orto solar, un elemento que todavía hoy poseen los cueros de bóvidos cuando se curten para la elaboración de zahones y que aparece ya representado en las pieles del disco de Phaistos. En nuestro altar, esta zona presenta un pequeño receptáculo contrario a la idea de superficie plana que trasmite una piel. La excavación de este punto no condujo a ningún hallazgo, pero el ara circular de Cancho Roano muestra también en su zona oriental una protuberancia que dispone de una oquedad parecida. Allí, dicho hoyuelo contenía un cuenco de cerámica en el que se pudo depositar algún líquido durante las ceremonias litúrgicas (Celestino 1997: 373). Por tanto, quizás el altar de Coria dispuso de un recipiente similar. Durante los actos de culto, este hueco o la vasija que se colocara en él pudieron contener sangre de la víctima sacrificada, ya que los toros se degollaban y desangraban por esta parte, la base del cuello. Ya el altar minoico del palacio de Phaistos muestra figuras de toros y espirales dobles de pintura roja que se han interpretado precisamente como imágenes de los animales ofrecidos a la divinidad y de la sangre derramada sobre el ara (Pelon 1984: 69). Tales sacrificios y su correspondiente liturgia no fueron tal vez diferentes de la dramatización reflejada en un exvoto ibérico de bronce en el que toda la acción se representa precisamente sobre una piel de toro (Obermaier 1921). Los argumentos con los que quiero concluir mi trabajo necesitaban esta extensa demostración de que los altares de barro protohistóricos y los demás elementos arqueológicos que presentan su misma forma no imitan a los lingotes de cobre de origen chipriota. De esta otra hipótesis sobre lo que emulan se han derivado interpretaciones que relacionan este singular símbolo de la Hispania fenicia con el poder económico y político de príncipes o reyes (cf. Almagro-Gorbea 1996), dejando en un segundo plano su significado cultual. Empero, si se identifican como imitaciones de pieles de toros, la lectura religiosa puede adquirir el papel principal. De hecho, la documentación arqueológica hispana está repleta a lo largo de todo el primer milenio a.C. de imágenes de toros que son algo más que animales. En el yacimiento bajoandaluz de Montemolín, por ejemplo, algunas vasijas orientalizantes se decoraron con procesiones de bóvidos (De la Bandera 2002: lám. II), que pueden representar tanto víctimas sacrificiales como la encarnación del propio dios al que se destinaban. En un caso, uno de esos bóvidos parece llevar sobre su lomo un dorsuale, el fajín típico con el que en muchas regiones del Mediterráneo se adornaban los animales que desfilaban en procesión hacia el altar, mientras que se ambienta la escena con una cenefa de asteriscos en forma de molinete (Chaves y De la Bandera 1992: fig. 7). Esta combinación de toro sagrado y estrella es bien conocida en el Mediterráneo oriental desde mucho antes del primer milenio a.C. (cf., entre otros, Delgado 1996: lám. 30), sin que disponga en cambio de precedente alguno en la Iberia prehistórica. Si se identifica la estrella con Venus o el Lucero –Astarté entre los

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fenicios17–, es evidente que el toro personifica a Baal, la divinidad genérica masculina inseparable de Astarté en el panteón sagrado fenicio. Además de estas manifestaciones y de otras imágenes de toros sagrados como las que rematan algunos quemaperfumes de bronce, con posterioridad a la fase propiamente orientalizante pero como reconocimiento del importante impacto fenicio y púnico sobre los íberos, toda la vertiente mediterránea española conoció múltiples representaciones de toros en la escultura en piedra, algunas de las cuales –caso de la denominada “Bicha de Balazote” por ejemplo– dispusieron de cabezas antropomorfas como clara manifestación de dioses que eran a la vez bestias y hombres. Esta asociación parece un legado de la colonización semita iniciada en el siglo VIII a.C., a su vez heredera de la tradición cananea del segundo milenio a.C. que identificó en su literatura sagrada al dios masculino con el toro. Abundan estas metáforas en los textos litúrgicos ugaríticos, en especial en los del ciclo de Baal (cf. Del Olmo 1998: 132-133). En el presente trabajo, mi interés por relacionar los altares de barro protohistóricos hispanos con el toro a través de la imitación de su piel extendida radica fundamentalmente en dos cuestiones. Como acabo de establecer, la primera es la vinculación de la divinidad a la que esas aras servían con el animal más fuerte que conocieron las culturas mediterráneas de entonces, una especie con larga tradición simbiótica con el hombre al menos desde el Neolítico. La segunda se deriva de la primera, y consiste en la identificación de la fuerza del toro con la potencia del astro más importante para la vida humana que preside la bóveda celeste, el Sol. En relación con estos vínculos, podemos recordar el caso egipcio del toro Apis con el disco solar entre sus cuernos; pero lo que más me interesa ahora recalcar para reforzar esta hipótesis es la orientación astronómica de los templos y de sus aras. En este sentido, ya el santuario extremeño de Cancho Roano muestra unas evidentes ataduras con el Sol tanto en la orientación de su eje y entrada hacia el este como en la disposición de sus altares de barro. Lo mismo puede observarse en el templo más antiguo de Coria, cuyo único muro localizado hasta hoy ofrece esa misma alineación, y por supuesto en su altar. Como tercer ejemplo puede proponerse el del poblado ibérico alicantino de El Oral. Allí, la extraña divergencia que presentan los ejes del elemento en forma de piel de toro y del edificio que lo aloja exige una explicación, la más plausible de las cuales es la búsqueda del orto solar por parte del primero. Esta solución permitiría definir como altar propiamente dicho esta especie de impronta que ocupa el centro de la estancia. Mi conclusión parcial, en fin, a este particular asunto, se puede plasmar en la recomendación a los arqueólogos de que incluyan entre sus preocupaciones la búsqueda de estos rasgos. No soy yo el primero, en cualquier caso, que ha percibido este desajuste de paralaje entre algunos altares y sus respectivos templos ni la razón que puede dar cuenta del mismo (cf. Moneo 1995: 248). 17. Está tan reconocida esta identidad que resulta innecesario argumentar aquí nada a su favor. En cualquier caso, recordaré que la forma más simple de representar la estrella en esta época es un simple asterisco con diferentes versiones (fundamentalmente × o la superposición de + y ×), mientras que la más usada por los gustos orientalizantes desde el siglo VII a.C. en adelante es la roseta (Belén y Escacena 2002: 174-176; Escacena 2004b: 33-37).

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Por más que he buscado estas cuestiones en la prehistoria hispana a ver si tuvieran un sustrato prefenicio, yo no he encontrado tales posibles precedentes. Los denominados “altares de cuernos” de época argárica nada tienen que ver con los que ahora nos ocupan. Si tienen vínculos mediterráneos, es evidente que recuerdan mucho más a los del mundo palacial cretense. Los protohistóricos discrepan radicalmente de aquéllos en su diseño extremadamente plano, hasta el punto de que a veces sólo superan el propio nivel del suelo en sus bordes y en escasos centímetros. Esta característica se explica bien por la sensación de alfombra que proporciona una piel extendida, y puede incluso tener un apoyo moral en textos bíblicos que hablan de la construcción de altares de barro planos, sin podios ni escaleras de acceso18. En cambio, aunque conocemos muy mal en el Mediterráneo oriental la arqueología de estos débiles elementos de tierra por la búsqueda de la espectacularidad que ha caracterizado allí tradicionalmente a los trabajos de campo, la misma forma de los hispanos muestra ya un altar de barro anatólico del tercer milenio a.C. (Gil e.p.), y tal vez se refieran a este tipo los citados en algunos textos veterotestamentarios19. Es más probable, por tanto, que estas aras llegaran a Occidente de manos de la colonización fenicia, y quizás filtradas por una fuerte influencia de fenicios de Chipre o de gente de Siria, lugares donde encuentran estrechas semejanzas muchas de las cosas más viejas que la expansión semita llevó hasta la Península Ibérica. Su origen oriental queda igualmente reforzado por la presencia en la residencia de Sargón II en Khorsabad, en la cuenca alta del Tigris, así como en otros palacios asirios y sirios (Kukahn y Blanco 1959: 42), de pinturas murales en las que dos toros miran hacia un posible altar con forma de piel extendida que presenta en su centro un círculo indicador del hogar. Dicho elemento resulta extremadamente parecido al que muestra un exvoto hallado en el yacimiento sevillano de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros 1992: fig. 13:3) (fig. 6). A la luz de la información suministrada por los altares de la Península Ibérica y por la mitología fenicia sobre Baal, que situó la muerte del dios al comienzo del verano (solsticio de junio) y entre dos toros según la tradición del culto de Adonis heredada en tiempos romanos (Du Mesnil 1970: 108), esta escena mitológica del palacio asirio cabe interpretarla tal vez como la representación de la muerte del propio Baal en el altar como víctima de salvación, ya que es esta divinidad oriental el ejemplo más claro de numen salvífico entre las varias deidades que, de alguna manera, adquieren nueva vida después de morir (Xella 2001: 80). Resulta por tanto evidente que el llamado “dios del lingote” chipriota, denominado así por haber sido caracterizado en exvotos de bronce sobre una peanilla con ese diseño en X (Ionas 1984: 102-105), no puede ser más que la representación de la divinidad sobre el propio altar. Dicha identificación hablaría de la inadecuación del nombre usado en la literatura arqueológica, pero también de la necesaria existencia en su día de altares con esta forma en Chipre. Por tanto, si mi propuesta es correcta, esa misma hipótesis predice su posible hallazgo futuro en la isla.

18. “No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez” (Éxodo 20, 26). 19. “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus ovejas y tus bueyes” (Éxodo 20, 24).

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Fig. 6: Arriba, pintura del palacio de Sargón II en Khorsabad. En la parte inferior, exvoto en cerámica procedente de Setefilla (Lora del Río, Sevilla). En ambos casos, el altar en forma de piel de toro contiene en su centro la representación del círculo alusivo al hogar.

Los últimos trabajos en el Carambolo han puesto al descubierto un espectacular altar de este tipo20. Como cabía esperar de la sensación que produce una piel extendida sobre el suelo, no levanta del propio pavimento de arcilla más que escasos centímetros (fig. 7). Es más, esa altura la alcanzó después de múltiples repintados y recrecimientos, pues en su origen fue una simple impronta sobre el piso de la estancia que lo acoge, una enorme sala rectangular orientada al este con bancos de barro a todo su alrededor que se decoraron con un zócalo ajedrezado en negro y rojo (fig. 8). Todo este complejo se fecha en una primera aproximación provisional a finales del siglo VIII o comienzos del VII a.C. El altar del Carambolo confirma la interpretación como santuario del asentamiento que ocupa la cima del cerro. Como estaba cantado además, la más que esperada aparición del mismo por quienes formábamos parte del equipo de trabajo ha convertido en tesis la hipótesis deducida del altar de Coria de que tales aras buscaron intencionadamente con su eje longitudinal mirar al punto del horizonte por el que se levanta el Sol el día del solsticio de verano y al que se pone en la jornada del solsticio de invierno (figs. 9-11). Creo adecuado por tanto seguir llamándoles, por este particular, altares helioscópicos, término que propuse en un 20. Con una longitud de casi 4 m, se trata de un hallazgo realizado en los últimos días de la campaña de 2004. Dispongo de estos datos gracias a los excavadores, que me han remitido un breve avance de los mismos añadido a la comunicación que presentaron al III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.).

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Fig. 7: Fase más antigua de un altar en forma de piel de toro del Santuario de Astarté en el Carambolo. Corresponde a una capilla posiblemente consagrada a Baal.

Fig. 8: Decoración geométrica pintada en un banco de adobe de la capilla de Baal en el Santuario del Carambolo.

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Fig. 9: Orientación helioscópica del altar de Baal en el Carambolo. La imagen se ha elaborado a partir de los planos publicados por los excavadores, que señalan el Norte magnético.

trabajo anterior (Escacena 2002b: 49). Pero el del Carambolo me va a permitir profundizar aún más en esta lectura arqueoastronómica que tiene que ver con los toros, con el Sol, con los dioses y con los sacerdotes fenicios, avanzando una serie de ideas que no son más que nuevos reclamos para proseguir la investigación por esta ruta. Hace casi veinte años que F. Amores me comunicó una hipótesis funcional sobre el tesoro del Carambolo que rompía con casi todo lo dicho hasta entonces. La idea me cautivó de inmediato, pero entonces aún parecía prematura su publicación dado que todavía era sólo una intuición. Con el tiempo, temí que la inclinación profesional de mi colega hacia la arqueología medieval y moderna acabara por dejarla inédita, así que le propuse trabajar en ella juntos. Mi misión consistiría en recopilar los datos para sostenerla y darle forma. Un primer avance de la misma se ha publicado no hace mucho (Amores y Escacena 2003). Paralelamente, parece que la fortuna procuraba socorrernos con una serie de descubrimientos arqueológicos que la reforzaban cada vez más. La nueva interpretación reconoce que la tecnología con que se fabricó el conjunto de joyas tiene componentes tanto atlánticos como mediterráneos, es decir, es producto de contactos entre la tradición occidental del mundo indígena tartésico y los conocimientos fenicios sobre orfebrería. Tal extremo se asume normalmente entre los especialistas en el tema (De la Bandera 1987; Perea y Armbruster 1998). Pero esa síntesis de tradiciones técnicas en absoluto implica que su uso, función y significado simbólico sean también resultado de una amalgama étnica y cultural, algo que se

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Fig. 10: El Carambolo. Amanecer del 21 de junio de 2004 (solsticio de verano). En primer plano, el altar de Baal, cuyo eje se prolonga en dirección a la salida del Sol.

Fig. 11: El Carambolo. Ocaso del 21 de diciembre de 2004 (solsticio de invierno). La prolongación del eje del altar (oculto en la foto por construcciones recientes) apunta hacia el punto del horizonte por donde se esconde el Sol.

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derivó del análisis tecnológico como un axioma más de los muchos que han lastrado los estudios sobre Tartessos. Por el contrario, todas estas otras cuestiones quedan bastante iluminadas cuando se interpreta el tesoro desde la hipótesis que reconoce una presencia colonial fenicia en el Bajo Guadalquivir mucho mayor de la que está dispuesta a admitir la mayor parte de los arqueólogos. Con este enfoque, se trataría de un servicio litúrgico exclusivo de la comunidad oriental que fundó la ciudad de Sevilla (Spal) y que paralelamente levantó al menos dos santuarios en las cercanías: uno para Baal Saphon en Caura y otro para Astarté en el Carambolo. El lote estaría compuesto por dos subconjuntos funcionales, uno lucido por los bóvidos que se ofrecían en sacrificio a los dioses y otro que revestía al sacerdote que oficiaba. Según he indicado antes, la iconografía antigua mediterránea en la que aparecen elementos parecidos a los que componen el tesoro del Carambolo reserva, en efecto, el collar y los brazaletes como elementos sagrados característicos de los sacerdotes. En cambio, los denominados «pectorales» no aparecen en esas imágenes con dicha función, sino como adornos sobre la testuz en esculturas de bóvidos. Además de algunos textos que hablan de la colocación de oro en los cuernos de los toros destinados al sacrificio (Odisea 432-440)21, los testimonios más claros pueden ser el toro ibérico de Villajoyosa (Alicante) (Llobregat 1974) y el guerrero de Lattes, de procedencia francesa22. El primero es una cabeza de bóvido de época ibérica que presenta en su frente un rebaje en forma esquemática de piel de toro para colocar allí una posible pieza metálica de igual diseño. El segundo es una escultura de piedra de un personaje masculino armado que lleva a su espalda lo que parece la representación de una placa metálica. En esa pieza dorsal de la coraza se labró una cabeza de animal con el mismo símbolo sobre su frente (Py y Dietler 2003). En el conjunto áureo del Carambolo estaríamos entonces ante dos atalajes sacrificiales para bóvidos y el atuendo del sacerdote que hacía la ofrenda. Dado que los primeros presentan sendas decoraciones distintas, F. Amores y yo hemos sugerido que el rito en el que intervendrían esos adornos estaría básicamente definido por la muerte de un toro y de una vaca. Este tipo de ofrenda fue común, por lo demás, entre las dedicadas a muchas parejas de dioses mediterráneos; así que, de ser correcta esta hipótesis, los supuestos pectorales podrían denominarse mejor frontiles, término que designa hoy a adornos parecidos que portan los bueyes que participan en muchas romerías andaluzas. Como uno de ellos exhibe como destacado emblema decorativo rosetas, no es en absoluto descabellado sostener que, junto a las ocho placas rectangulares que llevan el mismo adorno, sirvió para engalanar a la vaca de Astarté. De hecho, ya Kukahn (1962) estableció con nitidez la relación entre la roseta y la diosa madre panmediterránea, que se hace particularmente evidente en el caso de la Astarté fenicia y la Tanit púnica (Aubet 1982: 37; Blázquez 1997: 80 y 85), una identificación apoyada posteriormente por nuevos documentos arqueológicos (Belén y Escacena 2002: 174-176). Siguiendo este razonamiento, puede sostenerse por exclusión que el otro lote, también compuesto por un frontil y ocho placas, embellecía al toro para Baal. Y como 21. Véase una posible aclaración del rito a partir del análisis del texto homérico en Pinza (1908). 22. Agradezco a Teresa Chapa el conocimiento de la existencia de este testimonio así como la indicación de la bibliografía básica sobre el mismo.

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este subgrupo muestra como tema decorativo central hemiesferas, mi propuesta es que con ellas se quiso aludir al disco solar, la principal epifanía celeste de la divinidad masculina. De ser ello cierto, los frontiles del tesoro del Carambolo adquirirían todo su significado sólo en la hipótesis de que el yacimiento fue básicamente y en primera instancia un santuario y sus dependencias anejas. Pero ¿qué significaban en concreto estos emblemas sobre la testuz de las bestias sagradas? Creo haber demostrado sobradamente que los altares hispanos no imitaban directamente los lingotes de cobre chipriotas, sino que eran una copia fiel de las pieles de toros tal como en aquella época se trabajaban. Ahora quiero defender que los adornos con esta misma forma que embellecían a los toros en la procesión que precedía a su muerte, aunque mostraban ese diseño alusivo en último término a la epidermis extendida de los bóvidos, en realidad constituían un símbolo referido en principio al altar en el que iban a ser inmolados. Marcaban así los frontiles el destino inmediato de las bestias. En esta hipótesis entra en juego de lleno la orientación astronómica de las aras. Como otros credos orientales, la religión fenicia prestó especial atención a los conocimientos sobre el Universo. Camuflada bajo el aspecto de ritos litúrgicos consagrados a divinidades astrales, la astronomía desempeñaba un papel práctico importante en la vida diaria, especialmente en la ordenación del calendario y de las tareas regidas por él. Entre los fenicios, las labores agrícolas y la navegación constituían dos actividades económicas claramente vinculadas a una determinación relativamente precisa de la sucesión de las estaciones del año. En su acepción de Baal Cronos, este cometido estuvo confiado al dios masculino; razón por la cual una de las misiones de los sacerdotes fenicios de Gadir fue entender de las posiciones y movimientos del Sol y de algunas constelaciones (Estrabón II, 5, 14; III, 1, 5; III, 5, 9). Ante la falta de referencias más fijas, parece que los encargados de dicha precisión no pudieron establecer la fecha y situación astronómica de esta posición solar más que con referencia a la línea del horizonte contemplada desde los santuarios, estableciendo en ella los puntos más septentrionales (verano) y más meridionales (invierno) de los ortos y los ocasos solares. En cualquier caso, el margen de error entre estos eventos y los verdaderos solsticios –estos últimos no tienen por qué coincidir con el momento exacto en que el Sol toca el horizonte– era sólo de unas horas. Pero todo ello exigía conocer con exactitud la salida y la puesta del Sol en alguna de las dos fechas solsticiales, la de junio o la de diciembre. La posición del altar de Coria, que privilegia el este sobre el oeste al disponer hacia oriente la parte que representa al cuello de la piel de toro, sugiere que la jornada elegida fue la que inauguraba el verano. Es posible que en esta predilección fuera determinante ahora, si no el tiempo cronológico, sí el meteorológico. A la latitud del Mediterráneo, las borrascas atlánticas que logran rebasar la Península Ibérica y continuar en dirección este lo hacen especialmente a partir del otoño, para desplazarse más al norte de nuevo a lo largo de la primavera. Existía por tanto un buen fundamento estadístico para que el calendario se estableciera con mayor precisión a partir del control del solsticio de verano: durante la aurora, la ausencia de nubes o de nieblas era con mucho más frecuente en el mes de junio que en el de diciembre. En cualquier caso, esto no explica todavía por qué se eligió este solsticio y no el de invierno para conmemorar la muerte del dios.

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Las razones que dan cuenta de este otro problema están estrechamente ligadas a los mitos orientales que acabaron por dotar a las divinidades de características antropomorfas, con sus correspondientes ritos de paso según iban adquiriendo edad. Concentrado todo este ciclo vital en el ritual litúrgico que se distribuía a lo largo del año, un mínimo conocimiento del peregrinar relativo del Sol por la línea del horizonte tanto en su orto como en su ocaso permitía una fácil comparación de esos movimientos de poco más de 365 días de duración con la vida casi humana de un dios que nace, que muere y que resucita. Si ese dios omnipotente podía ser comparado con un objeto del cielo, las evidencias empíricas de la época reconocían al Sol como el astro más poderoso del firmamento. Su vida diaria en la bóveda celeste empieza siendo pequeña durante el solsticio de invierno, cuando el segmento de luz solar de cada jornada tiene menor duración. A partir de esta fecha, este tramo solar diario roba cada vez más horas a la noche. Así, el nacimiento del dios podía fijarse en torno al solsticio de invierno, y su vida desde este momento hasta que de nuevo la luz comienza a decrecer frente a la oscuridad, lo que ocurre a partir del solsticio de verano. En la línea del horizonte oriental, estos desplazamientos se manifiestan con una salida cada vez más al norte del disco solar. El límite septentrional de tal avance corresponde al solsticio de verano, cuando de nuevo el Sol inicia un deslizamiento hacia el sur. Así pues, las geocéntricas culturas del Mediterráneo prerromano observaron que durante los episodios solsticiales el astro rey «frenaba» su carrera hacia el norte en verano y hacia el sur en invierno, y que la «reiniciaba» a partir de unos pocos días en dirección contraria. Durante no más de tres jornadas, también para los fenicios y para sus sacerdotes el Sol aparentaría quietud casi absoluta sobre la línea del horizonte tanto al amanecer como al atardecer, residiendo en esta característica una clave importante para comprender algunos rasgos de su mitología. Propongo, por tanto, que en este hecho astronómico se sustenta la creencia en un dios que muere y que resucita al cabo de tres días, un atributo que define al Señor de los cananeos y a otros dioses masculinos orientales del mudo antiguo. En la segunda mitad del siglo XIX, F. Lenormant sostuvo ya una primera hipótesis en este sentido, relacionando dicho mito con el curso anual y diario del Sol (Lenormant 1874: 12123); pero los estudios de Frazer (1890) inclinaron pronto la explicación hacia los ciclos estacionales de la naturaleza, dando origen a toda una línea historiográfica que ha perdurado hasta nuestros días y que ha olvidado casi siempre la comparación con fenómenos astronómicos. La tesis naturalista de Frazer, que se ha enseñoreado por la literatura antropológica y arqueológica durante casi todo el siglo XX, deja no obstante sin resolver el hecho de que en determinadas culturas orientales las jornadas en que la divinidad permanecía muerta fuesen exactamente tres. En cualquier caso, la renuncia a la propuesta frazeriana, que hoy empieza a fraguar en distintas rutas de investigación, ha comenzado a discurrir por derroteros que no suponen la necesaria recuperación de la hipótesis solar que aquí sustento. Es más, si es correcta esta identificación tan antigua del Señor de los cananeos con el Sol, que parece estar plenamente conformada cuando los fenicios acceden a Tartessos, la relación astronómica del Adonis oriental transmitida por Macrobio (Sat. I, 21) no puede ser considerada, como sostiene 23. Citado en Pisi (2001: 52, nota 9).

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Ribichini (2001: 106), una “solarización” del personaje atribuible a los sincretismos típicos de la Antigüedad tardía, porque estaría definida en una época mucho más arcaica. Asumir de nuevo la hipótesis astronómica exige reconocer que la creencia en una resurrección divina tras una muerte que, si no dura tres días completos, al menos involucra a tres jornadas del calendario, tendría como condición necesaria la previa identificación de esa divinidad concreta (Baal-Melqart-Adonis) con el Sol, una cuestión que cuenta con tres fuertes apoyos: el epíteto con que muchas veces se alude a Melqart, las palabras y conceptos usados en la literatura ugarítica cuando se narran estos avatares divinos, y la hora del día en que se produce la resurrección de la divinidad. En efecto, en no pocas ocasiones se cita al dios con el nombre de “fuego del cielo” (Aubet 1994: 140), un calificativo que puede referirse directamente al Sol; respecto a la segunda cuestión, los vocablos utilizados corresponden a los verbos mwt (morir) y yhw (vivir), que constituyen dos voces alusivas a una muerte y a una vida reales, no metafóricas (Xella 2001: 82), tan ciertas como la parada y el reinicio del movimiento solar que durante los solsticios puede comprobar empíricamente cualquier observador terrestre; y, en relación por último con el momento exacto de la resurrección, no es gratuito que ésta acontezca al alba (Xella 2001: 90), cuando el disco solar emerge del horizonte oriental y cuenta por tanto con referentes orográficos que permiten acotar con facilidad su posición. Espero, en fin, no caer en una tautología si deduzco de aquí que el mito de la muerte de Baal y de su posterior vuelta a la vida demuestra que los sacerdotes implicados en su elaboración estaban al tanto de los conocimientos científicos mínimos para determinar y predecir con cierta exactitud tales observaciones astronómicas. Por otro lado, estudios recientes han demostrado una vez más que esta tradición mítica de un dios que adquiere nueva vida en la tierra tras su muerte carece de raíces africanas, porque, más que resucitar, lo que el Osiris egipcio consigue en realidad es vivir en el otro mundo (Scandone 2001: 20 y 26)24. Por tanto, en la versión idéntica que ha llegado hasta nosotros a través de la muerte y de la resurrección salvadoras de Cristo, se trata de un credo originario del Próximo Oriente asiático, pero sobre todo de una construcción mítica bien conocida en el mundo cananeo, primero vinculada al Baal ugarítico del segundo milenio a.C. y luego al Melqart de Tiro y de sus colonias. A pesar de su parquedad, la documentación disponible da a conocer un clero fenicio jerarquizado, y dividido en parte según sus funciones; una jerarquización que incluía a veces la figura del rey en calidad de sumo sacerdote (Amadisi 2003: 46-47) o ejerciendo la presidencia en sacrificios relacionados con algunas posiciones astrales (Del Olmo 1989). Sería de ingenuos esperar que entre los nombres atribuidos a cada especialista en el culto divino aparecieran algunos directamente traducibles por “astrónomos”. Esta terminología es propia del Occidente de hoy porque en nuestro mundo la ciencia se ha convertido en un valor social en sí misma25. Entre los fenicios 24. Aunque los datos más viejos que remiten a Osiris relacionan el nacimiento de su mitología con el culto al Sol en Heliópolis, es posible que este vínculo esté más referido a la muerte diaria del astro rey, y no a su ciclo anual. No obstante, esta situación pudo cambiar en el primer milenio a.C., cuando los cultos a Osiris y al toro Apis confluyen en la figura de Serapis. 25. La comparación entre los beneficios evolutivos de los científicos de hoy y de los sacerdotes de antaño no es de mi cosecha. Aunque sea de pasada, esta referencia puede encontrarse, por ejemplo, en Gould (1995: 221).

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en cambio, tales cuestiones permanecieron enmascaradas bajo epítetos menos evidentes para nosotros. Aun así, el hilo de esta argumentación conduce al ministerio de un sacerdote que detenta el cargo de mqm ’Im (“resucitador de la divinidad”), principal oficiante en la fiesta de la égersis de Melqart (Lipinski 1970: 32 ss.; Amadisi 2003: 53). Pudo ser éste, por tanto, el entendido en fijar la jornada exacta en que el Sol se manifestaba de nuevo con vida al recuperar su movimiento en la línea del horizonte matutino después de su parada solsticial, esto es, la fecha en que el dios “despertaba”26. Esta tarea por la que sólo la intervención humana garantiza la ejecución real de una acción divina es común a otros especialistas en el culto del mundo antiguo oriental. Mediante esta mentalidad, el pueblo percibe la utilidad de la función ritual del oficiante y sus beneficios concretos. En el mundo hitita por ejemplo, fuertemente influido por el universo religioso mesopotámico, sólo después de la intervención humana a través de los rituales sagrados celebrados por el “hombre del dios de la tempestad”, Telipinu vuelve a este mundo, trayendo de nuevo a él armonía tras un periodo de caos originado en la desaparición del dios (Polvani 2001: 67-69)27. Si su tarea consistió en algo parecido, el “resucitador de la divinidad” pudo tener como herramienta indispensable los altares helioscópicos, porque el carácter inmueble de los mismos los convertía en referencia estable y en garantía de un correcto cálculo astronómico. Con ellos se podía precisar los comienzos del verano y del invierno, así como organizar en torno a estas fechas/fiestas el resto del calendario, lo que en absoluto implica que esos días coincidieran con el de año nuevo. Al parecer, este otro hito se rigió en la Siria cananea y en el mundo fenicio por criterios lunares, siendo quizás la luna de octubre la que inauguraba el año (Stieglitz 2000: 695). De ser así, es posible explicar un elemento que aparece en los frontiles del tesoro del Carambolo y para el que todavía no se ha propuesto un significado concreto. 26. Las únicas referencias literarias a la fecha en que esta fiesta se celebraba en Tiro proceden de Flavio Josefo (Antiquitates Iudaicae. VIII, 145-147; Contra Appionem I, 117-119), que la cita para dar cuenta de su institución en el siglo X a.C. por el rey Hiram I y que la lleva al mes de Perítios. Las tradiciones diversas del Mediterráneo oriental sitúan este mes en distintos momentos del año, por lo que la mayor parte de los especialistas en mundo fenicio han optado por la tradición tiria sin más, que lo iniciaba el 16 de febrero y que contaba con una duración de 30 días. No obstante, la costumbre sidonia, para la que también este mes duraba 30 jornadas, lo hacía comenzar el 1 de abril. Existen, por tanto, opciones muy diversas –y situadas en territorios muy cercanos– a la hora de decidir cuál de ellas usó Flavio Josefo. Parece lo más probable que, dada la época en que escribe, este autor tuviera en cuenta la reforma del calendario que se hace en el 9 a.C., según la cual Perítios comenzaría el 24 de diciembre y contaría con 31 días (Pauly 1893). De ser así, esta versión incluiría el final del solsticio de invierno, lo que discordaría con nuestra hipótesis sobre la fecha concreta de la fiesta de la égersis de Melqart pero no con los vínculos astronómicos de la misma. Otra posibilidad es que en esos días en que se inicia el invierno, y en coincidencia con la posible celebración del nacimiento del dios, hubiese un ritual parecido para determinar astronómicamente el comienzo de la otra mitad del periplo anual del Sol, con lo que la información de Flavio Josefo pudo estar ligeramente confundida. Al identificar a Melqart con Tammuz y con Adonis, G. Garbini (1965: 44) ha propuesto también que la fiesta aludida en el epígrafe bilingüe (etrusco y púnico) de Pyrgi se llevaría a cabo en junio/julio (mes de Kirar), lo que apoyaría nuestra sugerencia. Este testimonio se fecha entre el 525 y los inicios del siglo V a.C., con lo que resulta más antiguo que Menandro de Éfeso (siglos III-II a.C.), la fuente citada por Josefo, y por tanto más cercano a los testimonios arqueológicos que nos están sirviendo de base argumental. Sobre estos problemas, véase también Stieglitz (2000: 692). 27. Sobre el término “hombre de dios” y su asimilación a la figura del profeta veterotestamentario, véase lo dicho más arriba.

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La construcción de edificios sagrados estuvo acompañada en Oriente de acciones rituales destinadas a garantizar su buen sino. El mundo egipcio, pródigo en textos e imágenes, ha suministrado algunas claves para entender estos pormenores. Entre ellas, se conoce con cierta precisión el denominado tensado de la cuerda, un procedimiento por el cual se lograba la alineación correcta de los templos hacia determinados astros o constelaciones (Montet 1964: 77-80). Aunque en esta operación se usaba un cordel sin fin y cuatro estaquillas quizás porque se procedía a la vez a delimitar el contorno de la construcción, consistía básicamente en obtener una línea recta que suministrara el enfoque mínimo necesario para enfilar los muros hacia el objetivo celeste deseado. Era por tanto imprescindible disponer de este trazo tirante aunque fuera sólo en el momento de llevar a cabo la búsqueda astral correspondiente. Percibí empíricamente esta condición cuando a las claras del día del 21 de junio de 2004 me dispuse a tomar las fotos del altar del Carambolo. Para no perder la instantánea –y dado que no disponía de una cuerda en ese momento porque la excavación había concluido unas semanas antes– tuve que improvisar esta línea recta con un jalón que atravesara longitudinalmente el altar a fin de comprobar si existía en efecto una búsqueda precisa del orto solar. Fue entonces cuando acudió a mi mente la imagen de los frontiles de oro. Ambas joyas están atravesadas a todo lo largo por una especie de espina dorsal para la que no conozco explicación simbólica alguna, y que ahora puede haberla encontrado. Por tanto, de ser cierta esta conjetura, los frontiles del tesoro del Carambolo, aunque obedezcan a la silueta más canónica de la piel de toro –con su correspondiente separación entre contorno rapado y zona central pilosa y hasta con la protuberancia del cuello del animal– pueden contener más bien la imagen directa de las aras helioscópicas, destino de los bóvidos que los portaban en su testuz durante la procesión que precedía al sacrificio. En dichos atalajes litúrgicos nada más faltaría la representación circular u oval del hogar; pero esta ausencia se explica por el hecho de que la operación fundamental de la alineación astronómica del propio altar de barro debió ser exclusivamente la del momento prístino de su construcción. Sólo a partir de su posterior consagración, pero sobre todo de los usos siguientes, la mesa sagrada comenzaría a mostrar la marca oval o circular del fuego. Es cierto que las pieles de los bóvidos presentan a veces irregularidades y cicatrices de los accidentes que el animal sufrió en vida, y que una de estas marcas corresponde con frecuencia a la presión que sobre el cuero dejaron las vértebras, que se manifiesta como una sucesión alargada de remolinos y porciones de vello revuelto. Parece por tanto evidente que este espinazo de los frontiles alude a esta característica. Pero, si la línea recta dorsal que exhiben estas piezas, exclusivas de los frontiles del tesoro del Carambolo (fig. 12), no está presente en otros elementos protohistóricos que poseen silueta parecida (en las cubiertas de tumbas por ejemplo), es precisamente porque su significado pudo tener relación con el carácter episódico del rito de la alineación astronómica de los altares, sólo factible en el momento de su construcción y durante los solsticios. Su exclusiva fosilización en tales emblemas tal vez constituya otra singularidad de las muchas que caracterizan a este yacimiento y a sus ajuares arqueológicos. Para concluir, parece evidente que, si tantas raíces echó la implantación fenicia en Tartessos en particular y en Occidente en general, esto sólo lo permitió el desarrollo extraordinario que adquirieron sus rutas comerciales marítimas. Que en dicha

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expansión tuvieron especial protagonismo sus santuarios es algo admitido tradicionalmente por la investigación, por lo que en este trabajo sólo he pretendido concretar algunos porqués de esta importancia. Si en la base del papel primordial y pionero ejercido por los templos y los ritos sagrados estaban los conocimientos astronómicos de los sacerdotes fenicios, era sólo por las aplicaciones prácticas que su ciencia del cielo permitía a la hora de planificar la hoja de ruta de las nuevas expediciones de fundación. De la misma forma, si sus saberes sobre la posición y movimientos de los astros y sobre la ordenación del calendario sirvieron para la expansión exclusiva del propio grupo, como predice el enfoque darwinista, no debió ser nada fácil la entrada de los «infieles» a esos lugares santos. Este tabú, todavía vigente en algunas religiones, tiene su razón evolutiva más plausible en los límites que la selección natural establece para la transferencia memética horizontal de las mutaciones positivas, algo bien conocido ya en el caso del intercambio genético interindividual que protagonizan las bacterias y los plásmidos (Giraldo 2004). Tal barrera desaconseja asumir alegremente que a los santuarios donde se concentraban estas observaciones astronómicas y desde los que se emitían los oráculos para la inauguración de nuevas colonias pudiesen acceder sin cortapisa los patrones y marineros de las embarcaciones ajenas, e incluso otros miembros de etnias y religiones distintas. Si esto era factible en templos más humildes, tal vez no lo fue tanto en aquellos otros donde se concentraba el saber. Por esta razón dudo mucho, en contra de lo que piensan otros especialistas, que si el Carambolo fue básicamente un santuario fenicio, los ritos principales celebrados en él y sus recónditas sacristías estuvieran frecuentados por los indígenas de Tartessos. En cualquier caso, ya vimos que la permeabilidad del saber contaba con otras serias restricciones que garantizaban su monopolio por la comunidad que había invertido en su adquisición. Cuando, acabado el primer milenio a.C., los caminos del mar, al menos los del Atlántico oriental entre Mauritania y las Islas Británicas y todos los del Mediterráneo, fueron de uso común a múltiples poblaciones y culturas, el papel que la evolución había reservado a los conocimientos astronómicos de los sacerdotes dejó de tener su razón de ser, en parte porque ya no había nada que conocer ni que encriptar, es decir, ni territorios ni rutas vírgenes. De hecho, la documentación disponible nos habla de que en época arcaica los templos fenicios, como el de Melqart en Gadir por ejemplo, debieron ser visitados con asiduidad por los propios fenicios, mientras que la presencia de estudiosos griegos no se verifica al menos hasta la segunda mitad del primer milenio a.C. (Marín y Jiménez 2004: 227-228), cuando había finalizado la fase inflacionaria de la dispersión fenicia. Esto explica que el cargo de mqm ’Im (“resucitador de la divinidad”) acabara por perder el significado que tuvo en los momentos de auge de la colonización, aunque conservara su prestigio como símbolo de lo que antes había sido (Jiménez y Marín 2002: 86). Sin embargo, como una de las características singulares del clero desde su nacimiento fue la de ser motor de variación, que se manifestaba especialmente en la diversidad de sus funciones, fue precisamente esa heterogeneidad de nichos ecológicos la que permitió su existencia posterior, vinculando cada vez más su quehacer a lo que se ha denominado “religión ética” frente a la “cúltica” (Alonso 2003: 460-462). En cualquier caso, el fuerte arraigo que durante la Antigüedad había adquirido en los templos la ciencia del cielo se perpetuó durante

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Fig. 12: Frontil del tesoro del Carambolo correspondiente al atalaje sacrificial de un toro. En último término, resulta evidente que su forma emula a la piel de este animal, incluida en este caso la porción alusiva a la parte del cuello que se esquematiza en el óvalo de la parte superior. No obstante, la presencia de la línea de hemiesferas que, a modo de espina dorsal, lo atraviesa verticalmente y lo divide en dos partes simétricas, alude quizás a la línea recta necesaria para la alineación solar. En teoría evolutiva, este rasgo puede interpretarse como un carácter derivado o apomorfia, sólo relacionado con los altares. Por esta razón, nuestra hipótesis defiende que estas piezas que engalanarían a los bóvidos en la procesión que precedía a su muerte imitaban en primera instancia a dichas aras helioscópicas.

el Medievo europeo en los monasterios, en las catedrales y en otros muchos templos que conservan todavía evidencias singulares de aquellas observaciones celestes. En la iglesia parisina de San Sulpicio, y con la ayuda de un meridiano de cobre y de un obelisco, los rayos del Sol que penetran por una ventana del crucero sur marcan con precisión las fechas de los solsticios y de los equinoccios. Se trata en este caso de determinar con la suficiente antelación el día de la Pascua –ad certam paschalis, reza en el obelisco–, para lo que es indispensable datar con exactitud el equinoccio de primavera. Y al cabo de tres mil años de que los fenicios llegaran a Occidente ayudados

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por los saberes astronómicos de sus sacerdotes, la Iglesia Católica, fiel sucesora de muchas de aquellas antiguas tradiciones orientales recibidas a través de Bizancio, cuenta aún con sus propios escudriñadores del cosmos: desde el Monte Grahan (Arizona), el VATT (Vatican Advanced Technology Telescope), heredero hoy de la Specola Vaticana, el observatorio creado por el papa León XIII en Roma a finales del siglo XIX, inspecciona galaxias lejanas y rincones desconocidos del firmamento. Allas el estrellero Despues que Hercules ouo tod esto fecho, ouo diez naues e metios en mar, e passo dAffrica a Espanna, e troxo consigo un muy gran sabio del arte destronomia que ouo nombre Allas, y este nombre ganara el por que morara mucho en el monte Allant, que es much alto, catando las estrellas; y este monte es cabo Cepta y entra por tierra dAffrica una partida. Este Hercules, desque passo dAffrica a Espanna, arribo a una ysla o entra el mar Maditerraneo en el mar Oceano; e por quel semeio que aquel logar era muy uicioso y estaua en el comienço doccident, fizo y una torre muy grand, e puso ensomo una ymagen de cobre bien fecha que cataua contra orient e tenie en la mano diestra una grand llaue en semeiante cuemo que querie abrir puerta, e la mano siniestra tenie alçada e tenduda contra orient e auie escripto en la palma: estos son los moiones de Hercules. E por que en latin dizen por moiones Gades, pusieron nombre a la ysla Gades Hercules, aquella que oy dia llaman Caliz. Despues que esto ouo fecho, cojosse con sus naues e fue yendo por la mar fasta que llego al rio Bethis, que agora llaman Guadalquivir, e fue yendo por el arriba fasta que llego al lugar o es agora Seuilla poblada, e siempre yuan catando por la ribera o fallarien buen logar o poblassen una grand cibdat, e no fallaron otro ninguno tan bueno cuemo aquel o agora es poblada Seuilla. Estonce demando Hercules a Allas ell estrellero si farie alli cibdat; el dixo que cibdat aurie allí muy grand, mas otro la poblarie, ca no el; e quando lo oyo Hercules ouo gran pesar e preguntol que omne serie aquel que la poblarie; el dixo que serie omne onrado e mas poderoso que el e de grandes fechos. Quando esto oyo Hercules, dixo que el farie remenbrança por que, quando uiniesse aquel, que sopiesse el logar o auie de seer la cibdat. Primera Crónica General de España …28

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