Alcohol y drogas en las ceremonias funerarias de la Prehistoria

June 29, 2017 | Autor: Elisa Guerra Doce | Categoría: Prehistoric Archaeology, History of Alcohol and Drug Use
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Descripción

Elisa Guerra Doce Julio Fernández Manzano (Coordinadores)

LA MUERTE EN LA PREHISTORIA IBÉRICA CASOS DE ESTUDIO

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, ni su préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso del ejemplar, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

 LOS AUTORES. Valladolid, 2014  EDICIONES UNIVERSIDAD DE VALLADOLID Preimpresión: Ediciones Universidad de Valladolid ISBN: 978–84–8448–775-3 Diseño de cubierta: Ediciones Universidad de Valladolid Motivo de cubierta: Necrópolis de La Lajura (El Pinar, El Hierro). Dep. Legal: VA 85-2014 Imprime: Gráficas LAFALPOO, S.A.

ÍNDICE

Presentación.............................................................................................................................................................................. 9 Muerte, prácticas mortuorias y simbolismo en el proceso de evolución humana FERNANDO DIEZ MARTÍN............................................................................................................................................................. 13 La muerte entre los cazadores-recolectores. El comportamiento funerario en la Península Ibérica durante el Paleolítico Superior y el Mesolítico PABLO ARIAS CABAL ..................................................................................................................................................................... 49 Testimonios de violencia a finales del Neolítico. El abrigo de San Juan ante Portam Latinam JOSÉ IGNACIO VEGAS ARAMBURU ................................................................................................................................................ 77 De tumbas colectivas a tumbas individuales en yacimientos de “campos de silos” con recintos de fosos del III milenio A.C. CONCEPCIÓN BLASCO BOSQUED y PATRICIA RÍOS MENDOZA .................................................................................................... 105 Alcohol y drogas en las ceremonias funerarias de la Prehistoria ELISA GUERRA DOCE .................................................................................................................................................................. 125 Rituales funerarios en Menorca durante la Edad del Bronce VICENTE LULL, RAFAEL MICÓ, CRISTINA RIHUETE HERRADA y ROBERTO RISCH...................................................................... 137 Rituales de cremación en la Península Ibérica (s. XI-VI A.C.) y su estudio antropológico BIBIANA AGUSTÍ FARJAS ............................................................................................................................................................ 155 La intervención, estudio y explicación arqueológica de los depósitos con restos humanos JAVIER VELASCO VÁZQUEZ ........................................................................................................................................................ 179

 

PRESENTACIÓN

finales del año 2010 la autoinmolación del joven tunecino Mohamed Bouazizi en protesta por las malas condiciones económicas y la falta de expectativas de la juventud de su país, desencadenó una serie de revueltas y alzamientos populares en varios países árabes. Estos levantamientos que han pasado a ser conocidos como la Primavera Árabe provocaron en Libia la caída del régimen dictatorial del coronel Muamar el Gadafi quien fue brutalmente asesinado por una multitud de opositores encolerizados, como se encargaron de mostrar unas imágenes que fueron repetidas hasta la saciedad aquellos días del mes de octubre de 2011. Aún reconociendo la monstruosidad para con su pueblo durante décadas del “Líder y Guía de la Revolución Libia” –como gustaba ser llamado–, la periodista Rosa Montero comentaba en El País: “Es inevitable sentir compasión ante su cadáver maltratado, y esa compasión es lo que nos hace humanos. Desde el principio de los tiempos, tácitos acuerdos de honor y respeto detenían por unas horas las batallas más bárbaras para que los contendientes pudieran rescatar a sus muertos. Y el hecho más horroroso que describe La Ilíada no es el violento fin de Héctor, sino que Aquiles mancillara su cadáver y lo arrastrara durante nueve días llevándolo atado a su carro de combate. Sin esa piedad final, sin esa empatía que te permite reconocerte en el cadáver del otro, aunque sea tu enemigo, no somos más que alimañas (…). El respeto y el honor (…) no son en realidad a los muertos, sino a nosotros mismos” (El País, 25 de octubre de 2011). Ese afán por ofrecer una despedida solemne a nuestros semejantes con motivo de su fallecimiento responde en última instancia, quizás de forma inconsciente, al anhelo por hallar respuestas a los interrogantes que plantea un destino al que todos irremediablemente estamos abocados y que, en función de nuestras creencias, interpretamos como un punto de partida o un punto final. Cuando se trata de la muerte de un ser querido, el sentimiento de desamparo y desasosiego que nos produce su partida nos mueve a rendirle un homenaje. Ello nos sirve para asimilar su pérdida, para afrontar el duelo y para apaciguar la inquietud que nos provoca la idea de nuestra propia muerte. Es esta una conducta tan arraigada en el comportamiento humano que podría llevarnos a considerarla un rasgo innato de los homínidos, sin embargo, por el momento resulta complicado documentar este sentido de la trascendencia entre las especies más antiguas del género Homo. De hecho, no será hasta momentos avanzados del Paleolítico cuando dispongamos de testimonios arqueológicos que ilustran

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la existencia de prácticas funerarias, todavía esbozadas en el caso de Homo heidelbergensis pero plenamente consolidadas ya entre los neandertales y, por supuesto, entre Homo sapiens, nuestra especie. Cada cultura ha desarrollado sus propias fórmulas de decir adiós a los fallecidos y ocuparse de sus restos. Los rituales funerarios se diseñan para canalizar la emotividad e impedir que la muerte se convierta en un factor de disgregación en el seno de la comunidad. Al tratarse, por tanto, de un mecanismo cultural las prácticas que engloban serán diferentes en cada sociedad. En términos generales suelen iniciarse con la preparación del cadáver y culminan, aunque no necesariamente, con la sepultura de los restos mortales. Así, por ejemplo, en el caso de los Toraja de Indonesia, tienen que pasar por lo menos tres meses desde la muerte de una persona, momento en el que se limpia el cuerpo y se amortaja, hasta el inicio de los funerales. La duración de los ritos funerarios en esta sociedad depende de la capacidad económica de cada familia, de manera que un cadáver puede estar incluso años sin recibir sepultura definitiva si la familia no ha reunido el dinero suficiente para celebrar el costoso banquete funerario de varios días de duración en el que se sacrifica un elevado número de búfalos. Pero en el registro arqueológico de la Prehistoria europea, únicamente queda constancia de una mínima parte del ceremonial. Nada sabemos de la duración de los ritos mortuorios, de los actos previos a la deposición de los restos, ni tampoco de las divinidades a las que se invocaba. Y ciertamente resulta poco probable que lleguemos a profundizar en las creencias que articulaban y sustentaban esos comportamientos simbólicos. Los contextos sepulcrales únicamente reflejan la etapa última del ritual funerario, el cual se habría iniciado mucho antes, desde el mismo momento del óbito, y se vería condicionando por toda una serie de factores como la edad, el género, la condición social, la actividad profesional, las patologías y condiciones de salud, o las propias circunstancias de la muerte, entre otros. No obstante, se puede obtener mucha información sobre el difunto y sobre su comunidad a través del análisis detallado de las sepulturas. De este modo, por la posibilidad de acercamiento al mundo de las creencias de sociedades del pasado, los ambientes funerarios han atraído de siempre la atención de arqueólogos, antropólogos e historiadores. En los siglos XVIII y XIX (y aún parte del XX), el interés era meramente museístico: teniendo en cuenta que las piezas de ajuar depositadas junto a los fallecidos son escogidas entre el repertorio material de cada sociedad por su belleza, calidad, riqueza o simbolismo, y que muchas veces son elaboradas ex professo para este fin, no es de extrañar que se convirtieran en objetos codiciados para su exposición en museos y galerías o para nutrir colecciones privadas. De este modo primaba la excavación de las tumbas sobre la de los poblados por la posibilidad de recuperar piezas valiosas y por la rentabilidad del trabajo, al tratarse de contextos cerrados: un registro “privilegiado”.

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Sin embargo, no será hasta los años 70 del siglo pasado, gracias a los nuevos enfoques en la disciplina arqueológica de la mano de la denominada “Nueva Arqueología” o “Arqueología Procesual” (o más correctamente, “Arqueología Procesal”) con investigadores como Binford, Saxe o Brown, cuando se analicen los contextos funerarios desde una perspectiva social en busca de elementos que reflejen cuestiones de rango y estatus. Comienzan a observarse diferencias en el tratamiento de los cadáveres derivadas de la edad, género o posición social de los fallecidos, que encontrarán su reflejo en la monumentalidad, riqueza e inversión de trabajo en la construcción de los sepulcros, su tipología, orientación y disposición de los restos, y naturaleza de las piezas de ajuar. Es entonces cuando se elabora una base teórica, una metodología específica y unos procedimientos analíticos que darán entidad a la Arqueología de la Muerte. Posteriormente, gracias al influjo de la Arqueología Postprocesual (o Posprocesal) comienzan a recibir una mayor atención los aspectos cognitivos y simbólicos, no sólo desde el punto de vista del ritual y las concepciones religiosas de las sociedades prehistóricas con relación a la muerte, sino de la realidad social que se esconde en el registro arqueológico. Así, se aprecian estrategias de manipulación de la cultura material como medio de transmitir determinados mensajes al resto de la comunidad. En el caso de los contextos sepulcrales, los enfoques postprocesuales afirman que las prácticas funerarias son un medio recurrente para mostrar, esconder o transformar las relaciones de poder en un grupo, de manera que no siempre expresan la verdadera posición social que el difunto ocupó en vida. De este modo, aspectos tales como la monumentalidad o la riqueza de tumbas y ajuares pueden, en realidad, ser intentos por emular a los grupos dominantes a los que apelan ciertos individuos para manipular los mensajes sociales. Se deduce, por tanto, que las tumbas no siempre traducen fielmente la organización social de los vivos. Las nuevas técnicas analíticas han supuesto un cambio de rumbo en el campo de la Arqueología de la Muerte, y están permitiendo salvar esa aparente incapacidad de leer correctamente el registro funerario. Gracias a los avances en la Arqueometría y en la Paleoantropología, podemos obtener información acerca del patrón alimenticio, las actividades profesionales o las paleopatologías y niveles de salud de las sociedades del pasado, incluso es posible estudiar el ADN de las poblaciones de la Prehistoria. Por tanto, a través del estudio de las tumbas, los restos humanos y las piezas de ajuar podemos, en definitiva, acercarnos no sólo a los ritos funerarios sino al mundo de los vivos: la muerte ilumina la vida. Con objeto de aproximarnos a las sociedades prehistóricas de la Península Ibérica a través del estudio de sus prácticas funerarias, en otoño de 2010 organizamos un ciclo de conferencias bajo el título Arqueología de la Muerte: Casos de estudio en la Prehistoria ibérica, patrocinadas por la Universidad de Valladolid. Las páginas que siguen son fruto de aquella reunión aunque diversas circunstancias han impedido que todas las ponencias presentadas entonces, se hayan incorporado a este volu-

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men. A falta de algunas de ellas, nos hemos permitido incluir otros trabajos que estudian interesantes aspectos no abordados en aquellas charlas, por lo que el resultado final se ha visto enriquecido desde el punto de vista temático. ¿Cuándo surgió el sentido de la trascendencia? ¿En qué momento del largo proceso de la evolución humana se comenzó a manipular de forma diferenciada los cadáveres de los congéneres desarrollándose así un comportamiento simbólico y pautado ante la muerte? De estas interesantes cuestiones se ocupa Fernando Diez, en cuyo discurso la Sima de los Huesos de Atapuerca se alza como una referencia ineludible. Nuestro país, asimismo, ofrece unas condiciones excepcionales para el estudio de las prácticas funerarias de las poblaciones del Tardiglaciar/inicios del Holoceno gracias al elevado número de documentos en comparación con otros países europeo, que serán analizados por Pablo Arias. El abrigo de San Juan Ante Portam Latinam, presentado por José Ignacio Vegas, ilustrará sobre la violencia intergrupal en la Prehistoria Reciente. La complejidad de las prácticas funerarias de las sociedades del III milenio cal AC y el paulatino tránsito de tumbas colectivas a sepulturas individuales son examinados por Concepción Blasco y Patricia Ríos. Uno de nosotros (EGD) reflexionará sobre el papel que desempeñaron las bebidas alcohólicas y las drogas vegetales en el transcurso de las ceremonias funerarias de las Prehistoria. Igualmente el capítulo firmado por Vicente Lull, Rafael Micó, Cristina Rihuete y Roberto Risch demuestra que estos eventos no se limitaban a la deposición de los restos humanos en el espacio sepulcral sino que comprendían toda una serie de complejos rituales que, en el caso de la menorquina cueva de Càrritx se centraron en la cabellera de los inhumados. Bibiana Agustí abandona el ritual de inhumación, el más recurrente a lo largo de la Prehistoria, para abordar el de incineración que se difundirá a partir del Bronce Final para consolidarse a lo largo de la Edad del Hierro. Por último, Javier Velasco será el encargado de explicar los planteamientos teóricos y metodológicos que deben tenerse en cuenta a la hora de estudiar cualquier depósito con restos humanos. Como coordinadores de aquella reunión y editores de esta obra, desearíamos expresar nuestro agradecimiento a todas las personas que la han hecho posible. Quede constancia también de nuestra gratitud hacia la Universidad de Valladolid, por su apoyo primero a la celebración del curso y su respaldo a la hora de publicar unos trabajos que servirán para ilustrar cuestiones de gran trascendencia sobre la actitud ante la muerte de nuestros antepasados más remotos. Elisa Guerra Doce y Julio Fernández Manzano Diciembre de 2013

 

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1. Introducción Uno de los yacimientos de fósiles humanos más importantes del mundo se encuentra en el complejo arqueológico de la Sierra de Atapuerca, en Burgos. La Sima de los Huesos, un pequeño pozo que se abre en una de las galerías de la Cueva Mayor, alberga una abultada acumulación de restos óseos de Homo heidelbergensis entre los que se han podido cuantificar una treintena de individuos. Por el momento, la única herramienta que se ha encontrado allí es un bifaz trabajado en cuarcita roja, al que los investigadores que estudian el yacimiento han dado el nombre de Excalibur. Para ellos, nos encontraríamos ante una de las primeras evidencias de comportamiento simbólico en la especie humana al interpretar el conjunto de fósiles como un depósito funerario, y el instrumento lítico como un presente a los difuntos allá por el 400.000 a.C. (Carbonell et al. 2003). En efecto, a lo largo de la Prehistoria, sobre todo a partir del Paleolítico Superior, la deposición de ofrendas en las tumbas será una constante, con independencia de la localización geográfica, el ámbito cultural y el tipo de ritual funerario. Considerando su ubicación en los espacios sepulcrales y su grado de proximidad a los restos humanos es posible interpretar su función, siendo varias las posibles opciones (Chambon y Augereau 2009): - objetos portados por los difuntos (adornos o partes de su vestimenta) - pertenencias de los difuntos depositadas por sus allegados - ofrendas realizadas por los asistentes a las exequias - elementos utilizados durante las ceremonias fúnebres - ofrendas realizadas durante los ritos conmemorativos - intrusiones posteriores

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Junto a artefactos cuidadosamente trabajados (recipientes, armas, adornos, herramientas e ídolos, entre los más frecuentes) –incluso elaborados expresamente para la ocasión en algunos casos (Delibes 1995)–, pigmentos (Delibes 2000) y ofrendas florales (Lagerås 2000; Nadel et al. 2013; Solecki 1975; Tipping 1994), no resulta extraño encontrar huesos de fauna. Suele tratarse de partes selectas de especies con alto aporte cárnico (bóvidos, ovicápridos, suidos), muchas veces con significativas marcas de corte, que lejos de constituir basura o intrusiones postdeposicionales reflejan la celebración de banquetes fúnebres por la oportuni-dad que brindan las ceremonias mortuorias, como acontecimientos que congregan a una multitud, para la exhibición de riqueza y estatus con fines socioeconómicos (Hayden 2009). Este tipo de festines, muy bien conocidos etnográficamente (Metcalf y Huntington 1991), están asimismo constatados en época histórica ya desde la Antigüedad a través del registro arqueológico, de representaciones artísticas y de documentos escritos (Aubet 2006; Blázquez 1977; Dentzer 1982; Lee 2007; Murray 1988; Niveau de Villedary 2010; Pollock 2003). Gracias a Homero contamos con una vívida descripción de una de estas ceremonias mortuorias en el canto XXIII de La Ílíada donde se relata el funeral de Patroclo, y así sabemos que se sacrificaron en su honor un buen número de bueyes, ovejas, cabras y cerdos y también se saborearon grandes cantidades de vino. También sabemos que en Egipto, la cerveza fue una ofrenda funeraria desde la época predinástica (Hornsey 2003: 32) y que incluso el faraón Tutankhamon hizo acopio de una buena provisión de vino para la otra vida (Guasch-Jané 2011). En contextos prehistóricos, la celebración de banquetes funerarios parece remontarse al menos al final del Pleistoceno (Munro y Grosman 2010) y se rastrea principalmente a partir de las colecciones faunísticas (Aranda y Esquivel 2006, 2007; Goring-Morris y Horwitz 2007; Kim 1994; Müller-Scheessel y Trebsche 2007; Whitcher Kansa y Campbell 2002). Por su parte la ingesta de líquidos durante estos eventos se justifica por el hallazgo en las tumbas de servicios completos de bebida realizados en diversos materiales (habitualmente cerámica o metal) no faltando piezas de reducida capacidad que sugieren un uso individual, caso de copas, vasos o cuencos (Sherratt 1987). De hecho, en el Egeo durante la Edad del Bronce parece que el consumo de bebidas (¿alcohólicas?) en las ceremonias mortuorias no sólo fue una práctica más extendida que el de alimentos sino que pudo involucrar a mayor número de personas a juzgar por la proliferación de copas en las tumbas, donde estas piezas llegan a contarse por centenares (Hamilakis 1998: 120). Sobre la naturaleza de los contenidos de estos recipientes, desde hace tiempo aún careciendo de datos concluyentes han sido los preparados alcohólicos los candidatos que contaban con más apoyo por parte de los investigadores. El desarrollo a partir de la década de los 70 del siglo pasado de la Arqueología Biomolecular ha permitido finalmente verificar la presencia de cerveza y vinos de frutas en contextos funerarios de la Antigüedad, merced al hallazgo de residuos de estas bebidas en

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las paredes de algunas vasijas cerámicas (Guasch-Jané 2011; Guasch-Jané et al. 2006; McGovern 2009). Si bien no hay que descartar que se realizaran libaciones en honor de los ancestros o que las bebidas se depositaran en las tumbas como provisiones para el difunto en la otra vida, parece que el consumo de alcohol por parte de los congregados durante las exequias fue parte importante del ritual. De hecho, otros psicoactivos también estuvieron presentes en estas ceremonias funerarias. Se trata de drogas vegetales empleadas en estas reuniones con el fin de modificar transitoriamente el estado de consciencia de los participantes, de las que queda constancia en un buen número de tumbas de la Europa prehistórica (Guerra 2006a). 2. Los psicoactivos en la Prehistoria Reciente europea: un repaso a los documentos funerarios A la hora de defender la antigüedad del consumo de psicoactivos suele apelarse al controvertido enterramiento de Shanidar IV, en el Kurdistán iraquí, fechado hacia el 60 Ka. Alrededor del esqueleto de un Homo neanderthalensis correspondiente a un varón de unos 30-45 años inhumado en el interior de una cueva junto a otro congéneres, los estudios palinológicos detectaron la presencia de varias plantas con propiedades medicinales y entre ellas la efedra, un estimulante natural (LeroiGourhan 1975), lo que llevó a plantear que el difunto hubiera sido un chamán (Solecki 1975). Esta interpretación ha sido muy rebatida ya que esas plantas pudieron haber sido introducidas posteriormente en la cavidad por parte de los jerbos que la habitaron mucho después, cuyos huesos aparecieron en gran número durante la excavación del yacimiento (Sommer 1999). En cualquier caso, no hay indicios de que la efedra se empleara en el transcurso del ritual funerario. Al margen de este documento, por el momento las pruebas más contundentes a favor del consumo de sustancias psicoactivas durante las pompas fúnebres se remontan al Neolítico, aunque hay que tener en cuenta que la mera presencia en las tumbas de restos vegetales con estas propiedades no indica necesariamente su uso como embriagantes (Guerra y López Sáez 2006) y en ocasiones, se duda de que su identificación botánica sea correcta. Así ocurrió en el centro ceremonial neolítico de Balfarg/ Balbirnie, en Escocia. En uno de los recintos de este complejo, interpretado como un área en la que los cadáveres se dejaban a la intemperie sobre plataformas de madera para acelerar el proceso de esqueletización, se encontraron grandes recipientes cerámicos que supuestamente contuvieron cereales y beleño negro (Hyoscyamus niger), una potente planta alucinógena, lo que llevó a plantear el consumo de una suerte de papilla psicotrópica como parte de los ritos funerarios (Barclay y Russell-White 1993). Sin embargo, posteriores análisis no han podido ratificar la presencia de beleño en el yacimiento (Long et al. 1999; 2000). No es descabellado pensar que las gentes neolíticas que rindieron homenaje a sus difuntos en la granadina Cueva de los Murciélagos de Albuñol conocieran las

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propiedades narcóticas del opio, lo que pudo llevarles a depositar cápsulas de adormidera junto a los cadáveres como ofrenda y símbolo del sueño (Góngora 1868). De hecho en el Neolítico peninsular tenemos constancia del empleo del látex de esta planta y de ahí las trazas de opiáceos detectadas en un par de esqueletos de sendos varones inhumados en las minas de variscita de Gavá, en Barcelona (Juan-Tresserras y Villalba 1999). Pero lo cierto es que por el momento no sabemos si esta droga se consumió durante los ritos de deposición de los cadáveres. Más evidente resulta la función de las semillas de marihuana carbonizadas, halladas en algunos kurganes de la Europa oriental del III milenio AC (Sherratt 1991). Para valorar correctamente este dato hay que recordar que el Cannabis es una especie dioica, es decir, que se desarrolla en plantas unisexuales siendo los ejemplares hembra los que cuentan con propiedades psicoactivas (Schultes y Hofmann 1980). De este modo, el hecho de que se quemaran plantas con semilla –ejemplares hembra, por tanto– revela que estas gentes eran conocedoras de esta circunstancia, y que deliberadamente habrían recurrido a la marihuana con el fin de embriagarse en el transcurso del ritual funerario (Guerra 2006a: 218). Miles de años después, Herodoto (IV, 73-75) describirá esta misma costumbre entre los escitas, relato que encuentra su refrendo arqueológico en uno de los túmulos siberianos de Pazyryk, fechado en el siglo IV a.C. (Rudenko 1970). La comparecencia de bebidas alcohólicas como residuos adheridos a las paredes internas de recipientes colocados junto a los difuntos ofrece una lectura menos problemática que la de los vegetales psicoactivos, si bien es cierto que la interpretación de sus indicadores bioquímicos no es sencilla. De hecho, se han alzado voces críticas a la equiparación de ciertos marcadores detectados en cerámicas prehistóricas peninsulares con posos de cerveza, debido a que pueden ser el resultado tanto de una fermentación alcohólica intencionada, como de procesos naturales de alteración de los almidones contenidos en los cereales (Aceituno y López Sáez 2012). Parece que la producción de bebidas fermentadas en suelo peninsular pudo iniciarse en el Neolítico Antiguo, como sugieren los indicadores de hidromiel (¿o simplemente miel?) localizados en una cerámica de los niveles infratumulares del dolmen de Azután, en Toledo (Bueno et al. 2005a) o las trazas de cerveza detectadas en una vasija del horizonte postcardial de la Cova de Can Sadurní, en Barcelona (Blasco et al. 2008). Sin embargo, la inclusión de bebidas alcohólicas en el ritual funerario no se produjo de manera generalizada hasta momentos más avanzados. Será a partir del Calcolítico, hacia mediados del III milenio cal AC, cuando el alcohol ocupe un lugar destacado en las ceremonias mortuorias de las comunidades prehistóricas de Europa. Múltiples ejemplos acreditan esta práctica. Trazas de pociones embriagantes se han documentado en enterramientos colectivos donde se asocia a materiales campaniformes, caso del hidromiel detectado en un vaso globular de una de las cuevas de la necrópolis toledana de Valle de Higueras (Bueno et al. 2005b) o del preparado de cebada (¿quizás cerveza?) hallado en vasijas lisas deposi-

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tadas junto a un brazal de arquero en el pasillo del sepulcro de corredor de Trincones I, en Cáceres (Bueno et al. 2010). En otras ocasiones son las propias cerámicas campaniformes las que han deparado residuos de pociones embriagantes, como ocurre nuevamente en Valle de Higueras donde la cerveza se detectó en un cuenco Ciempozuelos (Bueno et al. 2005b). Idénticos posos, interpretados como cerveza, se documentaron en algunos vasos de estilo marítimo del Túmulo de la Sima y de La Peña de la Abuela, en Soria (Rojo et al. 2005) y de la cueva sepulcral del Calvari d´Amposta, en Tarragona, donde la bebida se reforzó con plantas alucinógenas (Fábregas 2001). Como no podía ser de otra forma, también se han detectado similares residuos en tumbas campaniformes individuales, caso del célebre enterramiento del príncipe de Fuente Olmedo, en Valladolid (Delibes et al. 2009). En la cista de Ashgrove, en Escocia, donde se inhumó a un varón adulto la variedad de pólenes identificados ha llevado a interpretar el contenido del vaso campaniforme como hidromiel (Dickson 1978). No podemos dejar de mencionar aquí el cuenco Ciempozuelos con trazas de cerveza y cera de abejas (¿miel o hidromiel?) del campo de hoyos vallisoletano de La Calzadilla, en Almenara de Adaja, ya que si en rigor no se trata de una tumba, esta fosa albergaba un par de costillas humanas (Guerra 2006b). Fuera del ámbito campaniforme, otras tumbas individuales del momento igualmente han deparado posos de cerveza, caso de una tumba de la TRB en Refshøjgård, Dinamarca (Klassen 2008) o la cista sueca de Hamneda (Lagerås 2000). A partir de la Edad del Bronce los hallazgos de cerveza, hidromiel y vinos de frutas en contextos sepulcrales (North Mains, Egtved, Bregninge, Nandrup, A Forxá) se reparten por toda Europa, asociándose tanto a enterramientos de varones como de mujeres jóvenes (Delibes et al. 2009), lo que vendría a invalidar esa tradicional imagen que considera al alcohol una prerrogativa exclusivamente masculina. Asimismo, un gran número de evidencias acreditan la importancia del éxtasis inducido por alcohol y opio en las ceremonias mortuorias de las comunidades chipriotas del Bronce Final (Collard 2011) aunque el vino será el psicoactivo por excelencia en el Mediterráneo central y oriental (McGovern et al. 2008), copando los ritos fúnebres ya desde este momento para perdurar en el mundo clásico. Teniendo en cuenta las similitudes de las copas argáricas con la vajilla metálica del Mediterráneo oriental (Schubart 1976), lo que refleja la generalización por la cuenca mediterránea del concepto del vino (u otra bebida alcohólica), el contexto ritual en el que se consumía y la vajilla especial en la que se servía (Ruiz-Gálvez 2009: 98 y nota 7) no es de extrañar que se hayan documentado tartratos (¿vino de uvas o jugo de granadas?) en una copa del enterramiento 68 de Fuente Álamo1, la cista de un varón adulto (Juan-Tresserras 2004). Esta misma tumba deparó, además, un vasito con aceite de   1

Una vasija de la necrópolis de la Cuesta del Negro contenía restos de mosto de uva (Molina et al. 1975) por lo que quizás fuera vino la bebida de la tumba de Fuente Álamo.

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adormidera, al igual que el pithos 111, la urna funeraria de una joven aristocrática (Ibidem). Todos estos documentos revelan la fuerza con la que los psicoactivos, fundamentalmente el alcohol, arraigan en las ceremonias mortuorias de las comunidades prehistóricas, de tal forma que tanto las propias sustancias como la vajilla destinada a su escanciado y consumo se convertirán en indispensables en la Protohistoria o, al menos, en las tumbas de las élites sociales. El enorme caldero de la tumba principesca de Hochdorf , en Alemania, con sus 350 litros de hidromiel (Körber-Grohne 1985) es, quizás, el ejemplo más representativo, aunque existen otros (Koch 2003). Parece, por tanto, que alcanzar un estado de éxtasis inducido por el consumo de sustancias psicoactivas se convirtió en un requerimiento para los participantes en los rituales funerarios de la Prehistoria Reciente. 3. Alcohol y drogas, ¿los viáticos de las comunidades prehistóricas peninsulares en su viaje a ultratumba? Sólo en los últimos años ha comenzado a prestarse atención a las prácticas de alteración temporal de la consciencia o éxtasis entre las gentes de la Prehistoria y casi siempre asociándolas a diferentes tradiciones artísticas, caso del arte parietal del Paleolítico (Lewis-Williams y Dowson 1988), el arte macroesquemático (Fairén y Guerra 2005) o el arte megalítico (Bradley 1989, Dronfield 1995a, 1995b; Patton 1990). A la vista de los testimonios arriba expuestos, parece que este tipo de experiencias tampoco fueron infrecuentes en el transcurso de las ceremonias funerarias. Una de las formas más rápidas y efectivas de entrar en trance es mediante el consumo de drogas y bebidas fermentadas. En la Prehistoria, como hemos tenido ocasión de comprobar, será a partir del Neolítico cuando los documentos referentes al empleo de este tipo de sustancias, sobre todo aquellos relacionados con la ingesta de alcohol, son más consistentes. Frente a los vegetales psicoactivos que, en su mayoría son especies silvestres, las bebidas fermentadas ofrecen la ventaja de asegurar su suministro en determinados eventos y de hacer partícipes de la experiencia extática a mayor número de personas, aunque esta circunstancia no impide que se recurriera también a potentes plantas alucinógenas y estupefacientes como el beleño, la marihuana o la adormidera. Es preciso incidir en el marcado carácter ritual de los contextos de consumo de alcohol y drogas durante la Prehistoria, contrario por tanto a un uso lúdico de estas sustancias, lo que lleva a plantear que el éxtasis no habría sido un fin en sí mismo sino el medio de entablar comunicación con las divinidades (Guerra 2006a). Si bien la presencia de alimentos y bebidas en contextos sepulcrales está constatada en la Península Ibérica desde los inicios del Neolítico, como reflejo de la celebración de banquetes funerarios o de ofrendas a los ancestros (Bueno et al. 2005b), el consumo de sustancias psicoactivas en estos escenarios no se consolida hasta más

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adelante. En apoyo a esta idea conviene recordar que la cerámica, necesaria para la producción de alcohol a cierta escala y vehículo para su consumo2, no siempre comparece en las tumbas del Neolítico Antiguo –como es el caso del enterramiento masculino en fosa de la Cueva de Chaves, en Huesca (Utrilla et al. 2008) o la inhumación de una mujer desprovista de ajuar en la fosa de la Plaza Villa de Madrid, en Barcelona (Molist y Clop 2010)–, menudea en la fase de implantación del Megalitismo en gran parte del territorio peninsular (Delibes 2010: 33-36) y está excluida de la ritualidad funeraria neolítica en suelo asturiano (Blas Cortina 2011: 209). Pero además, en Galicia, donde se ha hecho un estudio diacrónico de análisis de residuos en vasijas de toda la Prehistoria Reciente, el alcohol no hace acto de presencia hasta el Bronce Antiguo regional, asociándose a materiales campaniformes (Prieto et al. 2005). Por el momento tampoco hay evidencias directas del empleo de drogas vegetales en el ritual megalítico3, por más que determinadas piezas (los quemaperfumes chassenses, los ídolos-espátula San Martín-El Miradero o las agujas óseas de cabeza de adormidera) pudieran estar sugiriendo su uso (Guerra 2006a), o que los motivos que decoran algunos ortostatos se hayan interpretado como fosfenos, asociándolos a estados de trance (Bradley 1989, Dronfield 1995a, 1995b; Patton 1990). No parece casual, por tanto, que las sustancias psicoactivas cobren un mayor protagonismo a partir del Calcolítico, un período que en lo funerario supone la transición de las tumbas colectivas a las individuales como reflejo de esa, cada vez más ambigua, complejidad social (Chapman 1991; 2010). Los efectos de estas sustancias habrían resultado ventajosos en un momento en el que el poder político está en proceso de formación, al servir como vehículos de acceso al conocimiento esotérico y permitir la comunicación con otras realidades (Sherratt 1995: 16). De este modo, las minorías hegemónicas se fueron haciendo con su control, bien imponiendo tabúes al uso de ciertas plantas o bien regulando la producción y distribución de las bebidas alcohólicas, caso del vino que hasta la romanización del territorio europeo fue un producto inalcanzable para el grueso de la población (Guerra 2006a). Los documentos ilustrativos de esta costumbre se multiplican a lo largo de la Prehistoria Reciente pero es en el I milenio AC cuando resultan incontestables. Ya   2 La poción alcohólica del túmulo danés de Egtved fue depositada en un recipiente hecho en corteza de abedul (Thomsen 1929). Si bien es lógico pensar que la utilización de vasijas en materias orgánicas (madera, cuero) debió de ser habitual en la Prehistoria, este tipo de contenedores resultan prácticamente invisibles en el registro arqueológico. 3 Quizás en el hogar de la cámara principal del sepulcro de corredor galés de Barclodiad y Gawres, donde se encontraron huesos de sapos, ranas, serpientes y ratones, entre otras especies (Powell y Daniel 1956: 15) se preparara una poción con efectos psicotrópicos –similar a la de las brujas de Macbeth– que pudo inspirar la decoración grabada en las paredes del megalito. En auxilio a nuestra propuesta es preciso señalar que el veneno que exudan ciertas ranas y sapos cuenta con propiedades alucinógenas (Guerra 2006a).

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hicimos alusión al caldero de hidromiel de la tumba principesca de Hochdorf, con sus 350 litros de capacidad. En Gordion, la capital de Frigia, el túmulo de otro personaje aristocrático ha proporcionado también restos de un festín funerario con un desmedido consumo de alcohol. Se trata del sepulcro de un alto mandatario (¿el legendario rey Midas?), en el que los análisis de residuos apuntan a la celebración de un banquete a base de carne asada de oveja y cabra, aromatizada con hierbas y especias, todo ello regado con cerveza, vino e hidromiel (McGovern et al. 1999) cuyo suministro, a juzgar por el número y capacidad de los recipientes hallados en la cámara funeraria (varias situlae, calderos y jarras junto a más de cien cuencos) (Young 1981), fue mucho mayor que en Hochdorf. Aunque desconocemos su significado es posible que el trance durante el desarrollo de las ceremonias funerarias tuviera como objeto que los participantes acompañaran al espíritu del difunto en su viaje al otro mundo, a modo de despedida. Pero fuera este u otro su sentido, su importancia en el ceremonial sugiere que el consumo de psicoactivos no fue moderado y que acabó siendo parte destacada de los rituales de la muerte entre las comunidades prehistóricas de Europa.

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